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Capítulo 11

Ariella se puso nerviosa cuando el carruaje se detuvo en el camino circular de Woodland. Otro carruaje, menos lujoso que el suyo, estaba aparcado también delante de la puerta de la mansión. Emilian tenía visita.

Era la tarde siguiente al baile. Por mucho que él hiciera alarde de mal genio, ahora eran amigos, aunque fuera una amistad rara y tensa. La noche anterior había visto lo desesperadamente que él necesitaba su amistad. Era un poco atrevido presentarse allí, pero él jamás iría a verla a ella, así que no tenía otra opción.

No podía imaginar lo que era vivir con tantos comentarios maliciosos a sus espaldas. ¿Por eso prefería sus parientes cíngaros a los ingleses? ¿Robert era tan malo como él pensaba? Había oído que era la primera vez que él acudía a casa de los Simmons. ¿Eran los rumores la causa de que evitara a la sociedad?

Su nerviosismo aumentó cuando la introdujeron en el salón frontal de la mansión. La última vez que había estado en casa de Emilian había entrado desde una terraza a través de la biblioteca. Miró a su alrededor con curiosidad. El vestíbulo era completamente inglés, desde los retratos de los antepasados en las paredes hasta la armadura antigua colocada en un rincón. Las sillas, situadas a lo largo de las paredes, eran antiguas y con la tapicería ajada. Las mesas tenían siglos de antigüedad. Todo en el salón llevaba sin duda muchos años en la familia de su padre.

—Señorita de Warenne, por favor, seguidme —le dijo el mayordomo, después de leer su tarjeta.

Ariella se sobresaltó.

—¿No queréis informar antes al vizconde de mi presencia?

El mayordomo, un hombre de estatura baja y ojos brillantes, sonrió.

—El vizconde no soporta la etiqueta, señorita. Y estoy seguro de que le complacerá vuestra visita.

La joven sonrió. El mayordomo era demasiado parlanchín.

—Yo estoy segura de que se pondrá a gruñir cuando me vea.

—Ya veremos, ¿no?

Ariella lo siguió al pasillo y miró la escalinata que subía.

—¿Cómo os llamáis?

—Hoode, señorita de Warenne.

—¿Hace muchos años que conocéis al vizconde?

—Entré al servicio del vizconde anterior cuando Su Excelencia vino a vivir a Woodland de chico.

Ariella le tocó el brazo.

—Hoode, siento curiosidad.

El hombre la miró sorprendido por su entusiasmo.

Ella se ruborizó.

—Me dijo que tenía doce años cuando lo trajeron aquí. Sé que pasó los primeros años de su vida viviendo con su madre cíngara. Siento mucha curiosidad por su vida —explicó con sinceridad.

—El vizconde no es un hombre locuaz —Hoode arrugó la frente—. Me sorprende que os haya revelado tanto —hizo una pausa—. Aunque quizá no me sorprenda tanto.

Ariella no entendía sus palabras, pero sabía que debía aprovechar esa oportunidad.

—¿Cómo era el vizconde anterior?

Hoode sonrió.

—Era un hombre orgulloso y honorable, como su hijo. Pero, a diferencia del vizconde actual, no se le daba bien administrar la hacienda y la dejó en un estado ruinoso. Hasta que no volvió el señor de Oxford, no empezó a salir Woodland de su situación de endeudamiento y decadencia.

Había ido a Oxford y había salvado la hacienda. Lo primero sorprendía a Ariella y lo segundo la impresionaba.

—Edmund St Xavier seguía vivo, pero dejó al joven Emilian mano libre con las cuentas, los inquilinos, las reparaciones y las deudas. Su Excelencia comprendió enseguida el valor del carbón y aquí hay en abundancia. No tardó en ordenar sus asuntos.

—Debe de ser muy trabajador para haber conseguido tantos resultados tan joven —comentó ella.

