8
Las maravillas no tienen fin —le susurró Michael Ohayon a las cinco y veinte de la madrugada a Ada, que tenía la cara muy cerca de la suya, mientras le acariciaba el brazo suave y moreno. Sus pómulos destacaban aún más con la luz amarillenta del flexo bajado, y su cara pequeña y fina estaba coronada como por una especie de aureola opaca. El atisbo de sonrisa tímida y picara de sus gruesos Libios se infiltró también en sus ojos marrones, que se entornaron para mirarle exactamente igual que años atrás, cuando estaba al pie de las escaleras en el campamento de verano. Con asombro tocó la profunda arruga entre los ojos de Ada y el fino vello sobre su labio superior; tras treinta años parecía que habían llegado con total naturalidad desde aquel campo de pomelos hasta esa cama, hasta el pequeño dormitorio de la planta baja de un edificio en la parte oeste de la ciudad. La intimidad que sintió en la habitación del Migrás Harusim, y durante todo el camino hasta el coche y hasta la casa de Ada, no se desvaneció ni siquiera al encontrarse con los invitados que estaban esperando en el piso; eso le sorprendió. Pero más sorprendente fue la naturalidad con la que se sentó a cenar con su hijo, su hija y sus respectivas parejas, y con su hermana, a la que veía por primera vez. También se sorprendió de sí mismo al darse cuenta de que, a pesar de que le habían acusado durante años —mujeres a las que amaba y también hombres con los que tenía amistad— de ser cerrado, estar tenso y carecer de espontaneidad en las relaciones íntimas, había pasado toda la cena tranquilo y relajado, como si se encontrara en casa, e incluso participando de la celebración, algo que los años de matrimonio, y también los que vinieron después, le habían enseñado a despreciar. Resultó sorprendente asimismo la naturalidad con la que los miembros de la familia le trataron, como si le conocieran de toda la vida y como si no fuera nada extraordinario que estuviera sentado a la mesa con ellos.
—Fuiste el primer beso de mi madre —se rió su hija, que, con su pelo corto y claro y sus ojos grises, parecía una reproducción más clara, pero exacta, de Ada. Y así resolvió sus angustiosas dudas sobre lo que sabrían de él y lo que no. No la corrigió ni mencionó la existencia de aquel novio que le había desalentado y que, por supuesto, también la había besado más de una vez antes que él.
—Eras el donjuán de la clase —dijo su hermana sonriendo y mirando a un lado con pudor—. Seguro que no te acuerdas de mí, era dos años menor que vosotros y una especie de rata que se asustaba hasta de su sombra: no dejaba de llorar por las noches añorando mi casa y me costó medio año acostumbrarme a dormir en el internado.
Casi justificándose Michael confesó que en efecto no se acordaba.
—No era exactamente un donjuán —corrigió Ada con ese atisbo de sonrisa que casi siempre la acompañaba al mirarle—, no había pruebas, no se le veía en acción y no iba mariposeando de una a otra. Ninguna compañera de clase tenía experiencias personales que contar. Circulaban historias. Las chicas estaban locas por él, pero él, él era inalcanzable. Decían que tenía una historia con una mujer mayor.
—¿Es cierto, tenías una historia con una mujer mayor? —se dirigió a él y él se ruborizó, carraspeó e hizo un gesto de desdén. Aunque Becky Pomeranz, la madre de su buen amigo y compañero de clase, había muerto hacía unos años, no pensaba hablarle a nadie, ni sentado a esa mesa ni en ninguna otra circunstancia, de las clases de música ni de la seducción. Se encendió un cigarro para que cubriera su silencio y volvió a sorprenderse de su tranquilidad, una tranquilidad que ni esa conversación medio sarcástica pudo estropear: era la calma sosegada de quien no tiene que sofocar una espera para no sentirse fracasado, sino que, precisamente al prolongarse, esa espera se vuelve mil veces más dulce. Y aunque tenía la certidumbre de que esa mujer —que bajo su cabello oscuro salpicado de líneas blancas aún era como él la recordaba— le permitiría tocar su figura y la que él recordaba, no comprendía bien de dónde procedía esa certeza y tampoco le resultaba normal no esforzarse en comprender las razones. Ningún «qué pasará si» o «cómo hay que» le inquietaban.
Ya la primera vez que estuvieron juntos en un café de la calle Yafo, después de que Ada se las viera con Balilty, sintió la armonía del encuentro y de la conversación que tuvieron. Aunque sabía que Solomon, el forense, le estaba esperando, al igual que el sargento Yair, a quien había dejado en su despacho sin explicación alguna, no dudó ni un momento —cuando ella se calmó un poco por el asunto del capataz y de Balilty, y pudo hablarle de otras cosas— en preguntarle por su vida. Así supo que se había casado bastante joven con un hombre quince años mayor que ella («Mi padre murió y mi madre dependía de mí como... Después de todo yo era la mayor, mi hermana aún estaba haciendo el servicio militar y mi hermano pequeño, bueno, era muy pequeño... Y era normal que me enamorase, o creyera que... Después de todo Yedidyah era... Y me quería tanto, y pensé...»), que se fue con él cuando la empresa geológica que le había contratado lo envió a las plantas petrolíferas de Sudamérica, y allí nacieron sus dos hijos. También le habló de la enfermedad crónica de su marido y de su muerte; y asimismo le contó las razones por las que había empezado a dedicarse a la fotografía («Al principio sólo fotos, retratos de los niños, y después con cámara, y cursos y... ni quieras saberlo»), y que al final, después de tres años estudiando en París, se hizo directora de documentales y viajó de un lado para otro, contratada por una productora holandesa («Fue muy difícil para mí con los niños, ya no eran recién nacidos, pero...»). Entonces abrió los brazos y lanzó una amplia sonrisa, dulce y desvalida, antes de mirarle a los ojos y preguntar: «¿Y tú?».
No llegaron a hablar de citas futuras porque, cuando miró el beeper, encontró tres mensajes del sargento Yair y del doctor Solomon, y tuvo que volver de inmediato a su despacho. Pero al día siguiente, a iniciativa de Michael, se volvieron a encontrar en el café y hablaron durante horas, de ella y de él y, al final, inevitablemente pero con mucha precaución, también de los dos. Y entonces salió de forma explícita, y más de una vez, una cuestión a la que ya habían aludido en su primera charla: por qué no había intentado encontrarla desde entonces (a lo que él contestó con la misma pregunta que ella le había hecho: por qué no había intentado encontrarle). Una vez Ada mencionó aquel campamento de verano, pero se retrajo cuando él le preguntó por qué había dejado el colegio; así que Michael no insistió en el tema. En ese encuentro le cogió la mano, le acarició los dedos y le dijo que le gustaría volverla a conocer, «pero de verdad, despacio, como es debido», y ella se rió en voz baja y dijo:
—¿Despacio? ¿Por qué despacio? Ya tenemos bastante, ¿no?
