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Capítulo 20

La tumba estaba en el cementerio familiar de Adare.

Ariella caminó despacio entre lápidas de mármol y algunos mausoleos magníficos. Había silencio en aquel lugar, donde habían sido enterrados sus antepasados desde el final del reinado de la reina Isabel. Se estremeció. Era ya octubre y el cielo estaba nublado y amenazaba lluvia. A pesar de llevar un vestido pesado de lana y una capa aún más pesada con capucha, estaba muy delgada y tenía frío.

Desde que Emilian la dejará en el vestíbulo de Windsong casi dos meses atrás, no había pasado ni un día sin que visitara el monumento con el que recordaba a su hijo. Pero ese día se había dado cuenta de que el día anterior no había ido. Había estado ocupada con visitas de la ciudad. Frunció el ceño. Por primera vez en mucho tiempo había disfrutado de un debate animado sobre las próximas elecciones parlamentarias.

Comprendió que echaba de menos Londres.

Miró el cielo y pensó que aquello indicaba que se encontraba mejor.

Sonrió un poco cuando pasó por el mausoleo donde estaban enterrados los anteriores condes de Adare. Había querido mucho a sus abuelos. Los dos habían muerto mientras dormían con pocos meses de diferencia. Siempre le consolaba pasar al lado de la tumba y ahora casi podía sentirlos caminar con ella como si estuvieran complacidos.

Pensó que se estaba convirtiendo en una romántica.

Detrás de ese edificio de piedra había una sección vacía, el lugar que había reservado su padre para su familia inmediata. Ariella dejó de sonreír. Allí, en la hierba verde, había una pequeña losa.

Dos meses atrás sólo tenía que verla para echarse a llorar. Ahora se arrodilló ante ella y colocó un ramo de rosas blancas.

Adorado hijo de Ariella y Emilian St Xavier.

27 de julio, 1838

Que en paz descanse.

—¿Cómo estás? —susurró.

Ya no podía imaginar a su niño como antes. Ahora sólo veía unos ojos grises. Y los ojos que veía pertenecían a Emilian.

Se puso rígida. No podía ir allí sin pensar en el padre de su hijo. Era imposible. Era como si Emilian la acompañara en la visita.

Suspiró. Curiosamente, se sentía casi preparada para pensar en su marido.

—Tu madre se siente mejor —susurró—, pero eso no significa que te ame menos.

Suspiró de nuevo.

—Creo que me iré a Londres. Creo que es hora de volver a vivir —su sonrisa se debilitó—. Pero vendré a verte antes de irme y volveré para Navidad.

Se levantó. Volvió a ver ante sí los ojos grises de Emilian. Respiró hondo. Emilian había decidido acabar su matrimonio cuando ella estaba tan incapacitada por la pena que no podía luchar.

Habían viajado por ferrocarril hasta el ferry que los había llevado a Irlanda. Ariella estaba consumida de dolor, pero también furiosa hasta el punto de casi odiarlo por haber elegido aquel momento para destruir su matrimonio en vez de permitirle tiempo para calmar su pena. Nunca olvidaría la expresión dura y decidida que había mostrado él día tras día. Ella se había pegado a la ventanilla del tren e intentado alejarse de él lo más posible, sufriendo y rabiando en silencio con él sentado rígido a su lado con la vista clavada al frente. La tensión había sido insoportable.

«Iré directamente a Londres a pedir el divorcio».

«¿Cómo puedes hacerme esto? ¿Cómo puedes hacernos esto?»

Él no había pasado más que un momento en la casa. Llovía a mares aquel día.

«Los dos sabemos que es culpa mía».

Había subido al carruaje de alquiler y se había alejado sin mirar atrás.

Ariella recordaba vagamente que se había dejado caer en el camino y su hermano la había llevado a la casa. Alexi se había ofrecido a matarlo, pero ella le había suplicado que no interfiriera, que no empeorara aún más las cosas. Estaba enferma de pena y agotamiento y había intentado dar la espalda a Emilian, a sus recuerdos, sus pensamientos de él y su matrimonio. Estaba demasiado débil para luchar con él, y en cierto modo, se alegraba de estar en casa. Windsong era el refugio más seguro que conocía. Sus aposentos privados eran un santuario más seguro todavía, donde podía meterse en la cama cuando quisiera y curar sus heridas.

