VEINTE
Hacía un día horrible, durante toda la noche no había dejado de llover e iluminarse el cielo acompañado de los sonidos más atronadores. El sol de la mañana no se había hecho hueco entre las nubes negras que cubrían toda Sinniria, y todo empujaba a una extrema prudencia a la hora de realizar cualquier acto ese día. Los dioses parecían descargar toda su furia sobre la ciudad y no hizo falta el consejo de ningún sacerdote para que el rey se diera cuenta de que debía cancelar todos los actos públicos hasta que amainara la tormenta. Justo en ese día habían marcado el momento en que los recaudadores de impuestos se distribuyeran por las diferentes tierras para recoger la parte que todos los terratenientes debían aportar a palacio, tanto los que trabajaban en los terrenos reales como en las diferentes parcelas de campesinos libres; y también a los templos aquellas tierras que dependieran de ellos. Todo había quedado suspendido.
Ania no había pegado ojo en toda la noche, tumbada en la cama arropada con sus mantas y con una lamparita encendida sobre la mesilla, que iba rellenado de aceite y sal, y reemplazando la mecha cada vez que estaba a punto de apagarse. Temía especialmente esos días que el mundo parecía desmoronarse y en todas aquellas horas que se mantuvo en vela no hizo más que pensar en la multitud de malos augurios que pudieran anunciar. Ella también adivinó que su marido suspendería la salida de los recaudadores, y precisamente eso fue lo que lamentó en primera instancia. Había logrado comprar a aquellos que se dirigirían a las tierras del padre del general de los ejércitos. Les había establecido que vigilaran todo aquello que pudiera salirse de lo normal, y sobre todo que le informaran si alguna niña que pudiera parecerse a su nieta andaba por esa casa. Sobre todo que no se sintieran cohibidos al exigir cualquier cosa con tal de sacar información en claro. En el fondo sabía que no hacía falta que le dijeran aquello que sabía sobre seguro, pero para jugar a ganar tenía que tener cada punto controlado y comprobado, así como su situación. Los utilizaría para dar respaldo a sus objetivos.
Sus pensamientos se interrumpían cada vez que la luz y la consecuente explosión caídos del cielo entraban a través de las rendijas de las ventanas de madera que cubrían los vanos y sobre las que no dejaba de chapotear el agua, las mismas que en primavera dejaban abiertas cubiertas por una simple tela de seda para que no entrara ningún animal nocturno. Suspiró pensando que todo el palacio estaría en vela como ella. Ese pensamiento le hizo incorporarse de repente, resolviendo la inquietud que la llevaba absorbiendo desde que empezaran a caer las primeras gotas de agua. Se levantó en seguida de la cama y tras buscar sus sandalias y ponerse una capa entre la penumbra, cogió la lámpara para dirigirse a la habitación de su esposo.
A pesar del respeto y el temor que le infundaba caminar sola, en mitad de la oscuridad rota por los rayos, no llamó a su doncella para que la acompañara. Tuvo que salir al patio porticado en torno al cual se articulaban los aposentos reales. Lo bordeó lo más pegada a la orilla, protegiéndose de las inclemencias del tiempo, ciñéndose con fuerza la capa y procurando que la lámpara no se apagara. Paso por delante de la habitación que pertenecía a su hijo pequeño y por un momento sus pensamientos se dirigieron hacia él, ahora tan lejos en ese país de las montañas del que tanto había intentado apartarle. Tan sólo había pasado una semana de su salida y aunque le había dejado claro con su actitud hasta que punto estaba disconforme con la decisión, no dejó de enviarle sus más sinceras bendiciones para que los dioses le trajeran sano, y sobre todo con vida.
En seguida, pasando de largo por su puerta y lo más rápido a través de aquel suelo encharcado, llegó a la habitación del rey. Subió las tres escaleras que conducían hacia un pequeño espacio interior abierto, previo al interior cerrado de la habitación, donde muchas tardes le gustaba sentarse a cenar, a veces con ella o simplemente en compañía de cualquiera que hubiera venido a visitarle, antes de despedirse hasta el día siguiente. Empujó con fuerza la puerta. Resonó incluso más fuerte que los truenos que la llevaban incomodando toda la noche, y en comparación, la voz del rey le llegó en apenas un susurro desde el interior.