—Qué sé yo —murmuró Michael, inclinándose hacia su mano—. La gente cambia, y ni siquiera entonces nos conocimos a fondo —y ella, que ya no se reía, dijo que el sabor de sus besos y sus caricias la habían acompañado durante todos esos años, y que el cuerpo no se equivoca, y que quien conoce a través del cuerpo conoce mejor que de cualquier otra forma—. No estoy seguro —le dijo Michael—, antes pensaba así, ahora ya no estoy seguro, tal vez sea una condición necesaria, pero no suficiente.
Cuando la acompañó a su coche ella le puso la mano en la mejilla y le miró, la ternura de su mirada le produjo un escalofrío y entonces supo que se volverían a ver cuando terminara «con este caso, que empezará a marchar bien en uno o dos días, espero, cuando identifiquemos el cuerpo», y que tal vez hablarían por teléfono durante los días que estuviese inmerso en la investigación. Y por eso le sorprendió tanto verla esa tarde, esperándole en la habitación pequeña en el Migrás Harusim, pero también se alegró mucho y, sin dudarlo, accedió, entró en su coche y fue a su casa a la cena de Sukkot.
Como si hubieran hablado de eso en el coche, de camino, Michael se quedó cuando se hubo ido el último de los invitados, y desde el salón rectangular, donde no había casi muebles y donde se había preparado la mesa, la siguió hasta la pequeña cocina, se apoyó en el marco de la puerta y se fijó en la raíz de su pelo oscuro, cortado por encima del cuello largo y fino, en su espalda estrecha y en la agilidad con que manejaba los platos, tirando los restos de comida a la basura antes de meterlos en el fregadero. Hasta se observaba a sí mismo con asombro: parado detrás de ella, tan cerca que sus labios casi le rozaban la nuca, y luego, al volverse, los labios, como si de verdad la conociera de toda la vida. Y cuando levantó la cara hacia él —le sacaba una cabeza—, Michael se asombró al ver esa sonrisa resplandeciente y esos ojos marrones y tiernos que mostraban alegría, temor y pasión.
Hasta hueles igual —murmuró Ada con voz ronca, mientras él le pasaba los dedos por la cara y el pelo y, después, por la profunda y suave línea de las caderas, pues estaba tumbada de lado—. También antes olías a tabaco y a... cómo explicarlo... un olor limpio a almidón y jabón sin perfume. Entonces ya fumabas, recuerdo que las chicas íbamos a miraros al escondite de los fumadores, antes incluso del campamento de verano.
—Pero entonces tenías novio —recordó Michael, y él mismo se hurló del tono de queja que se le había escapado.
—Sí —confirmó—, pero yo te quería a ti. La prueba es que se fue poco después.
—No tenía ni idea —murmuró Michael—, no se te notaba nada. Creía que no querías saber nada de mí —y, a pesar de todo, le molestó el recuerdo de aquel «novio», que era mayor que ellos, tal vez soldado, o incluso un oficial.
—Bueno —dijo poniéndose boca arriba—, eso era porque tú no querías. Y a mí me daba vergüenza.
—¿Yo? ¿Que yo no quería? Te digo que no se te notaba nada, nada de nada. ¿Cómo iba a querer si tú no querías? —le costaba recordar si después quiso o no, pero en ese momento, acostado a su lado y acariciándola, era evidente que quería, y sólo esa conversación sobre el novio le hizo vacilar.
—Pero qué mimoso —murmuró Ada, y le miró sonriendo—, es sólo orgullo mimoso.
Pasaron unos segundos hasta que comprendió a qué se refería con «mimoso».
—¿Qué pasa, es que yo no puedo ser tímido?
—No, no lo entiendes —se incorporó, ahuecó el cojín grande y apoyó en él la espalda—, yo... No había ninguna posibilidad, ninguna.
La dulce relajación que se apoderó de sus miembros le impedía pensar con rapidez.
—¿Es decir? —dijo Michael con un gran esfuerzo.
—Hice muchas tonterías, pero un amor no correspondido habría sido demasiado. Demasiado.
—¿Cómo llegamos a un amor no correspondido? —dijo completamente atónito.
Su mano cortó el aire por encima de él cuando dijo con decisión:
—No estaba tan loca como para enamorarme de alguien que, como todo el mundo sabía, tenía una mujer mayor y experimentada, y que no parecía estar interesado.
Debía rebelarse, al menos de forma ceremonial, pero se sentía tan a gusto junto a ese rostro pegado al suyo que, sólo cuando le miró con tensa expectación, accedió y dijo:
—Pero dejaste el colegio nada más salir del internado, y tenías novio, no se notaba que tú...
—Eso no tiene nada que ver —interrumpió.
Y de nuevo, como medio soñando, aunque lo que más deseaba era envolverse en el silencio, se encontró contestándole con entusiasmo, como si fueran dos niños discutiendo:
—¿No? ¿No tiene nada que ver? Qué pasa, tendría que haberme enamorado de ti y perseguirte aunque tuvieras nov...
—Dejemos en paz al tal Boaz —dijo Ada furiosa—, él no es ningún pretexto. Si te hubieras enamorado de mí o me hubieras querido de verdad, no te habría importado que tuviese novio o no.
Al igual que ella, ahuecó el cojín que tenía detrás y se sentó, pues de repente la conversación se había puesto seria de hecho; entonces lo comprendió, se había convertido en una conversación sobre la diferencia entre lo que esperan los hombres y las mujeres.
—Es decir —le dijo con precaución, tanteándola— que tendría que haberte buscado, haber corrido detrás de ti para después atacar y convencerte.
—Por supuesto.
No hay mujeres liberadas, se dijo Michael Ohayon, y no hay ninguna igualdad entre los sexos. Ni siquiera las mujeres quieren de verdad esa igualdad de la que tanto hablan, de hecho prefieren una división de papeles bien definida, y nada las hace más felices que tener una prueba evidente de que han nublado la razón del hombre. O en otras palabras: de que ejercen sobre él un poder mágico. Pero en ese momento no quería utilizar la palabra «poder» y prefirió hablar de la pasividad de Ada:
—Tenía que haberte buscado y despertarte de tu sopor respecto a mí, ¿o qué? —preguntó.
—No había ningún sopor —contestó Ada, y su voz sonaba como ofendida—, yo sólo reaccioné así porque noté que no te gustaba. Nada hacía pensar lo contrario.
Michael se encendió un cigarro y se puso el cenicero de barro en la rodilla, sobre la sábana.
—Es decir: ¿es el papel del hombre empezar, perseguir, convencer, cortejar y todo eso?
