Capítulo 4
Sus pasos eran tan largos y precipitados que ella tenía que correr para no quedarse atrás. Ariella tropezó.
—¡Esperad!
Él no contestó ni se detuvo. Su perfil era una máscara densa de frustración y rabia. Avanzaban colina arriba, hacia la casa dormida. Era obvio que deseaba que ella volviera al hogar y ése era su modo de devolverla sana y salva.
—Lo siento mucho —gritó ella, esforzándose por alcanzarlo. Entendía que él había esperado una aventura, pues el comportamiento de ella había sido muy atrevido. ¿Pero por qué estaba enfadado ahora?—. No era mi intención confundiros.
Él la miró al fin; se detuvo con tal brusquedad que ella pasó delante. La agarró del brazo y la atrajo a su lado.
—Si no queréis confundir a un hombre, os quedáis en vuestra casa elegante y en vuestra cama elegante, donde todas las vírgenes bien educadas están a estas horas.
Ella temblaba.
—Me ha podido la curiosidad. He oído música y era en cantadora y… —vaciló, porque aquello era sólo la mitad de la verdad. Había sentido curiosidad por él—. Sólo pretendía mirar a cierta distancia, no quería inmiscuirme… Pensaba que nadie me vería. No pretendía que… ocurriera… nada.
Él sonrió, pero sin alegría.
—¿Seguro?
—Pues claro.
—El modo en que me habéis mirado esta tarde, y esta noche, me ha llevado a una conclusión inevitable.
—Os equivocáis —dijo ella. Pero él tenía razón y los dos lo sabían.
La expresión de él se endureció.
Ariella se ruborizó.
—Está bien. Admito que os he mirado, pero supongo que estáis habituado a que os admiren las mujeres. No pretendía coquetear, yo no he coqueteado en mi vida.
—Eso no me lo creo —repuso él con dureza—. Yo creo que sabéis muy bien usar esos ojos azules para inflamar a los hombres y que lo habéis hecho con un propósito. A mí me habéis inflamado.
Ella estaba ya sin aliento. El pulso le latía con fuerza. Recordaba muy bien estar en sus brazos, la sensación del beso. No quería irse todavía. De hecho, una parte nueva y lasciva de ella deseaba explorar lo que habían empezado.
La risa de él era dura, como si supiera lo que ella pensaba y sentía.
—Tenéis que iros antes de que mis bajos instintos se impongan a mi sentido del honor. Está amaneciendo. Tenéis una reputación que mantener y yo no me siento inclinado a mantenerla por vos.
El cielo comenzaba a aclararse, pero ella no se movió. No podían separarse así, sobre todo porque él se iría pronto de allí.
—¿Por qué estáis tan enfadado? Ya os he dicho dos veces que lo siento. ¿No queréis aceptar mis disculpas?
—¿Por qué iba a hacerlo? No me gusta que jueguen conmigo, señorita de Warenne —rió con dureza—. ¿Soy el primer hombre que no hace lo que deseáis cuando lo miráis moviendo las pestañas?
—Yo no soy una coqueta —repitió ella.
—Buenas noches —él señaló la casa con brusquedad, deseando claramente que se fuera.
Ariella respiró hondo con decisión.
—Hemos empezado con muy mal pie —le sonrió—. Es obvio que una tercera disculpa no os calmará, así que no os la ofreceré. ¿Pero podemos volver a empezar? Apenas nos conocemos. A mí me gustaría conoceros mejor, si eso es posible.
Él abrió mucho los ojos y luego los entrecerró.
—¿De veras? ¡Qué extraño! Las damas decentes, las vírgenes decentes, no tienen conocidos gitanos. De hecho, las damas que desean mi trato buscan una cosa y sólo una, que vos habéis rehusado claramente.
—Eso no me lo creo —susurró ella, sorprendida. Seguro que exageraba.
Él se encogió de hombros.
—Me da igual lo que creáis. Ahora que nuestra aventura ha terminado, no me importáis en absoluto, señorita de Warenne.
Sus palabras la hirieron. Después de lo que acababan de compartir, no podía creer que hablara en serio.
