Capítulo 1
Derbyshire, primavera de 1838
Tan absorta estaba en el libro que leía, que no oyó la llamada en la puerta hasta que los golpes se hicieron imperiosos. Ariella se sobresaltó, acurrucada en una cama de columnas con el libro sobre Genghis Khan en las manos. Visiones de una ciudad del siglo XIII bailaron todavía un momento en su mente y vio hombres y mujeres de clase alta vestidos con elegancia huyendo presas del pánico entre artesanos y esclavos ante las hordas mongoles que galopaban en sus caballos de guerra por las calles polvorientas.
—¡Ariella de Warenne!
La joven suspiró y apartó de su mente las visiones imaginarias. Estaba en Rose Hill, la residencia de sus padres en la campiña inglesa; había llegado la noche anterior.
—Adelante, Dianna —dejó el libro a un lado.
Su media hermana, ocho años más joven que ella, entró corriendo y se detuvo en seco.
—¡Ni siquiera estás vestida! —exclamó.
—¿No puedo llevar esto en la cena? —preguntó Ariella con ingenuidad fingida. No le interesaba la moda, pero sabía que, en su familia, las mujeres llevaban vestidos de noche y joyas para la cena y los hombres esmoquin.
Dianna abrió mucho los ojos.
—¡Ese vestido lo has llevado para desayunar!
Ariella se levantó de la cama con una sonrisa. Todavía no había asimilado lo mucho que había madurado su hermanita. Un año atrás, Dianna había sido más niña que mujer ahora costaba creer que tuviera sólo dieciséis años, sobre todo con un vestido como el que llevaba.
—¿Tan tarde es? —miró por una ventana del dormitorio y le sorprendió ver que el sol estaba bajo en el cielo. Había pasado horas leyendo.
—Son casi las cuatro y sé que sabes que esta noche tenemos compañía.
Ariella recordaba que Amanda, su madrastra, había mencionado que habría invitados para la cena.
—¿Sabías que Genghis Khan nunca empezaba un ataque sin avisar? Siempre enviaba antes recado a los jefes y reyes de los países pidiendo su rendición en lugar de atacar y matar a todos, como afirman tantos historiadores.
Dianna la miró confundida.
—¿Quién es Genghis Khan? ¿De qué hablas?
Ariella sonrió.
—Estoy leyendo un libro sobre los mongoles. Su historia es increíble. Con Genghis Khan formaron un imperio casi tan grande como el británico. ¿Lo sabías?
—No, no lo sabía. Ariella, mamá ha invitado a lord Montgomery y a su hermano… en tu honor.
—Claro que hoy habitan una zona mucho más pequeña —prosiguió Ariella, que no había oído las últimas palabras—. Yo quiero ir a las estepas centrales de Asia. Los mongoles siguen viviendo allí todavía. Su cultura y su modo de vida ha cambiado muy poco desde los tiempos de Genghis Khan. ¿Te imaginas?
Dianna hizo una mueca y se acercó a mirar los vestidos colgados en el vestidor.
—Lord Montgomery es de tu edad y ha heredado el título este año. Su hermano es algo más joven. El título es antiguo y la hacienda está bien cuidada. He oído a mamá hablar de eso con tía Lizzie —sacó un vestido azul pálido—. Este es precioso. Y parece que está sin estrenar.
Ariella no quería rendirse todavía.
—Te dejaré el libro cuando lo termine; seguro que te va a gustar. A lo mejor podemos ir juntas a las estepas. Y acercarnos a ver la Gran Muralla de China.
Dianna se volvió y la miró de hito en hito.
Ariella notó que su hermana empezaba a perder la paciencia. Siempre le costaba recordar que no todo el mundo compartía su pasión por aprender.
—No, no he estrenado el azul. Las cenas a las que asisto en la ciudad están llenas de académicos y reformadores y hay muy pocos nobles. A nadie le importa la moda.
Dianna sujetó el vestido contra su pecho y movió la cabeza.