—Pues claro que es el papel del hombre, ¿qué te crees? —Ada le miró enfadada. Por un momento él no supo si hablaba en serio o en broma, divirtiéndose; y la débil luz formó sombras doradas en sus ojos cuando dijo con gran sentimiento—: ¿Qué querías? ¿Que \ o fuera corriendo detrás de ti? No lo volviste a intentar después del campamento de verano. Todas las noches en el campamento, durante una semana entera, y después, nada. Nada de nada.
Aunque Michael no recordaba que eso hubiese ocurrido «todas las noches», no quería que la discusión tomara otros derroteros. En vez de eso, recordó que había preguntado por ella cuando volvieron al colegio a comienzos del siguiente curso, y que le explicaron que había dejado el internado.
—Ya no estabas —protestó—, después de eso ya no estabas... —de repente se le ocurrió volver a preguntar lo que ella no le había contestado en las anteriores citas—: ¿Por qué dejaste el colegio?
Ada bajó la vista.
—Mi padre estaba agonizando —dijo muy deprisa, como si le costara hablar—, mi madre necesitaba... No se las arreglaba sola, tuve que... Terminé la secundaria después, antes de... antes de casarme con Yedidyah, y antes de irnos a Perú. ¿Por qué no me buscaste?
—Creía que tenías novio, que no te interesaba —volvió a decir, porque sintió que ese era realmente el tema del que ella quería hablar y que, si accedía a esa conversación, también comprendería otras cosas.
Ada agarró el edredón y él le tocó el brazo para tranquilizarla, pero ella volvió a decir con rabia:
—¿Quién te dijo eso? ¿Diste crédito a simples rumores? Yo no te dije nada de él, y a lo mejor le habría dejado por ti si me hubieses buscado. Es muy sencillo, tú no me amabas y no querías tomarte ninguna molestia.
Michael sonrió. Esa conversación, con sus vueltas y repeticiones, le resultaba divertida, aunque en el fondo fuera muy seria.
—¿Y tú? —la desafió—, si tanto me querías, ¿por qué no me buscaste?
Con la tiranía de una niña que le recuerda las reglas del juego a alguien que las ha olvidado, Ada dijo:
—Eso no funciona así, yo soy la chica, ¿no? El chico tiene que recorrer el mundo entero para encontrar a la chica, ¿no?
Entonces Michael le contestó con total seriedad, como alguien que ha sido llamado al orden:
—No lo comprendo, no comprendo cómo una mujer independiente, una mujer que ha cuidado durante años de un marido enfermo y de todas las cosas de la casa, una mujer que ha criado casi sola a dos hijos maravillosos, que se ha realizado desde el punto de vista profesional, cómo... —suspiró.
Ella le puso la mano en la mejilla.
—¿Te resulta difícil? —se rió.
—Me pregunto —reflexionó en voz alta— si es consecuencia de la educación familiar, o de las películas de Hollywood, con todos esos Humphrey Bogart. Les lanzan a mujeres con tacones de aguja y medias con costura detrás una miradita, antes de tirar el sombrero y abalanzarse sobre ellas. Para verlas en combinación de seda.
—Satén —corrigió.
—¿Qué satén?
—La combinación. Esas cosas las sé.
—Siempre negra.
—Pues negra. También puede ser rosa.
Él quería comprender de verdad, de una vez por todas —y con Ada sentía que podía obtener una respuesta verdadera—, el fundamento de las reglas del juego, pues muchas veces, a lo largo de su vida, las mujeres le habían achacado que no cumplía la función que le había sido asignada.
—Simplemente te estoy preguntando de dónde has sacado esa fantástica teoría sobre quién tiene que dar el primer paso —insistió.
—Cómo que fantástica. Es así. Y para todos es así: para mi madre, para Humphrey Bogart e Ingrid Bergman o Lauren Bacall. Es mi generación, así es en mi generación. Dicen que las chicas jóvenes de hoy día saben tomar la iniciativa, les he oído decir a muchas chicas jóvenes, hasta a mi hija, que hoy día las chicas pueden acercarse a un chico y proponerle... salir con él... Tampoco se casan a los veinte años, no tienen ninguna prisa. Pero a mí, quien no me quiera, no me interesa. Y tú, no hay más que hablar, quererme no me querías —las últimas palabras las dijo de nuevo con decisión, como si no hubiera discusión posible. Y precisamente por eso él se encontró otra vez discutiendo.
—¿Quién ha llamado a quién ahora? —le dijo como un niño pequeño.
—Vale, tú me has llamado primero —confesó sin fuerza, como derrotada.
—Quién se ha dejado la piel —insistió en el tono cantarín que había aprendido de Solomon—, y en medio de un complicado caso de asesinato se las ha arreglado para verte, por iniciativa propia, ¡dos veces! ¡Dos veces en veinticuatro horas! ¿Quién?
—Vale, tú, te lo agradezco. Creía que era para hablar y acabar con las informaciones discrepantes, para eso —dijo en un tono no muy convencido, con una especie de coquetería que volvió a hacerle gracia. Esta vez se rió en voz alta, pero era una risa mezclada con rabia:
—¿Así le llamas a eso? ¿«Informaciones discrepantes»? ¿Era todo lo que había? Crees que podríamos estar ahora así —agitó el brazo sobre sus cuerpos y tiró del edredón, que se había deslizado hacia abajo—, sin que hubiéramos hablado antes. Sin que supiéramos nada de nuestras vidas...
—Hay historias —le susurró en el hombro.
—¿Qué historias? —insistió, y le retiró la cabeza de su hombro para mirarla a los ojos, que estaban medio cerrados.
—Que dos personas —dijo Ada como soñando—, sin decir ni una palabra, que... se quieren tanto que... sin muchos preámbulos ni explicaciones, incluso sin conocerse de nada... de repente les invade una pasión desenfrenada y acaban juntos en la cama.
Michael se rió, pero esa risa no estaba llena de alegría como las anteriores. De pronto le alarmó que pudiera estar esperando de él una especie de aventura extraña. Él mismo notó la agresividad que había en sus palabras, pero no estaba dispuesto a que se diese ningún malentendido.
—¿Qué dices, sólo por una noche? ¿Eso es lo que querías que hubiera? —preguntó enfadado. Aunque sabía que no era eso lo que quería, deseaba oírlo de forma explícita—: De cualquier forma, esas personas no son yo.
—En mi vida —dijo Ada en tono airado y ofendido— he oído que alguien le diga a alguien en serio que... que le quiere, pero no en ese instante, que le espere un mes o dos porque va a estar ocupado de momento, que ahora tienen que esperar a que él... a que tenga la cabeza despejada. Estaba segura de que eran sólo palabras, de que no sabías cómo salir del atolladero o algo así.
Michael no se arrepentía de la precaución que había adoptado en sus anteriores conversaciones. Tampoco entendía bien por qué se sentía ofendida, pues para él detenerse era precisamente algo que demostraba la seriedad de sus intenciones y la posibilidad de estar juntos en el futuro. No quería volver a empezar una relación con una mujer mientras tuviese la cabeza ocupada en otro asunto. Si no hubiera sido por la fiesta y por su aparición repentina en el Migrás Harusim, de verdad habría preferido esperar a que su cabeza hubiera estado libre del todo.
