UNO

 

 

 

Se inclinó ante el rey, viendo en sus ojos esa locura que poseía su vida, pero sabiendo también que le guardaba eterna fidelidad mucho más allá de cualquier juramento que hubiera podido realizar. Se alejó con paso firme, como correspondía a su rango, pero subordinado a esa suntuosidad que emanaba de cada rincón de la sala y, que a la vez, tanto respetaba.

Atravesó los pasillos hasta sus aposentos y cerró la puerta,  deseando que nadie le molestara. Se sentó en lecho y respiró hondo. La noticia de la llegada de la embajada había corrido por toda la ciudad, que había salido a recibirles a su paso. A la noche siguiente el rey organizaría un banquete para celebrar las negociaciones que se habían alcanzado con Hennia, y por supuesto, su general de los ejércitos debía estar allí, sentado a su derecha, alzando la copa, derramando el primer trago de vino a los dioses, alabando a sus nuevos aliados y deseando que de ahora en adelante sus propios dominios fueran más prósperos que nunca.

Con pereza se empezó a desquitar de todos los atuendos de su vestido ceremonial, los dejó bien colocados sobre sus perchas y en su lugar se cubrió con unas telas que quedaron allí antes de partir. Se tumbó, conmocionado aún por todo lo sucedido en los últimos días; ni siquiera el rey dio crédito a sus palabras. Estaba en casa, sí, pero aún su mente rondaba por aquellas regiones montañosas tan cercanas a sus territorios y de las que sin embargo, jamás había sabido de su existencia.

Cuando por fin había conseguido relajarse, con aquellos últimos resplandores de la tarde y el ambiente anaranjado que tanto había extrañado en su viaje, alguien osó molestarle.

-       ¿Quién llama? – preguntó enfadado.

-       Os traigo comida y una carta de parte del rey, señor.

Se levantó de mala gana y dejó pasar a la doncella que solía servirle. A Nidame se la habían asignado en el momento en que entró en palacio y desde entonces pasó a pertenecer a su servicio. Tenía muchos sirvientes más, tanto libres como esclavos, pero ella en especial era la que siempre dio continuidad a su estancia en aquel lugar, hacía ya tanto tiempo atrás.  Ni siquiera la miró cuando entró a la habitación y volvió directo a sentarse en la cama.

-       Puedes dejar las cosas donde siempre – ella obedeció, poniendo la bandeja sobre un arcón a los pies del lecho.

-       Si no deseáis nada más, señor.

Mantuvo la vista fija en el suelo, sin mirarle. Nunca le miraba directamente, aunque sabía perfectamente que le observaba en silencio cuando pensaba que él no se daba cuenta. Innasum, sin embargo, nada más decir esas palabras se tumbó a los pies de la cama y se tomó su tiempo para observarla mientras tomaba un dátil de entre la comida que le había traído.

-       Están buenos – dijo sin apartar la mirada.

Sus ánimos ya se habían aplacado, la tensión, que había sido su compañera durante todo el día, ahora ya se había esfumado. Recorrió su persona por enésima vez, y aunque de ella ya conocía cada detalle, no se cansaba de hacerlo. Reconoció en silencio que la había echado de menos. Sintió que ella se estaba impacientando, pero tampoco quería que se fuera. Hizo tiempo ordenado que le encendiera el fuego y rellenara su copa un par de veces.

-       Esas gentes de montaña no conocen el buen vino de las llanuras – sonrió levemente –. Debería haberte llevado conmigo.

-       Gracias, señor, es un placer serviros, como siempre, y si ya no tenéis ningún deseo más, me esperan en los lavaderos.

Esperó a que diera su consentimiento para que se pudiera marchar, pero en vez de eso agarró su falda con la punta de los dedos, y ligeramente hizo que se acercara.

-       Lino del sur – notó –. Muy buena calidad.

-       Mi familia, señor, un regalo que me enviaron mientras estuvisteis fuera.

-       Puedes irte – le permitió al fin – y llévate la bandeja, ya no tengo hambre.

Antes de que la recogiera, tomó la carta que había traído con ella y esperó a que cerrara la puerta para empezar a leerla. Tras las típicas cortesías que leyó rápidamente, pasó al asunto que de verdad le interesaba. El rey ordenaba sin más dilaciones que se dirigiera de inmediato a su presencia antes de que cayera el sol. Miró a través de las columnas de su ventana y no vio el sol por ningún lado. Así que no dudo en salir corriendo hacia el salón del trono sin ni siquiera cambiarse.

