ONCE
Al mirar desde lo alto el paisaje que se presentaba ante sí, era consciente de que tenían todo lo necesario para su propia supervivencia. Ningún honor más grande osaría pedir a los dioses, pues no lo necesitaban. Su vida no podía ser más parecida que a la de los inmortales; sin embargo, al otro lado de las murallas de la acrópolis todo era muy diferente, donde con sólo mirar veía el soplo de ira suficiente de un solo dios. A pesar de todo, no le causaba pavor, pues ya desde los orígenes cada uno estaba marcado por Enki, y desde allí lo único que podía hacer era elevar plegarias por ser él uno a los que los dioses habían tocado con una de las mayores gracias.
Miraba, y sus ojos se complacían ante lo que veían. Una ciudadela que se elevaba en las más grandes riquezas entregadas y levantadas por los mismos dioses en los orígenes del universo. Allí había bajado por primera vez la realeza, siendo la primera ciudad a la que los dioses otorgaban aquel gran honor, perpetuándolo con la esencia divina que Ishtar dejó como presente en su reina. Cada dios les brindó su mejor ofrenda: Shamash la luz del sol materializada en el oro del templo, Sin decoró su cielo nocturno de la manera más bella, An le entregó a la reina la corona, construyó para ella el trono, colocó sobre sus manos el cetro de la justicia para controlar a su pueblo y el que le hacía multiplicarse; Enki distribuyó a los primeros hombres, que él había fabricado con el mismo barro de la tierra que había elegido para ellos, unos bellos destinos. Y los demás dioses que acudieron a aquel acto creador en los primeros tiempos cuando el orden del mundo ya había sido establecido, se comprometieron a velar cada uno en sus funciones: fertilizarían la tierra cada año, harían sus ganados ricos y sanos, controlarían las lluvias y las inundaciones del lago, harían brotar de la tierra piedras preciosas… Pero Enlil fue el único no vio cumplidos sus deseos, que como rey del cielo y de los futuros hombres, quiso ser él quien se colocara en el trono, administrando aquella tierra que auguraba todo tipo de grandezas y lujos.
Ishtar también participó en el reparto de dones, pero por ser la garante de las generaciones, se sintió con derecho a exigir algo a cambio. Era la favorita de su padre Sin, y por eso le rogó que intercediera por ella. En cuanto su hija se arrodilló a sus pies, el futuro de ese nuevo reino, Hennia, como habían acordado llamarlo, se volvió negro y turbulento, reemplazando a lo que antes había visto cuando Enlil se colocara en el trono. Él, Sin, era el dios que conocía los destinos, pero también sabía que ningún dios podría interceder en él tras haber sido dispuesto, a lo sumo, con tímidos engaños, desviándolo a otro individuo, retrasándolo o adelantándolo, pues ni los dioses podían luchar contra él. Su visión había cambiado, y con una gran aflicción, accedió a la petición de su hija, sabiendo que ahora todo giraba en otra dirección.
Los dioses se reunieron en asamblea y decidieron que sería Ishtar la reina de aquel país, pues justificaron como vital su poder, mientras que Enlil se convertiría en el rey de todos los hombres que pronto crearían en los múltiples lugares del universo. Era justo que permitiera a Ishtar ser dueña legítima y de manera total al menos de una de las ciudades sin la responsabilidad última de Enlil.
Él, sin embargo, se levantó ante todos ellos y profirió una maldición que perduraría hasta el fin de los días de la ciudad a la que, de lo contrario, habría convertido en una proyección de su reino en la tierra.
- ¡Oídme todos los que hoy os sentáis en vuestros tronos de oro!
Dumuzi ni siquiera se giró al escuchar la voz de Ishtar, relatando las mismas palabras que un día pronunciara uno de sus semejantes. Paseó la mirada a lo largo del cielo para perderse más allá de las nubes, disfrutando de aquella voz tan celestial. Tampoco le sorprendió que hubiera adivinado sus pensamientos, y dejó que fuera ella quien los continuara por los dos.
- Hoy sellaré el futuro de estas gentes que a mí me pertenecían, pues mi don aún no ha sido distribuido, y por ello, en vez de una exacta administración de sus bienes, les desborde el desastre, en vez de alcanzar la plenitud en su descendencia, ésta se torne yerma. Yo cerraré sus murallas para que jamás sea conocida nuestra presencia directa entre los hombres que me han sido robados, y en ella quedarán reducidos los habitantes de Hennia por toda la eternidad, únicamente liberados cuando desciendan al reino de Ereshkigal.
