VEINTICUATRO

 

 

 

Los banquetes y las fiestas de año nuevo volvían a ser dignas de una ciudad tan sobresaliente como Sinniria. El comercio se había reiniciado con éxito, la ciudad albergaba a multitud de mercaderes naturales y extranjeros, así como a sus embajadas que se sentían orgullosas de asistir a los actos que ofrecía el rey en palacio.

Era el segundo día de las fiestas e Innasum, en un intento de librarse del tumulto de la plaza se había parado junto a los guardias que custodiaban la entrada principal de palacio. El cielo amenazaba con lluvia, pero eso no había hecho a la gente quedarse en sus casas. Vigilando que todo se mantuviera en orden y preparado para desalojar la plaza en cualquier momento si el agua se decidía a caer, vio a su hermana paseando contenta con sus amigas. Hacía más de un año que estaba con él en palacio, pero ya no lograba imaginarse sin ella. Le había servido de mucha ayuda, se alegraba de que por fin estuviera colocada donde se merecía, y sobre todo de la seguridad que le reportaba que ella estuviera allí. Con el paso de los años y la experiencia iría adquiriendo cada vez más influencias y del prestigio formal pasaría a hacerlo efectivo, como ya lo estaba dejando notar.

Sus ojos se alternaban continuamente del cielo al mercado, sobre todo cuando unos sonidos lejanos de tormenta se avecinaban desde el sur. Hacía un viento suave y en cuanto el olor a lluvia se hizo patente se dispuso a dar por terminada la actividad comercial por esa tarde.

-       En diez minutos la tormenta estará sobre nosotros – les habló a los guardias –. Id a avisar a un par de oficiales que estén en sus puestos a las puertas del témenos y otros cuatro en las vías de salida de la plaza.

Él por el contrario se mantuvo en el atrio junto al jefe de la guardia. Como había adivinado, la lluvia empezó a caer, primero muy débil y en seguida con mucha más fuerza. A penas se había retirado la gente y los comerciantes habían puesto a salvo sus mercancías, cuando un aguacero había calado cada rincón de Sinniria. Él estaba al resguardo en el pórtico de palacio, pero aún así la humedad se coló entre sus ropas. Esperó a que amainara un poco, pero al ver que no desistía salió corriendo hacia la Casa de la Guardia. Supuso, y no se equivocaba, que esa noche el banquete quedaría cancelado, y en cierta manera lo agradeció. Después del día anterior recibiendo a los embajadores y ese día sin haber tenido tiempo para sentarse y tomar algo, no deseó salir de sus aposentos en toda la noche.

Llegó chapoteando a la habitación, dejando las sandalias y la ropa mojada en el suelo en una de las esquinas de la cama. De una voz llamó a Nidame y en seguida llegó corriendo.

-       Señor – se dispuso.

-       Tráeme ropas secas y enciende el fuego.

-       En seguida.

Mientras se vestía, ella se arrodilló en el hogar en lo que parecía un ritual en el que cada paso, cada ingrediente, cada gesto, estaba cuidadosamente medido. Se quedó mirándola, sorprendido por la idea que le sugirió. Nunca había pensado en ello y si realmente cada día que le levantaba con su fuego encendido lo hacía siguiendo unas normas que él desconocía.

Hacía tanto que no se había vuelto a detener en ella que ahora mirarla incluso se le hacía extraño. Lo que había comenzado por ser una situación tirante, en que quería demostrarla el verdadero lugar que ocupaba en esa casa y respecto a él, se había convertido en rutina. Tras arrebatarle la custodia de su testamento en beneficio de su nueva esposa, el mensaje estaba claro y su doncella lo entendió a la perfección. Aún así, él no podía negar que ella ocupaba un lugar en su vida. Ella hilaba de alguna manera su vida en palacio, la única que siempre acaba volviendo a él. Sería quizá la fuerza de la costumbre, pero a la que llegado un punto ya era imprescindible. Recordó cuando al principio le era la persona más molesta que había conocido, y ahora ella quizá hubiera acabado en la indiferencia de no haber sido porque otra persona vino a verle hacía unos días. Sin querer, tuvo que recordar todo lo que un día representó en él, aunque ahora no fuera más que su pasado.

La hija de Nidame, su hija también, vino a verle una tarde esperándole en sus aposentos. Al entrar se quedó parado, al principio sin reconocerla.

-       Padre – habló solemne, poniéndose en pie.

Él no se movió, todavía sorprendido de que aquella muchachita hubiera logrado llegar hasta su habitación desde la Casa del Retiro y más cuando le llamaba padre. Había pasado un día agotador en la construcción de las murallas y su cabeza había dejado de razonar de vuelta a casa. Al oírla se sintió confundido, pero en seguida logró concentrarse en la situación. La reconocía. Era consciente de que había salido de su sangre, pero de ahí a quererla como lo que era había un gran abismo. Aún así siempre había respondido a sus obligaciones y no podía ser considerado un mal tutor.

-       ¿Qué haces aquí? – le respondió instintivamente.

-       Por favor – se acercó unos pasos a él, con actitud urgente y suplicante. Él la miró y vio que tenía los ojos congestionados –, nadie de la Casa del Retiro sabe que he venido a verte, y menos mi madre, así que cuanto antes me vaya mejor.     

Miró un momento al suelo, dudando, pero Innasum le urgió. Nerviosa por su reacción, le contó su situación para acabar suplicándole.

-       Por favor, no dejes que me case con ese hombre.

-       Tu madre no me ha hablado de eso.

-       Es que lo pensaba hacer en cuanto acabaran las fiestas – le explicó –. Hoy he vuelto a discutir con ella, porque yo insistía en que te pidiera opinión.

-       Y por eso has venido a verme tú primero – adivinó.

