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Capítulo 3

Caminaba por el perímetro del campamento con la cabeza baja, permitiendo que se acumulara su rabia. Prefería la furia al dolor. Raiza debía haber pasado un miedo espantoso. Pero la rabia no borraba los remordimientos. A su madre la habían asesinado los payos y él vivía como ellos, y nunca se perdonaría haber ido a verla sólo una vez en los últimos dieciocho años.

—Emilian.

Al oír la voz de Jaelle, se detuvo y comprendió lo egoísta que era su dolor. Stevan quería a su hermana, pero no podía sustituir a su madre. El padre de Jaelle era un escocés que no se había interesado por su hija bastarda, pues tenía esposa escocesa y familia.

—Ven aquí —dijo, con una sonrisa forzada.

Ella se acercó con expresión incierta. Le tocó el brazo.

—Yo también estoy triste. Lo estoy todos los días. Pero ya está hecho —se encogió de hombros—. Un día haré que los payos paguen por ello.

Él se puso rígido.

—No harás tal cosa. Puedes dejarme a mí la venganza. Es mi derecho.

—También es mi derecho, y más aún —protestó ella—. Tú conocías muy poco a Raiza.

—Era mi madre. Yo no pedí que me apartaran de ella.

La joven se ablandó.

—Perdóname, Emilian. Claro que no —vaciló—. Cuando era pequeña viniste a vernos, ¿te acuerdas? Fue una época feliz.

—Me acuerdo.

—Eres tan rico como un rey y no tienes dueño. ¿Por qué no has venido desde entonces? ¿Prefieres a los payos? ¿Prefieres la vida de los payos a la nuestra? Viniste cuando yo era pequeña, pero no te quedaste.

Hablaba con intensidad y brillaban lágrimas en sus ojos. Él comprendía lo importante que era aquello para ella, comprendía que tenía la lealtad y el amor de aquella joven. Le tomó la mano. Unos días atrás su respuesta habría sido otra, pero la muerte de su madre los cubría como un sudario oscuro y terrible.

—Me marché porque me avisaron de la muerte de mi padre —respondió—. Pero no había ido a la caravana con intención de quedarme. Había soñado con viajar con vosotros, pero cuando me llamaron, volví. Para mí el viaje era sólo una aventura.

Recordó el aburrimiento que lo había invadido después de los primeros días de viajar sin rumbo. En los años siguientes había olvidado lo decepcionante que había sido el viaje, porque su recuerdo se había visto teñido con la noticia de la muerte de Edmund. Pero cuando estaba en el camino, había pensado en los deberes y responsabilidades a los que tendría que regresar en Woodland. No había apreciado el viaje, pero quizá porque entonces era joven. Y ahora era todo distinto.

—No sé lo que prefiero ahora ni lo que quiero —dijo—. He vivido como un inglés durante mucho tiempo, pero los dos sabemos que mi sangre es mezclada —el corazón le latía con fuerza. Era un extraño y lo sería siempre. Y él siempre lo había sabido, aunque hubiera elegido ignorarlo—. Sé que me alegra mucho tener una hermana así.

Ella abrió mucho los ojos.

—¿Tú no sabes lo que quieres? Todo el mundo conoce su corazón.

Él rió con amargura.

—Antes soñaba con la caravana. A veces tocaba nuestras canciones con la guitarra en mi dormitorio. Aunque elegí volverme payo, como me pedía mi padre, sabía que nuestra gente estaba en alguna parte, quizá esperándome. Pero tenía deberes para con Woodland. Acepté esos deberes. Sé que no puedes entender esta confusión. Yo tampoco la he entendido nunca. A veces me he sentido como dos personas completamente diferentes.

—¿Y ahora estás confuso? —preguntó ella, incierta.

—No. Hoy sabía que estabais cerca. Hoy anhelaba venir. Hoy soy cíngaro, hoy quiero esto —señaló el campamento—. Ayer estaba sentado en la biblioteca de Woodland con mi administrador y el alcalde del pueblo vecino hablando de los asuntos de la zona —movió la cabeza. Le costaba hablar—. Me llaman gitano a mis espaldas, pero quieren mi consejo.

