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Capítulo 5

Mientras Margery y Dianna se paraban a admirar un carromato pintado de rojo, verde y azul y adornado con una cabeza de caballo de madera tallada, Ariella se ponía de puntillas y observaba el campamento en busca de Emilian. Habían reunido los caballos y a unos pocos los llevaban a los tiros, señal de que los cíngaros se disponían a marcharse. Entonces lo vio.

Estaba al lado de un fuego, a poca distancia de allí, y sujetaba una herradura en las llamas con unas tenazas largas. A poca distancia de él había un caballo negro atado a un carromato.

A la luz del día, su pelo era de un color castaño claro, entreverado de ámbar y oro. No llevaba camisa y su perfil era todo lo clásico y lo noble como podía ser el de un hombre.

—¡Oh! —exclamó Dianna.

—¡Oh, vaya… vaya! —murmuró Margery.

Ariella se giró a mirarlas.

—Creo que va a salir el sol. Hará una tarde hermosa —él era aún más guapo de lo que recordaba.

Margery la miró mientras Dianna contemplaba a Emilian con ojos muy abiertos. Ariella sabía que su prima estaba pensando en su repentina pasión por el pueblo gitano… y el hombre situado a pocos pasos de ellas.

—Debería llevar camisa. Hay mujeres y niños por todas partes —murmuró Dianna con voz ronca.

Margery seguía pendiente de Ariella.

Ésta apartó la vista. Dianna estaba muy roja y parecía transfigurada por Emilian, que acababa de retirar la herradura del fuego. Se volvió y la depositó en un tronco bajo y su perfil mostró su pecho duro y el estómago plano. Pero Ariella sólo veía los arañazos en el hombro derecho.

¿Se los había hecho ella?

Él colocó un pie en el tronco y empezó a manejar el martillo. Se tensaron los músculos de sus brazos y espalda.

Dianna tragó saliva con fuerza.

Ariella la miró y comprendió que su hermana no era precisamente una puritana.

—Es un hombre muy atractivo —comentó Margery.

Ariella notó que se sonrojaba.

—¿Quién? Oh, ¿te refieres al herrero? —su voz sonaba demasiado aguda.

—Tenemos que irnos —dijo Dianna, nerviosa—. ¿Cómo puede ser tan inmodesto?

—No podemos irnos —Margery señaló la cesta con panes, pasteles, galletas y bizcochos que habían llevado con ellas. Había sido idea suya llevar regalos para los niños—. Tenemos que darle esto a uno de los adultos —miró a Emilian—. ¡Buen hombre! —llamó con tono autoritario pero no brusco.

Emilian dejó el martillo y se volvió. Miró con indiferencia a Margery y luego sus ojos se posaron en Ariella, que decidió en el acto que aquello no había sido buena idea.

—Señor, soy lady de Warenne. Hemos traído pan y bizcochos para los niños —dijo Margery con una sonrisa amable.

Emilian seguía con la vista clavada en Ariella. Esta vio que sus ojos estaban llenos de furia.

Pero él saludó a Margery con una inclinación de la cabeza.

—Disculpad —dijo.

Cuando se ponía una camisa, Ariella vio la marca en su pecho brillante de sudor. Cerró los ojos y recordó que lo había mordido accidentalmente en el calor del momento más intenso.

—No te culpo —susurró Dianna.

Ariella la miró con pánico. ¿Ella también había adivinado la verdad?

—Yo también estoy muy afectada.

Ariella apenas podía creer lo que oía, pero fijó la atención en la conversación de su prima con Emilian.

—Sois muy generosas, lady Warenne —Emilian se abotonó la camisa hasta la mitad y tomó un chaleco de brocado verde oscuro bordado con plata y oro—. Podéis dejarme la cesta a mí. Estoy seguro de que los niños disfrutarán mucho.

—Eso espero —sonrió Margery—. Vuestros carromatos son muy hermosos, señor. Nunca había visto uno tan de cerca. La artesanía es soberbia.