-       Por favor – le volvió a implorar –, hay muchos hombres en Sinniria, por favor, convéncela para que pueda quedarme aquí. Soy joven y me saldrán muchísimos más pretendientes. Por favor…

Incómodo porque le estuvieran molestando por asuntos de matrimonio, que a él le parecían triviales. Se sentó en la cama y se descalzó, intentando darle una respuesta neutral, pero efectiva para que aceptara lo que su madre le había dicho. Él tenía últimamente otro mucho más importante al que atender y precisamente ese sí que requería de su preocupación, pues atañía también a asuntos políticos. Tukil, cumpliría esa primavera dieciséis años y el rey le llevaba hablando sobre su posible matrimonio y las candidatas hacía bastante tiempo. 

-       Ya verás como se lo agradecerás – suspiró –. Todas las mujeres tienen muy buen ojo para encontrar un matrimonio apropiado para sus hijas. Créeme que tú harás lo mismo.

-       ¿Entonces no vas a hacer nada?

La miró un momento, al notar su tono de angustia.

-       ¿Qué quieres que haga? – se encogió de hombros –. Ella conoce la situación mejor que yo, y me fío de ella. Si me ha cuidado de manera intachable durante más de quince años, estoy seguro de que con su hija habrá puesto el mismo empeño.   

Bajó la cabeza, asintiendo, resignada a lo que se le imponía y totalmente derrotada al perder su última esperanza. Se despidió de manera cortés y regresó a la Casa del Retiro intentando esquivar cualquier mirada que delatara su salida.

Innasum suspiró al recordarla, ella era tan importante para Nidame, pero tan insustancial para él. La veía como a cualquier niña que pudiera criarse en la casa, sin nada que la hiciera sobresalir ante las demás. No tenía ningún motivo para estimarla más allá de lo que exigiera su papel como padre, que se resumía a velar por su seguridad. Y precisamente de ello ya se ocupaba Nidame. Por el contrario, su doncella sí que le aportaba un cierto afecto.

Mientras recordaba, dejó a Nidame que jugara con el fuego y lo avivara en el hogar como más le gustara, pues esa era su especialidad y a él le fascinaba observarla abstraída en él. Decidió hablarlo y acabar de una vez con el asunto.

-       ¿Con quién vas a casar a tu hija?

Nidame estaba en la mesa colocando los frascos en su sitio y al escuchar aquello casi dejó caer una buena parte de ellos. Tuvo que hacer un gran esfuerzo para mantener las formas, sin entender cómo se había enterado. No sabía si quería reprocharla, apoyarla, o las intenciones que podía tener él por su parte, pero si ahora intentaba inmiscuirse en los asuntos de su hija cuando jamás se había preocupado más de lo imprescindible, lo consideraría definitivamente un acto de opresión contra ella.

-       Con un terrateniente, de familias antiguas de la tierra, para la siguiente primavera – respondió en seguida –, será una buena oportunidad para ella.

-       Pues ella no lo ve así.

-       Es una niña – declaró firme, pero sin llegar a imponerse –, no sabe aún lo que quiere.

-       Ella vino a verme – le dijo, suponiendo su curiosidad.

Se levantó tranquilo, mientras se quitaba las pulseras y los anillos que aún llevaba consigo. Se acercó a la mesa donde ella estaba para dejarlos y le siguió hablado. Nidame le observaba inquieta de reojo, esperando alguna sentencia por su parte.

-       Me pidió que me opusiera – sonrió –, pero va a ser como tú digas.

Nidame no pudo evitar suspirar de alivio, sonriendo también. Se atrevió a levantar la vista para mirarle un instante a los ojos. Hacía mucho que no lo hacía directamente, pero necesitaba agradecerle esa primera muestra de apoyo, que no recordaba desde hacía tantos meses.  

Se acercó a ella e intentó quererla recordando antiguas sensaciones, como algo que debía hacer. Le acarició el cuello bajando sus manos por sus hombros. Notó su inquietud, sus nervios por tenerle tan cerca, pero eso ya no le hacía agitarse como antes. No lograba aflorar de los recuerdos un sentimiento real. Se sintió extraño precisamente por no sentir nada al tocarla de nuevo, al pertenecer fiel únicamente a su pasado. No creyó que terminaría por derrumbarse todo lo que un día ella fue en él, pero así era, y era cuestión de tiempo que las cenizas se acabaran por enfriar. Era cierto que el último año había contribuido enormemente a ello y lo había acelerado, pero ya lo venía sintiendo latente desde que otra mujer, su mujer, ocupara para siempre su sitio, hacía ya tantos años.

Al instante quiso que se fuera, no quería verla, ni tenerla cerca. Sabía que se le pasaría, pero de momento no quería que apareciera por allí hasta el día siguiente.

 

 

La boda tuvo lugar el último día de las fiestas, y como celebración y para concluirlas, el rey dio un gran banquete en honor de su hijo pequeño y su esposa. Ania era la que prácticamente había amañando la boda de Tukil con una de las hijas del sacerdote mayor de Sin, justo con otra de las hermanas con las que ya estaba casado su hijo Pilesert. Tukil había discutido mucho con su madre sobre la mejor candidata y al final no fue difícil resolver que esa mujer sería la que mejor convendría a sus intereses, pues tendría un acceso aún más justificado para acceder a los tesoros del templo y las simpatías de todos los sacerdotes.

Ania, en su semblante siempre recto, se la notaba radiante de felicidad, pero esa misma noche, a la que había sido invitado prácticamente todo el témenos la vio desaparecer muy al final de la velada acompañada de un par de hombres y del embajador de Nínive, el príncipe que siempre acudía a Sinniria, y ya no volvió a la fiesta.

-       Señora – se le acercó el embajador, su propio hermano, de manera confidencial.

Le vio que estaba pálido leyendo en su cara una mala noticia.

-       ¿Qué ocurre?

-       Acaba de llegar un emisario de Nínive, diciendo que el rey ha muerto. Hoy mismo ha sido coronado el nuevo señor de Nínive, nuestro hermano.

