5

—Se lo dije —soltó Neimá Bashari, ahogada por los gemidos, y miró a su marido, que estaba temblando en medio del sofá, tapizado el año anterior por esas mismas fechas. Tenía la cabeza sujeta entre las dos manos, como si, en el caso de que la soltara, fuese a caer y a partir el cristal de la mesa del salón, y sus ojos estaban clavados en su silueta allí reflejada—. Se lo dije: Hay que vigilar a la niña, es preciso..., porque ella... porque ella es demasiado... es demasiado guapa..., porque ella... confía en todo el mundo..., por todos se preocupa...

—Han esperado dos días para ponerse en contacto con nosotros —dijo Michael, y entonces, tras varias horas con ellos, sintió que al fin se podía iniciar la investigación. No dijo nada concreto sobre eso, se limitó a hacerle un gesto con la cabeza al sargento Yair, quien, sentado en una esquina del sofá de la familia Bashari, muy cerca de Ezra Bashari, presionó con un dedo la pequeña grabadora que llevaba oculta bajo la fina gabardina, como si con eso fuese a mejorar la grabación. Los rayos del sol dibujaban un círculo de luz pálida, de un mediodía otoñal, alrededor del gran macetero de cobre que estaba bajo la ventana, y, al tocar las anchas hojas del filodendron que crecía allí, daban al verde brillante un tono rojizo. Por eso Tzilla Bahar, que estaba en un sillón de mimbre en un rincón de la habitación, entornó los ojos antes de empezar a anotar cada palabra.

—No sabíamos... No creíamos... Incluso cuando nos dijeron que fuéramos a identificar... —soltó Neimá Bashari. Metió los dedos en su pelo canoso y ensortijado y, por un momento, Michael temió que fuera a arrancarse la mata que tenía agarrada y a golpearse el pecho, como había hecho en el mortuorio. Pero lo soltó y se quitó las gafas. Con una mirada trigueña y miope observó los ojos de Michael y se rodeó el cuerpo con sus delgados brazos—, pensamos que simplemente aún no había vuelto de Tel Aviv. Pensamos que aún estaría en casa de su amiga; dijo que a lo mejor volvía justo antes de la fiesta. No creíamos... No se piensan cosas así con una niña que nunca se ha metido en líos, que siempre... Si la hubiese conocido...

Michael miró a Ezra Bashari, cuyos dedos, separados completamente unos de otros, le sujetaban con fuerza la cabeza inclinada. Cuando retiraron la sábana en el sótano del Anatómico Forense y quedaron al descubierto la cara informe y la mata de pelo negro, Ezra Bashari se desplomó y perdió el conocimiento. Michael miró a Tzilla, quien llamó al instante al doctor Solomon.

—Es nuestra hija —susurró Neimá Bashari, y algo más allá del dolor, una especie de gran asombro se percibía en ese susurro. Con esa mano de uñas anchas y azuladas agarró el delicado tobillo del cadáver desnudo y señaló la verruga que afeaba el suave muslo; y lanzó un gemido que fue agudizándose y alargándose hasta convertirse en un alarido continuado que, sólo al cabo de un buen rato, se rompió y se fragmentó. Michael cerró los ojos. Sus gritos fueron traspasando un armario metálico tras otro, una pared tras otra, llenaron el largo pasillo y se deslizaron hacia la planta de oficinas y hacia las salas de conferencias, hasta que volvieron y le abrasaron el interior de la cabeza, como cuando era pequeño y se adentraba en el mar y una gran ola venía y le cegaba.

—Cuando acabes aquí, dale algo —le susurró Tzilla al doctor Solomon, y se llevó con delicadeza a Neimá Bashari del mortuorio; aún gritando se la llevó por el pasillo hacia el despacho del forense. Al cabo de un rato entró el doctor Solomon con una jeringuilla en la mano—. Hay que darle algo —dijo Tzilla, y le sujetó el delgado brazo al tiempo que el forense murmuraba:

—Le daremos algo para calmarla, señora... —miró a Tzilla con expresión interrogativa.

—Bashari —murmuró Tzilla.

—Ya está, ya está, señora Bashari —dijo el forense en medio de sus gritos sofocados—; esto la ayudará un poco, un rato —y le clavó la punta de la jeringuilla en el brazo. Unos minutos después los gritos se convirtieron en sollozos, que no cesaron hasta llegar a la puerta de su casa.

—Aún nos queda el padre —canturreó el doctor Solomon, y se dirigió rápidamente a la habitación adonde habían llevado al padre. Pasó bastante rato hasta que consiguieron que volviera en sí.

—¿Dónde está Netaniel? —susurró Ezra Bashari cuando abrió los ojos, y después no dijo ni una palabra más.

Así pasaron las horas —Yair les llevó una tetera con agua y vasos, y con las colillas que había en el cenicero contaban el tiempo que pasaba— hasta que se pudo comenzar con el primer análisis de la situación, aún no con la investigación propiamente dicha. Yair había incitado a hablar a Neimá Bashari en el coche de camino hacia el Instituto Anatómico Forense de Jerusalén y, entre sollozos, ella farfulló algunas palabras:

—Se fue a ver a su amiga, eso fue lo que hizo, sólo se fue a ver a su amiga... Nuestra flor... Era un sol..., por eso la pusimos Zahara... Zahara no está, Zahara... se ha ido...

Michael, desde su sitio al lado de Eli Bahar, que conducía en silencio, no conseguía oír lo que le preguntaba el sargento Yair y sólo entendía algunos fragmentos de las respuestas:

—Veintidós y medio... En Savuot nació... Después de tres hijos... ya no creíamos... Usted sabe lo que es tener una hija de mayor... —su voz se ensombreció—, hasta que llegamos... hasta que dilató un poco... cuando llegamos... con diez dedos... sola... sin ninguna ayuda... y Zahara... una flor... —y dijo sofocada—: Otra vez... no cuidé... no cuidé... yo... por mi culpa...

A la entrada de Jerusalén los sollozos aumentaron y se golpeó el pecho con el puño.

—No cuidé de ella —volvió a gritar—. No le dije a nadie... No llamé a sus hermanos ninguno de esos días que regresaba tarde, ni siquiera me preocupé al principio. Pensábamos que se había ido a ver a su amiga a Tel Aviv; tiene allí una amiga del servicio militar. Le teníamos que haber prohibido hacer el servicio militar, si no hubiera sido por sus hermanos no habría ido. Una niña de una familia religiosa no tenía nada que hacer allí, qué iba a hacer allí. Podíamos haber conseguido que se quedara en casa. ¿Quién nos hubiera dicho algo? Pero sus hermanos se lo metieron en la cabeza.

En el coche Michael pidió el nombre y la dirección de esa amiga.

—En casa lo tengo escrito —suspiró Neimá Bashari, y él volvió a pedírselo una vez sentados en el salón—. Orit... no, Orly, Orly Shoshan; es periodista, una periodista importante, trabaja en Maariv creo, o en Yediot; no tengo su teléfono —dijo en voz baja—, siempre que se lo pedía, Zahara decía —con la garganta seca pronunció el nombre de su hija—, para qué lo quieres, ya te llamaré yo.

—Orly Shoshan —repitió Michael moviendo la cabeza.

—Me suena ese nombre —murmuró Tzilla y, mientras salía de la habitación, marcó en el teléfono móvil. Desde el pasillo llegaba su voz, resuelta y enérgica, dando órdenes a la unidad de información. Por el ventanal se veía el jardín principal y una hoja lanceolada balanceándose hacia abajo y alejándose de la frondosa higuera de la que se había desprendido. Un árbol exactamente igual a ese había en el patio de la casa de los padres de Michael, en la colonia agrícola, y, durante los últimos años de su vida, su madre solía sentarse bajo su sombra al atardecer, en la hamaca que él le regaló al cumplir setenta y un años («¿Cuándo me voy a sentar ahí? ¿Crees que tengo tiempo de sentarme así sin más? Me mimas demasiado», refunfuñó cuando se la dio, pero en sus ojos se observaba alegría.) Sobre las tiras azules de la hamaca extendía sus delgadas piernas, metidas en unas medias oscuras, y ponía sus estrechas y enrojecidas manos sobre el pecho. Allí, en la hamaca, a la sombra de la higuera, la encontró un viernes por la tarde, las piernas sobre las tiras y sólo sus brazos caídos, con los dedos un poco azulados rozando la tierra, como si quisiera llegar al bancal de rábanos y remover la tierra. Tenía la cabeza inclinada hacia un lado, como cuando se adormilaba, y al cerrarle los ojos con las últimas luces, cayó a sus pies un gran higo morado; entonces se dijo, «ya está»; y, mientras su desánimo aumentaba, observó cómo la tranquilidad iba cubriendo la ancha cara y la piel oscura de su madre, esa piel cuyo contacto recordaba de la infancia, y por un momento le pareció oír su voz susurrando, como solía hacer siempre al atardecer, a veces en broma y a veces en serio: «Cada uno bajo su parra y bajo su higuera».

Miró hacia la ventana, a la que Neimá Bashari daba la espalda, y sus ojos se detuvieron en las cinco entradas del bloque de viviendas que había al otro lado de la estrecha carretera. El revestimiento blanco y liso imitando mármol, para ocultar el cemento gris, era un añadido posterior a las caóticas construcciones de los años cincuenta, época en que llegaron a la vez miles de inmigrantes del norte de África y, entre ellos, la familia de Michael, desde Casablanca. Cuando sus padres llegaron a la costa —eso le contaron de mayor—, su padre dejó en el suelo a su hijo de tres años, se arrodilló y besó la arena. Pasados dos años murió.

—Tu padre era sionista. Lo mamó desde pequeño, de su bisabuelo —le dijo su madre una vez, poco antes de morir. Hablaba poco de sus primeros años en esta tierra, pero de vez en cuando, y sobre todo al mirar a su alrededor y tocar el tronco de la higuera que había plantado en aquellos años, recordaba cómo se los habían llevado a mitad de la noche hacia el norte, hacia un lugar del que no habían oído hablar nunca, una nueva colonia agrícola que aún no tenía todos los barracones habitados.