—Ante todo, ya ves que no hemos esperado un mes o dos —dijo Michael—. Y además, míranos ahora, ¿estamos hablando sin más? Yo quería algo más de ti, eso es evidente. Y fuiste tú quien no quiso.
Se habían vuelto las tornas, y enseguida ella le volvió a recordar:
—¿Pero quién ha estado esperando a quién más de una hora? ¿Y encima antes de una fiesta? Y encima metida en ese cuartucho del Migrás Harusim, y además pidiéndole favores a ese horrible fascista, como-se-llame, Balilty.
—¿Qué podía hacer? —protestó Michael—. ¡Estaba en medio de una investigación criminal!, y temía no tener la cabeza para ninguna otra cosa.
—Siempre hay razones —sus dedos, que le estaban acariciando suavemente el pecho, se alzaron y deshicieron el anillo perfecto de humo que flotaba en medio de los dos—. Las razones no son un pretexto.
Ella no podía saber cuáles eran sus costumbres en el trabajo, se dijo, y tenía que explicárselo de forma explícita.
—Me conozco —dijo Michael—, sé muy bien que, cuando estoy trabajando, estoy completamente inmerso en lo que estoy haciendo y no existe nada fuera de eso, así es.
—¿Y yo qué? —gritó—, ¿yo no trabajo? ¿Yo no estoy preparando ahora un inmenso proyecto y...? Te lo he contado... He visto... Me parecía que escuchabas...
—¿Te parecía? ¿Es que crees que sólo hacía como que escuchaba?
—Perdona, sé que escuchabas.
—Entonces, ¿qué es esto? ¿Coqueteo? ¿Te crees que me gusta?
—Creo —dijo en tono conciliador— que es porque me he sentido ofendida, ya que, después de contarte que la semana que viene tengo que estar en Bruselas y en Amsterdam y entrevistarme con todos los responsables de la producción de la película, tú sigues hablándome de tu trabajo como si fuera un asunto de fuerza mayor o algo así.
—Dime una cosa —se agitó—, ¿de qué estamos hablando? ¿De quién quiere más?
—No, sí, de eso también —dijo Ada, confusa—, pero también de estos treinta años. Mira qué pérdida de tiempo, y pronto estaremos muertos. Pudimos...
Michael suspiró. «Estos treinta años» había sido el tema principal de las dos citas que precedieron a esa noche. Desde el primer momento discutieron. Ada no dejaba de pensar en el tiempo perdido y, por eso, le preguntó varias veces por las mujeres de su pasado y por las razones por las que vivía solo, y él accedió, a pesar de todo, a hablar de eso otra vez.
—Eres de las que creen en el destino —le dijo—, el hecho es que no pudimos.
—Por tu culpa —le pellizcó el muslo.
—¿Quieres decir que yo soy el culpable de todo? —dijo, en un tono entre interrogativo y afirmativo, y le besó la palma de la mano.
Ella juntó los dedos para tocarle, dirigió la mano derecha hacia su cara y su frente y la introdujo entre sus cabellos.
—Sólo tú —contestó Ada.
Exhaló su aliento dentro de la palma de la mano de Ada cuando volvió a decir:
—¿Porque no te busqué, ni te perseguí, ni me quedé en la puerta y tiré el sombrero?
—Porque ni siquiera pensaste en mí —respondió en un tono muy serio pero no acusador.
Y eso, sintiéndolo mucho, pensó Michael, era la pura verdad, aunque no fue del todo así. No pensó en ella de la forma a la que Ada se refería, no en el sentido de qué-hubiera-pasado-si —no en su cuerpo tal y como estaba ahora, y tampoco en su rostro, que ahora podía coger con las dos manos mientras le miraba—, pero ella formaba parte del tesoro de sus recuerdos y, de vez en cuando, la recordaba: cuando florecían los cítricos, por ejemplo, o al pensar en las mujeres a las que había besado. Entonces, delante de ese rostro alzado hacia él, se oyó decir:
—¿Quién ha dicho eso? ¿Quién ha dicho que no pensé en ti?
—Mucho peor —dijo Ada con desdén—, pensaste en mí y no hiciste nada al respecto, qué vergüenza.
—Soy una persona pasiva —dijo Michael sin pensar.
Primero se rió —y esa risa, que resonó en la habitación cálida, profunda y llena de alegría, habría disipado de golpe sus dudas si hubiera comprendido lo que él había dicho— y después reflexionó un momento y dijo:
—Sí, de hecho puede que sea cierto, incluso con todas tus historias de mujeres, recuerdo cómo te casaste. Ella quería, y tú te casaste.
—¿Cómo lo sabes? —se sorprendió.
—Me lo contaron, hubo gente que me lo contó —dijo Ada, y se mordió el labio inferior, un gesto que aumentó esa expresión infantil que en la cara de otra mujer de su edad podía resultar ridícula, pero que a esa cara pequeña, a esa nariz respingona y hasta a ese surco entre las cejas, le iba bien—. Tenía interés. Y, además, lo deduje de lo que me contaste ayer. A veces también comprendo lo que no se me dice explícitamente.
En lugar de preguntar quién se lo había contado, la acercó hacia él.
—Entonces, ¿quieres que ahora te compense por todo el tiempo durante el cual, según parece, tú estuviste interesada en mí y yo no estuve interesado en ti?
—También. Pero ahora lo que quiero es que me expliques cómo ha sido... cómo ha sido tan... cómo ha sido tan...
—¿Bueno?
—También, sí, bueno, pero eso lo entiendo, creo, pero cómo ha sido tan... tan auténtico, esa es la palabra: auténtico.
—Lealtad —dijo sin pensar, y él mismo se sorprendió de la palabra que se le había escapado sin sopesarla—. Y no me pidas que lo explique —añadió—, porque no tengo explicación, tan sólo la siento, de ti hacia mí y de mí hacia ti.
—Lealtad —se ofendió—, en este caso qué es, ¿amistad? ¿Relación laboral? ¿Y qué hay de la pasión? ¿Qué hay de...? ¿Qué hay del amor?
—Es lo mismo —dijo Michael muy deprisa—, para mí, al menos, pero también para ti —esperaba que comprendiera a qué se estaba refiriendo. Esperaba poder explicar en pocas palabras que cada uno había tenido experiencias y se había quemado, y que los dos estaban en un momento en el que ya no había necesidad de juegos amorosos y amatorios y, precisamente porque se habían conocido de jóvenes y se habían tocado el uno al otro antes incluso de conocer de verdad la esencia de la vida y el camino tortuoso por el que cada uno iría, precisamente por eso podía haber entre ellos una intimidad así, una intimidad que no era posible entre extraños.
