VEINTIOCHO
En la plaza del témenos habían preparado una gran recepción, pero fue disuelta en cuanto se desataron las primeras alarmas en la primera línea de muralla. Cada uno corrió a sus casas, creyendo que eso les protegería de los ataques. Innasum logró que se cerraran las puertas de acceso al acrópolis, aunque eso sólo conseguiría retrasar lo inevitable.
Ania se había negado por completo a salir a recibir al general, y se mantuvo en sus aposentos. Aún estaba en la cama cuando notó más movimiento de lo habitual en palacio. Al instante una de sus doncellas entró a bocajarro en su alcoba.
- ¿Se puede saber qué te ocurre? – le recriminó enfadada.
- Señora – le dijo medio llorando –, lamento entrar así, pero tenéis que vestiros en seguida y salir de aquí. Nos están atacando y el rey me ha ordenado deciros que marchéis a Nínive, que tenéis su permiso para abandonar la ciudad. Ya tenéis el caballo preparado en las puertas de Ishtar.
Ania no creyó que fuera posible, y más allá de ver el gran peligro que golpeaba en esos instantes la ciudad, no pudo evitar sonreír. Ir a Nínive, volver al fin. Qué importaba cómo.
- Rápido – se levantó en seguida –, tráeme mis ropas y mete en unos sacos lo imprescindible.
En cuanto se vistió dejó a la doncella terminar de recoger y fue a buscar a sus hijos. El panorama con el que se encontró al salir al atrio del palacio era desolador. Podía ver el humo y las llamas elevarse al otro lado de las murallas, golpes de espada, lamentos, pero para ella sólo era la causa que le había empujado a marcharse. De momento el témenos estaba a salvo. Corrió al templo de Sin y allí encontró a Pilesert con los demás sacerdotes guardando todos los tesoros para esconderlos de inmediato.
- ¡Madre! – exclamó en cuanto la vio, corriendo a ella.
- Ven conmigo – le suplicó –, acompáñame a Nínive.
- No puedo – se negó, aunque lo hubiera deseado con todas sus fuerzas –, tenemos que poner a salvo todas las riquezas.
- ¡Qué importa eso! – estalló enfadada –, donde vamos hay mucho más de lo que aquí guardáis. Acompáñame.
Él de nuevo se negó con un gesto.
- ¿Y tu hermano? – le preguntó, sabiendo que no cedería.
- Ha estado aquí para ponernos sobre aviso, ahora está en el templo de Shamash.
- ¿Pero qué está pasando? Nadie ha sabido explicármelo.
- Nadie lo sabe.
Le miró, suplicándole que tuviera mucho cuidado, y por supuesto, que le estaría esperando.
- Madre – le llamó, antes de irse –, toma.
Le dio dos bolsas enteras de oro y piedras preciosas, parte de lo que Nínive les había ofrecido esas fiestas al y de lo que habían atesorado en años anteriores. Ella lo devolvería a sus dueños.
Tukil la recibió de la misma manera, él sin embargo, mucho más asustado; aún así, no dejó de insistirle que en se marchara ya, que por fin iba a poder regresar allí donde deseaba. Igualmente intentó convencerle de que fuera con ella, pero su deber le obligaba a permanecer allí hasta el final.
- Es mi reino – le hizo entender.
Ania le besó y le abrazó fuerte, despidiéndose de él.
- Coge el camino hacia el sur por tierra, o sigue el río hasta que llegues a Nínive. Ya sabes los túneles que llevan al otro lado de las puertas de Ishtar – le susurró sin soltarle –. Márchate en cuanto veas que has perdido Sinniria, allí te acogeremos como un miembro más de la familia real que eres. No seas insensato, ¿me oyes?
- Te lo prometo madre – le juró –. Si gano, te haré llegar noticias, si no, nos veremos allí.