Por un momento no reaccionó. Al fin había llegado el momento, pero no esperó que fuera de manera tan repentina. En realidad no podía ser de otro modo. Salió con él seguido de los guardias de su hermano en busca del emisario y éste, que pedía verla, le ofreció una tablilla de parte del nuevo rey. Sus oídos tuvieron que acostumbrarse a la quietud de la noche, e iluminada a los pies de una antorcha del patio leyó la misiva. Todos los presentes se habían congregado en torno aquella columna, apartados y sabiéndose ocultos de cualquier oído ajeno. Su hermano se proclamaba rey de Nínive bajo el nombre de Ishtassur, señor de Ishtar, vicario de todos los dioses y favorito de ellos, y una larga lista de alabanzas a su persona y amenazas contra aquellos que intentaran agraviarle. Vio que era una copia de las múltiples tablillas que habría mandado a todas las ciudades para informales de la nueva situación, pero en ella había añadido un epígrafe personal. Al final hacía referencia al deseo de renovar los pactos con Sinniria, la que consideraba la más fiel y mejor aliada de todas.

Ania sintió como se desbordaba su alegría. El mensaje estaba claro, el nuevo rey no se contentaba con unas simples felicitaciones y una garantía de su amistad. Les estaba pidiendo una embajada en calidad de privilegios. Y en seguida supo quien la encabezaría. Con ella, vendría su gran oportunidad. No le fue difícil disimular el excesivo entusiasmo que la embargaba, y totalmente lúcida de cómo proceder.

-       Mañana a primera hora, antes de la audiencia, iremos los tres a ver al rey – les habló Ania a su hermano y al mensajero –, tiene que ser antes de las despedidas y de que anuncie el comienzo de los cinco días nefastos, así que nos tendremos que adelantar. Concretaremos lo necesario y enviaremos las propuestas al templo de Sin justo después para que nos incluyan en el calendario de este año para enviar la embajada.

Todos estuvieron de acuerdo, pero antes de arriesgarse, Ania hizo salir de la fiesta a su hijo Pilesert para avisarle de lo ocurrido y asegurarse el hueco que más le conviniera en el calendario. Él estuvo dispuesto a complacer a su madre y darle la fecha que más le gustara para el envío de la embajada a Nínive. Tras salir de su sorpresa dejó que volviera a la fiesta, pero ella lo menos que le apetecía era regresar allí. Se dirigió a sus aposentos y antes de quedarse dormida ya había maquinado toda una estrategia para cumplir sus objetivos. 

La embajada a Nínive saldría a tiempo similar que la de Hennia, y su hijo Tukil sería quien se dirigiera a su ciudad. Ante todo, también ellos, los que en última instancia eran su familia, debían reconocerlo como legítimo heredero de Sinniria. Esa misma mañana ya estaban preparados la reina, el embajador y el emisario ante las puertas de la sala del trono, esperando a que el rey hiciera acto de presencia. Los demás funcionarios estaban esperando como ellos en la recepción, y cuando le vieron aparecer, lograron introducirse en la sala tras él, pero antes que los demás. Cerraron las puertas y pidieron al rey su atención.

Adapa se sintió incómodo por retrasarle en su trabajo, pero cuando oyó las noticias que le traían y le leyeron la tablilla, no tuvo inconveniente en dedicarles a ellos toda su atención. Pero antes de que pudiera decir nada Ania se adelantó a proponerle cuanto tenía pensado. El rey la escuchó, aunque llegó a perderse en su breve discurso, pues su mente iba y venía todavía sumida en el sueño y en los excesos de la noche anterior. Si hubieran estado solos hubiera pedido que lo repitiera tantas veces como hiciera falta hasta enterarse exactamente de lo que pretendía, pero con otros hombres presentes, y más extranjeros de tal calibre no podía poner en entredicho su capacidad. Escuchó el nombre de su hijo y entendió que pretendía mandarlo a Nínive.

-       Que sea así entonces – declaró cuando su esposa pareció terminar.

En realidad a él le fastidiaba tener que dedicarse a ese aspecto que le había llegado de improviso y que le quitaría mucho tiempo para lo que quería hacer, que se trataba únicamente de su descanso durante el verano y revisar las propuestas que le llegarían a su residencia sobre la embajada de Hennia. A lo sumo, se dedicaría algún juicio que exigiera su veto o su aprobación. Por el contrario, sabía que ella estaría encantada más que nada de dedicarse a los asuntos de su ciudad. Además, cuanto más distraída estuviera, mejor.

-       Ania – le llamó antes de salir. Ella se giró en seguida –. Me gustaría que te encargaras tú de todo este asunto de Nínive.

Ella asintió complacida, viéndose cada vez más poderosa, incluso sin buscárselo. Todo iba sobre ruedas. Durante esos cinco días Ania se dedicó a establecer sus redes y sobre todo a dar instrucciones a su hijo.

-       Afirma tu poder, pues ganándote el apoyo de Nínive aquí lograrás lo que te propongas – le decía uno de esos días que se habían reunido en el patio de sus aposentos –. Tú gánatelos, que yo mientras haré lo que deba aquí.

-       Por supuesto.

Él estaba encantado de que le encomendaran tanta responsabilidad, pero sobre todo estaba ilusionado por visitar Nínive. Había oído tanto sobre su poderío, sus riquezas, muchas veces exageradas por su madre, pero indudablemente sobresaliente ante las demás ciudades. Comprobaría a qué nivel se encontraba de Sinniria y hasta qué punto dependían una de la otra.

-       ¿Y qué me cuentas nuevo de Innasum? – le preguntó su madre, aparentemente desinteresada.

-       Nada especial – se encogió de hombros mientras comía una de las uvas de la bandeja –, sigo aprendiendo de él.

-       Aprovecha todo lo que puedas, pero no te olvides de lo que hemos hablado muchas veces.