—Desgraciadamente, no podemos arrogarnos ese mérito —sonrió él—. Nuestros carromatos los hacen ingleses.

—Pero alguien ha tenido que diseñarlos así —comentó Margery. Se volvió—. Creo que ya conocéis a mi prima, la señorita Ariella de Warenne.

Ariella se puso tensa bajo la mirada de él, que parecía desnudarla. Se tocó la falda de seda sin darse cuenta, confiando en que todo estuviera en orden, y deseó haberse puesto algo más bonito que un sencillo vestido de manga larga.

Él la sorprendió inclinando la cabeza.

—Me temo que no he tenido el placer.

Ella suspiró aliviada.

Margery le presentó a Dianna.

—Veo que están preparando algunos carromatos. ¿Os vais a poner en camino? —preguntó luego.

—Me temo que nos han negado permiso para seguir aquí —repuso él.

—¿En serio? El capitán de Warenne es un hombre muy generoso y abierto. Me sorprende.

Emilian guardó silencio.

A Ariella le costaba creer lo educado y respetuoso que se mostraba con su prima. A ella no la había tratado tan cordialmente en ningún momento; pero con Margery se portaba como un caballero bien nacido, noble y educado.

Margery le deseó un feliz viaje y se volvió.

—¿Regresamos la casa? Todavía tengo que hablar con tu madrastra, Ariella, y luego creo que voy a descansar antes de comer.

Ariella miró a Emilian.

Él le dedicó una mirada fría. Tomó de nuevo la herradura con las tenazas y la devolvió al fuego.

Quería que se marchara. Ariella tragó saliva.

—Creo que yo me quedaré un rato.

Emilian no levantó la cabeza.

—Me gustaría conversar con algunas de las mujeres antes de que se marchen, y puede que no vuelva a tener otra ocasión.

A Margery le bailaron los ojos.

—¿Investigación de campo? —se burló.

—Es una oportunidad única —repuso Ariella, que sabía que Emilian escuchaba todas sus palabras.

—Muy bien, pero creo que tú también deberías descansar esta tarde. No olvides que esta noche es el baile de mayo de los Simmons.

—No, lo han cambiado a finales de la semana —intervino Dianna.

—Supongo que estoy equivocada. ¿Dianna?

La chica le dio el brazo y se alejaron las dos.

Ariella no se movió.

Emilian sacó la herradura del fuego y la depositó en el tronco. Dejó a un lado las tenazas, se abrió la camisa y levantó el martillo. Golpeó con él la herradura.

—Acercaos más y os quemaréis —dijo. Ariella estaba segura de que no se refería al fuego.

—¿Nerviosa señorita de Warenne? —se burló él, que al fin se dignó a mirarla.

—Sí, mucho.

—Habéis vuelto, así que sólo me queda asumir que deseáis quemaros. Debo advertiros que, si os quedáis por aquí, sufriréis las consecuencias.

—Creo que vos ladráis más que mordéis —contestó ella—. A pesar de lo que pudo haber pasado anoche, os portasteis como un caballero en cuanto comprendisteis mi posición.

Él la miró con dureza.

—Está claro que no sabéis nada de los gitanos ni mucho menos de mí.

—Tenéis razón —vaciló ella—. Yo esperaba que a la luz del día pudiéramos hablar de todo con más calma.

—No hay nada que hablar —él se volvió.

¿La iba a rechazar otra vez? ¿No había sentido lo mismo que ella la noche anterior? Se mordió el labio inferior.

—Yo confiaba en aprender algo de vuestra cultura. Me ha alegrado ver que no os habíais marchado todavía.

Él se puso tenso. Se volvió despacio a mirarla. Tenía la boca apretada.

—Yo no seré parte de vuestra investigación de campo, señorita de Warenne.

—Eso no es justo, pues no sabéis a lo que se refería Margery.

—Creo que quería decir lo que ha dicho.

—No negaré mi curiosidad. Me gustaría saber más de vuestro modo de vida. Pero he vuelto porque anoche discutimos —sus ojos se encontraron—. Y no deseo discutir con vos.