- ¿Quién anda ahí? – gritó nervioso.
- Tranquilo – intentó ser amable –, soy yo. ¿Es que una esposa no puede hacer una visita a su marido en una noche tan espantosa como ésta?
Adapa se quedó un rato en silencio, pues en su caso no había nada más extraño que ella se presentara de noche en su habitación. Que él recordara, sólo lo había hecho en cinco ocasiones en los veintisiete años que llevaban casados: la primera cuando quiso tener su primer hijo, la segunda y la tercera porque quería complacerle para que le comprara una buena cantidad de esclavos y joyas y no tener que pagarlo de su fortuna, la cuarta para que no aceptara por esposa a una princesa de Teshim, con la que habría conseguido muy buenas relaciones con los reyes de ese enclave caravanero, y de la que según parecía tenía celos de su belleza; y la quinta esa misma noche, en la que averiguaría al final de ella lo que pretendía. Seguro que venía a pedirle algo importante.
Ania había cerrado de nuevo la puerta y ahora lo observaba parada delante de ella iluminada únicamente con la luz que traía en la mano. Parecía que estaba esperando que le diera permiso a que se acercara, imitando el comportamiento de una buena esposa, prudente, ajeno a su comportamiento más típico.
- Ania, ¿te ocurre algo? – tuvo que decirle, sin reprimirse más.
- No – contestó simplemente aún sin moverse. Pero en seguida pareció reaccionar y se acercó con paso urgente al borde de la cama. Adapa la seguía mirando expectante, recostado sobre la pared cubierta de cojines que le hacían de respaldo –. Bueno, en realidad sí.
El rey sonrió levemente, pues eso ya lo había adivinado él. Ania dejó la lámpara sobre la mesita y se quitó las sandalias completamente empapadas. La habitación estaba en penumbras, y a pesar de haber encontrado compañía, el sonido de la naturaleza aún la hacía estremecerse. El frío también se dejaba notar, y más con la capa mojada que poco le había servido para protegerse en el escaso trayecto que separaban las dos habitaciones. La dejó sobre un taburete que había allí cerca, entreteniéndose para pensar en la manera en que le expondría al rey sus deseos. Necesitaba ser muy hábil para convencerle, ateniéndose también a sus posibles cambios de humor y sus decisiones repentinas que podían sentenciar en un instante hasta los asuntos más importantes. Ese precisamente era uno de ellos, y lo había meditado mucho desde que hablara con el juez Tennhu. Esa misma noche parecía haberle llegado la inspiración, y le pareció la idea más maravillosa para conducir con éxito sus objetivos. En el fondo sabía que el asunto de su nieta era un tema de la familia, y aunque sus asuntos por ser quienes eran no eran ni mucho menos privados, debería darle quizá esa orientación más personal. La mejor manera sería tratarlo con él en la intimidad antes de llevarlo a conocimiento público, conocer de ante mano la opinión de su marido, sabiendo que si se arriesgaba a compadecer frente a frente con Innasum quizá él tendiera a darle la razón a su general, conociendo la gran devoción que le profesaba, mucho más que a ella misma. Pero en aquel momento, entre sus brazos y en lo más secreto de la noche, era ella quien ejercía una fuerza mucho más poderosa.
Ania se giró de nuevo hacia él tras haber doblado su capa, decidida a poner en práctica sus planes. Durante un instante vio en él un gran desconcierto, pero sobre todo esa sensación de desequilibrio que siempre portaban sus ojos. Aparentemente era una persona normal, eso sí, con el privilegio de haber sido elegido como vicario de Sin, pero en seguida al mirarle de frente, desde la primera vez que le tuvo ante sus ojos, le reportaba una cierta sensación de locura, como si aquello fuera un signo de la gran agitación que se acumulaba en su interior. Aquellos ataques repentinos, su humor cambiante, sus inminentes dolores de cabeza; algo tenían que significar. Pero aquella noche nada de ello se manifestaba, y poco le podía importar ahora buscarle una razón a todo aquello que nadie había logrado explicar en décadas. Él era así, el elegido de los dioses, y nadie lo cambiaría ya.