Pero la imagen de él se colaba en su mente sin previo aviso varias veces al día. Y al instante se sentía dolida, furiosa y confusa. Luego intentaba apartar sus pensamientos. Ya tenía suficiente dolor. No necesitaba más.

Se había esforzado por no pensar en el divorcio. Y ahora se preguntó por primera vez si Emilian había conseguido el certificado de separación o una anulación en los tribunales eclesiásticos.

Dolida, se arrodilló de nuevo ante la tumba de su hijo. ¿Por qué había hecho eso? Habían sido felices por un tiempo.

«Yo siempre te desearé». «Te amo».

Se incorporó.

¿Seguían todavía casados? ¿Había conseguido la separación? Para eso tendría que haberla acusado de adulterio.

Ella podía combatir aquel divorcio si quería.

Ariella se levantó las faldas y corrió por el cementerio hasta el carruaje que la esperaba. Por fin estaba preparada para luchar por su matrimonio y su futuro.

 

 

Entró en el vestíbulo de Windsong sin aliento.

—Ariella, ¿dónde has estado? —preguntó Dianna. La miró sorprendida—. Te ha pasado algo. Pareces dispuesta a debatir con fiereza. Pareces tú misma.

—Dianna, ¿sabemos si Emilian ha conseguido un certificado de separación o peor, si la petición de divorcio ha llegado al parlamento?

Su hermana la miró con atención.

—Yo no sé nada.

—¿Dónde está papá? —Cliff había regresado de Londres varios días atrás con Amanda.

—En la biblioteca.

Ariella abrazó a su hermana con fuerza y se alejó.

—¿A qué viene eso? —preguntó Dianna a sus espaldas. Ariella la miró por encima del hombro.

—Llevas dos meses pendiente de mí como si fuera una inválida. Espero no tener que devolverte nunca el favor. Te quiero.

La puerta de la biblioteca estaba abierta y Cliff sentado ante el escritorio, inmerso en sus libros de cuentas. Ariella llamó a la puerta con los nudillos. Cuando él levantó la vista, sonrió y entró.

—Espero no interrumpir. He decidido que es hora de que vaya a Woodland.

—Entiendo —él se levantó y dio la vuelta a la mesa—. Emilian no está allí.

—Lo suponía. Pero como esposa suya, también es mi casa. ¿Sigo siendo su esposa?

Cliff le pasó un brazo por los hombros.

—Todavía no ha presentado demanda de separación en los tribunales.

La joven lo miró atónita.

—¿Qué significa eso?

—No lo sé, pero un hombre que quiere librarse de su esposa no tarda tanto. Y Emilian está tardando.

Ariella sonrió.

«Te amo».

—¿Ahora vas a luchar por tu matrimonio?

El sudario se había levantado y de pronto había esperanza. Respiró hondo.

—Echo de menos a Emilian.

Su padre la observó.

—Sé que a ti no te gusta, pero estamos casados. Necesito tu apoyo y tu bendición.

—Ya os he dado mi bendición, Ariella. A los dos.

Ella lo miró con atención.

—Por favor, no lo culpes por lo que ha hecho. Ya ha sufrido bastante.

—La culpa es un juego peligroso. Podría culpar a tu hermano por haberte llevado con él, ¿no? Podría culpar a Emilian por haber dejado que te quedaras con los cíngaros. Podría culparme a mí por no haber vigilado mejor a Emilian, por haberlo acogido bajo mi techo, por no haberte vigilado a ti. Podría culparme por no haber ido a buscarte cuando huiste con él.

Ella lo abrazó, sabedora de que su padre se culpaba también por la pérdida de su hijo.

Él le sonrió con lágrimas en los ojos.

—Eres joven y los doctores dicen que no hay razón para que no tengas más hijos.

—Antes tengo que volver a conquistar a Emilian y no es un hombre fácil. No puedo forzarlo a volver a Woodland.

Cliff la rodeó con sus brazos.