—Eso es una lástima. A mí no me interesan los mongoles, Ariella, y no comprendo bien por qué a ti sí. No pienso ir a las estepas contigo… ni a ninguna muralla china. Me encanta mi vida aquí. La última vez que hablamos, estabas loca por los beduinos.
—Acababa de volver de Jerusalén y de una gira con guía por un campamento beduino. ¿Sabías que nuestro ejército utiliza beduinos como guías y exploradores en Palestina y en Egipto?
Dianna se acercó a la cama y dejó allí el vestido.
—Es hora de que te pongas este vestido tan bonito. Con tu pelo y tu piel dorados y los famosos ojos azules de los de Warenne, harás volver la cabeza a todo el mundo.
Ariella la miró, ya a la defensiva.
—¿Quién has dicho que venía?
—Lord Montgomery —presumió Dianna—. Un buen partido. Y dicen que es guapísimo.
Ariella se cruzó de brazos, confusa.
—Eres demasiado joven para buscar marido.
—Pero tú no —contestó Dianna—. No me has oído, ¿verdad? Lord Montgomery acaba de heredar el título y es muy guapo y bien educado. He oído además que tiene prisa por casarse.
Ariella volvió la vista. Tenía veinticuatro años, pero no pensaba en el matrimonio. La pasión por el conocimiento la había embargado desde pequeña. Los libros habían sido su vida desde que podía recordar. Si tenía que elegir entre pasar tiempo en una biblioteca o en un baile, elegía lo primero.
Por suerte, su padre la adoraba y alentaba sus ansias intelectuales, algo muy poco corriente. Desde que cumpliera los veintiún años, residía principalmente en Londres, donde podía ir a bibliotecas y museos y asistir a debates públicos sobre temas sociales candentes con radicales como Francis Place y William Covett. Pero a pesar de la libertad que tenía, ansiaba una independencia mucho mayor… quería viajar sin carabina y ver los lugares y las personas sobre los que leía.
Ariella había nacido en la Berbería, de madre judía esclavizada por un príncipe bereber. Su madre había sido ejecutada poco después del nacimiento de Ariella por dar a luz a una hija de piel blanca y ojos azules. Su padre había conseguido sacarla del harén y la había criado personalmente desde la infancia. Cliff de Warenne era ahora uno de los magnates más importantes del transporte marítimo, pero en aquella época había sido más corsario que otra cosa. Ella había pasado los primeros años de su vida en las Indias Occidentales, donde su padre tenía una casa. Cuando conoció a Amanda y se casó con ella, se trasladaron a Londres. Pero su madrastra amaba el mar tanto como Cliff y, antes de llegar a la mayoría de edad, Ariella había viajado de un extremo del Mediterráneo al otro, a lo largo de la costa de los Estados Unidos y a las ciudades más importantes de Europa. Había ido incluso a Palestina, Hong Kong y las Indias Orientales.
El año anterior había viajado tres meses por Viena, Budapest y Atenas. Su padre había autorizado el viaje con la condición de que la acompañara su hermano Alexi, que seguía los pasos del padre como comerciante aventurero y había estado encantado de escoltarla y desviarse brevemente a Constantinopla a instancias de ella.
Su tierra favorita era Palestina y su ciudad preferida Jerusalén; la que menos le gustaba, Argel, donde su madre había sido ejecutada por tener una aventura con su padre.
Ariella sabía que era afortunada por haber recorrido buena parte del mundo. Sabía que era afortunada de tener padres permisivos, que confiaban en ella y se sentían orgullosos de su intelecto. No era la norma. Dianna no poseía mucha educación; sólo leía de vez en cuando alguna novela de amor. Pasaba la temporada en Londres y el resto del año en la casa de campo, llevando una vida de ocio. Aparte de sus caridades, mataba los días cambiándose de ropa, asistiendo a comidas y tés y visitando a los vecinos. Lo habitual en una joven bien educada.