—El vizconde apenas hace otra cosa que ocuparse de sus negocios. Me sorprendió que decidiera salir anoche.

Ariella apartó la vista, secretamente contenta.

—¿Debo asumir que deseaba ir a conoceros al baile?

Ella le sonrió.

—Sois muy atrevido, Hoode. Pero sí bailamos —se sonrojó—. No obstante, ya nos conocíamos.

Hoode pareció complacido.

—Ah, o sea que fue al baile a perseguiros.

Ella no contestó a eso.

—Fue buen estudiante, ¿verdad? —preguntó.

—El vizconde se licenció con honores.

Ariella intentó reprimir una sonrisa, pero no pudo. Emilian tenía una educación muy buena y era muy responsable. Estaba encantada. De pronto se puso seria. Él la consideraba ávida lectora de novelas románticas. Le había mentido porque muy pocos hombres encontraban atractiva a una mujer intelectual. Pero Emilian era distinto a todos los hombres que conocía. Con suerte, no le reprocharía su educación y ella podría decirle la verdad… pronto.

—¿Queréis entrar? —Hoode señaló la puerta con la cabeza.

Ella quería saber más, pero también quería ver a Emilian. Las horas que llevaba sin verlo le parecían días.

—Entraré —dudó un momento—. ¿Hoy está irascible?

Hoode soltó una risita.

—Mucho. Tiene un humor de perros.

Ariella pensó en su discusión de despedida. No podía estar segura de que fuera la causa de su malhumor. Asintió y Hoode abrió la puerta.

Emilian estaba tan elegante como la noche anterior. Llevaba una levita oscura, pantalones marrones, camisa blanca con cuello postizo y tenía los brazos cruzados sobre el pecho. Escuchaba con resignación a dos matronas y sus hijas, que, sentadas ante él, charlaban al parecer del clima de Derbyshire. Ariella enseguida vio que se aburría.

Un ogro auténtico las habría echado de allí. Pero él intentaba sonreír con cortesía y asentía con la cabeza, aunque apretaba los labios en un rictus sombrío.

—Háblale al vizconde del picnic del primero de mayo, Emily, querida —dijo una de las matronas, vestida con raso de rayas rosas.

Una chica rubia alta y delgada levantó la vista y se sonrojó. Debía tener unos dieciocho años.

—Fue muy agradable, señor —antes de terminar de hablar, se miró las manos entrelazadas en el regazo.

Emilian sonrió.

—Hizo un día perfecto para un picnic —declaró la madre con entusiasmo—. Estaban allí los Farrow, los Chathain, los Gold y, por supuesto, mi querida amiga la señora Harris con el señor Harris. Tendría usted que haber venido. Éramos todos vecinos.

Emilian sonrió con rigidez.

—Creo que estaba fuera.

Ariella empezaba a indignarse. Emily no era lo bastante inteligente para él. Miró a la otra chica, una morena gruesa sentada al lado de la otra matrona que miraba un plato de galletas como si estuviera enamorada de ellas. Su madre le dio una palmadita en el muslo.

—Lydia hizo la tarta. La tarta de manzana fue excepcional, ¿verdad, Cynthia?

Cualquier miedo que hubiera podido tener Ariella por la rivalidad de las chicas se desvaneció del todo, dejándola simplemente ultrajada. Emilian se merecía la princesa de la que hablaba, una mujer con orgullo, coraje e intelecto, una mujer sobresaliente… tan sobresaliente como él. Esas mujeres eran demasiado tímidas, feas y corrientes para él.

Emilian la vio entonces y abrió los ojos sorprendido.

—Milord, la señorita de Warenne —anunció Hoode.

Él se ruborizó.

—Señorita de Warenne —contestó con rigidez—. Por favor, uníos a la alegre concurrencia.

Ambas matronas se levantaron en el acto y la recibieron con grititos de alegría. Ariella recordaba vagamente haberlas visto la noche anterior. Sufrió de nuevo por él, aunque la herida infligida fuera tan leve. Pero era vergonzoso intentar emparejarlo con mujeres tan ordinarias.

