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Capítulo 14

—Juro ante Dios que su Gracia es demasiado osado por confiar en esos traidores. Habría que prenderlos y disponer de ellos.

Emilian se preguntó confuso dónde estaba.

—Como si la lealtad anidara en su pecho, coronado de fe y lealtad constante.

La espalda le ardía como si tuviera fuego. Y la cabeza le dolía de un modo explosivo. Peor aún, estaba tan seco que no podía tragar saliva. ¿Qué había ocurrido?

«No hay gitanos inocentes».

Su mente adormecida luchaba por despertarse, y un viejo horror empezó en su interior. Sentía unas náuseas terribles. Iba a vomitar… lo que implicaba que tendría que levantarse. Pero su cuerpo era tan pesado que, aunque se ordenó levantarse, no pasó nada. Se dio cuenta de que yacía boca abajo, abrazando una almohada.

«No hay gitanos inocentes».

«¡Basta! ¡Lo vais a matar!»

¡Ariella! Recordó de pronto por qué estaba boca abajo en una cama que no reconocía. Había aceptado los latigazos en lugar de Djordi y había sido muy duro… Ariella había estado presente, gritando y llorando por él.

—El rey tenía noticias de todo lo que intentaban, pues había interceptado sus correos.

Se quedó atónito. Ariella le leía en voz alta.

Su voz era suave, melodiosa, reconfortante. El horror disminuyó y remitió la náusea. Tenía una mejilla sobre la almohada, girada en dirección a la voz. Debía de estar en Woodland y ella se hallaba a su lado.

Quería abrir los ojos, pero los párpados le pesaban como piedras. Parpadeó con fiereza, decidido a verla. Y al fin lo consiguió.

Estaba sentada a su lado en una silla y absorta en el libro que tenía en las manos. Y era la visión más maravillosa que había visto nunca.

«Ella apuntaba el rifle, que se movía terriblemente; su cara era una máscara de furia y él sabía que le faltaba un instante para matar a Tollman».

Nadie lo había defendido nunca con tanto ahínco. Nadie.

Creyó entonces recordar su caricia gentil en la espalda ardiente, fresca y húmeda sobre las llamas al rojo vivo. Creyó recordarla inclinándose sobre él, acomodándole la almohada y subiendo la sábana. ¿Le había puesto también compresas frías en la frente o todo eso eran sueños?

Tal vez aquello era también un sueño. Ella era tan hermosa y buena, tan valiente, que tenía que ser un sueño.

—¡Emilian! Estás despierto —ella cerró el libro.

Él quiso sonreír, pero seguía viéndola con el rifle, dispuesta a asesinar a un hombre por él.

La expresión de ella era preocupada.

—Te pondrás bien —susurró; le tomó una mano—. No intentes moverte. Tienes que estarte quieto varios días más para que te cures como es debido.

A él le latía con fuerza el corazón. ¿Por qué se portaba así aquella mujer? ¿Por qué lo cuidaba ahora?

Ella se incorporó y le soltó la mano.

—¿Tienes sed? Deja que te ayude a beber. Seguro que todavía sufres. Tengo láudano. El doctor Finney me aconsejó que te diera dosis hasta que termine la semana —servía ya un vaso de agua de una jarra que había en la mesilla.

Emilian pensó que era un ángel de misericordia. Era su ángel de misericordia.

Y entonces se cerraron sus párpados y sólo quedó oscuridad.

 

 

Despertó despacio, por fases, con la luz del sol en los ojos cerrados. Una tensión intensa lo embargaba a medida que salía de las nubes del sueño. Una sensación conocida… que lo había acosado en momentos como aquél. Había algo que tenía que hacer, que afrontar. Y cuando se despertó, supo que algo iba muy mal.

Se puso tenso. No se sentía muy bien. La espalda le dolía todavía… no, le dolía todo el cuerpo y no sabía por qué. Yacía de costado, pero cuando empezó a colocarse de espaldas, aumentó el dolor. Al fin se despertó del todo, confuso por lo lento del proceso y achicó los ojos contra la luz del día, con las sienes latiéndole con fuerza y la boca insoportablemente seca. Se dio cuenta de que estaba en una cama extraña. ¿Dónde?