Derbyshire no hay nadie que tenga la educación que he recibido yo. No soy realmente uno de ellos, pero hace tiempo que hice mi vida en Woodland. La hacienda es mía y es un buen lugar. No deseo casarme, pero si tengo un hijo, será suya. ¿Puedes comprender eso? —en aquel momento, no estaba seguro de entenderlo él.

—¿Cómo podría entender un cariño por la tierra? A mí no me importa la tierra ni me importará nunca. Los cíngaros que tienen casas no son cíngaros de verdad. Tú eres más inglés que gitano —ella se secó las lágrimas—. Pero hace tiempo que lo sé. Y nuestra madre también lo sabía.

Se volvió, pero él la detuvo.

En este momento no me gustaría estar en otro sitio que no fuera éste. Eso es la verdad, Jaelle.

Ella lo miró a los ojos.

¿Pero cuánto tiempo? Y cuando nos vayamos, no vendrás con nosotros, ¿verdad?

Él la miró, pero no vio a Jaelle sino a Raiza, tumbada muerta en una calle adoquinada, sangrando por la cabeza, rodeada por una muchedumbre satisfecha. ¿Quería volver a su vida en Woodland? ¡Tenía tantos deberes allí! ¿Pero y la vida a la que había renunciado?

Le debía a Raiza algo más que sus respetos. Y a Jaelle también.

Sonaron los acordes melodiosos de una guitarra, lentos y cautivadores. Y de pronto el guitarrista cambió el ritmo por otro alegre y animoso… festivo. Y completamente incongruente con la rabia y la desesperación… y con su profunda confusión.

—Tenemos otro primo —dijo Jaelle con suavidad—. Y es el momento de celebrarlo.

Era el mundo gitano. Su hermana tiró de él hacia el centro del campamento y enseguida sonaron más guitarras, un violín y timbales. Se oían risas y los hombres daban palmadas al ritmo de la música.

Jaelle lo soltó y corrió al centro del claro, donde bailaban cuatro cíngaros jóvenes con los brazos cruzados y golpeando el suelo con los tacones al ritmo de los instrumentos. Jaelle se levantó las faldas y empezó a girar. Emilian sintió que se ablandaba y sonrió al verla alzar los brazos y bailar en medio de los hombres.

Se habían congregado todos… hombres, mujeres y niños… y vio a Stevan con su esposa, que alimentaba al recién nacido reclinada en unas mantas. Ahora recordó su nombre. Simcha. La multitud daba palmadas al ritmo de los taconazos de los bailarines. La música empezaba a llenar su cuerpo vacío. Sentía palpitar sus venas con cada taconazo, sentía fluir su sangre. Esa era la vida gitana y era sencilla y buena.

¡Hacía tanto tiempo!

Raiza había sido asesinada y él no permitiría que los payos quedaran impunes de su muerte. Antes o después tendría su venganza. Pero no sería esa noche.

Esa noche celebrarían una nueva vida.

Otros hombres y mujeres se habían unido a los bailarines primeros. Una mujer de cabello de ébano y faldas púrpura y oro giró delante de él. Su mirada era sensual y directa.

Era una mujer atractiva, de edad aproximada a la suya, y la invitación resultaba inconfundible. Miró sus muslos cuando ella se subió las faldas más de la cuenta. No había amantes como las cíngaras.

Ella soltó las faldas, levantó los brazos con sensualidad y empezó a girar, a un ritmo mucho más lento que el tempo rápido de la música. Se apartó con aire seductor, pero lo miró por encima del hombro. Él sonrió y entró en el claro, las guitarras, el violín, los timbales y el palpitar de la tierra invadieron su cuerpo. Sus tacones encontraron el suelo, derecho, izquierdo, derecho, izquierdo, y levantó la cara a la luna y los brazos a las estrellas. Chasqueó los dedos y onduló las caderas. Seguía pendiente de la mujer, que bailaba a su derecha, pero en ese momento su cuerpo no necesitaba otra cosa que la música y la noche.

La luna sonreía, destellaban las estrellas. Los árboles hacían guardia y centelleaban las hogueras. Era una noche para celebraciones, una noche para amantes.