Se detuvo ante la puerta protegida por dos guardias, los cuales no tardaron en anunciarle. Mientras entraba le vio pululando por la sala, como si estuviera ajeno a todo lo que le rodeaba y ni siquiera se hubiera enterado de que alguien llegaba. De todas formas, él se dispuso a hacer todos los preámbulos exigidos para cualquier otra ocasión.

-       Mi rey, señor de Sin, jefe…

-       Sí, sí, sí – le cortó de repente –, no te he mandado llamar para que me adules dos veces en el mismo día, los dos sabemos perfectamente quien soy yo y quien eres tú.

Con un simple chasquido de los dedos hizo que uno de sus esclavos trajera dos copas del mejor vino de sus almacenes. Después de cogerlas y ofrecer una a su general, mandó que les dejaran solos. Así obedecieron todos. El rey, Adapa, señor de Sin, vicario de todos los dioses, jefe supremo de los ejércitos y protector del pueblo de Sinniria, le pasó el brazo por los hombros a su joven general, que sin embargo había demostrado en los años que llevaba a su servicio una maestría como no había visto nunca a ningún otro hombre. Eso le hizo ganarse a Innasum la confianza de la persona más poderosa de su tierra, confianza que era mutua.

-       Ahora me vas a contar lo que sucedió realmente en el país ese de las montañas, Hennia. Lo he estado pensando esta noche y mi dios, Sin, me ha dicho que todas esas habladurías que dijiste no son más que injurias. No estoy disgustado contigo, al contrario, sé que has guardado toda la verdad para contármela a mí.

-       Mi señor – dijo con todo el respeto posible para corregirle –, ha sido esta misma mañana cuando hemos llegado. Es la primera vez que veo ponerse el sol aquí en Sinniria desde hace más de quince días. Y he de deciros que no os puedo contar nada nuevo de lo que le dije antes, simplemente puedo ampliar con detalles que sólo os cansarían.

-       ¿Me estás contradiciendo? Debería azotarte por ello, pero sé que sólo podrías hacer una cosa así por ignorancia. Hoy es un día de júbilo y te lo perdono, no vamos a estropearlo con tontas discusiones. Y ahora cuéntame.

Innasum había sufrido más de una y de dos veces los delirios de ese hombre que tenía a su lado, sabía que no le quedaba más remedio que volver a repetir todo lo que le contó, quizá cambiaría alguna palabra, se detendría más en algún asunto, todo fuera por la obligación de complacerle.

Empezó por relatarle la marcha de la embajada a través de los bosques, los caminos que se insinuaban hacia ese destino en el que por primera vez se adentraban, en ocasiones casi impracticables, hasta que finalmente vieron la señal que les indicó aquel viajero de tierras lejanas; ese viajero que tan pronto vino un día como desapareció en la misma noche y ya nadie volvió a saber de él. Daban por cierto que había sido real, porque había hablado ante las puertas de las murallas pidiendo una noche de asilo, tras lo que había sido instalado en la Casa de los Comerciantes. Los guardias le pidieron algo a cambio de la hospitalidad que les ofrecía la ciudad; él sólo dijo una palabra: información. Tras consultar con sus superiores, y finalmente dirigirse a él, Innasum tomó la decisión de dejarle entrar con la orden de ser llevado a la sala del trono en cuanto saliera el sol a la mañana siguiente. Pero todo lo que hubo de decir lo hizo esa misma noche ante los distintos comerciantes que estaban alojados en la ciudad mientras tomaban su cena en el salón de la Casa de los Comerciantes.

Nadie supo cómo abandonó la ciudad mientras todos dormían. La guardia de noche hacia su turno alrededor de las murallas interiores y exteriores de la ciudad, y nadie dio aviso de ningún tipo. Se fue sin decir nada, sigiloso, nadie le vio abandonar su habitación; o eso era el rumor que corrió por la ciudad. Sin embargo, de ser así, alguien tenía que haberlo visto, pero el rey no dio ninguna orden de búsqueda, y hasta cuando se reunió la élite al alba en palacio, el rey pareció no darle importancia. En cuanto se cerraron las puertas al anunciar a la última persona invitada, el señor de Sin proclamó:

-    No esta aquí, y no volverá jamás – anunció con voz solemne. Se quedó un instante en silencio para engrandecer su persona –. Pero mis servidores, todos vosotros debéis saber que una nueva etapa se abre a partir de ahora. Ese viajero fue el presagio de lo que está por venir, ha sido revelador de una nueva tierra que Sin nos había cegado con su sombra que todo lo oculta en la noche, pero ahora la luz clara que otorga a sus siervos nos va a mostrar el camino. Una embajada debe estar lista con el nacimiento de la próxima luna y partir en seguida hacia ese país de las montañas nombrado por el viajero como Hennia. He aquí pues mis órdenes, sin lugar a discusión, pues mis deseos son el bien para todas mis gentes.