—Creo que habéis decidido que yo os desagrade, aunque no puedo entender por qué. Creo que lo habéis decidido esta tarde, casi a primera vista, aunque yo intentaba ayudaros a convencer a mi padre de que os dejara pasar la noche aquí. Sin embargo, sí os gustaba hace un momento.
Él la miró de hito en hito.
—Habláis con tal ingenuidad, que casi podría creeros.
—No soy nada ingenua.
—Yo no he pedido esto —prosiguió él con dureza—. No he pedido que una hermosa princesa de cuento de hadas apareciera en mi vida a ofrecerme una tentación que apenas puedo rehusar. Sois una mujer noble, una heredera. Algún día os casaréis con un príncipe inglés y él os quitará la inocencia en una torre de marfil. Idos a casa, señorita de Warenne.
Se volvió para marcharse.
Ella había terminado por enfadarse y lo agarró del brazo. No era lo bastante fuerte para detenerlo, pero él la miró con ojos fríos y turbulentos como una tormenta de invierno.
—Si yo me niego a juzgaros, ¿por qué insistís vos en juzgarme a mí? No sabéis nada de mí. No soy como otras mujeres de mi clase y edad, desesperada por un buen marido y un hogar, y aunque parezca que soy como esas damas que buscan vuestras atenciones, tampoco lo soy. Yo no os he buscado por una aventura amorosa.
—No, pero me habéis buscado —él se cruzó de brazos—. Vamos al grano. ¿Qué queréis de mí, señorita de Warenne?
Ella respiró hondo. Aunque recordó instantáneamente sus tórridos besos y sus caricias sensuales, no vaciló.
—Quiero vuestra amistad.
Él se echó a reír.
—Imposible.
—¿Por qué? Sé que os marcháis mañana, pero podemos escribirnos. Podemos vernos unas cuantas veces antes de que salgáis de Derbyshire.
—¿Escribirnos? ¿Vernos? —él la miró como si estuviera loca.
—Me interesaría conoceros y las cartas son el modo perfecto de ampliar nuestra relación. En cuanto a vernos, ¿por qué os sorprende eso? Supongo que os gusta conversar.
—¿Queréis que nos veamos y conversemos?
—Es lo que hacen los amigos —le sonrió ella.
—No somos amigos —replicó él con dureza—. Yo no tengo amigos ni los quiero.
Ariella lo miró con incredulidad.
—Todo el mundo tiene amigos.
—Vos no queréis mi amistad y los dos lo sabemos —él la saludó con el dedo. Le temblaba la mano—. Vos sois una de Warenne. Vuestros amigos son de la buena sociedad.
—Yo tengo muchos amigos excéntricos en la ciudad.
—Cuando os he pedido que fuerais al grano, sólo sentía curiosidad por ver cómo responderíais y con qué subterfugio. Sé por qué habéis venido esta noche al campamento. Me habéis buscado por pasión, no por amistad. Queríais estar en mis brazos, aunque no en mi cama. ¿Queréis intercambiar cartas? ¿Queréis conversar? Me parece que no. De hecho, no creo que seáis muy distinta a mis amigas payas. La diferencia es que vos sólo queréis besos seguros —le llameaban los ojos—. Y el tipo de placer que os he dado hace poco.
Ariella lo miró sorprendida. Era cierto que anhelaba estar en sus brazos. ¿Pero por qué no podía creer que le interesaba también su amistad? Estaba deseando saber lo que pensaba él del mundo.
—He sido un objeto sexual para las damas de la buena sociedad y ahora soy un objeto de fascinación sexual para una princesita virgen —parecía disgustado.
Ariella no estaba segura de lo que significaba aquella declaración, pero ya pensaría en eso más tarde.
—Yo no puedo olvidar nuestro beso —repuso con calma—. ¿Cómo iba a hacerlo? No sabía que un beso pudiera ser tan maravilloso. Pero quiero que seamos amigos. Yo siempre digo la verdad. Tengo muchos amigos poco corrientes en la ciudad. Si de verdad no tenéis amigos, seré la primera.
