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Capítulo 15

Ariella bajó despacio las escaleras. Emilian se había mar hado una hora antes. De los terribles latigazos había salido algo bueno. Lo veía en el modo en que la miraba ahora, con ojos gentiles y con un calor que antes no estaba presente en ellos.

En una hora más se reuniría con él en Woodland. Apenas podía esperar. Sabía que, esa vez, cuando la tomara en sus brazos, el calor se reflejaría en sus ojos. Esa vez le haría el amor.

Se llevó la mano al abdomen. Sólo habían yacido juntos dos veces, pero, mientras lo cuidaba, se había dado cuenta de que no había tenido su periodo del mes. Rara vez se retrasaba, pero con todo lo que había ocurrido últimamente, probablemente era normal. Y tenía asuntos más graves en los que pensar.

El condado era como un barril de dinamita que podía explotar en cualquier momento mientras los gitanos siguieran allí. No haría falta mucho parar prender la mecha. La hostilidad entre los ingleses y los cíngaros era una gran mancha en su recién hallada felicidad. Tenía miedo de lo que podía pasar a continuación.

Oyó voces en el salón de recibir y reconoció la del alcalde Oswald. Se apresuró a ir allí. Seguía furiosa con él y con todos los demás por haber permitido que azotaran Emilian.

El alcalde estaba sentado con una taza de té, acompañado por dos caballeros más a los que ella reconoció. Su padre y Amanda se sentaban con ellos. Los tres hombres habían estado presentes cuando azotaron a Emilian. Tembló ultrajada cuando habló el alcalde.

—Estamos muy complacidos de que el vizconde se haya recuperado y haya regresado a Woodland, capitán. Lo que ocurrió fue una parodia terrible de la justicia y no sé cómo expresar cuánto lo siento.

Ariella se detuvo.

Su padre la vio y sonrió, pero le recomendó cautela con la mirada.

—El alcalde Oswald ha venido a preguntar por St Xavier y presentarle sus respetos, y los señores Liddy y Hawkes también. Vinieron también hace unos días, pero estabas ocupada.

—No lo sabía —a Ariella le daba vueltas la cabeza. Los tres caballeros se pusieron en pie. ¿Eran sinceros en su arrepentimiento?—. Desgraciadamente, habría sido mejor parar a Tollman a tiempo. El vizconde no tendría que haber sufrido ese abuso.

Oswald se sonrojó.

—Estoy de acuerdo con vos, señorita de Warenne. El vizconde ha sido un miembro importante de la sociedad de Derbyshire desde la muerte de su padre. Todos lo admiramos. Todavía no puedo creer lo que sucedió. Lo siento mucho y estoy deseando que el vizconde siga participando en nuestros asuntos. Todos lo deseamos así.

Ariella comprendió que el alcalde era sincero.

Oswald estrechó la mano a Cliff.

—Visitaremos a St Xavier en Woodland… si quiere recibirnos.

—Estoy seguro de que lo hará —dijo Cliff.

Acompañó a los hombres a la puerta y regresó poco después.

—Es un gran cambio de opinión —comentó la joven.

—Ha cometido un error, pero no es poca cosa que lo haya admitido.

—¿Cómo pudieron estar presentes allí y ver cómo azotaban a Emilian casi hasta la muerte? Jamás lo entenderé.

—Yo nunca he podido comprender la psicología de la turba, Ariella. He visto a muchos hombres y mujeres buenos volverse crueles y viciosos, transformarse completamente por los sentimientos de una multitud. El alcalde está horrorizado por lo que le hizo Tollman.

—Más vale tarde que nunca, supongo —gruñó Ariella—. Con franqueza, yo no estoy de humor para perdonar y dudo mucho de que lo esté Emilian.

—St Xavier ha sido vizconde más de ocho años. Aunque haya vivido bastante recluido y murmuren sobre él, también ha sido respetado, casi temido. Nunca ha habido un incidente como el de Tollman. Pero desde que llegaron los cíngaros, se ha puesto de su lado en este conflicto y eso no le ha ayudado.

