DIEZ
Abrió la puerta sin imaginar siquiera que había alguien dentro, pero no le dio tiempo a reaccionar cuando su hermana corrió hacia él. Sólo iba a descansar y despojarse de las ropas sucias que llevaba puestas antes de ir a buscarlas.
- ¡Por Shamash! – rezó todavía agarrada fuerte a él –. ¡Gracias que estás bien!
- Parece que los dioses miran por mí a cada segundo – rió, contento de estar allí de nuevo –. Y con qué buena bienvenida me recibe esta habitación que la abandoné apresurado.
Por encima del hombro de su hermana miró a Nidame y con un simple movimiento de sus ojos le ordenó que se fuera.
-Por suerte el rey me favorece – dijo, para que también ella supiera que no había pasado nada.
Nidame con Ish en brazos, ahora ya tranquila, se fue sigilosa de la habitación dejándoles en la intimidad que requería el momento.
Ahora fue Innasum quien la abrazó fuerte, aliviado de que todo hubiera quedado en un susto. Pero bien sabía que aún le quedaban por delante días difíciles.
En lo que quedaba de día decidió olvidarse de cualquier inconveniente que estuviera por venir, y decidió hacer de las primeras horas de su hermana en palacio un bonito recuerdo, borrando aquel momento amargo que le había dado la bienvenida. Caminaron el resto de la tarde por las estancias de la Casa de la Guardia, hablaron sobre ella, le mostró los lugares en que él aprendió y donde ahora otros muchos seguían sus mismos pasos. Era extraño que un día normal se encontraran con las estancias tan vacías, pero el estado de inquietud que él mismo había provocado, había hecho detener casi todas las actividades. Y en cierto modo se alegró de que les dejaran en aquella absoluta tranquilidad. Con los pocos hombres con los que se cruzaron, que estaban cuidando la casa o simplemente los que vivían allí, le saludaban, pero sin poder disimularlo, se quedaban mirando también a su acompañante, meditando quién podía ser.
A medida que se fue relajando y diluyéndose esa tensión que no la había dejado razonar con claridad, la sonrisa de su cara había vuelto a ser la típica en ella y todo su pesimismo desapareció por completo. Ahora le afloraba la curiosidad y las ganas de emprender ese nuevo camino que se extendía ante sí. Innasum respondía a todas sus preguntas, referidas a todo tipo de temas sobre la vida cortesana y de Sinniria en general.
Cuando ya el sol empezó a decaer en el cielo para dejarlo todo en penumbras, se sentaron a la luz de las antorchas en uno de los patios interiores. Ningal miró alrededor y reconoció que era el mismo que había visto desde la habitación de Nidame. Aquel sentimiento familiar le hizo sentirse aún más parte de aquel maravilloso conjunto.
- Pero más allá de la ciudadela, que como te dije antes está en la parte sur de la ciudad – le contaba Innasum en respuesta a una de las muchas preguntas de ella –, están los barrios del resto de la gente, ya sabes. Cada uno se organiza en torno a un templo de las divinidades menores que en su día ellos mismos erigieron como patrón de su barrio. Normalmente suele coincidir con una determinada ocupación y unos determinados trabajadores.
Ningal le miraba atenta, de vez en cuando posando sus ojos en alguna parte de su entorno, totalmente fascinada por todo aquello que le rodeaba y lo mágico que hacía el momento las palabras de su hermano. Aquella luz pálida de colores rosados preconizando ya la noche, la luz intermitente de las antorchas en las esquinas del patio de las que a ellos tan sólo les llegaban tímidos reflejos. Miró al cielo y las estrellas ya se dejaban ver, anunciando la brisa nocturna que las paredes y la vegetación no podían protegerles del todo. Se juntó un poco más a su hermano y se enredó entre su brazo, no dejando que las corrientes de Enlil terminaran jamás con ese momento.
- Sólo hay un barrio que se extiende al otro lado de las murallas…
- … que es el barrio de Ereshkigal, donde viven los muertos – continuó ella, recordando lo que ya sabía además de haber sido el primero que había visto a su llegada a Sinniria –. Allí se eleva simplemente el edificio del templo, donde viven los sacerdotes recluidos en su culto, a veces conocidos como Ocultos, ya que a una persona se le tiene prohibido mirarles a la cara pues caerían en desgracias en esta vida y por el resto de la eternidad.