Miró a un lado y vio a Ariella.

Estaba sentada en un sillón tapizado que había acercado tanto a la cama que tocaba el colchón. Dormía y sostenía un libro contra el pecho. Tenía las piernas dobladas debajo de las faldas y de su moño escapaban muchos mechones dorados. El corazón le dio un vuelco.

«Yo cuidaré de él en Rose Hill».

Se incorporó lentamente hasta quedar sentado. Ahora recordaba vagamente que ella lo cuidaba, le daba agua y láudano. Y le había leído en voz alta. También recordaba eso.

«Su ángel de misericordia».

Sintió calor en el pecho. No lo comprendía. Terminó de sentarse sin que la espalda le doliera demasiado, cosa que no entendía porque recordaba haber estado en los fuegos del infierno cuando lo sacaron de la plaza. Se sentía muy débil y terriblemente hambriento. También estaba completamente desnudo bajo las sábanas y mantas que lo cubrían.

Vio la jarra de agua y el vaso en la mesilla y pasó con cuidado las piernas al lateral de la cama, tapándose con la sábana. Cuando fue a agarrar la jarra, vio que le temblaba la mano y lanzó una maldición.

¿Qué era aquello? ¿Cuánto tiempo llevaba en la cama? Era obvio que le habían dado algo, posiblemente láudano. Levantó la jarra sudando.

—¡Déjame a mí! —exclamó Ariella.

Se levantó y le quitó la jarra.

Emilian se recostó en la almohada e hizo una mueca cuando su espalda entró en contacto con el algodón.

¡Era tan hermosa! Exactamente como debía ser un ángel. Ella le sirvió el agua y le acercó el vaso a la boca. Él se lo quitó.

—Basta, Ariella. No soy un inválido.

La joven vaciló, pero le permitió tomar el vaso. Mientras bebía, ella se retorcía las manos como si no estuviera segura de que pudiera beber solo.

¿Cuánto tiempo hacía que cuidaba de él? Terminó el vaso, tomó la jarra, volvió a llenarlo y bebió de nuevo. Las manos le temblaban todavía, pero no tanto como la primera vez.

—¿Cómo te sientes? —susurró ella. Le tomó el vaso y lo dejó en la mesilla.

—De pena. Dolorido y débil. ¿Cuánto tiempo llevo aquí?

—Siete días.

Él abrió mucho los ojos.

—¿Y me has drogado todo este tiempo?

Ariella asintió.

—Necesitabas puntos. Tanto el doctor como el cirujano querían que te quedaras en la cama inmóvil todo el tiempo posible. También tuviste algo de fiebre varios días —le tocó la frente.

Emilian no se movió. Lo embargó una cierta satisfacción al sentir que se le aceleraba el pulso y notar una presión en la entrepierna. Era obvio que estaba en proceso de sanar.

—Ya no tienes fiebre —musitó ella; pero su mano permaneció en la mejilla.

Llevaba siete días cuidándolo. Había estado dispuesta a asesinar a Tollman por él. Estaba débil, sí, pero quería abrazarla y meterla en la cama a su lado. Quería acariciarla y hacerle el amor. Quería mostrarle su gratitud.

—Yo podría haberte dicho que no tengo fiebre —dijo con suavidad. Llevó la mano hasta la de ella y se la apretó.

Ariella sonrió.

—Me alegro mucho de oír esa voz seductora.

—¿Me muestro seductor? —murmuró él.

—Te brillan los ojos —susurró ella.

—Estoy sentado aquí desnudo, y no estoy muerto.

Ella se llevó la mano de él a los labios y la besó. Se sonrojó y se sentó en el sillón. Buscó el libro en el suelo.

¿Cuándo lo había querido alguien así? En toda su vida no se le ocurría nadie aparte de su madre, que también lo habría cuidado y amenazado a Tollman de ser preciso. Pero ella era muy distinta a todas las demás mujeres payas. Aunque lo sabía desde el momento en que la conoció.

—¿Te duele? —preguntó ella.

Él negó con la cabeza.