- No ha dejado de llover desde esta tarde – habló Ania, todavía de pie.
- Es normal en esta época del año – le restó importancia su marido, sin dejar de mirarla, esperando la razón de su visita.
Ania se deshizo también de su camisón de lana y el rey sólo pudo observarla un instante antes de que ella se agachara para soplar la luz de la lámpara. No tardó para introducirse de rodillas entre sus mantas y acercarse al calor de su cuerpo.
- Hace frío esta noche – susurró mientras se acomodaba a su lado.
A pesar de que ya pasaba de los cuarenta años, aún era una mujer hermosa, que había envejecido de la mejor manera posible. Su rostro a penas mostraba ningún rasgo de su avanzada edad y su cuerpo aún era firme. Ella, cada vez que hacían mención a lo hermosa que era y lo bien que se conservaba, solía aludir a la gran estirpe de la que provenía, orgullosa siempre de su origen extranjero, pero quizá también ayudara los múltiples cosméticos que tanto le gustaba aplicarse día y noche sobre su piel. El rey abrazó ese cuerpo menudo que le pertenecía, y que al mismo tiempo era tan ingobernable. En aquella intimidad su afecto por ella renació con fuerza, sin entender aún a qué venía el honor de su visita. Poco le importaban ya los desaires y todas las disputas que habían tenido en los últimos años y sobre todo en los últimos meses. Le perdonó todo lo que podía haber realizado contra su persona y en su perjuicio, al menos durante esas horas que permaneciera a su lado.
Ania, por su parte, antes de exponerle sus peticiones, se tomó un momento para jugar con sus manos en su pecho, y regalarle algún beso que tanto se guardaba de dar.
- Estoy preocupada – dijo al fin, en voz baja, como si alguien pudiera escucharles.
- ¿Y has venido a pedirme ayuda?
- En realidad sólo tu consejo – le suavizó.
- Pues dime, y te diré lo que debas hacer – le ofreció, no sin salir aún de su asombro –, pero me sorprende que quieras escuchar mis opiniones.
- Las quiero, de veras – le aseguró, obsequiándole con otro de sus besos tan bien guardados –. Eres el único que puede ayudarme en esto.
Con esas palabras el rey sintió una debilidad que le hacía ponerse por completo a su disposición. No se resistió a devolverle sus caricias y sus besos, aprovechando que estaba tan dispuesta a dar y recibir. Ania esperó un momento antes de hablar.
- Venía a hablarte tu nieta – dijo.
- ¿Iyari?
- Sí.
- ¿Qué ocurre con ella?
Ania se tuvo que controlar para no perder tan rápidamente los nervios. Cómo podía preguntarle precisamente que qué pasaba con ella. Era evidente.
- Creo que eso deberías saberlo – contestó simplemente.
- Bien, sé que Innasum se la ha llevado de la ciudad a la finca de sus padres, no es ningún secreto, y me parece bien si eso es lo que él quiere.
De nuevo la reina tuvo que hacer uso de todas sus fuerzas para mantener la calma. Con esas palabras ya parecía estar respondiendo a sus dudas, pero después de todo el esfuerzo, no iba a desistir. Tenía que parecer tranquila, lúcida, pues sabía que ahora que tenía a su esposo mecido en sus manos, podría, si conservaba sus modales, llevárselo a su terreno con facilidad.
- Vaya – intentó parecer sorprendida –, ¿es que él mismo te lo ha dicho?
- Algo me ha insinuado cuando le pregunté hace tiempo por ella. Escuché algún rumor, coincidiendo cuando sucedió aquel inconveniente con él antes de año nuevo.
- Ya veo que estás enterado – le cortó la reina, pues no quería seguir por ese camino que le pondría en evidencia. No podía hacerle recordar justo el momento en que casi fue la responsable de su derogación –. Pero precisamente es por ese motivo, porque se la haya llevado del témenos, por el que estoy preocupada.
- ¿Por qué?
- No creo que Innasum tenga derecho a hacer lo que ha hecho con ella.
- En eso te equivocas – le corrigió –, él es su padre y tiene la potestad de hacer con ella lo que crea conveniente. Él puede decidir sobre ella más de lo que puedo hacerlo yo o cualquier otra persona.