Devolvió la mirada atrevida de la mujer.

 

 

Los invitados se habían retirado y Ariella permanecía en el salón delantero viendo partir el carruaje de los Montgomery mientras la familia subía a sus aposentos. Una mano en el hombro la sobresalió.

Cliff le sonrió.

—Veo que has sobrevivido a la cena.

—¿Tan transparente he sido?

Él se echó a reír.

—Estabas soñando despierta y se notaba.

—Supongo que todos están entusiasmados con el baile de Amanda.

—Sí, así es, pues hace tiempo que no hay un acontecimiento así en Rose Hill. Y dime, ¿te ha gustado algo Montgomery?

Ella se puso tensa; miró a su padre con incredulidad.

—Creía que lo de emparejarme era idea de Dianna.

—Y lo es. Pero ella se lo comentó a su madre, quien me lo dijo a mí. No sientes ningún interés por él.

—Lo lamento, pero no.

Su padre suspiró.

—Ariella, cuando eras muy pequeña, me preocupaba tu futuro. Entonces decidí que procuraría buscarte el matrimonio perfecto cuando tuvieras la edad.

La joven no podía creer lo que oía.

—No tenía ni idea.

Él sonrió.

—Eso fue hace mucho. Cuando te convertiste en una joven independiente, cosa de la que estoy muy orgulloso, comprendí que no haría nada semejante. En muchos sentidos, me recuerdas a mí antes de Amanda.

El alivio de ella no conocía límites.

—Gracias. Pero padre, tú eras un bucanero, no una dama culta.

—Valoraba mi libertad tanto como tú, querida. No obstante, creo que un día vendrás a mí con estrellas en los ojos y me dirás que deseas casarte y estás locamente enamorada.

Ariella sonrió.

—¿Sabes que eres mucho más romántico que yo?

Cliff se echó a reír.

—¿Ah, sí?

—Me temo que no soy como tú, padre. Mi pasión es por el conocimiento. Antes intenté explicarle a Dianna que no me molesta en absoluto quedarme soltera. No pienso en hombres atractivos ni sueño con ellos como otras mujeres de mi edad —apartó la vista, pues eso era precisamente lo que había hecho desde que viera al cíngaro de ojos grises.

—Eso es porque todavía no has conocido al hombre lo bastante especial para suscitar tu interés.

—Los hombres a los que conozco son estudiosos e historiadores, y muy pocos de ellos son nobles.

Él se echó a reír.

—Y si me traes un abogado radical sin medios de vida, yo lo aprobaré… siempre que él te ame a su vez.

Ariella no contestó. Había pensado toda la velada en Emilian, casi contra su voluntad. Había algo provocador en él, y también algo más que no conseguía identificar y que la perturbaba.

—Puede que te lleve tiempo darte cuenta de que te han atrapado el corazón, pero ese día llegará, no me cabe duda. Eres demasiado hermosa e interesante para escapar al amor. Y cuando me pidas mi bendición, estaré encantado de dártela, sea quien sea el que hayas elegido.

Ella sonrió.

—Espero que no tengas tanta prisa como parece tener Dianna. No tengo interés en un matrimonio tradicional.

—Yo no permitiré que te conformes con menos de lo que mereces —Cliff le dio un beso en la mejilla—. Nunca te meteré prisa. Y ahora me temo que debo dejarte a mirar las estrellas sola. Buenas noches.

Ariella lo miró subir las escaleras. Era muy consciente de que la invadía una tensión extraña. Los ojos grises de Emilian parecían tallados permanentemente en sus pensamientos. Nunca en su vida la había distraído tanto un hombre y no sabía lo que significaba esa distracción, pero su breve encuentro la había perseguido toda la velada.

Era un hombre orgulloso y hostil, y ella no podía entender por qué estaba tan a la defensiva ni por qué parecía despreciarlos tanto a su padre y a ella. Pero la consideraba atractiva. Era lo bastante mujer para entender el modo en que la había mirado. Los hombres la miraban con cierta admiración desde que cumplió los dieciséis años, pero nunca se había parado a pensar dos veces en ellos hasta ahora.

