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Capítulo 18

—¡Ahí están! —dijo Alexi con expresión sombría. Ariella siguió su mirada. Estaban en un camino que bordeaba un acantilado y viajaban en un carro que habían alquilado en York. A pesar de que habían ido hasta allí en ferrocarril, habían tardado tres días interminables en encontrar la caravana de gitanos. Alexi sabía que estarían cerca de York porque Jaelle le había dicho que acamparían allí antes de ir a Carlisle. Ariella miró el prado donde estaban los carromatos de colores, con los caballos pastando sueltos y los fuegos listos para cocinar la cena.

En Rose Hill no se había despedido de nadie. Había escrito una carta larga a Cliff con toda la sinceridad de que fue capaz. Él se enfadaría, pero ella esperaba que Amanda pudiera calmarlo. Le había suplicado que no fuera tras ellos.

Le dolían todos los huesos del cuerpo, no por llevar tanto tiempo sentada, sino por la tensión de atreverse a perseguir a Emilian y porque sabía que podía enfurecerse al verla.

—Vamos —dijo Alexi.

Ella le puso una mano en el brazo.

—Sé que no te he convencido de que Emilian es merecedor de mis esfuerzos porque veo la duda siempre que te miro a los ojos. Iré sola.

—¿Por qué? —preguntó él, enfadado—. Déjame adivinarlo. Se pondrá furioso porque hayas tenido el valor de perseguirlo.

—Se enfadará al principio —contestó ella—, pero esto es lo mejor para él y para mí. En cualquier caso, quiero ir sola. Tu presencia no nos ayudará nada.

—No —él le lanzó una mirada oscura—. Sé que estás locamente enamorada de él y he decidido darte una oportunidad de conquistar su amor porque nunca imaginé que te vería así. Por muy furioso que esté con St Xavier, debe de tener alguna cualidad. Pero no te dejaré aquí sola en el camino. Te dejaré cuando esté seguro de que estás a salvo y bien acogida en el campamento. Y te prometo que llegará el día en que le obligue a ir al altar.

Ella había tenido la suerte de conseguir que la ayudara a llegar allí y aceptó que no se iba a marchar ahora. Asintió, pues, y él soltó las riendas. El coche empezó a bajar hacia la caravana. El corazón le latía con fuerza. Tendría que vencer el enfado inicial de Emilian y había un modo sencillo y antiguo de hacerlo, un modo que todas las mujeres comprendían instintivamente. Pero las apuestas eran muy altas y tenía miedo al fracaso. No podía imaginarse volviendo a Rose Hill.

Los niños jugaban al escondite, perseguidos por algunos perros. Vio a Nicu, Djordi y otros jóvenes, que levantaban la última de una docena de tiendas grandes de lona. Algunas mujeres empezaban a preparar la cena. Observó el lado más alejado del campamento. Emilian, sin camisa, reparaba una rueda de carro encima de un tronco. Era tan hermoso que Ariella sintió la boca seca, pero por el modo en que golpeaba la rueda, adivinó que estaba frustrado y enfadado.

Alexi había parado el carro. Ariella saltó al suelo y todo el campamento quedó en silencio. Hasta los niños dejaron de gritar y reír para mirarla. Uno de los más pequeños le sonrió y una niña más mayor, Katya, la saludó con la mano.

La joven devolvió la sonrisa, pero estaba tan nerviosa que sentía náuseas. No obstante, no debía mostrar incertidumbre ni ansiedad. Tenía que ser atrevida y segura de sí misma; tenía que ser increíblemente seductora.

Jaelle se enderezó al lado de un fuego con ojos muy abiertos.

Stevan salió de una tienda verde brillante y la saludó con la mano.

Ariella quería devolverle el saludo pero Emilian acababa de enderezarse. La vio y se quedó inmóvil.

A ella le latía el corazón con tanta fuerza que estaba segura de que él podía oírlo a pesar de la distancia. Ella caminaba despacio y con firmeza. No podía sonreír, pero aquello era lo que tenía que hacer. Él tendría que entenderlo así.