—Estaba muy alterado cuando te trajo. Tú no estabas en condiciones de darte cuenta, pero yo vi lo mucho que te ama. Vi su angustia cuando se marchó, aunque intentaba ocultarla. He cambiado de opinión sobre él. Creo que está enamorado de ti.

Ella sintió el corazón henchido.

—Yo también creo que me quiere, pero eso no significa que quiera reconciliarse. Quiero darle tiempo, pero, si no regresa a Woodland, iré yo a buscarlo.

—Tú, querida mía, estás a la altura de los muchos retos que él representa —Cliff volvió a la mesa y sacó varias cartas de un cajón—. Creo que se corrió la noticia de vuestro matrimonio después de que volvieras aquí. Estas cartas son del administrador de Woodland.

Ariella las miró sorprendida.

—¿Me escribe a mí?

—Tú eres la señora de Woodland —Cliff vaciló—. Robert se ha apoderado de la hacienda y ahora se hace llamar vizconde. Mis abogados me han dicho que, si pasan años sin que Emilian regrese, hay leyes de posesión adversa que pueden posibilitar que Robert reclame las propiedades como suyas.

Ariella irguió la barbilla ultrajada.

—Iré a Woodland inmediatamente.

 

 

Cuando el carruaje cruzó la verja de Woodland, Ariella iba sentada en el borde del asiento. Era doloroso regresar así, sin Emilian y sin una pista sobre su paradero. Allí tenía muchos recuerdos agridulces de él y lo echaba más de menos que nunca.

Margery le apretó la mano.

—Afrontaremos juntas a ese villano —dijo.

Ariella estaba demasiado nerviosa para sonreír. Lucharía por su matrimonio, pero primero tenía que luchar por su hogar. Cuando ella había llegado a Windsong, Margery estaba en Adare, pero había ido corriendo a consolarla, igual que casi toda la familia. Y ahora había insistido en acompañarla a Derbyshire.

Cliff también había querido ir, pero la joven le había dicho que enviaría a buscarlo si no podía controlar a Robert sola. Afortunadamente, Alexi estaba en Hong Kong, o habría insistido en acompañarla y arrancarle la cabeza a Robert St Xavier.

—La propiedad parece en buen estado —comentó la joven—. Veo que a Richards le han permitido hacer parte del trabajo para el que lo contrató Emilian.

Las cartas del administrador eran preocupantes. Robert había hecho algo más que declararse vizconde. Había conseguido acceso a las cuentas bancarias de la hacienda. Según Richards, estaba empeñado en amueblar Woodland a su gusto y daba una fiesta tras otra. Estaba devorando los fondos del vizconde y pronto no habría beneficios ni reservas. El administrador le suplicaba que llamara a Emilian para que rectificara la situación. Y como Ariella no podía hacer eso, había ido allí para actuar en persona.

—Ahora éste es tu hogar —le recordó su prima—. Tienes que luchar por él.

—Lo sé. Pero nunca he tenido una batalla así.

—No te preocupes, no estás sola. Todo saldrá bien.

Ariella la abrazó.

—Eres la mejor amiga que he tenido nunca.

—Yo siento lo mismo —susurró Margery.

El carruaje se detuvo. Cuando se abrió la puerta, Ariella dio las gracias al cochero y bajó, seguida por su prima. Enderezó los hombros y se acercó a llamar a la puerta, esperando ver a Hoode, pues sabía que tendría en él a un aliado.

Pero apareció un lacayo de pelo blanco al que no conocía.

—¿Sí?

Ariella miró el vestíbulo y se quedó paralizada. Los retratos de ancestros que antes adornaban las paredes habían desaparecido, reemplazados por cuadros que no había visto nunca. Algunos eran francamente eróticos y otros simplemente extraños. No quedaba ninguno de los muebles centenarios de antes y en su lugar había otros nuevos y costosos. Alfombras caras cubrían los suelos de mármol. Margery suspiró a su lado.

—Ha gastado una pequeña fortuna.

—¿Dónde está Hoode? —preguntó Ariella ultrajada.

—Me temo que Hoode ya no está al servicio del vizconde.

Ella se enderezó.

—Os aseguro que Hoode sí está al servicio del vizconde —dijo con fiereza—. ¿Dónde está Robert?

—El vizconde ha dicho que no se le moleste.