Le besó de nuevo y salió corriendo a palacio para bajar a los pasadizos que llevaban al otro lado de la muralla. Antes de partir echó un último vistazo al templo de Ishtar, dudando en encontrar a Iyari para llevársela con ella. Esa sería su oportunidad. Fue a entrar decidida cuando oyó el peligro mucho más cerca de ellos. El ejército ya había conseguido traspasar las puertas del témenos. No había tiempo, así que pasó de largo. Con un poco de suerte, el destino jugaría su papel como lo había hecho con ella. Se adentró en palacio por la Casa del Retiro, pues ya había observado mientras se acercaba a la plaza los primeros combates armados.
Fue a buscar a su doncella a sus aposentos y juntas, Ania primero guiándola por los subterráneos y detrás ella con sus posesiones, salieron al fin del núcleo de la ciudad. Y allí estaban, dos guardias esperando junto a sus caballos y otros dos para ella. Montaron los sacos y las bolsas con los tesoros que le había dado su hijo en uno de ellos y en el otro la ayudaron a subir a ella. Ordenó a su doncella que se marchara que era libre para ir donde quisiera, pues ya no tenía nada que hacer en palacio. Ella obedeció al instante, y Ania, custodiada por dos de sus guardias más fieles cruzaron el ramal del río que bordeaba la ciudad para detenerse en un promontorio a una prudente distancia de Sinniria, pero donde podía observarlo todo.
- Señora – le avisó uno de los guardias –, si nos detenemos ahora se nos echará la noche antes de llegar al puerto más cercano.
Ella le miró, pues ya nada le importaba más que saborear la libertad que inesperadamente le había llegado. No sólo abandonaba la ciudad, sino que sucumbía como todo lo que allí se guardaba. Durante tanto tiempo había ideado esa huida que verse en ella le resultaba inconcebible. Tenía que verlo, acostumbrar a sus ojos a lo que recordarían para siempre.
- Esperaremos – ordenó.
Sonreía, no tanto por lo que allí dejaba, si no por ver esa parte de su vida terminada y reducida a cenizas.
Ningal había estado presente en la plaza cuando se dio la voz de alarma. Siguió las órdenes del sacerdote mayor de Sin y como encargada de la administración del de Ningal tuvo que encargarse de poner a salvo todo lo que ella tenía bajo su custodia. Corrió contra el tiempo, y ayudada por sus sacerdotisas enterraron en un cobijo secreto del jardín que rodeaba el templo todas las riquezas. Mientras que dirigía a todas ellas y dejaba todo a resguardo, empezaron a oler el humo y las amenazas que no tardarían en caer sobre la ciudadela. No sabían qué estaba ocurriendo, aún así, la angustia por el peligro no les hizo cometer ningún error y todas se ocuparon de sus obligaciones como correspondía. Incluso ella, aunque le hubiera gustado salir corriendo a buscar a su hijo y a su sobrina, no se movió de allí hasta que hubieron cumplido sus deberes con la diosa. Antes de salir se paró un momento ante su imagen y le rezó por que todo saliera bien. Si de verdad cuidaba de ella, ahora la ayudaría, y en cierta manera se sintió protegida. Ella la había servido bien.
Mientras se debatía entre la gente que venía a pedir auxilio al templo y sus ansias por salir de allí, recordaba una a una las palabras que le dijo su hermano antes de marcharse. Se sintió furiosa, él sabía lo que iba a ocurrir, sin embargo, a su manera se lo había advertido. El tumulto que se extendía a las puertas del templo de Sin era insólito y supo que le iba a ser muy difícil hacerse paso entre la multitud. La mayoría de los que habitaban en el témenos habían ido a pedir el auxilio al dios, y ella colaboraba con él. Era su obligación atenderles, pero la angustia por saber de su hijo y cumplir sus promesas a su hermano le hizo derrumbarse. Contuvo sus lágrimas y su desesperación por verse presa de esa barrera humana ante las puertas. Volvió al interior, corriendo a una salida secundaría que existía en el santuario de Ningal. Igualmente estaba atestada de mujeres y sus hijos que habían comenzado a dejar pasar al interior de templo una vez resguardados los tesoros.