Los ojos de él echaron chispas y la furia que ella había esperado le cubrió el rostro. Soltó el martillo pero no se movió.

Ella se detuvo ante él.

—He decidido venir contigo después de todo.

Él respiró con fuerza.

—Me parece que no.

Ella sonrió.

—Tú me echas de menos y te importo. No puedes retirar esa confesión.

—Un hombre dice muchas cosas en el calor del momento —repuso él, airado.

Ella tembló y se dijo que no debía ceder. Enderezó los hombros y lo miró a los ojos.

—Tú no me dijiste que te importaba en el calor de un momento de pasión. En ese momento me dijiste que me necesitabas desesperadamente.

Él se sonrojó.

—Deberías ser orgullosa y no perseguir a un hombre que no te desea —declaró.

Sus palabras no la hirieron porque ella sabía que la última parte no era verdad. Sonrió y apoyó la mano en el pecho desnudo de él. Sintió que su corazón latía con fuerza y eso le dio cierta satisfacción.

—Emilian los dos sabemos que me deseas… en muchos sentidos. No pienso volver. Me quedo contigo.

Él parecía incrédulo, Le tomó la mano, pero tardó un momento en apartarla. Miró a Alexi, que seguía sentado en el carro observándolos como un halcón.

—¿O sea que has decidido casarte después de todo?

—No, no me casaré contigo hasta que me lo pidas con amor en tu corazón. Estoy aquí como amiga y amante.

—¿Y tu hermano ha decidido permitir que seas mi amante?

—Sabes que a él jamás le diría eso —ella le puso la mano en el brazo desnudo. Él se estremeció y ella subió la mano por el bíceps. La mirada de él se volvió ardiente y Ariella comprendió que tenía más poder sobre él del que creía—. Tú me echabas de menos y volviste a Rose Hill. Yo te eché de menos en el momento en que te fuiste. Mi lugar está a tu lado, Aunque sea aquí, en la caravana.

—¡Tu lugar está en Rose Hill, en Londres o incluso en Woodland! —él la apartó, pero Ariella leyó ya duda en sus ojos.

—Déjame pasar la noche —dijo—. Estoy demasiado cansada para volver esta noche. Discutiremos mañana si quieres.

Él se inclinó hacia ella.

—Si crees que por la mañana estaré tan loco por ti que no te haré volver, estás jugando a un juego muy peligroso.

A ella se le aceleró el corazón. Podía seducirlo, ¿no? Se lamió los labios y susurró:

—Al amanecer no podrás hacerme volver.

Él la miró y ella le devolvió la mirada.

—Acepto el desafío.

—Me alegro —contestó ella, temblorosa.

Él cruzó los brazos sobre el pecho. Ella lo miró.

—¿Dónde está tu tienda? Me gustaría refrescarme un poco.

A él le brillaron los ojos, en parte de furia y en parte de deseo; señaló una estructura de lona verde oscura.

Ariella le sonrió y fue a decirle adiós a Alexi.

 

 

La joven se preguntó si todas las tiendas eran tan agradables como la de él. Un arcón bellamente tallado contenía su ropa y artículos personales. Tenía una mesa pequeña portátil y una silla, además de una elegante alfombra china. La cama consistía en un colchón grande, cubierto con sábanas azules de seda bajo un edredón azul marino y dorado. El candelabro colocado al lado de la cama era de plata.

Encima del arcón encontró un espejo y le complació ver que tenía los ojos brillantes y las mejillas sonrojadas. Parecía sensual, pero no lo suficiente.

Sonrió a su imagen en el espejo. No tenía mucha experiencia, pero en sus brazos se convertía en otra mujer, totalmente desinhibida. Tenía que recordar eso y aprovecharlo para ganar confianza. Lo iba a seducir. Le iba a hacer el amor. El consideraba aquello un juego y un desafío, pero no era ninguna de ambas cosas.

—¿Puedo entrar? —preguntó Jaelle.