Tras esa última frase que anunciaba el fin de cualquier discurso pronunciado por el rey, las puertas del salón se abrieron y los presentes empezaron a marchar a sus respectivas obligaciones. Innasum se dispuso a hacer lo mismo, cuando fue llamado.

-    ¡General! – él se dio la vuelta en seguida –. Espérame en los archivos.

Y como era costumbre, la orden fue cumplida.

De la sala del trono se dirigió a la salida del edificio y sin entretenerse por los múltiples saludos de la gente que se encontraba en los espacios del témenos, se fue a la Casa de las Tablillas, en la zona oeste, donde estaban todos los documentos almacenados en inmensas estanterías. Esperó impaciente en el patio al lado de la fuente observando cómo caían las gotas, una detrás de otra, que por un momento le hicieron olvidarse del motivo por el que estaba allí. No podría decir cuánto tiempo había pasado cuando escuchó su voz.

-    Mi general, sabía que estarías aquí esperándome. Bien, entremos.

Tras el rey iba uno de sus siervos con una jarra de cerámica en una mano y una copa en otra, pero Innasum se imaginó que ya le habría dado la orden de esperarles fuera, porque en cuanto los dos dieron un paso hacia los pórticos él se quedó esperando debajo de uno de los árboles. Pasaron por la tercera puerta que había en torno al patio. Él sabía que en cada una se guardaban archivos relacionados con un ámbito en concreto, pero esperó a que el rey hablara. Se tomó su tiempo en encontrar lo que habían venido a buscar, aunque como le iba a decir segundos después, lo habían almacenado esa misma mañana.

Le mandó a Innasum que leyera una tablilla en concreto: “Yo, viajero de las tierras altas del norte, nacido en la ciudad de Hennia, donde la misma Ishtar vive entre nosotros y es nuestra señora. Ahora soy errante y ya no puedo considerar aquélla mi patria aunque en mi corazón permanece. Por eso os pido a vos, rey de Sinniria, señor de Sin y vicario de todos los dioses, me deis asilo indefinido como la diosa Ishtar volvería a su padre, vuestro señor”.

 Cuando levantó la vista el rey ya le tenía otra preparada para leer: “Entonces, el señor de Sin preguntó: ¿Y por qué yo he de acogeros? Y el extranjero contestó: Mi rey, prometo llevaros ante la diosa que gobierna las tierras de Hennia, prometo ser vuestro servidor a partir de ahora hasta el día que sea reclamado en la ciudad de las siete murallas, prometo seos siempre fiel y cumplir vuestra voluntad. Así pues, el rey le abrió sus brazos y después de haber bebido vino, haber comido en su mesa, y hablado como un hijo ante su padre, el rey le trató en recompensa por su gratitud, dándole el presente más grande que cualquier mortal pudiera desear”.

Tras terminar las dos tablillas que resumían lo que había sucedido la noche anterior, Innasum temió por un momento que las manos le temblaran y delataran la velocidad a la que le latía el corazón. Él sabía lo que significaba aquello.

-    Prometió servirme y serme fiel – dijo el rey con una sonrisa –, y lo hizo, cumplió con su palabra, pero quién sabía que perversos planes traía también consigo. Si le hubiera dejado un poco más de tiempo seguro que los ejércitos de su país habrían llegado hasta mis murallas y hubieran asediado la ciudad. Ante todo debo velar por la protección de mis súbditos, bien lo sabes.

-    Sí, señor, puedo estar seguro de vuestra palabra – dijo adulándole, como siempre solía hacer, inclinando ligeramente la cabeza –. Vos sois un rey justo, de buena razón, que sigue el mandato de Sin desde el momento en que esta ciudad estuvo en vuestras manos. Por eso decidme, qué debo hacer y yo obedeceré con gusto.

