16

Lo primero fue el olor; por la noche era amargo y seco como el aire del dormitorio durante los meses anteriores a la muerte de su padre, ese aire por el cual Nesia quería quedarse en el umbral cuando la llamaban —normalmente su madre, pero a veces también él, con un hilo de voz ronco e intimidante— para que entrara y hablara con su padre. («Pasa, Nesita; pasa, corazón», le rogaba su madre; pero a ella le daba miedo ver los tubos y el vacío donde debía haber una pierna, y temía no poder contener la respiración y tener que inhalar ese olor, amargo y seco, del que no se podía escapar ni siquiera por la noche en la cama, incluso mucho tiempo después de su muerte, y hasta se podía sentir aún si se metía la cabeza en la cama de su madre.) Y también olía a váter y a sábanas sudadas, aunque ella no había sudado. Todo lo contrario, le parecía que su piel estaba seca y ardiendo. Abrió los ojos, los abrió sin pensar y nadie se dio cuenta, ni siquiera el que estaba sentado en la silla, junto a la puerta, con la cabeza inclinada y respirando con fuerza.

Poco a poco sus ojos se fueron habituando a la penumbra. Alguien estaba durmiendo junto a la puerta en una silla. Con la luz que llegaba desde el pasillo —¿desde el pasillo?— se veía que tenía el pelo blanco. Y a lo lejos, se oyó el sonido de un teléfono, un sonido agudo y potente, no como el de casa. Las sábanas eran blancas y la cama alta. Había dos almohadas grandes, no una como en casa. Si se tendían los brazos hacia los lados se descubría que la cama alta era estrecha y que no se podía llegar hasta el suelo con las manos, no sólo porque la cama era alta, sino también porque la mano estaba atada. Había una aguja pegada a ella con una cinta adhesiva marrón, y de la aguja salía un tubo fino, y el tubo llegaba hasta una bolsa, y la bolsa estaba colgada de un pie. Era un pie como el que había junto a la cama de su padre, y cada cierto tiempo Varda, la enfermera, o Wahid, el enfermero árabe, se acercaban a tocar la bolsa, la movían y, a veces, la descolgaban, la arrojaban a la basura y ponían otra. Y la función de Nesia, pues desde lo de la pierna ella y su hermano Tzion procuraban que su madre descansara un poco y se sentase junto a la cama por las tardes, era vigilar que no dejara de gotear y que las gotas hicieran todo el recorrido desde la bolsa hasta el tubo. Cuando se vaciaba, llamaban a la enfermera Varda y oían el roce de sus medias de nailon al mover sus gordas piernas alrededor del pie, o a Wahid, y entonces miraban sus grandes dedos morenos y la mancha marrón en sus deportivas blancas. A veces Nesia se pasaba las horas muertas observando cómo las gotas hacían todo el recorrido desde el pie hasta el fino tubo. (Varda le explicó que en una bolsa había una medicina y en la otra suero: «Para que no se deshidrate. Papá ya no bebe del vaso, ¿no es cierto, Nesita?»)

En ese momento ella también tenía un tubo así y un pie, pero sólo una bolsa, y no se podía saber si en ella había una medicina o suero. Esa habitación en la que estaba tumbada a solas y a oscuras era la habitación de un hospital, sí, de un hospital, y al parecer ella, Nesia, se iba a morir pronto, exactamente igual que su padre, que primero estuvo en un hospital con un pie al lado, una bolsa y unas gotas que caían y después se murió.

La puerta estaba abierta y el pasillo iluminado. Una enfermera con uniforme blanco pasó, se detuvo en la entrada, se acercó mucho al que estaba dormido en la silla y echó un vistazo hacia dentro. No era la enfermera Varda, porque no tenía el cabello rubio y tampoco estaba gorda, pero a ella también se le trasparentaban las bragas por debajo de la bata blanca, justo donde acababan, y también sus zapatillas blancas rechinaban sobre el suelo. No vio que los ojos de Nesia estaban abiertos, porque Nesia estaba a oscuras. Quería gritar pero se contuvo, ya había aprendido a callar. Aunque pronto fuera a morir. Ya se había acostumbrado a callar, a contenerse y a guardárselo todo dentro mientras no estuviera bien segura de cuál era la situación.

—¿Qué tal? —preguntó la enfermera en voz baja y, sin esperar respuesta, entró en la habitación. Y el hombre que estaba sentado en la silla junto a la puerta se levantó y dijo con voz de tonto:

—Perdón, me he quedado dormido un momento.

—No pasa nada —le dijo la enfermera—, duerma, duerma un poco, hace horas que no...

Nesia volvió a cerrar los ojos.

—Antes me ha parecido —le contó Peter a la enfermera— que se movía, hasta creo haber oído voces. Tal vez en sueños.

—No está tranquila —corroboró la enfermera—, pero eso es un buen síntoma: queremos que no esté tranquila, que salga del coma, que recobre la conciencia.

Sólo Nesia sabía que podía mantener los ojos abiertos. También podía mover las manos y rascarse la cabeza, pero estaba esperando a que no hubiera nadie en la habitación, a que nadie la mirara como lo hacía en esos momentos esa enfermera. Entonces oyó las zapatillas de goma chirriar cerca de ella: la enfermera se estaba acercando a la cama. Se detuvo. Se inclinó sobre Nesia. Ya no estaba todo a oscuras, había una pequeña luz encendida. Nesia apretó los párpados con fuerza. La enfermera estaba cerca. También olía, pero era un olor agradable, a jabón, un olor verde. Puso un dedo frío en la muñeca de Nesia y presionó con fuerza. Esa enfermera permaneció así un buen rato, después suspiró y al parecer anotó algo, porque ese sonido era el de un bolígrafo.

—Vera, Vera —gritó alguien desde fuera, y la enfermera dejó algo en las piernas de Nesia (¿una carpeta? Sí, una pequeña carpeta) y se apresuró a abrir.

—Estoy aquí, con la niña, sólo le estoy tomando la tensión —dijo la enfermera a lo lejos, y las suelas de goma volvieron a chirriar. Entonces Nesia oyó cómo se inflaba algo y después le apretaron el brazo. Dolía, pero no se quejó. Un sonido de aire saliendo de golpe, y otra persona estaba ahora muy cerca de ella. Aunque estaba tumbada en la cama, lo sentía encima y a los lados y también por detrás. Tenía los ojos cerrados, pero lo sentía. Alguien la agarró con fuerza por detrás, una mano en la boca, amordazando, asfixiando. Olor a perfume, olor amargo y fuerte a algo distinto; un golpe: de repente sus piernas estaban en el suelo y ella tosiendo muchísimo, quería vomitar. Sus piernas se arrastraban por el suelo, la mano que la tenía agarrada se apresuró a arrastrarla por la acera hacia un olor a plástico. Un olor a coche. Le dobló las piernas. Dolía. Ruido de coche. Otro golpe, en la cabeza, por detrás. Unas enormes manos alrededor de su cuello. La llevaban en brazos. Tenía los ojos tapados. Una mano en la boca. Una mano grande pero no ruda. Duqui gemía y todo el rato oscuridad. Le dolía todo, un suelo frío, oscuridad y respiraciones aceleradas sobre ella. Tenía sed y náuseas y a su alrededor oscuridad, una oscuridad tal que no podía ver nada, ni siquiera sus propias manos. Quería vomitar pero no salía nada. Quería gritar pero no le salía la voz. Ni siquiera un gemido. No podía mover los brazos, algo se los sujetaba, por las muñecas, apretaba. También los brazos. Una mano sobre su boca, amordazando, apretando, dos manos, un terrible olor penetró en su nariz, su boca y su piel, la envolvió por completo, las náuseas. De nuevo quería vomitar. Y después de nuevo oscuridad.

