SIETE
La casa con sus dependencias estaba rodeada de una pequeña muralla que más bien era para protegerlos de los animales salvajes que pudieran acercarse que para una función verdaderamente militar. Durante el día las puertas permanecían abiertas, así que se adentraron al interior. Hacía rato que había salido el sol y la actividad ya se dejaba notar. Vieron gente en el molino, otros llevaban comida a los corrales, y un par de hombres de las caballerizas les detuvieron al poco de haber entrado.
- ¿Quienes sois? – le preguntó uno de ellos.
- Innasum, hijo de Meshet, dueño de esta casa. Me gustaría verle en seguida.
El hombre no esperaba una respuesta de tal calibre, y de inmediato marchó corriendo a avisar a su señor. El otro llevó los caballos a las cuadras y un tercero les acompañó hasta el pórtico de la entrada. Esperaron en silencio, sentados los tres en un banco de piedra junto a la pared. Estaba tardando más de lo normal. Innasum pensó que quizá no quisiera recibirle, pero tampoco había motivos para ello. Nidame también estaba algo preocupada, pero eran más poderosos los rayos cálidos del sol que le daban en las piernas que poco contribuían a mantenerla despierta. Iyari parecía ser la única que estaba bien, descansada y jugando con el caballo que le había regalado su padre esa misma noche adornándolo con las flores mustias que había recogido en la última parada.
Se alarmaron cuando oyeron unas voces bruscas que provenían del interior. Nidame e Innasum se miraron, cuando en seguida la puerta se abrió.
- ¡Hijo! – exclamó, con los brazos abiertos y una gran sonrisa –. Ven aquí que te de un abrazo.
Innasum se levantó, también contento de verle y dándole unas palmaditas en la espalda.
- No te preocupes, que ya he mandado dar un par de azotes al hombre que te ha dejado aquí fuera esperando – rió –. ¡No dejar pasar al mismísimo general de lo ejércitos de Sinniria, y sobre todo a mi hijo!
- ¿Qué tal, padre, todo por aquí? – le saludó él por su parte.
- Muy bien, y mucho mejor ahora que estás aquí. Pero pasad por favor, los siervos están preparando el desayuno así que qué menos que ofreceros un sitio entre nosotros.
Nidame cogió a la niña de la mano y les siguieron al interior. Innasum se dio cuenta de que su padre estaba esperando una explicación por el motivo de su visita y de la identidad de sus acompañantes, pero la buena hospitalidad exigía esperar a después de la comida. Él ya había avisado a su mujer y a su hermana de que Innasum había venido y le estaban esperando en la puerta del comedor. No dudaron en ir a abrazarle.
- Hermanito – le saludó su hermana –, ¿qué tal la vida en palacio?
- Ningal – le llamó él por su nombre –, muy bien, y esperando por ti.
- Ay… – suspiró –, ¿me lo vas a recordar cada vez que me veas?
- Sabes que cuando tú quieras puedes venir para quedarte.
- Lo sé, y gracias, pero nuevamente debo negarme.
- Bueno – anunció su padre –, ahora todos a sentarse, el desayuno está listo.
Comieron, y los recién llegados terminaron por entrar en calor con la leche caliente y los múltiples panes recién hechos que acababan de traer del molino. También había algo de carne en salsa en la que Innasum distinguió la receta de su madre que tanto preparaba cuando eran niños. Sonrió en su interior, pues al menos había cosas que no cambiaban. Preguntó también por sus hermanos, y como sospechaba continuaban con su actividad en los hornos del bronce. Por lo demás, lo que les pudieron contar sus padres de la vida en el campo no era ninguna novedad: purificación de las tierras, inundación, siembra, siega, cosecha, y volver a repetir el ciclo al año siguiente, a parte de cuidar de los ganados y los animales de corral; aunque su padre sólo se preocupaba del control de las cuentas y la producción, y su madre de que las actividades de la casa fueran correctas. Su hermana, por su parte, hacía de todo un poco, pero sobre todo se interesaba por la contabilidad, la entrada y salida de las mercancías, la compra de grano y todo lo que requiriera un control financiero de la mano del administrador. Su padre a veces se reía diciéndole que había librado de una gran competencia a los comerciantes de Sinniria.
Ella nunca le tomó en serio, y tampoco a Innasum, que vio, como él, una futura gran administradora que se estaba echando a perder. A cuántos les gustaría tener a gente como ella dirigiendo los tesoros de algún templo, hasta incluso el de palacio. Muchas veces su padre le había incitado a dejar la villa, y más cuando tenía garantizada una buena vida en la ciudad. Tenía motivos suficientes y la completa autoridad para obligar a que se fuera, pero a ella siempre la había consentido en exceso. Temía que ya fuera demasiado tarde para hacerla cambiar de opinión, pero ahora que Innasum estaba allí, haría un último intento para que él la convenciera. Sabía que él era el único al que escucharía.