Dianna saldría pronto al mercado matrimonial y buscaría el marido perfecto. Ariella sabía que su hermosa hermana, una heredera de pleno derecho, no tendría problemas para casarse. Pero ella deseaba una vida muy distinta. Prefería la independencia, los libros y los viajes al matrimonio. Sólo un hombre muy poco corriente le permitiría la libertad a la que estaba acostumbrada y no podía imaginarse dando cuentas a nadie. El matrimonio nunca le había parecido importante, aunque se había criado rodeada de mucho amor, devoción e igualdad en los matrimonios de sus tíos y de sus padres. Sabía que, si se casaba alguna vez, sería porque había encontrado ese amor grande y poco corriente por el que eran famosos los hombres y las mujeres de Warenne. Pero a los veinticuatro años, eso no había ocurrido y no lo echaba en falta, pues tenía miles de libros que leer y de lugares que ver. Dudaba que la vida entera le llegara para todo lo que quería conseguir.
Miró a su hermana.
Dianna sonrió con cierta ansiedad.
—Me alegro de que estés en casa, te he echado de menos, Ariella.
—Yo también a ti —repuso Ariella, no del todo franca.
Un país extranjero, donde estaba rodeada de olores vistas y sonidos exóticos, y personas nuevas a las que intentar comprender, resultaba demasiado interesante para dar cabida a la nostalgia de casa. Incluso en Londres, podía pasarse días enteros en un museo sin notar el paso del tiempo.
—Me alegro de que hayas venido a Rose Hill —dijo Dianna—. Esta noche será muy divertida. Conozco al joven Montgomery y, si su hermano mayor es tan encantador como él, será mejor que te olvides de Genghis Khan. Y no creo que debas mencionar a los mongoles en la cena. Nadie lo entendería.
Ariella vaciló.
—La verdad es que me gustaría que estuviéramos sólo la familia. No soporto pasar una velada entera hablando del tiempo, de las rosas de Amanda, la última cacería o las próximas carreras de caballos.
—¿Por qué no? Esos son temas apropiados para la cena. ¿Me prometes no hablar de los mongoles ni las estepas ni de reuniones con académicos y reformadores? —Dianna sonrió—. Todos pensarán que eres una radical… y demasiado independiente.
—En ese caso, me quedaré callada.
—Eso es infantil.
—Una mujer tiene que poder decir lo que piensa. En la ciudad lo hago. Y sí soy algo radical. Hay unas condiciones sociales terribles en el país. El Código Penal ha cambiado muy poco y en cuanto a la reforma parlamentaria…
—Pues claro que en la ciudad dices lo que piensas —la interrumpió Dianna—. Pero no estás en compañía de nobles, tú misma lo has dicho —la chica parecía agitada—. Te quiero mucho y te pido como hermana que intentes una conversación apropiada.
—Tú te has vuelto muy conservadora —protestó Ariella—. Está bien. No hablaré de ningún tema sin tu aprobación. Te miraré y esperaré que me guiñes el ojo. No, espera, tírate del lóbulo izquierdo y sabré que se me permite hablar.
—¿Te estás burlando de mis intentos sinceros por verte bien casada?
Ariella se sentó con fuerza. ¿Tanto deseaba su hermana que se casara? Resultaba sorprendente.
Dianna sonrió.
—También creo que no debes mencionar que papá te permite vivir sola en Londres.
—Casi nunca estoy sola. Hay una casa llena de sirvientes, el conde y tía Lizzie pasan mucho tiempo en la ciudad y tío Rex y Blanche están a media hora de casa en Harrington Hall.
—No importa quién entre o salga de Harmon House, tú vives como una mujer independiente. Nuestros invitados se escandalizarían. Lord Montgomery se escandalizaría —dijo Dianna con firmeza—. Papá tiene que recuperar el sentido común en lo que a ti respecta.