—Querréis decir esta mañana —él apartó la vista y tomó la herradura con los guantes. Una yegua negra estaba atada al carro y se acercó a acariciarle la grupa. Le levantó uno de los cascos traseros y colocó la herradura.

—Ya sabéis a lo que me refiero —dijo Ariella—. Confiaba en que unas horas de sueño hubieran mejorado vuestro temperamento de anoche. Pero veo que esa esperanza era vana.

Él se enderezó y le lanzó una mirada penetrante.

—No he dormido, señorita de Warenne. Mi temperamento nunca ha sido peor.

Ariella estaba segura de que su encuentro era el causante de que él tampoco hubiera podido dormir y eso la alegraba. Podía fingir indiferencia, pero también se sentía afectado por ella.

—Entonces ya somos dos —murmuró.

El rostro de él se endureció.

—¿Intentáis provocarme? ¿No os basta con lo de anoche? ¿O esto es una seducción de virgen?

Ella se sorprendió.

—Yo no sabría cómo llevar a cabo una seducción.

Él se quitó los guantes.

—Anoche queríais que os persiguiera, no lo neguéis. Queríais que os tomara en mis brazos y queríais mis besos. Sé cuándo una mujer envía una invitación así, señorita. Anoche no confundí vuestro deseo. Y no me cabe duda de que vos nacisteis seductora.

A ella le sorprendía que la encontrara seductora cuando la sociedad la consideraba demasiado independiente, demasiado inteligente y demasiado educada.

—Sois el primer hombre que me ha hecho pensar en besos —comentó—. Y el primero que me ha hecho sentir pasión. Sois el único hombre al que he querido besar. No entendía a qué viene tanto alboroto ni por qué mi hermano y mis primos van de conquista en conquista. Creo que anoche no sabía lo que hacía. Pero cuando nos conocimos, a mí me sucedió algo… no voy a negarlo. Y es maravilloso —declaró con pasión.

Siguió un silencio.

Ariella temblaba.

—Y yo esperaba que pudiéramos volver a empezar esta mañana.

—Ah, sí, lo había olvidado. Vos queréis algo más que mis besos. Queréis conocerme mejor… como amigos. Quizá queráis citaros conmigo esta noche en nuestro próximo campamento pero aunque afirméis que es para conversar, los dos sabemos que habrá poca conversación.

Ariella comprendió que el temperamento de él no había mejorado nada. Estaba tan en contra de ella como unas horas atrás.

—¡Pero hay tanto de lo que hablar! Podríamos cotillear y debatir. Compartir historias. Yo me crié en las Indias Occidentales, tengo muchas historias que contar. Y seguro que vos también, pues habéis viajado aún más que yo. Que yo haya soñado con vuestros besos, y quizá vos con los míos, no significa que tengamos que cumplir ese deseo —pero se ruborizó, porque ella deseaba hacer justamente eso.

Él respiró hondo.

—Las damas no admiten esos sentimientos… ni tampoco se relacionan con gitanos y desean ser amigas suyas.

Ariella se preguntó si había una pregunta oculta en aquel comentario.

—Emilian, yo soy muy directa y la sociedad me considera excéntrica. También soy una persona sincera. ¿No podemos hablar de esto con sinceridad? ¿No merezco eso después de la pasión que compartimos anoche? Con mi prima Margery habéis sido amable y respetuoso.

—A vuestra prima no la deseo —repuso él—. Y compartimos un simple beso, nada más.

A ella le latía con fuerza el corazón.

—Fue mucho más que un beso.

—Para vos, una mujer sin experiencia.

—Así es. No tengo experiencia en besos ni en el amor. Lo que sucedió anoche fue terriblemente importante para mí. Y espero que fuera también importante para vos.

Los ojos de él eran oscuros e infelices.

—¿Habéis pasado la noche en vela por mi causa?

—Quedaos más y lo descubriréis.

Ariella sintió alegría a pesar de la animosidad procedente de él.