Cuando se empezaron a levantar de la mesa, Innasum miró a Nidame, pidiéndole a gritos que la dejara descansar.
- Madre – le llamó, acercándose con Nidame –, ¿por qué no le acompañas a una habitación donde se pueda acostar?
- Gracias – le susurró ella.
Iyari por su parte no tuvo problema en incluirse en la familia. Durante el desayuno había simpatizado con Ningal, que ya le había pedido permiso para llevársela fuera y enseñarle la finca.
- Hijo – le llamó ahora su padre, cuando se quedaron solos –, vamos a montar un rato y hablamos.
Asintió, y con porte serio, salió detrás de él. Cogieron dos caballos de los que había en la cuadra y se dirigieron por el camino del río. Cabalgaron en silencio hasta dejar un poco atrás la finca, disfrutando de los terrenos que a Innasum se le antojaron bien diferentes a los que recordaba.
- Háblame de ti – le pidió su padre, rompiendo el silencio.
- Todo es tan complicado, padre.
- Innasum – suspiró –, puedes haberte convertido en uno de los hombres más poderosos de la ciudad, pero soy tu padre y aunque no te lo parezca, nada de lo que me cuentes a estas alturas de la vida me va a sorprender, sólo sea por el tiempo que te aventajo. Te conozco hijo, aunque te vea una vez cada dos o tres años.
- ¿Qué harías por mí, padre?
Ante esas palabras, empezó a alarmarse, pero no dudó la respuesta.
- Lo que me pidieras.
- Desde que llegué de Hennia, pues supongo que te habrán llegado noticias, los problemas en el témenos han parecido multiplicarse por mil en los tres días desde mi regreso. Y es cierto que nada de eso me preocupa, pues soy consciente de que tengo la opinión del rey a mi favor en todo lo sucedido, pero hay otro tema… Se podría decir que hay otras personas de mucho poder interesadas en asuntos que a mí me afectan que pueden escapar a las órdenes del mismo rey.
Se tomó un momento para ordenar las palabras. Su padre esperaba impaciente sabiendo que algo muy importante habría pasado para que ahora estuviera allí y nada menos que pidiéndole ayuda. Era su primer hijo y a quien debía la seguridad de las tierras en que ahora vivían. Siempre había tenido una preferencia especial por él y a pesar de que distaban mucho el uno del otro y de los disgustos que le había causado, jamás osaría retirarle su favor.
- Necesito que cuides de mi hija – le dijo al fin, sin dar más rodeos –. Debes cuidarla, no sé por cuanto tiempo. Por el momento este es el sitio más seguro para ella, lejos de la ciudad, pero a la vez donde yo pueda controlarla.
- ¿Así que esa niña…? – dijo asintiendo, comprendiéndolo –. Por fin conozco a mi nieta en persona.
Le notó algo resentido con aquel comentario, y en cierto modo era lógico, ya que él siempre le había negado indirectamente algún contacto con ella o con cualquiera que tuviera que ver con su vida palacial.
- Y supongo que la mujer que ha venido contigo tampoco es su madre.
- No.
- Los dos sabemos quien era su madre.
Matizó aquel pasado como si quisiera hacerle daño, recordándole todo aquello en represalia por el tiempo que les había privado junto a ellos. En seguida su padre pareció comprender que su situación tampoco era normal, pues su otra familia era de sanción divina mientras que ellos eran sólo los habitantes de su territorio. Innasum supo leer todo aquello en su tono, pero no le hizo cambiar de actitud, ni siquiera un atisbo de culpabilidad. Desde el principio había considerado a su hija como el último regalo que su esposa le había dado, demasiado íntimo como para compartirla con alguien que no fuera él mismo. Con ella a su lado parecía que Kisarhat, su princesa, no se había ido del todo. Era lo único que se lo podía recordar, lo único de ella que permanecía con vida.
- Puede quedarse – dijo, antes de que Innasum pudiera decir nada.
- Nadie debe saber quién es, ya sabes a qué me refiero – él asintió, sabiendo que no podría decir que era la nieta del rey –. Si alguna vez vinieran preguntando por Iyari negadlo, pues vosotros la conoceréis como Ninlil, pues debe ser tan transparente y volátil como la diosa del aire. Tengo en mi favor que poca gente más allá de su entorno más próximo la conoce en persona, y los que sí, se reducen a las concubinas y sus hijos que jamás salen más allá del entorno palacial. Cuidadla bien, hacerla sentir como en su casa. Le prometí que si no estaba a gusto la llevaría de vuelta a la ciudad y ahora mismo no sería lo más conveniente.