—Vive soportando prejuicios todos los días de su vida. Difícilmente puede permanecer neutral ante la intolerancia. Yo misma no puedo permanecer neutral.

—Comprendo y admiro tu pasión, Ariella. No serías hija mía si no sintieras así —Cliff estaba muy serio—. Pero por independiente y radical que seas, no puedes cambiar la mente de la gente ni puedes cambiar el mundo.

Ariella le sonrió.

—Pero lo puedo intentar.

Su padre la miró con fijeza.

—No pareces disgustada. Te noto contenta.

—¿Por qué voy a estar disgustada? Emilian se ha recuperado, estoy encantada —se ruborizó—. Tengo la sensación de que la llegada de los cíngaros ha desencadenado una serie terrible de sucesos. Ha intensificado el conflicto que siente Emilian. Casi deseo que no hubieran venido, pero entonces quizá no nos habríamos conocido.

—Su tío tenía el deber de comunicarle la tragedia, Ariella —comentó Cliff—. La vida es impredecible y un suceso puede cambiar a alguien para siempre.

—¿De qué tragedia hablas?

—¿No te ha dicho que su madre fue asesinada hace poco por una turba en Edimburgo?

Ariella estaba atónita. Emilian no le había dicho ni una palabra.

—Eso puede impulsar a un hombre a pensar en abandonar todo aquello a lo que ha dedicado su vida —prosiguió su padre.

—No me extraña que esté tan enfadado con nosotros. ¿Por qué no me lo ha dicho?

Cliff le tocó el hombro.

—Es un hombre oscuro y lleno de furia, y sospecho que ya lo era antes de que llegaran los cíngaros.

—¡Pero ahora lo comprendo perfectamente! —exclamó ella. Necesitaba ir a reconfortarlo aún más que antes.

—Sé que no estás de acuerdo, pero no creo que tú puedas curar sus heridas. No creo que te deje, Ariella.

—Te equivocas Y si no puedo curarlo del todo, puedo ser su amiga.

Cliff suspiró.

—Hasta que se vaya con los cíngaros. ¿Y qué harás entonces?

A ella le dio un vuelco el corazón.

—¿Qué dices? Ahora no se marchará.

Cliff achicó los ojos.

—Ariella, esta mañana hemos tenido una conversación bastante desagradable. Él afirma que te lo ha dicho todo, incluidos sus planes de marcharse con la caravana.

Ella respiró hondo.

—Me lo dijo. Pero eso fue antes de lo que ocurrió la semana pasada. Emilian no se irá. Ahora le importo.

—Ariella, me ha dicho muy claramente que se marcha. Está decidido y no cederá ni un ápice. No tiene intenciones serias con respecto a ti. Aunque le importes, el asesinato de su madre ha cambiado el curso de su vida.

—No. Tú lo has entendido mal o él no pensaba con claridad. Ha estado muy enfermo. Él no me dejará. No ahora, después de lo que ha pasado —la joven respiraba con fuerza—. Este tiene que ser nuestro comienzo.

Cliff la miró fijamente.

—Tengo miedo por ti —dijo—. Y no me fío de St Xavier.

—Padre, yo confío en él. Confío plenamente.

 

 

Cuando Emilian entró en la casa, Hoode lo recibió sonriente.

—Bienvenido al hogar, señor.

Emilian le sonrió. Era muy consciente de que ésa podía ser una de sus últimas noches en Woodland en mucho tiempo.

Sabía que su decisión de ir al norte con la caravana era correcta… la única posible. Miró el retrato de su padre en la pared del vestíbulo. Edmund no habría aprobado sus planes.

Le había dado mucho, pero ahora tenía que ignorar el pasado Lo que había querido su padre ya no importaba.