Necesitaba sonsacarle de una manera indirecta el motivo de la visita a ese lugar, y por qué no se habría limitado simplemente a enviarle a explorar esa nueva tierra de la que no habían tenido noticias hasta ahora. En realidad lo sabía, él no era cualquier persona, era el segundo en el poder, pero al menos necesitaba una razón lógica por la que hacer todo eso.

-      Sé que tú me comprendes. En realidad eres el único que lo hace – en esas palabras de repente había dejado de hablar como su rey para pasar a un tono más personal, más confidencial. Pero en seguida volvió a su actitud de siempre  –. No puedo limitarme a dejar que un extranjero venga pidiéndome auxilio de un lugar que ni siquiera conozco. Habrás sabido, tan rápido como yo cuando supe la noticia, que todo esto es una estratagema, porque dime, ¿cómo no saber de un lugar que asegura que está tan cerca, más incluso que Nínive o Rusai? ¿Cómo pensaba que a mí, yo que sirvo a los dioses con total sumisión, iba a dejar que me engañara?

-      No señor, por supuesto que no – afirmó. 

-      Bien, sabía que tú me apoyarías, eso nunca lo había dudado. Por eso vas a ser el único que sepa de mis planes y el que hará cumplirlos contra cualquier dificultad.

-      Cualquier cosa que ordenéis.

-      Bien, escucha atento. Desde el momento en que esta misma tarde se empiece a organizar la embajada para explorar esos supuestos territorios de Ishtar, tú serás mis ojos y mis oídos. Serás mi lengua pues en ti delegarán mis órdenes que han de ser cumplidas en cada una de sus partes y en su conjunto – calló un momento para pasar a explicar sus planes secretos –. Sin embargo, de nada hablarás de lo que te contaré ahora. La embajada oficialmente irá en misión de paz, llevaréis presentes para la reina que dice ser diosa, y os acogerán en su casa intentando engatusaros diciéndoos falsas verdades que sin mi divina ayuda hubierais tomado por ciertas. Pues bien, aceptad su hospitalidad y sed buenos huéspedes, pero tú estate atento, y como te dije antes, oye y mira por mí, pues a tu llegada exigiré cuentas. En el caso de no descubrir tierra ninguna, la traición ya ha sido castigada, pero en el caso de ser así, haz todo lo que te he dicho.

-      ¿Y después, mi señor?

-      ¿Después? – preguntó como si no lo hubiera adivinado ya –. Sabremos entonces que pretende esa mujer contra nosotros. Sé que se necesitarás más de un viaje para completar nuestros planes, pero eso no será difícil. En el momento en que se lleguen a acuerdos, lo primero será establecer un tratado de comercio de privilegio entre las dos ciudades. Procura que sea así, pues será tu objetivo principal. En el momento en que empiecen a circular las mercancías elegirás a alguno de tus hombres de mayor confianza que vaya y vuelva con los comerciantes en los viajes y nos traiga información. Cuando averigüemos cuándo planean la ofensiva, entonces nosotros atacaremos primero.

-      Pero mi señor, aún no sabemos nada acerca de esas gentes, quizá el viajero podría estar loco, o trastornado, ¿y si ese hombre decía la verdad? El pensar ir a un sitio con emisarios de paz, establecer buenas relaciones como hermanos, sentarse en su mesa mientras pensamos en su destrucción… – dijo nervioso, dando rodeos, para intentar sobre todo que no pareciera una acusación el preguntarle sobre un tema que le preocupaba en demasía –, señor, ¿eso no sería traición?

En un movimiento rápido el rey sacó su puñal del cinto y se lo puso en la garganta, advirtiéndole con ese gesto prudencia. Él por su parte se mantuvo rígido, conteniendo la respiración, temiendo por un instante; sin embargo, no era la primera vez que lo hacía y además era consciente de que no asesinaría a su mejor general y mano derecha en el gobierno.

-      Sí, general, es una opción, pero nadie mejor que tú debería saber que hay que estar preparado para cualquier inconveniente que pueda surgir – tras esa frase dejó caer la mano y mientras volvía a meter el puñal en su funda, soltó una carcajada –. Y bien sabes también que los dioses no son nada claros cuando se les pregunta sobre estas cosas, parece como si estuvieran recelosos de ofender a uno de los suyos y que como venganza les arrebaten su ciudad.

Innasum sonrió también, y ya no supo si lo hacía por seguirle la corriente o de pura tensión. En seguida se puso serio, se inclinó levemente y le pidió permiso para retirarse ahora que ya había recibido todas las órdenes; personalmente lo hacía para terminar aquella reunión. El rey asintió, y él salió a toda prisa del archivo hacia sus aposentos, en la Casa de la Guardia, situada justo al otro extremo del témenos, en el lado este del recinto.