“Así es hoy mi regalo a estos primeros hombres que se perpetuará en los siglos venideros, pues aunque todos vosotros ya se los hayáis entregado y sea incapaz de desplazarlos por ser divinos como el mío, mi maldición acabará por romper el ciclo.
Fue en ese momento cuando se giró para mirarla con gravedad.
- El tercer ciclo ya está llegando a su fin – se adelantó ella, asintiendo resignada –. Tantas veces he leído nuestros orígenes, he hecho tantas cosas por interferir en el curso de los acontecimientos, pero bien sabes que es imposible. Ishtar se ha reencarnado en mi cuerpo y como tal hay veces que en sueños o las veces que me elevo al mundo al que de verdad pertenece mi espíritu, puedo escuchar y ver con claridad a Enlil. Sus ojos desorbitados por haberle quitado el trono, su amenaza que ha sido cumplida… jamás retirará su maldición, pues yo tampoco renunciaré al trono.
Ambos dominaron por un momento la panorámica de su ciudad desde lo más alto del zigurat, viendo la decadencia inminente que ya venía de años atrás. En cuanto el cuarto ciclo comenzara lo haría con todo su esplendor, como en origen se había planeado para cada día en que saliera el sol sobre el universo. Pero incluso desde ese primer momento, ya sabían de antemano que la cuenta atrás había empezado.
Ahora fue Ishtar la que se quedó admirando su tierra, la que consideraba suya por ley divina, pues en asamblea a ella le había sido concedida. Sintió una punzada en el pecho al darse cuenta, como tantas veces que se paraba a admirar las maravillosas vistas, el contraste entre la gran actividad del acrópolis, con su templo de oro y metales y piedras preciosas, sus gentes caminando de un lado para otro sumidos en entretenidas conversaciones. Y sin embargo, al otro lado de las murallas, una quietud completa, signo de una permanente desgracia, acuciada por las lúgubres luces que centelleaban a través de las ventanas y los humos que salían de vez en cuando por las rendijas de cualquier pequeña abertura.
Excepcionalmente podía verse alguna persona solitaria caminar entre las estrechas callejuelas, saliendo de una vivienda para meterse en la contigua o unas pocas más adelante. Lo único que rompía con el inmovilismo de los suburbios era la Vía Ilustre, que dividía en dos el suburbio y que unía la puerta principal de la acrópolis con las murallas exteriores en dirección al lago. Sin embargo, cualquier persona noble que quisiera salir al exterior de las murallas, hasta los lindes de los dominios de la ciudad no muy lejanos a ella, lo solía hacer por las puertas directas desde la ciudadela. La Vía era el único medio de unión entre los dos grupos bien diferenciados, que sin embargo, en aquellos tiempos finales de ciclo nunca solían mezclarse; incluso mirarse. Se había establecido, desde hacía un par de generaciones, cuando aún otro cuerpo era el que había encarnado Ishtar, de que al atardecer los heraldos del templo dejaran a lo largo de la Vía escritos en tablillas donde se plasmaba lo que necesitaran en la ciudadela, bien fuera alimentos, artesanía, objetos metálicos, ofrendas, y a la mañana siguiente en su lugar debían encontrarse esas peticiones sobre la tablilla.
Jamás se había dado el caso de un fallo en el sistema, y todavía hoy se seguía realizando de ese modo. Las gentes de los suburbios a su vez para no interferir en el orden del acrópolis, también tenían sus propias puertas de salida a través de las murallas, para así dedicarse a sus labores en las tierras asignadas, en el lago o en las minas, así como los días preestablecidos y las horas en que no podían acudir a ciertos lugares que los ocuparían los nobles en su tiempo libre.
