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Cerca de media hora llevaba Netaniel Bashari en la puerta de la sinagoga Y volverán tus hijos a su territorio, en la esquina de la calle de la Estación y la calle Naftalí, y el mundo entero le irritaba. Estaba esperando a su hermana Zahara, por su culpa había cancelado una cita importante, y Zahara no llegaba. A lo mejor se había confundido de hora o de día, pues Zahara no era una persona que dejase de acudir a una cita sin avisar y tampoco era olvidadiza. Aun así sentía no haberle recordado por la mañana la cita que tenían a las dos de la tarde. Era una cita importante para ella, pues quería comprobar con él la acústica del interior y del atrio, donde estaba puesta la sukká con todos los adornos, la cabaña para la fiesta de Sukkot. En ese momento, en ese largo rato que llevaba delante de la puerta, la idea de su hermana de cantar por la noche, al comienzo de la fiesta de Sukkot, le parecía aún más absurda que cuando se la planteó por primera vez.

Qué se le había metido a Zahara en la cabeza para llevar meses discutiendo con él sobre un concierto para los vecinos del barrio. Al principio sopesó hacerlo en casa de Linda, y después, cuando eligió la sinagoga y le expuso la idea a Netaniel con gran entusiasmo, se sintió ofendida ante su negativa y se enfadó, y ni siquiera se le pasó el enfado cuando él se disculpó diciendo que era una broma y dejó a un lado sus reservas; no se calmó hasta que Netaniel aceptó y accedió a que se llevara a cabo al empezar la fiesta lo que él llamó en broma su «sueño folclórico». Y precisamente debido a esa discusión que precedió a su consentimiento final —si se podía llamar así a ese ataque al que él se empeñó en no responder— estaba en ese momento mucho más preocupado: tal vez Zahara realmente le estaba reprobando su actitud y tal vez hasta podía estar apartándolo de ella, con lo que ya nunca volverían a estar tan unidos como antes.

El «sueño» incluía la construcción de un pequeño museo de barrio en un ala de la sinagoga, donde Zahara pretendía exponer «el esplendor de la cultura judía yemení —así lo definió—, una cultura que unos desgraciados como el presidente del gobierno, ese asesino, y el rabino Meshulam habían conseguido dejar completamente en el olvido». En el gran sótano del edificio de la sinagoga ya había almacenado cajas con fotografías que había estado reuniendo desde que era niña, joyas originales heredadas de su abuela, su madre y sus tías (y otras que había comprado a buen precio), tapices, telas y vestidos bordados, muebles y utensilios de cocina, herramientas de trabajo de orfebres, sastres y zapateros: entre otras cosas había unas viejas tenacillas y un pequeño martillo, y también grapas y una pequeña barrena que se utilizaban para arreglar cacharros de barro. Zahara pretendía presentar todo eso en exposiciones temporales en el ala de atrás de la sinagoga, y mostrar así «los aspectos más coloristas de la vida de los yemeníes». Netaniel tuvo que aguantar que su hermana se dirigiera a los miembros del comité directivo de la sinagoga, y que se autorizasen esos proyectos en su ausencia, a pesar de sus conocidas reservas, e intentó darle una explicación lógica de su postura básica y de sus temores a que un museo sobre la herencia yemení enturbiara la imagen progresista de la sinagoga. Se tuvo que contener para no decirle que ese empeño suyo por indagar en las raíces históricas de su comunidad y de su familia le parecía un error y le producía rechazo y, últimamente, también preocupación.

Sintió cierta tranquilidad al pensar en los nuevos aires que estaban llegando a la sinagoga, que había estado durante años medio en ruinas y no congregaba más que a algunos ancianos persas e iraquíes que habían permanecido en el barrio. Él mismo había ideado el nuevo proceso y convenció a los ancianos de que abrieran la sinagoga a otros para que se convirtiera en una sinagoga avanzada e integradora («moderna», era la palabra que utilizaba ante el puñado de ancianos que le visitaban asiduamente en Shabbat y en las fiestas); un lugar donde pudieran rezar también los ashkenazíes y, sobre todo, los nuevos vecinos del barrio, los que llegaron después de la Guerra de los Seis Días desde Estados Unidos, Sudamérica y Europa (siempre y cuando fueran ortodoxos pero no «negros del todo»; no le daba ningún apuro llamar así en las reuniones de la asamblea a los ultraortodoxos extremistas).

¿Por qué estaba Zahara tan enfadada con él? Todo lo que quería era convertir el edificio en ruinas en un centro social donde también se organizaran actos culturales y celebraciones familiares. Habían sido necesarios muchos esfuerzos para vencer la oposición de los que rezaban habitualmente allí, pues no veían con buenos ojos el poder ashkenazí; y tuvo que hacer todo tipo de maniobras, con paciencia y diplomacia, para lograr que dieran su consentimiento; «los americanos y los franceses», les aseguró, «no son ashkenazíes normales, no son como los veteranos de Polonia y Rusia, ni siquiera son ashkenazíes»; insistió, y hasta llegó a utilizar para apoyar esa idea el nombre de su padre, una persona muy querida en la comunidad, cuya indiferencia se interpretó afortunadamente como una postura favorable. Cumplió todas sus promesas: prometió restaurar el edificio y «hacer de él un palacio», y en esos momentos, cinco años después, aunque no era un auténtico palacio, nadie podía negar que había sido reconstruido espléndidamente; prometió que el edificio sería «una casa para todos los vecinos del barrio», y era cierto que casi cada tarde se organizaban actividades culturales o sociales, como en el centro social de Rehavia o en un buen centro cultural. Incluso en esos momentos, cinco años después de haber convencido a la docena de veteranos que rezaban allí de que le apoyaran, no podía evitar suspirar cada vez que recordaba cómo había logrado arrancarles su consentimiento, tanto porque era de familia yemení como porque los años les habían enseñado que no había que resistirse a los cambios que transformaban la fisonomía del barrio.