 

Antes de volver a relatarle todo lo sucedido en el país de las montañas, Innasum se tomó un momento para respirar hondo. Se le pasó por su mente los momentos previos a la partida, el movimiento que había de un lado para otro, más de lo habitual, cada vez que visitaba la casa del rey o los santuarios, pero sobre todo el no poder descansar más de tres horas seguidas por las noches por llamadas continuas del rey, de la gente de la guardia, de mensajeros y demás personas que necesitaban sus consejos y órdenes para asegurar todas las provisiones y mandatos para el viaje. Irían un pequeño grupo de personas, pero como la ocasión era tan excepcional, la gente estaba tan excitada que además de los problemas de la organización, al cabo de dos días cuando se extendió la noticia, hubo que ampliar la seguridad en toda la ciudad. Esa semana se le hicieron como cuatro, y cuando llegó el día de la partida casi no le dio importancia al hecho de que todavía le esperaban semanas de de incierto futuro; aunque si bien es cierto, durante esos días echaría mucho de menos todos los detalles de su vida en la ciudad.

Nidame entró en su habitación antes del amanecer junto con una esclava que llevaba una bandeja con todos los atuendos para su señor. Ordenó que los dejara sobre el arcón y seguidamente que se marchara. Ella por su parte dejó la vela que traía en las manos encima de la mesa, justo al lado de la ventana. La abrió y se detuvo para mirar las vistas. Cada vez que miraba a través de aquél vano se sentía bien. Tenía ante sus ojos el completo dominio de la ciudad, podía ver cada cosa que sucediera tanto dentro del recinto del témenos como en las casas bajas, incluso hasta la necrópolis al otro lado de la muralla junto a la puerta de Nergal en el oeste. La noche era tranquila y una gran luna dominaba un cielo que ya empezaba a clarear, señal de que debía volver a sus tareas.

Intentó ser sigilosa para no despertar a su señor mientras ella encendía el hogar y preparaba sus ropas. En el fuego incipiente echó un poco de incienso y unas hierbas que ella recogía cada vez que salía al bosque, vertió un poco de aceites aromáticos que cada luna nueva daban en el templo a modo de amuleto, y que ahora le servirían a él como protección en el viaje. Así, el ambiente se fue caldeando de aromas y luces anaranjadas que parpadeaban en el comienzo de un nuevo día junto con la música que dejaban los troncos al quemarse. Miró hacia atrás, en dirección hacia el lecho donde aún Innasum dormía, miró fuera y vio que en seguida debería despertarle. Aprovechó ese tiempo para poner un recipiente de cerámica con agua a calentar, pero cuando se acercó a prepararlo se dio cuenta de que la había estado observando durante todo ese tiempo.

      Oh, señor – se disculpó –, siento haberos despertado, aún es pronto.

      Ha sido un bonito despertar, verte aquí preparando el fuego.

Ella sonrió.

      Ven – la llamó –, si como dices aún es pronto, entonces déjame que me despida de ti.

Pero antes de que ella pudiera dar un paso, se quedó quieta al ver que él se levantaba de la cama. Cogió la copa que había traído y la llenó con el vino rebajado con agua y miel que siempre tomaba por las mañanas, y con ella se acercó junto al fuego donde Nidame le esperaba. Le agarró de la cintura y levantó ligeramente la copa.

      Por los dioses – empezó a hablar en voz baja, mirándole a la cara –, para que velen durante estos días por nosotros, de mí en mi viaje a lo desconocido y de ti aquí en lo diario de la ciudad.

Antes de beber libó las primeras gotas al fuego, dejando que ella también disfrutara de esa ofrenda después que él. Apenas esperó a que dejara de nuevo la copa sobre la mesa. Sus labios estaba dulces y toda ella le correspondía a sus besos, pero los sonidos lejanos de las trompetas anunciaron el fin de ese momento. 

      Cuida de mis aposentos – le empezó a decir, como cada vez que tenía que irse –, vigila que todo esté en orden durante mi ausencia, procura que todo se cumpla como de costumbre como si yo estuviera aquí, obedece a quien corresponda ocupar mi puesto en estos días, pero sobre todo recuerda que si algo me pasase y no pudiera volver, en ti dejo mi sello y mi testamento, para que se cumpla tal y como yo he deseado.

