DOCE

 

 

 

Ishtar se levantó muy de mañana y sin despertar a Dumuzi se dispuso a comenzar el día. Ordenó a sus esclavos que le prepararan algo de comida, y sentada a la mesa, sola, rodeada por sus servidores por si se le ofrecía algo, se abstrajo con la copa de néctar en la mano. Aún no habían hecho públicos los acuerdos que su esposo había pactado con el general de Sinniria. Ese era un tema que le molestaba enormemente, pero sabía que había que entregar algo a cambio si querían ganarse su confianza. Ellos no necesitaban de productos extranjeros, pues su tierra ya les proporcionaba todo lo necesario, pero tras días de cavilar cómo llevarían acabo esas relaciones, al fin llegó a una solución. Dejó la copa en la mesa con un golpe seco y sin terminarse el plato de torta de leche y miel, se levantó. Agarrando sus vestidos caminó directa a uno de sus heraldos que ya estaba colocado en su puesto a las puertas del ala donde se encontraban los dormitorios del templo.

-      Ve rápido a avisar a Serves, contador del tesoro, a Summ, administrador de los campos, a Cermesh, primer oficial de la guardia, y a Denei, el maestro escriba de las tablillas del tesoro. Quiero que estén en el Templo Dorado antes de que desaparezcas de mi vista, ¿entendido?

-      Sí, mi reina.

El hombre salió corriendo apresuradamente para cumplir el mandato de su diosa, que estaba claro que no se había levantado con el mejor de sus humores.  En esos casos era mejor no vacilar en el cumplimiento de sus órdenes. Ishtar suspiró pasándose la mano por la frente; ojalá todo aquello llevara a buen puerto, porque ya no sabría que otra cosa hacer.

Supo que aún tardarían, pues lo más probable es que aún se encontraran cada uno durmiendo plácidamente en sus respectivos dormitorios. Se tomó ese tiempo para acercarse a una sala privada anexa al templo dorado donde se preparaba antes de las reuniones públicas. Allí tenía todo lo que una mujer pudiera desear, pero de la categoría que a ella le pertenecía. Era pequeña, cubierta de estanterías donde colocaba sus perfumes, joyas, zapatos, algún traje, maquillaje; cualquier cosa que pudiera necesitar urgentemente para un último retoque antes de su aparición.

Al entrar allí se sintió tranquila, el ambiente de aquel espacio, únicamente iluminado por las antorchas que ella introdujera, le reportaba siempre una sensación apacible, sosegada. Se sentó en la silla que guardaba debajo del tocador después de alcanzar algunos perfumes y el maquillaje. Con un espejo en la mano miró su reflejo y en ese momento cualquier deseo de acicalarse quedó relegado. Se miró a los ojos y le contestaron mostrándole todo lo que había sido. Recordó melancólica su pasado y por primera vez se sintió derrotada ante el futuro que se le presentaba. Desde que se habían marchado las gentes de Sinniria no había dejado de sentir esa adversidad que la hacía mostrarse tan decaída. Por miedo a que vieran en ella un punto de debilidad, que pudiera ser la causa que explotara en la inseguridad general, se había recluido voluntariamente de la presencia pública. En esa semana ya no había salido a dar paseos por los jardines, no había ido a bañarse a las piscinas del templo, y menos aún había salido a disfrutar a las orillas del lago, su lugar preferido al que siempre se escapaba en cuanto tenía oportunidad.

En vez de eso había estado en compañía de Dumuzi todos esos días, pasando el tiempo en lo alto del zigurat avanzando como nunca en la redacción de los anales de Hennia. Había intentado esconderse de todos aquellos ojos ajenos que no fueran los de su esposo, pero ya había llegado la hora de mirar cara a cara a lo que se les echaba encima, de asumir los problemas con la cabeza bien alta e intentado buscar soluciones poniendo a disposición del reino todos los recursos posibles. 