Y cómo podía Zahara acusarle a él —¡a él!— de «indiferencia social», después de haber dedicado casi todo su tiempo libre a la restauración y hasta de haberse asignado de buen grado el puesto de administrador e incluso de haber accedido —sin dejar traslucir su gran pasión por cantar— a hacer las veces de cantor sinagogal en Yamin ha-Noraim. Y después de todo eso Zahara le acusaba de pragmático. Realmente era una acusación difícil de entender, pues, a fin de cuentas, ¿qué era lo que él quería? ¿No era estrechar los lazos entre los vecinos lo que quería? Y si era un barrio donde a priori todos se conocían, ¿por qué no integrarlos a todos en una misma comunidad? Sencillamente era difícil creer que alguien que quería cambiar algo se tropezara con tantos obstáculos; obstáculos como el rabino Stiglitz, por ejemplo, que llegó al barrio desde el ultraortodoxo Kryat Matersdorf. Uno podía perder los estribos al toparse con la insensatez del ministerio encargado de los asuntos religiosos y de la alcaldía de Jerusalén, que les enviaron a un rabino como ese que ignoraba por completo el espíritu especial del lugar, y no permitía a cualquier judío, siempre y cuando fuera creyente, participar en la experiencia religioso-cultural que ofrecía la sinagoga del barrio. ¿Acaso no había llegado el rabino Stiglitz una hora antes y había informado de que la sukká, en cuya construcción y adorno habían trabajado todos con los niños desde que acabó Yom Kippur, no era apta para los observantes? ¿Y por qué? Porque sólo la mitad de la sukká estaba cubierta, y por eso un judío creyente no podía sentarse dentro.

«Un buen creyente», sentenció el rabino Stiglitz, «no puede sentarse dentro de una sukká no apta». Y en esos momentos, a las dos de la tarde, dos horas antes de que empezase la fiesta, quién iba a ser capaz de poner una techumbre a la mitad del techo que había quedado expuesta al cielo. Y no era sólo la techumbre lo que faltaba, el rabino Stiglitz ese también criticó el proyecto artístico y recordó de pronto que «una voz de mujer es impura». Menos mal que Zahara, al no llegar con puntualidad a la cita, se había ahorrado todo eso.

Ese día todo irritaba a Netaniel Bashari. Cuando estaba delante de la sukká, mientras el rabino inspeccionaba la techumbre, vio a Linda en aquel flamante Rover plateado que sabía perfectamente a quién pertenecía; y al instante salió Moshé Abital, abrió la puerta del copiloto, le tendió la mano como un caballero y le llevó las bolsas de la compra hasta la puerta de su casa. Se podría pensar que una mujer divorciada era un bien sin propietario, y que cualquier blenorrágico o leproso podía pegarse a ella. Y cómo le tomaba el pelo con sus modales de caballero, ese Abital, un marroquí disfrazado de francés, un mujeriego sin responsabilidades. Y cómo le miraba Linda, a ese Abital-Abutabul, con ojos agradecidos, y cuando vio a Netaniel en la puerta de la sinagoga le saludó con su brazo blancuzco rebosante de alegría, como si fuera un simple conocido. Y él, Netaniel, estaba allí enfrente, con el rabino Stiglitz, rabiando al ver la puerta marrón cerrarse de golpe tras ellos, mientras avanzaban por el patio hacia la casita de tejado plano. Cuántas veces le había advertido a Linda que no confiara en alguien que se cambia el nombre, de Abutabul a Abital; sólo con pensar en eso le daban náuseas. Uno va y se cambia el nombre, de Abutabul a Abital, y se presenta como francés. Y a él, Netaniel, que ni siquiera se había planteado nunca cambiarse el nombre, su hermana le acusaba de ashkenazizarse. ¿Y Linda? Con qué facilidad desoyó sus advertencias, cuando todos los lobos empezaron a merodear alrededor de su casa el mismo día en que se separó de aquel ruso borracho. Cómo se rió entonces y le dijo que esperaba que no estuviera celoso, como si no hubiese oído la historia de Abital, que destruyó por completo el matrimonio de los Shalev, como si no hubiera visto a Abigail Shalev andar por las noches con el Abital ese, mientras su marido trabajaba día y noche, solo, en el estudio de arquitectura, en el proyecto del nuevo Hilton.

Por culpa del rabino Stiglitz, que miró primero el coche y luego a su interlocutor, Netaniel se quedó parado y no cruzó la carretera, ni abrió la puerta ni fue tras ella a su casa, como se había acostumbrado a hacer durante los últimos meses en circunstancias similares. Por la mirada que le dirigió el rabino podía deducirse que también le habían llegado rumores sobre el último escándalo del barrio. Lo originó Agar una noche antes de Año Nuevo, cuando aporreó la puerta de hierro marrón y le llamó a voces. Nadie le abrió, y no se pudo asegurar que Netaniel estuviera de verdad en casa de Linda. Pero después, en vez de «aclararlo todo», como le prometió a Linda que haría a la primera oportunidad, y como cabría esperar de un hombre decente, se encontró apaciguando a su mujer con el ceremonioso juramento de que sólo había salido a dar una vuelta porque no podía conciliar el sueño. Y para que la historia fuese creíble, le contó también que se había encontrado por casualidad con David Baruj, su amigo de la infancia, y que se enfrascaron en una conversación nostálgica que se alargó bastante porque del pasado pasaron a hablar del futuro. En esos momentos, mientras esperaba a Zahara, sonaban en sus oídos los comentarios venenosos de Agar, que aseguraba que jamás se perdonaría haber consentido que estudiase historia, y menos historia rusa, en vez de aprovechar las buenas oportunidades que se le presentaron cuando los dos terminaron el servicio militar. («Todo porque estabas ocupado en no-ser-yemení, porque, si no, ¿cómo se explica el campo que elegiste?» Y al instante expresó sus viejas quejas sobre «la fatal renuncia» a estudiar economía. «Hoy podrías ocupar un alto cargo en el Banco de Israel o tener una empresa de informática, y todos nuestros problemas se solucionarían», eso dijo, con la intensidad de una discusión mañanera que empezó con la pregunta de a quién le tocaba hacer las compras para la fiesta.)