—No soy totalmente independiente. Recibo dinero de mis propiedades, pero papá es mi fiduciario —Ariella se mordió el labio inferior. ¿Cuándo se había vuelto Dianna exactamente igual que todas las chicas de su edad y condición? ¿Por qué no entendía que el libre pensamiento y la independencia eran algo que había que anhelar, no condenar?
Dianna alisó el vestido sobre la cama.
—Papá está tan hechizado por ti que no piensa con la cabeza. La gente murmura porque resides en Londres sin familia —levantó la vista—. Yo te quiero. Tienes veinticuatro años. Papá no se siente inclinado a forzar un matrimonio, pero tienes la edad. Ya es hora, Ariella. Estoy pensando en lo mejor para ti.
Ariella estaba consternada. Ya era hora de decirle la verdad a su hermana.
—Dianna, por favor, no se te ocurra emparejarme con Montgomery. No me importa quedarme soltera.
—¿Y qué harás si no te casas? ¿Y los hijos? Si papá te da tu herencia, ¿te dedicarás a viajar? ¿Cuánto tiempo? ¿Viajarás a los cuarenta años? ¿A los ochenta?
—Eso espero.
Dianna movió la cabeza.
—Eso es una locura.
Eran tan distintas como el día y la noche.
—Yo no quiero casarme —declaró Ariella con firmeza—. Sólo me casaré si es un verdadero encuentro de dos mentes. Pero seré educada con lord Montgomery. Te prometo que no hablaré de los temas que me importan, pero, por lo que más quieras, tú desiste ya. No se me ocurre nada peor que una vida sometida a un caballero de mente cerrada. Me gusta mi vida tal y como es.
Dianna se mostraba incrédula.
—Eres una mujer y Dios te creó para que tomaras esposo y le dieras hijos, y sí, te sometieras a él. ¿A qué te refieres con lo de unión de las mentes? ¿Quién se casa por esa unión?
Ariella estaba escandalizada de que su hermana defendiera puntos de vista tan tradicionales… aunque los defendiera casi toda la sociedad.
—No sé lo que Dios tiene decretado para las mujeres ni para mí —consiguió decir—. Los hombres han decretado que las mujeres deben casarse y tener hijos. Dianna, por favor, intenta comprender. La mayoría de los hombres no me permitirían entrar en Oxford disfrazada de hombre y escuchar las clases de mis profesores predilectos —Dianna dio un respingo—. La mayoría de los hombres no me permitirían pasar días enteros en los archivos del Museo Británico —siguió Ariella con firmeza—. Me niego a sucumbir a un matrimonio tradicional… si es que sucumbo a alguno.
Su hermana lanzó un gemido.
—Ahora puedo ver el futuro. Te casarás con un abogado socialista radical.
—Quizá lo haga. ¿De verdad me imaginas como esposa de un caballero, quedándome en casa, cambiándome de vestido varias veces al día y siendo un adorno bonito e inútil? Excepto, claro, por los cinco, seis o siete niños que tendré que parir, como una yegua de cría.
—Eso es un modo terrible de ver el matrimonio y la familia —comentó Dianna, que parecía atónita—. ¿Eso es lo que piensas de mí, que soy un adorno bonito e inútil? ¿Mi madre y tía Lizzie son eso? ¿Y nuestra prima Margery? Y tener hijos es algo maravilloso. A ti te gustan los niños.
Ariella se preguntó cómo había podido ocurrir aquello.
—No, Dianna, disculpa. Yo no pienso en ti en esos términos. Yo te adoro y estoy muy orgullosa de ti. Ninguna de las mujeres de nuestra familia es un adorno bonito e inútil.
—No soy estúpida. Sé que eres muy lista. Todo el mundo en esta familia lo dice. Sé que has leído más que casi todos los caballeros que conocemos. Sé que crees que soy tonta. Pero querer un buen matrimonio e hijos no es tonto. Al contrario, es admirable querer un hogar, un marido e hijos.
Ariella retrocedió.
—Pues claro que sí… porque tú quieres esas cosas de verdad.