Y no lo pensaba hacer. En el último año habían hablado de vez en cuando sobre las intenciones y los verdaderos propósitos del general. Los dos coincidían que concentraba demasiado poder en sus manos para su título, pero Tukil no parecía verle con intenciones hegemonistas, más bien le daba la sensación que era su padre el que le otorgaba desinteresadamente los honores, y eso era un punto a su favor para mantener a Innasum el día el que él reinara. Ya quizá no como general efectivo, pero sí como uno de sus más valiosos consejeros.

-       Quizá, hijo, sea así – le decía –, pero ten cuidado. Procura que esté siempre a tu merced, sea como sea, o serás tú el que se tambalee. No quiero que tú también dependas de él, como tu padre. De él ni de nadie. 

Había dejado notar un tono amargo, como siempre que él se introducía en sus conversaciones. Conocía su animadversión hacia el general y en momentos tensos le advertía que se deshiciera de él cuando le fuera posible. Él ante eso no respondía, pues no quería disgustar más aún a su madre, pero tampoco ir en contra de sus propios deseos. 

-       Madre – le decía, en cierto modo ansioso, impaciente –, estamos hablando de mi futuro reinado, pero todavía pueden pasar décadas hasta que yo ocupe el puesto. Odio ver todo tan lejano, como si lo que hoy estamos diciendo no sirviera para nada.

-       No me gusta oírte hablar así – sentenció cortante –, yo he esperado mucho más que tú y aquí sigo, firme, hasta el último día que vea cumplir lo que me he propuesto.

-       Yo también estoy en esos planes, ¿verdad?

-       Así es, y más te vale no desistir.

-       Si no ya te encargarás tú de que no sea así – rió, relajándose.

Cogió de nuevo un matojo de uvas pasas de la última temporada y que tanto le gustaban. Mientras jugaba con los pites en su boca y esperando en silencio que su madre calmara su súbito enfado, sus ambiciones crecieron en él hasta hacerse casi insoportables. Necesitaba el poder y lo necesitaba ya.

-       Sabes lo que quiero – le recordó Tukil, ahora serio –, pero hay amenazas allí donde mires.

-       Siempre las ha habido – le tranquilizó ella.

-       Precisamente por eso, cuanto más tiempo pasé más fuerte puedo serlo yo, pero también los que quieran alcanzar la supremacía de manera ilegítima – se incorporó un poco, ordenando sus pensamientos para explicarle a su madre sus preocupaciones –. Quizá Innasum no esté tentado a hacerme frente y, como muchas veces me ha dicho, desee estar para siempre al servicio del soberano pues eso le hace feliz. Y lo veo madre, sé que él jamás osará luchar por el trono, pues lo considera exclusivo de aquellos que han sido elegidos por los dioses. Pero sí que tiene gente que le apoya y que daría la vida por él en vez de por mi padre. Muchos lo consideran a él el verdadero sustento de la ciudad y tienen razón, y precisamente ellos sean los que en su día puedan formar una facción para hacerle tomar el mando supremo. Y si no es él cualquier otro. 

-       Se ve que has pensado mucho en ello – supuso su madre, sorprendida.

-       Sí – reconoció, pues constantemente solía quitarle el sueño esa idea –. Cuanto más nos vayamos acercando al fin de mi padre, irá surgiendo esa oposición. Lo sé. Mi padre ha sido un monarca débil, constantemente en manos de otros. Primero durante su regencia, y después con Innasum eligiéndole entre los mejores. Ahora es pronto para que el mundo piense en el problema sucesorio, pero algún día comenzarán las disputas.

-       Ya que tantas vueltas le has dado, dime lo que piensas hacer.

-       No sé – mintió, pues ciertas ideas sí que le habían rondado la mente, pero le parecían tan abominables que no se atrevía a pronunciarlas ni siquiera ante su madre.

-       Si has pensado en el problema, habrás imaginado alguna solución, por absurda que sea – lo estaba intuyendo, y como siempre iba a conseguir sacárselo –. Venga, cuéntamelo.

-       Bueno – admitió, recorriendo la estancia con la mirada.

Respiró hondo, pero en seguida la idea no le pareció tan censurable y al mirar a los ojos a su madre cobró tal fuerza que quiso llevarla acabo con urgencia y como única vía posible. Tomo cuerpo y en un instante vio la secuencia tan real, que lo tomó como un signo de los dioses. Se sentó en diván se inclinó hacia ella. Ania supo ver en su hijo una codicia difícil de calificar, pero que la hizo sentirse sumamente orgullosa. Cada día le demostraba que realmente su sangre era la que predominaba en él, y sobre todo se reconoció a sí misma en su mirada determinante, agresiva, pero a la vez cabal y sensata.       

-       Madre – le dijo, tomándola de las manos y mirándola a los ojos –, quiero ser rey.

 

Pasados los cinco días tras las fiestas, Iyari pasó a vivir en el templo de Ishtar. Innasum ya había establecido su protección, y ahora estaba tranquilo al saberla una más de sus aprendices; sin embargo, no acudió para supervisar su entrada y advertir que cuidaran de ella. Nada. Nuevamente Ania se sentía frustrada por no conseguir sobre él efecto esperado, aún así, era posible que justo por eso aparentaba sus descuidos. Pero ahora poco importaba, pues a ella le estaba saliendo todo a pedir de boca. Ya se ocuparía de él cuando llegara el momento. Respecto a su nieta ya había quedado zanjado su asunto. Había establecido un aprendizaje especial para ella y una preparación exquisita como se merecía, pues junto con la embajada a Nínive del próximo invierno pensaba mandarla a ella también. Nadie conocía sus acuerdos secretos con su hermano ya coronado como rey de Nínive, pero a nadie le extrañó que fuera tan exigente con su nieta, pues precisamente de eso tenía fama. 