Ishtar suspiró, lamentando no haber sido la primera reina de un ciclo, en vez de ser la que lo cerrara. Quería haber vivido en una época dorada, en la que entre sus gentes no existiera ese corte tan drástico, que pudieran celebrar fiestas como las que se plasmaban en las tablillas. No le bastaba con leerlo e imaginarse tiempos mejores. Soñó despierta, paseando la mirada de tejado en tejado, con la actividad frenética en los suburbios, gentes que acudían a las plazas del témenos a ofrecer directamente sus productos, las procesiones de ofrendas, los guardias que se paseaban admirados por las tierras de labor al ver la eficacia de sus agricultores en sus tareas de vigilancia. Recordó una tablilla en la que se contaba cómo una vez en los tiempos del primer ciclo cuando, aunque ya con alguna diferencia y leves disputas, todos seguían compartiendo los mismos espacios y relacionándose como los dioses habían deseado. El consorte Dumuzi de aquellos tiempos paseaba feliz por las tierras de su reina y se paró maravillado por una cría de ganado. Entonces se acercó el dueño de aquel ternero y al ver los ojos fascinados de su rey, decidió con gusto regalárselo para que lo ofreciera en sacrificio. Dumuzi se sintió tan agradecido que le invitó a sentarse en su mesa y disfrutar a su lado, junto a todos los grandes de la ciudad, de aquel manjar que él mismo había proporcionado.
Ishtar dio un respingo cuando su Dumuzi le agarró del brazo. Él esperó a que ella dijera la primera palabra, pues no quiso estropear lo que estuviera pensando y que tan maravilloso parecía por la luz que desprendían sus ojos, aunque enfrascados en un rostro desconsolado.
- Hay que seguir, mi querido Dumuzi – le habló de la manera más suave que salió de sus labios.
- Regresemos a nuestros aposentos, hoy ya es muy tarde.
- Hay que seguir...
Al mirar su cara vio en ella un gran pesar, como quien intentara soportar el peso del mundo y se daba cuenta que era demasiado grande para aguantarlo por mucho más tiempo. Un universo caía ante sus ojos, y ella debía dar constancia de ello.
Se dio la vuelta y se dirigió de nuevo al templo donde habían pasado toda la tarde. Dumuzi se tomó unos segundos para observarla. Apretó los labios y sintió que la adoraba más que nunca. Hubiera dado lo que fuera por cumplir sus deseos, pero bien sabía que lo que más quería estaba fuera de su alcance. Amaba a aquel cuerpo de mujer en el que no tenía ninguna duda se escondía una esencia divina, Ishtar, pues denotaba todos los atributos para asegurarlo. Y quién mejor que él que llevaba a su lado más de quince años.
Ella se detuvo un momento para mirar atrás y urgirle de que se apresurara. Él se acercó y a su lado regresaron al interior del templete. Cerraron las puertas, y se pusieron de nuevo a la tarea. Dumuzi se sentó con las piernas cruzadas en el atrio entre los cojines. Sobre una mano sostuvo la tablilla de arcilla y sobre la otra se preparó con una punta, listo para escribir lo que su reina ordenara. Esta vez, en vez de quedarse de pie, ella se sentó a su lado rozando con su cuerpo la totalidad de su espalda, notando de vez en cuando su barbilla apoyada en su hombro. Tuvo que resistir sus impulsos de tocarla, de besarla, de satisfacer sus deseos con tan sólo posar un dedo sobre sus labios. Nubló su mente con aquellas sensaciones durante un instante, para momentos después concentrarse por completo en sus palabras, analizándolas simplemente por lo que eran, en sus partes y en los símbolos que correspondían a cada sonido, plasmando así una escritura perfecta en las tablillas con palabras que perdurarían para la eternidad, después de ser inmediatamente cocidas en el fuego que ardía sin pausa desde el amanecer en el centro de la estancia.
Ya estaban en un momento relativamente reciente a la actualidad. Lo último que había dejado allí escrito había sido las predicciones del oráculo de hacía poco más de un año. La pausa que la reina se había tomado, le fue imprescindible para no acabar quebrando la voz. Necesitaba un poco de aire fresco y ordenar sus pensamientos a la luz de la tarde para que no le fuera más difícil relatarlo que lo que fue vivirlo.
Cerró los ojos, recostándose sobre Dumuzi y encontrando fuerzas más allá de sus posibilidades. Impasible, empezó a dictar lo que a sus deseos iba a quedar para las futuras generaciones, alejando cualquier sentimiento e intentando plasmar el curso de los acontecimientos como se esperaba de boca de una diosa.