No había motivos para permanecer en el vestíbulo, pero se acercó a la ventana y apretó el rostro en el cristal frío. Creyó oír música.

La invadió la curiosidad. Cruzó el vestíbulo y entró en el salón, donde abrió las puertas de la terraza. En cuanto lo hizo, oyó la música exótica, poco familiar.

Había oído melodías similares en Oriente Medio, pero nunca había oído una música con tanta pasión y alegría. ¿Y no se oían risas también?

Cruzó la terraza y se acercó a la barandilla, a mirar colina abajo. Hacía una noche brillante, con un millón de estrellas y una luna creciente, pero ella sólo veía la luz de las hogueras y las formas fantasmales de los carromatos. No le cabía duda de que los cíngaros celebraban algo.

Quería bajar allí. Se dijo que no podía hacerlo; era sumamente indecoroso y también imprudente. Una mujer no podía ir sola por el campo después de anochecer. El escándalo no le importaba, pero podía ser peligroso.

Pero no tenía por qué saberse. Si se escondía, los cíngaros no la verían y su familia seguramente dormiría ya. Si tenía cuidado de evitar encuentros, no habría ningún peligro para su persona.

Temblaba de nerviosismo. ¿Cuándo volvería a tener esa oportunidad? No había visto gitanos desde niña. Tal vez nunca volviera a cruzarse con un campamento así. ¿Cómo iba a no hacer caso de la música y la celebración? Había muchas historias de gitanos, de noches llenas de música, baile y amor.

Y estaba también su carismático líder.

Ariella respiró con fuerza. Lo había encontrado sumamente atractivo, además de enigmático. Sentía curiosidad también por él. Hablaba tan bien como un hombre educado, parecía acostumbrado a dar órdenes y no había cedido ante su padre. ¿Qué clase de hombre era? ¿De dónde había salido?

Los gitanos se irían por la mañana.

Y él con ellos.

Su decisión estaba tomada. Se levantó las faldas y bajó de la terraza al césped. Un momento después se alejaba por el camino, donde aceleraba el paso a medida que crecía su nerviosismo. Ahora identificaba algo más que las guitarras, pues oía también un violín, timbales y palmadas.

Y al fin pudo ver los carros delante. Y las hogueras, que iluminaban el centro del claro. Oía risas y conversaciones y miraba a los bailarines.

Se detuvo detrás del carromato más próximo, respirando con fuerza. La música ahora sonaba fiera y exigente. El tempo escalaba y el pulso de ella también.

Se acuclilló al lado del carro y miró sorprendida.

Él bailaba solo en el centro del claro. Tenía los brazos en alto y chasqueaba los dedos con la camisa abierta hasta la cintura. Su pecho brillaba a la luz del fuego. La tela de los pantalones se ceñía en los muslos y caderas y cada paso resultaba muy sensual. Cada paso lo acercaba más adonde estaba ella. Ariella sintió la boca seca.

Él tenía los ojos cerrados. Su expresión era concentrada, de placer. Una capa de sudor cubría su rostro. Cada pulgada de su anatomía resultaba visible con aquella camisa abierta y los pantalones de piel de cierva, y ella sentía un calor terrible.

Tragó saliva. No podía apartar la vista y no le importaba. Sabía que sus pensamientos se habían vuelto más que indecorosos. Pensaba en su virilidad y en su fuerza. Bailaba solo, pero su baile era terriblemente sugerente, como si pronto se fuera a llevar una amante a su cama.

No sabía lo que le ocurría. Nunca había pensado en un hombre de ese modo. Lo que hiciera o dejara de hacer él después de bailar no era de su incumbencia.

Él abrió los ojos de pronto. Aunque ahora bailaba mucha gente y lo rodeaban unas cuantas mujeres exóticas, la mirada de él fue directa a ella.

¿Sabía que estaba allí? El corazón le explotó en el pecho. Sabía que debía agacharse, pero, sin saber cómo, se encontró incorporándose del todo. Sabía que debía apartar su atención del hermoso rostro de él, de su pecho desnudo, pero le era imposible. Se dio cuenta de que ya no estaba al lado del carromato, sino que se había colocado delante.