Hizo fuerza a través de todos aquellos que iba en su contra hasta que logró evadirse. Tenía los nervios a flor de piel y no reconoció la mano que le agarró del brazo cuando se creyó libre. Lo sintió como un escarmiento por haber osado rehuir sus primeras responsabilidades. Luchó contra aquella presencia, queriendo liberarse con todas sus fuerzas.
- Tranquila Ningal, soy yo.
Al escuchar su voz se tranquilizó por completo. Aqsal había ido a buscarla, pues no podía abandonarla en un momento así, más cuando sabía que estaría sola. Le miró y el sentirse al fin amparada le hizo desbordar sus lágrimas que la presión había mantenido encerradas. Él la abrazó por un momento.
- ¿Qué está pasando? – le preguntó en cuanto se calmó.
- Son los propios ejércitos de Sinniria los que nos están atacando – le dijo, consternado –. Se están llevando a toda la población de los barrios bajos, no sé a dónde, aunque parece que quieren mantener a salvo el témenos.
Él había subido a las murallas antes de ir a buscarla. Había preguntado a los guardias que aún se mantenían en sus puestos vigilando los muros para que nadie lograra traspasarlos, y le contó todo lo que había visto. Luchas, casas ardiendo, gente esparcida en charcos de sangre.
- ¿Y sabes algo de mi hermano?
- Él está protegiendo la entrada al recinto.
- ¿Le has visto? – preguntó impaciente, con un atisbo de esperanza.
- Sí – asintió, terminándole de contar lo poco que sabía –. Parece que el ejército está dividido, una parte lucha por entrar aquí y otros se esfuerzan por mantenerles a distancia. Es cuestión de tiempo que logren entrar.
Intentó buscar un motivo, un culpable, pero la urgencia le decía que poco importaba eso. La cuestión era que las amenazas de la guerra ahora estaban a unos pasos de ellos. Ningal se debatió en establecer una preferencia entre las dos personas que tenía a su cargo. Cumplir la promesa de su hermano en primer lugar o tener a su hijo con ella ante todo. Irremediablemente se inclinó por la segunda.
Maldijo a su nodriza y a todas aquellas que habían sido capaces de dejarle solo en su habitación. Lo encontró en una esquina, sentado y llorando. En su recorrido por la Casa del Retiro hasta los aposentos no encontró a nadie, y supuso que habrían huido a alguno de los templos. Él corrió a sus brazos y Ningal se tomó un momento para comprobar que estaba bien.
- Tenemos que irnos – le susurró Aqsal.
Ella asintió y se puso en pie con Ish sobre su cadera, pero aún le quedaba una labor que cumplir. Antes de salir le encargó al que había sido su maestro la protección de su hijo.
- Encárgate de él – le suplicó –. Llévalo a la Casa de la Guardia y subid a los aposentos de mi hermano. Estoy segura de que nadie pondrá resistencia, si es que queda alguien allí. Desde esa habitación podrás ver todo lo que pasa en la ciudad. Iré a buscaros en cuanto recoja a Iyari, pero si me pasara cualquier cosa procura que esté bien.
Le puso a Ish en sus brazos y tras cruzar unas miradas apremiantes, se pusieron en camino. Ningal salió primero pero al salir a la puerta vio a los primeros hombres del ejército correr por el témenos. Ya estaban allí. Se resguardó a esperar que cruzaran las primeras partidas, en las que distinguió los símbolos de Sin en sus atuendos.
- Cuídale – le susurró a Aqsal antes de separarse.