Agar fue quien animó a Zahara a mantenerse firme en sus proyectos y quien se puso de su parte en la última discusión, y para vencer no dudó en poner en contra de Netaniel a los miembros de la comunidad y movilizar incluso a las mujeres del Comité a favor del otro, quienes le pidieron insistentemente que permitiera a Zahara cantar durante la celebración canciones tradicionales yemeníes. Cada vez le fastidiaba más el sueño yemení de Zahara, pues era completamente contrario a los avances por los que él había trabajado, es decir, que la sinagoga del barrio fuese un crisol que derribara los muros que separaban a las distintas comunidades. Era muy extraño, realmente extraño —volvió a mirar el reloj y la calle casi vacía—, que una chica joven, capaz y guapa como Zahara llevara ya varios años dedicándose a investigar el pasado de su familia. Y con la voz que tenía, en vez de acceder a las insistentes propuestas de los empresarios musicales, que la habían oído y le habían hablado de una aparición en solitario y de un disco, se empeñaba en cantar canciones del Yemen, país que nunca había visitado y del que sólo sabía lo que había aprendido de su abuela, que cantaba en las fiestas y celebraciones familiares. Era difícil no ver en eso un desacuerdo —e incluso una profunda rebelión— con su forma de vida e incluso con él mismo. Era gracioso que Zahara hubiera aprendido precisamente de su mujer a tocar una y otra vez el punto débil de Netaniel, y a lanzarle invectivas aprendidas de Agar sobre sus intentos de ashkenazizarse. Justamente Zahara, a quien de hecho él había criado, a quien había contado cuentos durante horas cuando era pequeña y ayudado a hacer los deberes cuando creció, con quien había hablado largo y tendido de temas importantes para que sus ojos se desviaran del camino evidente que le mostraban sus padres —la única meta de la mujer era, para ellos, casarse y tener hijos—, justamente ella empezó de repente a husmear en todas las historias familiares que él intentaba alejar y enterrar. Cada vez que intentaba decir que «en nuestros días no significa nada pertenecer a una determinada comunidad», Zahara reaccionaba con rabia e insistía en que su propia vida y su posición eran el perfecto ejemplo de lo contrario; sí, porque ¿qué precio se le había exigido a él para «trepar por los peldaños de la sociedad israelí»? —así, con gran sorpresa por su parte, se expresó—. Ni más ni menos que la pérdida sumisa de sus raíces.

—Hoy en día ya no hay discriminación por pertenecer a una u otra comunidad —le dijo Netaniel—; lo que era cierto con relación a nuestros padres, ahora es completamente anacrónico. ¿De qué sirve hurgar en eso?, ¿de qué sirve remover las antiguas tragedias? —le preguntó cuando se vieron una semana antes. A lo que ella, después de comentarle que le hacía gracia («qué ironía», murmuró moviendo la cabeza), le dijo que, precisamente como historiador, él debería interesarse por descubrir episodios del pasado.

—Es decir, si te gusta la historia —le provocó—, porque a lo mejor la historia rusa del siglo XX no es historia exactamente, y a lo mejor lo que te parece importante es otra cosa...

—¿Qué? ¿Qué otra cosa? —le preguntó.

—Déjalo, no importa —dijo ella ladeando la cabeza, y no sirvió de nada su insistencia para que explicase lo que quería decir.

Durante los últimos meses sus encuentros terminaban con un ambiente enrarecido, pues Zahara siempre insistía en que debía seguir lo que llamaba su camino y le hacía notar con ironía que «esa ashkenazización al final le saldría cara». Le miraba con ojos escépticos y, a veces, ese escepticismo se transformaba en sarcasmo, e incluso se afilaba hasta convertirse en furia, cuando le volvía a preguntar por «la Zahara mayor», como si él supiera más de ella que ella misma. En su último encuentro, el jueves anterior, le explicó la importancia del miniconcierto —así calificó su noche lírica— que se iba a dar en la sinagoga al inicio de la fiesta, y expuso con un fervor escéptico su teoría sobre la paulatina penetración de la cultura yemení «de una forma tan emocional y emotiva, sí, que removerá sentimientos, atraerá y despertará la curiosidad de todos por ese mundo cultural que casi se ha perdido por completo». Zahara no se esforzó en explicar por qué era importante revivir ese mundo, y precisamente ante los ashkenazíes procedentes de Europa occidental, que se habían adueñado del barrio del que ella nunca se había movido; y Netaniel, que apreciaba mucho las relaciones familiares y temía enturbiar esas conversaciones con controversias, no insistió más en que lo explicara.

Volvió a mirar el reloj y la esquina de la calle Naftalí, volvió a echar un vistazo a la puerta marrón de enfrente —el Rover plateado aún estaba aparcado delante— y tomó la decisión de concertar una cita entre su hermana y Benveniste, a quien había considerado durante años un guía espiritual que había trazado su camino. Un día de Año Nuevo, cuando fue a felicitar a Benveniste como todos los años, apreció un temblor en la mano del profesor, que aún no había cumplido los setenta, pero a quien ya parecía habérsele echado encima la vejez; entonces le entró una inquietante desazón: qué sería de él si dejaba la dirección del Instituto, o si por desgracia le ocurriera algo y de repente tenía que enfrentarse a todo el grupo de jóvenes aspirantes a sucederle, la mayoría rusoparlantes desde pequeños. Benveniste fue quien acercó a Netaniel al ruso cuando estaba empezando la carrera, le influyó para que se concentrara en la historia rusa de los siglos XVIII y XIX, y en el tercer curso le nombró ayudante y le sedujo —fue realmente así, con halagos y cumplidos, y con promesas de una brillante carrera en un terreno que aún estaba en pañales; y de esa seducción Benveniste también sacó un provecho considerable— para que siguiera sus pasos y le ayudara a fundar el Instituto de Estudios Rusos, a cuyo frente estaría él en el futuro. Aunque, si por desgracia le pasaba algo, Netaniel, su mano derecha de siempre, tendría que luchar por ese puesto sin ningún apoyo. Pero en esos momentos el asunto no era ese, sino Zahara; si concertaba una cita entre ella y Benveniste, tal vez ella comprendiera y respetara la extraña elección que hizo de joven y dejara de acusarle de haberse ashkenazizado. Y más aún, si comentaba con el profesor sus proyectos de tomar testimonio a las personas que vivían en la zona a comienzos de la emigración yemení, tal vez desistiera de hurgar en el episodio del Kinneret, la colonia agrícola que expulsó a los yemeníes en los años treinta. Y bajo el encanto personal del profesor tal vez dejara también de lado su deseo de aclarar «de una vez por todas» (así se expresó, apretando los labios, un gesto que daba a su rostro una expresión fanática, casi horrible) el episodio de los niños yemeníes raptados que fueron dados en adopción a finales de los años cuarenta.