Se dedicó una sonrisa, y definitivamente se sintió con las fuerzas totalmente renovadas para llevar acabo la gran tarea que le correspondía, pues sólo a ella Ishtar la había elegido para tomar su cuerpo, y por tanto, con esa esencia divina, debería mostrar al mundo que sería capaz hasta de lo imposible. No les decepcionaría, ya que, si la diosa se había fijado en ella cuando aún sólo era una mujer corriente, entonces ahora sería capaz de eso y de mucho más. Ella era una de las diosas más poderosas y sus gentes así la veían; no dudó en que daría la talla.

Oscureció sus labios con tonos carmines, aplicándoselos uniformemente con una tela de algodón, se maquilló la cara con polvos de arroz, y finalmente se extendió por los párpados una mezcla de oro y aceites que hacían resaltar sus ojos verdes de una manera casi mágica. Tras dejar caer unas gotas de perfume sobre su cuello y las muñecas, se decidió a salir a la sala del trono que aún seguía vacía.

Parecía tan distinta cuando sólo ella caminaba en silencio. Nada que ver con el barullo que se llegaba a formar en ocasiones cuando se discutía algún tema de suma delicadeza. Le hacían incluso disminuir la majestuosidad que la sala desprendía a cualquiera que se introdujera en ella. Andaba despacio, a lo largo del estanque central que separaba las dos partes de los asientos en torno al cual se situaban, y allí, de frente, su trono esperándola. Pero no tenía prisa por llegar a él. Miraba el agua totalmente inmóvil en la que se reflejaba las maravillas del techo y se dejó envolver por los destellos dorados y el silencio que se respiraba.

Deseaba que aquél momento no terminara nunca, pues no sabía cuándo podría volver a sentirse así de nuevo, conociendo las turbulencias inmediatas que estaban por llegar.

Inesperadamente, un parpadeo le reportó la misma sensación que un atardecer estival en los cañaverales. Se le encogió el corazón sin entender por qué e inmediatamente rememoró precisamente esa primera tarde. No recordaba el motivo que la había llevado ese día a orillas del lago, ni lo que le podría estar pasando por la cabeza en esos instantes, pero sí que recordaba con total claridad a partir de aquel instante que jamás llegó a sospechar.

Hija de nobles, era perfectamente una candidata, pero nunca soñó con esa posibilidad. Aún hoy veía entre sus manos aquella trenza de juncos que estaba haciendo en el momento que sintió unos pasos detrás de ella. Se giró pero no vio a nadie, y sin darle importancia siguió con su entretenimiento, sentada en una roca con los pies dentro del agua y acariciada por cañas y juncos, además de algún visitante como los peces o ranas que solían ir a saludarla cada vez que bajaba al lago.  

La segunda vez que oyó ramas chascar a sus espaldas no lo consideró mera casualidad. Se levantó con la vista puesta en el lugar desde donde provenían los ruidos y ordenó en voz alta que quien quiera que fuera se dejara mostrar ante ella. Durante un rato no ocurrió nada, hasta que aquella presencia se materializó a su espalda. Se giró con la respiración entrecortada y por un momento se le nubló la vista sin distinguir siquiera los rasgos de la persona que tenía ante sí o si al menos le había dirigido la palabra. Respiró hondo sentando su cabeza de nuevo sobre sus hombros, pero al ver el rostro del príncipe su corazón, en vez de calmarse, se agitó aún más. Fue incapaz de decir nada y sin importarle si estaba siendo descortés o no, no dejó un solo instante de mirarle a los ojos, pensando que estaba siendo víctima de alguna alucinación de su mente, quizá alguna mala pasada de algún sueño que pudiera estar teniendo.

-      Hoy los dioses me han mandado a buscarte – dijo él tras un rato de silencio. 

Ella seguía sin comprender, pero ahora el miedo tomó el relevo al asombro inicial. Sintió pánico al ver su puño cerrado, interpretando aquellas palabras como el fin de su vida, pensando que la habían condenado impura a pesar de provenir de un origen plenamente noble sin mezclas de sangre con los humildes. Hizo un amago de cerrar los ojos justo cuando levantaba el puño, pero se paralizó al ver abrir la mano ante sus ojos y ver que sostenía en ella el sello real de Ishtar.  