- Honran también a Nergal – le decía su hermano – pues como esposo y señor de la Gran Morada, les protege, y al fin y al cabo en origen él fue el que les enseñó sus saberes para conducir a sus nuevos súbditos al reino de su mujer. A cambio, él garantiza la continuidad de sus cosechas y ganados al no dirigir contra ellos la guerra y las plagas. Prohíbe la acción de los dioses Ura y Namtaru, portadores de las enfermedades, servidores de Ereshkigal. Así, sus propiedades están garantizadas brindando la vida en vez de la destrucción.
Ningal le fue complementando con sus saberes y sus pensamientos acerca de los asuntos de los muertos. Las veces que había ido a la ciudad, el camino que les traía a ella, era siempre hacia la puerta del dios de la desolación, pareciéndole de alguna manera sombrío y un mal augurio el tener que dejar de un lado la necrópolis. Era un templo bello el que tenían aquellos que entregaban a Ereshkigal los difuntos, que se ampliaba con estancias a la muerte de un soberano, cada cual más bella que la anterior, pues para comprar un destino medianamente aceptable en el más allá, lo primero era dejar notar ese poder que los mismos dioses les habían conferido a través del origen divino de su realeza. Así quizá, y ayudado además de ricos ajuares y ofrendas, el corazón de la diosa de los muertos se podía ablandar ligeramente y evitarles las muchas penurias que sufrían el común de los mortales en su ciudad. La gente más cercana a la corte también solía tener algunos nichos adyacentes reservados, esperando así que de los favores que se le otorgarían al rey, alguno irradiara también a ellos.
Sin embargo, el común de la población, entre los que siempre se había visto ella misma también, sólo podían aspirar a unas tumbas excavadas en el suelo en las extensiones de la necrópolis, de lo cual además se debían sentir satisfechos pues los Ocultos les estaban evitando una parte del camino al situarles ya en el interior de la tierra. Sólo podrían venderse ante la diosa dependiendo de la cantidad de ajuar que los que aún disfrutaban del sol les habían dejado en su tumba. Si aún después de cruzar las siete murallas de acceso aún les quedaba alguna posesión quizá sería benevolente con ellos; pero hasta Ishtar cuando le fue a reclamar a Dumuzi a su hermana al inframundo fue despojada de todas sus pertenencias presentándose desnuda ante ella. Si una diosa no había conseguido llegar ante ella íntegra, un mortal poco tenía que hacer.
Ningal siempre había sentido un escalofrío cada vez que dejaba de lado el cementerio, y aunque el templo conjugara los más bellos colores siempre le había resultado de un aspecto sombrío. Jamás había pensado en aquellos asuntos de manera tan profunda, y ahora que lo hacía se daba cuenta de que ellos no sólo eran los empresarios de la muerte, si no también los garantes de la vida gracias a la renovación de las generaciones. Había mucho más detrás de aquellos sacerdotes enmascarados que sólo así se dejaban ver ante sus gentes en las ocasiones en las que recibían de la ciudad algún nuevo miembro para su señora. Sólo les había visto una vez y de lejos, y respecto a ellos deseaba no tener que volver a hacerlo más.
Sin darse cuenta la voz de su hermano había cesado, dejándola sumida en pensamientos que jamás habían rondado en su mente, pero que abrieron sus horizontes de una manera insospechada. Y no sólo había sido esa última conversación, si no también todas las anteriores, que le hicieron ver de una manera más tangible la vida que le esperaba en la corte. Tanto las maravillas que se escondían en las riquezas, las joyas, los banquetes, como también todos los conflictos, envidias, orgullo, ínfulas, que irremediablemente iban de la mano. Aún así, ahora sí que se vio capaz de afrontarlo y llevarlo como una verdadera dama, futura esposa del general de los ejércitos y que en ciertos términos hasta podría considerarse incluida en la realeza.
Descubrió a Innasum mirándola con ojos soñadores, y ella le respondió con una sonrisa a lo mucho que le ofrecía. Tenía por seguro que algún día podría devolverle de alguna manera todo lo él le había brindado, y no hizo falta prometérselo porque él también estaba seguro de ello. Se sorprendió al mirar al cielo y ver que ya era noche cerrada. De repente notó el frío nocturno colándose por cada hueco de sus vestidos. La mano de Innasum en su espalda la incitó a levantarse y sin separarla, la condujo, alumbrados con una antorcha, hasta la habitación.
Con ese mismo fuego encendió hogar, complacido al ver que ya Nidame había dejado las brasas y los aceites necesarios para que ardiera en el momento en que él deseara para que no fueran molestados, y además sonrió al ver que la cama también estaba preparada con el brasero entre las sábanas.