Ariella se volvió, complacida de verla. Jaelle entró y dejó la tienda abierta. Ariella se fijó en su blusa verde pálido, que dejaba los hombros al descubierto y la falda púrpura, que se ceñía a las caderas y salía luego desde ahí. Una falda azul con bordados envolvía su cintura minúscula y llevaba el pelo suelto.

Ariella la abrazó un instante.

—Espero que no creas que he hecho mal en perseguir a tu hermano.

—Si él no te amara, no habría vuelto a Rose Hill para verte… y no estaría rehusando a todas las mujeres guapas del campamento.

Él ya le había dicho que no había estado con nadie más, pero Ariella se alegró de verlo confirmado.

—Es bueno que hayas venido, porque otra mujer se lo habría llevado antes o después —Jaelle se encogió de hombros—. Tú lo amas, así que persíguelo si quiere huir. Yo lo haría.

Ariella le apretó la mano.

—Dice que me enviará a casa mañana.

Jaelle se echó a reír.

—¿De verdad? Entonces tienes que hacerle cambiar de idea. No debería ser muy difícil.

Ariella pensó en la noche que se avecinaba.

—Sí, tengo intención de convencerlo esta noche. ¿Puedes ayudarme?

 

 

Emilian tomó el vaso de vino y miró su tienda. Hasta que se dio cuenta de lo que hacía y se volvió. Pero no le interesaba nada ni nadie más, por lo que su atención volvió a la tienda. La portezuela llevaba una hora bajada. ¿Por qué tardaba tanto?

Sabía lo que hacía… lavarse, peinarse, tal vez pintarse un poco y perfumarse. Se preparaba para la noche que pasaría con él.

La tensión inundó su cuerpo. El sol se ponía ya y Nicu tocaba el violín, pero la melodía era alegre, lo cual lo enojaba. Casi todos los niños habían terminado de cenar y los más pequeños estaban acostados. Una de las mujeres que había intentado seducirlo durante días bailaba con otro hombre. Emilian miró la tienda. Casi le pareció ver la sombra de ella, pero eso era imposible a través de la lona gruesa.

Todavía no podía creerlo. No sólo lo había seguido por media Inglaterra, sino que pensaba quedarse con él. Y ni si quiera quería casarse. Pero por supuesto que no. Ella era demasiado independiente para su bien. Y él no la quería allí bajo ninguna circunstancia. Ella no era gitana ni lo sería nunca.

Lanzó un juramento y apartó el vino. ¿Cómo era posible que un acto de venganza hubiera dado paso a tanta ansiedad, angustia y pasión? ¿Por qué tenía que ser tan distinta a otras jóvenes? Cualquier otra paya habría exigido el matrimonio a toda costa. Ella se consideraba su amiga y su amante y quería viajar con los gitanos con él.

Pues muy bien. Le haría el amor toda la noche y por la mañana la metería en el primer tren con destino al sur.

La portezuela se movió y él vio un ángel de deseo salir a la noche.

Ella le sonrió.

Él respiró con fuerza, atónito. La mirada de ella era invitadora. Su pelo largo dorado iba suelto y caía en cascadas sobre los hombros desnudos. Llevaba una blusa amarilla y una faja dorada. Vio que iba desnuda debajo de la blusa y sintió la boca seca. La falda púrpura que llevaba brillaba y caía sobre las caderas y muslos como seda fina. A él le latía ya el pulso con fuerza y le costaba recordar por qué no la quería allí.

Ella se adelantó; sus caderas oscilaban y los pechos parecían flotar. Emilian vio que iba descalza.

—¿Qué te parece? —preguntó ella, y dio una vuelta para él.

Él le agarró la muñeca.

—Me parece que debemos entrar en mi tienda.

Ella abrió mucho los ojos, pero bajó las pestañas.

—Pero tú nunca tienes prisa —murmuró.

—Yo siempre tengo prisa —rectificó él—. Cuando estoy contigo, apenas puedo controlarme.

La estrechó en sus brazos y sintió sus pechos contra él con los pezones duros.

Ella le puso las manos en el pecho por encima de la camisa amplia y movió la cadera en la entrepierna de él.