Recorrió la casa pensando en Ariella. La echaría de menos, pero era mejor así. Ella era una luz brillante en su vida, pero él era la sombra más oscura en la vida de ella.

—¿Emilian?

Se volvió hacia su tío. Se abrazaron.

—¿Cómo estás, Stevan? ¿Cómo estáis todos?

Su tío sonrió.

—Muy bien, ahora que has vuelto. ¿Cómo te sientes?

Emilian vaciló.

—Estoy listo para viajar.

—¿De veras? —su tío lo miró con atención.

—Estoy más que preparado. ¿La caravana puede partir mañana?

—Llevamos listos una semana. Sólo te esperábamos a ti —Stevan le puso una mano en el hombro—. ¿Y qué hay de la mujer de Warenne?

—¿Qué pasa con ella?

—¿Vendrá con nosotros?

Emilian lo miró atónito. Jamás, ni en un millón de años, se le ocurriría empujar a Ariella al modo de vida gitano.

—No.

—¿Entonces volverás tú con ella?

El joven se puso tenso.

—No sé lo que hago —hablaba con dureza—. Si regreso, espero que ella esté con un inglés.

—Puedo ver tu confusión —Stevan le apretó el hombro—. ¿Por qué no te quedas en Woodland? Puedes ir al norte cuando quieras, eres un hombre libre y no rindes cuentas a nadie. Pero nosotros debemos irnos. Las cosas están mal ahora entre los payos y los gitanos. Hay muchas tensiones, insultos, miradas feas y amenazas. Hasta los niños se pelean a puñetazos. No sé cómo ha pasado esto. Quizá en el norte están acostumbrados a nosotros. Esperan que lleguemos en verano y seguemos los campos. Esperan que nos vayamos en invierno y saben dónde encontrarnos para que reparemos las ruedas de sus carros o sus sillas y cosamos su ropa y sus calcetines. No me gustan los payos del sur.

Emilian lo miró con frialdad.

—Los payos del norte asesinaron a Raiza.

Stevan se encogió de hombros.

—Edimburgo también es un lugar peligroso para los gitanos.

—Dios hizo viajeros a los gitanos. Sin embargo, en toda su historia, no han podido viajar nunca libremente —repuso Emilian con frustración—. Deberíais poder viajar libremente.

—Siempre ha habido leyes contra nosotros —musitó Stevan con resignación—. Si insistes en acompañarnos, que así sea. Siempre eres bienvenido —sacó un pañuelo blanco doblado de lino—. Pensaba darte esto si te quedabas aquí, pero te lo voy a dar de todos modos.

Emilian tomó el pañuelo.

—¿Qué es?

—Era de tu madre. Se lo regaló tu padre —Stevan se volvió para salir, pero se detuvo—. Es una buena mujer y te ama. Nunca encontrarás otra esposa así. Yo no la dejaría mucho tiempo y no desearía que se la llevara otro inglés —sonrió y se marchó.

Emilian estaba incrédulo. Ariella sería la esposa perfecta… pero no para él.

Abrió el pañuelo y vio un collar de perlas brillantes con un minúsculo corazón de oro al final.

Su corazón explotó de dolor.

Se acercó al escritorio y miró las perlas. Su padre le había dado ese collar a Raiza. No era una baratija precisamente. ¿Había tenido sentimientos por ella?

Sufría todavía… y quizá lo hacía por los dos.

Dejó las perlas sobre la mesa y miró la miniatura colocada al lado del tintero. Edmund mostraba una expresión severa en el retrato, que había sido pintado unos años antes de que Emilian llegara a Woodland. Tomó la miniatura y la miro con más atención.

Los dos habían querido que él fuera el señor de Wordland, pero aunque le debiera mucho a Edmund, le debía todavía más a Raiza.

Llamaron a la puerta; había dejado la puerta de la biblioteca abierta. Levantó la vista y vio a Robert en el umbral. Se quedó inmóvil, recordando la presencia de su primo al lado de Tollman y del alcalde el día de los latigazos. Emilian había visto sus ojos brillar de malicia.