—¿Qué queréis decir con que no sabíais que un beso podía ser tan maravilloso? —quiso saber él—. Espero que no iréis a decirme que ha sido vuestro primer beso.
—¿Por qué os molestaría eso?
Él abrió mucho los ojos.
—¿No os habían besado nunca?
—No. Vos me habéis dado mi primer beso. Y no me arrepiento para nada —se ruborizó ella.
Él hizo una mueca.
—Entonces ya me arrepiento yo por los dos.
Ariella respiró con fuerza.
—No lo decís en serio.
—Idos a casa y esperad a vuestro príncipe encantado. Y quedaos allí… con vuestros amigos poco corrientes.
Rechazaba su oferta de amistad. Ariella no podía creerlo.
—Pero os marcháis hoy. No podemos separarnos así.
—¿Por qué no?
Ella se humedeció los labios.
—No está bien —replicó—. Acabamos de compartir pasión, Emilian.
—Hemos compartido un simple beso, que olvidaréis pronto.
La joven negó con la cabeza.
—No, no lo olvidaré. Por favor, considerad un intercambio de correspondencia.
—Idos —rugió él.
Ella se encogió, pero no podía moverse. ¿Cómo podía ocurrir aquello?
Emilian se volvió con furia y se alejó colina abajo sin volver la vista atrás ni una sola vez.
Se sintió atraído de nuevo al pie de la colina como un mosquito atrapado en una telaraña. Alzó la vista a la casa.
Hacía una hora que había salido el sol, pero el campamento apenas se movía, debido a la celebración de la noche anterior. Él no había dormido. Ni siquiera se le había ocurrido intentarlo. Miró la mansión. No quería desear a Ariella de Warenne, y menos en ese momento. Había demasiada rabia en él.
Se giró y volvió hacía el campamento. Esperaba no volver a verla nunca. Mariko podía ocuparse de sus necesidades, ella y una docena de esposas más de Derbyshire. Había hablado en serio. Lo de esa mañana había sido una despedida. No habría intercambio de correspondencia ni encuentros. No había pedido que apareciera una mujer como ella en su vida, y menos ahora, que estaba sufriendo y rabioso.
Ella era el tipo de dama joven que nunca le presentaban por tener sangre mezclada. Era hermosa, rica y bien educada. Era, en cierto sentido, inocente a pesar de su naturaleza apasionada, porque su naturaleza era apasionada, de eso no había duda. A él lo consideraban digno de las gordas, las mayores, las enfermas, las feas… las que todos los demás rechazaban. A una dama como la señorita de Warenne no la presentarían nunca a un hombre que llevaba sangre gitana en las venas por mucho título y riqueza que tuviera. Un día la presentarían a un inglés de verdad, con tanta sangre azul como ella. Su pretendiente la miraría y quedaría embaucado. Cualquier hombre en su sano juicio vería al instante que la hermosa y gentil señorita de Warenne sería la esposa perfecta.
Y no la habían besado nunca.
Era increíble.
Él le había dado placer por primera vez. Recordaba muy bien sus gritos. Tenía todavía la piel marcada por sus uñas y sus dientes.
Al verla, había deseado sus atenciones a pesar de que suponía que no estaba casada. Él nunca perseguía a mujeres solteras, pero ella era hermosa, inglesa y fuera de su alcance. Quizá para provocar a su padre, la había mirado deliberadamente con interés sexual. Y no le había sorprendido que ella fuera a él por la noche. Podía declarar que había ido por la música, pero había ido por él. Y él había asumido que era una mujer con experiencia, una mujer con amantes.
Las damas jóvenes solteras permanecían en los salones de sus mansiones, tomando té y esperando la visita de sus pretendientes. Ella afirmaba que era diferente. Obviamente, se aferraba a su condición de mujer decente y Emilian se preguntó si conseguiría hacerlo hasta su noche de bodas. De pronto odió la idea de que fuera un inglés el que le enseñara a llegar hasta el fin.
Él podía haberla hecho suya. ¿Por qué no lo había hecho?