—No había nada allí —dijo en otra ocasión con un amago de sonrisa—, sólo dos camas de hierro con colchones y nosotros, con seis niños. Con sus propias manos, tu padre construyó esta casa, y todos los días decía que era un mandamiento construir el país. Por eso aún sufría relativamente más que yo. Él no creía que los judíos pudieran comportarse así con los judíos.

El revestimiento blanco de los bloques grises lo añadieron al parecer en los últimos años, con la intención de construir barrios. Y no sólo no disimulaban la fealdad, sino que encima la destacaban. Hubiera sido preferible dejar las paredes originales, esa sorprendente reflexión le pasó por la cabeza, como si en ese momento lo importante fuera el deterioro del paisaje. Tal vez fue por el piso que había comprado unos días antes en ese mismo barrio, a dos calles de ahí. También de estilo árabe: techos altos, hornacinas para las ventanas, una fachada redondeada y, al otro lado, la sala grande que da a la calle. («Recuerda que este tamaño es una quimera», le avisó Linda, la de la inmobiliaria, y contó las baldosas para calcular las medidas exactas de la habitación, «debido a la altura de los techos, parece que la habitación es más grande de lo que es en realidad».)

En el salón de la familia Bashari se conservaban aún las baldosas originales y, alrededor de la esterilla azulada, se veían los pequeños arabescos dibujados en ellas. En medio de la esterilla había una mesa baja de patas finas y con un cristal sobre el que Ezra Bashari apoyó la mano. Unas cortinas claras, pesadas y gruesas, estaban corridas a los lados del ventanal, y sobre ese fondo se balanceaba Neimá Bashari adelante y atrás, adelante y atrás. La mecedora donde estaba sentada, cubierta por una tela tupida, se movía al ritmo de sus acallados sollozos.

Tzilla volvió a la habitación.

—Netaniel Bashari sigue sin contestar —le susurró a Michael—; allí no hay nadie, no he querido dejar ningún mensaje.

—¿Y la periodista?

—Llegará dentro de unas dos horas —dijo Tzilla—. Le he pedido que venga aquí —Michael miró su reloj e hizo un gesto de escepticismo.

—¿Qué puedo hacer yo? —preguntó Tzilla—, ha dicho que tarda dos horas en llegar. No tiene coche, y nosotros no tenemos a nadie que pueda ir a buscarla. Ahora está en Rishon Le-Zion, entrevistando a una mujer que predice el futuro, lee en los posos del café.

En el bloque de enfrente, en la barandilla del balcón del segundo piso, había una alfombra de estilo persa. Una mujer con la cabeza envuelta en un pañuelo de colores la sacudía con todas sus fuerzas con una raqueta de mimbre amarillenta y, cuando se cansaba, se apoyaba en la barandilla y miraba alrededor. En la tapia de abajo estaba apoyada una niña gorda con un chándal azul que ya no era de su talla. La correa que sujetaba se hundía en la carne de su mano y, al otro extremo de la correa, luchaba con ella una pequeña caniche, tirando en dirección contraria.

—Me parece que tenemos algo para ti —le había dicho el sargento de turno la mañana del día de la fiesta. El matrimonio Bashari había llegado muy temprano para presentar una denuncia oficial por la desaparición de su hija y, después de escuchar su descripción, él miró la foto que le puso la madre delante y enseguida se dio cuenta —eso le susurró a Michael por la línea interna— de que era «la misma que encontrasteis». En el despacho de Michael, Neimá Bashari fue desdoblando con manos temblorosas la bolsita de plástico descolorida donde guardaba su carné de identidad y se lo entregó a Danny Balilty, que un momento antes, cuando entraron, se había retirado de la puerta, dando por concluido momentáneamente el discurso que estaba lanzando desde allí como reprimenda por el tema de los pisos. Se sentó en silencio sobre la pequeña caja de hierro y cogió la fotografía que le mostraba Neimá Bashari: una joven morena con vestido blanco, mechones de cabello negro tocándole los hombros, pómulos prominentes, ojos pequeños y sonrisa amplia con hoyuelos. Después observó el carné de identidad, y cuando se levantó emergió su barriga —el botón de abajo de la camisa rosa y bien planchada amenazaba con saltar—; entonces una especie de calambre, que Michael conocía bien, le recorrió la cara, donde se reflejaba un sarcasmo obstinado y venenoso, y sus pequeños ojos se empequeñecieron aún más.

—¿Has visto la dirección? —Balilty le pasó a Michael la fotografía y el carné de identidad azul. Michael miró el carné y disimuló su asombro encogiéndose de hombros con indiferencia—. ¡A dos calles! —le susurró Balilty—, ¡a dos calles de donde has comprado!

—Las sorpresas no tienen fin —dijo Michael con aparente indiferencia, y le devolvió el carné de identidad a Neimá Bashari. Ella metió el carné en la bolsa de plástico, la dobló una y otra vez, la puso en el fondo del bolso y los miró impaciente. Michael siguió observando a la joven, que mostraba su mejor sonrisa, intentando definir los rasgos que había detrás de esa sonrisa.

—Queríamos haber venido con nuestro hijo Netaniel —dijo la madre—, es profesor en la universidad; él entiende..., él sabe mejor... Pero no lo hemos encontrado. A ningún hijo, no hemos conseguido localizarlos —explicó la madre—. Mi nuera... Ayer llamé a mi nuera. No la había visto, y también me dijo que mi hijo, Netaniel, tampoco la había visto desde hacía unos días. Pero ella... tenía gente en casa, por eso no prestó mucha atención, y nosotros...

Cuando Michael les pidió que fueran con él al Instituto Anatómico Forense, Ezra Bashari palideció. Con sus delgados dedos se aflojó la corbata, sacó del bolsillo interior de la chaqueta un librito diminuto y, después de humedecerse el dedo con la lengua, empezó a pasar hojas y a murmurar una letanía.

—Me gustaría que nuestro hijo Netaniel también viniese con nosotros —dijo la madre, y Michael, atendiendo a su petición, marcó: primero el número de su casa, después el del móvil y por último el de su despacho de la universidad.

—No hay nada que hacer —le dijo a Neimá Bashari—, lo hemos intentado, pero es imposible localizarle, y su nuera tampoco contesta.

El señor y la señora Bashari, que se parecían tanto en su delgadez, en su baja estatura, en su porte encorvado y en su mirada asustada («Nunca en la vida habíamos estado en la policía», dijo Neimá Bashari al acceder al despacho, cuando entró en el coche y cuando salió de él), y tan parecidos incluso en sus rasgos sutiles, como en miniatura, le hicieron pensar en su madre. Esos dos cuerpos enjutos inclinados hacia delante, que contestaban dócilmente a cada pregunta, esos rostros donde se percibía miedo y gravedad, su confianza ilimitada en el sargento de guardia, en Michael e incluso en Balilty, todo eso le recordó a su madre, sentada en las oficinas del consejo y esperando con humildad el permiso para cerrar el balcón.

El camino desde Jerusalén a Abu Kabir lo hicieron en silencio. Las letanías y los suspiros de Ezra Bashari, mientras pasaba rápidamente las finas hojas, se oían incluso desde el asiento delantero. Durante el camino de vuelta ya no leía.

Cuando volvían a Jerusalén y el coche pasó por la calle donde estaba el piso que había comprado, Michael miró de reojo la casa de la esquina, pues aún no se había hecho a la idea de que iba a vivir ahí, tras las ventanas y las persianas cerradas del segundo piso. Desde que se había ido de la casa de sus padres, cuando le enviaron con doce años al internado para superdotados de Jerusalén, ninguno de los lugares en los que había vivido había sido un hogar. Hasta la casa de sus padres, cuando volvió allí durante las primeras vacaciones de Pésaj, emanaba de las paredes extrañeza y distanciamiento. Los muelles de hierro de la pequeña cama de su infancia chirriaron cuando intentó encontrar su viejo sitio. El padre de Nira, su ex mujer y la madre de su único hijo, les compró un piso, y Nira lo amuebló a su gusto y al de sus padres, por lo que tampoco allí se sintió nunca como en casa. Y desde que se fue («Eres un primo», le dijo Balilty años después, «podías haberte quedado con la mitad, también estaba puesto a tu nombre»), siempre había vivido en pisos alquilados, a los que consideraba, por tanto, sólo un lugar de paso.

—Aquí empieza el barrio —dijo Eli Bahar cuando llegaron al cruce. El matrimonio Bashari iba sentado en silencio—. Si vas hacia la derecha llegas a Emek Refaim y la Moshavá Germanit, y si vas hacia la izquierda llegas a la carretera de Belén, la calle principal de Baqah; por allí tenemos que entrar —el sargento Yair no conocía la zona, y en la voz de Eli Bahar se entremezclaban la amabilidad de un taxista agotado y un tono autoritario que quería mantener a toda costa.

—Nunca había estado aquí —dijo sorprendido el sargento Yair cuando salieron del coche, mientras Tzilla ayudaba a los Bashari—, había pasado de largo pero no... ¿Qué tipo de gente vive aquí?

—¿Qué quiere decir qué tipo de gente? —se asombró Eli Bahar.

—Qué tipo de gente, de qué comunidad, esta ciudad está dividida en barrios y...

—Aquí hay de todo —dijo Eli Bahar—, de lo mejorcito. Hay marroquíes de los años cincuenta, como los que fueron traídos desde el campo de tránsito de Talpiot. Pregúntale a él —señaló a Michael, que ya había salido del coche—. Hay incluso algunos árabes que se quedaron en el cuarenta y ocho, y también griegos, que han mantenido sus casas desde entonces. Y hay americanos y franceses ricos que inmigraron tras el sesenta y siete. Hay tenderos del zoco y yuppies, hay de todo. Profesores de universidad y criminales, y también abogados; todo lo que quieras hay aquí. Rumanos, alemanes, Paz Ahora, ultraortodoxos del partido Shas y también de Estados Unidos; hasta búlgaros hay.

—¿Cómo que hasta?

—No hay muchos en Jerusalén —explicó Eli Bahar—, se fueron hacia la costa, a Yafo, pero aquí... hay.

—Las casas son bonitas, pero está lejos, ¿no?

—¿Lejos de dónde? —preguntó Eli Bahar.