- Pero es hija de una princesa – le intentaba convencer –, descendiente del rey, y como tal, debería permanecer aquí recibiendo la educación que corresponde a su rango.
- En eso sí que tienes razón.
Ania sonrió para sí, al ver que ya estaba empezando a dirigirlo hacia sus intereses.
- Como tal – le explicaba –, yo quería introducirla en el culto a Ishtar, ya sabes que ese templo es el lugar más prestigioso para una mujer. La niña ha demostrado tener una buena voz y puede llegar a convertirse en directora del coro algún día, estoy segura.
- ¿Seguro que a través de ella no pretenderás actuar en contra de mi general?
- ¡Por Ishtar! – juró, más bien en vano –. Claro que no, ahora mismo sólo estaba pensando en el futuro de mi nieta.
- Ania – le dijo determinante, ateniéndola a las consecuencias –, si fuera así, ten por seguro que te retiraría mi favor.
- Te aseguro que no – le intentó convencer en su tono más sincero.
- En ese caso he de reconocer que todo lo que dices me parece muy prudente, teniendo en cuenta que no conozco las razones que puedan haber impulsado a Innasum a llevársela junto a sus padres – calibró las dos opciones, decidido a dar la razón a su esposa –. Tengo que reconocer que este asunto no me interesa sobre manera, pero viendo que es tan importante para vosotros dos, tendré que tenerlo en cuenta. Es cierto que el campo no es lugar para los descendientes de un rey, pero antes de nada tendré que hablar más seriamente con Innasum.
Ania torció un gesto en la oscuridad, sumiéndose por un momento en el tintineo de la lluvia en el exterior.
- Mi hija estaría orgullosa de los planes que tengo para Iyari.
Sabía que eso último era un chantajeo emocional y a ella misma le dolió utilizarlo, sin embargo, no iba a perder ahora todo lo que había conseguido.
- Todo esto no es sólo un consejo – le recordó sin malicia lo que le había dicho al principio de la conversación, en un tono que ya denotaba su confabulación en sus intenciones.
- Prométeme que hablarás con Innasum y le convencerás de que traiga a su hija de vuelta.
- Te prometo que hablaré con él y le expondré mi punto de vista – le acarició un momento la mejilla antes de continuar –. Pero la última palabra siempre la tendrá él.
Al final le había costado menos de lo que imaginaba, sabiendo que salía triunfante. Innasum, a pesar de todo, sabía que era fiel al rey por encima de todo, y cuando él le hablara de ello, acabaría aceptando lo que le dijera; estaba segura. Por mucho que pudiera elegir, no defraudaría a su rey.
Le hubiera gustado regresar a su habitación para saborear en soledad su triunfo, pero el temporal, que no amainaba, reforzado incluso más en lo que calculaba que debería ser ya la salida del sol, le hizo quedarse a su lado. El peso de una noche en vela cayó implacable sobre ella y no tardó en quedarse dormida.
Nadie salió de palacio ese día. Ni allí ni en todo el témenos tuvo lugar ninguna actividad. Únicamente los templos parecían haber multiplicado sus deberes para calmar la ira de los dioses. Al final de la tarde pareció dar resultado, pero nadie se atrevió a desafiarles de nuevo. Fue al día siguiente cuando todo volvió a la normalidad, cuando, a pesar de las lluvias intermitentes típicas de la estación, el sol se dejó ver de nuevo en el cielo. El rey aprovechó entonces para hacer llamar a Innasum a su presencia y presentarle la situación que le había propuesto su esposa. Se reunieron en una sala cercana al salón del trono, mucho más privada. Se acomodaron en los divanes antes de que el rey fuera directo al asunto.
Innasum no se sorprendió de que fuera idea de la reina, y a su vez supo que tendría que traer a Iyari vuelta. No se pudo negar a lo que consideró, por muy indirecto que fuera, una orden del rey.
Ania había querido estar presente, pero su esposo se había negado. No le importó, se iba a enterar de lo que hablaran de una manera u otra. Llegó con paso firme a la sala donde le habían informado que estaban reunidos, custodiada por dos guardias. Cuando hizo un ademán de acercarse le cortaron el paso, pero con altivez les levantó la mano para que se apartaran. No pensaba entrar, sólo quedarse al otro lado de la puerta. Hizo que los guardias se retiraran unos pasos, para quedarse delante escuchando tranquilamente todo lo que decían. Sonrió al haber llegado en el momento justo para escuchar los resultados que esperaba.