Abrió un momento los ojos y miró atónita la tenue luz del pasillo. Junto a la puerta estaba la silla vacía. Ya no había nadie sentado en la silla. Cualquiera podía entrar. Volvió a cerrar los ojos y, cuando los abrió de nuevo, sólo por un instante, pestañeando a causa de la resplandeciente luz, los olores de la noche ya se habían mezclado con otro olor, conocido, agradable, a flores, tal vez rosas. Un olor que le recordó, después de volver a cerrar los ojos y concentrarse, el frasco blanco con un barco gris que estaba en el estante del baño en casa de Yigal. Una vez lo abrió y se echó un poco, como si su loción de afeitado fuera perfume. También llegó hasta ella un olor a sudor y lejía, y el aliento de una respiración sofocada, por lo que supo que la cara de su madre estaba inclinada sobre ella. Y entonces llegaron las voces: la voz de su madre, murmurando cerca de ella: «Tú tienes en tus manos la vida de los mortales y en tus manos está la fuerza para fortalecer y sanar a las personas», exactamente lo mismo que murmuraba junto a la cama de su padre hasta que murió, al igual que ella, Nesia, iba a morir; y otra voz, joven y suave, una voz de mujer: «Doctor, llevo aquí ya varios días, hay algún cambio; yo no...»; y una voz nueva y completamente desconocida que estaba a su lado, tal vez era quien le estaba tocando el brazo —y eso le dolía, como si hubiera allí agujas y como si algo le apretara el brazo—, decía: «Discúlpeme un momento, señora Hion», y le ponía algo, quizás un dedo, sí, un dedo, en la muñeca, también ahí apretaba y hacía daño (pero Nesia no se quejó, ni siquiera suspiró), y decía: «Tiene convulsiones y espasmos». Le abría el ojo y ella contenía la respiración. Tenía «espasmos» y «sensibilidad», «esto puede llevar varios días más»; y una voz grave llamaba por el altavoz: «Doctor Sela, doctor Sela, acuda a la UCI B», y alguien se iba corriendo, y en la habitación se oía también la voz de Peter, muy cerca de la cama. Estaba sentado a su lado encima de la cama. ¿Qué hacía? Estaba cantándole, ella no sabía que supiera cantar. Estaba cantándole muy bajito, al oído, y le hacía cosquillas. Y a pesar de todo ella no se movía, sólo contenía la respiración. Le estaba cantando en inglés una canción que no conocía, pero las palabras my love sí las sabía. Y otra vez la voz joven, una voz de mujer, que decía: «Sus párpados se están moviendo, miren, se agitan». Nesia apretó los párpados. No quería abrir los ojos. Si abría los ojos le harían preguntas. Estaba segura de que habían encontrado sus cosas. Le preguntarían por la caja y hasta puede que hubiesen encontrado el bolso gris. Una vez se despertó en la oscuridad y sintió un olor a moho y musgo, un olor a pipí, y tuvo náuseas. Quiso vomitar y no pudo. Pero esa vez estaba en un suelo duro y frío y había también olor a pared y a oscuridad; en cambio en esos momentos era de día, sentía la luz a través de los párpados cerrados. Oía la voz de Peter cantándole y la voz ronca de su madre, «Tú tienes en tus manos la vida de los mortales», y la voz desconocida de la joven, que decía: «He visto muchas veces un temblor así, es como un tic nervioso».

Su cuerpo no le obedecía. Su cuerpo se rebelaba. Quería que abriera los ojos a pesar de la decisión que ella había tomado, a pesar de lo que pudiera venir después, de todas las preguntas. Sus párpados querían abrirse y Nesia luchaba con ellos, sentía también que algo en las piernas la agitaba y le hacía cosquillas en las plantas de los pies. Pero ella pensaba en la caja y en el golpe detrás de la cabeza, en las manos alrededor de su cuello y sobre su boca, y volvió a sentir el ahogo, la oscuridad, el olor a musgo, las náuseas, el olor a perfume, las fuertes manos y el suelo frío. Duqui gemía. Como a lo lejos. Un cuerpo arrastrado. Algo le había pasado a Duqui. ¿Quién estaba cuidando de Duqui si Nesia estaba ahí y su madre estaba ahí? Qué difícil mantener los ojos cerrados y no moverse, respirar sin moverse y sin hacer ruido. «Está moviendo la pierna», decía la voz de la mujer que habló con el médico. «Vuelvo enseguida», decía a lo lejos, quizás desde el pasillo. Y Nesia sentía la mano fuerte, áspera, que le estaba tocando la rodilla y debajo de la rodilla. La mano de su madre.

—Está más delgada —oyó la voz de su madre, casi sollozando, al pellizcarle la carne—, tiene la pierna como una cerilla —y después un llanto ahogado, con un sonido desconocido, y caras muy cerca de la suya y olor a cilantro. La mano que estaba sobre su rostro era la de su madre y el olor, su olor, pero esa voz, sollozando así, ronca, no podía ser su voz.

Cuando Michael abrió de golpe la puerta de su despacho —antes saltó las escaleras, de dos en dos, dejando atrás a Balilty, que le decía: «Espera un momento, ¿por qué corres?»— Eli Bahar se sobresaltó. Estaba sentado allí, como solía hacer cuando el despacho estaba libre, y, cuando se abrió la puerta, puso las manos encima del montón de papeles que estaban esparcidos sobre la mesa, como protegiéndolos.

—Estás aquí —dijo al ver a Michael, entornando sus pequeños ojos verdes y pellizcándose la cara, y después volvió a mirar los papeles como si no pudiese desprenderse de ellos—. Por fin has llegado. He oído que la niña se ha despertado, o casi se ha despertado —añadió, amontonando todos los papeles. Su tono de voz, la suavidad con la que hablaba, sus cuidadosos movimientos al recoger un papel tras otro, todo eso le pareció a Michael teatral y ficticio. Esa sensación flotaba en el ambiente, había algo incómodo y agobiante allí, y por eso quiso acabar pronto con todo ese asunto. Aunque sabía que era imposible, a no ser que llegase a una conclusión completamente distinta; pero a qué conclusión podía llegar—. Mira esto —dijo Eli, cogiendo un papel de la mesa metálica—. Mira lo que pone aquí —dijo, y empezó a leer despacio y recalcando las palabras—: «Para cautivar a alguien: coge arcilla nueva, escribe los siguientes nombres y cuécela en un horno: Asir, Avius, Batis Batis, Avines, cautívenlo con su hechizo». Son una pasada estos hechizos y estos amuletos, ¿eh? —en su voz había una especie de afectada ironía cuando le dio el papel a Michael, que aún estaba al otro lado de la mesa—: Mira, observa esto, te lo he leído palabra por palabra.

Michael carraspeó y se dejó caer en la silla de enfrente, ante él aún estaba tendida la mano con el papel.

—¿Necesitas tu sitio? —preguntó Eli levantándose de la silla—. Yo sólo estaba aquí esperando noticias —se justificó. ¿Desde cuándo Eli se justificaba por estar sentado en su silla?—. De un momento a otro tienen que notificar el resultado de la prueba de ADN: han dicho que llevaría tiempo, porque sólo con los cabellos que encontramos en... —y ante el gesto de Michael volvió a sentarse en la silla.

Michael tenía preparadas unas frases como preámbulo, tres o cuatro; pretendía llegar al quid de la cuestión poco a poco, decir algo poco comprometedor como: «¿Dónde estuviste ayer? Tzilla y yo estuvimos buscándote», o: «¿Qué opinas del reportaje de la señorita Shoshan?», y hacer que Eli hablase por iniciativa propia, pero todo se vino abajo frente a esos ojos verdes tan conocidos que, en ese momento, se escabullían de él a propósito, a pesar de que Michael intentaba atrapar su mirada. ¿Cómo era posible planear algo cuidadosamente contra alguien a quien se considera un buen amigo, cuando jamás se le ha pasado a uno por la cabeza ni siquiera dudar de él? Y por eso, lo que dijo al final no fue lo que tenía pensado decir.

—Dime una cosa —dijo Michael tras contener el «¿Te he hecho yo algo?», que hubiese soltado de no haber encendido el cigarro que tenía en la mano. En su voz no se apreció ningún temblor, y sus dedos, al mirarlos, parecían como siempre, completamente tranquilos—, ¿has estado con Orly Shoshan?

Al principio Eli Bahar le miró fijamente a los ojos. Le miró durante un buen rato sin contestar, pestañeando y moviendo la cabeza al mismo tiempo.

—Quiero que me cuentes —dijo Michael con la garganta seca— todos los detalles.

Eli Bahar carraspeó varias veces.

—Tenía intención de hablar contigo de esto —dijo Eli—. No sabía que... —su voz se extinguió al mirar a su alrededor, como buscando ayuda, pero Michael no dijo nada. Y como si el silencio fuera insoportable, en tono atemorizado y de disculpa, Eli Bahar dijo—: No sabía que verías el reportaje tan pronto. Tenía intención de... ¿Quieres un café? —preguntó, se acercó a la boca un vaso de plástico y se limpió las comisuras de los labios, quitándose los restos de una bebida fangosa—. Tenía intención de hablar contigo más tarde, después del ADN —volvió a decir, dejando el vaso en la mesa.

—Pues habla conmigo ahora —dijo Michael y en esa ocasión fue él quien apartó la mirada. Una cosa era mirar con recelo durante un interrogatorio, y otra mirarle a los ojos a alguien cuyo comportamiento producía una profunda vergüenza.