- Esa misma noche mi hijo Ennes se presentó ante mí rogándome lo que jamás una madre hubiera permitido para el favorito de sus hijos – Dumuzi empezó con agilidad a transformar aquellas palabras en el idioma de las tablillas, de manera más abreviada y con las formas que exigía el protocolo de la escritura –. Para aquellas tareas precisamente había entrenado a los mejores hombres de mi guardia. Pero él también había conocido los textos que aquí se guardan, y quería formar parte de esos héroes que habían reestablecido el orden, aunque ellos finalmente no estuvieran allí para verlo.
Al final de un ciclo, cuando el equilibrio de Hennia era ya insostenible, alguien osaba desafiar a los dioses y encaminarse más allá de los límites que Enlil había marcado en los comienzos. Estaba vedado para todas sus gentes alejarse tras un muro invisible que ellos habían delimitado con mojones en el punto de inflexión que desde el otro lado dejaba de existir a los ojos del mundo la ciudad de Hennia. A partir de esos límites cualquier persona ajena que observara desde fuera les sería imposible tener cualquier imagen de la ciudad, pues Enlil la había recubierto con capas de invisibilidad. Se decía que al final, el declive era tan grande que incluso ese muro se empezaba a resquebrajar, siendo vulnerable al exterior. Pero su maldición iba mucho más allá, porque cualquier persona autóctona que osara atravesarlo le esperaría el peor de los destinos. No sólo habría visto cumplida su vida, si no que no se le permitiría acceder a la ciudad de los muertos en un pacto que había hecho con Ereshkigal y Nergal, adueñándose de aquellas almas y destruyéndolas para siempre.
Por su parte, los vivos intentaron salvar ese vacío honrando sobre la tierra la memoria de los antepasados que habían luchado contra su destino y habían instaurado una nueva era renovando la vida de Hennia. Aquello era mejor alternativa que olvidarlos para siempre, aunque ya hiciera mucho que habían dejado de existir. Por muchos sacrificios, plegarias, ruegos, lamentos, ofrendas, jamás recompondrían ni siquiera una imagen del alma de aquellos que ya fallecieron en aquellas circunstancias.
- Tras días de riñas entre nosotros, tras su afán de exhibicionismo ante mí, demostrándome que ya tenía incluso formada una guarnición para partir de inmediato, todo desembocó en una situación inesperada – se detuvo un momento y Dumuzi hizo lo mismo –. No me había doblegado ante sus deseos en privado, y mucho menos le iba a dar muestras de debilidad ahora que toda la corte estaba reunida en la Sala Dorada. En la intimidad había podido hablarle como una madre, pero ahora, allí, ante mis gentes, era la reina de Hennia, la diosa Ishtar que guiaba a todos ellos. Debía ejercer como tal.
- Madre – le había dicho de pie ante su trono, respaldado por siete hombres armados detrás de él –, déjame partir con estas gentes que están dispuestas a luchar por tu pueblo, y por que esta vez no suceda como las anteriores. Confía en mí, que yo traeré a Hennia la renovación definitiva. Nada malo ha de ocurrirme si cuento con tu bendición.
Ishtar se levantó de su trono y bajó unos cuantos peldaños para acercarse un poco más a él.
- ¿De verdad crees que por ser mi hijo vas atravesar los límites que nos impuso Enlil? Ya sabes lo que ocurre con todo aquel que osa poner un pie fuera de este mundo – calló un momento para mirarle a los ojos, los más duros que vio Ennes jamás –. Tú no eres diferente.
- Soy hijo de una diosa, y eso debería ser suficiente.
- No es suficiente – levantó la mirada, dando por terminada la conversación personal con el príncipe, y volvió a su sitio para hablar a toda la curia allí presente –. La sentencia ya fue dada hace cientos de años, y nada habrá que pueda revocarla. Oídme bien, porque todos y cada uno de los nacidos en Hennia estamos ligados a esta tierra de por vida.
Sin embargo, Ennes no se sintió aún derrotado, se acercó a Dumuzi, sentado a la derecha de la reina en el primer puesto junto al resto de los sacerdotes mayores de la ciudad. Como su padre, algo tendría que decir al respecto, pero cuando hizo el amago de ir a reclamarle su intervención, él levantó la mano denegándosela. No contradeciría a su reina jamás. Podría aconsejarla como lo hacía a menudo, pero a ella siempre le correspondía la última palabra, y precisamente en este caso los dos estaban absolutamente de acuerdo.