—¿Cómo que lo mismo? —preguntó Ada, en un tono donde se mezclaban el asombro y el reproche—, ¿lealtad y amor son lo mismo? ¡Qué dices!, ¡son dos cosas completamente opuestas! Cuando dos personas se enamoran hay... Es algo, es la guerra, no hay ninguna lealtad. Cuando te enamoras tienes miedo todo el rato, y yo ahora, yo no... no tengo miedo, de cualquier modo no de eso, sé que no me harás nada malo y que no habrá juegos, ¿entonces eso es estar enamorado?
—No lo sé, si tú llamas estar enamorado a lo que ocurre entre el hombre ese del sombrero negro y la mujer esa de la combinación negra, puede que sea una contradicción, porque ellos... ellos lo que buscan es otra cosa...
—¿Sí? —preguntó en un tono agresivo, casi amenazante—, explícame qué es lo que buscan.
—¿Ellos? —dijo Michael con desprecio y, con total sinceridad y sin dudarlo, le reveló algunos de los pensamientos que se habían ido formando en su cabeza a lo largo de los años en los que había conocido a las mujeres—: Ellos buscan emociones del tipo... emociones en tecnicolor, no tienen ningún interés el uno por el otro, están enamorados de la aventura, de lo que les pasa, de su reflejo el uno en el otro. No tienen ningún interés salvo en la emoción, en la guerra, en vencer, en meterse al otro en el bote.
—¿Mientras que nosotros...? —se tumbó de lado y sus ojos oscuros se abrieron de par en par en actitud expectante.
—Mientras que nosotros... —por un instante le costó hablar. Y si entendía mal lo que iba a decirle, tal vez ella no fuera quien él pensaba que era, quien quería que fuera— nos vemos el uno al otro de verdad. Nosotros hemos encontrado, tú y también yo, algo diferente, en la parte más bonita que tenemos, algo que aún no se ha echado a perder. Yo en ti y tú en mí.
Aunque hizo que se disgustase, se sintió aliviado al oírle decir medio ofendida:
—Aún ni siquiera te he dicho... aún no te he dicho que yo... No estamos hablando de amor en absoluto, tú no quieres saber... No me preguntas si yo...
—¿Qué hay que preguntar? —la pequeña cara de Ada, apoyada en su pecho, subía y bajaba al ritmo de su respiración—. Te he visto y te he oído. Obsérvanos, ¿hay algo que preguntar? Yo sé que me quieres, sencillamente lo sé. Y tú también lo sabes.
—Yo... yo no, yo no sé nada si no me lo dicen —Ada se rebeló y apartó la cara de sus manos.
—Sí que lo sabes, pues claro que sí —le dijo y, sin sorprenderse ya de su propia seguridad, añadió a modo de aclaración—: lo que pasa es que no quieres renunciar al decorado, al piano de Casablanca y a la combinación, pero eso son tonterías.
Se tapó la cara con el brazo de él y susurró:
—Si son tonterías, ¿por qué no me lo concedes y terminamos de una vez?
—De ninguna manera. No soporto esas cosas.
—¡No las soportas! —se asombró—. Pero durante todos estos años, sé de todo tipo de... Y seguro que hubo... flores y velas y combinaciones y todo..., y que tuviste aventuras con mujeres casadas, hubo hoteles y de todo, ¿no?
—Hubo todo eso —dijo Michael, tragando saliva con gran esfuerzo. Aquello no tendría sentido si no le decía la pura verdad—: pero me gusta así, como ahora, con fraternidad. Es lo que realmente siempre he querido.
—Y eso es posible gracias a la... ¿lealtad? —preguntó en tono dubitativo.
—Lealtad y comprensión y compañerismo y... De acuerdo, amor, ¿es lo que querías oír?
—¿Y dónde ha estado todo eso durante estos treinta años?
—Ohoo, ¿otra vez vuelta a empezar? —movió los ojos en señal de protesta—, ¿es que aquí no se puede dormir?
—Normalmente a las seis de la mañana ya no se duerme —le provocó—, pero te daré esa satisfacción si...
En el pequeño sillón en la esquina de la habitación, donde había dejado la ropa, sonó un pitido agudo que la ropa no amortiguó.
—¿Qué es eso? —preguntó Ada, y se sentó.
—¿Eso? Es el beeper, esto es lo que hay.
—¿Te llaman? ¿Antes de las seis de la mañana?, ¿un día de fiesta?
—El mundo reclama ahora su libra de carne: estoy en medio de un caso —dijo, mientras cogía los vaqueros azules y miraba el busca—. Tengo que llamar por teléfono.
—¿Urgente? —dijo Balilty—. Claro que es urgente. Crees que te habría molestado si no fuera... Resumiendo, dos cosas: primero, hay un nuevo móvil, pero eso puede esperar, y segundo, la niña ha desaparecido.
—¿Qué niña? —preguntó Michael. Tenía el auricular presionado entre el hombro y la oreja mientras cogía la camisa blanca de la alfombra, junto a las patas del sillón, y le daba la vuelta a las mangas.
—Estaba dando una vuelta por aquí, repasando las cosas, después de hacer pedazos a ese Abital —continuó Balilty sin interrupción, como si no hubiese oído la pregunta—, y hace media hora entro en la comisaría y ¿a quién veo junto al policía de guardia? A tu niño.
—¿A quién? —preguntó Michael atónito—. ¿A Yuval? ¿En la comisaría?
—No, pero qué dices, Yuval no, estoy hablando de tu agricultor, el brillante sargento Yair, estaba junto al policía de guardia hablando de las rosas. A las cuatro y media de la madrugada estaban hablando de las rosas y de la enfermedad de los geranios. ¿Sabías que ahora hay una fuerte plaga de...? ¿Cómo se llama eso, niño? —Balilty se calló un instante, por el auricular se oyó una voz grave al fondo y, después, dijo el jefe de la unidad de información—: Eso es, un virus que ataca el color de los geranios, ¿lo sabías? Yo tampoco lo sabía, resumiendo, estaban hablando de los virus de los geranios y yo me detuve a escuchar, porque mi Mati tiene un montón de macetas con geranios y pensé que a lo mejor aprendía algo y... Da igual; resumiendo, ¿y quién entró? La madre de la niña con el hermano mayor y su novio, novio novio, van en serio, son pareja; y el novio, se llama Peter Obarian, es australiano, se presentó y...
—Danny —dijo Michael en tono de advertencia—, ¿cuándo vas a ir al grano?
—Te lo estoy contando, ¿no? —protestó Balilty—. Te pasas la vida gritando que los detalles son importantes y ahora, de pronto, tú... Da igual. ¿Qué, te lo has pasado bien?
Michael carraspeó.
—Bueno, vale, ya veo que no estás solo; de cualquier modo, ese tal Peter nos ha dicho que la niña ha desaparecido.