El enfrentamiento entre Zahara y él, que al principio parecía una diferencia de puntos de vista, se reveló en toda su crudeza cuando él empezó a ocuparse del episodio de los judíos llegados de Rusia durante la segunda oleada migratoria. De ahí pasó a investigar el florecimiento económico de los kibbutzim durante la segunda guerra mundial, y a estudiar el papel que habían desempeñado en ese florecimiento los jóvenes de la comunidad yemení, y se lo contó a Zahara. A ella le impresionó tanto lo que había descubierto que le presionó para que escribiera sobre eso.

Nadie antes que él, insistió entusiasmada, había mencionado la participación de los yemeníes en el desarrollo económico de los kibbutzim en una época en que se precisaba más mano de obra para satisfacer las necesidades del ejército británico. Juntos, dijo Zahara, podrían reunir información para un libro completo.

—No una investigación académica aburrida —dijo, con los ojos encendidos por esa emoción fanática que tanto le preocupaba a él últimamente—, sino un libro de verdad, que muestre qué pasó y cómo pasó y cómo lo hemos ponderado. Una proyección real de lo que ocurrió —y de nuevo, como en todas las comidas familiares y en sus encuentros semanales, le recordó lo importante que era dar a conocer documentos históricos que revelasen los planes de los dirigentes del país, ashkenazíes por supuesto, de quitarles a los judíos del Yemen todas sus señas de identidad y de asimilarlos a los procedentes de Europa del este para que se convirtieran en auténticos sabras—. Este libro va a ser aún más sonado que el que escribiste sobre los rusos —le aseguró, y él hizo una mueca de desdén, pues el mero hecho de comparar aquella investigación, que trataba de las relaciones entre Stalin y Hitler y que tuvo tanta repercusión que le dio renombre en el mundo entero, con el episodio de la incorporación de «mano de obra yemení» a los kibbutzim, le disgustaba profundamente. Zahara prefirió olvidar las declaraciones tan fuertes que hizo en la entrevista concedida al Times londinense cuando se publicó su libro: no sólo habló sobre la relación de Stalin con Gran Bretaña, sino también sobre los judíos que habían llegado en los últimos tiempos de Rusia y del odio hacia ellos; esas afirmaciones indignaron a la prensa nacional. También habló, sin preocuparse por su integridad física, de la participación de esos inmigrantes rusos en la política israelí, y mencionó su tendencia a la extrema derecha y su ideología capitalista, y explicó cómo falsearon la historia de la Unión Soviética y la rehicieron a su conveniencia. Meses después de esa entrevista aún era objeto de ataques intimidatorios en los periódicos y el blanco de cartas difamatorias enviadas contra él a la redacción del Times, y también tenía que soportar amenazas de muerte explícitas. Aunque sabía perfectamente que al investigador no se le exigía valentía ni integridad intelectual, sino sólo perseverancia y una larga estancia en los archivos abiertos en Rusia para los investigadores, Benveniste le felicitó por su valentía, y lo mismo hicieron los colegas veteranos del Instituto. Pero esas felicitaciones, que acallaron por algún tiempo las protestas de Agar, no le sirvieron de nada con Zahara, que le molestaba cuando estaba trabajando y le exigía sin cesar que demostrara su valentía también en el problema yemení—. Esto nos afecta personalmente —insistió, pero él no lo sentía así. Al no obtener respuesta, Zahara dejó de tenerle en tan alta estima, lo que motivó la agresividad y el desprecio con que le hablaba en los últimos tiempos.

Sólo alguien objetivo, sabio y lleno de encanto personal como Benveniste podía hacerla desistir y refrenar esas protestas que cada vez eran más venenosas, sobre todo la última vez que se vieron, hacía una semana, cuando ella habló de «ese intento patético» —su intento— «de ser como Agar y sus padres».

—Dentro de poco te vas a inventar una nueva biografía de ti mismo, como si tus padres también hubiesen fundado algún kibbutz. ¡Míralos! ¡Mira a los padres de Agar, a quienes tú tanto admiras, y verás lo que ha sido de sus vidas! —gritó Zahara de repente, apartando con desdén el plato de humus—; mira a quién quieres parecerte. Fundaron un kibbutz y ahora se dedican todo el rato a ocultar la vergüenza de vivir en la pobreza, igual que mendigos pidiendo limosna. Por no mencionar que ninguno de sus hijos se ha quedado en el campo, qué digo en el campo, en el país, sólo Agar sigue aquí. ¿Y su hermana Einat? Ni siquiera volvió a casa cuando se supo que su marido finés era alcohólico y le pegaba, siguió viviendo allí, en Finlandia. ¿Y su hermano mayor? ¡Ese chico de kibbutz! Un pequeño gurú en algún ashram de la India. Y también Yotam vive de lo que saca como agente inmobiliario en Florida. ¿Esos son tus ideales? Y papá y mamá, ¿no adulan ellos a los padres de Agar? ¿Y no intentan impresionar a los Benesh? —con qué veneno enfatizó el nombre de los odiados vecinos—. Salen al patio con sus parientes políticos ashkenazíes, como para enseñarles el jardín, pero de hecho es para que los Benesh los vean y se fastidien. Y cómo dice la madre de Agar: «mostradme las especias y las plantas medicinales», y cómo mamá vuelve a enseñarle la albahaca sólo para oír una vez más: «qué maravilla estas hojas de jadi». Así, como se lo oyó decir a su madre. Y para halagarla también dice «ruta» y «cilantro». Todo es por tu culpa, por casarte a propósito con una sabra, y encima de un kibbutz, rubia y con los ojos azules. Y encima te hiciste profesor de historia rusa. ¡Habrase visto cosa igual!