—Y tú no. Tú quieres que te dejen sola para leer un libro tras otro de gente rara como los mongoles. Es muy tonto pensar en consumir tu vida leyendo vidas de extranjeros y muertos. ¿No se te ha ocurrido pensar que un día puedas lamentar esa elección?
Ariella estaba sorprendida.
—Pues no —suspiró—. Yo no descarto el matrimonio, pero no tengo prisa y no puedo casarme nunca si eso pone en peligro mi felicidad. Aunque quizá un día encuentre ese amor de una vez en la vida por el que es famosa nuestra familia —añadió, principalmente para complacer a su hermana.
Dianna gruñó.
—Si es así, espero que tú seas la única de Warenne que consigue escapar al escándalo tan a menudo asociado con nuestra familia.
Ariella sonrió.
—Por favor, intenta comprender. Estoy muy satisfecha con mi estado de solterona.
Dianna la miró sombría.
—Nadie te llama solterona todavía. Gracias a Dios que tienes fortuna y las oportunidades que eso conlleva, pero me temo que te arrepentirás de muchas cosas si continúas por ese camino.
Ariella la abrazó.
—No será así, te lo juro —soltó una risita—. Ahora pareces tú la hermana mayor.
—Te voy a enviar a Roselyn para que te ayude a vestirte. Te prestaré mis aguamarinas. Y sé que serás muy amable con Montgomery —sonrió.
Ariella le devolvió la sonrisa, con una expresión de amabilidad en el rostro. Expresión que pensaba llevar toda la velada para contentar a su hermana.
Emilian St Xavier estaba sentado en el amplio escritorio de su padre en la biblioteca, pero no podía concentrarse en los libros de cuentas que tenía entre manos. Aquello era raro, pues la hacienda era su vida. Pero ese día se sentía invadido por una agitación familiar. Era una sensación que odiaba y siempre procuraba combatir, pero en días como aquél, la casa le parecía más grande que nunca y vacía a pesar de los sirvientes.
Se recostó en la silla y miró objetivamente la lujosa biblioteca de techos altos. La estancia apenas se parecía a la habitación en la que tan a menudo lo habían reñido cuando era un chico resentido empeñado en aferrarse a las diferencias con su padre y en fingir una indiferencia absoluta por los deseos de Edmund y los asuntos de Woodland. Pero, incluso de recién llegado, su curiosidad había sido más fuerte que su cautela. Nunca había estado dentro de la casa de un inglés y Woodland le había parecido un palacio. Raiza había insistido en que aprendiera a leer inglés y él había mirado los libros de la biblioteca preguntándose si se atrevería a robar uno para leerlo. No había tardado en empezar a robar uno tras otro. Aunque estaba seguro de que Edmund sabía que leía en secreto filosofía, poesía e historias de amor en su dormitorio.
Aunque su madre había querido que dejara la caravana y fuera a vivir con su padre, él no había olvidado nunca sus lágrimas ni su pena. Edmund le había roto el corazón apartándolo de ella y él había odiado a Edmund por hacer daño a Raiza. Sabía que él no habría ido a Woodland si hubiera vivido el hijo legítimo de su padre y su orgullo gitano, que era considerable, le había exigido mostrarse distanciado e indiferente a la vida que su padre le ofrecía.
Su sangre cíngara le había dictado recelo y hostilidad. Había vivido toda su vida con el odio y los prejuicios de los payos y sabía que su padre era un payo más. Pero, en realidad, Edmund se había mostrado firme pero justo y compasivo. La adaptación al modo de vida inglés no había sido fácil y se había escapado varias veces, pero Edmund siempre lo había encontrado. La última vez había robado un caballo a un vecino y lo habían marcado físicamente para que el mundo lo conociera como ladrón de caballos antes de que apareciera Edmund para llevarlo a casa. No era el primer cíngaro que tenía la oreja derecha marcada, pero ésa era una de las razones por las que llevaba el pelo tan largo. Edmund había acabado por pedirle que se quedara y decirle que él lo dejaría marchar cuando cumpliera los dieciséis años si ése seguía siendo su deseo.