—Tengo la espalda dolorida, pero nada más. Y no me extraña, si llevo una semana durmiendo. Gracias.

La joven lo miró.

—No tienes por qué dármelas.

—¿Ha sido mi imaginación o me has cuidado todo el tiempo que he estado aquí?

Ella sonrió.

—He estado aquí.

Emilian le devolvió la sonrisa.

—A lo mejor tu verdadera vocación es ser enfermera.

Ariella negó con la cabeza.

—Tú necesitabas ayuda y yo estaba decidida a ser la que te cuidara.

Sus palabras eran como un puñetazo en el pecho. En sus ojos brillantes había mucho amor y mucha confianza. Pero él no merecía esa confianza. No merecía tanto amor. No podía corresponder a sus sentimientos… y tampoco quería hacerlo. Pero en su corazón había un calor extraño. ¡Le debía tanto!

Se recordó que ella era una princesa paya. Y un día habría un príncipe payo.

Miró el libro que sostenía. El nombre de Shakespeare estaba inscrito en el lomo.

—¿Me has leído Romeo y Julieta? —preguntó divertido.

—Te he leído Enrique V.

Emilian se sentó más recto.

—Eso no es una novela de amor.

—Te mentí. No leo novelas de amor.

A él le costaba entender aquella mentira.

—¿Por qué Enrique V?

—Admiro a rey Enrique —repuso ella; lo miró a los ojos—. A pesar de sus defectos, era orgulloso, demasiado orgulloso en realidad, pero muy valiente —añadió—. Se metía fácilmente en batallas. Una simple burla bastaba para hacerle desear una guerra.

Emilian se sentía incómodo.

—Era corto de vista.

—Tal vez, pero era un líder fuerte —la mirada de ella no vaciló—. Sus hombres confiaban en él. Tenía carisma y lo seguían a todas partes.

—Era despiadado —dijo él despacio.

—Sí, era despiadado… cuando lo traicionaban.

—Lo traicionaron y los muchachos ingleses de su ejército fueron cruelmente asesinados —Emilian se sentó en una posición más erguida. ¿Hablaban de Enrique o de él?

—La tragedia me ha hecho apreciar más a Enrique —declaró Ariella con firmeza.

—Por supuesto —ella entendía perfectamente el paralelismo—. ¿Y apruebas su venganza? Porque se encargó de vengar a los muchachos.

—No, no la apruebo, porque Enrique asesinó a todos los prisioneros franceses que tenía. La violencia engendra violencia, Emilian. La moraleja es ésa, supongo que lo sabes. Y espero que no estés pensando en venganza.

Él recordó la mueca de desprecio de Tollman. La miró.

—Enrique se casó con la reina francesa y se convirtió en rey de Francia —dijo con dureza—. Ese fue el resultado de tanta violencia.

—No puedo evitar admirar el orgullo de Enrique, su valor y su capacidad como líder, pero siempre que leo esto, lloro cuando asesinan injustamente a esos chicos. Y me espanta saber lo que va a hacer después —contestó ella—. Lloro por las injusticias que han sufrido los gitanos y siguen sufriendo y he llorado por lo que te han hecho a ti. Pero me espanta la mirada de tus ojos ahora.

Emilian respiró con fuerza y pensó cómo se iba a vengar de Tollman. Una paliza parecía lo más apropiado… una paliza brutal. Temblaba de rabia y odio.

—Deberías haber elegido otra obra, Ariella.

—Tú eres muy orgulloso y valiente, pero yo rezo para que no permitas que tu orgullo te dicte venganza —repuso ella.

—Recuerdo hasta el último detalle de lo que pasó —contestó él—. Y aunque doy gracias a Dios porque tú no asesinaras a Tollman, tiene que pagar.

—Lo han arrestado. Y lo van a juzgar. Irá a la cárcel.

El arresto lo sorprendía, pero sólo hasta que pensó que ella tenía que estar detrás. Seguro que sí.

—¿Lo condenarán? —pasó las piernas a un lado de la cama con tal rapidez que le dolió la espalda y gruñó. Perdió gran parte de la sábana y volvió a levantarla, sin importarle que el ombligo quedara al descubierto.