Se quedó sin respiración sabiendo lo que aquello significaba, pero sin hacerse una idea clara de que estuviera sucediendo en realidad. Cuando por fin pudo reaccionar, levantó la cabeza para mirar de nuevo a los ojos al príncipe.

-      Mañana seremos los reyes de Hennia.

Tras aquellos momentos de incredulidad, en su mente se fueron formando paisajes del futuro, viéndose a ella como gobernadora de la ciudad que tanto amaba y que entonces consideraban que era la única en el mundo. Vio su sonrisa y queriendo decir algo a la talla de los acontecimientos tan sólo se salieron unos simples balbuceos.

-      ¿Por qué yo?

-      ¿Quién si no?

Sonrió, y sin poder evitar las emociones empezó a reír contagiada de la alegría del príncipe. Notó incluso que alguna lágrima corría por su cara, sin saber cómo expresar todas las emociones que la desbordaban. Le miraba y aún no daba crédito a lo ocurrido. “Reina de Hennia”, pensó, elegida por Ishtar entre todas las aspirantes que pudiera haber en el reino, y sin esperarlo, se fijó en ella.

Desde pequeña, su familia, como las más nobles de Hennia, había tenido una estrecha relación con la familia real. Eran invitados a sus fiestas y los reyes de vez en cuando les honraban con su presencia en las suyas. De pequeña había jugado con el príncipe y sus otros hermanos y hermanas que rondaban la misma edad que ella, además de los hijos de las otras familias. Pero cuando ya empezaron a tener uso de conciencia su relación se fue haciendo más distante hasta que aquellos tiempos quedaron relegados a simples épocas de su niñez. No consideraba su amistad algo de suma importancia: sin embargo, cada vez que se habían cruzado por la calle o habían coincidido en alguna fiesta nunca se habían negado el saludo, pero hasta entonces su relación había quedado en eso.

En los orígenes, en el primer gobierno de la ciudad, fueron los mismos dioses Dumuzi e Ishtar los que gobernaron en ella, hasta que a los pocos años decidieron dejar esas funciones a otro tipo de gente más cercana al resto de la población. Dumuzi estableció que el rey, como su representante y consorte de Ishtar, sería del linaje del hombre que él eligiera. Mientras, Ishtar decretó que, al haber sido elegida como reina de aquella ciudad, tendría el honor de estar siempre presente en ella. Una parte de su esencia se reencarnaría en una de las mujeres que transformaría así en una divinidad, compartiendo con ella todo lo que era. El príncipe elegía así a su reina, y llevaba su candidatura al oráculo para que la diosa aceptara, o no, su petición. De tal modo, la unión entre ellos daría como resultado unos hombres de origen divino, entre los que el primogénito estaría predestinado a ser el esposo de la futura Ishtar en la siguiente generación, siendo el encargado de asegurar la sucesión de la familia real y la legitimidad de la realeza. 

Los ojos del príncipe brillaron ante aquella muchacha que le volvía loco. Nadie más que su corazón supieron de aquellos sentimientos que se habían ido forjando con el tiempo. Desde su nacimiento, como primogénito, siempre supo que heredaría el puesto de su padre cuando su madre falleciera y la esencia de Ishtar tuviera que volar hacia otra mujer. Ahora que repentinamente ella había dejado este mundo para volver a las estrellas, era momento de encontrar una candidata. Entre las muchachas no casadas de las familias más nobles, él fue el encargado de llamar al oráculo para que eligiera entre ellas. En las vísceras del sacrificio había leído el pronóstico y según su juicio, los resultados le fueron guiando a la persona que más quería tener a su lado para el resto de sus días. Los demás sacerdotes aceptaron el resultado como válido.

No esperó para ir corriendo a buscarla. Por fin tendría una excusa para tener una conversación más larga que un par de palabras; por fin podría sentirla y regalarle lo que sólo a ella le hubiera otorgado. Los mayores honores, ella se los merecía, y no había otro como aquél con el que él le obsequió.