- Sólo quería que pasara una temporada en otros ambientes – se disculpaba el general.
- Te dije una vez que no tenías que darme explicaciones sobre ese tema, y ahora que han pasado tantos meses, menos aún. Una vez más te digo que tú eres el padre y el que decides por ella.
- En primavera estará de vuelta.
- Si así lo quieres, así se hará.
Ania notó en ese instante movimientos en el interior, se retiró prudentemente de la puerta, pero en seguida, cuando volvió a escuchar sus voces, se acercó de nuevo.
- También me prometisteis una cosa, mi señor – le recordó Innasum, cuando ya estaban de pie a punto de salir. No iba a perder la oportunidad de ganarse una protección que podía ser crucial –. En el banquete la misma noche que regresamos de Hennia me jurasteis, con muchos hombres e incluso vuestra esposa como testigos, que cumpliríais un deseo que yo os pidiera.
El rey asintió perplejo, pues no se esperaba para nada que le hablara sobre ello justo en ese momento. Aún así se le iluminó la cara, creyendo que ese sería el culmen de sus proyectos y que vio fracasados una vez con la muerte de su hija. Como tantas veces había deseado, y como había sido su intención al concederle lo que quisiera por imposible que pareciera, ya escuchó de sus labios la petición del trono. Por supuesto, estaría dispuesto a convertirle en su heredero.
- Garantizadme que mi hija nunca será alejada de mi lado – le rogó, mirándole a los ojos.
El rey creyó derrumbarse todo lo que había edificado con esmero todo ese tiempo, pero no desesperó, habría otras muchas oportunidades, que se podían sentenciar con una orden suya llegado el momento. Al mirarle supo que aquello era lo que más deseaba en la vida, y como le prometió, tuvo que aceptar su juramento. Asintió y puso a Shamash por testigo de que así sería.
Ania, que había permanecido atenta al otro lado de la puerta, se paralizó ante esa última petición. La conversación ahora sí que había terminado definitivamente, y todavía sin salir de su estupor abandonó rápido el lugar para dirigirse a sus aposentos. Aquel juramento podía arruinarle todos sus planes y no lo iba a permitir. Caminaba nerviosa de un lado para otro, se sentaba en ante su tocador, se volvía a levantar. Tendría que idear alguna forma para que esas palabras resultaran inválidas, algún juramento de mayor índole que no le permitiera cumplirlas. Fue detenerse un momento, de pie en el centro de la estancia y mirando a través de la puerta abierta, cuando la respuesta pareció llegarle de los mismos rayos del sol.
Inmediatamente dio por terminada la conversación con el rey, fue directo al templo de Ishtar. Una de las aprendices le condujo junto a Quenef. Le habló sobre las intenciones de la reina y la futura integración de su hija al servicio de la diosa. Como esperaba, su protección estaba asegurada. Ahora, con el favor del rey y del templo ya no tenía nada que temer. Devolvería a su hija al mundo que de verdad le pertenecía sin ningún temor porque le quitaran lo último que le unía a la única persona que había amado. En todo momento la tuvo a ella en mente, siendo la razón última por la que había actuado con Iyari de aquella manera.
Antes de salir se dirigió a la capilla de la diosa, donde el pueblo podía hacer sus ofrendas y sus peticiones. Se adentró y se mezcló entre la gente y las plegarias que se podían escuchar en susurros. Posó sus ojos en la imagen de Ishtar y le rezó por Kisarhat. Estaba seguro que sus pensamientos se habían elevado por encima de todos aquellos que le rodeaban, pues no tenía ninguna duda de que él sería uno de sus favoritos entre todo el reino.
Hacía mucho que su recuerdo no afloraba en él con tanta fuerza, pero en vez de ella, la mujer que le estaba esperando en el vestíbulo le dedicaba la misma sonrisa que le hacía reponerse. Ishtarish caminó presta hacia él tomándole de las manos.