Porque era más inglés que cíngaro. Como caballero, tenía un fuerte sentido del honor. Los ingleses valoraban la inocencia, los cíngaros no. Nunca se había revolcado con una virgen, ni siquiera en su estancia con los cíngaros ocho años atrás. No sólo porque prefería mujeres experimentadas en la cama, sino porque el inglés en el que se había convertido, el hombre que era vizconde de Woodland e hijo de Edmund, no podía destruir la inocencia de una mujer. Era así de sencillo.
Aunque en ese momento no se sentía muy inglés.
Y no se lo había sentido en toda la noche.
Había llegado a los primeros carromatos. Lloraba un niño, que tal vez fuera su primo recién nacido. La cabeza le palpitaba con tanta fuerza que creía que podía partirse por la mitad. Le ardía el cuerpo con una mezcla de deseo y rabia. Ni siquiera estaba seguro de que quisiera seguir siendo inglés. Sólo sabía que quería vengar a Raiza y, en el fondo, una parte de él lamentaba ya no haberse acostado con la princesa paya.
Pero pensaba más en sus ojos azules que en su cara o en su cuerpo. Sus ojos lo perturbaban porque habían mirado los de él como si pudieran encontrar alguna verdad antigua sobre él allí.
Sacudió la cabeza. Ella decía que quería ser su amiga. Se echó a reír.
Él no tenía amigos. Tenía hermanos… todos los gitanos de la caravana eran sus hermanos. Tenía familia, Stevan, sus primos y Jaelle. Hasta Robert, por mucho que se despreciaran mutuamente, era familia. Tenía enemigos, casi todos los payos podían entrar en esa categoría. Pero no tenía amigos. Ni siquiera estaba seguro de lo que era un amigo ni de por qué alguien quería serlo.
¿Qué le pasaba a esa joven? Él se acostaba con mujeres, no les brindaba su amistad.
Tal vez ella fuera distinta a las payas con las que fornicaba. Ella decía que no lo juzgaba. Pero lo había buscado por la pasión, igual que hacían sus amantes. De haber estado casada, se habría acostado con él. Eso no la hacía distinta a las demás. Y un día le daría la espalda y la oiría hablar de él con condescendencia y desdén. De eso no le cabía duda.
Su furia iba en aumento. Odiaba a los payos, a todos ellos… incluso a ella.
—Pareces dispuesto a partir a alguien en dos.
Emilian respiró hondo para relajar los músculos y se volvió hacia su tío.
—¿Sí?
—Antes de contarte lo de Raiza, ya vi las nubes oscuras en tus ojos. ¿Quieres hablarme de tus problemas? —preguntó Stevan con calma.
—Tengo preocupaciones en Woodland —mintió él—. Tonterías de payos.
Stevan sonrió; estaba claro que no lo creía.
—Pero quiero hablar contigo —dijo Emilian—. Debo ir a la tumba de Raiza.
—Es lo apropiado —asintió su tío—. Está enterrada en Trabbochburn, no lejos de donde naciste tú. ¿Cuándo irás?
No había tenido tiempo de llorar ni de pensar. Acababa de enterarse del asesinato de Raiza cuando había empezado la celebración por su primo y luego había llegado Ariella de Warenne a distraerlo. Pero tenía que ir a la tumba de su madre a presentar sus respetos. Por otra parte, Raiza querría que se ocupara de Jaelle.
—Creo que me uniré a vosotros cuando viajéis al norte dijo.
Stevan se sorprendió.
—Es tu pena la que habla, ¿no?
—Tal vez.
Pero la idea lo atraía mucho. Al elegir quedarse con Edmund, había renunciado a los cíngaros y su modo de vida. Y entonces era muy joven para tomar esa decisión. ¿No debería intentar comprender a los cíngaros, ahora que su parte gitana ardía de odio por los ingleses y de necesidad de venganza?
Y podría llegar a conocer a su hermana, quien lo necesita.
—Sabes que siempre eres bienvenido. ¿Pero por qué no te llevas tu lujoso carruaje y tus sirvientes? ¿Por qué viajar como un gitano cuando hace tanto tiempo que nos dejaste para hacerte inglés?