Cogió su mano, y aquel primer contacto fue como si saltaran chispas entre sus dedos. Deslizó el anillo del sello en su dedo y una vez en el sitio que ahora le correspondía cerró su mano entre la suya. La apretó fuerte, y supo que no la soltaría jamás. La miró de nuevo, y la quiso todavía más.  

-      Ahora que sé que serás mía…

Se mordió el labio, y un inmenso deseo por ella le debilitó sus voluntades, rindiéndose a ella.

-      ¡Por todos los dioses de Hennia! – suspiró el príncipe –. Siempre te he buscado entre la gente, tus simples palabras me hacían soñar por las noches en eternas conversaciones, tu sonrisa era para mí el mejor de los paraísos… y ahora que los dioses han escuchado mis plegarias…

No pudo aguantar para tenerla aún más cerca. Todavía con la mano agarrada entre la suya, con la otra le acarició el cuello, atrayéndola hasta sentir su aliento sobre su cara. Notaba su pulso acelerado y él se tomó unos segundos para saborear el momento que inmediatamente probaría después de tantos sueños insaciables. 

Y con su roce ella sintió en su propia piel todo aquello de lo que le hablaba. Mil emociones la invitaron a viajar entre sus besos. Allí entre los juncos, con el sonido de chapoteos de los animales, se sintió protegida por un sol que les dejaban en la intimidad escondiéndose en el horizonte. Tan sólo había ido al lago para hacer tiempo hasta la noche, y ahora se veía unida al príncipe con el que muchas veces había soñado inconscientemente, como el ideal que tenían todas las muchachas de la ciudad.

Él con diecisiete y ella con quince fueron elevados a la categoría de reyes. Ishtar tomó su cuerpo durante los rituales de coronación culminando con la entrega de los símbolos de la realeza. Fueron celebradas sus bodas con el nuevo Dumuzi al que previamente se le había proclamado como nuevo sacerdote supremo y administrador primero del reino, a las órdenes de la reina legítima y diosa Ishtar. Con la hierogamia cumplida en el templete de lo alto del zigurat quedó sellado el pacto con su pueblo y con los dioses que les reconocerían a partir de ahora como tales.

Se había delegado a la nueva Ishtar el poder tras la muerte de la madre del príncipe, la antigua reina de Hennia, por lo cual su esposo, anterior Dumuzi, quedó irremediablemente apartado de sus funciones y dormido para siempre para ser quemados juntos en la misma pira. Sólo para los reyes se procedía en ese rito, ya que para los demás, Ereshkigal reclamaba su cuerpo. Los reyes sin embargo, tenían el privilegio de ascender hasta las estrellas para cuidar por siempre de sus antiguos servidores desde lo alto, al mismo nivel de los demás dioses. El cuerpo de las reinas, además, debían ser cremados para que la diosa no sintiera ninguna tentación de volver a él, quedando libre su esencia para la nueva soberana.

 

Ishtar despertó tan rápido como la había sobrecogido aquella ensoñación. Esos recuerdos que habían pasado veloces por su corazón ahora debían quedar relegados a un segundo plano para atender los asuntos de Estado. Sus invitados ya estaban allí. El mismo heraldo al que había mandado ir a buscarles le avisó de que estaban listos esperando al otro lado de las puertas.

-      Que pasen – ordenó.

Con paso firme se dirigió al final de la sala, y con su porte siempre majestuoso se sentó en el trono para recibirlos. Tras saludarla con una reverencia tomaron asiento en la fila de la derecha en los primeros asientos, esperando a que les hablara sobre el motivo de su llamada tan en la mañana.

-      Como bien sabéis, la llegada de la embajada de Sinniria hace apenas una semana, ha causado gran revuelo en la ciudadela, pero eso ahora es lo de menos – hizo una pausa intentando transmitir la gravedad del asunto –. Sólo Dumuzi y yo hemos tenido un trato directo con ellos, los demás notables sólo pudisteis verlos en una ocasión.