—¿Qué niña?
—Pues la niña. Eli Bahar dice que hablaste con ella en la acera, junto al coche, que le diste tu número de teléfono. La niña que ayer... ¿fue ayer?
—Sí, ya me acuerdo. ¿Dónde está?
—Es lo que te estoy diciendo: ha desaparecido. Y como estábamos, por casualidad, junto al policía de guardia y ellos han venido a notificarlo de inmediato, he comprendido que podía estar relacionado, y no sólo yo he entendido eso, también nuestro Buda ha entendido lo mismo, hasta se lo ha dicho al policía de guardia, de forma algo flemática, pero lo ha dicho, aunque Drury me venga con que no hay relación alguna.
—¿Drury está ahí? —Michael puso voz de asombro, pues le sorprendió que el comandante de región estuviera por la noche en el Migrás Harusim—, ¿ahora? ¿A las seis de la mañana? ¿Un día de fiesta?
—Es por la situación. Yo tampoco me lo creía al principio, le he visto salir de su despacho, ¡a las cuatro de la madrugada! ¡Un día de fiesta! ¡Imagínate! Le he dicho: «Drury, qué pasa, eres nuestro comandante de región y no descansas ni de día ni de noche», y me ha dicho: «¿No lo has oído? Ha habido disturbios en Bet Tzafafa, los judíos han arrojado cócteles Molotov contra los árabes». Y también me ha preguntado dónde estabas, así, sin tomar aliento, «¿dónde está el superintendente Ohayon en días así? Quiero que el jefe de la unidad de investigación esté día y noche aquí cuando hay disturbios». No te preocupes —añadió Balilty en tono altanero—, te hemos cubierto las espaldas. Dime, ¿es que no has oído las noticias? No te molestes, no oirás nada en la radio, en la radio no hablan de esas cosas; de todos modos al final ha dicho...
—¿Y la niña? —preguntó Michael.
—Drury ha dicho que ha podido ser por la situación de inseguridad; él en persona, imagínate, se ha parado y le ha preguntado a esa madre que no paraba de llorar si la niña tenía amigos en Bet Tzafafa, y ella le ha espetado directamente: ¿cómo que amigos árabes su hija?, ¿qué iba a hacer ella con los árabes? —Balilty bajó la voz y, en un tono dramático, advirtió—: Sí que hay alguna relación con los árabes, pero no quiero hablar de esto por teléfono —y con su voz normal añadió—: Baqah, le ha contestado Drury, está cerca de Bet Tzafafa.
—¿Cuándo ha desaparecido? —preguntó Michael.
—Habla con Eli, él te pondrá al tanto de todos los detalles.
—¿Dónde está? —oyó preguntar a Eli Bahar cuando Balilty le pasó el teléfono.
—Toma, habla con él —contestó Balilty, y otras voces se oían al fondo.
—¿Dónde estás? —preguntó Eli y, como Michael no contestaba, le dijo—: Bueno, no importa, ¿te acuerdas de Peter Obarian, ese australiano que te presenté ayer, delante de la casa de los Bashari?, ¿y de que había una niña con él? Es la hermana pequeña de su amigo, se llama Nesia.
—¿Qué amigo?
—Pero bueno, ya te lo conté a su debido tiempo y dijiste que te acordabas. El electricista, Yigal Hion, y ella es la niña que estaba en la calle, a la que preguntaste por Zahara...
—Sí, sí, ¿y?
—Pues hace un cuarto de hora se han plantado aquí, sin llamar siquiera. Yair y Balilty me han avisado, pensábamos no molestarte si no era estrictamente necesario. Su madre ha venido con ese tal Peter Obarian y su amigo Yigal y han informado de que la niña no está. Ni siquiera ha dormido en su cama. Ha desaparecido. Yair está convencido de que tiene alguna relación con el caso, aunque —su voz se hizo inaudible— Balilty te diga que ha sido idea suya, ha sido idea de Yair. Al instante lo ha dicho. ¿Cómo iba a irse a pasear con el perro y no volver, así sin más? ¿Desde ayer por la noche? He visto que has dejado aquí el coche, ¿quieres que...?
—No, no, ya voy —murmuró Michael y miró en tono interrogativo a Ada, que ya estaba de pie junto a la cama, abrochándose rápidamente el cinturón de la bata azul. Él colgó el teléfono.
—¿Qué niña? —preguntó Ada—. ¿Le ha pasado algo a una niña? ¿Tiene que ver con...?
—Una niña de diez años y medio de la casa de enfrente ha desaparecido —dijo Michael y se fue hacia el cuarto de baño. Ada le siguió y sus pies descalzos golpeaban las baldosas.
—¿Enfrente de qué casa? ¿Enfrente de mi casa? ¿La que he comprado? —preguntó con pánico manifiesto.
—No, enfrente de la casa de la familia Bashari. Desde ayer por la noche. Sacó a pasear a la perra y no ha vuelto —dijo Michael mientras se lavaba la cara. A afeitarse no le daba tiempo, pensó al tocarse la barbilla, y a su derecha vio la cara de ella reflejada también en el espejo.
—Otra más —se retorció los dedos—, primero esa chica, Zahara, y ahora una niña...
—Ha desaparecido. Los niños a veces... A lo mejor ha discutido con su madre..., a lo mejor se ha ido a casa de algún amigo, no conozco los detalles, no estoy seguro de que haya relación entre los casos —pero a sus oídos llegó también el eco vacío de sus palabras, en las que no creía.
—¿Crees que también estará en ese desván?
—No lo creo. Y ya te lo he dicho, a lo mejor no hay relación alguna.
Ada se sentó en el borde de la bañera. Sus palabras no la tranquilizaron. Por el escote de la bata Michael vio que respiraba con dificultad.
—Tengo que devolver esa casa —dijo—, no tenía que haberla comprado —Michael dejó la toalla y se inclinó hacia ella.
—¡Qué dices! ¿Qué tiene eso que ver? —preguntó Michael.
—No sé —sus ojos estaban medio cerrados—, la gente no puede evitar lo que les toca, lo que está escrito.
Ya había tenido la oportunidad de observar ese lado suyo al hablar de la mano del destino, y, pese a todo, le asombró encontrar materializadas esas supersticiones en una persona como ella.
—¿Dónde está escrito? —se apresuró a preguntar.
—No lo tenía que haber hecho —se lamentó Ada, como si no hubiese oído la pregunta—, esa casa no... no era para mí, no me estaba destinada. Llevaba años observando esa casa y sabía que no era para gente como yo. Que era... demasiado bonita, demasiado cómoda, con demasiada personalidad. Demasiado cara. No era para mí. Era demasiado... Y mira, es un hecho.
—¿Qué es un hecho? —se sentó a su lado en el borde de la bañera y le rodeó los hombros con el brazo. Y al tocar ese hombro tan fino y esa clavícula tan delicada, intentó acallar en su interior la voz que le incitaba a apresurarse.