- ¿Dónde voy a pasar esta noche? – le preguntó Ningal mientras estaban calentándose en torno al fuego, al ver que en todo ese tiempo no le había llevado a sus supuestos aposentos.
Innasum la miró extrañado, como si fuera algo tan lógico que ni siquiera necesitaba explicación.
- Esta noche te quedarás aquí conmigo – le dijo, sin entender por qué se sorprendía –, y las seis siguientes también.
- ¿Pero…? – le quiso reprochar.
- En teoría aún no estás aquí, no puedes formar parte de palacio hasta que seas presentada ante el rey. Como podrás suponer no voy a dejarte en ninguna otra parte en la que no te tenga controlada – por la cara que puso su hermana se lo fue a explicar un poco mejor –. Lo que quiero decir es que hasta dentro de una semana no vas a poder formar parte de la vida diaria aquí en el témenos. Aún no tienes derecho a un lugar propio, sólo podrás estar aquí bajo la hospitalidad de alguien con derechos en la ciudadela.
Innasum bajó la mirada unos momentos y se rió.
- No iba a dejarte en la Casa de los Comerciantes o en alguno de los templos que son los que brindan la hospitalidad a los extranjeros más significativos – se encogió de hombros –, puedes comprender que no sería lo más adecuado.
- Ah – asintió, sin tener nada más que decir –, entonces no me queda otro remedio que soportarte durante seis noches.
Ambos se miraron, aparentando una cierta seriedad, pero no pudieron evitar una carcajada instantánea. Hablaron otro tanto antes de irse a acostar, hasta que sus párpados no les permitieron seguir con los ojos abiertos ni un segundo más. Innasum retiró el braserillo y sin resistirse a abrazar a su hermana cayeron dormidos tras el día tan intenso que con el que les habían obsequiado los mil y un dioses de Sinniria.
Nidame no faltó como cada mañana a preparar el despertar de su señor. Tal era la costumbre, que cuando entró en los aposentos al verla también a ella sintió una ligera punzada en el pecho. Les miró suspirando, al darse cuenta, abarcando la situación en conjunto, de que ya nada volvería a ser como antes por mucho que se empeñara; aunque quizá… No, sabía que no. Muchas veces le había llamando a sus aposentos y había disfrutado del calor de su cama, pero muy pocas había amanecido junto a él. Se limitó a encender el fuego y a preparar un cuenco de agua para que se lavara al despertar. Cuando ya se hizo la hora, le toco tímidamente y él al punto abrió los ojos.
Su sonrisa la reconfortó totalmente, pero ella, como su doncella, se limitó a desviar la mirada y avisarle simplemente de que el día había comenzado. Se levantó sigiloso intentando que Ningal no se despertara, tomó un poco de hidromiel y unas galletas mientras Nidame le preparaba las ropas. Cuando ya se desperezó del todo y pidió que le vistiera, Innasum no tardó en ver una extraña aflicción en su cara. Antes de continuar, la agarró de la muñeca y la llevó junto a la ventana.
- ¿Qué te pasa? – le preguntó, pensando que simplemente era el agotamiento del viaje. Si era así, no tenía problema en dejarla el día libre.
- Estoy bien – le contestó mirando a través del vano.
- Es por todo esto, ¿verdad?
Y lo había adivinado, pero ella lo negó con un movimiento de cabeza, todavía con la mirada puesta más allá del horizonte. No sería digno admitir que estaba sufriendo por algo que ya de antemano era prácticamente inalcanzable, y de lo que sólo le estaba permitido disfrutar en simples encuentros aislados.
Innasum sentía un gran aprecio por ella y ciertamente ocupaba un lugar muy especial en su interior. No había sido la primera mujer que se había cruzado en su vida, pues en su caso había frecuentado el templo de Ishtar desde el momento en que se instaló en la ciudadela. Reconocía que hasta las más jóvenes eran expertas en las artes amatorias, si bien esa era su función más importante. Pero con ella ese acto había ido mucho más allá de los simples formalismos carnales.
Contuvo una sonrisa al pensar en los primeros años que estuvo a su servicio, en los que lamentaba que le hubieran asignado una niña como su criada. No la tuvo muy en cuenta y a veces hasta aborrecía verla cada día preparando torpemente sus pertenencias y temiendo porque destrozara algo valioso de lo que había en su habitación. Sus padres, comerciantes de una de las grandes familias de mercaderes que llegaron a viajar más allá de los confines del Mar Superior, la habían ofrecido a palacio con orgullo. Que las élites tuvieran una hija al servicio del señor de Sinniria era todo un privilegio, bien fuera en un templo o como doncellas. En el último caso, no eran como las comunes esclavas, todo lo contrario, tenían una serie de privilegios, como habitaciones acomodadas, vestidos propios a la condición de la que procedían, derecho a servir a los hombres más honorables, que a su vez ellos se sentían conformes al ser atendidos por gente de estatus y refinada; y muchos otras concesiones insoñables para el resto de los esclavos o siervos de condición humilde.