—Lejos del centro, del trabajo, de...

—¿Qué dices? —dijo Eli Bahar—, ¿sabes lo que cuesta aquí una casa? Es un barrio céntrico, de los más importantes de Jerusalén, aunque esté a las afueras. Esta ciudad es así —suspiró mientras cerraba de golpe la puerta del coche—, el centro está muerto y lo importante está en las afueras: mira las tiendas de Emek Refaim y de la carretera de Belén, hay de todo, puedes no salir de aquí en un año y arreglártelas sin ir al centro, incluso sin ningún gran centro comercial —aceleró el paso y tocó el brazo de Michael—: ¿No es así?

—Ahora no, Eli —respondió Michael—, después, tenemos que entrar y empezar, nos están esperando. Y tú —miró a Tzilla y a los Bashari, que recorrían lentamente el camino de entrada a la casa—, tú tienes que volver a la oficina.

—Volver a la oficina. Volver a la oficina, ¿y qué? ¿Localizar a los hermanos? —preguntó de mala gana.

—Y llamarnos por teléfono para mantenernos informados de lo que pasa —añadió Michael.

—Sí, el registro —dijo Eli enfadado— puede llevar horas.

—¿Por qué tienes tan poca paciencia? Creía que habíais pasado unas buenas vacaciones. Tzilla ha dicho que aún tenéis las baterías cargadas. ¿Por qué no te tranquilizas? En el momento en que lleguen a tu despacho, simplemente nos lo comunicas y los traes aquí, a casa de sus padres; o informas de que no han llegado —miró un instante a Eli y se encogió de hombros—. Sabes que Yair es demasiado joven para hacer eso solo —añadió.

—Siempre hay alguna razón —dijo Eli Bahar—, pero el resultado es que siempre me quedo al margen, no tienes ni idea de lo harto que estoy.

—A veces el margen es el centro —dijo Michael—. Espero tus noticias.

Cuando se conoció la dirección del matrimonio Bashari, Michael obvió la expresión «Te lo dije» que se le quedó en la cara a Danny Balilty y, en vez de decirle que no había relación alguna entre sus quejas por haber hecho una compra precipitada y la casa de la víctima, que estaba a dos calles de allí, dijo:

—Hasta ahora no hemos avanzado nada.

La exagerada sensibilidad de Balilty ante cada palabra que pudiera insinuar la menor crítica a su eficiencia lo llevó a olvidarse por un momento del tema de la casa.

—¿Qué querías? —refunfuñó Balilty—, ¿que sólo por un vestido la encontrase? ¿Es que es un modelo exclusivo de una boutique francesa o qué? Y además, si hubieras esperado unos días más, hasta te la habría encontrado por el vestido —al oír a Neimá Bashari, antes de la identificación definitiva, mencionar el nombre del abogado Rosenstein, en cuyo bufete trabajaba Zahara desde que acabó el servicio militar, se olvidó de todo lo demás y dijo—: ¿Rosenstein? Lo conozco, claro que lo conozco, no se puede ser de Jerusalén y no conocerlo. Tiene un palacio en Talbia, ¿no? En la calle Marcus, al lado del chalé de Shrober, enfrente del teatro... —sonrió sin muestras de alegría—, con una fachada redondeada y unas ventanas gigantescas. ¿Trabajaba con él?

Cuando Ezra Bashari perdió el sentido, Balilty telefoneó al abogado Rosenstein y le informó, sin más preámbulos, de la muerte de Zahara Bashari.

Al otro lado de la línea se oyó una respiración fuerte y rápida.

—No puedo creerlo —murmuró el abogado al final—, sencillamente no puedo creerlo. ¿Un asesinato? ¿Está seguro?

—Hemos completado la identificación —aseguró Balilty—, los padres la han identificado. No hay ninguna posibilidad de error.

—No puedo creerlo... No lo entiendo... Quién podría querer... ¿Por la situación de inseguridad actual?

Balilty no dijo nada y esperó.

—¿O por motivos sexuales? ¿Por qué motivo? —dijo el abogado.

—Lo siento —dijo Balilty por teléfono—, no sabía que tenía con ella una relación tan estrecha...

—¡Qué quiere decir! —la voz del abogado se quebró—. Esa niña... era una flor, era como una hija para mí... Hacía ya dos años... Recepcionista y telefonista, todos estaban locos por ella... Ninguna secretaria había permanecido con nosotros tanto tiempo... Usted no lo entiende...

—De verdad que lo siento —dijo Balilty mirando hacia el techo. Odiaba tener que ser él quien notificase esas cosas, y además, en esa ocasión, le sorprendió la reacción tan emotiva del abogado y se arrepintió de no haberle informado en persona, pues hasta que se vieran tendría tiempo de recuperarse—. De verdad que lo siento, señor Rosenstein —le volvió a decir—, pero puedo estar ahí en un momento, usted sólo preocúpese de que podamos hablar —y, sin más demora, se puso en camino.

La policía de tráfico estaba desviando la circulación de la carretera Tel Aviv-Jerusalén hacia una vía secundaria por donde una larga fila de coches avanzaba lentamente.

—¿Podrías decirme —le dijo Balilty a su secretaria, entre los encargos que le estaba haciendo por el teléfono móvil— por qué siempre hacen esto por la mañana? ¿Por qué no traen a tailandeses o rumanos que lo hagan por la noche? En el mundo entero arreglan las carreteras por la noche y aquí...

—¿Mando a alguien a recoger a Netaniel Bashari o le citamos directamente? —preguntó la secretaria.

—No se le puede citar directamente —dijo Balilty—, es su hermana la que ha terminado así, ¿es que no te das cuenta? No puedes comunicar algo así a un familiar por teléfono o por... ¿Dónde está?

—Pues eso, está por ahí, en alguna parte, y tampoco su mujer está en casa. Le hemos buscado en su casa, no ha habido respuesta. Hemos probado en la universidad, pero está cerrada, y estará cerrada toda la semana...

—¿Da clases en la universidad?

—Es catedrático.

—¿Qué departamento?

—Historia, es profesor de historia en el Instituto de Estudios Rusos. ¿No lo sabías?

—¡Estudios rusos! —se rió Balilty—. ¿Un yemení que sabe ruso?

—¿Y yo qué sé? Habrá estudiado. ¿Qué pasa?, ¿no sabes tú yiddish? Yo misma te he oído hablar yiddish con Jana, la de la cafetería, y entonces tú...

—Yemení y catedrático, una mezcla explosiva —dijo Balilty.

—¿Por qué hablas así? —le reprochó la secretaria—. Sabes que también yo por parte de madre...

—Por eso —se burló Balilty—, por eso hablo así.

—¿No puedes poner la sirena y salir del atasco?

—Sí. Cuando terminemos. Te diré lo que vamos a hacer: envía a Moshé a buscarle, con la información básica, y que lleve a Netaniel Bashari, se llama Netaniel, ¿no? —y continuó sin esperar respuesta—, a casa de sus padres.

—Vale —dijo la secretaria—, así solucionas el problema con él. Pero ¿qué vas a hacer con el otro hermano? Ahora está con los destacamentos al lado de Siquén, cómo quieres...

—Eso es lo más fácil —dijo Balilty, y dirigió el volante hacia el estrecho arcén de la carretera—. Tiene móvil, ¿no? Pues llámalo al móvil. Es el más joven, ¿no? ¿Betzalel?

—Sin contar a Zahara Bashari: ella nació siete años después —señaló la secretaria.

—¿Qué es?, jefe de división, ¿no? ¿De infantería?

—Subcomandante de regimiento. ¿Quieres que lo llame yo? ¿Qué le puedo decir por el móvil? Que lo deje todo y venga porque...

—Tienes que decirle por teléfono por qué —Balilty suspiró—, o dile algo indeterminado, ahora no podemos enviar a nadie, y menos a Siquén. Con todo el follón que hay ahora no tenemos efectivos disponibles, todos están alrededor de la explanada del Templo o en Nazaret. Con todos esos árabes, no es en absoluto el momento de empezar un nuevo caso... ¿Qué es Betzalel Bashari?, ¿comandante?

—¿Por qué?, ¿es que no puede ser yemení y comandante?

—Por mí puede ser general en jefe. Hoy día todos esos comandantes son unos niños, aún no habían nacido cuando nosotros... ¿Cuántos años tiene?

—Veintinueve.

—Bueno, qué más da, lo importante es que lo lleven a donde yo... Al abogado, no, directamente a casa, con sus padres, ¿de acuerdo?

—De acuerdo. Y está también Eliahu —recordó Eti—, ¿quién avisará a Eliahu?

—¿Quién es Eliahu? —dijo Balilty confuso.

—Quién va a ser, el otro hermano, el mediano. Ese que vive en Los Ángeles.

—¿Los Ángeles?

—Ya te lo dije antes, cuando llamaste desde Abu Kabir la segunda vez.

—Que le avise la familia. Si está allí tardará dos días en llegar. ¿Y en qué nos va a ayudar si lleva ya tres años allí? ¿Qué vamos a sacar de él?

—Tú eres el que dice siempre que nunca se sabe —refunfuñó la secretaria.

—Eti, cielo —dijo Balilty en tono mimoso—, hazme un favor...

—No me llames cielo.

—¿Qué pasa?, ¿es que llamarte cielo es acoso sexual? —Balilty se rió y respiró profundamente—. Hoy día ya no se puede ni hablar. «No me digas eso, no me toques ahí», dentro de poco hasta para respirar va a haber que pedir permiso.

—Vamos, pon la sirena de una vez, tengo trabajo. ¿Quieres que nos pongamos ahora a discutir sobre lo que se puede y no se puede hacer?

—No hay por qué discutir, ¿he hablado yo de discutir? —el jefe de la unidad de información soltó una carcajada—. Discutir dice, ¿por qué?, ¿quién te va a acosar sexualmente ahora, con esa barriga que tienes?

—¿Qué te crees? —incluso con el ruido que se oía por el teléfono, Balilty escuchó su risa, que no ocultaba un tono de ofensa—, ¿que una mujer embarazada no es sexy? ¿Qué pasa?, ¿es que a nadie le gusta una mujer embarazada? Pues has de saber que a algunos les excita. Pregúntale a Hayim si no le gusto así, está todo el rato...