—Quiero un vaso de vino —dijo—. Y quiero bailar.

Él la soltó y se apartó.

Ariella se echó el pelo hacia atrás y se acercó a la luz del fuego. La observó. Ella se volvió, levantó los brazos lo cual hizo que la blusa se ciñera completamente a su cuerpo, y giró al ritmo de la música.

Emilian la vio girar la pelvis y las caderas en un ritmo antiguo y sensual. Ella se movió despacio, lo que le permitió ver de nuevo su espalda y, cuando quedó de frente, se apartó el pelo con las manos con la vista fija en él. A Emilian le explotó el corazón. Ella volvió a sonreírle con las pestañas bajas.

Él entró en el círculo de luz y la atrapó; ella se echó a reír. La besó en la boca y pensó que la risa de ella había sonado triunfante. Se apartó un instante.

—Todavía no has ganado —dijo.

Ella se soltó y corrió a la tienda. Emilian la siguió, tan excitado que no podía pensar con coherencia. Ella desapareció dentro.

Él entró a su vez y bajó la portezuela.

Unas velas ardían en farolillos de cristal. Ella soltó la faja y la dejó caer a sus pies.

Emilian se quedó inmóvil.

Ariella empezó a sacarse la blusa, amarilla por la cabeza muy despacio y la echó a un lado. Él la miró. Los pezones estaban erguidos y mezclados con el pelo. Él no podía respirar. Ella sonrió y le dio la espalda.

Se aflojó la falda y empezó a deslizarla por las caderas. En cuanto él se dio cuenta de que iba desnuda bajo la falda, se quedó inmóvil, embrujado, rígido. Ella bajó despacio la falda por las nalgas y por los muslos. Luego la soltó y la dejó caer al suelo.

Emilian la agarró por detrás y la apretó contra sí.

—¿Estás disfrutando? —preguntó.

Ella se apoyó en él temblorosa.

—Mucho.

—Aquí el maestro soy yo —murmuró.

Le besó el cuello y ella se estremeció y se arqueó contra él. Emilian la volvió y sus ojos se encontraron; él le tomó el pelo por la nuca, lo enrolló en su mano y la besó profundamente.

Sabía que debía ir despacio, pero no podía. Apartó la boca y la echó sobre la cama, buscando ya los botones de sus pantalones. Ella tenía las manos en el pelo de él y se miraban a los ojos.

Los ojos azules de ella brillaban con algo más que deseo. Allí había mucho amor. Gimió y la penetró despacio. En ese momento supo que ella tenía que estar allí, en la caravana con él.

Ariella lanzó un respingo. Le tocó la mejilla, la espalda y lo abrazó con las piernas. Él se movía despacio, saboreando cada caricia lenta y maravillado por el placer, la alegría y el caos que inundaban su corazón.

Ella estaba dispuesta a dejarlo todo por estar allí con él.

¿Y él no podía dejarlo todo también por ella?

—Emilian, sí —sollozó ella de placer. Y él se entregó también al clímax y se unió a ella en la maravilla del placer y el amor.

La abrazó con fuerza con el rostro lleno de lágrimas. No quería soltarla.

 

 

La miró dormida con la luz del amanecer filtrándose en la tienda. Se había quedado dormida media hora atrás, acurrucada contra su pecho. Él la rodeaba con un brazo y el rostro hermoso y perfecto de ella estaba vuelto hacia él, lo cual le permitía observar todos sus rasgos.

Apartó la vista de su cara y miró el techo oscuro de la tienda. Nunca había conocido a una mujer como ella. Había llegado el momento de admitir que nunca había deseado a ninguna como la deseaba a ella. Nunca le había importado tanto nadie.

Casi se echó a reír. Ella se había salido con la suya, ¿no? Se habían hecho amigos y ya no podía negarlo. Había conseguido su progreso natural.

Se separó con gentileza y colocó las manos detrás de la cabeza. Ella merecía algo mejor que él y algo más que aquello. Merecía un matrimonio de verdad y a su hombre inglés.