El príncipe había propuesto a su madre salir de la ciudad, más allá de lo que permitiera la situación para buscar ayuda como ya se había hecho anteriormente. A él poco le importaba el destino más allá de la muerte, él quería dejar en la tierra una gloria imborrable como todos aquellos héroes que habían luchado en las dos ocasiones anteriores; que su nombre y sus hazañas fueran recordadas en las tablillas como uno de ellos, como el salvador de su ciudad y no un simple espectador.
Cada año, en el día en que sol daba su luz por más tiempo a todos aquellos que vivían bajo sus dominios, se les honraba a aquellos héroes, rememorando sus nombres y sus gestas, procurando que al menos perduraran en el mundo de los vivos, aunque jamás pudieran recibir los ecos de aquellos honores. Y precisamente era eso a lo que él aspiraba, alcanzar la gloria de aquella manera sobre los vivos y no sobre los muertos, pero su madre no iba a permitir que se dirigiera voluntariamente a la condena de su existencia.
La miraba, y sabía que estaba deseosa de que alguien saliera voluntario a hacer lo que él había sido el único en atreverse, y mucho más ahora después del desastre ocurrido en consecuencia de la muerte del sacerdote y el pronóstico del oráculo. Sabía que si él hubiera sido cualquier otra persona lo habría aceptado con gusto. Pero él, justo él, no.
Ishtar se sintió orgullosa de que diera la talla y actuara como se esperaba. Le demostraba así que no se había equivocado en su afecto hacia él, pero podía más el miedo a perderle que el orgullo por que fuera él quien dirigiera las guarniciones hacia una nueva era.
- Bien – decretó Ishtar, poniéndose en pie y haciendo callar a todos los presentes –. Príncipe Ennes no pretendas poner un pie más allá de los límites de mi territorio, porque entonces no podré ir en tu ayuda.
Él sintió tal rabia que su mente se cegó con insensatas palabras. No pudo reprimirse ni una sola, y al hacerlo tampoco supo medir las consecuencias que provocaría en la ira de su madre. Ella hubiera soportado cualquier impertinencia, pero jamás que le dijera de frente que hubiera deseado que la ciudad hubiera caído en manos de Enlil en vez de en las suyas, culpándola de todas las penurias por las que desde el principio se habían planeado para ellos.
- Si todo lo que dices es cierto – levantó el cetro con los ojos desorbitados –, entonces ya no hace falta que me sigas rogando tu marcha, pues soy yo la que te condeno al exilio. Vete lejos, traspasa los límites, pero errarás sólo hasta que pronto la muerte te encuentre y sea destruido tu ser. Vete, pues ante mis ojos ya no eres mi hijo ni tampoco me ruegues en tu lecho de muerte, pues no intercederé por ti.
Ninguno de los dos fue prudente en sus palabras, que jamás llegaron a sentir como suyas, pero que habían salido de sus labios a pesar de que no se ajustaban con lo que de verdad sentían. Recapacitaron después de que todo fue escrito en el aire, una vez en que era irremediable la vuelta atrás. Ella jamás pensó que sería capaz de marcharse, creyó que volvería a pedirle perdón. Ante sus súplicas ella le hubiera perdonado sin dudarlo, pero aquellos pensamientos no rondaron ni por un momento en la mente de su hijo. Aceptó el destierro con gusto, pero no porque la odiara, si no porque era la única persona a la que nunca dejaría de honrar. Aceptó el destierro, sí, pero jurando ante los presentes y los dioses que volvería vivo para renovar su tierra a la que tanto amaba. Antes de dar la vuelta para marcharse añadió algo a su madre, que sólo ella pudo oír.
- Y volveré para verte a ti, madre. Si un destierro es lo que me impones para llevar acabo lo que en tu corazón más deseas, entonces me iré con gusto, sabiendo que te honraré aunque no tenga tu bendición.
Él sabía perfectamente que le aceptaría en su regreso, pues ella tampoco condenó sus actos cuando le dijo esas últimas palabras. La había mirado a los ojos mientras las pronunciaba y había leído en su interior el calor de sus abrazos cuando le tuviera de nuevo en casa, lamentándose por su propia actuación y muy agradecida por ser él quien los había salvado.