- Innasum, hijo – le detuvo –, ¿te arrepientes de haber vivido junto a nosotros tu infancia?, ¿la cambiarías por la de cualquier otra familia?, ¿desearías haber nacido en el seno de otra casa, con otros padres, otros hermanos, otra vida?
Innasum se quedó en silencio, mirándole a los ojos.
- Podría decir orgulloso que vos sois mi padre – reconoció con respeto, hablando tal como lo sentía –. Nunca me faltó un bocado con el que alimentarme o un techo bajo el que dormir. Fuisteis amables conmigo y con mis hermanos y nos castigasteis cuando nos lo merecíamos. Fuisteis justos, y por eso debo agradeceros todo lo que nos distéis entonces.
- Pues todo ello se le dará también a tu hija, que como tal me la has encomendado. Se le tratará con entusiasmo, pero también con disciplina, bien sabes que ambos extremos caminan de la mano para encontrar el equilibrio.
- No espero menos.
Se estrecharon la mano, a modo de cerrar un acuerdo formal. Tras ello, ahora todo lo que habían hablado se convertía en algo inquebrantable.
- Padre – le volvió a llamar, ahora en un tono más íntimo y personal –, júrame por todos los dioses que no permitirás que le pase nada malo.
- Lo juro – afirmó.
Y tras haber puesto por testigo a todos los inmortales, Innasum al fin respiró tranquilo. Tras aquella petición, su padre le invitó a cabalgar con él por sus terrenos, a enseñarle las tierras que tantos beneficios les habían reportado durante los últimos años y en definitiva, a hacerle consciente de lo que algún día le pertenecería. Fue una mañana agradable. Le habló sobre los diferentes cultivos que tenían pensados para después de la inundación, cuando las aguas fertilizaran las tierras, sobre el mantenimiento de los canales para los cultivos de regadío y sobre todo, algo básico en aquella época del año, la purificación de los campos. Así, vio a los trabajadores quemando rastrojos, llevando diversas ofrendas a las capillitas que había diseminadas por las tierras, poniendo al orden todos los útiles de labor.
Viendo todo aquello y escuchando las palabras de su padre se sintió como una persona totalmente diferente. Ya no era el gran Innasum, que había caminado por casi de la mitad del universo como intermediario y representante de su ciudad, sino como un gran terrateniente controlando sus propios medios de producción que podrían encumbrarle en las riquezas. Sin embargo, siempre preferiría la fama que le ofrecía la mano derecha de su señor, rey de Sinniria, y dirigir cuando fuera necesario el poderoso ejército que estaba a sus pies.
Como había vaticinado el médico real, el rey no estuvo dispuesto para incorporarse hasta el día siguiente en el que casi se inmoló en el fuego con la intención de elevarse hasta el mundo de los dioses. La primera persona a la que llamó fue a Innasum, pero nadie fue capaz de encontrarle. Esperaron un tiempo prudente en el caso de que hubiera tenido que atender alguna urgencia, pero cuando el sol estuvo en lo más alto, el rey ordenó que le encontraran donde quiera que estuviera. Le buscaron por toda la Casa de la Guardia, en los templos, mandaron partidas para inspeccionar toda la ciudad, pero no había rastro de él.
La gente se alarmó ante tanto movimiento y mucho más en el interior de la ciudadela, pero no fue hasta la tarde, cuando los soldados que estuvieron de guardia la noche anterior reconstruyeron lo poco que vieron: que salió de noche por las puertas de Nergal acompañado, hasta donde pudieron distinguir, de una mujer. Al instante se dieron cuenta que aquélla debía ser Nidame, su doncella, pues tampoco apareció. Cuando el rey recibió tales noticias creyó que el mundo se derrumbaba, pues no podía imaginar que la persona en la que más confiaba se había fugado como un cobarde en mitad de la noche. Le amaba como al que más entre sus hijos, y hasta ese momento creyó que él también le correspondía con su fidelidad incondicional. Él se lo había dado todo, y pretendía elevarle incluso hasta los cielos si los dioses se lo permitían. ¿Es que acaso no se había dado cuenta que durante el banquete de bienvenida, al ofrecerle cumplir cualquier cosa que saliera de su boca, en realidad le estaba ofreciendo el trono? ¿Cómo podía ser tan necio para buscarlo en otros lugares cuando allí ahondaban sus raíces y las de todos sus antepasados? Siempre había imaginado que cuando él ya no estuviera y su misión en la tierra hubiera terminado, su general continuaría y elevaría a Sinniria hasta la cumbre de la prosperidad que con él se había iniciado. Sabía que él mismo siempre estaría limitado en cierta manera por todas aquellas personas que le habían encumbrado y que debía ser prudente con ellos. Pero precisamente por ello desvió los poderes que él no pudo ejercer a otra persona que todo el mundo aceptara. Vio en Innasum al hombre idóneo, era capaz, equilibrado, intrépido, sensato, y hasta ahora le había cubierto con todos los honores que estaban en su mano. Le imaginó regresando a ese nuevo país de las montañas para rendirse a las órdenes de aquella mujer, y conforme pasaban las horas no encontró otra respuesta más que esa. Jamás hubiera esperado mayor traición.