—Señorita de Warenne, es un placer volver a verla. La joven sonrió. No había sido presentada a aquellas mujeres y no conocía sus nombres.

Emilian se tiró del cuello postizo.

—Hoode, traed refrescos, por favor.

—Yo soy lady Deanne y ésta es mi querida amiga la señora Harris. Emily, ven a conocer a la señorita de Warenne. Lydia, no comas más dulces. Ven aquí.

Ariella saludó a ambas mujeres y a sus hijas. La rubia parecía incapaz de hablar y la morena tenía chocolate en el vestido y en la comisura de los labios.

—Espero no entrometerme. Quería discutir unos asuntos con el vizconde. Estoy preparando una yegua excepcional para uno de sus alazanes —mintió.

Emilian, que miraba en ese momento el jardín a través de las puertas de cristal, se volvió hacia ella sorprendido.

—Oh, esto es maravilloso. Teníamos muchas ganas de conoceros. Vos vivís en Londres, ¿verdad? —preguntó la señora Harris.

—La mayor parte del tiempo, sí —repuso Ariella.

Notó que la morena había tomado una galleta y la rubia jugaba con sus pulgares. Sonrió a esta última.

—¿Disfrutasteis anoche del baile, señorita Deanne?

Emily Deanne la miró como si le hubiera hablado en chino. Se puso muy roja y murmuró una contestación bajando los ojos. Ariella no entendió lo que dijo y oyó suspirar a Emilian.

—Emily adora los bailes —repuso su madre—. Ha ido a catorce sólo este año. Admiré mucho vuestro vestido, señorita de Warenne. Tenéis que darme el nombre de vuestra costurera y la usaré para la próxima temporada. Es una costurera parisina, ¿verdad?

—No tengo ni idea —repuso la joven.

Los ojos de Emilian se encontraron con los suyos y el rostro de él se suavizó al fin.

Ella le dedicó una sonrisa cálida.

—Oh, cielos, es la una y media y tenemos dos visitas más que hacer. Las chicas tienen que salir, ¿sabéis? Emilian, despídete de milord. Tú también, Lydia.

Un momento después se marchaban las cuatro. Emilian se quitó el cuello duro postizo, se quitó la levita y se sirvió un brandy. Tenía el rostro rojo y bebió medio vaso de un trago.

—¿Tan malo ha sido? —preguntó ella.

Él terminó el vaso.

—¡Santo cielo! —explotó—. Voy a un maldito baile y luego tengo que soportar un infierno.

—Has sido muy educado —musitó ella, reprimiendo la risa.

Emilian la miró de hito en hito.

—¿Por qué te hace gracia? ¿Te complace verme sufrir?

—Por supuesto que no. Esas debutantes no estaban a tu altura. Deberían presentárselas a tu primo. Tú te mereces una princesa.

Él cruzó los brazos sobre el chaleco de brocado plateado y la miró fijamente.

—Tú has estado muy correcto —repitió ella—. ¿Cuánto tiempo se han quedado?

—Demasiado.

—Podías haber inventado una excusa.

—Estaba a punto de hacerlo cuando has llegado tú —se sirvió otra copa.

—Conmigo no eres nunca tan educido —comentó ella—. ¿Por qué?

Emilian la miró a los ojos.

—Tú no eres estúpida, y yo no quiero acostarme con ninguna de esas dos.

—¿O sea que eres brusco conmigo debido a una atracción imposible?

Él la miró con dureza.

—Es muy irritante seguir deseándote y haber decidido comportarme a toda costa con honor inglés. De hecho, estoy cada vez más cansado del concepto del honor. Estoy harto de juegos y fingimientos y tú te presentas aquí.

—Mi visita no es un juego ni un fingimiento. Se que gruñirás y ladrarás, pero anoche forjamos una nueva relación.