Ariella perdió los estribos.

—¿Vuestro nombre?

—Barnes.

—Barnes, mi esposo es el vizconde. Os pregunto de nuevo, ¿dónde está Robert?

El hombre palideció.

—En la biblioteca, señora.

Ella echó a andar por el pasillo, pero se giró.

—Buscad a Hoode y traédmelo.

—Sí, señora.

Ariella continuó por el pasillo con Margery. Miró el salón al pasar y vio con desmayo que había varios caballeros jugando a las cartas y bebiendo vino. Ninguno iba correctamente vestido. Peor aún, la habitación olía a ale rancia, tabaco y cuerpos sin lavar.

La puerta de la biblioteca estaba cerrada. Ariella ni si quiera pensó en llamar. La abrió y se quedó petrificada.

Margery chocó con su espalda y dio un respingo.

Robert St Xavier tenía a una mujer en el escritorio de Emilian y estaba ocupado fornicando con ella.

Ariella se volvió con brusquedad y apartó a Margery al pasillo, lejos de la escena. Su prima tenía los ojos muy abiertos.

—No hace falta que veas eso —declaró Ariella con firmeza.

—¿Qué vas a hacer? —susurró Margery—. Creo que debes dejar que tu padre se ocupe de Robert.

—Quédate aquí.

Ariella se giró y volvió a la biblioteca. Nada había cambiado.

—Disculpad —dijo con furia.

Robert se apartó de un salto de la mujer y la miró atónito. La mujer soltó un grito y saltó detrás del escritorio.

Ariella sabía que se había sonrojado, pero mantuvo la vista fija en el rostro de Robert.

—¡Sal inmediatamente de mi casa! —ordenó con voz ronca.

Él sonrió y se colocó la ropa.

—Vaya, vaya… pero si es la señorita de Warenne, la amante de mi primo. Os estáis entrometiendo, señorita de Warenne —la miró con los brazos en jarras. Ariella temblaba de rabia.

—No pienso repetirlo. Os quiero fuera de esta casa ahora mismo. No permitiré que convirtáis Woodland en un burdel.

Él se rió de ella.

—¿Seguro que eso es lo que queréis? Yo creo que hay más.

—Sí, hay más. Quiero que nos devolváis hasta el último penique que nos habéis robado.

Robert parpadeó.

—Ahora yo soy el vizconde y, a menos que deseéis uniros a nosotros, quiero que os marchéis.

Ella se volvió temblando de rabia. Encima de la chimenea colgaban un par de espadas. Saltó sobre una otomana y agarró una, aunque nunca había aprendido esgrima. Robert se echó a reír, lo cual sólo sirvió para aumentar su decisión.

Saltó al suelo y la expresión de él cambió cuando se acercó y le apuntó la espada al pecho.

—¡No sabéis lo que hacéis! —gritó muy pálido.

—Os equivocáis; sé muy bien lo que hago. He visto a mi padre y mi hermano en las cubiertas de sus barcos, asesinando a piratas que intentaban abordarnos —aquello último era una exageración. Empujó la espada, que atravesó la camisa y arañó el pecho. No había sido su intención cortar tan profundo, pero le daba igual.

Él palideció e intentó sujetarle la mano.

Ella apretó más la hoja y él soltó un grito.

—¡Me habéis cortado!

Retrocedió y ella lo siguió.

—Emilian es el vizconde aquí y yo soy su esposa. Esta es mi casa. He dicho que os marchéis. Estoy perdiendo la paciencia.

Él había llegado a la pared y ella volvió a apretar la espada en el pecho.

—Estáis loca —él se agachó y la espada le desgarró la camisa en otro punto.

—Soy la vizcondesa de Woodland —dijo ella con furia—. Me casé con Emilian y tengo el certificado que lo prueba. Vos, señor, no sois más que un sinvergüenza y un villano que quiere robarnos nuestro hogar. Nuestra vida. ¡Fuera!

Él salió corriendo.

Cuando hubo cruzado la puerta, Ariella se giró y miró a la mujer. Esta, que estaba semidesnuda, recogió sus zapatos y salió a su vez. Ariella empezó a temblar. Había sangre en la punta de la espada y la punta no parecía roma precisamente. Se sentía enferma, pero no por lo que había hecho, sino porque habían profanado el hermoso escritorio de Emilian.