Sólo escuchó los gritos de la gente intentando refugiarse en los templos que ya habían cerrado las puertas. El ejército estaba allí asegurando querer protegerles. No acometió contra la población, diciendo buscar únicamente al rey. Ella se dirigió al templo de Ishtar para buscar a su sobrina y sólo a ella la dejaron pasar. Se encontró con varias sacerdotisas que la llevaron ante Quenef. Una mirada fue suficiente para decirle que no estaba allí. No quiso seguir escuchando sus lamentos y sus disculpas por no haber sabido cumplir sus juramentos con Innasum. No sabían qué había sido de ella. Ningal también se sintió en parte culpable, pues ella también tenía mucha de la responsabilidad sobre la niña. Ya no tenía nada más que hacer allí y se sintió en la obligación de buscarla por cielo y tierra aunque tuviera que remover hasta la última brizna de la hierba.
Temía que Ania se la hubiera llevado para vengarse definitivamente de su hermano, intuyendo que era eso lo que había sucedido. No había otra explicación para que hubiera desaparecido tan súbitamente.
En seguida, se oyó un golpe seco, tras el que vino una oleada de espadas por los pasillos y las salas. Atónita, vio caer ante sí, por un empujón involuntario, al sacerdote mayor. Por instinto se refugió detrás de una columna creyendo todo ello una ilusión. Todo sucedió tan deprisa que fue incapaz de sentir miedo o si quiera considerar real lo que corría ante sus ojos. Asistió como una simple espectadora a todo lo que se sucedía a su alrededor. Caminó queriendo fundirse con las paredes hacia la salida, que por un momento casi olvidó donde se situaba. Dejó de tener prisa para atender a cada vida que se llevaban los ejércitos de Ishtar, los mismos que su hermano mandaba. A pesar de todo, no le pareció extraño haber conseguido llegar hasta la puerta del templo. Atendió a la batalla que se libraba en la plaza entre los tres santuarios entre los miembros de la sección de Sin, protegiendo a su ciudad, y los de Ishtar queriendo llevarse a sus gentes.
Deseó más que nada saber qué es lo que estaba sucediendo, preguntar por qué. No sabía si llegaría a salvo hasta la Casa de la Guardia, que ahora le pareció estar a una distancia infinita aunque desde allí se pudiera ver la puerta de entrada. Se confundió entre la gente que iba y venía desesperada por doquier intentando huir de cualquier parte. Pensó en su hijo y sólo por él lo intentaría, tenía que decirle a Aqsal que se marchara de la ciudad, que lo llevara a la villa de sus padres. Soñó un instante con ese lugar, ajeno a todo lo que allí se sucedía. Ella regresaría de nuevo, pero aún le quedaba una misión importante que hacer allí. Se sentía en deuda con Innasum, y precisamente a él no podía traicionarle. Al menos a él le encontraría, sólo fuera para pedirle una explicación.
Innasum no pudo contener por mucho tiempo a los hombres que arremetían contra las puertas de entrada, y menos cuando alguien hirió a su caballo. Desmontó al tiempo que sus oponentes abrieron un agujero suficiente en las puertas como para permitir la entrada de aquellos que se les antojaran. Al ver el témenos desprotegido sintió una punzada en el estómago, cambiando al instante sus prioridades. Ya tenía gente que se ocuparía de cumplir los objetivos establecidos, ahora él debía ocuparse de asuntos más personales.
En la plaza, tras hacer frente a unos cuantos hombres que quisieron acabar con su vida dirigió su mirada a lo alto de la Casa de los Comerciantes. Desde allí se vería el total de la ciudadela, y efectivamente, tuvo ante sí una panorámica de Sinniria que jamás hubiera imaginado. Se conmocionó ante la magnitud de lo que sus caprichos habían causado. Lo que veían sus ojos era Sinniria, sumida en el fuego y la desolación que se extendía a cada rincón, sin embargo, no le pareció la misma a la que él había servido. Y ahora todo ello había alcanzado al témenos, pero vencería, él estaba convencido e Ishtar lo sabía. Inconscientemente pasó la mano por la bolsa con los dos recipientes con los que le había obsequiado. Le había dicho que estaría con ella hasta el final y todo lo que se extendía ante sí anunciaba su victoria.