—¿Qué te pasa, Zahara? —se inquietó y miró con preocupación también una pequeña mancha marrón claro que tenía debajo del ojo, pero no se atrevió a preguntar por ella—. ¿Qué demonio te ha poseído? Creía que apreciabas a Agar y que...

—¡Pues te equivocas! —dijo Zahara—. O tal vez sea yo quien esté equivocada. No se puede creer en los ashkenazíes —y una amargura semejante jamás la había oído antes salir de su boca—. Mírala, hace unos días miré la foto de vuestra boda, esa que está en el salón encima del televisor, ¿cuándo la has mirado por última vez? Fíjate en Agar: una israelí de pies a cabeza, con todas esas pecas, segura de que el mundo le pertenece, con el pelo rubio y los ojos azules, mírala y verás la auténtica razón por la que te casaste con una mujer así.

—¿Qué te ha hecho a ti Agar? —hasta el propio Netaniel se sorprendió del tono de rebeldía que le salió de lo más profundo de la garganta. Una cosa es estar harto de tu mujer y ver día tras día todas sus faltas y debilidades, y otra muy distinta oír cómo otras personas la difaman, sobre todo si esa otra persona es tu hermana pequeña.

—No me ha hecho nada personal —dijo entonces Zahara—, pero como historiador experimentado, ya debes de saber que no sólo lo personal cuenta.

Netaniel se calló. Él pensaba que sólo desde algo personal llega uno a las ideologías, pero cerró la boca y no le dijo que sólo desde las heridas y el dolor íntimos, o a causa de una serie de razones personales como en su caso, llega uno a cualquier actividad teórica, e incluso a una investigación histórica.

—¿Has visto lo materialista que es? Y... ¿te has dado cuenta de que se pasa la vida comprando? —exigió saber Zahara.

—Zahara, basta —le pidió Netaniel.

—¡Nada de basta! —dijo Zahara, mirando a los otros comensales del pequeño restaurante en el que estaban—. ¿Has visto lo que parece tu casa? Un almacén de contrabandistas en Estambul: vajillas rusas y checas y samovares de Uzbekistán...

—Los consiguió a buen precio en el mercado de los campesinos del barrio, los vendían inmigrantes de Rusia, comprarlos era una buena obra... —murmuró entonces, incómodo.

—¿Sí? ¿De verdad? —se burló Zahara—, ¿también el satén de las toallas y las sábanas de lino? ¿Y el microondas? Ya es el tercero que...

—¡A ti qué te importa! —se irritó Netaniel, precisamente porque también él detestaba esas compras sin fin y se avergonzaba de ellas—, ¿a ti qué te importa lo que compre Agar?

—No me importa, digamos que no me importa que mi exitoso hermano mayor esté casado con una que... que es la esencia del israelí feo; ella es la prueba de que no existe en absoluto «cultura israelí». Cómo, cómo puede haber intelectualidad en el presente si se niega así el pasado. Mírate, estás viviendo en una mentira y...

—Zahara —interrumpió Netaniel—, ¿por qué eres tan mala con nosotros? Agar incluso te ayudó y se puso en mi contra en el asunto del museo y...

—Claro que me ayudó. ¿Sabes por qué?, porque ahora quiere los objetos de plata y las telas bordadas de mamá, por eso. Lo único que le interesa es sacarle a mamá todo eso antes de que... mientras esté viva, para que no lo herede yo. Y que yo encima me alegre de que se lo den. Por eso.

—Basta ya —protestó Netaniel, poniéndose las manos en las orejas—. No quiero oír nada más —y cuando vio que Zahara no estaba dispuesta a dejarlo, cambió de tema y pasó a hablar de Sukkot: no sólo estuvo de acuerdo con hacer la velada lírica, sino que habló de ello como si realmente le apeteciese, a pesar de que no conocía la canción con la que su hermana tenía intención de empezar, ni tampoco la siguiente. Pero se sabía dos que le cantaba su abuela («Ella te las cantaba cuando eras pequeño; mamá me lo contó»).

—A lo mejor mis padres tienen razón —le dijo a Linda después de aquella cita—, a lo mejor hay que encontrarle un chico que la calme: le hierve la sangre. Que se case y tenga hijos y deje de decir sandeces.

—Cómo puedes hablar así, Netaniel —protestó Linda, llevándole la contraria, y le explicó que lo que tenía que hacer era hablar con Zahara seriamente sobre la Universidad de Indiana, y recordarle lo penoso que sería echar a perder todo ese talento.

—Penoso no es la palabra —dijo Netaniel en tono pensativo—, es un delito desperdiciarlo así.

Entonces Linda decidió que había que hablar con su padre y que, si no accedía a costear los estudios de Zahara, habría que pedir un préstamo. En el fluido inglés en el que empezó a hablar dijo que el problema era que sus padres no estaban dispuestos a separarse de su niña, pero era evidente que no se le podía permitir seguir viviendo con ellos. Estaba más claro que el agua. Porque ellos la volvían loca, y últimamente ni siquiera Linda, que era la persona que estaba más unida a Zahara, conseguía ya hablar con ella, estaba como poseída. Si no fuera por todo ese farfulleo sobre los yemeníes, se podría pensar que Zahara estaba viviendo un amor imposible o que tenía un lío con un hombre casado; y pensándolo bien, sí, estaba empezando a creer que realmente era así, que tenía algún amor imposible y lo estaba ocultando.