Miró a su alrededor y vio agujeros en el brocado del sofá. Había comida y bebida por todas partes, incluida una bandeja con restos en el suelo. La casa entera había sido profanada.

—¿Estás bien? —preguntó Margery desde la puerta.

Ariella asintió. Salió al pasillo y se acercó al salón. Se detuvo en la puerta, pero los cinco hombres de dentro estaban ebrios y muy pendientes del juego de cartas. Si sabían que estaba allí, les daba igual.

—¿Señora? —Barnes apareció detrás de ella—. ¿Puedo levantar a esos libertinos?

—Sí, podéis —contestó Ariella, aliviada.

El sirviente interrumpió el juego e informó a los caballeros de que debían salir de Woodland inmediatamente.

—La vizcondesa ha regresado e insiste en ello —dijo con firmeza, sin hacer caso de sus protestas ebrias.

Cuando al fin se marcharon, Ariella entró en el salón. Lo había conseguido. Había librado a Woodland de Robert, al menos por el momento. Hasta que volviera Emilian… si volvía.

Se dio cuenta de que sostenía todavía la espada.

—Barnes, limpiad esto y colocadlo en su lugar. Reunid a toda la servidumbre para las cinco. Quiero hablar con todos. Y deseo que esta casa vuelva a estar como antes. Quiero que todo esté en orden cuando regrese el vizconde.

Barnes tomó la espalda y asintió.

—¿Y cuándo se espera el regreso del vizconde?

Ariella suspiró.

—No lo sé. Pero volverá, de eso no hay duda.

Barnes se inclinó y salió.

Ariella enderezó los hombros. Tendría que volver antes o después, ¿no?

La verdad era que no lo sabía.

 

 

Emilian caminaba despacio por la colina a la luz del crepúsculo de otoño. El cementerio donde estaba enterrada Raiza se hallaba justo delante. Apenas recordaba la noche que había pasado allí dos meses y medio atrás, sentado en el suelo húmedo por la lluvia delante de la pequeña cruz de madera que marcaba el punto donde la habían enterrado. Entonces acababa de regresar de dejar a Ariella en Windsong.

Después había pasado tres meses viajando con los cíngaros. Habían subido por el norte hasta Inverness y regresado a la zona el día anterior para pasar el invierno allí. Stevan tomaba los pedidos de las sillas, mesas y escritorios que arreglaría; Emilian tomaba los pedidos de las ruedas de carros que repararía y de las que haría nuevas. Tenían por delante un largo invierno.

Todavía no había solicitado el divorcio.

Pero lo haría pronto.

Ahora estaba decidido, pues había aprendido a sobrevivir a la pérdida haciéndose adicto al autocontrol y al distanciamiento emocional. Sus pensamientos no vagaban, estaban firmemente anclados en el presente. Su corazón era de acero. No pensaría en la vez anterior que había ido a esa tumba, con la mente y el corazón consumidos por Ariella. Aquella noche había ido a llorar a Raiza y había llorado a su esposa.

Pasó delante de las primeras tumbas modestas y se detuvo ante la lápida de mármol que había encargado para Raiza. Ahora tenía que llorarla apropiadamente; tenía que decirle adiós.

Pero el corazón le latía con fuerza y no parecía poder controlarlo. Por primera vez en meses, veía a su madre como la había visto de niño, sonriendo y contenta, remendándole los calcetines a la luz del fuego con él sentado a sus pies. Y él era un niño gitano contento con su destino.

Cerró los ojos y recordó a continuación la mañana en la que se recuperaba de los latigazos en Rose Hill. Ariella le hablaba de Enrique V con ojos brillantes. Supo entonces que se había enamorado de ella en aquel preciso momento.

«Perteneces a dos mundos, no a uno».

¿Cómo podía pertenecer alguien a dos mundos?

Ahora le dolía el corazón. ¿No había pasado seis meses viviendo como un cíngaro? ¿Y no había pasado los dieciocho años anteriores viviendo como un inglés?