Ariella lo miró y se ruborizó.

—Mi padre es un hombre justo —dijo—. Tollman violó la ley cuando decidió castigarte por algo que además no habías hecho. El castigo está reservado a los jueces y jurados. No podemos tomarnos la justicia por nuestra mano.

Emilian estaba seguro de que ella había empujado a su padre a hacer justicia.

—No necesito ni quiero la caridad de los payos.

Ella suspiró.

—Eso no es justo. Yo no te he cuidado por caridad.

—Eso lo sé. Me refiero a tu padre intentando complacerte cuando no le importa nada mi destino.

—Eso es injusto e incierto.

Ella se levantó del sillón y se sentó en el borde de la cama, al lado de su cadera destapada. Su pulso, alto ya por la rabia, respondió instantáneamente a la proximidad de ella. La joven osó acariciarle la mejilla de nuevo y él dio la bienvenida al deseo. No podía imaginarse sin desearla tanto y tan desesperadamente, incluso en mitad de una diferencia de opiniones.

—Le importa la injusticia, le importan los prejuicios. Y a mi me han educado con esos mismos valores. Emilian, prométeme que dejarás en paz a Tollman.

A él se le ocurrió por primera vez que, si ella se había convertido en una persona tan extraordinariamente generosa y abierta de mente, era debido a su familia.

—No pienso hacer semejante promesa —repuso—. ¿Cómo está Djordi?

Ella se puso tensa.

—Sí robó el caballo, Emilian. También lo han arrestado.

—¿Y Stevan y la caravana? —preguntó él, furioso.

—Siguen en Woodland —susurró ella, mirándolo a los ojos—. No ha habido más incidentes… al menos serios.

—¿Qué significa eso? —tenía que salir de allí y volver a casa.

—Los ánimos están muy caldeados. Los aldeanos quieren que se vayan. Mi padre intenta calmarlos a todos.

—¿Estás preocupada? —preguntó él, que lo leía en sus ojos.

—Pues sí.

—Déjame la preocupación a mí. Tú ya has hecho bastante —le tomó la mano y la miró a los ojos—. Te has pasado una semana cuidándome. No puedo pagártelo con una discusión. Quizá tengas razón sobre tu padre. En mi experiencia, la mayor parte de la sociedad es intolerante, pero no toda. Si intenta calmar la situación, también le estoy agradecido a él.

—Si quieres que la gente tenga una mente abierta sobre los gitanos, ¿no tienes que hacer lo mismo tú con los payos? No todos somos iguales. No puedo creer que no te hayas dado cuenta en todos tus años en Woodland.

Él la miró con fijeza y pensó en lo extraordinaria que era.

Ariella le sonrió.

—Eres demasiado inteligente para tener prejuicios contra todos los payos.

Tenía razón. Él conocía a algunos ingleses decentes. Algo en su corazón se suavizó de un modo imposible.

—¿O sea que tengo que entrar en una habitación y asumir que todos están deseando conocerme y los susurros que oigo no están llenos de condescendencia?

—Sí —contestó ella—. Puede ser un experimento —hizo una pausa—. Nuestro experimento.

A él le dio un vuelco el corazón. Cerró los ojos y le besó la mano despacio. Había un modo con el que podía pagarle lo que había hecho, y no tenía nada que ver con experimentos sociales.

La tomó por la nuca y la atrajo hacia sí. Su pelo empezó a caer suelto. Llevó la otra mano de ella a su vientre y la joven dio un respingo cuando rozó los pliegues de la sábana.

—Quiero darte las gracias por haberte enfrentado a Tollman… y por cuidar de mí —la besó en los labios con suavidad.

La mirada de ella era cálida y amorosa.

Emilian sentía una necesidad desesperada de hacerle el amor.

—Pero no vuelvas a interferir en asuntos tan violentos —dijo.

—¿Cómo podía no interferir? —protestó ella—. Estaba muerta de miedo.

Él volvió a besarla, esa vez con más presión. Ella gimió y abrió los labios. Él dejó vagar la lengua libre y lentamente, con sensualidad. Ella lo abrazó por los hombros. Y él pensó que sería muy fácil tumbarla y colocarse encima para satisfacerse ambos.