—No me hables así, en ese tono —dijo Eli Bahar, enrollando meticulosamente el papel que había leído antes. Lo enrolló y lo enrolló hasta que fue tan fino como un palo—; aún no me has escuchado, y seguro que quien te lo ha dicho no sabe lo que yo sé.

—Te escucho —dijo Michael—; pero te advierto que en la habitación pequeña me están esperando.

—Lo he oído. Lo he visto. Puede esperar unos minutos más —dijo Eli Bahar con la tranquilidad de quien no tiene nada que perder—. Ya te lo he dicho: no me hables así, no soy otro de tus sospechosos.

Lo que había dicho Tzilla en el coche, de vuelta de la sinagoga, resonó en esos momentos en su cabeza mientras miraba a Eli Bahar: «¿Has visto cómo le habla a su marido esa tal Agar? Es lo peor que puede pasar, hablarle así a un ser querido; y también habló así antes porque sabe que él miente. La gente..., la gente no entiende que también entre seres queridos tiene que haber respeto y educación. Qué digo "también", aún más, entre seres queridos debe haber aún más respeto y educación si cabe».

—Has estado con Orly Shoshan —dijo Michael.

Eli rompió los bordes del vaso de plástico que había cogido de la mesa.

—Puedo imaginarme también lo que te ha dicho quien te lo haya dicho. Y también sé quién te lo ha dicho. Y quien te lo ha dicho —Eli miró a Michael ofendido—, ahora no quiero ni mencionar su nombre, seguro que te ha dicho que he hecho eso por algún..., por rencor o por rabia o para fastidiarlo todo.

Tzilla se puso el cinturón de seguridad, moviendo aún la cabeza de lado a lado en ademán de reproche.

—Las personas se comportan de una forma repugnante con sus seres queridos: están seguras de que los tienen en el bote. Y eso es lo bueno de ti, tal vez eso sea lo que más me gusta de ti —dijo Tzilla, y sus pendientes de plata tintinearon cuando se agachó para coger la botella de agua mineral—, que nunca piensas que tienes a alguien en el bote. Lo que más odio de las personas es que piensen... que ya no tienen que esforzarse... Tú jamás le hablarías así a alguien a quien quieres —afirmó, luego dio un gran trago, limpió la boca de la botella y se la pasó a Michael—. A nadie le gusta que los demás le traten como si tuvieran asegurado su cariño, nunca tenemos que dejar de esforzarnos por las personas que nos importan.

En esos momentos esforzarse significaba no ser malicioso, se recordó a sí mismo mientras miraba por la ventana abierta que estaba detrás de Eli. Desde la entrada de la comisaría del Migrás Harusim llegaba un aullido lejano, amenazante, un coro de voces rítmicas. Eran las siete de la mañana y las mujeres árabes de Sajnin y de Nazaret ya estaban gritando en la zona del Migrás Harusim. Llevaban toda la noche con sus paquetes junto a la tapia, después de haber llegado de sus ciudades para protestar por la detención de los hombres que habían participado en la manifestación: sus maridos, sus hermanos, sus hijos. Después las voces fueron tragadas por los sonidos de las sirenas, más y más sirenas, como si todos los coches patrulla, uno tras otro, hubiesen puesto las sirenas. La tierra ardía y él se ocupaba mientras tanto de una periodista y de una historia fea e insignificante.

No había lugar para andarse con rodeos con un ser querido. Esa artimaña que Balilty había recomendado, estaba fuera de lugar. No sacaría nada en claro de ella, pero lo hecho, hecho estaba. Pero si había alguna posibilidad de deshacer lo hecho con Eli, aunque fuera una mínima posibilidad, era mejor hacerlo como es debido.

—Balilty se lo oyó decir a su cuñada, quien se lo oyó decir a la dueña del café —dijo Michael al final—. No tengo ninguna intención de interrogarte ni nada parecido. Las cartas están sobre la mesa. Pensaba que éramos buenos amigos, no sabía que tenía que estar precavido también contigo.

—¿Buenos amigos? —Eli Bahar repitió las palabras en tono sarcástico—. Al parecer no pensamos lo mismo de lo que es la amistad: hay gente que piensa que a un buen amigo se le puede hacer cualquier cosa, yo no. Pero esa es otra historia, eso no tiene nada que ver con... —se calló un momento, inspiró profundamente y expulsó el aire haciendo mucho ruido. Después se dio la vuelta y cerró la ventana de golpe—. Te voy a decir lo que pasó exactamente —dijo Eli Bahar—, y te voy a decir toda la verdad. No tengo nada que ocultar, no pretendía que... —se movió en el asiento intranquilo.

Michael apagó el cigarro cuando no se había fumado ni la mitad. A Eli Bahar le costaba respirar y, cuando se cruzó de brazos, la habitación ya estaba llena de olor a humo.

—Ella vino aquí, esa tal Orly, te estaba buscando y tú no estabas; no recuerdo dónde estabas, a lo mejor con la madre de la niña, a lo mejor con el árabe de Yigal Hion... No, creo que estabas hablando con esa pareja que vive enfrente, el arquitecto y la ceramista, esos, los Shalev; o con... No importa, no me acuerdo. Pero no se te podía molestar. Vino y se sentó en el pasillo. Yo no quería que nos viera corriendo de un lado para otro y se enterara de todo: ella... Me acerqué a ella, hablé con ella, me pidió que le dejara acompañarme en los interrogatorios, le dije que se olvidara de eso. Dijo que había llegado hasta ella una queja por un trato humillante a un árabe. Sabía que se llamaba Imad y también que era de Ramallah y que estaba con Yigal Hion; y que lo habíamos detenido porque no tenía permiso para estar aquí, y que eso, así lo dijo, era sólo un pretexto. Le dijeron, eso dijo, que le habías pegado durante el interrogatorio y que le habías sacado información a la fuerza, sólo porque era árabe, y más aún sabiendo como sabía que eres un inspector duro, «brutal en los interrogatorios», eso dijo. Me di cuenta de que no acabaríamos con eso si no le daba algo...

—No lo entiendo —dijo Michael con la voz entrecortada, le temblaban las manos, no de miedo sino de rabia—, con todos los años que llevamos juntos... ¿no pudiste venir a preguntarme? ¿No pudiste esperar? ¿Tanto miedo te daba ella?

—Sí, no me daba miedo, pero no quería... —Eli Bahar miró hacia los lados, moviendo los ojos de un lado a otro, exactamente igual que solía hacer Balilty cuando se le pillaba en alguna falta—. Si no hubiera... Dijo que de todos modos te iba a mencionar a ti y a contar toda esa historia de Imad en un reportaje, que también tenía contactos en la televisión, que podía hacer que se convirtiese en un escándalo, y que era mejor que colaborásemos, porque si no escribiría lo que sabía. Y yo... no quería que... —Eli bajó la vista y se calló.

Michael no consiguió dominar el tono venenoso de su voz.

—Entiendo —dijo con aparente calma—. Entonces fue por... Entonces fue por proteger mi buena reputación por lo que estuviste con ella a solas; fue por mi bien por lo que le contaste toda la historia de mi vida y...

—¡No es así! —protestó Eli alzando la voz—. No fue así. Yo no le dije todas las cosas que aparecen en el reportaje, yo sólo...

—¿Qué quiere decir «no le dije»? —gritó Michael—. Por la forma en que está contado es evidente que todo se lo proporcionó alguien de dentro.

—Dime una cosa —le pidió Eli, inclinándose hacia Michael desde esa silla que era la suya—, ¿cómo es posible que tú —remarcó el «tú»— no me des un voto de confianza? ¿Quién crees que soy yo? ¿Un desconocido cualquiera? Te voy a decir algo, te voy a decir... el tono solícito se volvió agresivo—, se te considera una persona inteligente, pero en determinados casos te comportas como... un niño pequeño. ¿En qué mundo vives? ¿Has leído alguna vez algo escrito por ella?

—No, nunca, no he tenido ocasión —reconoció Michael—, nunca... hasta ahora.

—Entonces no sabes nada —sentenció Eli, volvió a darse la vuelta y en esa ocasión abrió la ventana de par en par—. Es una técnica —dijo, mirando hacia la calle—, así es como escriben. Tú no dices nada, ella consigue todo eso por sus propias fuentes y lo introduce en el artículo como si lo hubieras dicho tú. Incluso yo, si no hubiese sabido por Balilty que trabaja así, no me habría dado cuenta de que... se hace así para que todos piensen que has hablado con ella y le has dado toda la información.