—Es un hecho que desde que es mía, aún antes de empezar a vivir en ella —dijo, y de su voz se escapó un gemido—, primero el... cadáver y después una niña que... ¿y a santo de qué decidí construir también en el tejado? Romper el suelo y reforzar suelo y paredes y aislarla, sobrepasa el presupuesto que... yo... Sabes que no puedo permitirme esas cosas, toda la vida para una vivienda así a mi edad... Y el tejado..., seguro que no habría tenido que tocar el tejado; todo por ambición. Esa casa es ambición, y el tejado más aún.
—Se puede ver completamente al revés —dijo Michael.
—¿Cómo? ¿Cómo que al revés?
Vio la cara de Yuval con cuatro años, aterrorizado delante de la jaula de los hámster a los que se encargaba de dar de comer en Shabbat, cuando la guardería estaba cerrada. Oyó su voz dulce turbada por el terror y gritando: «Están muertos, papá, están muertos, me he dormido y... se han muerto. Yo los he matado, la maestra Ora se va a enfadar conmigo. ¿Me va a matar la maestra Ora?». Los ojos de Ada estaban fijos en él como los ojos de Yuval, aterrorizados y esperando una salvación en la que ya no creían.
—Sabes muy bien —dijo Michael— que Zahara Bashari no ha sido asesinada porque tú hayas comprado una casa. Sabes que si no hubiera sido asesinada en esa casa, habría ocurrido en otro sitio. El que la asesinó no sabía que precisamente tú habías comprado la casa.
—Pero utilizó la entrada que hicimos hacia el tejado —dijo Ada lloriqueando—. Si no hubiera empezado por el tejado...
—¿Crees de verdad que porque hiciste una entrada hacia el tejado...? ¿Y si tenía ya otra entrada exterior? Y además da igual, ¿crees que por eso asesinaron a Zahara Bashari?
—Ya no sé qué pensar —dijo con una voz ahogada, conteniendo el llanto.
—¿Crees —dijo pensativo— que has revivido el mito de los desvanes? ¿Que, como en una novela gótica, hay alguna apertura detrás de la cual aparece el mal? ¿Que se oculta en los desvanes? ¿Eso crees?
—Sólo sé que no tenía que haber ido tan... tan lejos con...
—¿Con qué? ¿Con el deseo de tener una casa que te gustara? ¿Qué es esa casa? Cualquiera diría que has comprado un palacio, es bonita pero tampoco hay que exagerar... Ni siquiera es una casa, es un piso dentro de una casa... Y además, si hablamos en serio... ¿Podemos hablar en serio?
Ella asintió y se sonó la nariz.
—Mira, yo no digo que el mito del desván sea un cuento. La gente cree... No es que crea, tiene miedo de que detrás de las cosas (debajo de la tierra, en el sótano, en los refugios, detrás de las paredes, en lugares imperceptibles) se oculte el caos, y de que si se abre el sótano o el refugio o, lo peor de todo, el desván, aparezca un cadáver. ¿Hasta aquí lo has entendido?
—Pero no me consuela. Es un hecho, abrí el desván y apareció un cadáver, ¿no?
—Vale —dijo Michael—, ya ha aparecido. ¿Entiendes? Ya no hay de qué tener miedo, el cadáver ya ha sido encontrado y allí no hay ninguno más. Y sótano no tienes. Ya no hay ningún demonio oculto, ¿es verdad o no?
Ella no dijo nada y sonrió ligeramente.
—Está muy bien que me tranquilices así, pero eso no es exactamente lo que...
—Pues hagámoslo más sencillo, hasta simple —dijo Michael con paciencia—, desde otro ángulo: si no hubieras empezado por el tejado, la habría asesinado abajo, o en otra casa. Y además, si no hubieras comprado la casa y tocado el tejado, y si no hubieras ido a revisarla antes de la reforma, no habríamos encontrado a Zallara Bashari. Y si no la hubieras encontrado allí, tú y yo no nos habríamos vuelto a ver después de todos estos años y...
—¡¿Lo ves?! —gritó—, ¡todo es casual! No hay aquí nada pensado de antemano, todo este encuentro es casual.
—Al contrario —contestó Michael, y en vez de recordarle sus palabras sobre la mano del destino que había hecho que se encontrasen, dijo—: Todo es exactamente lo contrario a casual. Esa casa era para ti, porque te gustaba muchísimo. También se adaptará a ti y disfrutarás mucho de ella. Las personas deben vivir en un lugar que les guste, que sea su hogar, en el sentido profundo de la palabra. Compraste la casa porque decidiste hacer algo que querías, y a quien se atreve a hacer lo que quiere de verdad se le abre también una puerta a otras cosas que quería antes, a todo tipo de cosas a las que creía haber renunciado.
—Se me había olvidado —inclinó la cabeza—, tú no crees en la casualidad, cuando tenías diecisiete años ya no creías en ella, tendrías que haber... —le miró y se calló.
—¿Qué tendría que haber hecho? —como ella se había calmado y había dicho esas cosas con relativa tranquilidad, sentía curiosidad por saber a qué se refería.
—Continuar el doctorado en historia —dijo Ada—, ser historiador. Alguien que no cree en la casualidad es exactamente... ¿Qué diablos haces trabajando en la policía? Cómo se puede vivir así, todo el rato con toda esa sangre y esas cosas tan espantosas; bueno, seguro que uno se acostumbra.
—No, uno no se acostumbra —dijo Michael—, ¿quién ha dicho que uno se acostumbra? Al contrario, te vuelves cada vez más vulnerable. Tú misma me dijiste que la vida se vuelve cada vez más compleja. ¿No me dijiste que no nos hacemos inmunes a todas las maldades que vemos a nuestro alrededor?
—¿Yo? ¿Cuándo he dicho eso? —dudó.
—Anteayer por la noche, en el café de enfrente de correos, antes de despedirnos.
—¿Cómo es que te acuerdas? —se sorprendió.
—Estaba allí. Cuando estoy de verdad en un sitio no olvido nada. También tú te acordarías si no hubieras estado tan hundida a causa..., bueno, a causa del cadáver y de Balilty, el capataz y todo eso. Pero precisamente el hecho de recordar es lo que lo hace todo más angustioso. En un trabajo así nos enfrentamos día tras día a la necedad, a la maldad y a todas las perversidades del género humano. Sobre todo si tienes memoria. Uno se encuentra todo el rato ante la duda de qué es lo que más abunda, la necedad o la perversidad.
—¿Entonces por qué no lo dejas? —le volvió a preguntar, pero él no estaba preparado para responder en esos momentos a esa pregunta.
—¿Y cómo te habría encontrado? —entonces también él se rió—. Si lo hubiera dejado hace una semana, no nos habríamos encontrado así.