—¿Qué puedo hacer para establecer una tregua entre nosotros, para que tengamos un comienzo de verdad? —sonrió.

—Marcharos. Olvidar lo de anoche y encontrar a otro que satisfaga vuestros deseos recién despertados. Si queréis acostaros con un gitano, se puede arreglar. Hay muchos hombres seductores en la caravana.

—¡No habláis en serio!

—Sí. Nunca he hablado más en serio —se volvió con el rostro oscurecido por la rabia y buscó unos clavos. Acarició a la yegua una vez más y le levantó la pata trasera, pero había tensión en su gesto. Ariella lo observó clavar la herradura. No podía comprenderlo. Él era un extraño de una cultura diferente y ella no sabía nada de sus esperanzas y sueños. No sabía por qué estaba tan enfadado.

El día anterior se había mostrado ya enfadado antes de que ella dijera una palabra, como si odiara a todo el mundo… o al menos a todos los ingleses.

Confiaba en que no fuera así, pero si de verdad estaba empeñado en no verla más, no había mucho que ella pudiera hacer. Ya lo había perseguido desvergonzadamente. Las damas no perseguían a los caballeros.

Pero ella no era como Margery, Dianna ni ninguna otra persona. Su instinto le decía que no lo dejara escapar. Su corazón le exigía perseguirlo, aunque eso implicara ser una desvergonzada. Quería calmar su furia… y quería comprenderla.

¿Acaso las mujeres de su familia no habían luchado siempre por los hombres a los que amaban?

Se quedó inmóvil. Un hombre y una mujer podían enamorarse a primera vista; eso era algo que abundaba en su familia. Empezaba a creer que le había ocurrido a ella, ya que le importaba tanto aquello.

—Os echaré de menos cuando os vayáis. Sé que es absurdo, pero es lo que siento —susurró al fin.

Él siguió clavando la herradura.

—¿Creéis en el destino?

Él no contestó.

—Aunque he leído bastante y me considero una mujer racional, yo sí creo en el destino. Yo nunca vengo a Rose Hill. No he estado en Derbyshire en años. Pero nos hemos conocido en mi primera noche aquí.

—Eso difícilmente es el destino —murmuró él, que seguía con el martillo.

Ella habló con suavidad.

—¿Creéis en el amor a primera vista?

El martillo cayó fuera de la herradura, golpeándole el pulgar, y él lanzó un grito. Soltó la pata de la yegua y el martillo y se enderezó. Su expresión era de desmayo.

—Sé que es una locura, porque acabamos de conocernos —continuó ella—. Pero es una tradición familiar y creo que estoy siguiendo los pasos de mis ancestros.

Él se acercó a ella y la agarró por los hombros.

—No os habéis enamorado de mí. Un día os enamoraréis de un aristócrata rico y encantador. Lo que sentís es lujuria, Ariella, y nada más. Ni siquiera me conocéis.

—Quiero conoceros, pero vos os negáis.

—Sois una tonta romántica —él la soltó—. ¿No os habéis fijado en nuestras diferencias?

—No me importa. Mis mejores amigos después de mis hermanos y mis primos son profesores universitarios, escolares, abogados y un escritor radical. Ninguno de ellos es de cuna noble.

Él movió la cabeza.

—Ninguno de ellos es gitano. ¿Qué clase de mujer confiesa algo así? ¿Es que no tenéis orgullo? Soy gitano, Ariella. Gitano.

Ella levantó la barbilla.

—Tengo mucho orgullo. Me enorgullece no ser como las demás mujeres de mi clase y condición. Y no me importa que seáis gitano —le tocó la mejilla—. ¿Por eso rehusáis mi amistad? ¿Por que una amistad entre nosotros está prohibida?

Él se apartó y se cruzó de brazos.

—Lo que yo soy importa mucho. El hecho de que hayáis tardado tanto en despertar sexualmente y que os atreváis a vagar sola de noche, no os hace tan diferente. Seguís siendo una princesa paya.