Los ojos grises de él miraron los suyos con ardor.

Ariella no pudo apartar la vista.

Sus miradas se cruzaron, él tenía los brazos levantados y giraba lentamente para ella. Sonrió seductor y bajó las pestañas negras y espesas, justo cuando cesaba la música.

Ariella temblaba y se preguntaba si él podría oír su corazón. Él alzó los ojos, viriles e intensos, a buscar los de ella.

Una mano tomó la de Ariella desde atrás.

Kon nos? Gadje romense? Nay!

Un chico de unos dieciséis años la miraba con furia. La sacudió y volvió a hablar con rabia en su idioma. Ya no había música, risas ni conversación.

—No comprendo —susurró ella.

El chico tiró de ella. Ariella tropezó y se detuvo. Los bailarines los rodearon. Emilian se adelantó con ojos llameantes, con el cuerpo caliente y húmedo.

Dosta!

El chico la soltó. Ariella temblaba. Su salvador estaba tan furioso como el chico. Miró a la multitud. Ojos hostiles se posaban en ella. Nadie se movía. Las posturas eran beligerantes. Ella quería que la tragara la tierra.

Él volvió a hablar, rápida y firmemente.

El chico la miró.

—Lo siento —dijo con fuerte acento.

Se volvió y se alejó.

Ariella estaba incrédula. Miró a Emilian y él le devolvió la mirada, mientras el hombre grande como un oso de antes daba unas palmadas y hablaba a la multitud. Alguien empezó a tocar una guitarra. Se reanudaron las conversaciones, aunque en tonos más bajos y susurros, y se fueron alejando todos hasta dejarlos solos.

Ariella tenía la boca tan seca que tuvo que humedecerse los labios. Bajó la vista al pecho desnudo y sudoroso de él. No pudo evitarlo. Miró un instante las líneas duras de su abdomen. Sabía que no se atrevía a mirar más abajo; sabía lo que vería allí.

—¿Qué? —volvió a lamerse los labios—. No estaba espiando.

Él achicó los ojos.

—Lo juro —respiraba con fuerza, temblorosa—. He oído la música y no he podido resistirme.

La mirada de él seguía siendo enigmática.

—¿Y os ha divertido? ¿Os entretienen nuestras costumbres primitivas?

Ella respiró con fuerza.

—La música… el baile… son maravillosos.

Él bajó la vista al escote de ella.

—¿No es un poco tarde para salir a dar un paseo, señorita de Warenne?

Estaba muy cerca. Ella podía sentir su calor y oler su aroma. Podía tocarlo fácilmente si quería. Su ansiedad aumentaba por momentos.

—Sí, tengo que irme. Perdonad la intromisión.

Echó a andar, pero él la retuvo por la muñeca.

—Pero sois mi invitada.

Su brazo entero, desnudo hasta la manga del vestido, se apretaba contra la piel húmeda del pecho de él. Se sentía mareada, al borde del desmayo.

—¿Eso es lo que les habéis dicho?

—No nos gustan los payos entre nosotros —sonrió él de pronto—. Pero vos sois una excepción a esa regla.

¿No le importaba ir vestido de un modo indecente, prácticamente desnudo? ¿No sabía que sostenía el brazo entero de ella contra su pecho? ¿No la sentía temblar con algo más que miedo?

—¿De verdad queréis iros? —murmuró él, con voz acariciadora.

Ella miró sus ojos cálidos. No quería marcharse y los dos lo sabían.

—La noche no ha hecho nada más que empezar.

—No sé… sólo he venido a investigar.

—Pocas damas decentes se arriesgarían a una investigación así a estas horas.

Le soltó el brazo y ella podía haberse apartado, pero no lo hizo. En lugar de ello, miró el pecho musculoso de él y se llevó una mano a la mejilla, que estaba muy caliente. Su cuerpo ahora sudaba tanto como el de él.

Él sonrió de nuevo. Se acercó más.

—Pero una dama indecente sí podría aventurarse a estas horas. ¿Puedo ayudaros con vuestra investigación?