Los cuatro asintieron, esperando impacientes sus palabras.

-      Pues bien, se han hecho tratos de suma delicadeza, que afectarán de alguna manera el devenir de nuestros días.

-      Mi señora – pidió la palabra Denei, el maestro escriba, que como tal, llevaba bien guardado cada hecho oficial tanto sobre el barro como en su cabeza. Ella asintió dándole su consentimiento –. Mi intención no es inquietaros aún más, pero quizá, ¿no serán estos los acontecimientos que previeron los oráculos?

Ishtar se quedó un rato pensativa, calibrando aquella pregunta.

-      Podría ser así – afirmó – pero las adversidades, previas a ellos, aún no han sucedido.

-      Quizás las desgracias ya estén latentes en Hennia, que sólo necesitan un pequeño empujón para desencadenarse – Cermesh, el primer oficial de la guardia habló sin permiso, lo que le hizo ganarse una dura mirada por parte de su diosa. El oficial se dio cuenta de su falta, y retrocedió –. Si me dais vuestro consentimiento, os explicaré a lo que me refiero con ello.

-      Habla – contestó con voz cortante.

Cermesh se puso en pie y ante la mirada de los asistentes empezó a relatar sus teorías, que tantas noches le habían quitado el sueño o le habían valido alguna que otra distracción mientras hacía guardia a lo largo de la ciudadela.

-      Las desgracias podrían no ser otra cosa que el corte de las tradiciones que fueron establecidas por los dioses en los orígenes para nuestra ciudad. Se ha roto con lo que somos, mi reina – la miró de reojo y al ver su porte inmóvil continuó –. Se estableció que nuestra ciudad fuera invisible a ojos extranjeros, que nosotros seríamos los favoritos de los dioses y autosuficientes por las bendiciones de sus regalos. En el fin de los dos ciclos anteriores, héroes de nuestro pueblo salieron de la ciudad para salvarla de la extinción de sus gentes, pero por el don divino de Enlil, aunque malvado, hizo que no volvieran a su tierra natal. Sin embargo, ahora han sido los extranjeros los que se han internado en nuestra ciudad.

-      Ahora la ciudad es vulnerable – habló Ishtar, creyendo entender lo que estaba diciendo.

Por su tono parecía incluso indiferente, pero en realidad se sentía frustrada por no haberlo visto hace tiempo. Y no sólo eso, en su interior vagaban motivos de la causa de las desgracias, y en las que apenas se había percatado. Quizá por la personalidad de aquel asunto, o porque era algo tan importante para ella que le cegó a la hora de relacionarlo como algo que formaba parte de una realidad mucho más amplia. El caso es que estaba sucediendo y que la precipitación con la que se había dado cuenta aún la hacía acelerar el curso de sus planes.

-      La ciudad quizá ya esté impura por esa presencia – aclaró Cermesh –, quizá esa sea la mayor fatalidad.

Ishtar asintió, pero necesitaba meditarlo con calma y llegar a una conclusión clara.

-      Cierto que es un asunto muy serio – se dirigió al oficial –, y prometo anunciaros mis conclusiones en dos días. Pero no os había mandado llamar precisamente por eso. Hay algo que debo anunciaros, muy delicado, como os dije antes.

Cermesh volvió a tomar asiento, dispuesto a escucharla ahora que se había quedado tranquilo por haberle contado sus preocupaciones. Por el contrario, Ishtar, tras lo que le había dicho el oficial de la guardia, supo que para nada agradaría la noticia del acuerdo con Sinniria, aunque deberían aceptarlo irremediablemente, pues la decisión ya había sido tomada.

-      Mientras estuvo aquí la embajada de la ciudad de mi padre – comenzó –, mi esposo Dumuzi llegó a acuerdos con el general Innasum, representante del rey de Sinniria. Todos escuchasteis mis palabras en el templo dorado que dije también ante ellos, y también sabéis que necesitamos su ayuda.