- Pero bien sabía que ya no volvería – hablaba Ishtar a Dumuzi, que admirado por sus palabras había dejado de escribir para escucharla –. No voy a verlo vivo, y tampoco recuperaré su cadáver. Se creía distinto por ser quien era y pensó que podría escapar a la maldición por ser su madre una diosa y su padre el vicario de Dumuzi y consorte en el reino.
Cuántas veces se lo había dicho, siendo eso su argumento principal en contra de sus reclamaciones, pero él no hizo caso. Ahora encontraba muchos caminos alternativos que le hubieran impedido alejarse de Hennia, incluso podría haberlo retenido bajo su voluntad. Pero luego lo pensaba mejor y sabía que jamás hubiera hecho eso, era su hijo y lo quería con ella, pero jamás le hubiera impuesto algo de aquella manera.
Ishtar hubiera seguido hablando durante toda la noche si Dumuzi no la hubiera detenido en el momento apropiado. Antes de la crecida del lago tenían que haber plasmado los acontecimientos en los anales secretos que se guardaban en lo alto del zigurat. Había que darse prisa, pero tampoco debían sobrepasar sus posibilidades, pues en su caso su mano ya no respondía apenas a sus órdenes. Ishtar acabó rindiéndose a sus peticiones, aunque tampoco le costó mucho convencerle. Con una simple caricia y unas dulces palabras sirvieron para hacerla bajar a la ciudadela.
- Vendrán después de la cosecha – le dijo de repente, una vez dentro de sus aposentos.
Dumuzi, que ya se iba, se volvió de nuevo, desconcertado por aquella afirmación.
- ¿A quién te refieres?
- A los hombres del pueblo de mi padre.
- Ah – comprendió, y ya que había salido el tema no iba a perder la oportunidad de hablar de ello –. Creo que esta noche me quedaré contigo.
Ishtar sonrió levemente desde el umbral de la puerta, y al echarse a un lado él se introdujo deprisa. Era tarde y el lecho les invitaba a tumbarse el él. Se sumergieron entre las sábanas y cuando ya pareció estar relajada entre sus brazos, Dumuzi volvió a sacar el tema de manera directa. Había mucho de lo que hablar, así que prefirió no perder el tiempo.
- No podemos permitir que vuelvan a poner un solo pie dentro de nuestra ciudad – le dijo en tono confidencial, pero tajante.
- ¿Crees que no lo sé? – afirmó la reina –. Pero eso ahora no importa, hay cosas más importantes que deberíamos tratar.
Calló un momento para apaciguar sus ánimos, y en seguida continuó.
- Todo ha ocurrido como yo sospechaba. El experimento que hice con los sacerdotes de Sin ha dado los resultados que imaginaba.
- ¿Has sabido algo de ellos? – dijo impaciente.
- Sé que han muerto, puedo sentirlo. Una muerte atroz, como habíamos esperado.
Dumuzi se quedó consternado, pues ello les dejaba sin esperanzas una vez más sobre el destino de su hijo. Comprendió que estuviera así durante toda tarde, tan melancólica, cuando tuvo que relatarle esa parte de los hechos referida a Ennes. Tan solo con recordar su nombre se estremecía, sabiendo el profundo dolor que le producía a su esposa. Y por supuesto, aunque él le quería como padre que era y había lamentado profundamente su ausencia, jamás llegó a tener el vínculo con él que como lo tuvo ella.
Había sido su cómplice en todo momento para lograr averiguar qué fue de su destino. Ella seguía implorando todas las noches a los dioses y en especial a su padre Sin, el que conoce los pasos de todos los hombres, por que le dejara entrever aunque fuera una mínima pista sobre él. Al fin había escuchado sus plegarias, aunque no de manera tan exacta como le hubiera gustado. Un presentimiento, al menos era mejor que nada.
Cuando el oráculo predijo todos aquellos desastres, y entre ellos la llegada de extranjeros al interior de sus dominios surgió una gran conmoción que estuvo apunto de saldarse con la estabilidad de la acrópolis. Al final todo pareció resolverse, acordando que cada uno siguiera con sus actividades normales, que los reyes, junto con la guardia, ya se encargarían de tenerlos bien vigilados en tiempo que durara la estancia. El tiempo que medió desde que se dio a conocer la noticia hasta la visita de las gentes de Hennia, se habían pasado Dumuzi y ella días enteros leyendo uno por uno los documentos del templete, y habían dado orden al santuario deque revisaran también sus tablillas para buscar cualquier referencia a algún hecho parecido.