Pero estaba en Rose Hill y se hallaba en deuda con el dueño de la mansión. Y a ella le debía la vida.

—¿Cuándo se me permite reanudar mi actividad normal? —preguntó. E hizo lo que haría un inglés: la soltó.

—Espero que sea hoy —murmuró ella.

 

 

Emilian devoraba un tazón de estofado mientras Hoode lo miraba con atención.

—¿Os traigo más? —preguntó el mayordomo con una sonrisa.

—No, gracias. Podéis ayudarme a terminar de vestirme y podéis hablarme de la señorita de Warenne.

Se puso en pie, ataviado sólo con el pantalón. Ya se había mirado la espalda en el espejo. Estaba cruzada de arañazos y de piel nueva rosácea. Estaba seguro de que quedarían cicatrices. Mejor. Le recordarían que tenía asuntos pendientes con Tollman y le recordarían también que la mayoría de los payos merecían su odio.

—La señorita de Warenne ha demostrado ser una amiga muy leal, señor.

Emilian cruzó el cuarto hasta donde había una camisa colgada en un sillón.

—¿Por qué?

—Sólo se ha apartado de vuestro lado cuando se lo ordenaba su padre, y sólo una o dos horas cada vez.

Él sonrió a su imagen en el espejo, extrañamente complacido. Empezó a ponerse la camisa e hizo una mueca de dolor.

—Toda su familia ha sido muy amable. Son muy buenas personas —prosiguió Hoode—. El capitán y la señora de Warenne han pasado a veros, así como también la esposa del conde, el señor Alexi de Warenne, la hermana menor y lady Margery. Y le dieron una habitación a vuestra hermana, aunque no creo que la haya usado.

—Mi hermana debe estar preocupada. ¿Podéis enviar a buscarla?

—Por supuesto, señor.

Llamaron a la puerta y Hoode fue a abrir. Emilian se abrochó la camisa y observó a su anfitrión entrar en la estancia.

Cliff de Warenne lo saludó con cortesía.

—Me complace veros levantado —comentó.

Emilian lo miró.

—Quiero daros las gracias por vuestra generosidad y hospitalidad.

—De nada. Sois bienvenido aquí. Lo ocurrido fue terrible —de Warenne miró al mayordomo—. Quisiera hablar con el vizconde.

Hoode se marchó inmediatamente y cerró la puerta tras de sí.

De Warenne lo observó con atención.

—Aunque no pasamos más de un mes o dos al año en Rose Hill, siento la obligación de ofrecer algo de liderazgo a la comunidad y sentar ejemplo para otros. Tollman está en una cárcel de Manchester, pero su familia ha contratado abogados y creo que pronto lo soltarán con una fianza. Hay controversia sobre si se pueden presentar cargos, puesto que vos os ofrecisteis a aceptar los latigazos.

Emilian se echó a reír.

—Pues claro que hay controversia. No me preocupa Tollman, aunque quede libre.

Cliff movió la cabeza.

—Reconozco esa mirada y sugiero que dejéis este asunto al sistema legal. Buscar venganza no ayudará a vuestro caso y tenéis una responsabilidad para con Woodland y vuestros inquilinos.

—Últimamente he empezado a creer que mis deberes son para con mis hermanos cíngaros. ¿Qué hay de Djordi?

—He conseguido que se marche con la caravana. Es joven y por eso ha salido tan bien parado, pero no puede volver por Derbyshire.

—Por supuesto que no —Emilian sintió que volvía su odio. Djordi era expulsado del condado, una persecución muy antigua.

—Podéis sugerirle que la próxima vez que quiera llevarse un caballo, elija uno que no tenga una marca tan poco habitual —dijo de Warenne con suavidad.

Emilian no contestó. Al menos Djordi podía volver a la caravana. Pero que lo condenaran si pensaba dejar en paz a Tollman si volvía a su casa.

—Quiero hablaros de mi hija.

Emilian lo miró a los ojos.

—Tengo una gran deuda con vuestra hija.