—No me lo digas, sólo me faltaba eso, que me contaras tu vida sexual con otro hombre. Eti, vida mía, no estoy celoso. Un marido no es para follar y, en cualquier caso, no se habla de eso. Y que ni se te pase por la cabeza, ¿has oído? Ya me has jodido bastante con este embarazo, y encima dentro de dos meses me vas a dejar huérfano...

—¿Dos meses? ¿Cómo que dos meses? Menos de un mes.

—No quiero pensar en eso —suspiró Balilty—. Es una desgracia indescriptible, y ni siquiera me has encontrado una sustituta...

—La he encontrado.

—¿La has encontrado? No me has dicho nada de...

—Mañana te lo diré.

—¿Será algo bueno?

—Alguien, no algo —le reprochó la secretaria—, habla bien, ella no te conoce; se llama Shira, es nueva.

—No quiero una nueva —protestó Balilty, y sin tomar aliento preguntó—: ¿Por lo menos está buena? ¿Cuántos años tiene?

—¿No has puesto la sirena? ¿Cómo quieres que trabaje así? Es buena, te lo digo yo, mejor que yo; luego no querrás que vuelva, ya verás.

—Siempre tendrás un sitio en mi corazón —canturreó Balilty—, siempre siempre siempre —y puso la sirena y adelantó a la fila de coches. Empezó a llover un poco al llegar a Shaar Hagey, pero no redujo la velocidad ni apagó la sirena hasta llegar al aparcamiento subterráneo de detrás de la calle Rey Jorge.

El salón de la familia Bashari estaba en absoluto silencio, que sólo se rompió cuando Michael preguntó:

—¿Tenía novio?

Neimá Bashari negó con la cabeza.

—No, no alguien fijo —dijo tras un momento de reflexión—, tenía varios... Les gustaba a todos, pero ella... esperaba... que apareciera alguien... apropiado, no ashkenazí.

—¿Qué quiere decir, no ashkenazí?

—Nuestra hija odiaba a los ashkenazíes, los odiaba —dijo Neimá Bashari y se tapó la cara, su voz sonaba amortiguada por las manos—. No sé de dónde le venía, era así desde... desde su bat mitzvá, más o menos desde los trece años. Todo empezó con un trabajo sobre las raíces que hizo en el colegio, después de eso... —apartó las manos y se las retorció—, se pasaba el día dedicada al legado yemení.

—Pero salía con chicos —dijo Michael.

—Salía... al cine, a una cafetería... pero no había nadie... nadie...

—¿Pero venían chicos a casa? Ustedes los conocían, ¿no?

—A veces venía alguien a buscarla, pero ni se sentaba... Novios no..., ella prefería quedar en la calle... —en la voz de Neimá Bashari había turbación—, tenía... le gustaba la intimidad —y de repente reprimió un gemido.

—Entonces, ¿no conocían a nadie? —preguntó Michael, y captó el tono de sorpresa de su propia voz.

—A lo mejor sus hermanos... Netaniel... Estaba muy unida a él. Con nosotros no quería... no hablaba... A lo mejor habló con Linda. Ezra, ¿habló con Linda? —se volvió hacia su marido y él permaneció callado—. Estaban muy unidas las dos —dijo Neimá Bashari confusa.

—¿Linda? —repitió Michael.

—Linda, vive aquí, en el barrio —con la mano floja Neimá Bashari señaló calle arriba—, es una buena mujer..., mitad judía, por parte de madre sólo, pero buena. Buena de verdad. A veces también venían amigas, a comer; y también está ese chico que hizo con ella el servicio militar, ¿Danny? ¿Se llama Danny? —miró a su marido, que no levantó la cabeza.

—¿Tenía una agenda?

—No lo sé —dijo Neimá Bashari—, sólo esa pequeña que llevaba en el bolso, con todas las citas y números de teléfono. Y el bolso... han dicho que no lo han encontrado.

—Lo encontraremos —dijo Michael y respiró profundamente—. Hay algo más que tengo que decirles —miró la cabeza inclinada de Ezra Bashari—, su hija, Zahara, estaba... —volvió a tragar saliva y dirigió la vista hacia Neimá Bashari, que se quitó las gafas y le miró fijamente—, estaba embarazada de doce semanas.

Por la ventana abierta, sobre las hojas verdes y brillantes del filodrendron, se oía la alarma de un coche que estaba aparcado en la calle y que rompía el silencio que se había apoderado de la habitación.

Ezra Bashari levantó la cabeza.

—Eso es mentira —murmuró con la voz ronca—, es usted un mentiroso.

Michael sintió un escalofrío en la nuca y los hombros.

—No, lo siento mucho, es la verdad. El médico del Instituto Anatómico Forense puede confirmarlo —dijo.

Los labios de Ezra Bashari, pequeños y gruesos, vibraron.

—No puede ser —dijo con voz temblorosa—, nuestra hija... sabía cuidarse... Ella misma me dijo que...

Neimá Bashari se balanceaba de un lado a otro sin parar. Cerró los ojos con fuerza, como intentando contener las nuevas lágrimas que empezaban a brotar.

—Creía que podrían ayudarnos en el tema del...

Por primera vez desde el inicio de la conversación Ezra Bashari miró a su esposa.

—Esas son cosas que sabe una madre —le dijo a Michael.

—Las sabe si se las cuentan —dijo Neimá Bashari furiosa—, si no se las cuentan, no sabe nada.

—Hay cosas que una madre sabe sin que se las cuenten —dijo Ezra Bashari—. Mi madre, que en paz descanse, siempre lo sabía todo de mi hermana Carmela.

—¿Y eso hizo que la vida de Carmela fuera mejor? —preguntó Neimá Bashari con frialdad, mientras se enjugaba las lágrimas con la mano. Las comisuras de sus labios temblaban.

Una tragedia repentina no tenía por qué mostrar el amor de una pareja, no todos se apresuran a apoyarse mutuamente; hay parejas en las que precisamente una tragedia pone al descubierto los amargos posos que hay en ellos y saca a la luz todas las cuentas sin saldar. Esas cuentas hay que aclararlas, se dijo Michael, y otra voz se burló en su interior por su fe en que ese tipo de cosas se pudieran aclarar.

—Necesitamos saber lo que ocurrió exactamente el último día..., la última vez que la vieron... Podríamos intentar reconstruir... los sitios en los que estuvo antes de desaparecer, es decir... —Michael carraspeó y miró hacia donde estaba Tzilla, que tenía las piernas cruzadas con fuerza, como defendiéndose de la hostilidad a la que estaba expuesta—, es decir —su cabeza permanecía inclinada hacia el bloc donde estaba escribiendo, y también el sargento Yair tenía inclinada la cabeza y permanecía callado, aunque le permitían preguntar. Ojalá estuviera aquí Balilty, dijo Michael para sus adentros, pues en momentos así se necesitaban personas como él, de esas a las que la turbación les es ajena. Ojalá al menos fuera posible preguntarles por separado, pero aún era pronto para citar a cada uno para un interrogatorio individual—. Necesitamos obtener toda la información que nos puedan dar, sería de gran ayuda. Entiendo que era una chica muy guapa...

—¡Guapa! —exclamó Neimá Bashari sofocada—. ¿Cómo que guapa? ¡Guapísima! Una flor. Jamás en la vida ha visto usted algo igual —de pronto se echó a llorar amargamente, se levantó y salió de la habitación.

—Seguro que usted sabe lo que hacía su hija habitualmente —le insinuó Michael a Ezra Bashari.

El padre le lanzó una mirada oscura y dura.

—Era la pequeña y entre nosotros es normal... —cerró los ojos—, es normal que la madre se ocupe de esas cosas.

—Pero seguro que usted sabe, así, en general —tanteó Michael.

—Lo que yo sé lo sabe todo el mundo —interrumpió el padre—, también usted sabe que nuestra Zahara trabajaba con el abogado Rosenstein, estaba ahorrando dinero para sus estudios; y eso lo sabía todo el mundo. Y también ganaba algo para pequeños gastos cantando en fiestas. Tiene... tenía una voz especial, muy bonita, profunda, especial. La había heredado de mi madre, que en paz descanse, también ella tenía una voz bonita, y también ella cantaba en las bodas, pero sin cobrar. En su época era una buena obra —con el pulgar largo y fino se tocó Ezra Bashari la verruga grande y oscura que tenía al lado de la ceja derecha, y después se pasó el índice por los párpados, como para borrar con él una visión que había aparecido ante sus ojos—. Todos saben también lo mucho que hizo por el legado yemení, pretendía hacer un museo en la sinagoga, aquí al lado; también eso lo sabe todo el mundo —reprimió un gemido— Y a veces, después del trabajo, Zahara... —se tapó la cara con sus pequeñas manos e inclinó la cabeza— iba —su voz sonó amortiguada por las manos, y el sargento Yair tocó la grabadora— a cantar o se iba al cine como cualquier...

—Pero anteayer, cuando no volvió, ¿dijo algo?

—No, no dijo nada.

—¿Y eso era normal? ¿Ya había ocurrido antes que...? —preguntó Michael.

—Nunca había ocurrido. Siempre que iba a llegar tarde avisaba. Sabía que su madre no se dormía hasta que ella volvía, y siempre avisaba.

—Quiere decir que siempre se preocupaba de avisar —confirmó Michael.

—Yo no conozco los detalles —suspiró Ezra Bashari—, no se le puede preguntar a una chica independiente de veintidós años adonde va a cada momento, y no quería que se enfadase... Yo quería que se quedara con nosotros al menos hasta que se casase e incluso después, aunque desde que nació estuve ahorrando para comprarle un piso... No se le puede preguntar a cada momento adonde y con quién y cuándo..., son otros... tiempos... Yo sólo sé que por la mañana se iba a trabajar.

—Señor Bashari —dijo Michael con delicadeza—, usted sabe que no hemos encontrado su bolso ni su agenda, seguramente tiene... tenía otra agenda donde anotaba todo lo que tenía que hacer.