—Yo no soy princesa —protestó ella—. Es cierto que soy rica, ¿y qué? Vivo en Londres bastante independiente por elección. Leo mucho. Paso casi todo el tiempo leyendo. Hablo cuatro…

Se interrumpió. ¿Qué hacía? A él no le iba a impresionar su obsesión por la historia, las biografías y la filosofía, su defensa del cambio y las reformas sociales ni su educación poco habitual. Las mujeres que eran admiradas y perseguidas sólo leían novelas de amor y literatura de viajes, no llevaban una vida independiente y tenían, como máximo, una educación a nivel de escuela elemental. Las mujeres a las que los hombres perseguían y amaban sabían coser y bordar y vivían la moda con pasión. Sólo deseaban un marido y una familia.

—Por favor, continuad —se burló él—. ¿Vivís independiente y leéis y por eso estáis capacitada para ser la enamorada de un gitano?

—Prefiero Londres al campo y, como mis tíos pasan mucho tiempo allí, suelo estar con ellos. Leo mucho. Leo… novelas de amor. Y guías de viajes —comentó sin mirarlo.

—Sí, eso os hace muy original.

El desdén de él le dolía.

—Odio los bailes y los tés —aquello era cierto—. Odio las conversaciones frívolas sobre croquet y carreras de obstáculos. Estoy capacitada para ser vuestra amiga, y quizá incluso vuestra amante, si una progresión natural nos lleva en esa dirección.

Él la miraba con ojos muy abiertos.

Ella no se había sentido nunca tan decidida.

—¿Lo veis?, soy muy diferente a otras damas jóvenes. No he descartado una aventura amorosa con vos.

—Estáis loca. No puedo comprender cómo habéis conseguido mantener vuestra inocencia hasta ahora.

—Ya os lo he dicho, nunca he deseado a ningún otro hombre. Pero lo primero tiene que ser la amistad, Emilian —temblaba porque sabía que había hecho una proposición sorprendente.

—Si una progresión natural os lleva a mi cama, os llenaréis de remordimientos —dijo él con dureza.

—Al contrario —susurró ella—. Probablemente estaré muy satisfecha —sentía en las entrañas el anhelo que ya empezaba a resultarle tan familiar—. Me estoy habituando a vuestras amenazas —susurró—. Ya no me asustáis.

—¿De verdad? En ese caso, venid a mí esta noche. Porque os aseguro que os asustaréis y mañana tendréis remordimientos.

Ariella lo miró fijamente; no quería creerlo.

—¿Cuándo lo entenderéis? —preguntó él—. Sois una gran tentación, tentación que no deseo resistir. Quiero deshonraros. Pero cuando os robe la inocencia, no os daré amor. No seremos amigos… jamás seremos amigos. No os daré nada excepto pasión, placer… y luego nos despediremos.

Ella se estremeció. En ese momento creía todas sus palabras. ¿Era posible que nunca hubiera tenido un amigo? ¿Era posible que sus amantes fueran sólo eso? Había dicho que las mujeres lo utilizaban.

—¿Por qué tenéis miedo de intentar que seamos amigos?

—No tengo miedo, intento hacer que huyáis de mí. Intento protegeros, no de vos sino de mí —se giró y empezó a desatar la yegua negra.

Ariella se dio cuenta de que tenía los ojos llenos de lágrimas. Se las secó.

—O sea que no volveré a veros nunca.

Él la miró con la correa de la yegua en la mano.

—Esta noche estaremos en Woodland. Si venís, os seduciré despiadadamente y os llevaré a la cama. Si venís, no habrá conversación ni amistad. Si os estáis enamorando, sugiero que recuperéis inmediatamente el sentido común. Si os reunís conmigo para una noche de pasión y placer, será sólo eso. No seréis diferente a las damas payas que se acuestan conmigo. Pensad bien si queréis convertiros en una de ellas. Oh. Y por si no he hablado claro, cuando salga el sol y abandonéis mi lecho, no recordaré vuestro nombre.

La miró con dureza y se alejó con la yegua.