—Sí, así es. Creo que os salvó la vida.

—Soy consciente.

—En casa de los Simmons os pregunté cuáles eran vuestras intenciones. Dijisteis que no teníais ninguna.

Emilian no contestó.

—Es evidente que ella os aprecia mucho. ¿Correspondéis vos a sus sentimientos?

Emilian se volvió, atónito por la pregunta. No era posible que de Warenne lo quisiera como pretendiente.

—Vuestra hija es una mujer excepcional. Nunca he conocido a una dama como ella.

—Contestad a la pregunta.

Ella era su ángel de misericordia. Emilian respiró con fuerza.

Me marcho, de Warenne. Me voy al norte con la caravana.

Su anfitrión pareció sorprendido.

—¿Ariella sabe eso?

—Sí.

—Habláis como si no pensarais volver.

—Puede que esté fuera meses o años, no lo sé.

—¿Y vuestras propiedades?

—He contratado un administrador.

—No comprendo. Habéis sido vizconde durante años. ¿Por qué os vais ahora?

—Eso es asunto mío.

Al capitán le brillaron los ojos.

—¿De veras? Porque a mí me parece que habéis dado alas a mi hija y, en ese caso, vuestros asuntos son también míos.

Emilian se preparó para la batalla, pero con cierta renuencia. No sólo estaba en deuda con Ariella y su hermano, sino también con aquel hombre.

—Jamás he engañado a vuestra hija. Al contrario, he sido brutalmente sincero con ella —creyó notar que se ruborizaba—. Soy mestizo. Nunca he cortejado a una dama inglesa y nunca lo haré. Con franqueza, casarme no entra en mis planes. Me voy al norte y no sé si volveré. Ariella sabe todo esto.

Siguió un momento tenso.

—Hay un mito familiar que nunca ha resultado ser falso. Un de Warenne ama una vez… y es para siempre.

Emilian se ruborizó. ¿Qué significaba aquello?

—Creo que interpreto mal vuestras palabras. No podéis insinuar que deseéis verme como pretendiente suyo —procuró prepararse, pues esperaba que de Warenne se riera en su cara.

No hubo risa.

—Si eso hace feliz a mi hija, sí.

Emilian estaba atónito.

—No dudéis de que vos sois el último hombre que yo habría elegido para ella. He hecho mis investigaciones, St Xavier. Esquiváis a la sociedad de Derbyshire y de Londres, pero administráis Woodland de un modo magnífico. Tenéis inteligencia para los negocios, pero sois también un mujeriego… abiertamente. A un hombre de negocios puedo admirarlo, ¿pero a un recluso y libertino? Mi hija merece algo mejor y temo por su corazón.

Emilian seguía incrédulo. ¿Su anfitrión deseaba que cortejara a Ariella? ¿Aquello era una broma macabra?

—Parece que habéis olvidado que una buena parte de la sociedad me rehuye a mí por mi sangre gitana.

—Habéis vivido en Woodland desde niño. Eso os hace tan inglés como yo. Pero tenéis derecho a vuestra herencia… igual que Ariella tiene derecho a la suya. Yo no pongo objeciones a vuestra sangre, las pongo a vuestras obras.

Emilian recordó que Ariella le había dicho que su madre era judía. Pero que de Warenne hubiera tomado a aquella mujer como amante era lo mismo que todos los payos que tomaban amantes gitanas, ¿no?

—Sé lo del asesinato de vuestra madre en Edimburgo —dijo de pronto. Emilian se puso rígido—. ¿Es por eso que estáis a punto de alejaros de la vida que os dio vuestro padre?

—Tengo un deber para con ella.

—Siento mucho su muerte. Pero vos tenéis muchos deberes, y no sólo para con vuestra madre muerta.

Emilian no tenía intención de hablar de Raiza con aquel payo.

—Gracias —consiguió decir.

—He tenido grandes dudas sobre vos desde el momento en que nos conocimos —declaró de Warenne sin ambages—. Suelo ser buen juez de las personas y mi preocupación se basa en mucho más que el hecho de que seáis un mujeriego. Tenéis mucha ira, sois beligerante y lleváis encima muchas cicatrices, y no me refiero al cuerpo físico. Mi hija merece un amor grande y duradero. Los mujeriegos se pueden reformar, pero un hombre dañado no puede darle el amor que merece.