—No lo decía en ese sentido.

—Pues claro que sí. Queréis comparar —le sonrió con frialdad y la tomó del brazo.

La llevó a una mesita cerca de uno de los carromatos, alejados de los bailarines. Sirvió dos vasos de vino de una jarra y le tendió uno. Bebió el suyo con avidez, como si fuera agua. Posó los ojos en la línea del escote de ella.

A Ariella se le endurecieron los pezones. Aquella mirada era tan osada como si la tocara por dentro del vestido, más allá de la camisola y el corsé.

—No me refería a investigar en ese sentido.

—Pues claro que sí. Bebed el vino. Disfrutaréis más de la noche.

—Ya he tomado vino en la cena.

A él le brillaron los dientes.

—Pero estáis tan nerviosa como una colegiala o una debutante. Yo no muerdo, señorita de Warenne. No engaño ni seduzco a damas que no lo desean. Porque sois señorita de Warenne, ¿no es así? —fijó la vista en la mano izquierda de ella.

—Si, soy señorita —ella recuperó el sentido común—. Yo no creo en estereotipos. Por supuesto que no engañáis ni robáis y no seducís a mujeres contra su voluntad —se ruborizó. Aquel hombre tenía la habilidad de conseguir que todas sus palabras sonaran sexualmente sugerentes.

Él enarcó las cejas.

—¿O sea que vos sois la única paya que no tiene prejuicios? ¡Qué elogiable!

—Los prejuicios son malos y yo no soy una persona prejuiciosa.

Él le dirigió una mirada larga y luego apartó la vista.

Ariella tomó un buen trago de vino. ¿Esa mirada significa, lo que ella creía? Había visto a su padre, a sus tíos y también a su hermano y sus primos mirar así a mujeres. Esa mirada tenía un significado. ¿Qué debía hacer?

Debía quedarse y dejar que la besara.

Tomó otro sorbo de vino, casi con incredulidad. Ella era una mujer racional. No le importaba lo que la sociedad consideraba decente y nunca antes le había interesado un beso. Pero no había dudas de que ahora sentía un gran interés.

—Si vos no habéis venido a investigar, yo sí deseo hacerlo —murmuró él. Y le puso la mano en la cintura.

Ariella se puso tensa, pero no de miedo; le palpitaba el cuerpo.

—¿Qué queréis decir?

—Quiero decir que deseo comprender por qué una dama hermosa y soltera de vuestra edad se aventura a venir a mi campamento en plena noche.

—Soy una apasionada del conocimiento —susurró ella—. Quiero saber más del pueblo gitano.

—¿Del pueblo gitano o de mí?

Ella se quedó inmóvil.

—Dejad de fingir —murmuró él. Subió la mano por el costado de ella en una caricia—. Habéis venido por mí. Yo soy vuestra investigación.

Ariella no podía hablar. Él tenía razón.

Sonrió y la atrajo más hacia sí.

No sois la primera inglesa que desea un amante cíngaro.

Ella empezó a protestar, pero él la interrumpió.

—¿Por qué otra cosa ibais a venir a mí a estas horas?

Ariella no tenía respuesta a eso.

—No sé… —tartamudeó—. Quería venir… me sentía arrastrada.

—Bien. Dejaos arrastrar. Yo quiero que me deseéis —a él le ardían los ojos—. Nosotros somos abiertos con nuestras pasiones. Esperad aquí.

Ariella lo miró volver con los demás. Lo vio detenerse delante del violinista, un hombre de pelo blanco. Se dio cuenta de que no era la única mujer que lo miraba anhelante. Las jóvenes cíngaras eran hermosas, y unas cuantas estaban tan pendientes de Emilian como ella.

Pero él volvió sonriente y le tomó la mano.

—Bailad conmigo.

Nunca le había interesado bailar y no lo hacía bien. ¿Pretendía hacerla girar como las mujeres gitanas? Sería el hazmerreír de todos.

—No sé bailar.

—Todas las mujeres saben bailar —murmuró él, con mucha suavidad. Del violín empezaron a salir las notas de un vals—. Esta música es para nosotros.