Introdujo su mano a tientas en la bolsa hasta alcanzar la cerámica. La sacó y la apoyó en el muro que le salvaba del vacío. Bebió. Vació el recipiente sin pensar, en un acto al que se vio involuntariamente abocado, como algo que se le imponía desde arriba sin posibilidad de desobedecer. Lo miró, esperando que le ocurriera algo. Nada, únicamente calmó su sed que perfectamente podía haberla saciado con una copa de agua. Se recompuso por completo de su carrera hasta allí, tras comprobar por enésima vez que no sufría ningún efecto por haber ingerido ese néctar, mucho más dulce y aromado del que le habían ofrecido en Hennia. Pero sobre todo, una repentina decepción se hizo con él, intentando con su angustia buscar algo que delatara esa misma sensación que había experimentado de la mano de Ishtar.
Su respiración, apenas calmada, volvió a acelerarse en cuanto vio a su hermana salir de la Casa de la Guardia. Ahora tenía que protegerla a cualquier precio, y al menos intuir su futuro antes de regresar al País de las Montañas. Sabía perfectamente que él ya no tendría un sitio en lo que quedara de Sinniria.
No advirtió que le habían descubierto. Había descendido hasta las puertas de la Casa de los Comerciantes con un único objetivo en mente, y distraído todavía en encontrar algún signo de las promesas que la diosa le hiciera. Los ejércitos de Sin se hicieron paso hasta donde él estaba, pero antes de intentar escapar, tuvo que hacer frente a un último reproche. Vio a Tukil en lo alto del atrio de palacio custodiado por su guardia. El rey le observó con odio, desolado por haber puesto en él su confianza ciega, entendiendo que su madre había tenido razón en cada palabra y en cada sospecha que acometía contra él. Se lo debía a ella, y sobre todo a su orgullo, convencido de llevarle un trofeo a Nínive. Mirándole a los ojos, con un gesto, ordenó a los guardias que le alcanzaran.
A Innasum le hubiera dado tiempo a cruzar la plaza, pero en un último vistazo la vio. En un instante creyó imaginar a su princesa en el rostro de su hermana, buscándole, volviendo a él. Se quedó paralizado ante la idea de que aquello era lo que había estado buscando, aturdido al sentirlo real. Toda su ilusión se desvaneció en unos segundos, suficientes para robarle el poco tiempo que le quedaba para escapar de la guardia real que ahora amenazaba a rodearle. Miro a Ningal, ahora con certeza de que era ella, suplicando porque al menos dirigiera sus ojos hacia él. Él ya sabía que no llegaría. Antes de poder siquiera asumir lo que le sucedería, sintió el bronce helado cruzando su cuerpo. Bajó los ojos para ver la punta de espada que le había condenado. Un último vistazo al rey y un extraño sentimiento de justicia divina.
Ningal suspiró al quedarse sola en la habitación de su hermano. Miró a su alrededor con el eco de la batalla resonando a través de la ventana. Se tomó un momento para recordar, sintiendo que el mundo se le echaba encima. Sólo un poco más, rezó. Se acercó a la ventana cansada disfrutando quizá por última vez de aquellas vistas, ahora desoladoras. Pensó en los días pasados, creyendo que serían eternos, y que ahora tan súbitamente habían terminado. Quería haber pasado allí el resto de sus días, como ya le había predicho Innasum antes de traerla allí. Se tragó al instante todas sus lamentaciones, para salir de nuevo a la calle a hacer frente a todo lo que hiciera falta con tal de encontrarle a él o a su hija.
El sol brillaba en lo alto y no dejaba opción de esconderse en ningún lado, tampoco lo deseaba. Miraba a su alrededor impaciente por encontrar los ojos de Iyari, pero no había ni rastro de ella. Tuvo que esquivar varios cadáveres en su camino a la plaza y más de un empujón de todos aquellos que corrían en todas direcciones. Pero en cuanto desembocó en aquel espacio, se quedó paralizada. Se le entumecieron todos los huesos de su cuerpo, parpadeó para aclarar la vista, acabando por sentir la herida de su hermano como suya. Se llevó la mano al estómago, dudando incluso que no la estuviera sufriendo ella misma. Vio cómo una vez caído, Tukil se acercó para cercenarle uno de sus dedos.