Emilian había accedido y, al final, había decidido quedarse. En los años siguientes había ido a Eton y luego a Oxford, donde sobresalió en ambas instituciones. Pero la relación entre ellos había seguido siendo difícil, como si Edmund no se creyera del todo su transformación en un inglés. Emilian, por su parte, tampoco confiaba del todo en su padre. Ser su hijo y heredero no cambiaba el hecho de que su madre era cíngara, y toda la sociedad lo sabía… incluido Edmund.
La condescendencia y la burla de su primera juventud existían todavía, pero ahora disfrazadas. Para los payos, incluidas las mujeres que le calentaban la cama, ni la educación ni la riqueza podían cambiar su certeza de que sentía inclinación por robar caballos y engañar a los vecinos. Eso quedaba patente en todas las cenas y bailes, en los asuntos de negocios y en los amores.
La muerte de Edmund había sido un trágico accidente. Emilian acababa de graduarse en Oxford con honores y estaba de viaje con los cíngaros. Era su primera visita a su madre desde que su padre los separara diez años atrás. El administrador de Edmund le había escrito y, al enterarse del accidente de caza, Emilian había vuelto inmediatamente a la casa.
Aturdido porque su padre hubiera muerto sin haber tenido ocasión de despedirse, había ido directamente desde la tumba al escritorio. Sólo podía pensar en las oportunidades del pasado y en que nunca había dado las gracias a Edmund por ninguna de ellas. Recordaba a su padre enseñándole a montar, explicándole todos los aspectos de la hacienda, insistiendo en que recibiera la mejor educación posible, y el orgullo con el que Edmund lo llevaba a los acontecimientos del condado, ya fuera un té, una fiesta o un baile, como si fuera tan inglés como el que más. Se había sentado ante el escritorio y empezado a revisar cuentas y libros hasta que las lágrimas le impidieron leer las páginas. Y, al final, había triunfado un sentimiento del deber muy inglés. Era consciente de los fallos de su padre como vizconde y siempre había sabido que él podía hacerlo mejor. Se había propuesto, pues, enderezar Woodland y hacer que Edmund estuviera orgulloso de él.
Y lo había conseguido. En tres años había logrado borrar todas las deudas de las cuentas de Woodland y la hacienda ahora daba beneficios. Había inquilinos nuevos y los productos se exportaban al extranjero además de venderse en los mercados de la zona. Era socio de una compañía de transporte marítimo, tenía inversiones provechosas en un aserradero de Birmingham y en el ferrocarril, pero el golpe de gracia era la mina de carbón St Xavier. Las exportaciones de carbón británico crecían todos los años y él se beneficiaba de ello. Era el noble más rico de Derbyshire con una excepción… el magnate naviero Cliff de Warenne.
Emilian apartó el libro de cuentas.
No conocía personalmente a de Warenne, pues había rehuido a la buena sociedad desde que heredara el título y las propiedades. Desde la primera vez que apareciera ante la gente al lado de Edmund, habían murmurado de él a sus espaldas y nada había cambiado, excepto que ahora se lo esperaba. Prefería evitar las relaciones sociales que no conducían a nada. Cuando se sentaba a comer con ingleses y sus esposas, era con hombres que fueran importantes para él: los directores de su mina, sus socios en la empresa de transportes o personas que deseaban que invirtiera en otras aventuras.
—¿Señor? —Hoode, el mayordomo, se detuvo en el umbral de la biblioteca—. Tenéis visita —Hoode le pasó una bandeja pequeña con varias tarjetas.
Emilian las miró sorprendido. Tenía pocas visitas. Una de las tarjetas pertenecía a su primo Robert y las otras dos a amigos de Robert.