Él la miró serio.

—¿Eso es lo que es esto? ¿Una nueva relación?

Le brillaban los ojos, y sólo en parte con recelo.

—Estoy continuando nuestra amistad.

Él se echó a reír.

—¿Buscas nuestra amistad o me buscas a mí?

Ella sintió el corazón a punto de explotar.

—Busco nuestra amistad —intentó mostrarse firme y no pensar en su aventura amorosa—. Anoche lo cambió todo para mí.

—Ah, sí, claro. Has decidido que me siento solo.

—Hoy estás muy irascible. Anoche estabas solo en el baile, sin amigos y con la gente murmurando a tus espaldas. Fue horrible. ¿Por qué te resistes a mi oferta de amistad? Me necesitas.

Emilian señaló el sofá.

—Sí, te necesito… ahí. Ahí será donde vayamos y no tiene nada que ver con la amistad. Te he hecho daño una vez y estoy a punto de que no me importe volver a hacértelo.

Ariella se echó a temblar.

—Pero te importa. Si no, ya estaría en tus brazos. Yo también siento una atracción imposible. Sé que lo sabes. No creo que pudiera resistir mucho tiempo si decidieras seducirme… especialmente después de lo de anoche.

—¿Es preciso que seas tan directa, tan sincera? No quiero saber lo que sientes por mí.

A ella le latía con fuerza el corazón. Se lamió los labios.

—Pero he pensado en nosotros toda la noche. Hemos iniciado una amistad y eso lleva a multitud de posibilidades maravillosas —abrió mucho los ojos—. La próxima vez que esté en tu lecho será porque esté segura de que la mañana siguiente estará llena de amabilidad y sonrisas, quizá incluso de afecto y risas —sonrió, pero temblaba con nerviosismo. Nunca había hablado más en serio.

—La próxima vez que estés en mi lecho —repitió él.

—Creo que es inevitable —declaró ella.

—Me alegro de que te des cuenta de eso —murmuró él—. Me rindo. Me rindo.

—¿Sí? ¿Qué significa eso?

Él sonrió al fin. Le miró la boca.

—Significa que no puedo soportar la tentación. Te quiero como amante. Y no mañana ni pasado. Y los dos sabemos que tú también me deseas.

Ariella abrió mucho los ojos. Él tenía razón. El problema era que, a pesar de sus buenas intenciones, era muy seductor y no estaba segura de poder resistirse aunque supiera que debía hacerlo.

Emilian se acercó y le puso una mano en el hombro.

—Quiero hacerte el amor muchas veces, pero no quiero hacerte daño y no pronunciaré falsas declaraciones.

—Yo no quiero falsas declaraciones.

El rostro de él se endureció.

—Yo creo que quieres un afecto más profundo por mi parte. Y me pregunto si todavía crees seguir enamorada de mí. En ese caso te dolerá mi falta de afecto, así que voy a ser franco. Quiero acostarme contigo, pero no habrá nada más… ni siquiera amistad. Y no me siento solo.

Ariella sabía una cosa… la última afirmación era mentira. Era el hombre más solitario que había conocido. Por eso insistía tanto en su amistad. Él era suyo de algún modo, a pesar de lo que dijera. Le había hecho mucho daño, pero ahora estaban en un terreno nuevo. Ya no estaba segura de que al día siguiente se mostrara frío e indiferente si aceptaba su oferta.

Respiró con fuerza; se sentía muy tentada.

—No me siento insultada por tu proposición.

—No pretendo insultarte.

—Ya lo sé. No obstante, creo que deberíamos permitir que florezca nuestra amistad. Por lo tanto, por difícil que me resulte, tengo que rehusar —se mordió el labio inferior; casi lamentaba su decisión—. Pero no voy a renunciar a nuestra amistad —añadió—. Estoy deseando que llegue el día en el que sientas algún afecto por mí.

Él se sonrojó.

—No es afecto, es interés.