Ariella se sentó en el suelo. Levantó las rodillas y las abrazó contra su pecho, estremecida hasta el fondo de su ser. Tenía la sensación de haber ofrecido un regalo maravilloso a alguien y que se lo hubieran tirado a la cara.

¿Pero no era eso lo que había ocurrido?

¿De verdad le robaría él su inocencia para luego olvidarla?

¿Era posible que fuera un hombre tan frío?

Su corazón gritaba en protesta. No quería creer que fuera tan crudo e innoble. Había dicho que quería asustarla. Intentaba protegerla. Eso era noble. Y la noche anterior había aceptado su decisión en vez de deshonrarla. Eso también era noble. Claramente tenía conciencia. Pero resultaba igual de claro que no sería fácil domar a la bestia… si es que alguna vez se atrevía a acercarse a él.

Sin embargo, no creía que pudiera mantenerse alejada. No había ido nunca a Woodland pero conocía la hacienda de oídas. Estaba a una hora de camino de Rose Hill. ¿Cuánto tiempo estarían allí los cíngaros? Si iba, ¿cumpliría él su amenaza de seducirla o sólo lo había dicho para espantarla?

Cuando estaba a punto de levantarse, se quedó inmóvil. Emilian hablaba con una hermosa joven. Los dos sonreían y su cariño resultaba palpable. La asaltaron los celos con una intensidad que la sobresaltó, pero también había incertidumbre y miedo.

Emilian se alejó y la gitana echó a andar hacia ella. Ariella se puso en pie. Si aquella mujer era una rival, era demasiado guapa. Era joven, de unos veinte años, pelo rojizo y ojos ámbar. Llevaba faldas color púrpura y una blusa verde claro con una faja dorada que realzaba la pequeña cintura. Era bajita pero exuberante. Ariella la miró con desmayo. Ni siquiera se le había ocurrido que un hombre como Emilian tuviera ya una amante fija. Por lo que sabía, aquella mujer podía ser incluso su esposa.

La gitana se detuvo. Su mirada era curiosa, no hostil.

—Soy Jaelle. Anoche os vi aquí con mi hermano.

Ariella se sintió aliviada.

—Soy Ariella de Warenne. Jaelle es un nombre muy hermoso.

—¿Tan hermoso como Emilian?

Ariella se sobresaltó.

—Su nombre también es hermoso —repuso con cautela.

—Todos os vimos con él anoche. Mi hermano es fuerte, atractivo y rico como un rey. Muchas mujeres lo desean. Serían tontas sí no fuera así. Hoy están celosas de vos.

Ariella estaba sorprendida.

—Pero acabamos de conocernos.

—Un hombre no necesita conocer a una mujer para desearla —sonrió Jaelle—. Emilian anoche os eligió a vos por encima de las otras.

—No sé si debo sentirme halagada.

—Deberíais estar muy complacida.

Ariella empezaba a relajarse.

—Hace un momento no ha estado muy amable.

Jaelle se echó a reír.

—Vos lo rehusasteis y tuvo que irse solo a la cama. Por eso está enfadado con vos. A ningún hombre le gusta que se burlen de él.

Ariella dio un respingo.

—A los cíngaros les gustan las mujeres payas y Emilian es mitad y mitad —Jaelle se encogió de hombros—. No me sorprendería que un día eligiera una esposa paya —miró la casa sobre la colina—. Vos vivís como una reina.

Ariella respiró hondo e intentó aparentar calma.

—No soy una reina —repuso—. ¿Está pensando en casarse? —preguntó.

—No sé. Todos los hombres se casan, antes o después —Jaelle la miró con astucia—. ¿Vos os casaríais con él? ¿Os casaríais con un cíngaro?

—Si decidiéramos casarnos, no me importaría que fuera cíngaro —Ariella se sonrojó—. Acabamos de conocernos y ni siquiera quiere que seamos amigos. Y se marcha pronto.

Jaelle sonrió confusa.

—¿Qué tiene que ver la amistad con mi hermano? Él quiere una mujer en su cama, no una amiga.