      Así se hará – le juró, pues nadie más que ella le serviría mejor en un momento tan difícil como era el buen cumplimiento de los funerales.

  Tras esos procedimientos formales, empezaron a prepararse para la salida. Nidame retiró el cuenco de agua del fuego y mientras su señor comía algo, ella le lavaba con un trapo húmedo. Seguidamente le fue acercando las corazas y los trajes, revisó por última vez las ropas y las armas que se llevaría, y cuando las trompetas volvieron a sonar dejó que se marchara de la habitación junto a dos esclavos que vinieron a buscar el baúl. La despidió con una mirada y ella, seria, simplemente le observó alejarse. Sin embargo, en cuanto se cerró la puerta fue hacia la ventana para ver el ceremonial de despedida.

Encabezando la embajada iba Innasum montado a caballo, tras él, también a caballo, dos jefes del ejército de a pie, y a sus espaldas sus dos unidades correspondientes, cada una de diez hombres. También formaban parte de la embajada dos sacerdotes que iban en literas, e inmediatamente después el grupo de servidores y esclavos encargados de los carros que llevaban todas las provisiones, armas y presentes. Se reunieron en el amplio espacio del témenos a las puertas del recinto, teniendo en frente la Casa del Rey, a un lado la casa de la guardia y los espacios del templo, y al otro los almacenes, el archivo y la Casa de Comercio.

Al otro lado estaban esperando multitud de personas que querían ver y despedir a sus hombres, y la ocasión sirvió para añadir un día de fiesta en el año. Nidame podía oír la música y ver los bailes, pero por encima de todo ello se elevaron las palabras del rey en su breve discurso propiciatorio; a la vez ella se sintió tranquila al oír aquellas buenas predicciones. Aseguraba que los sacrificios de la noche anterior habían pronosticado un viaje sin sobresaltos y la llegada a un lugar concreto en menos de tres días; además la salida tras una noche de luna llena auguraba el éxito del viaje. Vio salir la comitiva por la puerta del recinto y alejarse por el poblado hasta atravesar por fin las murallas por la puerta de Shamash. Pero ya no esperó a verles desaparecer entre la vegetación, pues el día había comenzado en el témenos y miles de tareas la esperaban sin tardar.

Innasum iba con la mirada al frente, en la parte derecha del cinto lleva sujeta su espada y en la izquierda un saco de cuero con el objeto más valioso que llevaba consigo y que debía traer de vuelta intacto: el mapa que conducía hacia el país de Hennia según las indicaciones del extranjero. Durante el trayecto también tuvo momentos para pensar en él y en todo lo que había deducido de aquella reunión con el rey en los archivos. Era consciente de que habría tenido buenas razones para acabar con su vida, podría haber sido realmente un impostor que buscaba beneficio para su propia ciudad, pues los argumentos que le había dado el rey eran muy razonables. Pero aún así no dejaba de pensar que si hubiera contado con él podría haber conseguido muchísima más información manteniéndole recluido en los calabozos durante algunos cuantos días. Podría haber contado con él como lo hizo después para llevar a cabo su plan, pero intentó no darle más vueltas y seguir adelante con lo que había.

Siguió explícitamente las indicaciones de aquel papel de caña, y como les habían predicho, en tres días y en tres noches  llegaron ante las puertas de una pequeña pero imponente fortaleza. A medida que iban subiendo cota y alejándose de la ribera del río, la vegetación se iba haciendo más tupida y el clima un poco más fresco. El camino en ciertos puntos se hizo extremadamente difícil, teniendo que desmontar los caballos, obligarles por la fuerza a continuar, incluso uno de los arcones resultó dañado al intentar subir uno de los riscos que se les presentaron. Comprendieron entonces por qué a nadie se le había ocurrido antes adentrarse por aquellos senderos. Fue un pequeño manantial el que les guiaba en el plano y sobre el terreno, que sin embargo desaparecía en tres tramos, coincidiendo con las veces en que tuvieron que hacer noche.  

A la caída del sol del tercer día vislumbraron las murallas a orillas de un lago, al abrigo de las cumbres que rodeaban a la ciudad, pero antes de seguir avanzando decidieron pasar la noche a una prudente distancia para evitar cualquier posible enfrentamiento en la oscuridad. Cuatro soldados montaron guardia y según sus informes a Innasum antes de continuar la última marcha, no habían parado de lucir antorchas en lo alto de la muralla ni el fuego en la punta del zigurat blanco que se elevaba sobre ellas. Y efectivamente, les habían observado a lo lejos la tarde anterior esperando cualquier movimiento por su parte.