Los cuatro presentes eran conscientes de la razón por la que hacían todo aquello: por evitar la destrucción última que había vaticinado el oráculo. Era su fin, el objetivo primordial, pero aún así… demasiado abstracto como para olvidar por él los prejuicios. No se movieron, ni pidieron permiso para exponer su opinión. Siguieron inmóviles escuchando los argumentos de la diosa, pues siempre eran palabras sabias infundidas de una esencia divina. De buena voluntad acatarían lo que ella sentenciara en última instancia, aunque a simple vista pareciera absurdo o no estuvieran de acuerdo.

-      Necesitamos de los servidores de mi padre Sin para que nos revele el destino que nos ha reservado Enki. Temo por esa razón, al ser Enki servidor fiel de Enlil, que se nos hayan adjudicado los más desoladores destinos que se puedan esperar para los hombres. “La destrucción total” – recordó las palabras del oráculo, que precisamente todos tenían en mente –. Temo que este final sea diferente a los demás, que no haya un comienzo después de él. Yo le he pedido millones de veces a mi padre a lo largo de este año que me hable pero no se me ha dado respuesta ni en los oráculos ni en mis sueños, quizá por las trabas que esos dioses que no están de nuestro lado hayan puesto.

“Quizá la llegada de los extranjeros no sea una desgracia en la manera en que apuntaba Cermesh – señaló, por otro lado –, quizá mis plegarias han sido escuchadas y esté en ellos la clave de nuestra continuidad. Trataré el tema con los dioses, y como he prometido, lo haré público en dos días.

Sus servidores parecieron complacidos por el cumplido de su reina, y tras observarles un momento se dispuso a anunciarles lo que hasta ese momento había quedado entre Dumuzi y ella.

-      Pero todo esto viene a razón de que mi esposo Dumuzi en los tratos con Innasum llegaron a un acuerdo. A cambio de esa ayuda que nos proporcionará Sinniria, el general expuso unas cláusulas. Se han pactado acuerdos de comercio entre las dos ciudades. Dumuzi no se negó, pues es una cantidad ínfima comparado con lo que podemos ganar.  

Los semblantes de los cuatro hombres, de los más poderosos de Hennia, parecieron desencajarse como si les hubieran vaticinado la peor de las tragedias. No querían que nadie interfiriera en el que consideraban únicamente su mundo. Ya era suficiente con que les hubieran descubierto. Mientras, Ishtar intentó recordar exactamente lo que Dumuzi había escrito en la copia que Hennia se había quedado como garante del acuerdo. Les dijo exactamente lo que ponía, pues se lo sabía de memoria.

-      “La ciudad de Sinniria, bajo el mando del rey Adapa, señor de Sin, vicario de todos los dioses, jefe supremo de los ejércitos y protector del pueblo de Sinniria, bajo la potestad que le ha sido conferida a Innasum en calidad de embajador del reino, general de los ejércitos de Sinniria y segundo al mando en el gobierno, se han establecido unos acuerdos bajo juramento con Ishtar, diosa y reina de Hennia, bajo la potestad que le ha sido conferida a Dumuzi, su esposo, sacerdote supremo de Hennia, consorte del reino y administrador de todas sus posesiones. En ellos se ha establecido: para Sinniria la licencia de libre comercio con la ciudad de Hennia y la amistad entre estados. Y para Hennia: la garantía de la ciudad de Sinniria de que prestará su ayuda a Hennia en los oráculos y en la guerra en el momento en que sea solicitado”.

Tras la recitación de manera tan categórica, la sala quedó en un silencio sepulcral. Los cuatro llamados reflexionaban y analizaban el contenido de lo que ponía la tablilla y que había salido de boca de Ishtar. Al fin, como se esperaba, ella se elevó por encima de sus pensamientos, apelando ahora por la planificación de un proyecto para albergar toda aquella situación. 

-      Como bien sabéis – declaró solemne –, no podemos dejar que pongan un pie en el interior de las murallas. No otra vez.