—¿Has leído esa basura? El reportaje no decía ni una palabra sobre Imad y tampoco sobre mi brutalidad —le discutió Michael—, ni sobre los golpes, el interrogatorio, ni nada; no aparecía ni una palabra sobre todo ese asunto.

—Entonces caí en la trampa —dijo Eli con tristeza, y rompió el vaso de plástico—. Y créeme si te digo que desde entonces no paro de reconcomerme.

—Entonces, ¿qué fue lo que le dijiste? ¿Y por qué caíste en la trampa? ¿Es que eres un niño pequeño o qué?

—Estaba cansado —dijo Eli moviendo los ojos de un lado a otro.

Michael encendió otro cigarro y, con la boca llena de humo, dijo:

—Quiero que digamos sólo la verdad y, si no toda la verdad, al menos que hablemos sin jueguecitos. Estás hablando conmigo, no con un... Y no me cuentes historias.

En silencio Eli extendió el papel que había enrollado y lo fue alisando con la palma de la mano con movimientos rítmicos mientras hablaba:

—Le proporcioné sólo detalles básicos: que estás divorciado, que tienes un hijo, que las mujeres se mueren por ti, que... Dije..., te convertí en una estrella... Pensé..., pensé que si de verdad alguna vez nos íbamos de aquí y montábamos la..., abríamos una agencia o algo así...

—¿Pensabas usar eso para las relaciones públicas? —se sorprendió Michael—, ¿eso es lo que pensabas? ¿Que si le proporcionabas detalles de mi vida amorosa o de lo resultón que soy, después podrías recortarlo y colgarlo en la agencia? Cómo pensabas exactamente...

—No —protestó Eli—, no soy idiota. No puedo explicártelo exactamente; tal vez fue porque estaba nervioso y cansado; me presionó. Se lo dije después, le prometí hablar con ella: creí que no tendría que decirle nada, sólo cosas generales. Y ella le sacó Dios sabe a quién el resto; no a mí, te lo prometo. Puedes preguntárselo a ella si no me cre...

Michael resopló de forma burlona.

—¿Preguntárselo a ella? —dijo Michael—. ¿Te has vuelto completamente loco? Estás hablando como..., como si aún no hubieras entendido nada. Tú mismo has visto lo que hace cuando alguien es amable con ella.

—Es mezquina, es cierto —murmuró Eli—, y es sólo el primer reportaje de una serie.

—Ni siquiera es mezquina —dijo Michael—, es una superviviente, así son los supervivientes. Ella hace su trabajo, cree que eso es lo que se le pide y se lanza a por ello con todas sus fuerzas, igual que nosotros. Hurga en la mierda... No importa, ella no me importa en absoluto —oyó cómo su voz se rompía—; no se trata de ella, se trata de ti. Y, a pesar de que eso no hará que las cosas sean más limpias, debo decirte que para mí..., desde mi punto de vista...; que siento esto, esto que ha pasado, como violencia, sencillamente violencia. Y me pregunto cómo he podido estar tan ciego como para no darme cuenta de que tú sientes eso y de que...

—¿Eso? ¿Así de simple? —le interrumpió Eli—. ¿Desde cuándo eres tan simplista? Esa pregunta es tuya, ¿no? No eres tú quien siempre me explica que las personas no actúan movidas sólo por un motivo, y sobre todo cuando se trata de algo fuera de lo corriente. De hecho tú me explicas siempre...

—Sí —reconoció Michael—, es simplista, pero cuando te hieren, lo primero que haces es ser simplista. Lo primero que haces es preguntarte por qué te odian, por qué te han traicionado, por qué... Qué has hecho para merecer eso y cómo no has podido darte cuenta del abecé que... No importa... Sí importa, pero ahora no vamos a resolverlo. No sé lo que he hecho para que tú... —pero en su fuero interno sentía que sí lo sabía, y ese conocimiento, que era confuso y se negaba a expresarse en palabras, le aturdía y le avergonzaba y le exigía conocer el lado infantil de Eli Bahar y también su propia ceguera—. ¿De qué más hablaste con ella además de sobre mi vida amorosa? Quiero saber lo que aparecerá en los siguientes reportajes.

—Le conté —dijo Eli Bahar, y el sol iluminó por un instante unos mechones canosos de su pelo negro y rizado—, le conté la verdad sobre el árabe, que tú... Le dije que te enfadaste mucho con Balilty por... —su voz se apagó—. Pero no le dije quién, no dije «Balilty», no dije nombres, sólo..., sólo que tú no...

—¿Pero de algún modo comprendió que se trataba de Balilty? —preguntó Michael con frialdad—. Estoy seguro de que de algún modo lo comprendió.

—Preguntó si fue alguien del Equipo especial de investigación —confesó Eli Bahar—, y yo dije... Creo que no contesté...

—¿Grabó la conversación?

—¿Te has vuelto loco? ¿Me tomas por un niño pequeño?

—Siempre lo graban todo, por seguridad —dijo Michael moviendo la cabeza—; como garantía, y para que si alguien protesta...

—Se lo dije —Eli se encendió—, esa fue mi condición, y ella estuvo todo el rato anotando lo que yo permitía que...

—El hecho de que no vieras una grabadora —le interrumpió Michael— no quiere decir que no la hubiese.

—Miré muy bien —insistió Eli Bahar—, vi que tenía el bolso a su lado, vacío.

—Pero ella lleva esas camisas tan grandes, hay sitio de sobra para...

—¿Qué querías, que la cacheara? Y además, llevaba un jersey ajustado, negro, con escote —dijo Eli Bahar—. Hasta me puso ojitos, o eso me pareció: se estiró, me miró de reojo, me preguntó cómo era eso de que mi mujer y yo trabajáramos juntos, todo el rato juntos. No me lo tomé como algo personal. Pensé que era parte de...

—Pudiste al menos aprovechar la situación para sacarle algo —dijo Michael apenado y mirando el reloj.

—En el artículo hurga en la vida de todos —dijo Eli—, no creo que tenga ningún bombazo. Has visto lo que ha puesto: ni siquiera menciona a Abital por su nombre, sólo habla de un hombre casado que es uno de los sospechosos, que al parecer tenía un romance con Zahara Bashari, y que lo interrogamos y lo detuvimos. Le pregunté por eso y me dijo: «Me lo han dicho», pero no estaba dispuesta a dar detalles; y estoy seguro que eso es lo único que sabe.

Por un momento se hizo el silencio, y entonces Michael sintió la fuerza con que le latían las sienes y la sequedad de la garganta y la boca. Esa conversación no había servido de desahogo, no había producido ninguna sensación de alivio. Habría sido mejor que hubiese dicho algo sobre los celos de Eli, pero el aturdimiento no le permitió hablar de eso, y además podía imaginarse la voz de Eli, burlona y despectiva, diciéndole: «¡Yo! ¿Celoso yo? ¿Quién crees que soy? ¿Una mujer?»; o bien: «¿Quién te crees que eres?». Se desabrochó la correa del reloj, lo dejó enfrente de él, se frotó la muñeca y, en vez de preguntarle si estaba enfadado por su relación con Yair, porque comprendió que esa pregunta sería indiscreta, vergonzosa y humillante, se oyó a sí mismo, muy a su pesar, pedirle una explicación:

—Dime, ¿qué ha pasado realmente? Dime lo que... ¿Qué es lo que te he hecho?

Eli Bahar se encogió de hombros.

—¿A mí? —dijo sorprendido y haciendo una mueca con la boca—. No me has hecho nada, no me has hecho nada en absoluto.

—Creía que podríamos hablar con toda franqueza, abiertamente —dijo Michael sin ocultar cierta crueldad en la voz. Volvió a ponerse el reloj, se metió el paquete de tabaco en el bolsillo de la camisa y echó la silla hacia atrás.

También Eli se levantó. Tenía las manos en los bolsillos del pantalón y parecía no tener nada más que decir. Michael le miró un instante en silencio y se dirigió hacia la puerta.

—¿Crees que ya está? —soltó Eli—, ¿que ya hemos terminado?

Michael se detuvo y se dio la vuelta. Asombrado miró esa cara fina, cuyo tono oscuro estaba ahora descolorido, y las dos manchas que tenía en la piel, debajo de los ojos.

—¿Tú te crees que en un rato, entre un asunto y otro, se puede arreglar todo? —murmuró Eli Bahar sin mirarle—. ¿Tú te crees que primero me puedes tratar como un cero a la izquierda, poner por delante a... ese niño y a mí... dejarme aparcado, y después venir y decirme «me siento herido», y palabras como «agresividad» y «traición», y que yo voy a ponerme de rodillas? Me has dejado de lado; bueno, pues estoy a un lado. ¿Qué te piensas, eh? ¿«Hablar con toda franqueza»? ¿Qué te piensas, eh? ¿Que me tienes en el bote?