En su desesperación, se encerró en una sala con unos cuantos escribas y a todos les ordenó transcribir lo mismo: “Innasum, general de todos los ejércitos de Sinniria. Ésta es una orden de tu rey que te ruega volver por voluntad propia y nada malo te ocurrirá, pues mi mano derecha te protege. Pero si regresas como lo haría un prisionero, obligado por la fuerza, entonces muy a mi pesar, serás tratado como tal, ajusticiado y condenado con la pena capital. En el caso de ofender a tu señor con ayuda de fuerzas extranjeras entonces dichas potencias serán tratadas de la misma manera. Así ha dicho Adapa, señor de Sin, vicario de todos los dioses, jefe supremo de los ejércitos y protector del pueblo de Sinniria.”
Los escribas se apresuraron a entregar las misivas a los tres jefes de unidad que estaban preparados a las puertas del témenos, listos para salir en la búsqueda de su general. Nada más tener la tablilla en la mano, cada uno se encaminó, tras atravesar la muralla de la acrópolis, a la salida de tres de las cinco puertas de las que se componía la ciudad. A partir de ahí, sólo sería cuestión de tiempo.
Pero hasta entonces, hasta que no recibieran noticias suyas, el rey se encerró en sus aposentos y se negó a atender a nadie. La única que logró evadir sus deseos fue Ania, pues siempre acababa saliéndose con la suya en lo que se refería a las normas. Tanto era así, que para tenerla entretenida y que no se inmiscuyera en sus problemas, que en realidad se referían a los de su reino, decidió que dirigiera como bien quisiera todo lo que aludía a la Casa del Retiro. Pareció estar conforme y muy orgullosa por haber sido nombrada como Señora de todas las señoras, además de ser reconocida por el rey como primera esposa hasta que el destino decidiera llevársela a la Ciudad de las Siete Murallas.
Todos parecieron aliviarse, y en especial los altos funcionarios que se sentían irritados por su constante dominio junto al rey, una mujer además que ni siquiera era natural de su tierra. Con ello se resolvieron todas las sospechas de su influencia y cualquier idea de dominación desde Nínive que pudieran cavilar entre los funcionarios, a la vez que satisfacía el orgullo de aquella mujer indomable. Sin embargo, de vez en cuando, se inmiscuía sin atender a las razones de su marido. Aquel día fue una de esas ocasiones.
- ¿Te vas a quedar ahí todo el día? – le preguntó con su tono más intransigente, nada más cruzar las puertas de su habitación.
No esperó para despojarle de todas las mantas y hacerle incorporarse de la cama.
- Siempre me pareció un insensato, y no puedes abandonar tus funciones por un necio como Innasum – le reprochó, mientras que aprovechaba para desacreditar al general que tanto la enfurecía –. Vamos, levántate y sal ahí fuera, reúne a tus gentes más fieles en la sala del trono y nombra a alguien para cubrir sus funciones.
El rey se terminó de incorporar, y apoyado en el respaldo de la cama, miró fulminante a su esposa que se había sentado a su lado. Pero ella no le apartó ni un solo momento la mirada, por el contrario se mostró desafiante.
- Pusiste demasiadas esperanzas en un crío que sólo ha traído desgracias a esta familia. Qué pena que haya tenido que ocurrir algo así para que te dieras cuenta – su consorte se levantó y le apuntó amenazante con el dedo –. Debes saber que algo así sólo se tornará en tu perjuicio, pone en entredicho tu autoridad ante el resto de los poderes de la ciudad. ¡Cuántas veces te advertí de él!