Pensó que podía regresar a Woodland y casarse con ella. La idea no le pareció tan descabellada; se sentó lentamente y la miró.

No volvería a Woodland, pero ella tenía que regresar aunque él la quisiera a su lado. Aquello fue otra revelación. A él no le importaría que se quedara allí así.

Pero era imposible. No podía permitirle formar parte del mundo feo en el que vivían los gitanos y no le iba a permitir ser su amante.

Pero todo Derbyshire conocía ya su aventura por lo sucedido en el baile de Rose Hill. Y tal vez se supiera ya también que ella lo había perseguido hasta York. Los sirvientes escuchaban y cotilleaban. Acabarían por llamarla ramera gitana… si no se lo llamaban ya. Pero sólo a sus espaldas y nunca a la cara.

A de Warenne le iba a costar mucho buscarle un marido. Sin embargo, podía comprarle uno.

Suspiró. Él no quería que se casara con otro.

Su deshonra estaba asociada con él. Él no había querido aquello. Si hubiera dejado que los forzaran al matrimonio, ella viviría con el desdén destinado a su esposa, pero era mucho mejor que el desprecio con el que tratarían a su amante. No podía permitirle que se quedara a vivir con los gitanos y no podía enviarla de vuelta deshonrada. La decisión estaba tomada.

La mano de ella cubrió la suya.

—¿No vas a dormir nada?

Él la miró con un sobresalto.

—Estoy disfrutando mirándote.

Ella lo miró a los ojos.

—¿Qué ocurre?

—Nada.

Ariella se llevó la mano de él a los labios y la besó.

—Estás triste. ¿Cómo puedes estar triste ahora después de la noche que hemos tenido?

Él vaciló.

—No puedes quedarte aquí.

Ella se sentó en el colchón.

—No me marcharé.

Él la miró sorprendido.

—Lo digo en serio.

—Pues lo siento. Y no me digas que no me deseas. Eso son tonterías.

Él casi sonrió.

—Te desearé siempre.

—Mejor —ella le acarició la mejilla—. Entonces tema cerrado.

—No, no lo está. Tú me has seguido aquí en contra de mis deseos. Yo te devuelvo a casa. No permitiré que seas mi puta gitana.

Ella abrió mucho los ojos y se ruborizó.

—Eso será lo que te llamen a tus espaldas. Pero lo bastante alto para que lo oigas.

Ella levantó la barbilla.

—No me importa. Supongo que me dolerá, pero conseguiré soportarlo. No pienso dejarte.

Él sonrió.

—Ese no es el tema que quiero discutir, querida —la abrazó—. Teníamos que habernos casado en Rose Hill.

—¿Qué? Pero tú no quieres casarte conmigo.

—No me gusta que me obliguen a hacer nada. Ahora no me obliga nadie y quiero devolverte la honra. No quiero que sufras y no quiero que te desprecien. No deberías haber venido, pero lo has hecho y estamos aquí.

—¿O sea que quieres casarte conmigo para protegerme? —preguntó ella.

—Algo así —repuso él.

—Cuando puedas decirme que me amas, aceptaré.

—Me importas mucho… te necesito y te echo de menos cuando estamos separados. ¿No es suficiente?

—Te estás acercando —contestó ella—. Pero no lo suficiente.

Suspiró y él la besó en los labios.

—Eres imposible —murmuró ella.

Él pasó varios minutos excitándola. Cuando la oyó gemir de placer y estuvo bien dentro de ella, susurró:

—Te amo.

Ella dio un respingo.

Y él no estaba seguro de no estar diciendo la verdad.

 

 

—Sube conmigo —dijo Emilian al día siguiente con expresión impenetrable.

Iba en el pescante de un carro tirado por un par de yeguas viejas. La caravana partía. Los primeros carros estaban ya en el camino. Ella era demasiado feliz para estar cansada, a pesar de que había dormido muy poco, y se subió la falda para subir al pescante con él.

—¿Cuánta distancia recorréis en un día? —preguntó.

—De diez a quince millas —contestó él—. No hay prisa.