—Eso es, esa es la cuestión —dijo Michael en voz baja—, por fin lo has soltado.

—¡Eso no tiene nada que ver! —gritó Eli en un tono más fuerte que nunca―, ¡eso no tiene nada que ver! Sólo por casualidad...

—No hay casualidades —dijo Michael, y de repente se marcó en su cara algo diferente, incomprensible e inesperado; una especie de membrana cayó sobre sus ojos, que reflejaban angustia y también una profunda emoción, como si en el reproche de Eli hubiese oído también otra cosa, más importante y emocionante que todo lo que se había dicho hasta el momento. Y entonces, aturdido, como sin fuerzas, alargó el brazo, tocó ligeramente el hombro de Eli y se fue.

El pasillo no estaba vacío y sus pasos no eran los únicos que resonaban. Las puertas se abrían, los teléfonos sonaban y la gente pasaba corriendo a su lado. Alguien le cogió del brazo y otro dijo:

—¿Qué tal, Ohayon? —al parecer se le notaba en la cara lo que había pasado en su despacho, pues en los ojos de Tzilla, que estaba fuera de la habitación pequeña con la mano en el picaporte, se apreciaba un temor inequívoco.

—¿Qué ha pasado? —le preguntó cuando se acercó.

—Nada, nada fuera de lo normal —aseguró con un hilo de voz—. ¿Aún está ahí?

—No se ha movido —aseguró Tzilla—. Está con Yair, a Balilty no le he dejado... Dime, ¿qué ha pasado? ¿Te encuentras bien?

—Perfectamente —le dijo, y hasta hizo una mueca que esperaba se pareciera a una sonrisa—; sólo estoy cansado.

—Podemos posponer esto unos... —titubeó, señalando con la cabeza la puerta cerrada.

—Tonterías —le interrumpió Michael—, no se pospone nada, sólo me estaba preguntando si... —miró a su alrededor y pensó en las otras habitaciones—. No importa —dijo al final—. Pensaba que podíamos ir a otra habitación, pero... tal vez sea mejor en la habitación pequeña, ahí hay un ambiente informal, y precisamente eso...

—¿Dónde te pongo esto? —dudó Tzilla, apartando los ojos de Michael y fijándolos en la diminuta grabadora que tenía en la mano—. Ya he grabado la fecha y la hora, pero dónde te pongo... ¿No llevas camisa debajo del jersey?

—Sólo camiseta —se justificó Michael, y de repente se sintió como un niño ante la destreza de los dedos de Tzilla, que le estaba tocando las caderas—. En el cinturón de los vaqueros, no queda más remedio —dijo, levantándole el jersey azul—. Ya está; y también hay otra grabadora en el cajón. Si accede ponía encima de la mesa. Aún no has tomado nada —le reprendió—. Pasa y ahora te traigo un café; o quieres que...

—Tráelo, tráelo, por qué no, también para el señor Benesh, y también trae agua; no, no hace falta, qué estoy diciendo, en esa habitación están todas las botellas...

—Einat ha llamado otra vez —informó Tzilla con la mano ya en el picaporte.

—¿Y? ¿Ha recobrado el conocimiento? —preguntó impaciente.

—No del todo —dijo Tzilla—, pero es cuestión de horas, eso ha dicho el médico; y he pensado que tendría que acercarme por allí.

—Aún no —dijo Michael—, espera a ver cómo evolucionan las cosas; de todos modos ahora no te dejarían hablar con ella.

—Ya se lo he dicho —oyó la voz de Efraim Benesh al abrir la puerta—, yo no me ocupo del jardín, sólo la señora, mi mujer, y hay un jardinero... —dejó de hablar y se levantó asustado cuando se abrió la puerta y miró a Michael con expresión preocupada. En la mesa, entre dos botellas de agua mineral y dos vasos de papel de colores, debajo del viejo flexo con la pantalla de plástico negra y rajada, había una gran foto en color de un rosal trepador. En una caja de cartón abierta, debajo de la mesa, había bolsitas de café y cucharillas de plástico y, encima de la mesa, cerca de la ventana cerrada, una caja con botellas de agua mineral. El flexo iluminaba y aclaraba la superficie de la mesa en medio de la penumbra de la habitación. La luz tenue de un sol otoñal penetraba por las rendijas de la persiana de hierro marrón. Estaban sentados uno al lado del otro, frente a la mesa que estaba pegada a la pared y que tapaba la mitad inferior de la ventana. En el marco de madera, alrededor del cristal polvoriento y manchado, aún se veían restos de pintura verde desconchada.

—El señor Benesh se niega a hablar con cualquier otra persona, y también se niega a que lo grabemos —informó sin reproches el sargento Yair. Se levantó de la silla, se abrochó el primer botón de la camisa azul, cuyas mangas había doblado hasta el codo («¿Se vestía así antes o ha aprendido de ti?», la voz burlona de Balilty resonó en los oídos de Michael), se la estiró, la metió por debajo de los pantalones y se abrochó el fino cinturón de piel—. Por eso, mientras tanto, le he preguntado unas cuantas cosas sobre el rosal antiguo. Dice..., el señor Benesh dice que hasta donde él sabe no tienen ni han tenido una planta así en su jardín y cree que tampoco en el jardín de al lado, pero no entiende de flores.

—No entiendo, pero no hay —dijo Efraim Benesh con un hilo de voz. Se volvió hacia Michael y justificándose explicó—: He venido antes de las seis de la mañana. Llevo esperando más de dos horas, pero no quería... No me gusta molestar y me han dicho...

Michael movió la cabeza y Yair le miró de forma interrogativa. Michael volvió a mover la cabeza.

—Entonces —dijo Yair—, tal vez pueda ayudar a Eli con todo el material...

—No, no —reaccionó Michael—, no hace falta, se las puede arreglar solo. Pregúntale a Tzilla..., ella sabe lo que hace falta... —Yair asintió obediente y salió de la habitación.

La penumbra y el aire cargado y agobiante le iban bien en ese momento. Una especie de silenciosa certidumbre le llevó a sentarse al lado de Efraim Benesh, quien, con expresión de profunda angustia e incomodidad, volvió a sacudirse las mangas del traje como pretendiendo quitarles un polvo invisible. Estaban sentados uno al lado del otro, ante la mesa, como dos niños en el colegio.

—Me han dicho que quiere intimidad —explicó Michael, dirigiendo su silla hacia Benesh.

—Intimidad, sí —murmuró Efraim Benesh, pasándose los dedos grandes y blancos por el pelo canoso, cuyo tono amarillento, vestigio del rojizo que tuvo en el pasado, se acentuaba bajo la luz del flexo. Se puso las manos en las rodillas y se inclinó. Michael miró la gran mancha marrón que tenía en la mano derecha y las pecas que la salpicaban hasta el dedo anular, donde brillaba la alianza. Algo en esa mano, en la piel pecosa y arrugada y en las pequeñas manchas de vejez entre las arrugas, y también la forma en que se apretaba el anillo de oro y presionaba la carne de alrededor, le conmovió.

—¿Ha pasado algo? —preguntó Michael, y él mismo se sorprendió del tono compasivo y paciente de su pregunta.

Efraim Benesh se secó la cara, esa cara redonda que brillaba bajo la luz del flexo. Después giró la cabeza hacia la ventana, como escuchando los ruidos de la calle, y se incorporó en la silla.

—¿Qué ha sido eso? ¿Ha oído eso? ¿Ha sido un trueno o disparos? —preguntó el señor Benesh.

—Creo que son truenos, dijeron que hoy llovería —le tranquilizó Michael―. Mire, también hay relámpagos.

—No, ayer por la noche hubo todo el rato... Desde nuestra casa se oye todo lo que pasa en Gilo —dijo Efraim Benesh, observándose las palmas de las manos—; pero pasa sólo por la noche.

Michael no dijo nada.

—No son buenos tiempos —dijo Efraim Benesh, y carraspeó—, no hay tranquilidad. Son momentos difíciles... —se calló y miró por la ventana cerrada, se tocó la garganta, se acarició con los dedos el ancho cuello y tocó el nudo de la corbata azul.

—Señor Benesh —suspiró Michael tras un buen rato de silencio—, ha venido a verme porque quería decirme algo.

—Sí, sí —dijo Efraim Benesh con voz turbia—, pero es difícil, me resulta difícil.

—¿Le resulta difícil hablar? —preguntó Michael.