- Mi reina – le habló a los ojos, muy seguro de lo que decía –, se prudente en tus juicios, contén tus palabras cuando no sean seguras, ya que puede que se vuelvan en tu contra.
- No estoy dispuesta a sucumbir contigo – bajó la voz, como también su tono se volvió mucho más ambicioso –. Sal ahí fuera y tranquiliza a tus gentes, no permitas que el país se vuelva a sumir en la anarquía, no ahora.
- Nada de eso va a ocurrir.
- ¿Cómo puedes estar tan ciego? – le levantó la voz –. Así como yo lo veo, todo el mundo se da cuenta. Saben que tu general es el pilar central del país. Le guardan lealtad a él, no a ti, él es quien une a tus gentes, quien respalda cualquier orden tuya por muy descabellada que sea y la hace parecer justa. ¿Hasta cuando no te vas a dar cuenta que sin él tú no eres nada?
El rey rió, no esperaba que ahora le defendiera y le reconociera el papel tan importante que jugaba en la ciudad. Pero lo que le decía, él ya lo sabía y tuvo que reconocer, al igual que su esposa había hecho con la persona que más odiaba, que Ania era una mujer muy inteligente aunque se basara en sus propias ambiciones. La miró, y pensó en el primer día que la vio, cuando acompañada por su séquito desde Nínive se reunieron en la capilla más alta del zigurat para celebrar la unión de sus bodas. Jamás se borró en ella esa amargura con la que se había resignado a vivir, siendo su interior como una flor marchita arrancada de su tierra. A pesar de todo, había llegado a apreciarla de una manera especial, y aunque la mayoría de las veces no dejaba de incomodarle con sus desaires, tampoco deseaba que se marchara.
- Y si tú caes – añadió –, yo iré detrás de ti y toda tu familia te acompañará en tu suerte.
- Porque tú me lo pides voy a tomar medidas – accedió el rey –, pero no esperes que actúe en contra de Innasum sin saber antes cuales son sus intenciones. Cualquier decisión que ordene no será antes de que se presente ante mí.
Ania suspiró desesperada, aquello no le tranquilizaba en absoluto. Negó en silencio, tensa, sin saber ya qué decirle para hacerle entrar en razón. El rey se levantó de la cama y se puso su bata para acercarse a ella. Se quedó a unos escasos centímetros de ella mientras Ania le observaba nerviosa de reojo.
- Confío en él.
- ¿Más que en mí?
- Sí.
Adapa agarró la cara de su esposa con una mano y la miró un instante a los ojos antes de soltarla.
- Deja a los hombres sus asuntos – le advirtió él –, y que las mujeres se ocupen de los suyos.
Ania le dejó a él la última palabra a pesar de que por su orgullo habría continuado con esa conversación hasta el infinito. Se contentó con verle algún día postrado ante ella, suplicándole la protección de su ciudad de origen, pero nadie sabía hasta donde estaba dispuesta a llegar cuando habían herido su persona. Sería capaz de romper todos los lazos con Nínive, hundirse con ellos a la ciudad de los muertos, condenarse por toda la eternidad, con tal de que en ese caso, le acompañaran en sus desgracias, y ver castigados a aquellos que le habían hecho tanto daño.
Pero si la situación seguía poniéndose tan a su favor, y si la traición de Innasum se confirmaba como tal, pronto el rey iría cayendo poco a poco a sus pies en otros muchos asuntos que ella deseaba controlar directamente.
Se quedó abstraído viendo caer el sol en el horizonte, sentado en uno de los bancos del pórtico de la casa. Escuchaba de lejos a los siervos de su padre recogiendo los animales y otros tantos que ya empezaban a llegar del campo. Los pájaros y las risas lejanas de los niños les acompañaban dejando una atmósfera encantadora. A lo lejos distinguió a su hermana encaminarse hacia la parte trasera de la casa, donde él estaba, con una gran sonrisa en la cara. Se sentó a su lado todavía riendo y no pudo evitar contagiarse de su alegría.
- Estoy tan contenta de que estés aquí.
Innasum la miraba, también alegre. Todavía era una muchacha joven y muy bonita, que si no se equivocaba debía contar con unos veintiuno o veintidós años.
- Y tu doncella – le contaba – me alegro de que tengas gente en palacio que te cuide tan bien. Y bueno, tu hija… es todo un sol, ¡qué decir de ella si me faltarían palabras!
Ningal agarró fuerte el brazo de su hermano, dedicándole miradas entrecortadas y sin dejar de sonreír. Se quedaron en silencio, cada uno dentro de sus propios pensamientos.
- ¿Por qué te niegas a venir conmigo cada vez que te ofrezco una vida en palacio?