Fue concluir ese asunto y el rey, por su parte, las ordenes en el núcleo de la ciudad, cuando, como todos los años, el segundo día de verano marcharon a su residencia de la ribera. Mientras, por segunda vez su hijo Tukil se responsabilizaba de la ciudad junto al general. Esta vez Ania se llevó con ella a su reciente nuera y no le fue difícil acabar de ganársela para sus intereses de apoyo a su familia. Tampoco fue una gran tarea, pues ella estaba encantada con su nueva posición y simpatizaba por completo con su política, además de tener un carisma propio para una futura reina. Ania lo supo nada más verla hacía ya unos cuantos años, en las bodas de Pilesert con su hermana. Las dos chicas provenían de una familia de sacerdotes de Sin, pero precisamente a ella la quiso reservar para su hijo pequeño.

Durante el verano continuaron las visitas de sus amigas de la ciudad, pero ese año también Tukil se permitió retirarse de vez en cuando con la excusa de cumplir con su esposa, pero en realidad a quien más necesitaba era a su madre.

Una de aquellas tardes de bochorno insoportable en el centro de la ciudad ordenó que le trasladaran en litera hasta el palacio de verano. Fue recibido como solía ser ya habitual, con toda la categoría que correspondía al futuro heredero. Tras pasear un buen rato con su mujer y dedicarla todas las atenciones que requería, fue a ver a su madre. Ya sabía que venía por ella y precisamente le estaba esperando sentada en los jardines sin ninguna compañía.

-       ¿Qué tal con Vashi? – le preguntó en cuanto le vio aparecer, sabiendo que además de conveniente, su nuevo matrimonio le estaba haciendo feliz.

-       Bien, madre – sonrió, sentándose en el banco de al lado –, pero vengo a hablar contigo.

-       Ya, ya lo sabía, recibí tu mensaje. ¿Y qué es eso de lo que quieres hablarme?

-       Pues de lo de siempre.

Ania le miró mientras él se acomodaba y bebía un poco de agua de una de las copas. Aquel día que su hijo le declaró todas las intenciones que acabaron por unirse totalmente a las suyas, supo que había esperado un momento así para culminar su promesa. Su codicia había explotado en un momento totalmente propicio, pero también sabía que su moral le impediría llevarlo acabo. Ese día Tukil le pidió que matara a su padre porque era necesario, pero una vez dicho notó en él sus remordimientos. Por un instante Ania anheló aquel sentimiento, que en ella ya había desaparecido por completo. Y al verle ahora supo que también él acabaría relegando cualquier escrúpulo para hacerse fuerte. Aquel día y los primeros en tratar el tema surgían en su hijo las dudas, pero de cada paso que se echaba atrás ella lograba hacerle avanzar con creces hacia delante.

Ania suspiró, viendo en su hijo como a través del agua. Tukil era consciente de que ser él el autor del acto en sí sería un hecho abominable ante los ojos de los dioses. También podía decir que en su carrera política sería el causante directo de otras muchas muertes, pero entonces serían justas. No quería empezar así, precisamente con un crimen a un miembro de su familia, y menos al elegido de los dioses, pues la culpabilidad le hubiera acompañado durante toda su vida. Eso le había empujado a hacerla a ella responsable. Ania lo intuía, pero fue justo esa idea que podía estar atormentando a su hijo por la que hizo suyas sus intenciones. 

-       Me preocupa cómo lo vamos ha hacer – le decía Tukil –, pero sobre todo cuándo.

-       Yo ya he estado pensado en ello – le tranquilizó –, y pensaba llamarte en unos días para contártelo. Verás, la embajada a Hennia sale el primer día de invierno, y en ella irán Innasum y dos de los jefes del ejército. La ciudad se quedará sin tres de las personas que lo sustentan, al menos militarmente. Tendrá que ser después de que se vayan.

-       ¿Y la embajada a Nínive? – preguntó, pues saldría diez días después de la de Hennia –. Ya se ha establecido que yo la dirija.

-       Pues tendrá que hacerlo otro – sonrió –. Tú estarás muy ocupado, pero de eso hablaremos más tarde. Ahora concretemos lo que has venido a tratar conmigo. Será durante ese periodo en el que tendremos que actuar, y por el día que sea no hay problema, yo tengo acceso a él en cualquier momento.

-       Y ahora – dijo, conforme a todo lo que su madre le había propuesto –, ¿cómo?

-       También le estado dando muchas vueltas – reconoció –, pero igualmente no será difícil.

-       Madre.

Tuvo que interrumpirla, pues no entendía como podía estar tan serena. No demostraba ni un ápice de consideración, como si su marido no le importara nada en absoluto y estuvieran tratando sobre conceptos vacíos.

-       ¿Por qué haces todo esto? – le preguntó.

Ella le miro a los ojos, cansada, sonriendo levemente.

-       He esperado ya tanto tiempo – suspiró –. Lo que me pides sólo significa para mí un escalón más hacia lo que tanto anhelo. Por mí misma quizá no lo hubiera hecho, porque este acto pesará en mi contra desde el momento en que lo cometa. Sé que quizá los dioses me castiguen por ello, pero no voy a detenerme ahora. Si tanto me he preocupado por vosotros es porque en cierta manera sois como yo, de mi estirpe, debéis volver a donde corresponde. Yo haría cualquier cosa por vosotros, lo hice por tu hermana, ahora lo hago por su hija; por tu hermano y por ti. Sois los únicos que me importáis, los demás sólo representan lo que tanto odio.

Por primera vez socavó en los sentimientos de su madre, pero aún no entendía la razón de resistirse al pasado que le había tocado, nada extraño a una princesa. Precisamente ella, en la cumbre de la sociedad, debería saber que así debía ser cuando eran necesarios acuerdos políticos. La estabilidad del pacto requería la mano de una princesa y su traslado a la ciudad correspondiente. No entendía ese rechazo por el lugar donde había transcurrido más de la mitad de su vida y que le había reportado más que todo lo que le podría haber ofrecido Nínive. A él no le parecía tan malo su mundo, al contrario, y lamentó que quizá su madre se hubiera formado un ideal de lo que no había podido tener.