Ariella sonrió.

—Muy bien. Hoy puedo aceptar una declaración de interés.

—¿Te ríes de mí?

Se acercó más a ella. La joven sabía que estaba pensando en besarla y asintió con la cabeza. Un beso era aceptable. Podía disfrutar de un beso… o dos.

La boca de él cubrió la suya.

Soltó un respingo. La caricia era fiera y decidida. Él anhelaba tanto el beso como ella. Y luego la boca de él se suavizó y se quedó inmóvil. Ella esperó desesperadamente, con las bocas juntas. Y luego los labios de él se movieron de nuevo, seductores y sensuales. Ella sabía que había afecto en el beso. No podía equivocarse en eso.

Una lágrima de alegría se formó en sus ojos, pero el calor del deseo la inundó enseguida. Abrió los labios y la lengua de él la llenó al instante. Se aferró a sus hombros con el deseo explotándole como fuegos artificiales en el pecho. Él la apartó un instante para mirarla y había gentileza en sus ojos.

Ella se acarició la barbilla.

—Emilian —susurró con voz ronca.

Él apretó su cuerpo al de ella y la besó de nuevo. Los ojos de ella se llenaron de lágrimas. Lo besó con frenesí. A pesar de su decisión, quería estar en sus brazos, en su cama, en su mundo.

Él apartó los labios jadeante.

—Tienes que irte… o tendremos que buscar un dormitorio.

Ariella temblaba. Sabía lo que pasaría si salían de la biblioteca. Él le haría el amor. Habría miradas tiernas, caricias y mucha pasión. Pero luego la apartaría. Estaba todo mezclado con su negativa a admitir que necesitaba amor y amistad. Ella empezaba a comprenderlo y casi se sentía capaz de soportar ese rechazo, pero sabía que le dolería aunque entendiera lo complicado que era él. Y por muchas tentaciones que sintiera, tenía que negar su pasión… por el momento.

Le tocó la mejilla.

—Te aprecio y lucharé por esta amistad. También lucharé por ti contra esos odiosos payos.

Él la miraba con atención, vigilante.

—Y la próxima vez que nos acostemos, a la mañana siguiente tú me dirás que me aprecias —quería sonreír, pero no podía.

Él se apartó.

—Espero que no cuentes con eso.

Ariella optó por no decirle que tenía muchas esperanzas. Le sonrió y él achicó los ojos.

Llamaron a la puerta. Ariella se volvió. Entró Hoode con el tío de Emilian.

—¿Stevan? —preguntó éste.

—Vengo a pedirte láudano, Emilian. Nosotros no tenemos y ha habido un accidente.

Ariella se adelantó.

—Sí tengo —contestó Emilian—. ¿Qué ha pasado?

—Nicu se ha clavado un clavo. Tengo que sacárselo, pero le duele y el whisky no es suficiente.

Ariella tomó a Emilian de la manga.

—Hay que llamar al cirujano.

—No vendrá —contestó él—. Quiero ver la herida. Voy a por el láudano —salió de la biblioteca con su tío.

Ariella se quedó un momento inmóvil. Confiaba en que el clavo fuera nuevo y no viejo y roñoso. El accidente no parecía demasiado peligroso pero un infección sí podía serlo. Salió al pasillo.

—¿Hoode?

El mayordomo apareció al instante.

—¿Señorita de Warenne?

—¿Queréis hacer el favor de enviar a un sirviente a Kenilworth a buscar al cirujano? Que vaya en mi carruaje y le diga que lo llama la señorita de Warenne. Y que se dé prisa.

Hoode asintió y se alejó.

Ariella ni siquiera sabía si había un cirujano bueno en Kenilworth, y Manchester estaba a varias horas de distancia. Se levantó las faldas y salió hacia el campamento cíngaro.

 

 

Ariella estaba sentada en la hierba húmeda, con la espalda apoyada en uno de los carromatos de los gitanos y las rodillas abrazadas contra el pecho. El cirujano no había llegado.