Ariella movió la cabeza.

—No sé por qué no son posibles ambas cosas.

Jaelle le tocó el brazo.

—¿Ya lo amáis? —preguntó con suavidad—. Porque yo lo he visto miraros como si fuerais una reina. Y vos lo miráis como si él fuera un príncipe.

Ariella no vaciló.

—Nunca había sentido esto. Creo que me estoy enamorando.

—No debéis negaros a él mucho tiempo —le aconsejó Jaelle—. A los cíngaros les gusta tener a sus mujeres en la cama mucho antes de las bendiciones matrimoniales.

Ariella sintió que se le aceleraba el pulso.

—Ahora nos vamos a Woodland —dijo Jaelle—. Estaremos allí una semana. Mi tío Stevan ha tenido un hijo, el primer chico —señaló a un hombre grande al que Ariella reconoció de la noche anterior—. Un primer hijo es causa para celebrarlo muchas noches. Deberíais venir a Woodland.

Ariella imaginó a Emilian bailando apasionadamente bajo las estrellas, cada movimiento una invitación sensual, cada paso una demostración de virilidad. Se puso tensa. Esa noche bailarían con él otras mujeres, que intentarían llevarlo a sus lechos. No le gustaba la idea.

¿Se atrevería a ir a Woodland?

¿Cómo no ir?

—Me alegro de que nos hayamos conocido —dijo—. Que tengáis buen viaje, Jaelle.

La chica sonrió.

Dianna‘bika t‘maya.

 

 

Emilian dejó atrás la caravana, pues galopaba con fuerza. Pero por muy rápido que corriera, no podía dejar atrás las palabras de ella. «¿Creéis en el amor a primera vista?»

Ella confundía el deseo con amor, lo cual sólo probaba lo inexperta que era. Demasiado inexperta para él, cosa que él no debía olvidar.

¿Iría a buscarlo en Woodland?

Esperaba no volver a verla nunca. Si ella acudía a él esa noche o al día siguiente, perdería su conciencia de inglés y cumpliría sus amenazas. Y disfrutaría deshonrándola. Sería despiadado. Sería budjo y sería venganza.

Ella no merecía que la utilizara de ese modo.

Detuvo el galope del caballo y lo puso al paso. Confiaba en que ella se mantuviera alejada, lo cual probaba que era más inglés que cíngaro.

El camino a Woodland pasaba por la aldea de Kenilworth. Cruzó delante de casas enjalbegadas de blanco con tejados de pizarra, una vieja capilla normanda en ruinas y una iglesia anglicana más nueva hecha de piedra. La calle principal, donde había docena de tiendas, dos posadas y una taberna, constaba apenas de dos manzanas. En la calle había algunos carros y carruajes y varios tenderos barrían la acera o esperaban tras el mostrador. Aparte de eso, sólo había un puñado de peatones y vio a un grupo de hombres que bajaban por la calle.

De pronto detuvo el caballo con tal brusquedad que el animal levantó la cabeza en señal de protesta. Miró el cartel que ocupaba una tienda de telas. No se admiten gitanos.

Lo miró con incredulidad y luego vio que el panadero tenía el mismo cartel en la ventana. Se volvió a la acera de enfrente, donde vio que ocurría lo mismo en la puerta verde de la posada, pero con letras más grandes. No se admiten gitanos.

En la taberna Morgan vio las mismas palabras escritas con letras rojas en otro cartel. Aquel aviso abominable aparecía en todas las puertas y ventanas y en todos los lugares públicos que podía ver.

Se volvió y galopó de vuelta hasta la iglesia de piedra donde solía ir alguna vez a los servicios, normalmente en Nochebuena y domingo de Pascua. No se admiten gitanos.

Sintió una rabia inmensa.

Aquellos carteles no existían la última vez que había ido al pueblo, hacía sólo unos días. Se quedó mirando las puertas de la iglesia y la imagen de Ariella acudió a su mente. Esperó que fuera tan tonta como para ir a verlo a Woodland.

La parte inglesa de él había muerto.