Se incorporó despacio.

Robert se adelantó sonriendo.

—Me complace mucho que te hayas recuperado y estés en casa.

—¿De veras? —una rabia profunda lo consumía—. ¿Te complace tanto verme de vuelta en Woodland como te complacía verme azotado?

Robert se puso tenso.

—Yo quería pararlo, pero soy un extraño aquí. No tengo autoridad.

—¿Cuántas veces te he ayudado económicamente desde que soy vizconde?

Robert se sonrojó.

—No sé, dos o tres veces.

—Has acudido a mí al menos una vez al año durante estos ocho años. Y me lo pagas con burlas y una falta de lealtad absoluta. ¿Qué haces aquí?

Su primo palideció.

—Soy muy leal, Emilian. Tienes que dejar que te lo pruebe.

—Hemos terminado.

Robert soltó un respingo.

—Nosotros somos lo único que queda de la gran familia St Xavier.

—Por lo que a mí respecta, no tengo primo —Emilian no había hablado nunca más en serio—. Ahora márchate. Sal de mi propiedad. No vuelvas o te echaré a patadas personalmente.

Robert respiró con fuerza.

—Siempre me has tratado como a una basura cuando los dos sabemos que la basura eres tú… un gitano sucio y embustero, nada más.

—¡Fuera! —gritó Emilian, al que le faltaba un segundo para atacar a su primo.

Robert se giró y chocó con Ariella, que entraba en la habitación. Se agarraron mutuamente para recuperar el equilibrio, pero no la saludó ni le pidió disculpas. Se soltó y salió con furia.

Ariella lo miró con ojos muy abiertos.

—¿Quieres ir tras él?

Emilian seguía furioso.

—No quiero volver a verlo en mi vida.

Ella asintió.

Me alegro. No te defendió de Tollman ni ha venido una sola vez a Rose Hill a preguntar por ti.

Emilian la miró. Era una joven seria, decidida y adorable. Su furia se evaporó. No era importante… la importante era ella.

«No volverás a encontrar una esposa así».

Hubiera preferido que Stevan no hablara de ella en esos términos. Su tío no entendía que era demasiado buena para él y que él no podía darle el futuro que merecía. Además, sabía que, al final, su familia no permitiría el matrimonio a pesar de las insinuaciones de su padre. La idea de una unión entre ellos era absurda.

Aquello no era cuestión de matrimonio, sino de placer sensual.

Le haría el amor lentamente hasta que ella le suplicara que parara. No quería nada para sí mismo. Quería darle placer, mostrarle lo agradecido que estaba y que había llegado a amarla y respetarla.

¿La quería también?

Ella pareció percibir su deseo, pues le cambiaron los ojos.

—Sé que he llegado justo detrás de ti. ¿Te importa?

Él no debía permitirse ningún afecto. ¿Acaso no sabía ya que la seducción era algo seguro pero todo lo demás no?

—Jamás me importará verte —murmuró. Tiró de ella hacia sí hasta que sus cuerpos se juntaron—. Y deseo expresarte mi gratitud —susurró.

A ella le brillaron los ojos.

—Quizá deberías enfermar de nuevo, si luego sigue esta gratitud.

—Quizá —comentó él.

Ella era su ángel. ¿Cómo no quererla? ¿Por eso estaba tan excitado? ¿Por eso la deseaba tanto?

Le subió las manos por la cintura, por el pecho, y oyó que contenía el aliento. Le acarició la garganta. Sus ojos se encontraron y él le acarició la nuca y se inclinó hacia delante. Su intención era un beso ligero, pero en cuanto sus labios se encontraron, sintió un deseo tan intenso que se quedó paralizado.

¡Era tan distinta a todas las amantes que había tenido! Merecía mucho más que un amante cíngaro. Se merecía mucho más que aquello.

