13

—Sólo te puedo contar una pequeña historia —dijo Emanuel Shorer, mientras cogía un vasito estrecho y lo levantaba intentando captar la mirada del camarero—. Cuando no hace falta, están todo el rato dando vueltas a tu alrededor preguntándote si está todo bien, y cuando necesitas algo, justo entonces, ni te ven —se rió e hizo un gesto con la mano. El dueño, que los estaba mirando desde detrás del mostrador, se acercó rápidamente a ellos.

—¿Otra grapa? —preguntó, y Shorer asintió con la cabeza—. ¿También la señora? —preguntó el dueño, cuya espesa barba se movía al hablar.

—Para mí sólo café —contestó Ada sonriendo.

—También para mí —dijo Michael tocándose la nuca, que le llevaba molestando ya varias horas.

—Observa este sitio —dijo Shorer mirando a su alrededor—, son las doce y está completamente muerto. Hace dos meses entrabas aquí después de medianoche y no te podías sentar; qué digo dos meses, incluso hace un mes. No podrán mantenerse mucho tiempo con esta Intifada.

—La ciudad está completamente muerta —corroboró Ada—, nunca me había pasado esto de llegar a las diez, y menos en días de fiesta, y que hubiera sitio. Y mucho menos al lado de la ventana.

—Debes saber que Emanuel Shorer tiene contactos —dijo Michael—, y no hay en Jerusalén un restaurante que...

—Yo llegué primero —dijo Ada—. Imagínate, me dieron sitio al lado de la ventana sin contactos ni nada —su sonrisa borró un poco la tensión que Michael vio en sus ojos cuando llegó al restaurante una hora tarde y encontró a Shorer frente a ella, clavando un cuchillo en un gigantesco filete y mirándola como a la espera de que contestase a la pregunta que le había hecho. Emanuel Shorer le hizo un gesto con la mano a Michael, que estaba en la puerta observándolos. Ada aún no le había visto y sus labios temblaban al intentar contestar a su pregunta, pero Michael ya había percibido desde donde estaba un halo de crueldad en el rostro de su íntimo amigo y había comprendido que su aparición había interrumpido una especie de examen que le estaba haciendo a Ada. Aunque no había duda de que ella se alegraba de verlo y aunque dijo con toda naturalidad: «Ya no hay nada que tu amigo no sepa de mí, si hubieras tardado media hora más habríamos retrocedido a los tres años», a pesar de todo se notaba en su voz una cierta tensión. Ahora que habían llegado a los postres, la veía más tranquila que antes y hasta miraba a Shorer de vez en cuando con una sonrisa, pero su mirada estaba tan tensa como antes de que su llegada les interrumpiera.

—Hay lugares que no me importa que se cierren, esos restaurantes de Baqah y la Moshavá Germanit con comida kosher estricta o vegetariana para los turistas americanos con kipá —refunfuñó Shorer—. Pero este sitio... lo lamento por él, lo lamento también por... ¿Te acuerdas del restaurante de Meir, en el edificio maldito del zoco?

—Cerró —dijo Michael mientras retiraba el plato, asombrado de que se hubiera vaciado tan deprisa—, hace ya dos años.

—Lástima —dijo Shorer—, también Meir sabía lo que hacer con un pedazo de carne. Cuando éramos jóvenes —le explicó a Ada—, hace años, íbamos allí después de resolver algo; pero ahora no nos toca porque, por lo que hemos oído, no hemos resuelto nada, ¿eh? —y pese a la expresión de Michael se apresuró a añadir—: Pero has avanzado, has avanzado bastante. Ya tienes tres, y cada uno es toda una historia. Nunca se sabe de dónde llegará la salvación. Genial esa historia con Abital, genial de verdad. A lo mejor es un completo bluff, ¿eh? —la última pregunta se la dirigió precisamente a Ada.

—¿Me lo preguntas a mí? —se ruborizó Ada—. Yo... no tengo ningún problema con esa historia. Por supuesto que creo que una chica joven puede contarle cosas íntimas como esas a un hombre mayor que le da..., que le da afecto, precisamente porque lo siente tan lejano.

No —corrigió Shorer—, no fue por el afecto y la lejanía, fue sobre todo porque la vio, se podría decir que la pilló con las manos en la masa.

¿Ver a una chica en el vestíbulo de un hotel de Netania se llama «pillarla con las manos en la masa»? —insistió Ada.

—Al parecer Zahara Bashari no tenía un cerebro criminal —dijo Shorer riéndose—. Hay gente que..., bueno, piensa el ladrón que todos... Ella pensaba que cualquier conocido que se topara con ella en el hotel de Netania sabría de inmediato lo que estaba haciendo y con quién.