Nada.
No había ningún precedente registrado sobre incursiones al interior de los límites de la invisibilidad. Sería pues, un acontecimiento único, y como tal procederían. Para evitar cualquier problema que pudiera surgir en los suburbios, prácticamente improbable, pero no imposible, en las tablillas diarias que se dejaban en la Vía Ilustre, añadieron una nota dejando completamente prohibido la salida más allá de las murallas bajo ningún concepto hasta nueva orden. Como se esperaba de ellos, obedecieron a la sanción.
A pesar de tenerlo todo planificado, todo lo establecido acabó por resumirse a la bienvenida. A partir de ahí se fue proyectando todo sobre la marcha. Eran muchos más de los esperados, lo que les produjo una gran incertidumbre, y ante el temor decidieron tenerlos recluidos en un ala del templo que habían desalojado excepto a los esclavos y sirvientes.
Habían mantenido arduas conversaciones todas las noches, y al final acordaron que Dumuzi se encargaría de interrogar al que parecía el jefe de la comitiva, y después de averiguar sus intenciones, entonces volverían a tratar el tema.
Fue así como dedujeron por pura lógica que su hijo había viajado hasta la ciudad de Sin, que para su sorpresa se encontraba muy cerca de allí, a tan sólo tres jornadas. Cuando Innasum le afirmó que jamás habían tenido conocimiento de aquella ciudad, supo entonces que los preceptos de Enlil habían sido cumplidos con total integridad. Él escuchó atento sobre todo lo que le dijo sobre ese hombre al que ellos habían llamado “el viajero” o “el extranjero”. Pero sus ánimos se vinieron abajo cuando le aseguró que había desaparecido sin dejar rastro la misma noche en la que llegó a la ciudad. Algo le decía que sí que había desaparecido, pero sin la necesidad de salir de las murallas.
Mientras contaba todo eso a su reina, con cada palabra veía como se le iba sumiendo el rostro en una honda tristeza. Pero, como siempre le solía ocurrir, tras un momento de debilidad, al instante su fortaleza se recomponía totalmente. Anunció que todos los recién llegados fueran conducidos al Templo Dorado, que daría un discurso que jamás olvidarían. Decidió que serían sus aliados hasta sobrepasar el punto de inflexión, momento en el que irremediablemente se convertirían también en sus víctimas, pues era una lucha en la que no había posibilidad de pactos ni alternativas. Como se había establecido en el principio, debían ser ellos consigo mismos.
Tras conocer la versión y las intenciones de los que venían de un mundo más allá de lo que jamás ellos conocerían, de su modo de vida, de las historias que salían de la boca de Innasum y que parecían tan maravillosas, Ishtar acabó por exponer a su cómplice el plan que le llevaba rondando varios días en la cabeza. Dumuzi le había hablado de que entre las gentes había también dos sacerdotes devotos de Sin. Había hablado por otro lado con los esclavos que habían destinado para servirles para que le informara de lo que hablaban el resto de las gentes en su día a día, sus intereses, sus gustos, sus preocupaciones, y lo que sería el tema de conversación típico: Hennia. Lo primero que le dijeron, algo que no le pareció nada extraño, es que estaban muy inquietos por aquel reclutamiento al que les tenían sometidos, pero tras ello, comentaron que todos estaban fascinados por lo que vieron en el Templo Dorado. No hablaban de otra cosa, además de la supuesta divinidad de la reina, Ishtar; algunos la defendían, y otros se mantenían más expectantes formándose su juicio al curso de los acontecimientos.
Entre los especialmente devotos parecieron ser los dos sacerdotes, lo que Ishtar aprovechó en su beneficio. Haría algo con ellos que jamás había realizado, ni ella ni nadie. Podía ser arriesgado, pero necesitaba tener una prueba más de que su hijo no volvería.
Acordó con Dumuzi que los trajera a su presencia, y que mientras ella estaba en el templete con ellos, él distrajera a Innasum con un banquete y que de paso, terminara de acordar lo que en adelante marcaría la relación entre las dos ciudades, pues una vez mostrada, seguro que no se olvidarían de ella y por encima de todo tratarían de buscarla de nuevo. Mejor sería, de momento, llevar las cosas de manera pacífica, y ver cómo se desarrollaba una situación para la que no tenían experiencia.