Nada tenían que ver aquellas primeras impresiones que Innasum tuvo de ella como una niña estúpida y delicada deseando volver a casa con sus padres. Aún hoy era incapaz de distinguir el momento en el que sus sentimientos hacia ella se tornaron en una dirección bien diferente. Sólo recordaba que, poco a poco, sus ojos fueron agradeciendo cada vez más su presencia, que su corazón se agitaba cada vez que se despertaba y la veía ya convertida en una mujer. Observarla cada mañana arreglando su habitación, tal como acaba de hacer, alegrándole el día con sus amaneceres. Tantas veces fingió que estaba dormido sólo por verla caminar despistada a su alrededor, acicalándose presumida en el espejo, haciendo tiempo hasta que fuera la hora en el sol le animara a desvelarle.
Hasta que una mañana, no pudo contener más aquella desazón que iba a acabar por asfixiarle. Fue justo cuando le lavaba como cada día, en que sus manos le recorrían mediando simplemente con una esponja de algodón cubierta con lino de la costa.
-¿A caso dudas que alguna vez te quise? – le habló en un susurro, con todos aquellos recuerdos a flor de piel.
Y Nidame, que se había negado a volverle la mirada, intentando echar al fin a ese hombre de su corazón, se derritió al oír aquellas palabras. Desvió en un instante sus ojos para clavarlos fijamente en los de Innasum. Sin embargo, aquel matiz pretérito le dolió más que cualquier palabra de desprecio. Te quise, repitió en su mente, mientras le atravesaba con la mirada. Con esa simple frase le hizo recordar a la hija del rey, la mujer que sin ni siquiera pretenderlo se había adueñado del amor de aquel hombre que en origen le pertenecía y que ya había dejado fruto. Y ahora, por segunda vez llegaba otra mujer dispuesta a ocupar lo que consideraba que le era legítimo. Pero bien sabía con certeza que en aquel intervalo él ya nunca volvió a ser el mismo, y que tampoco recuperaría lo que la princesa se había llevado consigo para no devolvérselo jamás.
Nunca le había hablado de Kisarhat, ni de ningún sentimiento que pudiera denotar hasta qué punto la amaba, pero tampoco hacía falta decirlo para adivinarlo. Después de aquel año alejado de ella, cuando volvió a buscar su calor, algo en él había cambiado. De la pasión que irradiaba en cada encuentro no quedaba ya nada, pero Nidame no lo rechazaría nunca porque le deseaba de tal manera que aunque él no sintiera lo mismo y no la saciara como antaño, era como la perdición de la que no iba alejarse jamás.
Suspiró ante los ojos de Innasum, y él, por primera vez después de tantísimos años, se olvidó del mundo para concentrarse sólo en ella. Y como aquella primera vez que rozó sus labios, la agarró primero impaciente disfrutando del tacto de su cuello, y tras unos instantes de duda imaginando su sabor, su aliento le abrasó hasta el último rincón de su boca. Aún perdido en ella, sintió que el cuerpo le tiritaba producto de aquella pasión tan repentina que le sorprendió con tanta fuerza.
Nidame se quedó desconcertada al recibir de él tal cúmulo de sensaciones, pero sabía que lo más prudente, como le había enseñado la experiencia, era no hacerse vanas ilusiones. Aún así, decidió disfrutar de aquel momento, hasta que las manos del general cayeron hasta su cintura rodeándola y sus ojos volvieron a mirarla.
-Ahora os vais a casar de nuevo – le recordó ella, intentando inútilmente resistirse a un nuevo gesto de cariño.
Innasum se detuvo, molesto por las suposiciones que se le pudieran estar pasando por la cabeza.
- Es mi hermana – le matizó por si no se había dado cuenta.
Sí, lo sabía perfectamente, pero que le dijera que con aquella mujer no compartiría su ser no la calmaban en absoluto. Otra vez se tuvo que recordar que él ya jamás sería de nadie. Le miró de nuevo, hiriéndose como tantas veces en el pasado, y otras muchas que aún le aguardaban. Tenerlo tan cerca y saber que ya jamás sería suyo, cuando una vez lo fue.