—No lo sé —suspiró Ezra Bashari—. Seguro que piensa que yo... que no tenía interés, pero no es cierto. Le prestaba atención a lo que me contaba. Tiene... tenía... sólo con que ella se riese, la casa entera... la calle entera... el mundo entero se llenaba de luz.

—Tal vez podría recordar algunos detalles, algunos hechos —le tanteó Michael.

Ezra Bashari movió la cabeza de un lado a otro.

—Cuando me contaba algo, yo prestaba mucha atención. Pero ella no hablaba mucho de cosas concretas, de lo que hacía o adonde iba. Sólo a veces. Conozco a una amiga o dos, conozco al abogado Rosenstein, a veces iba a Tel Aviv a divertirse, y se quedaba a dormir en Tel Aviv en casa de una amiga, a veces se quedaba trabajando hasta muy tarde. Y sus planes eran estudiar...

—¿Qué quería estudiar?

—Canto, y quería estudiar fuera, en América. Su hermano... tenemos un hijo que vive en Estados Unidos, su empresa lo trasladó allí y él...

Neimá Bashari regresó a la habitación con un gran sobre en la mano. Su marido volvió a cubrirse la cara con las manos, y Michael, a quien se le ofrecía el sobre con un absoluto mutismo, sacó de él varias fotografías en color y se las puso en las rodillas.

Había unas veinte fotografías o más: Zahara de uniforme, Zahara con una camisa de cuadros por fuera de los pantalones, Zahara con un niqui mojado, con la cabeza hacia atrás y agua corriéndole por el pelo, Zahara con un largo vestido rojo.

—En la boda de su hermano mayor, hace ocho años... tenía catorce años —dijo Neimá Bashari con una voz gélida.

Zahara con pantalones cortos, y con un bañador blanco, tumbada de lado y sonriendo a la cámara y, a su lado, un chico agachado.

—¿Quién es? —preguntó Michael.

Neimá Bashari se limpió las gafas y se acercó la foto a los ojos.

—Me parece que se llama Yosi, pero no estoy segura —dijo, y le dio la foto a su marido.

—No, Yosi no, Eitan —dijo el padre—, Eitan Zekes; es el hijo de Yehuda Zekes, el del banco, ¿no te acuerdas de que la llevó a la playa? Estudiaron juntos en el instituto —le explicó a Michael—, ya no tenía relación con él.

—¿Zekes? ¿Ashkenazí?

Ezra Bashari se encogió de hombros.

—Era del colegio —explicó Neimá Bashari—, era sólo un crío.

Por un momento olvidaron el asesinato, parecían estar hojeando un álbum de fotos normal y asombrándose junto con los padres de la hija tan estupenda que tenían. Michael sacó del gran montón de fotos una en blanco y negro de Zahara con un vestido negro de noche, el cabello liso peinado como una princesa egipcia tapándole la mitad de la cara, la boca abierta y sujetando un micrófono con las dos manos.

—Zahara cantando, en la boda... —dijo la madre, y su voz se ahogó.

Michael carraspeó.

—Nos llevaremos estas fotografías. Se las devolveremos —se apresuró a decir al ver el miedo en su cara—. Y también tendremos que registrar su habitación, con su permiso.

—Seguro que habrá también un vídeo de su actuación —intervino el sargento Yair.

—Nosotros no tenemos ninguno, a lo mejor, en su habitación, su hermano Netaniel tiene una cámara —dijo Neimá Bashari, y miró atemorizado a su marido.

—Hagan lo que quieran —dijo él con la voz rota y alzando los brazos—, nosotros no les molestaremos.

Michael le hizo una señal con la cabeza a Tzilla, esta salió de nuevo de la habitación y al rato regresó.

—Están en camino, los de criminalística, diez minutos, no más —dijo.

—Puedes empezar —le dijo a Yair—; si la señora Bashari te lleva a la habitación de su hija, puedes empezar.

—Lo estoy revisando minuciosamente —le explicó el sargento Yair a Michael cuando entró en la habitación. El armario estaba abierto y todo su contenido estaba tirado sobre la alfombra de rayas, preparado para ser recogido por los miembros del laboratorio de criminalística. El sargento Yair se sentó en la pequeña cama, a su alrededor estaban esparcidos notas, fotos, un frasco de perfume vacío, viejas agendas de plástico de colores, folletos, billetes de tren, cuadernos, cartas, una llave oxidada, un pendiente con piedras rojas, una pulsera de bronce, collares, horquillas, un paquete de tabaco con un número de teléfono escrito por detrás—. ¿Esto hace falta? —le preguntó a Michael, mientras abría sobre sus rodillas una partitura.

—Me hace falta todo —contestó Michael, y del estante fijado en la pared de enfrente cogió un montón de archivadores amarillos de cartón—. Todo. Tú sólo ponlo en montones, después los de criminalística vendrán y lo meterán en bolsas; no vamos a hacer aquí la clasificación.

—¿Qué hay ahí? —Yair señaló con la cabeza uno de los archivadores de cartón que Michael estaba hojeando.

—Un catálogo —murmuró Michael mientras pasaba las hojas—, es un catálogo de ropa y joyas de mujeres yemeníes—. Coge también esto —dijo, y le dio al sargento los demás archivadores—, pero no te pongas a mirarlos ahora: hay un montón de papeles con toda clase de pócimas y hechizos.

—Para deshacer hechizos o mal de ojo —murmuró Yair—, coge mercurio, el llamado zaivek, y piedras blancas de la..., ¿qué es esto?, molleja de un gallo negro...

—Déjame ver —le pidió Tzilla, que acababa de entrar en la habitación, y el sargento le tendió el archivador de cartón.

—Dejad eso ahora —les increpó Michael—. ¿Qué más has encontrado?

—Esto, en el primer cajón —Yair señaló una pequeña bolsa de papel—, hay pastillas, y también una receta; no sé lo que es.

Michael observó la receta y las píldoras.

—Son píldoras anticonceptivas —dijo, y le dio la caja a Tzilla, que la examinó y asintió con la cabeza.

¿Cómo lo sabes? —se sorprendió.

Las he visto alguna vez —contestó Michael, pero ella ya estaba ocupada en otra cosa.

Tiene fecha del año pasado —dijo ella.

Daos cuenta de una cosa —se asombró el joven sargento—, aquí hay pastillas para evitar un embarazo, y allí cómo sacar demonios del cuerpo y cómo predecir el futuro: ¿qué tiene que ver una cosa con otra?

—Bueno, las personas son complicadas. Cuando se hurga así en la vida de una persona, lo sorprendente es que no haya sorpresas. Anota el nombre del médico, a lo mejor es el médico que le llevaba el embarazo. Y quiero la agenda del año pasado, con los números de teléfono y todo eso, seguro que la encontrarás por aquí —ordenó Michael.

—Ya la he encontrado —Yair sacó del bolsillo de su camisa una pequeña libreta—. Sabía que era lo más importante de todo. Ya he ojeado los nombres, está el de esa amiga suya, esa periodista de la que habéis hablado, Orly Shoshan, con el número de teléfono de Tel Aviv y también el móvil. Y el número de teléfono de sus padres en Jerusalén. Y también hay nombres de otras personas, mujeres y hombres, y también...

—Enseguida lo revisaremos —dijo Michael—. ¿Qué es eso de ahí?, ¿esos papeles en el rincón del cajón?

Yair abrió el paquete de impresos sobre sus rodillas.

—Mira —dijo sorprendido—, aquí hay impresos de un crédito hipotecario, rellenos, dónde tenía previsto comprarse un pi... Están a su nombre, mira, es extraño, ¿no? Una chica que quiere irse a estudiar fuera, ¿qué hace pidiendo un crédito hipotecario? A no ser que quisiera invertir, pero entonces sus padres no sa... También hay un aval de un abogado, del bufete de los abogados Rosenstein & Nair, lo único que no entiendo es dónde está ese piso.

—Déjame ver —dijo Michael, y alargó la mano hacia los impresos amarillos—. Lo pone aquí, calle de la Estación, ¿no lo ves? Pidió el crédito hipotecario para un piso en la calle de la Estación. Y es cierto que hay una carta del abogado Rosenstein avalando los pagos. Bueno, Balilty está hablando con él ahora, hay que avisarle; intenta localizar a Balilty, quiero hablar con él —y mientras hablaba volvió al salón con los impresos en la mano.

Neimá Bashari no había oído nada sobre ningún proyecto de comprar un piso. Ezra Bashari exigió ver los documentos.

—No hay contrato —le dijo a Michael después de ojearlos—, no hay ningún contrato de compra. No dan un crédito hipotecario sin contrato. Eso lo sé —le devolvió los documentos a Michael con desdén—. No lo entiendo —dijo con tristeza—, pero hay muchas cosas que no entiendo, y esta es la más insignificante de todas.

—¿Conoce usted la casa?

—Por la dirección, conozco el edificio —dijo Ezra Bashari—, a veces paso por allí cuando doy un paseo. Es una casa árabe que destrozaron al añadirle dos plantas. Ahora vive allí un judío de Francia. Es tan francés como yo. Del sur de Francia, como decimos nosotros, es decir, de Marruecos. Hizo dinero rápidamente y lo gastó enseguida. Con joyas, creo. Piedras preciosas o algo así.

—¿Y ella no les dijo nada sobre el piso?

—Ni una palabra —respondió Ezra Bashari bajando la vista—, ni palabra. Todo esto así, de repente: no es la hija que yo conocía. Uno ya no conoce ni a sus hijos, carne de su carne; adonde hemos llegado —murmuró, y volvió a encogerse en el sofá y a taparse la cara con las manos.

Tzilla estaba cogiendo los documentos y poniéndoselos debajo del brazo, cuando Yair entró y le dio a Michael un teléfono móvil.

—Querías hablar con Balilty —le recordó, porque Michael se quedó mirando el teléfono sin reaccionar.

—Voy para allá —dijo Balilty— con su hermano y...

—¿Netaniel Bashari?

—No, a él... No sé dónde está... —informó Balilty con desgana—. El hermano pequeño, Betzalel.

—Trae también al abogado —murmuró Michael. Se fue por el pasillo hasta la puerta de entrada y, en voz baja, le habló del piso que Zahara Bashari iba a comprar.

—¿Dónde es? ¿Cuál es la dirección exacta? —quiso saber Balilty.