Ningal se movió incómoda en el asiento, no queriendo responder a su pregunta. En todo el tiempo que había estado con su padre esa mañana, le había comentado su preocupación por Ningal, dejando escapar ciertas indirectas que le pedían que esta vez se la llevara. Innasum sabía que ya no era él quien le obligaba a quedarse, pero sí que palpó en sus palabras otro motivo de importancia que no se atrevió a contarle.
- Yo te veo – continuó – y eres tan igual a mí. Allí pueden darte todo lo que tú deseas.
- Innasum – le dijo ahora, en un tono más prudente. Por fin, quiso ser sincera con él –, hay algo que todavía no te he dicho.
- Sabes que me puedes contar cualquier cosa – le recordó al ver la inquietud en su cara.
Siempre había intuido la razón que le frenaba a alejarse de aquellos terrenos. Alguna vez le había nombrado a un muchacho que trabajaba allí, el hijo de una de las primeras familias que habían sido contratadas. Poco más sabía de él, pero poco importaba, por que ese lugar podría haberlo ocupado cualquier otro que se le hubiera antojado a su hermana.
Ella acababa de regresar de montar a caballo por la ribera del río y se había retrasado más de la cuenta. Era la época de la cosecha y los hombres regresaban del campo cargados con el grano que habían recogido durante todo el día, pero justo ese día, ella iba con prisa temiendo que su padre la castigara por llegar tan tarde. Justo al entrar por las puertas que dividían en dos la pequeña muralla el muchacho fue a entrar y ella supuso que pararía, pero él no advirtió aquella llegada inminente, y mucho menos que era la hija de su dueño la que se acercaba cabalgando a toda velocidad.
Todo el grano se derramó por la entrada, y la mayoría acabó pisoteado por el caballo, que tuvo que frenar casi en seco. Fue a reprocharle aquella insolencia, pero no salió ni una sola palabra de su boca. No entendió qué le estaba pasando, por qué razón ese muchacho que acababa de llegar del campo, le había robado sus facultades; sucio, con una piel tostada por el sol después de tantas jornadas azotado por sus rayos, con la cara y el cuerpo manchados de sudor y arena que además parecían esconder algún resto de las cicatrices que de vez en cuando algún látigo le había dado. Quizá fuera aquella mirada, o su voz al decir “disculpadme, señorita”, o quizá la actuación perversa de algún dios, que en esos momentos le pareció lo más grato que habían hecho por ella. Pero sobre todo su sonrisa, cuando ella en silencio, conmovida aún, se había quedado parada observando cada gesto al recogerlo todo de nuevo. Él se levanto cuando ya no quedó ni un solo grano en el suelo y la descubrió allí todavía.
- Si hubiera hecho caso a nuestro padre cuando me advertía sobre mi futuro – se lamentaba ante su hermano –, pero qué iba a imaginar yo con quince años. Lo único que me interesaba era que ese chico me correspondiera, qué importaba que fuera siervo, esclavo o príncipe. No me fue difícil conseguirlo, cualquier persona estaría orgullosa de yacer con la hija del amo y él no fue ser menos. Fueron muy buenos momentos los que pasamos juntos, no lo niego, y créeme que no cambiaría estos años que estado a su lado por nada del mundo.
- Padre jamás lo hubiera aceptado – le desengañó, pues alguna vez le había comentado que sospechaba de las intrigas que se traía su hermana con uno de los siervos de la finca.
- ¿Crees que no lo sé? – le contestó enfadada –. Pero hay algo que me consume por dentro.
Dudó unos instantes sin saber cómo explicárselo. Era un tema que cada noche le daba vueltas en la cama. Jamás podría adivinar si se había ido por su propia cuenta, cansado de ocupar el papel de amante, o si su padre al fin había descubierto el muchacho con el que tantas noches se divertía y le había expulsado a sus espaldas. Él siempre dijo que la quería, pero después de un año de su partida, las dudas habían ido derrumbando su seguridad. Pero no era sólo eso, lo que su hermano escuchó en silencio sin adivinar la razón última de tanta angustia.
- Además, está mi hijo.
- ¿Tu hijo? – repitió asombrado.
- Sí, mi hijo, y su hijo. Se fue poco después de que le dijera que estaba embarazada – se mordió el labio intentando contener las lágrimas –. No sé, Innasum, ya no sé qué pensar.
Su hermano le pasó el brazo por los hombros, y su abrazo pareció tranquilizarla. Al cabo de un rato de silencio, y ya con una sonrisa, le llevó a conocer a su sobrino. Lo tenía al cuidado de una nodriza que vivía en las dependencias del molino, era la mujer del molinero que hacía poco que había tenido un hijo y que todavía le quedaba leche para él.