—Si era así —le discutió Ada—, ¿por qué se sentó allí, en el vestíbulo, a contárselo? Ciertamente no estaba sola.

—Pregúntaselo a él —dijo Shorer, y miró a Michael—. ¿Por qué se lo contó allí, en el vestíbulo del hotel?

Michael se encogió de hombros. Eli Bahar y él ya habían insistido en eso y seguirían insistiendo al día siguiente.

—Según Abital —dijo Michael— estaba allí sola, quien tenía que haber llegado no llegó, y ella... ya tenía una habitación en el hotel; entonces se lo contó. Él cree que no se lo contó como si se tratara de ella misma sino de una buena amiga, y tampoco fue muy clara sobre la situación del hombre. Según Abital ese hombre no estaba casado exactamente, pero tenía obligaciones, de todo tipo, y del embarazo no sabía nada. Según Abital. No olvidéis que todo lo que tenemos es la historia de Abital, que, por lo que sabemos ahora, fue el último en estar con Zahara el día del asesinato.

—Pero tiene una coartada para las horas cruciales —recordó Shorer—; puede que no te guste mucho su coartada, pero la tiene.

—¿Cómo dice Balilty? Que me dejen vivir tantos años como veces he oído coartadas así —dijo Michael—. ¿Hombres que se niegan a facilitar detalles para proteger el buen nombre de una mujer? Al menos cien hemos tenido. Según eso se podría pensar que todos tienen siempre un affaire con una mujer casada.

—Pero al final os dio todos los detalles —dijo Shorer y apuró la grapa—, y también la mujer lo confirmó. Y está dispuesto, y al menos para mí eso es lo fundamental, a hacerse la prueba del ADN sin abogados y sin líos. Y, a pesar de todo eso, tú pones mala cara, como si el asunto no estuviera cerrado del todo. ¿No has dicho que es simpático?

—Un adulador, casi profesional, un tipo que sabe hablar con todo el mundo, las mujeres se vuelven locas por él —corroboró Michael.

Shorer sonrió y murmuró por debajo de su espeso bigote:

It takes one to know one.

Michael no le prestó atención a la cita.

—Y tampoco tiene una vida fácil, con esa hija suya. Pero dejemos eso. Querías contarme una pequeña historia —le recordó Michael.

—No sólo a ti, a los dos —precisó Shorer—. Está relacionada con el caso, pero... también a ella le puede valer de algo: tal vez puedas hacer un documental sobre el asunto de los niños yemeníes.

—No estoy segura de que esos holandeses míos se interesen por eso —le dijo Ada a Shorer en tono íntimo, y por un momento su voz sonaba como si se conocieran desde hacía años. Michael intentó recordar si había visto a Shorer comportarse con tanta afectividad con otras mujeres que le había presentado, pero justo entonces el dueño puso sobre la mesa una botella de grapa de cuello estrecho y tres vasos.

—He pedido sólo uno —se sorprendió Shorer.

—Cuando la haya probado querrá otro, y ellos también —aseguró el dueño—; ya hablaremos cuando la haya probado.

—¿Vienes mucho por aquí? —preguntó Ada, y Shorer se encogió de hombros desconcertado.

—A veces, cuando hay algo que celebrar —miró a Michael con satisfacción y sirvió de la botella en los tres vasos—. Bebamos ahora a la salud de tu bella elección —Michael cogió el vaso obedientemente y no dijo nada—. ¡Se ha ruborizado! —exclamó Shorer—, miradle, ¡se ha ruborizado! —exclamó y golpeó el vaso antes de beber—. Extraordinario —afirmó—, sabía que podía confiar en el dueño de este restaurante, ¿eh?

Michael bebió y asintió con la cabeza. Una joven camarera, con el vientre descubierto y los párpados rojos, puso sobre la mesa las tazas de café, y, antes de que Shorer volviera a beber, Michael le recordó:

—Has prometido una historia.

La camarera se retiró y Shorer, después de mirarle las caderas mientras se alejaba, empezó a hablar:

—Cuando tenía unos siete años..., déjame pensar..., creo que siete u ocho, fue en el cuarenta y nueve, entonces tenía siete años —dijo sorprendido. Miró a Ada y añadió—: Ya soy un judío bastante anciano, no como vosotros.

Realmente antiguo —murmuró ella.

No te rías —le dijo tirándose del bigote canoso—, él y yo somos de distintas generaciones —con el vaso señaló a Michael—, por eso me tiene respeto, ¿verdad? —Michael sonrió y asintió con evidente docilidad.