Arreó al caballo y se acercó a la puerta de la iglesia, donde arrancó el cartel. Giró la montura y galopó hacia la posada.

Esa vez saltó al suelo y llegó a la puerta de una zancada. Mientras rompía el cartel, maldecía a los payos por su intolerancia y su odio. Entonces sintió las miradas de la gente.

—Tan gitano como todos ellos.

Se volvió despacio y vio a cinco hombres del pueblo en la acera opuesta. Apartaron la vista inmediatamente y echaron a andar hacia el centro del pueblo. Él no supo quién de ellos había murmurado aquellas palabras con tanto desdén.

Pero había oído el mismo comentario cientos de veces. Respiró con fuerza, necesitaba controlarse. Podía arrancar todos los carteles, pero eso no borraría los prejuicios ni el odio y los carteles volverían hasta que la caravana se marchara. Pero tampoco podía no hacer nada.

Detuvo el caballo en la tienda de mercancías importadas, donde había productos exóticos como especias del Lejano Oriente, abrecartas hechos de colmillos de marfil o tabaco americano, así como muebles de los mejores ebanistas, relojes de pared y de bolsillo, juegos de escribir, urnas y jarrones, lámparas y candelabros. Él había comprado muchas cosas allí a lo largo de los años.

Miró el cartel, sintiéndose enfermo en el alma, y entró en la tienda amplia.

Dentro había poca luz. Miró a su alrededor, consciente de la furia que necesitaba enmascarar a toda costa.

—¿No habéis visto el cartel? No permitimos la entrada a gitanos.

Seguía llevando el chaleco verde esmeralda bordado en oro. Se volvió despacio y miró al pomposo hijo de Hawks, el dueño.

Edgar Hawks palideció.

—Señor St Xavier —inclinó la cabeza—. Os ruego que me perdonéis.

—Me llevaré esos dos jarrones de cristal.

—Sí, señor. Son los mejores que se pueden encontrar en Irlanda y…

Emilian lo interrumpió.

—Y ese par de alfombras.

—Son turcas, señor, y muy costosas. ¿Queréis que las desenrolle?

—No —él se acercó a un baúl que sin duda había sido importado de España—. También quiero eso.

—Esperad que traiga mi cuaderno de anotar —dijo Edgar con ansiedad. Desapareció en la trastienda.

Emilian estaba inmóvil, despreciando al tendero, y pensó de nuevo en Ariella de Warenne. «¿Creéis en el amor a primera vista?»

Lanzó una maldición. Cuanto antes encontrara un buen administrador, antes podrían irse de Derbyshire la caravana y él.

Edgar volvió resoplando, acompañado de su padre, todavía más grueso.

—Lord St Xavier. Es un placer veros, señor. No veníais por aquí desde el invierno pasado —sonrió Jonathon Hawks.

Emilian miró el techo, donde colgaba una araña de cristal que sabía era parte del decorado de la tienda.

—También me llevaré eso.

—No está a la venta —dijo Edgar, con el labio superior cubierto de sudor.

Emilian lo miró con ganas de echarle las manos al cuello y apretar.

Edgar palideció.

—Pues claro que os la venderemos a vos —intervino Jonathon.

—Muy bien. Eso es todo por ahora. Podéis anotarlo todo a mi cuenta.

—Por supuesto —dijo el más viejo—. Me llevará un momento sumar la cantidad de vuestras compras.

—Es un placer comprar en vuestra tienda —sonrió Emilian con frialdad.

—Me complace, señor —comentó Jonathon.

—¿De verdad? Porque no me gustaría tener que ir a hacer mis compras a Sheffield’s, en Manchester.

Jonathon lo miró fijamente.

Emilian le devolvió la mirada. Siguió un largo silencio.

—Sugiero que retiréis ese cartel. También sugiero que alentéis a vuestros vecinos a hacer lo mismo.

Jonathon palideció.

—Creo que el cartel ha sido un malentendido —dijo al fin.

—Bien —Emilian salió de la tienda.