- Me ha venido a informar en seguida el sacerdote mayor – le habló directa, pero en su tono más tranquilo –. Estate tranquilo porque tu hija estará bien aquí. Cuando llegue el momento estaremos encantados de tenerla entre nosotros y será un gran honor.
- Lo sé – contestó dejándose consolar.
- Todos estaremos muy pendientes de ella.
- Muchas gracias, pero ahora debo irme.
Normalmente su compañía era la única que le hacía refugiarse cuando todo marchaba mal, y el templo hacerle olvidarse de todo lo demás, sin embargo ahora necesitaba estar solo. En una mezcla de sosiego y nostalgia se dirigió a la Casa de la Guardia. Dio la orden de que no se le molestara y se quedó allí, en sus aposentos, apoyado en el marco de la ventana contemplando la ciudad. Era lo único que necesitaba.
La reina no esperó ni un instante para poner en marcha sus planes. Mandó a sus esclavos que le trajeran tablillas de barro recién fabricadas y los instrumentos para escribir. Le acompañaron hasta su sala privada y tras despedirles con impaciencia se puso a escribir ella misma a su hermano mayor en Nínive. Durante las fiestas de Año Nuevo su segundo hermano, que había viajado hasta Sinniria como embajador, le había hablado sobre la situación en Nínive. Su padre, que suponía ya demasiado mayor, sufría constantemente los achaques de la vejez. Le puso sobre aviso para que en cualquier momento recibiera una misiva con la muerte del rey y la proclamación de su hermano mayor, que ya llevaba bastantes meses ejerciendo un gobierno efectivo.
Ania tuvo en todo momento esa situación en mente pues le convenía para sus planes. En el momento en que ascendiera al trono, el nuevo rey esperaría visitas y múltiples regalos por parte de las ciudades amigas, y mucho más de Sinniria que gozaba de una situación de privilegio, además de que ella, su propia hermana, era la reina, con lo que se incrementaba el valor de sus presentes. Como tal, ella pensaba entregarle un regalo muy personal, que incluso reforzara los lazos entre los estados y que indirectamente le reportara beneficios a su persona. Le propuso entregarle a su propia nieta para formar parte del clero de Ishtar en Nínive, un gran honor, pues ella era la diosa protectora de la ciudad. La ofrecería en calidad de aprendiz para que fuera ordenada allí. Con ello, se cerraría el proceso que tanto había ansiado, y si al menos ella no pudiera volver a su ciudad, su estirpe habría regresado a donde pertenecía. Al haber sido nombrada sacerdotisa en los términos de aquella ciudad, quedaría totalmente ligada a ellos, sin posibilidad de regresar a Sinniria jamás. Así rompería la potestad de su padre para pasar al sacerdote mayor de Ishtar de Nínive. El juramento que Adapa le hiciera a Innasum quedaría roto irremediablemente.
Antes de entregársela tendría garantizada la afirmación de su hermano; la de su marido no tanto. Sabía que sería muy arriesgado hacerle saber a Adapa lo que pretendía, y de saberse podría traerla consecuencias funestas, pues bien sabía que sobre el rey primaba antes el general, y más si había de por medio un juramento. Era consciente, y por ello, además de alabar las cualidades de Iyari, también le recordó a su hermano los vínculos que le unían a ella misma y su derecho a ser acogida en su palacio en caso de ser expulsada del lugar donde ahora vivía.
Lo releyó un par de veces, y después de amoldar las tablillas que le habían servido de borrador, envolvió la definitiva tras dejarla secar durante toda la tarde en unas telas que amortiguaran cualquier golpe y cerradas con su propio sello. Buscó a uno de los emisarios en quien más confiaba y le pidió explícitamente que se dirigiera sin tardanza a Nínive, sin hablar con nadie ni detenerse por el camino. Le exigió que él mismo se encargara de entregárselo al heredero al trono.
- Una cosa más – le detuvo, antes de despedirle –. Infórmame a tu regreso de la salud de mi padre.