-       Puede que cuando vuelvas todo haya cambiado, que lo que tú recuerdas no sea como lo es en realidad.

-       Mejor dejemos de hablar de eso – le cortó.

-       Claro.      

De nuevo volvió a ser la de siempre, determinante y recta, anteponiendo siempre sus fines a lo moralmente correcto. Su hijo la escuchó atento, dispuesto a acatar lo que tan sabiamente estaba planificando. De ello dependería su acceso al poder de manera eficaz. 

 

 

Ningal caminaba incómoda por la Casa del Retiro, escondiéndose del príncipe Pilesert que había venido a supervisar las diferentes actividades a las que le había dejado a cargo su madre en su ausencia. Prefería no encontrarse con él, porque si lo hacía temía soltarle cualquier insensatez que bien se merecía. Nuevamente ejercía su autoridad de manera extrema, lo que a ella le parecía una crueldad contra niños que precisamente estaban aprendiendo. Respecto a las demás mujeres que cuidaban la casa no dudaba en recriminarlas por cualquier tontería. Esos días prefería estar oculta a sus ojos. Por suerte esa sería la última vez que lo viera en esa temporada, sólo quedaban dos días para que volvieran los reyes de su palacio de verano. Nunca hubiera dicho que extrañaría a Ania.

En sus intentos de evitar un encuentro con el príncipe decidió hacer lo más sencillo, salir durante ese día de allí. Canceló sus clases con su maestro y aprovechó para hacer diversos asuntos en la ciudad que en otras ocasiones no le hubiera apetecido. Llamó a su doncella y juntas se fueron a pasear por el témenos. Al final acabaron delante del templo de Sin, y Ningal se decidió a entrar. Hizo que su doncella la esperara fuera, pues no había sido casualidad que acabaran allí.

Entre las diversas estancias, acompañada por uno de los sacerdotes que la atendió en la recepción, se dirigió hacia el santuario de la diosa Ningal, la misma a la que su madre quiso honrar poniéndole su nombre. De todos los templos ese era el que más veces había visitado. Su santuario dependía del de Sin y estaba situado en su interior, como esposa del dios que era. Hasta que se trasladara a vivir al témenos era el primero que visitaba cada vez que iban de visita a la ciudad, y durante su vida en palacio ya había perdido la cuenta de las veces que había acudido allí. Se sentía bien y aunque era relativamente sencillo comparado con los tres grandes de Sinniria, le resultaba de un encanto inigualable. Como diosa de las cañas, el espacio que le tenían reservado se elevaba en medio de la vegetación y corrientes de agua, salvadas con pequeños puentes de piedra a ras del suelo que permitían el acceso al templo en el centro del gran patio. Allí se guardaba la imagen de la diosa y su tesoro, pero ella se dirigió únicamente al espacio de la entrada donde tenían acceso los visitantes para rezar a una réplica de la imagen.

El templo se escondía entre los árboles y las enredaderas, y únicamente se hizo visible cuando atravesó el último puente. El sacerdote la dejó a cargo de una de las aprendices y atendida por ella hizo ofrendas en altar de la diosa y le rezó en silencio. Pero precisamente el motivo que la había llevado allí no era ese.

-       Quiero ver a la sacerdotisa que se encarga de la administración del templo de Ningal – le dijo a la aprendiz cuando dispuso acompañarla a la salida –. Decidle que es urgente.

-       En seguida, señora.

Esperó en el atrio del templo ante la puerta abierta que daba a la sala de los visitantes. Hacía días Aqsal le había llevado una tabilla para copiar del tesoro de ese templo. En él se plasmaban todas las cuentas realizadas durante las fiestas de año nuevo, pero le pareció ver cierta irregularidad. Los años que había aprendido junto al administrador de su padre le ayudo a entender más fácilmente las tablillas de cuentas. Todo estaba perfecto, mientras copiaba iba calculando mentalmente las sumas y restas, y en todas las ocasiones daba la cantidad que allí decía. Pero lo que le hizo sospechar fue cuando leyó su nombre en esa tablilla. En año nuevo había hecho ofrendas al templo, pero lo que allí ponía no era exactamente lo que ella había ofrecido. Lo comentó con su maestro, pero él le quitó importancia, le decía que quizá no se acordara bien de lo que había dado. Ella insistía, pero acabó dejándolo por el beneficio de la duda. A ella le había dejado esa curiosidad que a veces le daba vueltas y que ese día había decidido satisfacer.

-       Señora Ningal – le saludó contenta la sacerdotisa –, ¿a qué se debe vuestra visita?

-       Me preguntaba si me dejaríais ver las tablillas del tesoro.

Ante aquella petición la sacerdotisa tomó distancias, ahora seria, sin entender qué pretendía.

-       ¿Y cómo, señora?

-       No recuerdo bien las riquezas que entregué para la fiesta de año nuevo – quiso restarle importancia, no hacerla sospechar –, me gustaría saber qué es exactamente lo que ofrecí al templo.

-       Si es sólo eso – le contestó aliviada –, mañana os llevaremos el informe a la casa del retiro. Yo me encargaré personalmente de redactarlo.

-       Ya que he venido – insistió, dispuesta a no salir de allí sin respuestas certeras –, me gustaría verlo personalmente.

-       No me está permitido introducir personas ajenas a los espacios reservados a la diosa. Lo siento.

Desde pequeña, Ningal estaba acostumbrada a que la complacieran, o que a lo sumo, no tardaran en aceptar sus peticiones. Más cuando tenía razón. Sólo se sometía a aquellos superiores a ella y ese no era el caso.

-       Sé que se están desviando riquezas hacia alguna parte, o que simplemente no se anotan todas las que entran – le dijo, agotada su paciencia –. Vos, como administradora, deberéis estar al tanto, ¿no es así?