—Porque he olvidado lo que significa ser gitano —Emilian hablaba con cautela, intentando comprender los impulsos de su corazón y de su alma. Porque siento que le debo a Raiza algo más que presentar mis respetos en su tumba. Todo ha cambiado, Stevan. Estoy furioso con los payos.
—Eres su hijo y es normal que así sea. No creo que sepas lo que quieres. Pero tú hablas de una visita con nosotros, ¿no?
—Soy tan gitano como inglés —repuso Emilian.
—¿De verdad? Porque yo veo a un inglés delante de mí, aunque bailes como un gitano —Stevan sonrió pero Emilian no pudo imitarlo—. Mi hermana estaba orgullosa del hombre en el que te has convertido. Quería que tuvieras una buena vida con una buena casa llena de sirvientes. Si viviera, no te pediría que renunciaras a tu vida inglesa por la vida de los cíngaros.
—¿A qué renuncio? —preguntó Emilian—. Sé que ella quería algo más para mí que la vida de los cíngaros. Recuerdo muy bien que quería que viviera con mi padre, pero también lloró mi pérdida. Yo elegí quedarme en Woodland cuando era demasiado joven para comprender. ¿Elegí bien? Mis vecinos me desdeñan tanto como a ti.
Stevan estaba pensativo.
—Creo que empiezo a entender. Porque la mitad de tu sangre es cíngara y nada puede cambiar eso. Pero sigo pensando que te cansarás pronto de nuestra vida. Ha habido demasiados cambios a lo largo de los años.
—Puede que tengas razón o puede que te equivoques. Quizá dentro de un par de meses escupa sobre los payos y su modo de vida y no quiera volver nunca a casa —temblaba de rabia y volvió la vista a la colina, hacia la enorme mansión de Warenne.
Stevan lo miró y Emilian se ruborizó. Acababa de llamar a Woodland su casa.
—Creo que los dos sabemos que tu destino se selló el día en que el payo te separó de Raiza.
Emilian se puso rígido.
—Yo no creo en el destino.
—Entonces es que eres muy payo.
Emilian pensó en cómo la noche anterior había entregado mucho más que su cuerpo a la música cíngara. Se había sentido consumido por la pasión fiera del baile; había sido como si la grieta de dieciocho años hubiera dejado de existir. Como si nunca hubiera dejado a los gitanos.
—Anoche fui cíngaro.
Stevan le puso una mano en el hombro.
—Sí, lo fuiste. ¿Cuándo estarás dispuesto a partir?
—Necesito una semana, tal vez más —sentía la llamada del camino no sólo en la mente sino también en el corazón—. Tengo que contratar a un administrador de la hacienda, un hombre en el que pueda confiar. ¿Podéis esperar tanto? La caravana es bienvenida en mis tierras.
—Esperaremos lo que sea preciso —sonrió Stevan—. Me complace mucho que vengas con nosotros.
Emilian estaba seguro de pronto de que esa vez tomaba la decisión correcta.
Porque ahora, con el camino esperándolo, podía mirar la vida inglesa y cuestionarla. Estaba cansado del desfile de mujeres payas que lo miraban como si fuera un espécimen exótico y esperaban que fuera insaciable porque era gitano. Si se aburría después de una o dos horas, sus amantes lo consideraban una afrenta. Esperaban que estuviera muy bien dotado y se morían de ganas de comprobar si los gitanos estaban formados de otro modo. Había visto a sus amantes comprobar sus joyas por la mañana para ver si les había robado alguna.
Y todos los payos con los que hacía tratos esperaban que los engañara, aunque aquéllos con los que llevaba años tratando sabían que era un hombre honrado.
Nunca se había entregado al odio. Esperaba encontrarse prejuicios porque había crecido con ellos. No recordaba la última vez que lo habían herido las palabras «asqueroso gitano». Tal vez cuando era muy joven, o cuando acababa de llegar a Woodland. Hacía tiempo que su corazón se había convertido en piedra. Él era diferente y siempre lo había sabido y aceptado.
Pero ya no aceptaría más sus prejuicios.
Porque su odio y su desdén habían matado a Raiza.
Tenía que vengarse.