Precisamente gracias a Zahara comenzó la relación entre Netaniel y Linda. A los trece años, cuando Zahara aún era una gordita torpona, con el pelo siempre alborotado y la barbilla plagada de acné, cuidó durante un verano por las mañanas a los mellizos de Linda y se enamoró de ellos, pero más aún de la madre. Linda fue la primera en referirse en serio a su talento musical, por lo que, a mediados del verano, fue a ver a Netaniel —«porque con tus padres no es fácil hablar», dijo con ese acento que arrastraba las erres— y se prometió a sí misma que no desistiría hasta que mandaran a la niña a un buen profesor, porque «un talento así no se encuentra todos los días».

Entonces Netaniel vio por primera vez esa mata de rizos pelirrojos, la luz azul que salía de sus ojos, sus brazos redondeados, sus piernas, de las que su largo vestido dejaba ver sólo un poco, y todo ello sumado a su generosa bondad. Una noche, después de verla salir al atardecer de la tienda de Nasim, en la carretera de Belén, y después de jugar con sus hijos, cenar con ellos e intercambiar unas palabras con su mujer, soñó con ella. En el sueño la tienda era una explanada redonda y en el centro había un pequeño estanque o una fuente o un pozo o un gran depósito o puede que un tonel como esos que se utilizaban durante el asedio de Jerusalén, y Linda estaba allí con su largo vestido y tenía en la mano una jarra de barro o un cántaro lleno de agua. Cuando se acercó a ella y le tocó la cara, ella sonrió y le acercó el jarro a la boca. Netaniel Bashari, que muy raras veces recordaba sus sueños, se despertó de ese sueño con una extraña sensación de resplandor, y comprendió que se había enamorado. Y al sorprenderse de haber podido soñar una escena bíblica tan romántica, recordó que él mismo había definido una vez la tienda de Nasim como un pozo de barrio alrededor del cual se congregaban los vecinos para intercambiar noticias del barrio o del país.

Cinco años atrás la llevó al viejo edificio de la sinagoga para compartir con ella su sueño. Ella se quedó impresionada por la simetría clásica de las ventanas rectangulares, cuyos marcos estaban destrozados, por la altura del techo y por la puerta antigua.

—Nunca me había fijado, es pura Bauhaus —dijo Linda, y entonces él le acarició su suave y lechoso brazo y también le confesó lo atraído que se sentía hacia ella.

Esa visita llevó a una relación continuada, y el sentimiento de culpa que le producía se alternaba con escalofríos de miedo cada vez que pensaba en el futuro y en su creciente dependencia de Linda. Pero como no le presionaba para que cambiase de vida ni le pedía nada, ni siquiera con insinuaciones, él no sabía si tenía celos de su mujer o si quería vivir con él. Muchas veces se preguntaba si su hermana comprendía el tipo de relación que tenían y su participación en ella, pero Linda esquivaba esa pregunta riéndose, pronunciaba un breve discurso sobre la discreción que todo intermediario debe tener y le preguntaba si no quería que hablase de eso con Zahara.

Al acercarse vio en la puerta de la sinagoga un letrero de cartón con dos líneas escritas a mano que anunciaban que, debido a la situación, se cancelaba el mercado de campesinos y no se pondría, como estaba previsto en Sukkot, en la explanada de atrás. Tal vez realmente fuera preferible —siguió con los ojos clavados en el letrero— que Zahara no cantase esa noche; de todos modos muchos se quedarían en casa por miedo a atentados, y los que acudieran a rezar tampoco estarían de buen ánimo. Era mejor que cantase una semana más tarde, en la fiesta de Shimjat Torá, pues a lo mejor para entonces ya se habría calmado la situación y habrían terminado los tumultos. El algarrobo del patio parecía enfermo, pero en vez del diagnóstico dado por Neta, la jardinera que se ofreció voluntaria para aconsejarles, le salió la palabra «lepra», y, al oír su propia voz, se estremeció y entró en el edificio.

Se detuvo ante el armario que contiene la Torá y miró las bolsitas de golosinas colocadas delante de las puertas. Así se debe mostrar que la vida tiene tradición y armonía, que se pueden preparar en la sinagoga bolsitas de golosinas para los niños, para honrar la fiesta, ponerlas a los pies del armario que contiene la Torá junto con manzanas rojas y brillantes, y banderines que los niños agitarán alrededor de los textos sagrados. Se inclinó y cogió el primer banderín del montón y, sin darse cuenta, abrió la ventana de cartón y tocó la purpurina dorada y plateada que apareció allí: estaba esparcida sobre el dibujo de un niño con kipá que tenía una pequeña Biblia en la mano, y Netaniel se preguntó qué tenía que ver ese niño con los niños que le verían después, esos que atesoraban con gran pasión cromos de pokémon. Después se dirigió hacia la zona de las mujeres, corrió las cortinas de encaje que separaban las dos salas, unas cortinas con mariposas doradas bordadas, hechas también por voluntarias, y tapó las pequeñas ventanas una tras otra. Unas horas más tarde el edificio estaría atestado de gente y los hombres sacarían sus Biblias del armario, bailarían con ellas en círculo y subirían a los niños a hombros, y las mujeres, que entonces descorrerían las cortinas de separación, los mirarían con caras resplandecientes. De todas las fiestas judías era Sukkot la que más le gustaba, tal vez por el recuerdo de su padre llevándolo a hombros y el recuerdo del banderín de cartón pintado con la manzana clavada en el palo, y también porque recordaba el dulce sabor del aire otoñal cuando salían y volvían a casa; entonces él y sus hermanos pequeños llevaban cazos y fuentes de cobre a la sukká que olía a cidras (todos los años les llevaba su padre al mercado a buscar cidras kosher). Su abuela los seguía, ayudada por su bastón, y vigilaba que no se les cayese nada de las manos, ni a ellos ni a su madre, que siempre hacía su dulce favorito: carne de membrillo.