—Por teléfono no —avisó Michael—, ven aquí y hablaremos.

—Seguro que el tal Rosenstein no quiere venir conmigo —dijo Balilty—. Ya sabes lo que pasa con los abogados, tendrás que hacerlo de forma oficial, una citación para declarar y todo eso. Y además tengo aquí a su hermano.

—Dile que hemos encontrado los documentos del crédito hipotecario —dijo Michael—. Vendrá, claro que vendrá.

—¿Los quieres a todos juntos ahí? —preguntó Balilty sorprendido.

—A todos —convino Michael—, y si se forma un revuelo, quiero verlo con mis propios ojos. ¿Has identificado al médico? —le preguntó a Tzilla, que estaba mirando la bolsa de las píldoras.

—Doctor Anter, creo, ¿quieres que lo compruebe ahora?

—Ahora, sí. Si era una paciente habitual. Si sabía lo del embarazo. Y también si sabía de quién; todas esas cosas.

Había pasado una media hora desde su conversación con Balilty, cuando delante de la casa se detuvo un BMW negro, con restos de una pegatina en el parachoques trasero, y un judío ortodoxo, mayor, bajo, corpulento y vestido con un traje gris oscuro salió de él. Se paró frente a la puerta de madera del patio, se colocó la corbata azul, luego abrió y entró en el patio. La luz del atardecer se reflejó en las gruesas lentes de sus gafas cuando miró hacia la puerta principal, como reuniendo fuerzas para entrar.

Michael, que lo vio desde dentro, se apresuró a salir.

—¿El abogado Rosenstein? —preguntó—. Soy el superintendente Ohayon, jefe del Equipo especial de investigación.

—Nunca me he ocupado de crímenes —dijo el abogado, tendiendo una mano blanda para saludar—, yo me ocupo de bienes raíces y de propiedades fiduciarias. Nunca de...

—Zahara Bashari trabajaba con usted en el bufete —dijo Michael conduciéndole hacia el patio.

—Desde hace dos años —dijo el abogado Rosenstein—; y ya le he dicho a ese señor, no he entendido su nombre, que era para mí como una hija, y todos nosotros...

—Como una hija —repitió Michael, y decidió atacar de inmediato—, es cierto, se nota por el aval para el crédito hipotecario que usted estaba dispuesto a darle.

El abogado se puso rojo.

—Es raro, aunque fuera como una hija —dijo Michael—, que un abogado perspicaz como usted estuviera dispuesto a comprometerse así, ¿no?

—¿Qué está insinuando? —preguntó el abogado en un tono de voz duro—. Estoy aquí sólo porque me importa... porque quería decirles a sus padres... Usted sabe que esto no es un interrogatorio oficial y que no tiene derecho a...

—No es oficial ni ha habido citación previa —aseguró Michael—, es sólo para ayudarnos a saber por dónde empezar. Si de verdad tenía relación con Zahara Bashari y si era tan importante para usted, seguro que no se negará a ayudarnos a descubrir lo que ha pasado aquí.

El abogado se secó la cara con un pañuelo de cuadros y suspiró. Michael pensó en el padre de su ex mujer, un judío polaco superviviente del holocausto que se hizo comerciante de piedras preciosas y se enriqueció, y que no escatimó nada para su única hija, ni siquiera durante los años que fue la esposa de Michael. Yuzek, que fue un abuelo ejemplar para su hijo Yuval, también solía secarse la cara con un pañuelo de tela cuando la tensión o la emoción le dominaban.

—Sus padres no sabían nada de los planes de comprar un piso.

—Era una estupenda inversión, yo se lo dije: con el alquiler del piso podría pagar la hipoteca. Ella quería irse a estudiar fuera.

—Una chica que se va a estudiar fuera no mantiene una relación así con un hombre —dijo Michael, y miró hacia la valla de madera y a la joven que salía del taxi rebuscando en un gran bolso.

—¿Qué relación?

—Una relación de esas en que se le compra un piso a una señora —dijo Michael.

—Yo no... no le compré ningún piso —dijo el abogado aflojándose el nudo de la corbata—. Ya se lo he explicado al otro señor en mi despacho. El día por el que me ha preguntado yo estaba fuera de la ciudad, tenía varias citas, tengo...

—¿De qué día estamos hablando? —preguntó Michael.

—El lunes, me ha dicho él, me ha preguntado por el lunes, y yo no volví a casa hasta las doce de la noche. Después de las doce, porque mi mujer y yo estuvimos en la ópera después de mis citas, yo no...

—¿Una relación de padre e hija? —preguntó Michael, mirando a la chica bajita que estaba abriendo la puerta de madera y entrando en el patio. Sus rizos se movieron cuando se sacudió los vaqueros ajustados que le marcaban los muslos—. Perdone —dijo Michael deteniéndose delante de la chica, que avanzaba lentamente por el camino de piedra con sus ojos marrones, grandes y saltones, fijos en él—, ¿es usted Orly Shoshan?

—¿Y quién es usted?

—Policía —dijo Michael—, soy la policía, y si espera un momento... —se dio la vuelta, abrió la puerta de la casa y llamó a Tzilla. Cuando salió le susurró algo al oído y ella se acercó a la joven de pelo rizado, que la miró de arriba abajo. Sus ojos saltones estaban fijos en Tzilla, pero carecían de expresión alguna.

—Mire —dijo el abogado en tono indulgente—, tengo setenta y dos años, más del doble que ella, el triple. Tengo una hija que podría ser su madre, cómo puede pensar que... Además, yo no hago esas cosas. Mi mujer y yo... nos va bien en el matrimonio. No hay nadie más idiota que un anciano que se fascina con algo así. Y yo idiota no soy. ¿De qué podría hablar con una chica de veintidós años? Era guapa, sin duda era guapa, simpática, agradable, inteligente, por supuesto, pero no era una pareja para mí. No hubiera tenido ni de qué hablar con ella como... como pareja. Y ya he pasado por una operación de próstata... ustedes, perdóneme, tienen unas ideas estereotipadas. Su colega —un fuerte acento polaco le salió de repente; su labio inferior, muy apretado y metido debajo del superior, le daba el mismo aspecto de pato disgustado que tenía Yozek, el padre de su ex mujer, cuando algo le desagradaba— ya ha insinuado todo tipo de... No digo que haya que ser agradable en un interrogatorio así, pero, créame, está usted en un error, y se trata de un error completamente banal.

—¿Y el piso?

—Mire —dijo el abogado—, estoy dispuesto a hablarle con franqueza —miró a su alrededor y se humedeció los labios—: ese piso era una inversión. Yo ya tengo varios pisos en la ciudad, y mi hija está instalada en Estados Unidos y no piensa volver aquí, tenemos demasiado. No se lo compré y no me arriesgué. Tuve la oportunidad de echarle mano a ese piso porque... —se detuvo.

—Porque...

—Mire, ahora este barrio está muy solicitado. Hay muy pocos pisos a la venta en casas árabes así, y menos que no haya que reformar. Ese piso era una verdadera ganga, y más con los tiempos que corren, con la situación que hay: este es el momento ideal para comprar bienes inmuebles. Cualquier inmigrante de Estados Unidos y cualquier persona de izquierdas que se precie busca un piso en una casa árabe, pero yo ya tengo suficiente, yo ya no necesito nada más para hacer ostentación de mi riqueza.

—No lo entiendo —dijo Michael—, era una ganga, pero a usted no le hace falta. ¿Entonces?, ¿se le da a una simple secretaria una ganga así como regalo? ¿De cuánto estamos hablando?

—Ciento sesenta mil dólares por ochenta metros cuadrados en la calle de la Estación, orientado al sur, completamente reformado, una propiedad fiduciaria: los dueños dejaron de pagar las letras. Un regalo, casi gratis.

—Entonces, se le da un regalo a una chica agradable, así sin más.

—Es cierto que parece estúpido... pero, por supuesto, no es así. Era un asunto de rivalidad profesional, había alguien que quería comprarlo. En resumen, no importan los detalles, casi no me costó nada.

—Son importantes, los detalles —dijo Michael—, y usted sabe que son importantes. Pero, suponiendo que, en este caso, podamos prescindir de los nombres y las fechas, resúmame por favor lo fundamental.

—Por rivalidad profesional. Se puede llamar competitividad o rivalidad. Pero eso suena a... En resumen, ese piso era una ganga, una propiedad fiduciaria, y no quería que otro abogado, alguien con quien tengo una cuenta pendiente, lo comprara. Pero tampoco quería comprarlo a mi nombre, tengo demasiados asuntos con Hacienda. Se podría decir que ella, Zahara, fue una especie de apoderado, un comprador en la sombra. No se hubiera mantenido en secreto para siempre, por supuesto, era sólo una cuestión de tiempo; y durante ese tiempo era crucial mantenerlo en secreto.

—¿Crucial? ¿Hasta qué punto? ¿Como para no contárselo ni siquiera a sus padres?

—Mire —dijo el abogado tocándose la barbilla, pequeña y metida hacia dentro—, nada es crucial, pero cuando te metes en algo, eso se vuelve crucial: o juegas así, como un niño que juega con la máxima seriedad, o fracasas. Yo no creo en la apatía. Hay tensión, tiene que haber tensión.

—¿Y ella pidió un crédito hipotecario?

—Es un derecho. Ella tiene... tenía derecho a un crédito hipotecario. Así era más creíble. De otro modo, cómo iba a explicar de dónde había sacado un piso. No se incurrió en ningún delito, sencillamente yo no quería que se hiciese público, pero no tengo ningún interés en ocultarlo en una investigación criminal.

—¿Y el resto se lo daba usted? ¿Sin que se enteraran sus padres? ¿Cuánto tenía intención de darle?

—Mire, aún no le había dado nada. Hay una cuenta de ahorro insignificante a su nombre, aún se estaba gestando todo. Hablé con ella de cien mil, pero sólo hay un memorándum, todavía no habíamos dado ningún paso formal.

—Intente explicárselo a su padre —dijo Michael—, ya no sé si le afectará más esto o los otros asuntos que se han descubierto aquí. Y, por otra parte, no creo que necesite decirle que un memorándum obliga igual que un contrato.