¿Qué le ocurría? No quería desarrollar una conciencia en ese momento.

—¿Emilian?

Ella merecía ser adorada y protegida en una torre de marfil. Y él jamás podría darle eso. Se apartó.

—¿De verdad es esto lo que quieres?

El sonrojo de ella se hizo más intenso.

—No quiero nada más que estar en tus brazos —musitó con sencillez—. Es nuestra progresión natural.

Él la miró.

—No tienes que tener miedo de mí —añadió ella.

Emilian se cruzó de brazos a la defensiva.

—No tengo miedo.

¿Tenía razón ella? ¿Había logrado su progresión natural? ¿Ahora eran amigos al borde de ser amantes?

—Tú quieres mucho más de mí.

Siguió un silencio largo.

—¿Por qué estás a punto de rechazarme otra vez? —susurró ella al fin.

—Ariella, te debo más de lo que nunca podré pagarte… mucho más que esto.

Ella suspiró.

—No me debes nada. He venido a ti por amor y amistad y estoy segura de que tú deseas darme amor y amistad a cambio.

—Tú quieres más de lo que estoy preparado para darte. Te defraudaré y te haré daño. Tienes que irte.

Ariella se acercó a él.

—No me defraudarás y no me harás daño. Yo te quiero mucho, y tú me necesitas mucho.

La necesitaba tanto que le dolía, pero la presión no era sólo sexual; era el corazón lo que le dolía.

—Temo que he desarrollado una conciencia. Ariella, sólo soy un capricho pasajero.

Ella negó con la cabeza.

—Eres mi primer capricho, pero también el último.

Ella jamás cedería en aquel punto.

—Te necesito —dijo él con brusquedad—. Te necesito en mi lecho y necesito que me mires con amor y esperanza. Pero no tiene ningún sentido seguir así. No es justo para ti.

—¿Cómo puedes decir que no tiene sentido después de todo lo que ha pasado, ahora que empezamos a estar unidos? —preguntó ella.

Intentó acariciarle la mejilla y él se apartó. Empezaban a estar unidos, pero él no podía ceder en aquel punto.

—Me das miedo —declaró ella.

—También me doy miedo a mí mismo —murmuró él. Pero su voz se vio ahogada por la de Hoode, que lo llamaba. Corrió a la puerta.

—Señor, hay fuego en el campamento cíngaro.

 

 

Aunque corría tan deprisa como podía, con las faldas por encima de las rodillas, seguía estando a metros detrás de Emilian, Hooden y un puñado más de sirvientes. Las mujeres y niños se habían congregado fuera de los carromatos con expresiones de angustia, pero los hombres corrían desde el arroyo con cubos de agua, decididos a parar el fuego. Ella se detuvo jadeante y vio que Emilian entraba en el infierno. Varios carromatos estaban envueltos en llamas. Los cubos de agua que les tiraban eran inútiles. Sintió miedo. No le gustaba que Emilian estuviera tan cerca de las llamas, pero él hablaba rápidamente con Stevan, que estaba cubierto de cenizas y hollín.

Emilian volvió corriendo a sus sirvientes.

—Traed todas las palas de los establos. Hoode, llamad a los granjeros Brown y Cowper, que traigan todos sus peones y todas las palas que puedan. Hay que cavar para contener esto. ¡Rápido!

Cuando los hombres se alejaron corriendo, la miró con dureza.

—Tú te quedas con las mujeres y los niños o te vas a casa —volvió adonde los hombres combatían el fuego. Ariella miró de nuevo los carromatos en llamas. Contó cinco y comprendió que estaban perdidos. Emilian apareció al otro lado de los carromatos y empezó a empujar con otros hombres el más cercano de los que estaban intactos. Estaba claro que el fuego podía transmitirse fácilmente a otros carromatos y, más allá, a los árboles que se extendían hasta el arroyo. Sabía que el fuego ardería sin control si se prendía también el bosque. Todo el estado podía estar en peligro.