—Hablar no —dijo Efraim Benesh—, hablar no es difícil, lo difícil es lo que tengo que decir, eso es lo difícil —explicó, y se dio un ligero golpe en las rodillas antes de agarrarse con las manos a la silla.

—¿Está relacionado con Yoram? —aventuró Michael.

Efraim Benesh asintió. A la luz del flexo Michael observó el parpadeo nervioso de sus ojos mientras se levantaba un poco de la silla y sacaba del bolsillo trasero del pantalón un paquete de pañuelos de papel.

—Mi mujer, ella me los ha dado —se justificó, y se sonó la nariz.

Michael se cruzó de brazos.

—¿Se ha enterado usted de algo nuevo? —preguntó con delicadeza—, ¿de algo sobre Yoram?

Efraim Benesh abrió la boca, pero no emitió ningún sonido. Por un momento parecía un gran pez fuera del agua. Finalmente movió la cabeza como cediendo y sacó del bolsillo interior de la chaqueta un pequeño paquete envuelto en papel de periódico. Lo abrió, apartó el papel y, como si fuera la primera vez en su vida que la veía, observó la pequeña libreta con pastas de piel marrón. La miró una y otra vez antes de entregársela a Michael.

Michael tocó la piel suave y quitó el cordón dorado con el que estaba atada. Se acercó al flexo, la puso debajo y empezó a hojearla despacio, leyendo lo que ponía en las primeras páginas; después pasó rápidamente las hojas, hasta detenerse en una con grandes letras redondas que la cubrían por completo: «Para deshacer cualquier hechizo: escribe en un pergamino nuevo: Sea el deseo del Dios de Israel que el portador de este amuleto, fulano de tal, se vea libre de cualquier hechizo, ya sea escrito o de palabra...».

Se giró y miró a Efraim Benesh.

—¿Dónde ha encontrado esto, señor Benesh? —preguntó Michael, esforzándose por darle a la pregunta un tono de interés y curiosidad, y por ocultar los latidos cada vez más fuertes de su sien.

Efraim Benesh movió la cabeza varias veces, la dejó caer y con la voz rota murmuró:

—Por eso quería... Dios mío... En la habitación de Yoram, en su habitación, en el cajón de los calcetines.

—¿Es suya esta libreta? —preguntó Michael, y al instante temió que su exagerada y artificiosa ingenuidad hiciera callar a Benesh.

—Ojalá —dijo Efraim Benesh—, ojalá fuera suya. Que Dios nos ampare, es de la niña.

—¿De la niña? —insistió Michael—. ¿Qué niña?

—La niña, la niña que... Nesia, la libreta es suya, ¿no ve que la letra es de una niña? Cuando pone... —se apresuró a pasar las hojas hasta llegar a la última—. Aquí está: «Peter ha traído una bola dorada para adornar la sukká»...

—¿Y esto estaba en la habitación de Yoram? —preguntó Michael con precaución, conteniéndose para no atemorizar a Efraim Benesh, que, igual que había aparecido de repente por voluntad propia, podía callarse y desaparecer.

—En el cajón de los calcetines, es la verdad —dijo Efraim Benesh, puso las manos sobre las rodillas y las observó con atención.

En lugar de seguir adelante con la cautela propia de quien se mueve en un terreno resbaladizo, Michael apartó con delicadeza la libreta marrón hacia un extremo de la mesa y le puso la mano a Efraim Benesh en el brazo.

—Usted registró su habitación —dijo sencillamente Michael.

—Yo... registré su habitación antes de que... Dios mío, Dios mío —suspiró Efraim Benesh.

—¿Antes de nuestro registro? —preguntó Michael, y le miró moviendo ligeramente la cabeza—. ¿Registró su habitación antes de que nuestra gente lo hiciera? —volvió a preguntar Michael.

—Yo..., yo no sé por qué —dijo Efraim Benesh alzando su cara grande y redonda, que en esos momentos estaba amarillenta—. Yo sabía que él..., que él estaba mintiendo y pensé... Pero él no..., él... Yo sabía que él había salido de casa por la noche. Entonces pensé que...

—¿Qué pensó? —preguntó Michael, vertió agua en un vaso de papel rosa (qué extraño era de repente ese rosa tan fuerte) y se lo ofreció a Efraim Benesh, que no se movió de su sitio—. Beba, beba —le animó, y lo vio alzar despacio la cabeza, moverla de un lado a otro, acercar una mano temblorosa al vaso y después a los labios, que también temblaban. El sonido de los tragos se oía en el silencio de la habitación y tras él se oyó una sucesión de truenos.

Efraim Benesh se secó los labios con la mano.

—Santo Dios —dijo—, su madre no sabe que he encontrado nada, no le he dicho ni una palabra. Se moriría si... Yo mismo estoy destrozado.

Rápidamente, para no echar a perder esa oportunidad, Michael volvió a retomar la conversación:

—¿Pensó que había salido a divertirse la noche en que la niña desapareció?

—Yo ya no sabía qué pensar —explicó Efraim Benesh—: a veces uno no quiere pensar, uno no quiere ver lo que está viendo.

—Pero registró su habitación —recordó Michael—, sin que nadie lo supiera; a pesar de todo usted quería saber.

—No me quedaba alternativa —dijo Efraim Benesh, y le miró esperando alguna muestra de compasión—, no me quedaba alternativa, a veces no queda otra alternativa y uno tiene la obligación de conocer la verdad.

—Sí —dijo Michael—, a veces no queda otra alternativa.

—Sobre todo —dijo Efraim Benesh—, sobre todo si sabes que has criado... Que tu hijo, tu único hijo..., el hijo a quien tanto amas, que creías que... Todo... Descubres que..., que él... está podrido —la última palabra resonó en la habitación y Efraim Benesh se incorporó en la silla—. Podrido —volvió a decir—, completamente podrido. Sólo Dios sabe por qué. Como una manzana roja y bonita por fuera. Por fuera, como una manzana roja, brillante, y por dentro, un gusano. Todo está podrido. De hecho..., está enfermo. Muy enfermo.

En ese momento llamaron a la puerta, acto seguido se abrió y apareció Tzilla: estaba inclinada en el umbral recogiendo un vaso de café que había dejado en el suelo para poder llamar. Michael se levantó, se dirigió rápidamente hacia ella y le cogió de las manos dos vasos de cristal:

—Gracias, y que no me molesten —murmuró Michael, y cerró la puerta antes de que ella pudiese decir ni una palabra. Empujó la puerta con el hombro y dejó los vasos en la mesa. Después rebuscó en el bolsillo del pantalón, sacó el paquete de tabaco aplastado y le ofreció un cigarro a Efraim Benesh, quien lo miró confuso, levantó la cabeza y, con expresión de «por qué no», se lo puso entre los labios y esperó a que Michael le diera fuego.

—Hace treinta años que no fumo —dijo Efraim Benesh sorprendido—, tengo la tensión alta. Pero ahora ya nada importa —miró asombrado el vaso de café—. Tampoco tomo esto, mi mujer no me deja... —y dio un gran trago.

—Señor Benesh —dijo Michael sin apartar los ojos de su interlocutor, que tenía el codo apoyado en la mesa, con una mano sujetaba el vaso de café y con la otra el cigarro, del que salía un humo grisáceo que se ensortijaba y retorcía en medio de los dos. Los ojos claros y acuosos de Benesh seguían un anillo de humo, que al principio se elevó solo y, después, se unió a otro anillo y formó una nube encima del ajado flexo.

—¿Cree que Yoram raptó a la niña? —preguntó Michael.

Sin apartar los ojos de la nube de humo, Efraim Benesh asintió con la cabeza.

—¿Por qué cree que la raptó?

Efraim Benesh le miró sin decir nada.

—¿Cree usted que la niña sabía algo sobre él? ¿Que esta libreta...? ¿Que hay en ella...?

Efraim Benesh bajó la mirada y tosió, pero siguió sin hablar.

—¿Cree que él asesinó a Zahara Bashari? —preguntó Michael con naturalidad.

Una fuerte lluvia golpeaba la persiana de hierro.

Efraim Benesh cogió el vaso de cristal.

—Es nuestro fin —murmuró—: pensaba que conseguiríamos estar tranquilos, que se casaría y se iría de aquí, que... Pero Dios no quiere. Yo no soy religioso, señor Ohayon, quiero que sepa que no soy creyente, no quiero saber nada de Dios... Quien haya vivido el comunismo en Hungría no..., no... Los rusos mataron a toda mi familia, mi padre murió en un campo... Igual que los nazis, pero no se sabe... Pero ahora yo me pregunto: ¿qué más quiere de mí? ¿Qué es lo que no he hecho bien? ¿En qué he pecado? Sólo hemos tenido un hijo, mi mujer no podía... y tampoco quería, y le hemos dado todo, literalmente todo —las últimas palabras las dijo entre suspiros—. Y nosotros estamos aquí tomando café como si... —murmuró—, como si no pasase nada.