—Fantástico —murmuró. Sólo había un motivo para que lo visitara su primo, ya que se detestaban mutuamente—. Haced pasar a Robert.
Se levantó y se desperezó.
Robert St Xavier apareció al instante, con una sonrisa obsequiosa y la mano tendida. Era un hombre rubio y grueso.
Emilian se cruzó de brazos, negándole el apretón de manos.
—¿Vamos al grano, Rob?
Su primo dejó de sonreír y bajó la mano.
—Pasábamos por aquí —dijo con tono jovial—. Y confiaba en que pudiéramos compartir una botella de vino. Hacía tiempo que no nos veíamos y somos primos —se echó a reír—. Hemos tomado habitaciones en la posada Buston. ¿Vendrás con nosotros?
—¿Cuánto quieres? —preguntó Emilian con frialdad.
Robert se puso serio.
—Esta vez juro que te lo devolveré.
—¿De veras? —Robert había heredado una fortuna de su padre y había gastado hasta el último penique en menos de dos años. Llevaba una vida disoluta e irresponsable—. Pues sería la primera vez. ¿Cuánto necesitas esta vez?
Robert vaciló.
—¿Quinientas libras?
—¿Y cuánto tiempo te durará eso? Muchos caballeros pueden vivir un año con esa suma.
—Durará un año, te lo juro.
—No te molestes en jurármelo.
Emilian se inclinó y buscó su libro de cheques. Recordaba muy bien que Robert y su padre lo habían llamado sucio salvaje y se habían reído de él. Pero eso no le impidió escribir un cheque y arrancarlo.
—No sé cómo darte las gracias.
Emilian lo miró con desdén.
—No temas, no te pediré que me devuelvas nada.
Robert sonrió.
—Gracias. ¿Y te importa que pasemos la noche aquí? Nos ahorraríamos unas libras…
Emilian agitó una mano en el aire. No le importaba que el trío se quedara, pues había sitio de sobra como para que no tuviera que cruzarse con ellos. Se acercó a las puertas de cristal y miró más allá de los jardines, a las colinas que se perdían en el horizonte gris. Tenía la sensación terrible de que iba a suceder algo… Miró el cielo. No había el menor asomo de tormenta.
Oyó voces y se volvió. Los dos amigos de Robert se habían reunido con éste, que les mostraba el cheque. Sus amigos reían y le daban palmadas en la espalda, como si acabara de llevar a cabo una hazaña.
—Compensa tener un primo rico, ¿eh? Aunque sea medio gitano —rió uno de ellos.
—Sólo Dios sabe cómo lo hace —sonrió Robert—. Por supuesto, es su sangre inglesa la que lo hace tan rico.
El tercer hombre se acercó a ellos.
—¿Alguna vez habéis estado con una chica gitana? Están en Rose Hill, me lo ha dicho un sirviente.
Emilian se puso rígido. Había cíngaros cerca. ¿Era eso lo que presentía?
Y de pronto, un chico cíngaro, de no más de quince o dieciséis años, entró en la terraza y lo miró a través de las puertas correderas de cristal.
Emilian se adelantó.
—¡Espera!
El chico se giró y echó a correr. Emilian corrió tras él.
—¡No te vayas! —gritó—. Na za —repitió en romaní.
El chico se quedó inmóvil al oírlo. Emilian se acercó y siguió hablando en romaní:
—Soy cíngaro. Soy Emilian St Xavier, hijo de Raiza Kadraiche.
El chico pareció aliviado.
—Emilian, me manda Stevan. Tiene que hablar contigo. No estamos lejos… una hora a caballo o en carro.
Emilian estaba atónito. Stevan Kadraiche era su tío, al que no había visto en ocho años. Raiza viajaba con él, así como también su hermana Jaelle. Pero nunca bajaban tan al sur. No podía imaginar lo que significaba aquello.
Y entonces lo supo. Había noticias… y no podían ser buenas.
—¿Vienes? —preguntó el chico.
—Voy —repuso Emilian.