- De repente fue como si los dioses se pusieran en mi contra – le contaba de vuelta a la casa –. Justo cuando iba a pedirle a nuestro padre su permiso para mi matrimonio con él, se marcha, mis pechos al segundo mes han dejado de dar leche, ¿qué va a ser lo siguiente? ¿Que el demonio Pasittu se lleve a mi hijo antes de que cumpla un año, como a tantos niños?
- Ningal – le dijo, serio –, todo el mundo pasa por cosas buenas y malas, y debes aceptarlo cuanto antes.
- ¿Qué le voy a decir yo a mi hijo cuando me pregunte por su padre?
- Pues como cuando mi hija me pregunta por su madre – le habló tajante, para acabar en un susurro –, y le tengo que decir que está muerta.
Su hermana suspiró.
Ya habían llegado a las puertas de la casa y tuvieron que dejar la conversación. Fue como si después de ello hubieran forjado un vínculo que les acercaba aún más.
Se sentaron todos a la mesa y cenaron los mejores manjares que había en la finca. Su padre había mandado sacrificar al mejor ternero, habían recogido los huevos más hermosos y las frutas de invierno que llenaban la mesa. La noche calló en seguida, pero las velas les permitieron continuar reunidos hasta tarde. Nidame e Iyari, o Ninlil como debía ser llamada ahora, se retiraron pronto a la cama, ya que aún no se habían recuperado del viaje de la noche anterior. Además, Innasum le pidió que no la dejara sola en la habitación para que se fuera acostumbrando poco a poco a ese lugar totalmente nuevo para ella. Nidame también quería retirarse, pues se sentía de más en aquella familia a la que no pertenecía.
Quedaron así los cuatro, que al terminar la cena fueron a tumbarse en los sofás y conversar lo que les permitiera el tiempo. En realidad fueron ellos los que le hablaron a Innasum, pues él, como siempre, se mostró prudente. Su madre fue la que se encargó de finalizar la velada, levantándose y mandando a cada uno a su habitación. Innasum se tumbó en la cama, pero una inquietud extraña no le dejaba coger el sueño. Sus pensamientos se iban una y otra vez a la conversación que había tenido esa tarde con su hermana, de la que tuvo la sensación de que había dejado inconclusa. Se sentía en la obligación de hacer algo por ella, pues se arrepentiría de por vida si dejara pasar esa oportunidad. Ahora entendía las preocupaciones de su padre y los matices que al hablarle no había entendido, sin saber siquiera que él ya tenía pensado hacer cualquier cosa por llevársela consigo; ahora con más motivo.
Se levantó de golpe sin más dilación, y a oscuras se encaminó a la habitación de al lado. Intentó no hacer ruido, y pareció que Ningal no advirtió su presencia, incluso cuando se tumbó a su lado confundiéndose entre las mantas. Estaba a punto de quedarse dormida, pero no se sobresalto cuando oyó la voz de su hermano al oído y apreció sus manos rodeándola por la cintura y todo su talle apoyado en su espalda.
- Mañana tengo que regresar a la ciudad.
Ningal abrió los ojos, pero ni siquiera se movió.
- Ya sabía que también esta vez te marcharías pronto.
- Después de todo esto, con más razón, no voy a permitir que te quedes aquí. Vas a venirte conmigo. Mañana por la mañana ordenarás a tus esclavas que te empaqueten todas tus cosas y te las manden a palacio.
- Innasum, no me voy a ir.
- ¿Qué esperas de la vida, hermana? ¿Te vas a resignar a envejecer, con la única alegría de ver crecer a tu hijo?
- Es suficiente – respondió seca.
- No, para ti no es suficiente.
- Vale – asintió volviéndose hacia él –, tienes razón. Yo esperaba demasiadas cosas de esta vida, pero las puertas se me han ido cerrando.
- No digas eso, porque te juro por todos los dioses del destino, que te llevaré de mi mano y junto a mí escalarás a la gloria.
- Por favor Innasum, no jures en vano.
- ¿Acaso te olvidas quién soy?
Se volvió a recostar sobre su pecho, agradeciéndole infinitamente toda la confianza que tenía puesta en ella, pero bien sabía que a esas alturas ya no podría hacer nada, porque su mente parecía sumergida en un único tema.
- ¿Y si vuelve? – acabó por decirle.