Ania esperaba que al menos sobreviviera al invierno, pues como muy pronto su nieta podía ser enviada en primavera, cuando Innasum la trajera de nuevo a palacio, aunque lo ideal sería que durara dos primaveras más, para haberla iniciado en el templo de Sinniria. Aquello, por lo que le contó su hermano en las fiestas, sería mucho pedir; se conformaba únicamente con que su otro hermano, el heredero, a quien iba dirigida la correspondencia, aceptara de buen gusto su futuro regalo. Con una respuesta afirmativa poco importaba el momento en que la enviara allí, él la estaría esperando con gusto por mucho tiempo que pasara.
Tukil y su séquito fueron recibidos con gran ovación, dejando tras de sí una estela de admiración por las múltiples riquezas que traían del País de las Montañas. Un emisario se había adelantado, habiendo entregado el mensaje del príncipe un día antes de su llegada: regresarían antes de lo esperado. Al desmontar en la plaza del témenos, envuelto entre aplausos, la música que aún le llegaba desde los barrios y las sonrisas y las miradas de admiración de todos aquellos que le observaban, fue a recibir la bienvenida de su padre. Se sintió orgulloso, pues por primera vez veía en él un signo de entusiasmo sincero hacia él.
Cuando los demás hombres recibieron también la bienvenida y los funcionarios administrativos y el templo de Sin apuntaron en sus respectivos tesoros lo que le correspondía a cada uno se dispusieron a seguir con la recepción. El rey entró primero a palacio, seguido de Innasum y Tukil, y tras ellos, todos los demás en orden según sus jerarquías. Se dirigieron a la sala del trono y allí terminaron los actos solemnes culminados esa misma noche en un gran banquete.
Tukil jamás había tenido esa sensación de alivio cuando vio de nuevo las murallas de su ciudad, esperándole impaciente por su llegada, ahora mucho más imponentes en esa nueva fortaleza que se estaba construyendo. Entró triunfante por las puertas de Shamash, desechando por primera vez durante un mes y medio aquella tensión de la que ahora no quedaba ni rastro. Sintió la protección de la ciudad y con la mirada puesta en el acrópolis, recordó el momento en que lo había dejado atrás. Fueron tan diferentes los sentimientos que le abordaron a su regreso que a su partida.
- Estoy contento de volver – le decía a Innasum de camino a la sala del trono.
- Lo mismo me ocurre a mí cada vez que vuelvo a casa.
Al príncipe le hubiera gustado contarle en ese mismo instante todo lo que había vivido en Hennia, y sobre todo esa indignación que aún persistía en él por lo que había considerado una deshonra. Innasum pareció intuir su intención y antes de que pudiera decir nada tomó la iniciativa.
- Esta noche hablaremos sobre vuestro viaje – le dijo –, seguro que me tenéis que contar muchas cosas.
- Claro, general.
El príncipe, sentado a la derecha de Innasum, un puesto separado de su padre, acabó aburriéndose de tantas alabanzas que los acompañantes de su viaje relataron ante su rey, con las que él tanto difería. Él de vez en cuando miraba al general, que parecía muy atento a lo que decían, eso sí, su semblante fue siempre serio, como si se esforzara por leer detrás de aquellas bonitas palabras. Todo lo contrario al rey, que sonreía y parecía admirado por cada cosa que contaban, quizá como una manera de complacer a sus halagadores, pues sus sospechas sobre Hennia jamás desaparecerían.
Tukil apenas se dio por aludido cuando el rey le llamó para que, por último y como testigo más importante, deleitara a los presentes con su experiencia en el País de las Montañas. Él había estado inmerso en sus pensamientos, intentando descifrar lo que al general se le estaba pasando por la cabeza, en la que quizá podría estar la respuesta a todos sus miedos a los que se había expuesto en Hennia, si él en su estancia había padecido algo similar. Reaccionó cuando el mismo Innasum le miró haciéndole un gesto con los ojos para que se levantara. Sin ver otra salida al estar frente a todo aquel auditorio, habló como todos aquellos que le habían precedido, alabando la gran hospitalidad de la que habían gozado y el gran éxito del viaje.
- Pero si eso es así, ¿por qué razón habéis dado la orden de regresar quince días antes de lo previsto?
Se giró hacia donde había procedido la voz, y allí, entre el clero de Sin, vio a su hermano con actitud siempre vacilante hacia él. Jamás habían tenido una confrontación real, todo lo contrario, sus rivalidades se reducían a simples juegos, por diversión, y esta vez quiso ponerle a prueba delante de la élite del reino. Precisamente en esa ocasión no le pareció una broma graciosa, y le deseó que le tragara la tierra.