La noche anterior se había casado un gitano joven con una chica del pueblo. Había sido una noche de música, canciones, risas y baile. La chica era escocesa, hija del jefe de los establos de un noble. El joven se quedaría con su esposa en Glasgow y trabajaría por un salario en la ciudad. Ella no quería viajar, no quería dejar a su familia. Nadie se había sorprendido aparte de Emilian. Había muchos cíngaros aventurándose a otra vida y muchas personas de sangre mezclada con un pie en cada mundo.

—Ningún hombre pertenece a dos mundos —rugió. Y para su sorpresa, sintió lágrimas en el rostro—. Yo soy gitano.

Los payos habían matado a Raiza… y habían matado al hijo de Ariella y suyo.

«Tu padre es un buen hombre, Emilian. El puede darte una vida que yo no puedo».

Oía claramente a su madre y veía su expresión implorante cuando le suplicaba que entendiera justo antes de enviarlo con el policía a su nueva vida inglesa.

«Yo puedo darte muchas oportunidades, Emilian. Déjame hacerlo».

Comprendió de pronto que Edmund lo había querido, y no sólo porque fuera su heredero. Lo había querido a su modo cauteloso, cortés y muy inglés, sin mostrar nunca su afecto abiertamente, pero permitiéndole explorar todos los caminos que quisiera, alentándolo a hacerlo. Lo había querido porque era su hijo y estaba orgulloso de sus logros.

Y Stevan le había dicho que Raiza también estaba llena de orgullo.

Se dejó caer de rodillas. Ya no lloraba por su madre, la mentaba haber elegido una vida hasta tal punto por encima de la otra, pero no sabía si podía buscar compromisos. Tanto su padre como su madre habían elegido el modo inglés para él y al fin comprendía por qué.

¿Qué hacía arreglando ruedas de carros? Odiaba ese trabajo repetitivo. Los días largos y vacíos en el camino lo aburrían. Echaba de menos sus cuentas, su trabajo artístico, sus libros. Echaba de menos los lujos de su casa.

Ahora veía Woodland en todo su esplendor, esplendor y gloria que eran un monumento a sus esfuerzos y a sus deberes y preocupaciones. Pensó en su hermosa biblioteca, en los cientos de libros que había elegido personalmente, leído y releído. Pensó en sus jardines ingleses, cuidadosamente diseñados por él; pensó en su establo de caballos pura raza y en su alazán preferido. Pensó en su servidumbre, en sus asuntos, sus inquilinos y las granjas. Se interesaba por sus inquilinos… incluso conocía los nombres de sus hijos.

Tendió la mano hacia la losa de mármol y la imagen de Raiza acudió de nuevo a su mente.

—Soy didikoi. Soy de sangre mezclada.

La sonrisa de ella no se alteró.

En ese momento casi sintió como si ella le diera su bendición. Sintió una caricia en el hombro, pero seguramente fue el viento del crepúsculo.

Se incorporó. Había ido al norte a llorarla y a buscar su herencia cíngara y, en lugar de ello, se había casado y perdido una esposa y un hijo mientras buscaba una verdad que no era la que había esperado. Jamás encajaría en el modo de vida de los cíngaros. Echaba de menos Woodland y los desafíos de mantener una hacienda que diera beneficios. Echaba de menos buena parte de su vida inglesa. Pero su parte cíngara también era fuerte.

Ya no tenía más dudas. Pertenecía a dos mundos, no a uno.

Había permanecido tanto tiempo con los cíngaros, no porque hubieran asesinado a su madre, sino porque huía del dolor de haber perdido a Ariella. Y ahora entendía que jamás superaría esa pérdida pero no podía seguir huyendo. En Woodland lo esperaban deberes y responsabilidades. Lo esperaban personas.

Siempre habría murmuraciones, pero no por parte de todos. Algunos payos eran buenos y justos, como los de Warenne. Como Ariella.

«Voy a rezar para que encuentres lo que buscas y para que luego decidas volver a casa. Cuando lo hagas, yo estaré allí…»

Aquel recuerdo lo sorprendió. Ariella había dicho esas palabras después de que los sorprendieran en Rose Hill, pero todo había cambiado desde entonces. Ariella ahora estaría en Londres, debatiendo con sus amigos radicales, superada ya la pérdida de su hijo. Esperaba que ése fuera el caso. Ella amaba el debate y se le daba bien.