Asintió, respondiendo a su afirmación.
Parecían haber pasado meses desde el incidente de su huida y de su regreso, cuando en realidad apenas habían transcurrido tres días. Ahora había llegado el momento de regresar a sus obligaciones, y en ese día, acudir a la invitación del príncipe Pilesert. Innasum era, aunque no se lo hubiera pedido, una presencia indispensable en todos aquellos tipos de actos solemnes. El acceso al sacerdocio tenía lugar las semanas previas a la fiesta de año nuevo, y su rango le exigía estar presente al menos en los de los templos de la ciudadela como eran el de Sin, Ishtar y Shamash, cada uno en días sucesivos siguiendo ese orden, juntando así tres días de fiesta en la ciudad, y en los que las gentes de los barrios populares también aprovechaban para rendir culto a sus dioses en sus diferentes santuarios.
Era ahora cuando también empezaban a llegar los primeros comerciantes de las tierras lejanas del Mar Superior, de todos aquellos enclaves que rendían lealtad a Sinniria y donde los comerciantes de la ciudad tenían un lugar privilegiado, siendo los garantes del orden. En esas cuatro semanas que distaban de la fiesta de año nuevo era el margen que tenían para trasladarse ellos y sus productos para las grandes ferias que a su vez se sucedían en la ciudad. Era además la única oportunidad que tenían de regresar, y que muchos esperaban con ansia. Por el contrario, los de ciudades extranjeras debían esperar al día previo al comienzo del año para empezar su estancia durante los ocho días que durarían las fiestas.
Pero ahora, aunque el ambiente festivo ya se empezaba a palpar en el aire y los adornos en los edificios del témenos comenzaban a colocarse, justo ese día para Innasum no era ni mucho menos de celebración. Salió del edificio de la guardia nada más vestirse y desayunar un poco, con una sensación extraña tras su conversación con Nidame. Pero a ella la fue relegando a medida que se acercaba a palacio y la imagen del príncipe Pilesert, que con toda seguridad sería investido ese día como sacerdote, iba ocupando toda su mente. Le había invitado personalmente para verle por primera vez una derrota y un motivo para mirarle por encima del hombro. Bien sabía que cuando le tocara al príncipe el turno para ser ascendido se molestaría en dirigirle una breve mirada hinchada de orgullo como venganza al desprestigio al que había tenido que hacer frente su templo tras el juicio de dos de los suyos.
Era costumbre que el general, junto con los más altos dignatarios y acompañados de servidores que portaban las numerosas ofrendas al templo en nombre de la monarquía, salieran desde palacio hasta el templo de Sin en una marcha procesional donde les esperaban a las puertas los aspirantes al sacerdocio junto con el sacerdote mayor que se encargaría de proceder al acto ritual. Y como todos los años, ese no fue distinto.
Todos los acompañantes esperaron en la recepción de palacio a que el rey apareciera ante ellos para iniciar el camino. Se dejó ver justo a la hora, de la mano de su esposa. Innasum no pudo evita posar sus ojos en ella intentando escrutar como tantas veces los pensamientos que se agitaban con rabia en su mente. Y por supuesto, ella también tuvo unos segundo para él, cuando el rey se acercó a saludarle con alegría y no le quedó más remedio que elogiar a su esposa.
- Mi reina – le saludó –, tan bella como de costumbre.
- Innasum – contestó sin más.
- Bueno – anunció el rey, sin minar un momento su júbilo –, pongámonos en marcha, los futuros sacerdotes esperan impacientes.
Al sostenerla la mirada no entendió como tenía el valor, después de todos los acontecimientos ocurridos el día anterior, de mostrarse en público con aquella soberbia tan propia de ella. Ni un atisbo de los restos de su derrota, pues bien sabía que no había otra persona que pudiera ser la responsable de intentar desprestigiarle de una manera tan descarada. La pugna entre ellos era un asunto privado, pero que por su categoría, irremediablemente se proyectaba en asuntos que concernían al equilibrio del reino. Ella se retiró con su dignidad intacta al puesto de honor que le correspondía e Innasum, sintiéndose mucho más digno que ella, se dispuso a hacer lo mismo.
Justo en ese momento el rey se dirigió a él.
- En el banquete – dijo sin esconder su sonrisa –, debemos concretar muchas cosas.
Él asintió, más intrigado que preocupado por lo que tuvieran que acordar. Por su porte, no podía ser una mala noticia, aunque conociéndole, no sabía a qué atenerse.