—¿Quieres decir que esa casa que he comprado, con la que he estado soñando toda mi vida y también esta... —su brazo les rodeó a los dos— esta historia nuestra...? Como si los dos... camináramos sobre cadáveres. Como si, perdona el dramatismo, como si... estuviéramos manchados de sangre.
—Dime una cosa —se irritó—, ¿tú has asesinado a alguien para conseguir esa casa? ¿Yo he asesinado a alguien para llegar a ti?
—Tú... No hagas como que no entiendes. Es muy sensato ser racional ante las supersticiones.
—Tú lo has dicho —se levantó del borde de la bañera, miró el reloj y se acercó a la puerta.
—¿Qué he dicho? —preguntó en voz baja, levantándose también.
—Supersticiones, tú lo has dicho —y le recordó que tenía prisa.
—Te llevo —se apresuró a decir—, y así tendremos unos minutos más para estar juntos —se acercó a él—. Ahora me dirás algo como «¡Mujeres!», ¿o no? No hace falta. Sí, ¿qué pasa? ¿Crees que no sé que son supersticiones?
El trayecto, que en una mañana normal se tardaba en recorrer una media hora o más, les llevó sólo diez minutos. Iban en silencio. Como era fiesta y muy temprano las calles estaban vacías y silenciosas, pero el ambiente festivo se vio perturbado. Apartó la mano de ella para subir el volumen de la radio, que estaba dando las noticias sobre los disparos de la noche anterior —«disturbios» los llamaron— y sobre los lugares donde había habido muertos. Desde el pogrom (a pesar de Balilty, que le llamaba traidor, se empeñaba en llamar así a la noche de Yom Kippur en la que, en la parte baja de Nazaret, árabes israelíes murieron por los ataques de una muchedumbre de judíos) escuchaba cada vez con más miedo las noticias, pero, incluso cuando debía prepararse para el trabajo, se negaba a no prestarles atención.
Se sentía casi flotando, como si durante la noche se hubiese desprendido de la piel, y no sólo por el acto amoroso, un acto que le permitió detenerse en sí mismo y gozar de Ada, cuyo cuerpo joven no conocía, pero sintió que lo había conocido durante todos esos años, y que cada contacto le producía el placer de la sorpresa y al mismo tiempo la dicha causada por la confirmación de lo que aparentemente ya sabía. Apagó la radio y miró su perfil, los labios temblorosos y las delicadas líneas de las comisuras, el tenue vello sobre el labio superior y la nariz respingona, y le embargó la alegría. Ese rostro con expresión grave y contenida le conmovió. En ese momento debía hacer salir de su interior una naturaleza diferente para poder volver al Equipo especial de investigación y a la niña gordita del chándal azul y a la perra que había desaparecido con ella, al parecer una caniche; la niña se llamaba Nesia y Michael ya había presentido que sabía más de lo que decía, y al parecer estaba en lo cierto. Eso la había perjudicado, y él no había tomado a tiempo las medidas oportunas. Si sospechaba que sabía algo, ¿por qué no se preocupó de protegerla? ¿Por qué no envió allí a un policía, o la trasladó a otra parte? Es cierto, no se podía proteger a todo aquel que sabía algo, pero, si de verdad había desaparecido la niña por eso, estaba claro que se trataba de alguien del entorno más cercano, del barrio o incluso de la calle, alguien de dentro; pero qué era ese «de dentro», eso ya no lo sabía. Y, entre la imagen de la niña y la imagen del rostro destrozado de Zahara, estaban Ada y el olor a miel de su piel morena y sus ojos marrones entornados como con recelo, y los pechos tersos y pesados, tan distintos de los pechos incipientes de aquellos días, y tan sorprendentes en ese cuerpo juvenil y delgado. Todo eso podía fortalecer a alguien que estaba inmerso en una investigación criminal pero, a pesar de todo, al girar junto a la plaza de Francia, le asaltó el temor de que le costara despedirse, de que tal vez la total liberación que se había permitido, que no era habitual en una primera noche con una mujer ni en otras muchas noches posteriores, comportara también el abandono de todas sus obligaciones profesionales.
Ada retiró la mano de la palanca de cambios y la puso sobre la de Michael. Por la ventanilla abierta respiró el aire frío y puro —el cielo ya se había aclarado y su color azul anunciaba un día lleno de sol, resplandeciente y diáfano— y miró las murallas de la Ciudad Vieja, que aparecieron de pronto, por un instante, por detrás del parque de la Independencia, cuando el edificio del Sheraton Palace dejó de taparlas, azuladas y majestuosas, y pensó en la ciudad y en las ofensas que se le causaban, ofensas que el sol iluminaba y cubría de sombras: alerones superfluos asomando sobre las aceras, botellas de cerveza vacías, latas aplastadas, colillas de cigarros, periódicos viejos, montones de basura a la entrada de los restaurantes a lo largo de la calle Rey Jorge y de la calle Yafo. Dos filipinos estaban tumbados en las escaleras del banco de la plaza Tzion.
—¡Qué asco! —murmuró Ada cuando detuvo el coche delante del semáforo.
—¿El qué? ¿Esos filipinos?
—No, ¿qué filipinos? Esos sólo son unos pobrecillos, no tienen a dónde ir en el medio día libre que les dan. Qué asco de ciudad, con tanta suciedad, eso es lo que me repugna. Ahora todo sale a la calle, y no sólo la basura. Quien se quede aquí, y encima compre una casa, está loco.
—Puedes dejarme aquí —señaló el puesto de lotería que está en la esquina de la calle Reina Helena—. Puedo subir andando, y así puedes seguir recto y volver a la cama.
—Te dejaré donde yo quiera, si es que quiero —murmuró Ada y giró hacia la calle—. Y no voy a volver a ninguna cama. Yo también me voy a trabajar, por solidaridad, y tú me vas a llamar y a decirme qué ha pasado exactamente con la niña. Mira qué cúpula —señaló hacia la iglesia rusa cuyas torres brillaban con el sol—; no se puede mirar a la calle, si se quiere algo de belleza hay que mirar hacia arriba, hacia el cielo.
—Y por eso —dijo cuando el coche se detuvo en el Migrás Harusim, a cierta distancia de la entrada principal— es mejor construir también en el tejado. Porque así se puede mirar hacia arriba.
—Lo único es que allí había un cadáver —le recordó Ada, mientras él se disponía a abrir la puerta del coche.
—Y como lo encontramos —dijo Michael con paciencia— hemos recibido un premio. Yo lo he recibido, de cualquier forma. Y tú también, creo.
—Es decir —le dijo mientras sacaba las piernas del coche—, ¿que vivimos de su cadáver?
—O al revés —le contestó, ya había rodeado el coche y estaba junto a la ventanilla abierta de Ada, acariciándole el brazo—, a pesar de su cadáver. Y a pesar de que también nosotros seremos eso al final. A pesar de los muertos.