Emilian se sentía ahora extrañamente decepcionado, y también enfadado.

—Ariella merece un príncipe payo. Espero que le encontréis uno —lo decía en serio.

A de Warenne le llamearon los ojos.

—Si le rompéis el corazón, me encargaré personalmente de hacéroslo pagar.

Emilian suspiró. El capitán tenía fama de ser un gran amigo y un enemigo letal.

De Warenne se dirigió a la puerta.

—Cuanto antes salgáis de esta casa, mejor. Ya no me siento muy generoso ni hospitalario. Y cuanto antes termine vuestra relación con mi hija, mejor aún. Procurad que siga siendo platónica —salió de la habitación.

 

 

En cuanto abrió la puerta, supo que había encontrado el cuarto de Ariella. Detectaba apenas su aroma a jazmín y nardo, pero la decoración azul y beis era tan sencilla y elegante que no podía haber dudas. Permaneció un momento mirando con el corazón galopante.

Se marchaba de Rose Hill. Hoode estaba ya abajo, donde lo esperaba el carruaje. No había visto a la joven desde la mañana y estaba seguro de que ella no sabía que se iba. Pero ésa no era la razón de que estuviera en la puerta de sus aposentos.

Entró y cerró la puerta. Se apoyó en ella. Lo embargó una necesidad terrible de conocerla bien y no pudo negar que la idea de marcharse le resultaba desagradable.

Se acercó a la chimenea, donde había un retrato de familia. Reconoció a su padre y su madrastra, quizá de recién casados, pues su ropa y su juventud indicaban que había sido pintado hacía unas dos décadas. La niña rubia sentada a su lado con un libro en la mano era claramente Ariella. Su hermano estaba también, sonriente y con la mano posada en un lebrel. Ariella estaba seria, solemne.

Miró a su alrededor despacio, asimilando todos los objetos: los dos vestidos de té bastante elegantes que colgaban en un perchero en un rincón de la habitación, el hermoso joyero pintado a mano situado sobre la cómoda, con un libro al lado y una única rosa amarilla en un jarroncito alargado. Miró la estantería situada en una de las paredes. No conocía a nadie que tuviera una estantería en el dormitorio y la de ella estaba llena de libros.

Volvió al retrato de la chimenea y se dio cuenta de que sonreía. Ella parecía tener seis o siete años. Sabía que se había criado en el seno de una familia unida y amorosa y se alegraba terriblemente por ella. Ya sólo necesitaba un príncipe payo y no tenía dudas de que su padre le buscaría uno.

Se acercó a la mesilla, donde había un cierto número de retratos miniaturas, incluidos varios de sus hermanos. Emilian no podía imaginar lo que era tener una familia así.

Miró la cama. A pesar de su reciente conversación con de Warenne, sentía una gran urgencia de hacerle el amor. No creía que pudiera marcharse de Derbyshire sin hacerlo. Sería su modo de darle las gracias… y decirle adiós.

Encima de la cama había otro libro. Lo tomó y le sorprendió el título. Era el último programa político del radical Francis Place.

Fue a la estantería y le sorprendió encontrar libros de Baudelaire y Flaubert en francés historias de los otomanos, de Egipto, China, Rusia y el Imperio Austrohúngaro. Los últimos volúmenes estaban escritos en ruso y alemán. Había biografías de reinas y reyes de distintos países así como de Soleimán, Genghis Khan y Alejandro Magno. Y había un tratado sobre el origen de los aborígenes australianos.

Las mujeres no leían ese tipo de estudios y trabajos. ¡Pero ella era tan diferente!

Acercó una otomana a la estantería y se sentó a mirar los libros. Estaba seguro de que Ariella los había leído todos.

No era sólo hermosa, buena y valiente: además era inteligente e intelectual. Para tener una biblioteca así, tenía que ser tan curiosa como él. ¿Estaba de acuerdo con Place? ¿Qué historia prefería?