- No me equivocaba cuando pensaba que todo era por él, pero te diré una cosa que es segura: él ya nunca más va a regresar. Si fue porque nuestro padre le alejó de tu lado, no se le tendría permitido volver, y si se marchó por su propio pie, en ningún caso vendría a buscarte.
- ¿Y si salgo yo a buscarle?
- Ningal, por favor, no te tortures más. Déjalo, por ti, por tu bien – le apartó el pelo de la cara y le acarició el cuello.
Ella disfrutó de sus caricias, mirando la noche que dejaba en penumbras la habitación. No había ni una sola nube, pero los rayos de luna no llegaban directamente y en cierta manera agradeció esa sutil intimidad.
- ¿Te acuerdas cuando vinimos por primera vez a esta casa? – recordaba Ningal en voz alta –. Yo venía a meterme en tu cama, justo en ésta que era la tuya, porque no quería estar sola. Es de lo poco que queda en mi mente de cuando vivías con nosotros. Eras mi hermano mayor, y yo con poco más de dos años, en un lugar desconocido, era con quien más quería estar. Recuerdo sobre todo esa sensación de seguridad.
- Y ahora he sido yo el que te ha venido a buscar – respiró hondo y se decidió a contarle a por lo que en realidad había venido –. Hay otra cosa más que quiero pedirte.
Alguna vez había rondado esa idea por su cabeza en los últimos años, pero jamás hubiera imaginado llevarla a cabo. Sin embargo, la situación se había precipitado y lo vio como única salida posible. Él la prefería a su lado, pero también quería brindarle una posibilidad para ocupar la vida a la que tenía derecho. Aquella noche, antes de dirigirse a la habitación de su hermana, la idea tomó forma en su mente, proyectándose como algo real. A pesar de que se había negado, como siempre, a irse con él, él también se negaba a creer que fuera cierto, siendo en realidad lo que más deseaba.
- Sé mi esposa – le pidió sin más rodeos.
- ¿Qué has dicho? – le interrogó, sentándose de un brinco en la cama, con una mezcla de aversión y recelo –. Por favor, no juegues conmigo de esa manera, te lo ruego, no me hagas esto.
- No es ningún juego – le aseguró poniéndose a su altura, muy cerca de ella, mirándole a los ojos tras la penumbra.
- ¿Y qué quieres que te diga? ¿Qué me parece una idea maravillosa? Pues no.
- Piénsalo, en ese puesto tendrías acceso a lo que quisieras. Te lo mereces. A nadie más que a ti podría ofrecérselo – Tomó su mano y la agarró fuerte. Ella observó aquel gesto mientras le suplicaba –. Déjame que te lleve conmigo a palacio y darte la vida que te corresponde. Nuestro padre estaría orgulloso de que así fuera.
- ¿Es que ya se lo has pedido? – le interrumpió sin dar crédito, pero él continuó como si no la hubiera escuchado.
- Si no lo haces por ti, hazlo por tu hijo. Deja que me llame padre y que crezca rodeado de riquezas. Sinniria sólo está despegando, y para cuando a su generación les toque relevarnos habrá llegado a la cumbre. Deja que él al menos viva el esplendor en primera fila.
Innasum le dejó unos minutos para que le diera una respuesta. Tenía la cara vuelta y parecía a punto de estallar en lágrimas.
- Si te niegas – siguió él, casi enfadado llegado ese punto –, muy bien, lo aceptaré, pero no esperes que te lo vuelva a ofrecer nunca más.
Fue tajante, cansado de tantas contemplaciones. Quería que estuviera con él, pero a la vez, ya era mayorcita para acarrear con las consecuencias de sus decisiones. Era la última vez que miraría por ella. No contestaba y parecía que no tenía intención de hacerlo. Tras un buen rato de silencio, consternado, se levantó de la cama al intuir la respuesta. No se la llevaría a la fuerza, pues en cuanto a sus propios problemas tenía otras muchas salidas para solucionarlos, aunque no estuviera tan cómodo como si fuera ella la que se ocupara de ellos. A punto estaba de cruzar la puerta cuando le llamó con la voz quebrada.
- Tú ganas.
- Estate preparada cuando salga el sol. Salimos al amanecer.
Tuvo que contener un grito de alegría, pero no pudo evitar sonreír al oír aquello. Al fin. Y sí había ganado, pero ella mucho más. A pesar de que sabía que le iba a costar alejarse del lugar donde prácticamente residía su vida, vio en su cara, empapada en las lágrimas, un atisbo de ilusión, alivio, liberación y felicidad. Apostaba que a pesar de todo, una vez acostumbrada a la vida cortesana, ni se le pasaría por la mente regresar allí nunca más. No se iba a arrepentir.