—¿Qué asuntos? —se asustó el abogado.

—Le pedimos que se haga un análisis genético.

El abogado Rosenstein le miró con sorpresa. Detrás de las lentes de sus gafas sus párpados se agitaban, cerrándose y abriéndose con movimientos rápidos sobre sus pequeños ojos.

—¿Qué? ¿Qué análisis?

—Un análisis genético. No es nada, un análisis de sangre normal. Eso no tiene que suponerle ningún problema, si ha dicho la verdad sobre su relación, y desmentirá de una vez por todas cualquier sospecha de ese tipo, porque... por supuesto usted sabrá...

—¿Saber el qué? ¿Qué tengo que saber? —preguntó Rosenstein con evidentes muestras de miedo y tirando de la punta de la corbata.

—Usted lo sabrá porque naturalmente ella se lo contaría —dijo Michael.

—¿Me contaría qué? ¿Qué me contaría?

—Ella le contaría cosas de su vida.

—No exactamente, no se puede decir eso exactamente —Rosenstein se estremeció y entrelazó los dedos de las manos—, de vez en cuando, sé que quería aprender a cantar en Nueva York; conocía su interés por el pasado de los judíos del Yemen, quería que hiciese una donación al pequeño museo... en la sinagoga... Le dije que lo pensaría... Pero... pero no, de asuntos personales no hablamos nunca.

—¿Qué son asuntos personales para usted?

—¡Por favor! —dijo el abogado con firmeza—, no se haga el inocente, me parece una persona inteligente, usted sabe perfectamente qué son «asuntos personales».

—Lo que es personal para unos, no lo es para otros.

—¡Por favor! —dijo Rosenstein, y volvió a parpadear muy deprisa varias veces—, asuntos personales son las relaciones con los demás, con los hombres, cosas así, no con los padres. Yo sólo sé que me pidió que no involucrara a sus padres en la compra del piso, porque su padre era un hombre de honor y no accedería a que un extraño, es decir, alguien ajeno a la familia, le diera algo. En fin, que él pensaría lo que ustedes están pensando.

—Pero seguro que alguien iría a buscarla al trabajo, o llamaría por teléfono. Si uno lleva trabajando dos años enteros en un sitio, por fuerza se sabe algo de él.

—No puedo decirle —Rosenstein se quedó mirando un rato hacia un punto indeterminado—. Mire, yo siempre... cuando estoy en el despacho, es para trabajar, y no para estar de cháchara, no hay tiempo para eso, todo el rato hay gente entrando, citas, llamadas, no tengo tiempo para...

—Pero para hablar con ella del futuro y de la compra de pisos sí que tuvo tiempo.

—A veces sí, cuando la llevaba a casa, o si teníamos una cita especial, algo urgente que había que pasar a máquina de inmediato. Pero no tenía tiempo libre para...

—¿Nunca fue algún chico a buscarla al bufete?

—No que yo sepa.

—¿Hay alguna otra secretaria en el bufete?

—Dos, hay dos, y también están mi socio y dos pasantes; no es un bufete pequeño, y hay mucha actividad. Pueden hablar con ellos, estoy seguro de que de esas cosas saben más que yo, si es que saben algo.

—Entonces, ¿no sabía usted nada del embarazo?

—¡Embarazo! —dijo sorprendido el abogado mientras se quitaba las gafas. Con el pañuelo de cuadros limpió los cristales, que se habían empañado—. Nunca..., no me dijo ni una palabra. En absoluto. Ni una palabra.

—Doce semanas. En la autopsia se encontró un feto de doce semanas.

—Dios —suspiró Rosenstein agarrándose a la tapia de piedra que separaba los dos jardines de la casa pareada—, no tenía ni la menor idea.

—Entonces, ¿podemos hablar de un análisis genético? —preguntó Michael—, ¿está dispuesto?

—Mire, soy abogado —dijo Rosenstein—, no una persona cualquiera de la calle que hace al instante lo que se le dice, eso lo entiende. Usted ni siquiera ha pensado que accedería a algo así cuando me lo ha preguntado.

—No —confesó Michael—, me he imaginado que necesitaría tiempo para pensar, e incluso para consultarle a algún colega suyo si fuera preciso.

—Por qué me encuentro en esta situación, si le estoy diciendo que el lunes, cuando ustedes dicen que ella... —tomó aire— fue asesinada... Por qué soy sospechoso, si le estoy diciendo que estuve todo el día de reuniones en Tel Aviv y por la noche fui con mi mujer a la ópera. Se puede comprobar todo, era una obra de Puccini, Turandot. A mi mujer le gusta Puccini. A mí no. Nos vieron en la ópera. Tenemos testigos. Créame, no se trata de ninguna artimaña.

—Ese día, cuando no estaba en el bufete, ¿sabe si ella fue a trabajar?

—Por supuesto —dijo Rosenstein—, hablé con ella por teléfono varias veces a lo largo del día.

—¿Parecía normal?

—Completamente normal: alegre y llena de vida, como siempre.

—¿Y trabajó lo habitual? ¿La jornada completa?

—Incluso más, hasta las cinco, porque mi secretaria se había tomado dos días de vacaciones y, a su vuelta, Zahara podría tener también dos días libres. Por eso no nos preocupamos en absoluto y no sabíamos que había desaparecido.

—¿Normalmente trabajaba menos horas?

—Oficialmente hasta las tres, pero muchas veces accedía a hacer horas extra, si era necesario.

—¿Qué es exactamente lo que hacía?

—Todo lo que se le pidiese. Zahara es, era, una chica muy lista. Su puesto oficial era de simple secretaria, es decir, contestar al teléfono, archivar, a veces preparar material, pero debido a su inteligencia, como era tan inteligente, se le podían encargar trabajos serios: repasar un expediente, por ejemplo, comprobar si lo habían preparado como es debido, ayudar al pasante, cualquier cosa. También su inglés era bueno.

—¿Quiénes son sus pasantes?

—Hay dos —dudó Rosenstein—, estábamos sopesando coger otro pero aún no...

—¿Quiénes son esos dos?

—Se les puede citar —murmuró el abogado.

—Los citaremos, claro que los citaremos. Pero ¿quiénes son? ¿Hombres? ¿Mujeres?

—Un chico joven, muy preparado, y una chica algo mayor, aún más preparada.

—¿Y tenían una estrecha relación?

—¿Con quién? ¿Con Zahara?

—Por ejemplo.

—No lo sé, de verdad —el abogado se tocó el pelo ralo con inquietud—, no tengo ni idea. El ambiente era bueno. En nuestro bufete... siempre he procurado que haya un ambiente familiar. Se trae una tarta si es el cumpleaños de alguien. Mi secretaria personal, Frida, que lleva ya treinta años trabajando conmigo, es quien más sabe... Puedo llamarla ahora mismo, si usted...

—¿Percibió el cambio que se produjo en ella en los últimos meses?

—¿Se refiere por el embarazo? —los ojos de Rosenstein se entornaron.

—Sí, y en general.

—La verdad es que no —le contestó a Michael, y su cara se contrajo por el esfuerzo—. Veo su cara, en mi mente quiero decir, y oigo su voz, y lo oigo y lo veo todo como siempre. Pero la gente... Usted sabe lo que pasa, si alguien quiere ocultar algo, puede ocultarlo y nadie se entera, y sobre todo si es una chica la que quiere. Ocultar algo, quiero decir. Y más una que está acostumbrada a actuar.

—¿La oyó cantar?

—La oí —suspiró el abogado—, entiendo algo de eso. Tenía un alto fuera de lo normal, con un tono muy poco común, creo... Ella creía que podía llegar a ser una gran cantante, también de música clásica, pero no tenía capacidad para eso. Eso ya depende de la educación. Varias veces la llevamos, mi mujer y yo, a la ópera, y disfrutó mucho. Si no hubiera... pasado lo que ha pasado podría haber tenido futuro. Quería cantar jazz. Tenía una idea fija, ser como una cantante inglesa, no, inglesa no, de origen... de las islas, que vive en Inglaterra, Cleo Lain, ¿ha oído hablar de ella?

—Creía que estaba interesada en la música yemení —se sorprendió Michael.

Rosenstein hizo una mueca de escepticismo.

—He oído decir eso, pero no estoy convencido de ello; era sólo por dinero —dijo con desdén—. Últimamente Zahara se refería alguna vez a todas esas cosas étnicas, como si se hubiera cometido una injusticia o algo así con ellos, pero se le habría pasado. Con el tiempo se le habría pasado.

—¿Cómo explica usted lo que ha ocurrido? —el ruido de un motor se oyó al final de la calle, y Michael observó el coche que se acercaba a la casa.

—¿El qué?, ¿el... el asesinato?

Michael no dijo nada.

—No tengo ni idea —dijo Rosenstein—, créame: uno cree que conoce a una persona, que sabe cosas de su vida... Yo, por ejemplo, conocía su implicación en los asuntos del folclore yemení y su —sonrió— odio hacia los ashkenazíes. Parecía que odiaba a los ashkenazíes, pero a mí, por ejemplo, no me odiaba, ni tampoco a ninguna otra persona del bufete. Pero era una cuestión de principios, bueno, aún estaba en esa edad en que los principios todavía parecen importantes. Qué le voy a contar. Uno cree que conoce a una persona, pero siempre descubre que hay agujeros negros de los que no se sabe nada. No hay nadie que no tenga una vida oculta.

—Por supuesto, eso también es aplicable a usted.

—¿Yo? —una sonrisa de disgusto afloró en el rostro del abogado—. En mi caso se trata de asuntos económicos, como lo del piso. Pero yo no transgredo la ley, no me compensa meterme en líos. Un hombre de mi edad, que ha llegado a donde he llegado yo, no tiene mucho margen para las artimañas. Y a mí todos esos asuntos de mujeres no me han interesado nunca, no encontrará nada semejante en mi vida. Aunque tratándose de una chica joven y guapa, tan estupenda, es completamente distinto.

—¿Y no tiene ni idea de quién pudo asesinarla?

Rosenstein movió la cabeza de forma tajante.