- Recibí augurios – le respondió totalmente seguro – y bien deberías saber como sacerdote, que en esas ocasiones es preciso hacerles caso.
Para su repentina salida tuvo que excusarse diciendo que los dioses le habían hablado y que le habían dicho que dejaran inmediatamente el país de Hennia. En cierto modo esa orden la llevaba recibiendo hacía ya muchos días, de esa fuerza que le empujaba a desear huir de allí cuanto antes.
- De interpretarlos se deberían haber ocupado los sacerdotes, ¿no es así? Quizá os hayáis equivocado y vuestra posible imprudencia nos ha costado una gran cantidad de riquezas. Deberíais haberles consultado antes de partir.
- Como hijo del rey, vicario de Sin, – declaró con orgullo, intentando no ver minada su autoridad por su propio hermano. Ahora lo consideraba un estúpido –, creo que soy suficientemente capaz de saber lo que los dioses me quieren decir.
El rey levantó las manos impidiendo cualquier posible intervención más. Con ello dio por terminada la recepción, considerando suficiente todo lo dicho. Se levantó, y todos a su vez, para anunciar la hora del banquete y despedir a todos los presentes hasta la noche.
- Esta noche nos vemos, príncipe – le recordó Innasum antes de salir corriendo.
Él asintió viéndole alejarse con prisa sin saber a dónde y esperando con impaciencia poder desahogarse con él. Por su actitud durante la recepción, se había dado cuenta que él debía intuir algo sobre lo que estaba pasando en aquel país olvidado hasta ahora, pero tendría que esperar unas horas más para preguntárselo.
Innasum salió directo a Hiuty. Hacía unos días había llegado un aviso del puerto central de Kanish, informando que el último viaje de los comerciantes de los puertos de la costa y los que la unían con ella llegarían con las últimas mercancías para abastecer a la ciudad para todo el invierno. Durante quince días residirían en la ciudad, para posteriormente abandonarla hasta la llegada de la primavera. Precisamente había puesto tanto interés porque sabía que con ellos llegaría la cabeza de la familia de comerciantes más importante, y que estuvo presente aquella noche que el extranjero de Hennia se presentó entre ellos. Jamás nadie había dicho nada de ello, salvo los rumores. En realidad, no se sabía lo que habría podido contar exactamente esa noche en el salón de la Casa de los Comerciantes, pues todos habían tenido el privilegio de escabullirse al regresar a sus respectivos destinos de inmediato. Les benefició además que el rey parecía saberlo ya todo sobre él y no hizo hincapié en ellos.
Por supuesto, no iba a perder la oportunidad de conocer su versión. En él tampoco había surgido la curiosidad de saber hasta ahora la versión de los mercaderes, pues le parecía que ya todo había sido sentenciado y que los hechos habían hablado por sí mismos. Después de que leyera aquel día en los archivos junto al rey las dos tablillas que habían recogido las que supuestamente fueron las palabras del extranjero – pidiendo asilo en Sinniria, prometiendo ser fiel al rey –, no se había molestado en indagar mucho más sobre las verdaderas intenciones de aquel hombre, matado por orden del rey al ver en él una amenaza de un posible ataque.
Recibió con ímpetu al gran mercader de Kanish, orgulloso y contento por esa atención que siempre le prestaban, acorde con la categoría de su puesto. Especialmente ese día, Innasum procuró ser más amable con él que de costumbre, destinándole una gran cantidad de hombres para que custodiaran las mercancías y siendo él mismo el que le acompañara al centro de la ciudad para ser recibido por el rey.
Adapa había organizado una segunda audiencia por la tarde, esta vez para recibir a los comerciantes que venían de sitios tan lejanos, pero cansado, simplemente recibió personalmente a aquél acompañado por su general para retirarse a descansar para el banquete de esa noche. Para el resto dejó como delegado al funcionario del tesoro atendido por Innasum, que tuvieron que aguantar hasta que la luz de la tarde empezó a escasear. Por suerte, lograron despachar a todos sin tener que dejar a nadie para el día siguiente.