—¿Cree usted que tenía relaciones con Zahara Bashari? —tanteo Michael—, ¿cree que él era el padre de su hijo?

—¡Que si tenía relaciones! —dijo Efraim Benesh con tristeza—. Con él nunca se sabe. No cuenta nada. Nunca. Cuando era pequeño tampoco decía nunca nada. Sólo hablaba de..., con rodeos. Jamás entendí lo que pasaba de verdad. También cuando estaba en el colegio el profesor nos avisó: le pillaron. Él dijo...: nos contó historias...

—¿En qué le pillaron en el colegio? —preguntó Michael.

—Él... —Efraim Benesh le miró confuso—. Qué importa eso ahora. Aunque tal vez usted tenga razón, tal vez sí que importe. Él... Había allí una niña; no sé qué pasó exactamente... Él cogió a una gata con sus crías y... delante de la niña las mató de una pedrada en la cabeza. La niña..., ella..., su madre... Habría que haberle llevado a un psicólogo, pero... eso no se volvió a repetir, o, mejor dicho, aprendió a ocultarlo. A no mostrar nada. Su madre no permitió que se mencionara ese asunto. No se volvió a hablar de eso nunca más. En casa me decía: «Qué quieres, es sólo un niño». Por tanto, me olvidé del asunto. Yo soy el culpable. Habría tenido que... —su voz se extinguió, miró con sorpresa el cigarro encendido y lo arrojó dentro del vaso de papel rosa.

—¿Tuvo relaciones con Zahara? —volvió a preguntar Michael.

—Yo —Efraim Benesh se inclinó hacia delante y miró a Michael— no tengo..., no tenía nada contra esas personas, los Bashari. Pero tiene que entenderlo, son mujeres. Son cosas de mujeres. Al principio, cuando empezamos a vivir allí, teníamos una entrada común. Había un porche en la entrada de la casa con una ventana del lado de los Bashari. El primer día que llegamos nos saludaron muy amables, nos presentamos y todo eso. Nos estrechamos las manos, nos dieron la bienvenida. Pero unos días después empezaron los problemas. Uno nunca sabe cuál ha sido el desencadenante de todo. Mi mujer tendió la colada en el patio y Neimá Bashari se la tiró junto a la puerta. Ésa era su cuerda. Cómo lo íbamos a saber. No vino a hablar, tan sólo la tiró. Después arrojó cosas desde la ventana al porche de entrada, cáscaras, basura y... —permaneció un largo rato callado y embobado, como si ante sus ojos estuvieran pasando imágenes del pasado—. Si hubiera sido algo entre el señor Bashari y yo, créame, hace tiempo que todo se habría arreglado, pero una riña entre vecinos es una riña entre mujeres, y con Neimá Bashari no se podía hablar con lógica. ¿Ha notado usted que quiere echarnos a toda costa? No importa cómo, lo importante es que nos vayamos. Yo quería. Quería irme. Pero mi mujer... no quería ceder. Quería una guerra. A muerte. Darle un escarmiento. Como... —señaló con la cabeza hacia la ventana—, como con los árabes, lo mismo, como los colonos con los árabes, pero en este caso es un asunto de mujeres... Créame, señor Ohayon, una riña entre vecinos es una riña entre mujeres, créame.

—¿Y los niños? —preguntó Michael, que quería que la conversación volviese a la pregunta con la que se había iniciado.

—Yoram nació cuando ya llevábamos muchos años viviendo aquí. Cuando ya habíamos perdido toda esperanza. Fue como un milagro —entonces sonrió y movió la cabeza—: uno piensa en un milagro y Dios se ríe en tu cara. Los invité a la circuncisión. Fui y hablé con el señor Bashari. Mi mujer no lo ha sabido nunca. Pensé...: es una buena oportunidad. Y no fueron. Nada. Ni enhorabuena, ni explicación alguna, ni una disculpa; después de tantos años viviendo allí sin..., y ellos... con sus cuatro...

—Pero, por lo que puedo entender, su hijo Yoram y Zahara Bashari de niños eran... —Michael no terminó la frase y la dejó resonando en el aire. Entonces Efraim Benesh se pasó la mano por los ojos, como queriendo borrar imágenes que le impedían abrirlos.

—Eran unos niños preciosos —dijo Efraim Benesh abriendo las manos, como compadeciéndose—, los dos eran tan guapos. También ella, Zahara. Yo... no tengo nada contra las comunidades mizrajíes, señor Ohayon, créame; si hubiera dependido de mí... Pero sus madres no dejaban... Primero las madres y luego todos, sus hermanos, su padre, y yo: ¿qué podía hacer yo? ¿Enfrentarme a todos? ¿Decir: «Dejadles, dejadles jugar juntos»? Ella además podría haber sido buena para él, haber sido una buena influencia. Pero su hermano los pilló juntos, eran muy pequeños, y se lió... Quiero decirle algo: precisamente por esa disputa, precisamente porque la madre de ella odiaba tanto a los padres de él, precisa mente por eso se enamoraron el uno del otro. Pero nosotros les es tropeamos todo. Yoram la quería, pero el odio era mayor que el amor. Qué podía hacer él si las familias... se odiaban tanto. Y Yoram es el niño de su madre, cómo iba a enfrentarse a ella. A Clara no había quien la hiciera cambiar de opinión; hasta con las cosas más insignificantes es así, y más aún con algo semejante, que su hijo fuera con la hija de... Yoram era el niño bonito de su madre... Hoy dicen que antes todo era distinto aquí, que todos eran pobres pero estaban unidos, que no había... Pero eso no es cierto, señor Ohayon, también antes había maldad. Todos eran pobres y todos inmigrantes y... no se dejaban vivir los unos a los otros, no se ayudaban... No sabe usted qué niño... tan guapo; era como su madre... Así era ella cuando la conocí en nuestra ciudad, igualita, con esos grandes ojos... —su voz se extinguió y miró a su alrededor como intentando comprender dónde se encontraba, hasta que se sobrepuso y apretó los labios.

—Pero, a pesar de todo, estaban enamorados y en contacto —recordó Michael—, usted los vio.

—Una vez lo vi todo con mis propios ojos, sólo una vez —dijo Efraim Benesh—, precisamente yo y no mi mujer, ni ninguna otra persona del mundo. Y no le dije nada a nadie. Ellos no sabían que yo lo sabía. Nadie en el mundo lo sabe, tampoco su madre. Nadie... Dios Santo, cada uno tiene el hijo que...

—¿Cuándo fue? —insistió Michael.

—Hace... Yoram estaba en el servicio militar, ella aún no, creo. Él se ocupaba de los ordenadores, venía todos los días a casa. Un hijo único vuelve con su mamá. Y una vez... íbamos... Mi mujer quería que revisásemos las máscaras de gas, recibimos la notificación de que caducaban y había que revisarlas. Estaban en el refugio. El refugio era común. Fue... En la guerra del Golfo había... No importa, lo que pasó en la guerra del Golfo con... Al final aislamos una habitación dentro de casa. Pero allí, en el refugio, estaban las máscaras de gas, y yo bajé por la noche, no muy tarde, pero era noche cerrada, bajé al refugio a por las máscaras. La puerta estaba cerrada, con cerrojo. No encontré la llave. Hay una pequeña ventana, el refugio es medio subterráneo. Pensé... «Puede que sean ladrones... », me arrodillé y miré. Había un trapo en la ventana, pero tenía un pequeño agujero. Ellos habían puesto allí una tela, un retal. Miré por el agujero, había algo de luz; puede que una vela; se veía sin dificultad; vi... Estaban... juntos —Efraim Benesh entrelazó un dedo con otro como para que el movimiento describiese lo que había visto.

—¿Y sólo aquella vez? —preguntó Michael.

—No vi nada más. Pero sé cosas —dijo Efraim Benesh.

—¿Y era Zahara? —precisó Michael—. ¿Está seguro?

—Su cara estaba cerca de la luz, estaba desnuda, de cintura para arriba, la cara cerca de la luz. Ella no me vio, yo estaba a oscuras.

—¿Y usted cree que han mantenido ese tipo de relación durante todos estos años?