—No conocía a la gente que tenía relación con ella, pero por lo que su colega me ha dicho de cómo la encontraron, debe de ser alguien muy, muy, cómo decirlo, psicópata. A lo mejor fue debido... —sus ojos se abrieron con una expresión de alivio—, a lo mejor fue debido a la situación de inseguridad. Embarazo por un lado y terroristas por otro. A lo mejor fue un árabe quien la secuestró, sin relación alguna con...

A un lado de la carretera Eli Bahar cerró de golpe la puerta del Toyota de la policía y miró a su alrededor furioso. Empujó con fuerza la puerta de entrada y, desde el camino de piedra, le hizo un gesto a Michael con la mano.

—¿Puedes venir un instante? —preguntó Eli sin aliento, y le volvió a hacer una señal para que se acercase a cruzar unas palabras. Sus ojos verdes y pequeños estaban encendidos y su voz tembló al arrancar a hablar—: Dime, ¿es que soy un idiota o qué? Estoy como un idiota intentando localizarlos y, mientras tanto, los hermanos esos están ya en poder de Balilty. Se comporta como si fuese su Equipo especial de investigación. Le das demasiada libertad. Me envías a mí a localizar a unas personas y, mientras tanto, él se los lleva a todos y yo sigo esperando como un idiota.

—¿Qué quieres decir? —preguntó Michael, intentando ganar algo de tiempo hasta que se aclarasen las ideas de Eli Bahar—, ¿qué significa «se los lleva a todos»?

—En primer lugar, viene hacia aquí con el hermano pequeño, el oficial. Y yo los estaba buscando como... Y seguía esperando y esperando hasta que se me ha notificado... —por el rabillo del ojo Michael estaba viendo a Rosenstein rascarse la cabeza y cambiar todo el peso de su cuerpo de una pierna a otra.

—Un momento —se apresuró a decirle Michael.

—Sólo quería entrar a hablar con los padres —se justificó el abogado—, si les parece bien —y su modestia al hablar hizo que Michael le mirara con atención. Cabría esperar que un abogado experto como él se opusiese a cualquier intento de interrogarle y que no se mostrase tan sumiso, a pesar de que tenía razones para estar preocupado. O es que, verdaderamente, la muerte de Zahara Bashari había acabado con las formas propias de su profesión, se dijo a sí mismo; y, con un gesto solícito, le indicó la puerta de la casa, que aún estaba abierta.

Con pasos pequeños y rápidos Rosenstein se dirigió hacia la casa y en la puerta se encontró con la periodista, que apretaba contra su cuerpo un bolso de tela clara mientras leía los mensajes del móvil que tenía en la mano izquierda. Tzilla Bahar, que estaba pegada a la puerta, esquivó el codo levantado y se dirigió hacia donde estaban Michael y Eli.

—¿La habéis visto? —preguntó cuando llegó hasta ellos—. No fue a su casa, Zahara Bashari les dijo eso a sus padres, pero no fue. Al menos eso es lo que ha dicho.

—Orly Shoshan era una especie de coartada para sus padres pensó Michael en voz alta.

—¿Habéis visto qué pinta tiene? —murmuró Tzilla—, no la habríais mirado dos veces con ese aspecto, hubieseis creído... Pero si se piensa en la fuerza de esos reportajes que escribe cada semana... Ahora quiere hacer un reportaje sobre este caso, y en especial sobre ti —le dijo a Michael.

—Antes tiene otros asuntos pendientes —dijo Michael—. Llévala a mi despacho, quiero hablar con ella allí. Y dile que antes de nada tenemos que hacerle unas preguntas y que después ya veremos.

—¿Vas a permitirle que te entreviste? —se asombró Eli Bahar—. Tú nunca...

—No voy a permitirle nada —dijo Michael mientras cubría con la mano la llama del mechero. Le dio una calada al cigarro antes de añadir—: De momento será ella quien dé, pero no hay por qué hacer hincapié en eso. Tú llévatela —le explicó a Tzilla— y espera con ella en mi despacho, quiero hablar con ella en tu presencia. Y tú cita a todos los trabajadores de Rosenstein, dos secretarias, dos pasantes y un socio; al socio también. Cítalos en la comisaría. A lo mejor saben algo.

—¿Pretendes que mientras tanto hable con ella? —preguntó Tzilla mirando a Orly Shoshan, que no se había movido del sitio.

—Confío en ti —dijo Michael sonriendo—; confío en que sabrás preparar el terreno. Puede que sea la última persona que vio con vida a Zahara Bashari —mientras hablaba seguía la mirada de la periodista, que estaba fija en el bloque de pisos del otro lado de la calle.

También él vio a la niña torpona con el chándal azul que tiraba con todas sus fuerzas de su perra desde el borde de la acera. Hacía horas que esa niña estaba ahí, pensó, mirando a los coches que paraban, y no se había acercado a preguntar. Sólo estaba ahí, observando. Un ladrido quejumbroso salió de la perra cuando el furgón de los del laboratorio de criminalística se detuvo delante de la casa; en ese momento la niña volvió a intentar arrastrarla hacia la entrada del bloque de pisos, como si de la tremolante bombilla azul saliese una radiación peligrosa. La periodista la siguió con la mirada. Por sus ojos y su cara de satisfacción Michael dedujo que Orly Shoshan estaba tramando algo. A lo mejor también sabe que los niños pueden ser excelentes observadores, pensó mientras se acercaba a ella, y quien está investigando un caso de asesinato debe hablar con los vecinos, y sobre todo con los niños. Porque de las cotillas de barrio, que aparentemente parecen muy prometedoras, no es fácil obtener una información precisa. Sus ideas preconcebidas son las que conforman también los hechos, incluso aunque les parezca haberlo visto con sus propios ojos, y sus ansias de contar algo sensacional les llevan a inventar hasta los más mínimos detalles. Para los periodistas, las cotillas de barrio son un tesoro en bruto, porque a ellos les importa menos la verdad que el sabor de la sangre, pensaba Michael mientras la miraba: sus ojos marrones y saltones eran corrientes, no reflejaban su talento, y el contorno de su cuerpo se difuminaba bajo una gran camisa de cuadros.

—Pese a todo intercambiaré unas palabras con ella —dijo finalmente.

—Ándate con cuidado —le advirtió Tzilla—, me han dicho que es peligrosa. ¿Recuerdas el reportaje sobre el anterior inspector general? Pues oí que después de eso su mujer estuvo sin hablarle durante un año. Si se mete con algo o con alguien, es su fin. Tiene una técnica especial, me han prevenido, pregunta con ingenuidad, pasa horas con el entrevistado, finge admirarle, recoge cotilleos sobre él, escribe cosas que él no ha dicho y lo presenta como si se hubiese confesado ante ella, como si fueran parte de sus confesiones. Y demás, también tira de la lengua. Recuerda que te he avisado.

—¿De qué tienes que avisarme? —refunfuñó Michael—. Esta vez la interrogada va a ser ella, no yo.

Tzilla inclinó la cabeza y le miró con escepticismo.

—Te he dicho que quiere...

—No importa lo que ella quiera.

—A veces me pregunto... Da igual. De todos modos, en tu posición no puedes permitirte ser tan inocente.

—Vale, queda anotado en el protocolo: me has avisado —suspiró y se acercó a Orly Shoshan.

—Usted fue la última persona que vio a Zahara con vida —dijo, después de presentarse diciendo su nombre y su rango.

—¿Por qué cree eso? —preguntó en un tono bajo y tranquilo—. Llevo más de una semana sin verla.

—Su madre dice que fue a su casa, a Tel Aviv, la tarde en que desapareció.

—A lo mejor es lo que Zahara le dijo a su madre, pero no vino a mi casa y tampoco habíamos quedado en nada.

—Entonces, ¿la vio usted hace una semana? ¿Cuándo exactamente?

—El jueves de la semana pasada.

—¿Dónde?

—Aquí, en Jerusalén.

—¿Pero habló con ella después?

—Casi a diario, por teléfono.

—¿Cuándo habló con ella por última vez?

—Hace unos días, no me acuerdo exactamente, a lo mejor el domingo —rebuscó en el gran bolso de tela, sacó un pañuelo de papel y se sonó la nariz.

—Estaban muy unidas —señaló.

—Mucho. Como hermanas —dijo, y de repente se tapó la cara con las manos y las palabras se hicieron más lentas y vacilantes—. Aún no puedo creer que haya pasado esto. Tenía tantos planes. Usted no puede ni imaginarse...

Le dio la espalda y sus hombros temblaban.

—¿Pero al no saber nada de ella desde el domingo...?

—La busqué, la llamé al trabajo, también al móvil, pero no la localicé. No quise llamar a su casa, a sus padres, porque... —miró hacia el interior de la casa.

—¿Alguna vez antes dijo que iba a su casa y no fue?

—Normalmente lo hacía de acuerdo conmigo.

—¿Qué quiere decir eso?, ¿que le proporcionaba usted una coartada? ¿Qué tenía que ocultar?

—No se puede decir que fuera una coartada. Era sólo por sus padres, para que no se preocupasen, si iba a algún sitio que... Para no tener líos con ellos. Pero es cierto que muchas veces nos veíamos en Tel Aviv, salíamos a divertirnos y, después, se quedaba a dormir en casa. Y a veces venía directamente desde el trabajo y...

El coche que bajaba por la estrecha calle se detuvo chirriando e hizo que la perra volviera a ladrar desde la acera de enfrente. Balilty puso las manos sobre el volante y los miró desde detrás de la ventanilla bajada; a su lado había un oficial con un uniforme verde y cubierto de polvo, y con una boina negra metida en la trabilla de la camisa. Salió enseguida del coche, cerró la puerta y corrió por el camino hasta donde estaba Michael.

—Déjale entrar —gritó Balilty cuando cerró el coche con llave—. Es el hermano pequeño. Es... como el padre, no dice ni una palabra. No suelta prenda —Balilty miró hacia la calle—. Pero ahí viene el otro, ¿cuánto os apostáis a que es el hermano mayor? Mira, ves... —antes de acabar la frase, la puerta volvió a abrirse con tanta fuerza que golpeó en la tapia, y el hombre que entró, sin aliento y muy pálido, avanzó por el camino corriendo, empujó al jefe de la unidad de información e irrumpió en la casa.