A medida que avanzaban, los muros se iban haciendo más altos de lo que parecían desde lejos y advirtieron que las piedras podían llegar a alcanzar incluso la altura de un hombre. Se detuvieron cuando llegaron al alcance de los arqueros que no dejaron de apuntarles incluso cuando la puerta de acceso empezó a abrirse. Al otro lado del vano se dejó ver una mujer reclinada sobre una litera, vestida con unas ropas blancas y azules, llena de joyas de oro y piedras preciosas. En la cabeza lucía un tocado adornado con una corona y de la mano derecha un cetro también de oro acabado en una pirámide de lapislázuli. Tras ella iba su séquito, principalmente hombres del ejército. En cuanto las puertas se abrieron del todo se acercó a ellos, a una distancia prudente, la suficiente como para que ambos se oyeran.

-      Os estaba esperando – habló ella.

Innasum se bajó del caballo, se adelantó unos pasos y se arrodilló ante ella. 

-      Señora, se presenta ante vos Innasum, general de los ejércitos de Sinniria – empezó a hablar –. Me envía mi rey, Adapa, señor de Sin, vicario de todos los dioses, jefe supremo de los ejércitos y protector del pueblo de Sinniria. Os rogamos en su nombre que nos acojáis con hospitalidad y escuchéis las premisas que deseamos trasmitiros, para que las consideréis y nos ofrezcáis una respuesta, que esperamos que sea propicia para ambas ciudades.

Aquella mujer extendió los brazos con una sonrisa en la cara.

-      Puedes levantarte general Innasum – le ordenó –. Yo, como reina y señora de esta ciudad de Hennia os doy la bienvenida. Tenéis ante vos a la misma Ishtar, descendida de los cielos hace mil años, que os saluda y os dará la acogida precisa como pueblo que sois de mi padre, el dios Sin.

Con un gesto ordenó a sus hombres que custodiaran a sus invitados hasta las dependencias del santuario, donde se les asignarían habitaciones y vivirían en lo que durara su estancia.

Les dejaron el resto de la mañana para aposentarse y descansar, pero cuando el sol estuvo en lo más alto, un hombre que parecía un sacerdote de los más altos rangos, vino a buscar a Innasum hasta su habitación. No le había dado tiempo a asimilar todo lo sucedido: habían descubierto aquella nueva ciudad a tan sólo tres jornadas de la suya, era la primera vez que escuchaba que una mujer gobernara unas tierras, y menos que asegurara que era la propia Ishtar, cosa que en cualquier otra ocasión habría considerado la más grave blasfemia. Y ahora se veía ante el sumo sacerdote en uno de los salones del templo sentados en la esquina de un gran banco corrido de mármol acolchado con ricos cojines, sobre el que se elevaban las paredes llenas de decoración con motivos de la creación hasta que ella, Ishtar, descendió a la tierra, que era justo la parte bajo la que estaban sentados. En el centro de la sala había una pequeña piscina también de mármol, como el suelo, redonda, que supuso que se llenaba y vaciaba continuamente con agua corriente, pues la superficie se movía ligeramente sin haber nada de aire en la estancia. Pensando en el mecanismo de aquel pequeño lago artificial, el sacerdote le habló reclamándole su atención.

-      General de Sinniria – comenzó –, es un placer teneros entre nosotros, pero antes he de advertiros la conmoción que ha causado vuestra visita.

Innasum giró la cabeza, sorprendiéndose de tal afirmación. Sabía perfectamente que la visita de la embajada de una ciudad siempre alteraba en cierta manera la vida de sus gentes, pero únicamente de aquellos que debían atenderles, pues para el resto de la población tan sólo suponía un momento de atención en su recibimiento, así como en la partida. Y, lo que sí que le llamó la atención, en esa ocasión nadie había salido a recibirles. No les recibieron con música alegre ni bailarines en los tejados de las casas; las calles estaban desiertas y tan silenciosas que nunca le parecieron tan atronadoras las pisadas de sus caballos y sus gentes. Sin embargo, cuando entraron a los recintos del templo, el ambiente pareció cambiar, viéndose un poco más de actividad. Pero la gente les miraba recelosos, como si en vez de ser de la población de al lado fueran por lo menos de más allá de las estrellas.