-       Señora – le contestó desafiante, pero con tal desdén que delató que era cierto –, no sé de donde habéis sacado tal infamia. Será mejor que regreséis a vuestra casa, que yo me encargaré de que os llegue el informe con todo lo que en su momento ofrecisteis. Os aseguro que no veréis en él ninguna falta.

La sacerdotisa le dio la espalda, decidida a dar por terminada la conversación. Ningal aún no se había dado por vencida. Fue tras ella y la obligó a escucharla.

-       Si vosotros declaráis menos ingresos, podréis exigir muchos más impuestos sobre vuestras tierras, ¿no es así? – la sacerdotisa se detuvo en seco y la miró con ojos desorbitados –. No me obliguéis a ir al funcionario administrativo de palacio, ¿o él también está al tanto del asunto? Mejor será que vaya directamente al rey, y os aseguro que me escuchará.

Al instante se supo triunfante, cuando la cara de la mujer pasó del rojo al color de la sal. No hizo falta que se lo confirmara ni que le dijera que en cualquier caso ella vencería en cualquier juicio. Veía en sus ojos la caída repentina de lo que creía tan seguro, y llegado a ese punto no daría marcha atrás, ni tampoco sería flexible para cualquier negociación por guardar silencio.

-       Os haré llegar noticias – se despidió Ningal.

Acompañada de nuevo por una aprendiz se dirigió a la puerta, y tras recoger a su doncella fue directa a buscar a Aqsal. Lo sabía, sabía que algo sucedía. Vio que su maestro se entusiasmó por su gran intuición y le aconsejó llevar el asunto ante la justicia. La corrupción podía extenderse incluso al tesoro real y su poder le permitía atreverse a reclamar asuntos de tal calibre.

En ese momento sólo podía dirigirse a una persona. De camino a la Casa de la Guardia sintió que su gratitud por su hermano crecía más que nunca. Se sintió útil, y por un instante se acordó de su padre, cuando le decía que valía tanto como los mejores administradores de palacio. Ella se reía y no le tenía en cuenta. Innasum fue la otra persona que jamás dejó de confiar en ella, y ahora le empezaba a devolver todo lo que había hecho por ella. Ambos se complementaban, pues quizá sin ella él jamás podría haberse dado cuenta de algo tan sutil como ese engaño que de momento estaba localizado en el santuario de la diosa Ningal.         

Cuando entró en la habitación dos esclavos la estaban limpiando, pero dejó que continuaran mientras ella esperó sentada en la cama. Una vez de vuelta, la conversación y las teorías se alargaron más de lo que imaginaban. Ya se había hecho de noche y su hermano la invitó a quedarse con él. Aunque estaba bastante ocupado con la embajada y la construcción de la muralla, no dudó en acompañarla al día siguiente a palacio.

 

Durante los quince días que duró el proceso, se fue descubriendo que todos los templos se habían beneficiado de alguna manera de la supresión de ingresos para imponer sobre sus tierras mayores impuestos. Se comprobó sin embargo, que las estafas de mayor antigüedad pertenecían al templo de Sin y sus dependientes, por tanto se decidió aplicar la pena a sus responsables, sirviendo de ejemplo a evitar a los templos de Ishtar y Shamash.

Ningal, durante ese tiempo en que tuvo que colaborar en igualdad de condiciones con su hermano y el funcionario administrativo, se sintió incluso incómoda por verse dirigir el asunto. Todo lo que ella decía lo consideraban válido y no se molestaban ni siquiera en cuestionar las sugerencias que proponía. Todo ello, sin embargo, le reportó un prestigio mayor del que imaginaba, más cuando los reyes estaban fuera de la ciudad. El mismo Adapa a su regreso, en su primera audiencia en la que se trató el tema como primordial, al despedirla la agarró de las mejillas y de dio dos besos, acto sólo reservado a las mujeres de la familia real. Le prometió que sería recompensada en cuanto acabara el proceso y que ella misma pasaría a administrar el tesoro de Ningal.

Rebosaba de orgullo y felicidad por cada poro de su cuerpo y si lo hubiera podido medir cualquier balanza no hubiera sido suficiente. Esa misma tarde tendría lugar el juicio en la plaza del témenos. Ella estaba de pie junto a su hermano en uno de los flacos del rey en lo alto del atrio. Había grandes medidas de seguridad rodeando la plaza y una multitud se había congregado en ella en el juicio de mayor polémica desde hacía bastantes años.

Antes de acudir allí, Ningal había ido a buscar a Innasum a sus aposentos. Ella llevaba ya vestida desde hacía horas y en su inquietud no pudo seguir esperando en la Casa del Retiro a ser llamada. Decidió visitar a su hermano y dejarse ver a su lado. Pese a su independencia le abochornaba tener que esperar sola ante una multitud así. Se acercó cuando, por el sol, supuso que ya estaría listo para partir, pero al entrar le vio todavía con la bata y discutiendo con su doncella el traje que se pondría. Ni siquiera se lo había traído a sus aposentos.

-       ¿Todavía estás así? – exclamó – ¡Tenemos que salir en seguida!

-       He tenido algunos asuntos que atender en el templo de Ishtar. No he podido llegar antes.

-       Ah, claro, en el templo de Ishtar – le habló paciente, pero con todo el reproche que pudo –, qué casualidad.

Innasum ordenó a Nidame que se retirara y que le trajera las ropas que más le gustaran, acorde con el momento. En cuanto cerró la puerta le devolvió a su hermana sus críticas. 

-       ¿Tienes algo que objetar?

Esa soberbia no la esperaba de él. Nuevamente le volvía a sacar de sus casillas, dando por supuesto que ella podía encargarse de todo. Y así era, pero le hubiera gustado que él hubiera estado allí en todo momento. Le dio rabia pensar que en que el tiempo que podía estar con ella, aunque fuera sólo para decirle lo bien que lo estaba haciendo, lo estuviera pasando con esas sacerdotisas de Ishtar por las que sentía tanta deferencia. Eran pensamientos sin ningún fundamento, pues sabía perfectamente que estaba ocupado con asuntos de estado, pero también era consciente que de vez en cuando se escapaba al templo de Ishtar y más ahora que estaba su hija.