¿Cómo podía dejar a una mujer así?

La idea de dejarla hacía que le doliera el pecho. Pero esos sentimientos no eran propios de él. Era un gitano y ella merecía un inglés honorable y un mundo lleno de privilegios y lujos.

De Warenne había insinuado que estaría abierto a que la cortejara.

No era posible. O lo había entendido mal o de Warenne no lo había pensado bien y acabaría por recuperar el sentido común y cambiar de idea.

Tal vez hubiera podido darle esa vida antes del asesinato de Raiza. Habría podido darle vestidos bonitos, joyas y una mansión, pero siempre que salieran, ella oiría murmullos y sentiría el desprecio de la gente. Sus amigos la abandonarían. Sólo habría fingimientos.

Se abrió la puerta y entró ella. Abrió mucho los ojos al verlo y cerró la puerta.

—¿Qué haces aquí?

—Miro tus libros.

—Ya lo veo.

Se marcharía como había planeado, pero no sin una despedida que ella pudiera recordar durante mucho, mucho tiempo.

—¿Temes que nos descubran y nos acusen de ser amantes? —preguntó.

Ella suspiró.

—Tengo miedo de que nos descubran y te acusen de ser el peor villano, un hombre que se aprovecha de mí —dijo Ariella. Pero no se movió.

—Soy el peor villano. Y ya me he aprovechado de ti.

Avanzó hacia ella.

—Veo que estás recuperado.

—Sí —él se detuvo—. ¿Por qué no me has dicho que eres una intelectual?

Ella se sonrojó.

—No está de moda. Las mujeres inteligentes son despreciadas.

—Pero yo desprecio a las mujeres estúpidas —replicó él—. Estoy impresionado.

—¿De verdad?

—¿Cuál es tu biografía favorita?

—Estoy encantada con el rey Cnut y Genghis Khan —repuso ella—. O lo estaba hasta hace poco.

Emilian le apartó el pelo de la cara.

—¿Y ahora?

—Prefiero a un príncipe gitano —susurró ella.

Emilian sintió una gran alegría, aunque aquello fuera el preludio de una despedida.

—No encontrarás biografías de ningún gitano. Lamento decepcionarte, pero sólo soy medio gitano y no tenemos reyes ni príncipes.

—No necesito leer sobre ningún príncipe.

Su príncipe gitano era él. Emilian sintió deseo mezclado con algo más profundo, insondable, algo que no debía analizar ni identificar. Apretó las caderas contra las de ella y colocó los antebrazos en la puerta, a ambos lados de la cabeza de la joven. Le dio un beso profundo. Ella era, sin ninguna duda, la más extraordinaria de las mujeres y él le debía la vida.

Ariella le devolvió el beso. Colocó una mano en las nalgas de él y luego la bajó más.

Emilian empujó un muslo entre las piernas de ella y apartó la boca.

—Quiero hacerte el amor.

Ella asintió.

—Sí.

Él se apartó de ella y de la puerta.

—Me marcho a Woodland.

—¿Tan pronto? —palideció ella.

—Estoy bastante recuperado… como es evidente.

—Me alegro —se sonrojó la joven—. Y no por razones egoístas.

Él le tocó la mejilla.

—Tú no eres nada egoísta.

Ariella le tomó la mano.

—¿Quieres que vaya a verte luego o mañana?

Emilian no quería que la descubrieran, pero no había un modo fácil de llevar a cabo un encuentro amoroso. O abusaba de la generosidad de su anfitrión y se colaba en Rose Hill por la noche o tenían que robar una tarde juntos en Woodland. Ella merecía largas noches con toda su atención y largas mañanas con más atención todavía. Merecía champán a medianoche y fresas con nata por la mañana. Pero no era ni una esposa ni una novia y él no podía darle otra cosa que un par de horas de pasión.

Una noche en Rose Hill era un poco menos sórdida que una tarde en Woodland, pero mucho más peligrosa. Ahora ya estaba lo bastante bien para viajar y la caravana partiría probablemente al día siguiente.

—Ven a verme más tarde —dijo—. Promételo.

Ella sonrió.

—Lo prometo.