-      Hace justo un año – continuó –, estábamos realizando los ritos precisos a nuestra señora. Cuando nos dispusimos a realizar las ofrendas necesarias al resto de los dioses un mal augurio cayó sobre nosotros: uno de los sacerdotes, en el momento de dirigirse al dios Sin, dejó caer el cuenco de incienso de sus manos, derramando todo el contenido por el suelo. Ni una sola gota cayó en su altar. Vimos como se llevaba la mano al corazón y acto seguido se desvaneció, muerto. Los ritos se interrumpieron y el sacerdote fue llevado a una de las estancias del zigurat, donde los médicos del templo atendidos por el resto de sacerdotes superiores, yo entre ellos, velaban para un correcto tratamiento del cuerpo, y que posteriormente pudieran ser leídas sus vísceras sin que hubiera ningún error.

Se tomó un momento para renovar su voz y acomodarse en el cojín.

-      Cuando pudimos acercarnos, las predicciones no pudieron ser más desoladoras. El cuerpo del sacerdote estaba totalmente corrompido en su interior, y tras leer ciertas señales que no es preciso relataros, pues no comprenderíais, dejamos constancia de aquello para que fuera mandado de inmediato a nuestra reina. Anunciaba desgracias a nuestro pueblo debido a la ambición de un mortal, pues no hay castigo peor en un hombre que el de querer compararse a los dioses o blasfemar contra ellos. Aquel hombre desencadenaría una serie de acontecimientos tras las desgracias que caerían sobre nosotros, sin embargo, no apuntaban a que fueran ni positivos ni negativos, pero fuera como fuese, culminarían con la destrucción total.

-      Así que primero habrá un mortal rebelde, después desgracias en vuestro pueblo, tras ello unos acontecimientos notables, y seguidamente vendría el fin – resumió –, pero el fin, ¿para quién?

-      General Innasum – dijo casi con resignación –, ojalá lo supiéramos. Pero he de deciros, que tras comunicárselo a Ishtar, diosa y señora de nuestro pueblo, vaticinó que no seríamos nosotros, así que no hemos de preocuparnos, nada malo puede ocurrirnos pues estamos directamente bajo su protección.

Innasum ignoró de nuevo aquella afirmación de que aquella mujer que salió a recibirlos horas atrás era la misma Ishtar, no podía negarlo, pero tampoco afirmarlo con seguridad. Si no hubiera sido por aquellos atuendos, habría podido pasar por cualquier otra mujer, pero ya habría tiempo de ocuparse de esos asuntos, ahora su mente estaba ocupada con otro tema que en esa ocasión le parecía mucho más importante.

-      Y, si me lo permitís – le insinuó con todo respeto –, ¿para cuándo han predicho que ocurrirán los acontecimientos?

Hizo como si no oyera la pregunta y en seguida se despidió de él. Regresó a sus aposentos con todas esas ideas rondándole por la cabeza. Nada le había aclarado sobre los acontecimientos o aquel mortal del que le habló. Una cosa que sí le dijo fue que entre uno de esos acontecimientos que les han sido revelados a lo largo de todos esos meses después de la profecía, fue que al año de la muerte del sacerdote llegarían gentes del pueblos cercanos que causarían la nueva perdición para Hennia. Innasum ante tales argumentos se sentía inquieto, pues no tenía una visión completa, y sólo había sacado en claro que les veían como culpables y protagonistas de futuras desgracias. En realidad, en su interior, sabía que sería así, pero no tardó en asegurarle de que no venían con malas intenciones. Por su parte, tampoco había visto nada malo en aquel lugar; incluso su primera impresión fue, además de extraño, agradable. No podía decir tampoco que no le gustara, pues era tan diferente que no podía compararlo con su ciudad o con las muchas en las que había estado. Por primera vez sentía una gran curiosidad por averiguar todo de aquellas gentes, y se prometió a sí mismo que convencería al rey para hacerle cambiar de opinión, y si no era posible, al menos hacer tiempo para conocerlo todo.

Por su parte, el sacerdote lo único que hizo fue transmitirle la desconfianza de toda la gente del templo y los deseos de su señora. Para terminar la reunión le concretó que al día siguiente debían estar preparados para acudir al Templo Dorado. Esa misma tarde, Innasum reunió a sus hombres en el patio del edificio donde estaban alojados para trasmitirles las órdenes del templo, tras lo cual se quedaron todos ellos hablando y disfrutando de su primer día en el interior del complejo que tenían reservado para ellos.