Le costaba creer que el cirujano del pueblo se hubiera negado a atender al joven cíngaro. Nicu estaba dentro de una tienda durmiendo el efecto del láudano. Stevan le había quitado el clavo de la mano y cosido la herida. Jaelle le había contado que Stevan llevaba mucho tiempo cuidando de ellos. Nadie había esperado que acudiera el cirujano. Y a nadie se le había ocurrido llamarlo a excepción de ella.

Hundió el rostro en las rodillas. Una sombra cayó sobre ella.

Ariella supo que era Emilian antes de levantar la cabeza.

—¿Cómo está?

—Ahora descansa.

Ella se abrazó las rodillas con más fuerza. El rostro de Emilian era inexpresivo.

—Deben de ser cerca de las cinco —dijo—. No hacía falta que te quedaras. Ahora debes irte a casa.

Le tendió la mano y ella la aceptó y se puso en pie.

—Me gustaría tomar un brandy.

No quería irse a casa. Quería hablar de lo que había pasado. Quería que Emilian le explicara cómo podía vivir con tanta intolerancia.

Caminaron hacia la casa en silencio.

—¿Conoces bien a Nicu? —preguntó.

—No, pero Jaelle está muy afectada. Son de la misma edad y son casi como hermanos.

—Lo siento mucho.

Él la miró con seriedad.

—No lo he dudado ni por un momento.

Hubo un silencio. Ellos se miraban a los ojos.

Hoode apareció a su lado.

—Señor, ¿deseáis algo?

—No, Hoode, estamos bien así. Decidle al chef que dudo que vaya a cenar a esta noche.

—Os dejaremos una bandeja, señor.

Ariella siguió a Emilian a la biblioteca. Aunque se mostrara imperturbable, estaba alterado. Se detuvo ante el hogar, agradecida de que alguien hubiera hecho fuego, pues sentía un frío interior hondo. Emilian sirvió dos brandys.

—Hoode es un buen hombre.

—Sí que lo es —Emilian se acercó y le tendió un vaso—. La mayoría de las damas no aprecian el brandy.

—Yo llevo años bebiéndolo con mi padre —sonrió ella. Enarcó las cejas—. A veces trasnochamos comentando los últimos sucesos y los fracasos de hombres como Owens, Shaftesbury y Place, el carácter de nuestros gobernantes o lo que acontece en La India —hizo una pausa—. Siento mucho que no haya venido el cirujano.

—Yo sabía que no vendría —repuso él con dureza—. No importa. Probablemente Stevan tiene más habilidad con la navaja y la aguja que ningún cirujano de pueblo.

—Sí importa —musitó ella.

—No importa —repitió él; de pronto arrojó su vaso con furia contra la pared. El vaso se rompió y el brandy manchó la tela verde y dorada que cubría la pared.

Ariella cerró los ojos sufriendo por él, sufriendo por todos.

Él se mantuvo de espaldas a ella.

—Lo siento. Por favor, vete. Esta noche no estoy para visitas.

Podía afirmar que no le importaba que el cirujano se hubiera negado a atender a Nicu, pero no era verdad. ¿Cómo conseguía vivir así, con un pie en dos mundos muy dispares? Ariella no lo pensó dos veces. Dejó el vaso y se acercó a él. Lo rodeó con sus brazos y apoyó la mejilla en su espalda.

Emilian se puso rígido.

—¿Qué haces?

Ella lo abrazó un momento más, con las lágrimas rodando por sus mejillas. Luego se apartó.

Él se volvió y su expresión se endureció.

—Cometes un error —le advirtió—. Ahora no me siento noble… ni inglés.

—No —negó ella con la cabeza—. No lo cometo —le tomó la mano—. No puedo dejarte así.

A él le brillaron los ojos.

—He cambiado de idea, Emilian. Quiero ser tu amante.