Desde la calle Naftalí, que estaba vacía, le llegó ese fuerte y profundo aroma de los algarrobos en flor que recordaba desde pequeño, y desde la esquina de la calle de la Estación volvió a observar la puerta marrón en la tapia de piedra y miró el reloj: dudó si llamar a la puerta de la casa de Linda (la llave la usaba únicamente cuando sabía que estaba sola) y preguntarle si sabía dónde estaba Zahara. Pero el Rover plateado de Moshé Abital aún estaba aparcado delante de la casa y, como no quería parecer un enamorado receloso, tampoco llamó por teléfono. A sus padres tampoco los quería llamar para preguntarles por su hermana, pues una pregunta así sólo conseguiría preocuparles y, además, se había dejado el teléfono móvil en casa. Por tanto, empezó a subir por la calle Shimshon hacia la carretera de Belén y entró en la carnicería del barrio, pues se acordó de la cena que iba a preparar Agar para la fiesta y de su promesa de que él se encargaría de comprar la carne.

Nada más entrar le dijo Moshé, el mayor de los carniceros, que la tienda estaba cerrada y se apresuró a cerrar la puerta.

—También nosotros tenemos una fiesta que preparar —refunfuñó mientras se dirigía lentamente hacia la cámara frigorífica. Una gruesa pulsera de oro brilló en la muñeca del hermano menor cuando levantó un cuchillo de carnicero sobre una pata de cordero. Esperó un momento a que el cliente hiciera un gesto de conformidad y con mucha destreza empezó a cortar la carne. El cliente se giró para ver quién entraba. La mirada de Efraim Benesh se clavó en Netaniel, pero de inmediato apartó la vista. Tampoco Netaniel se quedó mirando a Efraim Benesh, sino que, por el contrario, tuvo el impulso de salir de la tienda. Pero, a pesar de todo, permaneció allí, y por el rabillo del ojo vio cómo Benesh seguía la mano del joven carnicero, que quitaba con ágiles movimientos la capa de grasa de la carne, y entre corte y corte criticaba los mítines israelíes y a los del Ministerio de Asuntos Exteriores, a quienes ni se les pasaba por la cabeza presentar de una forma positiva al país, y eso después de tanta contención ante las provocaciones de los palestinos.

—Mira lo que hace Arafat —dijo Yosef, el carnicero, mientras quitaba los pedazos blanquecinos de grasa—, mira cómo utilizan esa fotografía del niño al que dispararon. Créeme si te digo que mandan a sus hijos a la muerte sólo para poder fotografiarlos y distribuir las fotos por todo el mundo. Te voy a dejar un poco de grasa, porque si no la carne quedará seca y la señora Clara me matará.

—Haz lo que creas conveniente —le dijo Benesh—, confío en ti.

Netaniel apartó la vista del mostrador de cristal y miró fijamente la reluciente cámara frigorífica. Sólo con pensar en los Benesh le entraba una rabia paralizante, y en ese momento, estando tan cerca del hombre que les causaba a él y a su familia tantos problemas, hasta el aire que respiraba se volvió amargo y seco. Era sólo un vecino, pero si un vecino te amarga la vida en las pequeñas cosas cotidianas, la única solución es prenderle fuego a su casa.

Años atrás, cuando aún estaba haciendo el servicio militar y era un joven oficial orgulloso de su rango, intentó hablar con el señor Benesh y llegar con él a un compromiso de alto el fuego, si no era posible la paz total, para hacer más llevadera la vida de las dos familias. Pero el señor Benesh, cuyos pequeños ojos claros se movían de un lado a otro en su cara grande, gorda y pecosa (entonces su cabeza aún estaba cubierta de cabello rojo), evitó mirar a Netaniel y, concentrado en la punta de su corbata azulada, rechazó incluso la propuesta de llegar a un compromiso de alto el fuego.

—Nosotros no hacemos nada, habla con vuestra madre, con ella es con quien tienes que hablar —le dijo el señor Benesh. Ni siquiera el uniforme y el rango de teniente que tenía Netaniel lograron rebajar un ápice ese sentimiento de superioridad que se apreciaba siempre en la mirada del señor Benesh. Por culpa de esa conversación Netaniel pegó a su hermana pequeña por primera vez en su vida; pensar en esos tortazos, que Zahara sacaba a colación siempre que discutían, a veces riéndose, le producía en ese momento, una hora después del encuentro previsto que no se produjo, un extraño desconcierto. Él ya estaba acabando la carrera y Zahara tenía tres o cuatro años cuando, una tarde, se la encontró en la caseta que estaba detrás de la casa, chillando y riéndose, dentro de un gran arcón de madera, con Yoram Benesh, el hijo de los vecinos. No podía entender cómo se habían atrevido aquellos dos mocosos —sólo las dos cabezas, una oscura y otra clara, emergían del arcón; y sus ojos brillaron de miedo cuando él miró dentro y vio que se habían quitado la ropa— a quebrantar la estricta prohibición que les habían impuesto las dos familias: no hablar el uno con el otro. En ese momento, al recordar cómo sacó a Yoram Benesh del arcón y lo arrojó como un gatito desnudo al patio vecino y cómo después también sacó a Zahara y le pegó, se sobrecogió. Su hermana no corrió a casa para quejarse a su madre, sino que permaneció en la puerta de la caseta llorando en silencio unos minutos hasta que le preguntó:

—¿Qué le has hecho a Yoram? ¿Le has matado?