Sí, señor —murmuró Michael, y se preguntó a sí mismo si podría atreverse a calificar como felicidad la sensación de paz y tranquilidad que había sentido durante esa última hora, sobre todo desde el momento en que entró y los vio a los dos inmersos en una animada conversación y oyó reírse a Ada.

De todas formas —dijo Shorer—, parece ser que tenía siete años, lo recuerdo como si fuera ayer. Ya vivíamos en Jerusalén, en una casa junto a la Puerta de Mandelbaum, una casa pequeña, sólo de dos habitaciones, pero debajo había un..., había una especie de apartamento, no un sótano, un semisótano, con ventanas justo a la altura de la calle, y mi madre no quiso alquilarlo. Había entonces un montón de inmigrantes recién llegados y ella los dejaba vivir allí hasta que se las arreglaran. Entonces ya había aquí supervivientes del holocausto, cada uno con una historia que nadie quería escuchar; los recuerdo bien, gente de ese tipo vivía abajo, en nuestra casa. Primero hubo un chico, solo, creo que era de Sudán, tenía la piel muy oscura, y me traía canicas transparentes de la imprenta en donde trabajaba; como trabajaba en una imprenta sus uñas estaban siempre negras... Y después vivió una familia con una niña gorda de pelo negro, más o menos de mi edad; pero esa niña no hablaba conmigo, aún no sé por qué. Y al final, en el cuarenta y nueve, llegó una pareja. Mi madre me dijo que ellos venían «de allí»: así se hablaba entonces, no decían «supervivientes» u «holocausto» —le explicó a Ada, que le miraba hipnotizada, como si estuviera oyendo algo nuevo—. De cualquier modo, recuerdo que mi madre me dijo que me comportara bien con ellos y que no jugara junto al apartamento de abajo. Y a mí me gustaba jugar precisamente debajo de las escaleras; y no sólo a mí, a todos los niños del barrio... Entonces aún había barrios de verdad, con niños que jugaban, y no como ahora que veo cómo mi hija se lleva a su hijo con su círculo de amigos como en Estados Unidos... —vació el vaso de un trago y volvió a servirse, después les preguntó con la mirada. Michael tapó el vaso con la mano y Ada negó con la cabeza—. Recuerdo que me daban miedo —dijo Shorer mirando la botella—, eran... como conejos..., te miraban todo el rato como si les fueses a hacer algo. Al parecer entonces eran bastante jóvenes, pero a mí me parecían muy mayores, unos completos ancianos; y encima... también estaban blanquecinos, no simplemente pálidos. Los dos eran delgados y estaban blanquecinos como si los hubieran metido en harina... En aquellos tiempos no nos contaban muchas cosas, no decían nada concreto; ya sabes cómo era...: flotaban palabras en el aire, Auschwitz, Buchenwald, gueto, «Hitler, su nombre sea borrado», seguido de un escupitajo, «allí», «bunker», «Mengele». Mengele era el nombre más temido, porque cuando oías que decían «y estuvieron en manos de Mengele», se hacía el silencio. Y siempre que decían «Mengele», oía suspirar a mi madre; qué digo suspirar, sollozar. Nosotros, los niños, husmeábamos desde detrás de nuestros padres, les escuchábamos sin que se dieran cuenta, para comprender algo, para poder hilar alguna historia; y algo quedó de todo eso: los niños completaban con ayuda de la imaginación los detalles que faltaban. «Allí» era un lugar indefinido, otro lugar —una sonrisa pensativa y triste se dibujó en su cara—; y yo le oí a mi madre decir sobre ellos, sobre esa pareja, lo terrible que era verlos tan tristes y solos, y mi padre le dijo que pronto tendrían una familia, que tendrían hijos (él siempre fue optimista, excepto en los últimos años), y mi madre le respondió: «No hay ninguna posibilidad, de qué estás hablando, ninguna posibilidad: ella estuvo en manos de Mengele, no tiene nada dentro». Aún hoy recuerdo esas palabras, «no tiene nada dentro». Tuve pesadillas por eso, pensaba..., me imaginaba cómo podía no tener nada debajo de la piel, no sabía lo que tenía que tener ahí, en el vientre... —Shorer se calló, miró su vaso y lo movió con movimientos circulares con lo que quedaba de la bebida.

—Realmente es así, así funciona la imaginación de los niños —dijo Ada para romper el silencio, y Shorer dejó el vaso y asintió.

—Bueno, vamos, dame un cigarro —le dijo a Michael—; uno después de comer... —se justificó y se inclinó sobre el mechero—. Al menos no soy como tú, uno tras otro —refunfuñó—. ¿No tienes ninguna influencia sobre él? —Ada sonrió y se tocó la solapa de la camisa, como si estuviera quitando una mancha invisible.