Miraba la mansión de Warenne. La mujer de Warenne era inocente, pero era una de ellos. De hecho, ella personificaba la sociedad inglesa, con su belleza, su herencia y su riqueza. Le había enviado una invitación sexual aunque no lo supiera. Él era lo bastante inglés para haberla rechazado, pero su parte cíngara no podía evitar calcular la seducción y visualizar la conquista. Tomar a una virgen como Ariella de Warenne, utilizarla y devolverla luego a su casa era más que budjo… era venganza.
¡Y sería tan fácil!
Su parte inglesa se sentía horrorizada.
Ariella estaba sentada en el alféizar de la ventana. Los jardines se extendían debajo, pero ella no los veía. Miraba el campamento gitano, que se veía claramente desde allí.
Los caballos estaban sueltos y pastaban a voluntad. Los carromatos permanecían en el mismo lugar que la noche anterior. No había muestra de que prepararan la partida.
Se abrazó las rodillas contra el pecho. No había dormido nada; ni siquiera lo había intentado. Se había cambiado de ropa y colocado allí. Estaba preocupada. Emilian era un desconocido, pero había bailado en sus brazos y él le había dejado entrever lo que era la pasión. Nunca la había atraído ningún hombre y ahora la atraía él como a una polilla la llama. ¿No le ocurría a él lo mismo?
Él pensaba simplemente alejarse como si no hubiera pasado nada entre ellos.
Eso le dolía. Aunque la sociedad la considerara rara, su estatus de heredera de Warenne le garantizaba aceptación dondequiera que fuera. Había caballeros que la deseaban y la temían, pero Emilian la había rechazado.
¿Cómo podía convencerlo de que fuera su amigo? Por que si había algo que ella sabía de cierto era que no podía alejarse de él, todavía no.
Y tampoco podía dejar que él saliera de su vida con la misma brusquedad con la que había entrado.
¿Qué le ocurría? ¿Era posible que se hubiera enamorado? Había unos cuantos miembros de la familia que se habían enamorado a primera vista, o eso afirmaba el mito. Los de Warenne eran famosos por enamorarse locamente y para toda la vida.
—¡Ariella! —Dianna llamó a su puerta—. ¿Puedo entrar? ¿Estás despierta? Ha llegado Alexi. Ha venido con tía Lizzie y Margery.
Dianna entró en la estancia sin esperar respuesta.
—Despierta, dormilona —se detuvo—. Estás levantada, claro. Siempre eres la primera que se levanta —dejó de sonreír y la miró con atención.
Ariella comprendió que la tensión y preocupación se le notaban en la cara. Forzó una sonrisa. Alexi descubriría su secreto si no tenía cuidado.
Era hermano de padre suyo y dos años mayor que ella. Su madre rusa, una condesa, lo había entregado a su padre al nacer, pues ni su esposo ni ella deseaban conservar un hijo bastardo en la familia. Habían crecido juntos con su padre en la isla de Jamaica y estaban muy unidos. Era su amigo querido, su hermano, su protector. En cuanto la viera querría saber qué le ocurría.
Le entró pánico. Si se enteraba de su aventura con Emilian, intentaría matarlo. Hasta tal punto se sentía su protector.
—¿Qué pasa, estás enferma? —preguntó Dianna, que se acercó a tocarle la mejilla.
—No he dormido nada.
Dianna la miró un instante como si sospechara la verdad.
—Ha sido la música, ¿verdad? Yo también la oía y me costó quedarme dormida. Debían estar bailando.
—No lo sé —repuso Ariella.
Dianna se sentó en una otomana de rayas blancas y azules.
—Dicen que eso es lo que hacen, bailar y cantar toda la noche.
—No creo que debamos creer todos los rumores —repuso Ariella.
En cuanto habló, se dio cuenta de lo enfadada que parecía. Se incorporó con la esperanza de que su hermana no hubiera notado la dureza de su tono.
—Vaya, estás muy gruñona hoy. ¿Vas a bajar a ver a Alexi?
—Por supuesto.
Pero cuando seguía a Dianna por la escalinata cubierta con una alfombra persa roja y dorada, oyó la voz de su hermano y su tono era duro.