Miró ansiosamente a su alrededor. Los caballos habían huido, lo cual dificultaba la tarea de mover los carromatos. Corrió con las mujeres y niños.

—¿Hay alguien herido?

Jaelle se puso en pie. Acunaba a un bebé y se lo pasó a otra mujer.

—No. Pero cinco familias lo han perdido todo.

Ariella la tocó. Se apartaron.

—¿Cómo ha ocurrido? ¿Estaba cocinando alguien?

—Es media tarde de un día de primavera. Nadie estaba cocinando.

A Ariella no le gustó la mirada de sus ojos.

—¿Qué pasa?

—Creo que he visto a Tollman correr por el bosque con otro hombre.

Ariella se quedó paralizada. Miró a Emilian temblando. Ahora tenía a todos los hombres moviendo carromatos, en un esfuerzo por colocarlos a una distancia segura del infierno. Nadie intentaba ya echar agua a las llamas, pues estaba claro que resultaba inútil.

—Tollman está en la cárcel —dijo—. Tienes que estar equivocada. Esto es un accidente.

—¿Ah, sí? —preguntó Jaelle—. Tú has estado toda la semana en Rose Hill con Emilian. Nosotros hemos estado aquí, con miedo de salir del campamento. Siempre que lo hacemos, nos amenazan y nos dicen que nos vayamos por donde hemos venido. Nos vamos mañana, pero no es lo bastante pronto para ellos.

Ariella no lo pensó dos veces.

—¿Por qué no te quedas en Woodland con Emilian y conmigo? Tu hermano te necesita y yo quiero demostrarte que no todos los payos son crueles y odiosos —vaciló—. Quiero que seamos amigas.

Jaelle la miró.

—Somos amigas. Me gusta tu familia. Y sé que no todos los payos son crueles. La señora Cowper nos trajo un pavo y otro granjero nos trajo pescado de río.

—Y yo os traeré más comida y suministros —declaró Ariella con firmeza.

—Pues más vale que te des prisa, porque mañana a mediodía nos habremos ido.

Ariella apretó los labios, pero antes de que pudiera pensar con claridad, oyó cascos de caballos. Se volvió y vio a su hermano galopando hacia ellos y llevando a tres caballos de las riendas. Desmontó y tendió las riendas de su alazán a Jaelle.

—¿Estás bien? —preguntó a Ariella.

—Sí, Alexi; pero si el fuego llega al bosque, Woodland puede quedar destruido…

Se interrumpió. Los sirvientes de Emilian volvían con más hombres, obviamente granjeros, y todos transportaban picos y palas.

—Lo sé —él miró a la gente que llegaba—. Hay que cavar rápidamente para parar este monstruo. Ariella, ¿por qué no te llevas a las mujeres y los niños a la casa? Aquí sólo estorbarán.

Sin esperar respuesta, se quitó la chaqueta y se reunió con los hombres. Emilian apareció al otro lado de los carromatos en llamas. Hizo una señal a Alexi y luego a los carromatos, como dibujando una línea imaginaria. Le gritó algo. Alexi había agarrado una pala y gritó a su vez, señalando también. Un momento después había veinte hombres a un lado del fuego y los demás al otro y empezaron a cavar con frenesí.

 

 

El humo llenaba el cielo de la tarde, pero el fuego ya estaba apagado. Ariella estaba apartada del campamento. Las mujeres corrían de acá para allá abrazando a maridos, hermanos o hijos. A las cíngaras se habían unido las esposas de los criados de Woodland y de los granjeros cercanos que habían participado en la extinción. Los hombres estaban negros de hollín. Quedaban esqueletos parciales de seis carros y habían ardido varios árboles detrás del campamento. Ariella no veía a Emilian, pero sí a Alexi, que salía de detrás del campamento destruido tan cansado y sucio como todos los demás. Se preguntó dónde estaría Emilian, pero procuró no asustarse.