Le tomó la mano y tiró de ella. Y un instante después estaban muslo con muslo, con las manos de él en su espalda. Él se movía y la movía con él. Ella no había conocido una sensación tal de fuerza masculina y promesa viril.

Sus cuerpos estaban casi fusionados. Su mejilla había encontrado la piel desnuda del pecho de él. Se estremeció. Sólo podía pensar en el aliento suave de él en su oído y en su virilidad dura contra la cadera de ella. Eso no era un vals, era una pareja girando al ritmo de una música suave, con los pechos rozándose y las caderas y la ingle apretadas juntas. Eso era un preludio de la pasión.

—Esta es una noche para los amantes —le dijo él al oído.

Ella no quería apartar la mejilla de la piel húmeda, pero levantó la vista. La había llevado hasta los árboles, donde la noche era pesada y oscura.

—¿Sentís la música en el cuerpo, contra vuestra piel? —susurró él—. ¿La sentís en la sangre? Palpita ahí con necesidad, con pasión —sonrió—. ¿Queréis besar a un gitano?

Ahora no se movían. Estaban quietos en un abrazo y ella sentía que el corazón le latía con fuerza… ¿o era el de él?

Asintió con la cabeza. Pensó que podía morir por aquel beso.

—Eso me parecía —él le tomó el rostro en las manos—. Os advierto que yo nunca hago nada a medias.

Ariella susurró:

—Emilian.

A él le ardieron los ojos. Le cubrió la boca con la suya y ella se puso rígida, pues sus labios eran duros, fieros y exigentes. Dio un respingo cuando la presión se volvió dolorosa; él emitió un ruidito y, antes de que ella se diera cuenta, le deslizó la lengua en la boca. Se asustó y le empujó los hombros. Aquél no era el tipo de beso que esperaba… ni si quiera estaba segura de que fuera un beso. Había rabia en la caricia.

Él se quedó inmóvil.

Ella empezó a temblar, asustada, porque al fin se daba cuenta de que estaba a su merced. Su fuerza no podía nada contra la de él.

Emilian apartó la boca de la suya. Ariella intentó empujarlo de nuevo. Aquello había sido un terrible error. Pero él la sujetó fuerte contra sí, con el cuerpo temblando.

—No os vayáis.

Ella seguía muy asustada. Pero allí, aferrada a él, empezó a respirar con más calma. Se dijo que no le había hecho daño, aunque hubiera sentido por un momento que era inminente una explosión de brutalidad, una violencia para la no estaba preparada.

El tono de él era suave.

—No os haré daño. Quiero amaros. Dejadme.

Ella sintió que un escalofrío recorría el cuerpo de él.

La miró y sus ojos no eran fríos ni burlones, ni ardían con un calor que era casi furia. Eran ojos que buscaban su permiso.

La sensación de vacío en su interior se hizo muy intensa. Tenía los pechos muy rígidos y era muy consciente de la erección de él entre los dos. Se movió. Llamas. Llamas cruzaban su cuerpo y se instalaban entre sus muslos. Él emitió un sonido duro.

Y antes de que ella pudiera decidir si permitirle más privilegios, Emilian bajó la boca hacia la suya muy despacio.

Sus labios rozaron los de ella suavemente, como el contacto de una pluma. A ella le explotó el corazón, embargado por tantas sensaciones que dejó de pensar. Él le rozó los labios una y otra vez y ella cerró los ojos y empezó a sumergirse en la sensación de placer y pasión. Emilian repasaba sus labios una y otra vez, probando y saboreando, hasta que los labios de ella estuvieron suaves y abiertos.

Él deslizó la lengua entre los labios y Ariella dio un respingo al sentir la lengua en la suya. Él cerró la boca sobre los labios de ella para un beso largo, profundo, interminable.

La fiebre en el cuerpo de ella se convirtió en una conflagración; gimió y él gimió con su lengua. Ella se apretó ahora contra su erección con desvergüenza. Él rió y le agarró las nalgas con fuerza a través de las faldas y las enaguas. La levantó contra sí.