Los Benesh compraron la parte vacía de la casa pareada en 1962, el año en que nació Netaniel, y desde pequeño recordaba las miradas de desprecio de la pareja, que aún no tenía hijos, cada vez que pasaban delante de él por el patio (durante los primeros años, antes de dividir el terreno, el patio aún no estaba separado por la tapia de piedra). El señor Benesh no sentía ningún respeto por el hecho de que los Bashari llevaran viviendo en esa casa desde el año cuarenta y cinco. Los Benesh compraron la casa a su precio real, no les hicieron ningún descuento por expulsión —eso dijo el señor Benesh en aquella única conversación a la que le forzó Netaniel—, mientras que los miembros de la familia Bashari «viven aquí sólo porque los enviaron desde el campo de tránsito de Rosh Haain». En el año cuarenta y cinco, cuando los árabes abandonaron las casas del barrio, su abuelo y su abuela fueron trasladados desde el campo de tránsito junto con los padres de Netaniel, que vivían con ellos, y otros inmigrantes de Iraq, Marruecos y Rumania, estableciéndose en las casas que quedaron abandonadas. Durante unos años, aún se podían adquirir casas allí por unos centavos, como hicieron los Benesh —«justo en el último momento», eso decía su padre con tristeza—, antes de que los precios empezaran a subir y cuando aún nadie se imaginaba que ese sería algún día un barrio de lujo. Los padres de Netaniel creían que sus vecinos cambiarían cuando tuvieran un hijo, pero después de nacer su hijo Yoram (un año antes de que naciera Zahara) tampoco cesaron las disputas entre las dos casas. El colmo de todo fue un día en que la señora Benesh le soltó a su madre:

—Nosotros sabemos pensar en el futuro. Cualquiera puede hacer hijos como los animales, y eso es lo que hacen ellos. De los campos de tránsito los trajeron. De los árboles los bajaron. Asiáticos. Si ella no tuviera —Clara Benesh nunca se dirigía a su madre directamente, siempre se dirigía a un público inexistente— tantos hijos, no necesitaría más espacio —esas palabras no se las perdonaría jamás la madre de Netaniel y se las repetía una y otra vez a sus hijos; además les prohibió, con juramentos y maldiciones, hablar con los habitantes de la casa contigua, pasar junto a ella y hasta mirarla desde el patio o desde la ventana.

Hasta que nacieron sus hijos, Netaniel Bashari no supo de verdad lo que era preocuparse. Desde que nació el primero y también mientras iban creciendo los cuatro, e incluso cuando se hicieron mayores, y sobre todo en esos momentos que dos de ellos estaban haciendo el servicio militar, vivía siempre intranquilo; y sólo los viernes por la noche, cuando se reunían todos para cenar en familia y contaba con los ojos su pequeño clan, sólo entonces se calmaba un rato, hasta que le venían a la cabeza su hermana, su hermano y sus padres, y también Linda, o cualquiera que fuera importante en su vida y del que desconociera su paradero. Al salir de la carnicería —Moshé le abrió la puerta de la tienda y volvió a cerrarla rápidamente antes de que entrara otro cliente— Netaniel oyó los estruendos que sonaban a lo lejos y se asustó. Por un momento temió que fueran disparos, pero inmediatamente después se nubló el cielo, se encapotó y descendió hasta los altos cipreses, cuyas copas cedieron, y una oscuridad gris se fue tendiendo sobre él. Una fila de coches se arrastraba lentamente ante las tiendas de la carretera de Belén. En una hora empezaría la fiesta y la lluvia entraría en las sukkot y les estropearía la cena.

Nasim, que estaba a la puerta de su tienda, se encogió de hombros y miró al cielo con alegría. Los narcisos del jardín ya habían empezado a brotar.

—Son como un reloj —le informó a Netaniel. Si no se retrasaban las lluvias como el año anterior, también los tubérculos de los ciclámenes empezarían a actuar.

—Los judíos —le dijo Netaniel— nunca están contentos. Dales lluvia y dirán: es demasiado pronto, nos entrará en las sukkot. No les des lluvia y empezarán a lamentarse por la sequía.

Nasim sonrió y, después de mirarle un momento, dijo que llevaba tiempo queriendo preguntarle, en calidad de profesor universitario, si se había percatado alguna vez de que siempre había relación entre la situación política y las estaciones del año, porque él, Nasim, aunque sólo era un tendero, se había dado cuenta de que en Israel las guerras estallaban en verano o en otoño. A pesar de que era algo evidente, Netaniel dijo que era una apreciación significativa e interesante.

—Dime —recordó de repente Nasim—, ¿dónde está tu hermana Zahara? Hace tres días que le guardo el vino que pidió, lo traje especialmente para ella; desde el martes se lo tengo guardado y no ha venido a recogerlo.

—¿No la has visto hoy? —se inquietó Netaniel.

—Ni hoy ni ayer. Pensaba que se habría ido fuera. ¿Quieres llevárselo tú? Porque, si no, puedo dárselo a otra persona, no tengo ningún problema, de verdad: es Merlot de Yarden del año noventa y siete, tuvo un premio. Si Yoram Benesh oye que tengo algo así, se lo lleva al instante.

—Dámelo, la voy a ver hoy —dijo Netaniel y después, con la botella en la mano, subió muy despacio por la carretera de Belén hacia su casa.

Delante de la puerta, Slohit Karmika le preguntó por todos, como si aún fueran una familia feliz; entonces oyó sonar el teléfono pero, cuando abrió la puerta, ya había parado. Metió la bolsa de la carne en el frigorífico y se detuvo un instante en la cocina, que, como toda la casa, olía a lejía y a otros productos de limpieza que su mujer había comprado de oferta y con los que había llenado las estanterías del cuarto de la lavadora. Las sillas aún estaban dadas la vuelta sobre la mesa del comedor, y la asistenta sordomuda (una peruana que se había establecido en Israel sin permiso de trabajo y a quien Linda había empleado para hacer una buena obra) se afanaba en frotar la pila de la cocina.

Más tarde le achacaría a la asistenta —no le gustaba estar en casa cuando ella estaba trabajando, le agobiaban sus miradas inquietas, como si tuviera miedo de que la fuese a atacar— su olvido: no escuchó los mensajes del contestador y por eso no pudieron localizarle en la hora que quedaba para que empezase la fiesta. De camino a casa de sus padres, para desearles felices fiestas, decidió volver a pasar por la calle Naftalí, por delante de la sinagoga; allí no había nadie esperando y la escalinata también estaba vacía. Al ver que el Rover plateado de Moshé Abital ya no estaba aparcado ante la puerta marrón, decidió pasar un momento por casa de Linda. Como se puso tan contenta al verle, el momento se convirtió en un par de horas, durante las cuales nadie supo dónde estaba.