Pero lo esperaba Woodland.

Y se iba a casa.

Y quizá la próxima vez que viera a Ariella, ella le habría perdonado todo lo que le había hecho. Conociéndola, estaba seguro de que no habría culpas ni rencores. Tal vez incluso estuviera con su príncipe, pero él lo aceptaría y se alegraría por ella. Sólo esperaba que al fin pudieran ser amigos.

Ahora se conformaría con su amistad.

 

 

El corazón la latía con fuerza cuando bajó del carruaje alquilado delante de las puertas grandes de Woodland. Permaneció un momento inmóvil en el aire frío de principios de diciembre y vio que los edificios y los jardines parecían estar en perfecto estado. Richards había trabajado bien. Estaba muy complacido.

Un mozo de establo que pasaba lo vio y sonrió. Se quitó la gorra.

—¡Señor! Me alegro de teneros de vuelta.

Emilian le sonrió, sorprendido de darse cuenta de que se sentía bastante feliz.

—¿Cómo va eso, Billy?

—Muy bien, señor. Tenéis potros nuevos, señor.

Su alegría aumentó. Se volvió y los jardineros que estaban al lado de la fuente se quitaron también la gorra. Los saludó con la cabeza y les sonrió. Detrás de la fuente, de los establos, vio a un grupo de potrillos que corrían viento.

Era estupendo estar en casa.

Subió los escalones con energía. No llamó, y cuando entró en el vestíbulo, le complació ver que todo estaba exactamente como lo había dejado. Hoode se acercaba por el pasillo con los ojos muy abiertos en su cara pálida.

—¡Señor, habéis vuelto a casa! —sonrió.

—Hola, Hoode —Edmund le lanzó el sombrero y el mayordomo lo atrapó al vuelo—. Sí, he vuelto y me complace mucho lo que veo.

—Señor, eso tenéis que agradecérselo a vuestra esposa. Entró aquí y expulsó a vuestro primo de la casa a punta de espada, señor. Y justo a tiempo, pues él estaba arruinando la propiedad.

El mundo se quedó inmóvil. Ni siquiera estaba seguro de que su corazón latiera todavía.

Tenía que haber oído mal. ¿Ariella estaba allí?

Tardó un momento en poder hablar.

—Repetid eso.

Hoode estaba lleno de entusiasmo.

—Lord Robert intentó apoderarse de la propiedad y del título, señor. Me despidió y empezó a gastar vuestra fortuna en lo que le apetecía. La señora volvió justo a tiempo, os lo aseguro. Sois un hombre afortunado, señor.

El corazón le latió con fuerza. Incrédulo y con el temor de estar soñando, miró más allá de Hoode. Y ella estaba allí, en la puerta del salón, su ángel de misericordia, la visión más hermosa que había contemplando jamás. Lloraba y al instante supo que eran lágrimas de felicidad.

Ella lo esperaba como había prometido.

—¿Ariella? —todavía no podía creerlo.

—Has vuelto —susurró ella, temblando visiblemente.

—He vuelto a casa —consiguió decir él. La alegría intentaba embargarlo, pero la contuvo—. ¿Y tú estás aquí? ¿Me estás esperando?

—¿Y dónde más podría estar?

Echó a andar hacia ella con esperanza y amor.

—Podrías estar en Windsong, en Londres… en cualquier otra parte.

Llegó hasta ella, pero tenía miedo de tocarla. Tenía miedo de que aquello fuera un sueño y ella una ilusión que se evaporaría al instante.

Pero ella le tocó la mejilla con un gesto tierno y familiar y la caricia hizo que la alegría explotara en su corazón.

—Soy tu esposa. Mi lugar está aquí. Te dije que estaría aquí esperándote. ¿O lo has olvidado?

Él la abrazó con fuerza, intentando comprender todavía que aquella mujer creía en él lo bastante para haber vuelto a él y que lo amaba de verdad.

—No lo he olvidado —dijo con voz ronca—. ¿Pero cómo puedes perdonarme por el hijo que perdimos? Fue culpa mía.