Un violín empezó a gemir.

Ariella se volvió y vio a un joven moreno que tocaba sentado en un taburete cerca de uno de los carromatos. La melodía era triste. Hablaba de una gran pérdida.

Se echó a temblar. No había habido heridos. Los cíngaros eran pobres, pero los carromatos y las posesiones se podían sustituir. Sabía que las cocinas de Woodland funcionaban a pleno rendimiento pues había pedido a Hoode que cocinaran lo que hubiera a mano y se lo llevaran a los hombres cansados. En cuanto a los artículos personales perdidos en el fuego, al día siguiente alistaría a Margery y Dianna e iría a comprar ropa de cama y todo lo necesario. La caravana no podría partir al día siguiente. Antes tendrían que hacer reparaciones.

Vio un movimiento por el rabillo del ojo. Emilian caminaba hacia la casa. Su cuerpo, normalmente erguido, se inclinaba levemente, como en actitud de derrota.

Ariella le había pedido a Jaelle que no le contara lo que creía haber visto. Ahora corrió hacia él.

—Emilian.

Él se detuvo.

La joven no pudo ver su expresión hasta que llegó a su lado, porque no había luz a esa distancia de la casa y la única iluminación procedía de las estrellas y la luna. La mirada de él era dura y tensa.

—¿Estás bien? —preguntó ella sin aliento.

—Sí.

Se cruzó de brazos. La camisa, antes blanca, era gris ahora. El hollín manchaba su cara y llevaba el pelo detrás de las orejas, mostrando la cicatriz.

—¿Le ha pasado algo a alguien?

—No. A nadie.

Era como si hubieran vuelto a los días de su primer encuentro. Se portaba como un extraño. Ella le tiró de la manga.

—Tengo a tus criados de la cocina preparando comida para todos los hombres. Debes de estar agotado y hambriento.

Emilian no contestó. Sus ojos grises fríos se encontraron con los de ella.

—Sé que estás enfadado —ella se mordió el labio inferior—. No ha sido un accidente, ¿verdad?

—Djordi y otros dos han visto a Tollman en el bosque con otro hombre antes de que empezara el fuego.

—Tollman está en la cárcel.

Él la miró.

—Ha salido esta mañana con una fianza.

—Prométeme que no irás a por él.

La sonrisa de él carecía de humor.

—Yo nunca te he hecho promesas, ¿verdad?

A ella no le gustó cómo sonaba aquello.

—No puedes tomarte la justicia por tu mano.

—¿Por qué no? ¿Porque tengo responsabilidades de liderazgo como tu padre? ¿Porque tengo que dar ejemplo a la comunidad como los de Warenne?

—¡Sí! —gritó ella, temerosa—. Y porque tú eres mejor que ellos.

Él hizo una mueca.

—Nunca he entendido lo que has visto en mí, aparte de mis rasgos agradables y mi cuerpo.

Ella retrocedió.

—Se acabó, Ariella.

—¿Qué?

—¡Se acabó! —gritó él.

La joven lo miró atónita.

—¿Hemos terminado? ¿Así sin más? ¿Por un bastardo como Tollman?

—Hemos terminado porque tú eres una princesa paya y yo soy un gitano —rugió él.

Ella se apartó.

Pero él le agarró la muñeca y le impidió retirarse.

—¿Qué? ¿No me vas a suplicar? ¿Tienes miedo de mi parte salvaje?

Ella sintió las lágrimas rodar por sus mejillas.

—Odio cuando te pones así.

—Mejor, porque yo odio a todo el mundo, a todos los payos sin excepción —la soltó.

Ariella se secó las lágrimas.

—Sabes que no odias a todo el mundo. Sabes que no odias a todos los payos. Sabes que no me odias a mí.

Él movió la cabeza con furia.

—En este momento sí. Voy a ser libre —dijo con dureza—. Desde este momento, soy libre.

—¡Emilian! —gritó ella.

Él se alejó.