—No puedo creer que padre les permitiera quedarse en nuestra propiedad.
Ariella se puso tensa. Era obvio que Alexi se refería a los cíngaros. Viajaba a menudo por el mundo, pues tenía negocios navieros, y hablaba con interés de otras culturas sin recelos ni prejuicios Por eso le sorprendieron sus palabras y su tono.
Él se giró sonriente.
—¡Ahí está!
Sus dientes blancos brillaban en su rostro moreno y atractivo. Alto y ancho de hombros, tenía los ojos azules de muchos de los de Warenne. Al igual que sus primos, había sido un libertino notorio antes de su matrimonio y, a diferencia de ellos, había seguido siéndolo después. Cinco años atrás se había casado con su amiga de la infancia, Elysse O’Neil, para salvarla del escándalo y la había abandonado en el altar inmediatamente después de pronunciar los votos. Por supuesto, eso había causado un escándalo aún mayor. Hasta donde Ariella sabía, marido y mujer no habían vuelto a verse más.
Se acercó a ella, pero antes de abrazarla, dejó de sonreír y la miró con atención.
—¿Qué te sucede?
—¿Viene Elysse contigo? —preguntó ella, con la esperanza de distraerlo. Además, ella quería a Elysse como a una hermana y le hubiera gustado que fuera feliz con Alexi.
El rostro de él se endureció.
—No empieces.
Nada había cambiado. Fuera lo que fuera lo que había pasado, Alexi jamás perdonaría a Elysse. Ariella suspiró y se puso de puntillas para abrazarlo.
—Eres un hombre imposible, pero te quiero de todos modos —sonrió al fin y la sonrisa fue casi genuina—. Prometiste venir a Londres por mi cumpleaños y, en vez de eso, me enviaste un regalo —le había mandado una caja de música incrustada de piedras semipreciosas y con filigranas de oro desde Estambul. Debía haberle costado una fortuna.
Alexi la apartó para mirarla.
—Siento haberme perdido tu cumpleaños, pero ya te explicaba en mi nota que estábamos sin viento. No te veo feliz.
Ariella pasó a su lado. Miró a su tía Lizzie, la condesa de Adare, que charlaba alegremente con Amanda en la sala contigua. Su prima Margery le sonrió y se abrazaron.
—Me alegro mucho de verte —Margery, como su madre, era rubia y bonita—. Aunque sólo han pasado unas semanas, tengo mucho que contarte.
Margery también pasaba la mayor parte del año en Londres.
—¿Qué tal el viaje? Habéis llegado muy pronto —comentó Ariella.
—Ha sido un viaje fácil, gracias al nuevo ferrocarril —repuso su prima—. Tú pareces un poco pálida. ¿Estás bien?
—No he podido dormir en toda la noche —Ariella tenía miedo de mirar a Alexi, que la observaba con demasiada atención.
—La música de los cíngaros la ha tenido despierta —explicó Dianna—. A mí también me costó dormirme.
Ariella sintió que se sonrojaba. Miró de soslayo a su hermano, pero él se había acercado a las puertas de la terraza y observaba los carromatos de colores brillantes de los gitanos.
—Hace un año vino una gitana a nuestra casa de Harmon House —intervino Margery—. Estaba yo sola y me fijé en lo pobremente vestida que iba antes de que el mayordomo la echara. Me pidió que le dejara leerme la buenaventura. Yo sólo quería darle de comer, pero ella me leyó la mano.
—¿Y se cumplió lo que te dijo? —preguntó Dianna.
—Bueno, me predijo un hombre muy atractivo y oscuro como la noche montado en un caballo blanco —rió Margery—. Y por desgracia, no.
Alexi se volvió.
—Te estaba engatusando.
—Era demasiado orgullosa para aceptar la comida sin ofrecerle un servicio —refutó Ariella. Su tono debió sonar bastante tajante, pues todos la miraron.
El interés de Alexi se había intensificado.
—Fui a su campamento con papá —explicó la joven—. No había visto cíngaros desde que era pequeña. Los vimos en Irlanda, Alexi, ¿te acuerdas?