—Hace una mañana muy hermosa.

No creía haber visto nunca un cielo tan azul ni un sol tan brillante. Y Emilian no le había parecido nunca tan atractivo.

—Quizá dentro de un par de días lo que ahora es romántico te parezca aburrido.

—Hacía años que no venía tan al norte —repuso ella, que sabía que no se aburriría nunca mientras estuvieran juntos—. Además, también es parte de mi herencia, aunque yo haya hecho nada más que estudiarla en los libros de historia.

—Tú te has criado como inglesa —comentó él—. ¿Has pensado alguna vez en la vida de tu madre?

—Por supuesto. Fue una vida de prejuicios y éxodo, de guetos y odio. Me hubiera gustado conocerla a ella y a su familia. O al menos saber si sufrían o si vivían bien.

—¿No tienes deseos de buscarlos?

—Ella le contó a mi padre que el suyo había muerto en Trípoli y que no tenía a nadie más. Así que no, no deseaba buscar ese lado de mis ancestros.

—¿Considerarás regresar a Rose Hill? —preguntó él en serio.

Ella lo miró a los ojos.

—Tú sabes que no quieres que me vaya.

Él se sonrojó.

—Todavía no has contestado a mi proposición.

—Emilian, no creo que lo hayas dicho en serio.

—Muy en serio. Y no me pidas otra confesión.

Ariella se sentía feliz porque por fin le había dicho que la amaba y llevaba un hijo suyo en el vientre. Sonrió.

—Soy una mujer fuerte e independiente. Soportaré la vida gitana.

—¿Qué significa eso?

—Significa que sí, me casaré contigo.

 

 

—Emilian St Xavier, ¿queréis a esta mujer como legítima esposa? —preguntó el rector con una sonrisa.

Eran sólo unas horas después. Ariella estaba en una capilla de aldea ataviada con un vestido de encaje color marfil que había pertenecido a la abuela de Jaelle. Llevaba perlas suyas. Emilian vestía levita oscura, camisa de seda y pañuelo negro al cuello. Todos los gitanos se habían apretujado en la vieja capilla, que había sido adornada con flores silvestres, piñas y coronas de margaritas trenzadas.

Emilian había insistido en que se casaran ese mismo día. Ariella sólo lamentaba que su familia no estuviera presente. Los preparativos habían sido tan rápidos que todavía le daba vueltas la cabeza.

—Sí, quiero —dijo él.

El rector, un hombre joven, con una esposa de pechos grandes que seguía la ceremonia desde el primer banco con entusiasmo, miró a Ariella.

—Y vos, Ariella de Warenne, ¿queréis a este hombre como legítimo esposo en la salud y en la enfermedad, en los buenos tiempos y en los malos, hasta que la muerte os separe?

La joven miró a Emilian a los ojos. Sonrió.

—Quiero a este hombre como legítimo esposo hasta que la muerte nos separe.

—Podéis intercambiar los anillos —dijo el rector.

A Ariella le sorprendió ver sacar a Stevan dos anillos de oro sencillos, quizá comprados allí o quizá prestados.

—Te compraré el diamante que elijas cuando volvamos a Woodland —le susurró Emilian.

¿Volvían a Woodland? Lo miró mientras le colocaba el anillo y empezó a llorar de felicidad.

Stevan le pasó el segundo anillo y ella lo puso en el dedo de Emilian. Alzó la vista con los ojos nublados por las lágrimas.

—Yo os declaro marido y mujer —declaró el rector.

Su esposa empezó a llorar y los cíngaros aplaudieron y vitorearon.

—Podéis besar a la novia.

Ariella no pudo llegar a sonreír, pero él le sonrió con gentileza. Se inclinó hacia ella y la besó en los labios un instante. La miró. Le puso las manos en los hombros y ella percibió que quería decir algo pero no podía. Al instante los rodearon sus amigos; los hombres tiraron de él y las mujeres la abrazaron con entusiasmo. Alguien empezó a tocar una flauta.

Ariella se secó los ojos. Por fin estaban casados.