—Fue un accidente. ¿No te has parado a pensar que yo me he culpado a mí por haberte seguido?

Él la miró alarmado.

—No quiero que te culpes por nada. Nunca.

Ella le acarició la mejilla.

—Yo tampoco quiero que tú te culpes por nada.

Él respiró hondo.

—¿Y dónde estamos ahora?

Ariella le sonrió.

—Tienes que perdonarte a ti mismo para que podamos tener el futuro que merecemos.

Él volvió a estrecharla en sus brazos, temeroso de dejarla ir.

—No pediste el divorcio —susurró ella.

—Lo fui posponiendo —explicó él.

Ella le sonrió.

—Me pregunto por qué.

—Creo que ya sabes por qué. Estoy más que dispuesto a confesar que sigo tan profunda y desesperadamente enamorado de ti que ni siquiera he sido capaz de hablar con un abogado.

Ella se echó a reír.

—¿Una confesión en la luz brillante de tu vestíbulo? ¿Qué nuevo aspecto de tu carácter es éste?

La alegría que surgía del interior de Emilian era un tipo de felicidad que no había conocido nunca, ni siquiera en los primeros días de su matrimonio.

—Pensé que lo mejor era renunciar a ti —dijo muy serio—. No lo mejor para mí, sino para ti. Pero entonces pensaba vivir con los gitanos y ahora he vuelto a Woodland. Tú tenías razón. Pertenezco a dos mundos, no a uno.

—¡Oh, Emilian! Nunca he visto tus ojos tan brillantes y alegres. Nunca te he visto sonreír tan abiertamente. Las sombras oscuras ya no están.

Él le acarició la mejilla, la sien, el rostro.

—Nunca seré completamente gitano igual que nunca seré totalmente un inglés de sangre azul. ¿Podrás soportarlo?

Ella se echó a reír.

—¡Gracias a Dios por eso! Yo no estoy enamorada de un inglés de sangre azul, estoy enamorada de mi príncipe de sangre mezclada.

Lo decía de verdad y eso lo hacía más feliz todavía.

—No hay príncipes gitanos —murmuró—. Como tú bien sabes.

—Claro que los hay. Tú estás delante de mí. Me has dicho muchas veces que un día encontraría a mi príncipe, pero te equivocabas. Porque tú eres mi príncipe, lo has sido desde el momento en que nos conocimos y nada cambiará nunca eso.

A él la emoción no le permitía hablar. Ella siempre lo miraba con aquellos ojos brillantes, y se dio cuenta de que en ellos había algo más que amor y confianza. Lo miraba con una gran admiración.

¿Y no la había mirado él siempre con el mismo respeto? Era una gran dama y, sin embargo, había sido su amante, su amiga y su esposa y una vez más le declaraba su amor eterno. Y ahora, por primera vez, la creyó.

Ariella de Warenne lo amaba con el amor profundo, eterno y de los de toda la vida por el que eran famosos los hombres y mujeres de Warenne.

Emilian hasta creía que era su destino.

Le besó la mano y carraspeó.

—No te merezco —ella empezó a protestar y él la silenció tocándole la barbilla—. ¡Chist! No te merezco, de eso no hay duda. Pero no volveré a renunciar a ti. Voy a intentar ser el príncipe que tú crees que soy. Te quiero y pienso pasar el resto de mi vida probándote hasta qué punto. Tienes que estar preparada. Habrá muchas más declaraciones de este tipo.

Ella le echó los brazos al cuello.

—No tienes que probar nada. Sé lo mucho que me amas.

Él la estrechó con fuerza, abrumado por tanto sentimiento, tanta felicidad, tanto amor. El futuro se extendía brillante ante ellos.

—No, querida, no tienes ni idea.

—Pues demuéstramelo —susurró ella, temblorosa.

Él la besó en la boca con gentileza y sensualidad. Empezó a pensar en modos creativos de profesarle su amor.

—Ven arriba conmigo —murmuró con su tono más seductor—. Te lo voy a empezar a demostrar ahora mismo.

Su hermosa y excéntrica princesa paya le sonrió con ojos brillantes.

Y el corazón de Emilian St Xavier voló alto y libre.

 

* * *