—Por supuesto que sí. Durante todos estos años. Lo noto aquí —se pellizcó el brazo—, en las carnes lo noto. Siempre ha sido así. Precisamente por el odio se enamoraron. Nosotros le convertimos en un enfermo. No sé con exactitud dónde se veían, y hay..., hay cosas mucho más... Que yo no sé... Incluso con relación a Michelle. Se va a casar con ella. He conocido a sus padres y... ¿Ella no nota nada? Dígame, ¿cómo es posible que una mujer esté con un chico y no se dé cuenta de nada? ¿Se puede saber algo de alguien? Antes creía que de un hijo se podía saber..., pero, sólo si él quiere que sepas, sabes...

—O si se registra su cajón de los calcetines —recordó Michael.

—Créame —dijo Efraim Benesh mirándose las palmas de las manos; después se levantó un poco, sacó del bolsillo trasero el paquete de pañuelos de papel, cogió con cuidado un cuarto de pañuelo, se secó la cara con él y después las palmas de las manos—, ojalá no hubiera tenido que registrarlo, ojalá no hubiera tenido que saber lo que sé. Dios mío, sólo pienso en su madre, ella no..., sencillamente no se lo va a creer.

—¿Qué no se va a creer? —preguntó Michael.

Efraim Benesh señaló la libreta de piel que estaba en la mesa cerca de Michael.

—Dios santo —dijo moviendo la cabeza—, cuánto le he dado a ese niño, cuánto he caminado con él y cuánto he hablado; y zoológico y cursos de kárate y ordenador, de los primeros que hubo aquí; de todo... Pero eso no sirve de nada, señor Ohayon, créame. Nunca se sabe... Cuando el ambiente está lleno de odio, ¿qué puede crecer ahí?

—Señor Benesh —dijo Michael dirigiendo su silla hacia su interlocutor—, ¿dónde estuvo Yoram la noche en que Zahara Bashari fue asesinada? ¿Dónde estuvo realmente?

Efraim Benesh volvió a secarse la frente, después puso las manos en las rodillas y curvó la espalda.

—Fue a recoger a Michelle al aeropuerto —dijo Efraim Benesh—, eso nos dijo. Pensábamos que tenía que llegar a las dos de la madrugada; al final llegó a las seis de la mañana.

—Lo hemos comprobado —dijo Michael con delicadeza—, y no tenía que llegar en el vuelo de KLM, no estaba en la lista de pasajeros. Desde el principio estaba en la lista de pasajeros del vuelo de El-Al que llega a las cinco de la mañana.

—Sí —protestó el padre—, pero nosotros no lo sabíamos. Él dijo que... Usted ya sabe lo que dijo.

—Y aunque hubiese sido a las dos de la madrugada, supongamos que llegara a las dos de la madrugada; ¿cuándo salió de casa realmente?

—Pues por eso he venido... —dijo Efraim Benesh abatido—: quería decirle... No estaba en casa. Mi mujer piensa que yo dormía, y mi hijo piensa que voy a decir lo que me manden que diga, pero le voy a decir una cosa: no estaba dormido, no me tomé ninguna pastilla, y él no estaba en casa. No sé dónde estaba. Tiene coche y es independiente, y a mí no me cuenta nada porque no le pregunto. ¿Para qué preguntar? ¿Y si le preguntara me diría algo? Y si me dijera algo, no habría ni la más remota posibilidad de que fuera la verdad. Ésa es la verdad, señor Ohayon, Dios me perdone. ¿Qué habría hecho usted en mi lugar, señor Ohayon? ¿Qué habría hecho en mi lugar? Usted es una persona inteligente; dígame, ¿qué habría hecho usted?

—Verdaderamente su situación es muy difícil —murmuró Michael, y por un instante vio frente a sus ojos el rostro de su hijo. «Yo», le habría dicho a Efraim Benesh, «no podría estar en su lugar»; y de inmediato se reprendió a sí mismo por esa total certidumbre.

—Porque hay gente que diría —dijo Efraim Benesh—, incluso mi mujer, que haga lo que haga tu hijo, siempre será tu hijo.

—Usted no está renegando de Yoram, señor Benesh —le aseguró Michael―, eso son dos cosas distintas.

—Eso es —dijo Efraim Benesh—, eso he pensado yo. No estoy cortando ningún vínculo con él, pero no puedo protegerlo con mentiras; tendría que haberlo protegido hace mucho tiempo. Y no con mentiras. Pero no puedo hacer nada si él..., si se demuestra que él realmente... —su voz se extinguió y su mirada se empañó. La habitación estaba en silencio. Sólo la lluvia golpeaba con fuerza la persiana de hierro.

—¿Y la tarde anterior a Sukkot? —preguntó Michael un buen rato después—. ¿Dónde estaba cuando la niña desapareció?

—A nosotros nos dijo que estaba con Michelle, que habían ido a Tel Aviv. Le estoy diciendo la verdad —murmuró Efraim Benesh—, eso dijo; pero después nos enteramos de que Michelle fue a ver a una amiga suya a un kibbutz cerca de Netania. He olvidado cómo... La llevó y le dijo que tenía que volver a resolver un asunto. Y al parecer, volvió aquí... No sabíamos ni que había vuelto... Yo... no quería pensar... Me tomé un somnífero. Una persona no puede estar todo el rato pensando cosas así, señor Ohayon, ¿me comprende? —Michael asintió, y pensó en la cara de la prometida, que ni siquiera pestañeó cuando declaró que Yoram Benesh había estado toda la noche con ella en el kibbutz Yakum. Se preguntó qué le habría dicho Yoram para que mintiera por él con tal desfachatez—. Una persona no puede... —continuó Efraim Benesh, y se calló atemorizado cuando chirrió el picaporte. Eli Bahar estaba en la entrada.

—Ven un momento —dijo Eli cuando Michael le lanzó una mirada interrogativa—. Sal un momento.

Michael dudó un instante, después se levantó, preguntándose si sería posible que Eli interrumpiera así la conversación con el padre de un sospechoso de asesinato por lo que había pasado antes entre ellos; y Eli, ante su mirada escudriñadora, dijo:

—Esto no puede esperar —Michael puso la mano en el hombro de Efraim Benesh.

—Un momento —le dijo, y salió rápidamente.

—Ya hay resultados —dijo Eli en un tono relajado, como si estuviera informando de una mejoría del tiempo, aunque en la ventana del pasillo en donde estaban aún golpeaba la lluvia—. Es lo que pensábamos. El niño era suyo.

—¿De Yoram Benesh? —preguntó Michael—. ¿Seguro?

—Inequívoco —dijo Eli Bahar—. Ya he telefoneado a su madre: le he pedido que venga, pero ha dicho que no podía, que no se encontraba bien. Tenía una voz... como si ya supiera... Le he preguntado dónde estaba su hijo y ha dicho que estaba allí, en casa; pero estoy seguro de que estaba sola... Le he dicho que íbamos de camino hacia allí. No le he dicho que el padre está aquí, no quería... Tengo la sensación...

—Llevémosle con nosotros —sentenció Michael—; llevémosle ahora con nosotros, y allí, en la casa, cuando estén los tres juntos, ya se verá... Las cosas quedarán más claras —por un instante dudo si decirle a Eli algo sobre la confesión del padre, pero, en vez de hablar, abrió la puerta y se acercó a ese hombre grande que tenía los hombros caídos—. Vamos, señor Benesh —le dijo—, vamos a llevarle a casa, tenemos noticias no del todo...

—¿Le ha pasado algo a mi mujer? —se asustó Efraim Benesh, y se levantó de la silla con los brazos abiertos—. No se encontraba muy bien por la noche: todas estas cosas, con su tensión y su problema de corazón, no... ¿Le ha pasado algo?

—Su mujer está bien —aseguró Michael—, pero tenemos el informe del laboratorio, y la situación, me temo, no es muy buena para ustedes.

—Es la prueba genética —dijo Efraim Benesh—. Era su hijo, ¿es eso?

Michael asintió y, sin hablar, los tres se fueron por el pasillo, Eli Bahar el primero, Efraim Benesh detrás y Michael en la retaguardia, mirándole la nuca rojiza y ancha por cuyos pliegues manaban gotas de sudor. Cuando llegaron al coche, Efraim Benesh parecía haber perdido el juicio; miró el edificio como si lo viera por primera vez, luego alzó la vista hacia la cúpula de la iglesia rusa y finalmente se hundió en el asiento de atrás y lanzó un profundo suspiro.

—Dios santo —murmuró Efraim Benesh, hundiéndose aún más en el asiento, cuando Eli Bahar arrancó el Toyota y dio marcha atrás haciendo que las ruedas chirriasen.

—Las ruedas tienen poco aire —dijo Eli—, recuérdame que las infle.