—Sí. Robaron el alazán de papá y él estuvo furioso una semana.
Ariella se cruzó de brazos.
—Eso fue mala suerte.
—Fue un delito —repuso su hermano.
Ariella se acercó a él con rabia. Sabía que debía controlarla, pues ella jamás perdía los estribos y todos sabrían que pasaba algo raro. Pero no pudo reprimirse.
—¿O sea que todos los gitanos son ladrones de caballos, leedores de la buenaventura, timadores y criminales?
Alexi no se amilanó.
—Yo no he dicho tal cosa. He conocido gitanos por todo el mundo. Son muy buenos músicos. En Rusia la Corona tiene un coro de gitanos, al igual que muchos nobles. En Hungría están de moda los músicos cíngaros y tocan en las mejores casas y en los teatros. Muchos se ganan la vida honradamente. Son quinquilleros, herreros, trabajan el mimbre y arreglan sillas. Pero —añadió con énfasis— son nómadas y un número desproporcionado de ellos prefiere cualquier otra actividad a una que conlleve una paga honrada.
Ariella sabía que debía ceder.
—No puedo creer que haya más ladrones entre los cíngaros que entre los ingleses.
—Yo no he dicho eso.
—Su música es extraña pero agradable —intervino Dianna con ansiedad. Sonrió a los dos—. Es exótica pero llena de pasión, como puede ser una ópera.
Ni Ariella ni Alexi le hicieron caso.
—¿Desde cuándo te has vuelto defensora de las tribus gitanas? —preguntó el segundo.
Ariella consideró varias respuestas apaciguadoras.
—Desde que fui con nuestro padre a su campamento y vi madres cuidando a niños y preparando la cena para sus familias igual que hacemos nosotros.
—Su cultura es muy diferente a la nuestra —él se mantenía firme—. No me gusta que acampen aquí.
—¿Por qué no?
Alexi la miró.
—Habrá problemas.
Ariella no podía creer que se hubiera vuelto tan intolerante.
—Su jefe juró que no habría robos de caballos ni de ganado.
—¿En serio? ¡Qué extraño! Lo suyo es una hermandad. Dudo de que su vaida pueda hablar en nombre de sus hermanos. ¿Te has enamorado de los cíngaros?
A Ariella se le paró el corazón. Respiró hondo.
—Sí, quiero estudiar sus costumbres y aprender todo lo que pueda de ellos.
—Anoche no dejabas de hablar de los mongoles —comentó Dianna.
Ariella se dio cuenta de que ahora tenía la excusa perfecta para ver a Emilian, pero su ansiedad no disminuyó.
—Los mongoles están muy lejos. Cuando vi el campamento gitano con papá, me fascinaron. Quiero saber qué parte es leyenda y qué parte son hechos.
Miró a Alexi para ver si la creía. Él lanzó un gemido, pero luego sonrió.
—Tenía que haberlo supuesto. ¿O sea que han sido los mongoles hasta ahora? Bueno, bien mirado, tienes una caravana gitana aquí mismo en Rose Hill y puedes hacer investigación de campo —la atrajo hacia sí y la besó en la mejilla—. A ti, querida, te timarán antes de que acabe el día —se echó a reír y salió fuera.
Ariella sintió que se le doblaban las rodillas. Se acercó a la silla más cercana y se sentó.
—¿Qué ha querido decir? —preguntó Dianna.
Ariella apenas podía creer su buena suerte. Su familia no consideraría que su interés por Emilian era distinto a su reciente pasión por Genghis Khan.
—Que tu hermana es muy ingenua para su edad y la van a engañar —sonrió Margery—. A menos, claro, que podamos disuadirla de su nueva obsesión.
—Eso no ocurrirá —sonrió también Dianna—. Es imposible.
—A mí me parece que sus carromatos son obras de arte. ¿Quieres dar un paseo hasta el campamento? Podemos admirar de cerca la artesanía y las decoraciones —a Margery le brillaban los ojos.
Ariella se puso en pie.
—Es una idea maravillosa.
—Sabía que te gustaría —Margery le guiñó un ojo a Dianna—. Quizá podamos salvarla de un gitano peligroso.