Mientras, Ishtar convertiría a los sacerdotes de Sin en ciudadanos de Hennia. En los orígenes los dioses les habían brindado la prosperidad en los alimentos más puros que ellos mismos tomaban, pero ahora, tan sólo disfrutaban de ellos los reyes, Ishtar por contener esencia divina, y Dumuzi por ser su consorte del linaje elegido por el dios para representarle. El resto de sus habitantes se alimentaban de víveres similares, pero con componentes bien diferentes, que hacían marcar además esa diferencia tan propia de aquellos tiempos tan críticos. Antes de concederles ese honor, les permitió como bienvenida que pudieran acceder como ella al mundo de los dioses, ganarse su confianza, darles ese privilegio con el que se garantizaba su fidelidad en adelante.
Mientras estaban abstraídos en otro plano de la realidad ella se entretuvo preparándoles el néctar divino que marcaría la unión a las filas de sus habitantes. Se lo dio a beber cuando estuvieron de vuelta, haciéndoles además pronunciar un juramento con el que definitivamente el acuerdo quedaría sellado por las dos partes. Ishtar argumentó que, como buena diosa, quería estar en paz con los servidores de su padre y entablar buenas relaciones entre ambos, pero eso sí, a cambio de su silencio por el honor que sólo les quería brindar a ellos. Los sacerdotes, por su parte, lo juraron por Sin y la diosa viviente que tenían ante sí. Ya no les cabía ninguna duda, y cuando ella les dijo que volvieran allí un par de semanas después de su marcha, aceptaron de inmediato. Sin embargo, no podrían cumplir su palabra.
Pero las intenciones de ella iban mucho más allá. Necesitaba comprobar, si, siendo ahora miembros de Hennia, al atravesar las murallas morirían o no. Si no, aún podía revivir esa pequeña esperanza que creyó desaparecida. Si volvían, su hijo aún podía tener alguna oportunidad; si no, ya no habría nada que hacer, y definitivamente debería resignarse a haberlo perdido para siempre, sin posibilidad siquiera de volver a verle en la ciudad que custodiaba su hermana, allí donde iban los muertos. En el fondo, incluso antes de verlos partir, sabía que esos dos sacerdotes jamás volverían, y era consciente que no debería tener esperanzas. Pero aquella fuerza incontrolable que le movía a actuar era mucho más poderosa que cualquier remordimiento por aquellos dos hombres, o incluso por el bien de ella misma al hacerse constantemente ilusiones vanas.
Intentaba justificar sus actos a sí misma, y sí que se tranquilizaba, pero sobre todo le reconfortaba el gran apoyo moral que le proporcionaba Dumuzi. Le miraba, recostada todavía en él, totalmente satisfecha por tenerle a su lado. Eran ya tantos años juntos… pero podría seguir a su lado por el resto de la eternidad. Respiró su aroma, sintió su piel, y supo que si él no hubiera estado allí todo habría sido muy diferente.
Antes de que comenzara el primer ciclo, después de que Enlil decidiera no ocuparse de las funciones que le correspondían tras lo que él consideraba una traición de los dioses, Dumuzi no dudó en apoyar incondicionalmente a su esposa Ishtar. Declaró que si él no se encargaba del control y el buen funcionamiento de la vida de los hombres, él ocuparía su lugar, siendo ese su don para Hennia. Él elegiría a un hombre que se situara al lado de la diosa y a quien delegaría todas las funciones que él ejercía en el mundo de los dioses. Él marcaría el linaje semidivino a través de su unión con el cuerpo de la mujer en la que Isthar se reencarnaría. Los hijos de esas uniones serían los candidatos al futuro consorte de Hennia. Como dios de la fertilidad y de los campos, conocía perfectamente todo lo relacionado con los asuntos de Enlil. Dumuzi cubrió así el vació que dejaron el incumplimiento de las funciones de Enlil como administrador y buen organizador de la vida de Hennia. Y si él no quería ser rey de esos hombres, lo sería él.
Ishtar por su parte, pensando en todo lo que había vivido desde que accedió al trono, incluso antes, nació en ella una cólera que de vez en cuando la asaltaba sin avisar.
- No sé a qué están jugando los dioses – declaró en actitud desafiante –, pero como bien dije ante los ojos de Sinniria, llevaré esta lucha hasta el final.