Fue aquel gesto lo que le hizo correr exasperada hacia ellos como si así pudiera impedir un mal mayor, pero en seguida se esparcieron cada uno en una dirección. Ella se arrodilló intentando inútilmente que abriera los ojos. Estaba allí, en mitad de un campo de batalla, pero fue como si nadie reparara en su presencia. Las puertas del témenos habían caído por completo y en esos momentos, más que a la lucha, la ciudad se había sometido al saqueo de todos aquellos que intentaban llevarse lo máximo posible en su huida.
No quería asumir que él la había abandonado, no quería llevar a cabo precisamente sus funerales, porque aquello significaría que nunca más le tendría a su lado. Tantos recuerdos se le pasaron por la cabeza, pero aún sentía su presencia bajo sus manos. Agitó la cabeza intentando serenarse, cuando fue consciente de que la gente se empezaba a congregar a su alrededor. Vio a Shesmesh, a Camin, a Limann, los tres jefes del ejército a unos metros de ella, y detrás poco a poco sus hombres más fieles del ejército se acercaban para lamentar la muerte de su general. Pero una imagen ocupó por un instante su mundo.
Al otro lado de las puertas vio a Nidame de la mano de una niña. Entornó los ojos y entonces supo que era ella. Iyari se la escapaba. Se la llevaba, y ella no podía hacer nada por evitarlo. Quedaba ya demasiado lejos para salir a por ella y en esos momentos consideró ese su lugar, junto a su hermano. Vio cómo ella echó un último vistazo al témenos para coger en seguida el camino al puerto.
Nidame suspiró al intuir lo que sucedía en torno a ese corro que se formó en la plaza, aunque no quiso comprobarlo personalmente. Lo bordeó con Iyari de la mano para poner rumbo a Biblos. Se iría de allí para siempre porque en Sinniria ya no le quedaba nada, pero en último compromiso con su señor quiso poner a salvo lo que él más valoraba aunque nunca se lo dijera. Se la encontró en la Casa de la Guardia mientras ella recogía todo para marcharse. Le dijo que estaba esperando a su padre. La agarró fuerte de la mano y no la soltó hasta que subieron a uno de los barcos que los comerciantes de Kanish habían dispuesto en cuanto estallaron los conflictos. De Sinniria irían al gran puerto comercial, y de allí a la costa. Ningal, tras verla desaparecer, se puso en pie para hacerse ahora cargo de lo que era sólo su responsabilidad.
Los pocos que allí se congregaron para despedir a su general en el viaje a la Ciudad sin Retorno eran los únicos que quedaban en el núcleo de la ciudad. Habían pasado ya horas desde que la calma sobrevino a la ola de agitación, y en unos funerales apresurados, le acompañaron hacia el barrio de Ereshkigal para ser allí sepultado en una de las cámaras reservadas a la realeza. Para Ningal él no se merecía otro lugar mejor, lo cual compensaría el no haber respetado el procedimiento habitual en los funerales, haber sido ellos mismos los que le hubieran colocado en su nicho, el no ofrecerle unos grandes juegos en su honor, pero sobre todo el no haber tenido fuerzas para cumplir íntegramente lo que le había encomendado.
Esa tarde aún se levantaban sobre el cielo vestigios de hogueras recién apagadas, y todo a su alrededor delataba un enfrentamiento apenas concluido. Vio una ciudad desierta por la que ahora se enfrentarían ciudades limítrofes en el control de su territorio. Ella pronto debería someterse a otros poderes, cuando las tierras de sus padres pasaran a ser suyas por herencia, pero estaba dispuesta a aceptarlo, pues tampoco sería muy diferente a lo que ya conocía. De momento, dejaría a su padre continuar en sus ocupaciones, mientras ella volvía a ser únicamente la hija del amo. Sólo quería hacer aquélla de nuevo su casa.