Precisamente por Iyari, su padre se tuvo que dedicar más a ella. Ishtarish, en uno de sus encuentros, le había comentado las intenciones que tenía la reina con su nieta. En la embajada que enviarían a Nínive había dispuesto que un par de aprendices del templo de Ishtar fueran como cortejo para complacer al nuevo rey, pero a Innasum no le gustó la insistencia en que su hija fuera una de las que tendrían que asistir. En teoría era lógico pues estaba emparentada con la familia real de Nínive, pero que el asunto hubiera sido delegado a la reina en su organización no le inspiraba confianza. En cuanto los reyes regresaron a la ciudad él había ido a ver al rey.

-       Mi esposa ha organizado la embajada, pero yo estoy al tanto de todo – le decía, tranquilizándole –. Que tu hija acuda sería una buena manera de renovar los lazos con Nínive y bien sabes que su apoyo nos es vital.

-       Le sé – reconoció –, pero no olvidéis lo que me prometisteis.

-       Ella volverá sana y salva a vuestro lado – sonrió –, os lo aseguro. Tukil estará personalmente a su cargo y los sacerdotes de Ishtar no la dejarán ni un momento sola.

Pero su desconfianza no desaparecía. Intentó de manera indirecta, a través de Ishtarish, que fuera el templo el que vetara esa propuesta. Había muchas aprendices que podían ir en su lugar, pero todos coincidían en que ella sería la garantía. Con una orden suya podría haber negado su partida, pero tampoco quería oponerse a la opinión del rey y del templo, pues ellos eran los que precisamente le daban su seguridad. Al final acabó aceptando que viajara protegida por ellos, pues sobre todo el templo, sabía que no iba a romper los votos que tenía con su general, y respecto a Tukil, podría confiar en él.

No contó nada de eso a su hermana, que tan enfrascada estaba en el proceso que ella misma había destapado, y aunque pensaba contárselo ahora que todo estaba resuelto, el desdén que le demostró le hizo callarse.

Ningal, en su mundo, no vio más allá de lo que a ella le atañía. El funcionario de la administración al menos participaba con ella y puso a su disposición los efectivos para la investigación. Su hermano, sin embargo, parecía estar allí para corroborar lo dicho. Creía que con ella, él ya no era necesario y no sabía cuánto se equivocaba. Y así sucedía con otros muchos asuntos, cuando ella no sólo estaba pendiente de los suyos propios, y que eran muchos, sino que también procuraba tener en cuenta los deseos y los gustos de su hermano. 

-       Pues ya que lo preguntas, sí – le respondió –, sí que tengo algo que objetar. Estoy harta de que no me tengas en cuenta, de que des por hecho que todo lo que hago está bien. Ni te preocupas por cuidarme, ni por lo que hago. Me tratas como si fuera uno más de tus funcionarios que no necesitan más que tu reconocimiento. Miento, a ellos les prestas más atención que a mí.

-       Ningal – se acercó unos pasos más a ella, contrariado pero firme, dispuesto a tratarla esta vez como le estaba pidiendo –. Precisamente porque eres la persona en la que más confío en este mundo tienes ese privilegio que parece molestarte. ¿No estás conforme con la libertad que te he dado? ¿Es que te queda demasiado grande? Jamás creí que quisieras parecerte al resto de las mujeres, porque parece que es lo que deseas.

-       No es eso – susurró, desviando la mirada.

-       Es lo que me estás dando a entender – con un gesto brusco le agarró la cara obligándola a mirarle –, Porque te valoro te dejo margen de actuación, y porque quiero que seas tú la dueña de tu vida jamás he osado darte órdenes. Te traje aquí para que ascendieras por tus méritos y llegar hasta donde tú te propusieras.

-       Pero yo quiero llegar contigo.

Ningal le sostuvo la mirada tragándose las lágrimas que querían derramarse de sus ojos. No quiso oír lo que en ese momento le resultaron justificaciones a su conducta, aunque sabía que era eso lo que en realidad ella había ansiado siempre. Pero le cegaban esos celos que no acallaban, el verse apartada de sus preocupaciones. Eso le hacía irritarse aún más, descargando su rabia contra él. Apretó las mandíbulas, apartando las manos de su hermano de su cara, pero en medio de su cólera las palabras le fueron insuficientes.

-       Eres mi hermana – le dijo entre dientes –, no sé qué más puedo darte que no tengas. 

-       No soy sólo tu hermana – levantó la voz, descargándose en un impulso de todo lo que la consumía –, también soy tu mujer y como tal me tienes que tratar.

Innasum la miró a la cara reprochándole su actitud irracional. Hasta en esos aspectos había cumplido con su deber, había adoptado a su hijo como suyo, le enseñaría como su padre estando en igual de condiciones que su propia hija, tenía el título de esposa y la presentaba como tal cuando correspondía.

Y todavía, mientras estaban allí en el atrio de palacio oficiando el juicio le rondaban aquellas palabras por su mente. La miraba de vez en cuando de reojo y parecía haber calmado por completo sus nervios. Quizá fuera la tensión y el verse protagonista de un acto de tal calibre. De momento los dos decidieron dejar de lado sus discusiones y ocuparse de retomar el orden en Sinniria.

A la que había sido administradora del templo de Ningal le cortaron las dos manos y sus allegados más íntimos que habían colaborado solamente una. Después de echárselas a comer a los perros y cuando la guardia se les llevó a los calabozos a que pasaran la noche el rey advirtió a todos los allí presentes de ser tentados a un acto similar. Presumió también de su propia persona y de su poderío, hasta que su discurso se detuvo, como si de repente hubiera sido abordado por un gran cansancio. Lo dio por terminado y poco a poco el tumulto se fue diluyendo.