Ella gimió y se agarró, con las bocas de ambos unidas. De algún modo, él se había colocado exactamente donde ella necesitaba que estuviera y Ariella se sentía ahora enloquecida de deseo. Se movía con frenesí sobre él.

El beso se prolongaba. Sintió vagamente la mano de él subiendo por su pierna, dentro del muslo, debajo de las faldas y encima de los calzones de seda. Supo vagamente que aquello era algo más que un simple beso, pero no le importó.

Los dedos de él se deslizaron sin vacilar en la ranura de sus calzones, en su piel desnuda y húmeda. Ariella gimió, apartó la boca y apretó la cara en el pecho duro y húmedo de él. Ahora estaba cegada. No sabía lo que quería… aparte de seguir frotándose más. Lloró.

Él le habló en su idioma, deslizó la mano entera en sus calzones y la acarició. Ella se sintió más mareada aún. Él le habló en inglés.

—Disfruta para mí.

Ella no comprendía. ¿Pero a quién le importaba? Los árboles giraban y ella mordió con fuerza, saboreando la piel sudorosa y la sangre de él.

La cabeza le daba vueltas todavía cuando se dio cuenta de que la había depositado en el suelo, sobre la hierba húmeda. Los terribles y maravillosos espasmos se iban haciendo más lentos y perdían intensidad. Su respiración seguía siendo jadeante. Sentía los dedos de él en la piel desnuda de la espalda. Intentaba comprender el placer y la pasión que acababa de vivir. Ahora entendía por qué el amor era algo tan codiciado.

Los dedos de él bajaban por su espalda. Ariella parpadeó y abrió los ojos. Emilian se arrodilló a su lado con el rostro crispado por la pasión. Intentaba quitarle el vestido. Ella le levantó la muñeca en un gesto reflexivo.

Los ardientes ojos grises se posaron en los de ella. La sorpresa tiñó el deseo que brillaba en ellos.

Ella respiró con fuerza.

—Esperad.

Él achicó los ojos con recelo.

—¿Qué… qué hacéis?

Ariella tenía las faldas enredadas en torno a la cintura y yacía tumbada como una muñeca de trapo. Se sentó y se bajó las faldas. El corpiño cayó hacia abajo, pero ella se lo subió y miró a Emilian.

Él se sentó sobre los talones, peligrosamente irritado.

—¿Queréis parar ahora? —preguntó con voz engañosamente suave.

—Yo… no he venido por esto.

—Pues claro que sí —sus ojos brillaban de furia—. Habéis venido a buscar pasión. Queréis compararme con vuestros amantes ingleses. Yo no estoy satisfecho —añadió con voz sombría.

Ariella quería hablar, pero no podía.

—Ese placer no es nada comparado con el que tendremos cuando esté dentro de vuestro cuerpo —tendió una mano y le acarició la cara—. Dejadme que os haga gritar de placer otra vez. Dejadme gritar también a mí de placer.

Ella se quedó inmóvil.

Él empezó a sonreír.

—Los dos sabemos que habéis venido a mí por eso.

Tendió la mano y agarró el corpiño de ella.

Ariella sabía que sería muy fácil ceder ante ese hombre. Sus palabras y su aspecto eran embaucadores. Pero un beso era una cosa. Y eso era otra. Quería ir más lejos, pero también quería mantenerlo a raya hasta que comprendiera lo que sucedía.

—Esto es un malentendido —susurró.

Él abrió mucho los ojos.

—No he venido a compararos con mis otros amantes —ella sujetó su corpiño con fiereza—. No hay otros amantes.

Él la miró con una expresión tan incierta que casi resultaba cómica.

—Ni siquiera estoy casada —susurró—. Nadie de mi edad tiene amantes. Las mujeres de mi edad tienen antes marido.

Siguió un silencio terrible.

Ella se puso nerviosa. ¿Por qué había asumido él que era una mujer que buscaba una aventura ilícita?

—No me digáis que sois virgen. Las vírgenes no salen a pasear de noche para citarse y coquetear con desconocidos.

Ella vaciló. Él parecía tan salvaje como un león despertado de un sueño profundo en su guarida.

—No sé por qué he venido. Para veros… Yo sólo quería un beso.