—En cualquier caso, no tuvieron hijos. Vivieron abajo mucho tiempo, hice primero y segundo y ellos aún seguían en el piso de abajo. De vez en cuando mi madre discutía con su hermana, ella quería que les pidiera un alquiler, pero mi madre no accedió de ninguna manera; siempre le decía: «A perro flaco todo son pulgas». Y un día..., un día apareció allí un niño. Lo recuerdo bien, volví del colegio y allí había un niño, un bebé, pero ya andaba y hablaba un poco. Un bebé delgado de grandes ojos azules, con una especie de pequeña cresta, un rizo rubio delante, y piernas como cerillas, me acuerdo bien. Y le pregunté a mi madre si era su bebé y ella me dijo: «Lo están cuidando hasta que pueda volver a su casa». Vosotros acababais de nacer —dijo mirando a Ada—; o por lo menos él acababa de nacer, pero aún no estaba aquí; y tú también eras una recién nacida, si no me fallan las cuentas.

—Ella es más joven —dijo Michael—, ella nació en los cincuenta.

—Un bebé —se rió Shorer—. Vosotros no lo sabéis, pero en el invierno del año cincuenta hubo unas terribles inundaciones en Tel Aviv y en el norte: todo quedó anegado; también los campos de tránsito quedaron anegados, y los evacuaron. Jerusalén ya no estaba sitiada, empezaba a recuperarse más o menos; pero había racionamiento, no se podía conseguir ningún alimento normal, es decir, si no se recurría al mercado negro. Y por culpa de las inundaciones trasladaron a los niños de los campos de tránsito, evacuaron a todas las familias y parte de los niños fueron separados de ellas, había que buscarles un lugar. Los enviaron a todo tipo de casas de adopción para que cuidaran de ellos de momento; y ese niño, el bebé, aún no sé cómo ni por qué, Moishele se llamaba, llegó a parar a esa pareja: que me muera aquí mismo si recuerdo cómo se llamaban, se me ha borrado completamente de la cabeza y ya no hay a quien preguntar... Mi madre era una buena mujer, no hay ninguna duda. Les llevaba, lo recuerdo, los huevos que su hermana conseguía para ella, todo mitad y mitad, mitad para nosotros y mitad para ellos. Ellos cuidaban del niño. Se oían risas en el piso de abajo, ya no hacía falta permanecer tan en silencio, ya se podía jugar al escondite alrededor de la casa con los niños del barrio como antes de que ellos llegaran. La mujer me sonreía, y recuerdo cómo cogía al niño. Todo era..., de repente..., como si... Todo estaba en orden. Pero entonces, antes de la fiesta de Purim, recuerdo que fue antes de Purim porque mi madre estaba sentada delante de la máquina de coser haciéndome un disfraz de bandido; entonces Purim aún era algo grandioso, no se compraban los disfraces hechos, se preparaban con mucha seriedad. Había concursos en los colegios, los premios eran disfraces para los vencedores... Qué os voy a contar, hasta vosotros recordáis esas cosas. Entonces entró mi padre, pálido y temblando, me miró un momento y me mandó a por algo, ya no recuerdo qué, quizá algo de la tienda de ultramarinos; siempre hacían eso cuando querían hablar. Enseguida comprendí que era una artimaña para que me fuera, pero me quedé detrás de la puerta, aunque no pude entender mucho. Hablaban en yiddish para que yo no comprendiese, y sólo recuerdo la palabra «Canadá» y después el ruido de una silla al caer. Entré como si nada y nadie me preguntó dónde estaban las cosas de la tienda, se olvidaron de eso por completo. Mi madre, que era una mujer suave como..., como la mantequilla —Shorer se quedó pensativo—, que era una mujer que nunca le había levantado la voz a nadie y que, durante toda su corta y dura vida, sólo había querido que todo el mundo estuviera bien, pero bien de verdad, no como la familia Benesh esa en la que todo es de cara afuera; era una mujer estupenda, de verdad, alguien que ayudaba a todo el mundo sin pedir cuentas, a quien no le importaba en absoluto de dónde procedía una persona, es decir, a qué comunidad pertenecía. En resumen, ¿cómo dice el poeta?, mi madre, que en paz descanse, era justa. De repente la veo levantarse, detenerse junto a la máquina de coser y decir: «De ninguna manera. No es posible. La palabra hay que mantenerla». «¿Pero quién los va a detener?», le preguntó mi padre, así, como si no hubiera ninguna posibilidad. También él era un hombre bueno —se apresuró a decir Shorer—, pero si al menos... No tenía la fuerza de ella. También él trabajaba duro, pero ella... ella tenía algo especial, también en esa delicadeza suya... —dijo Shorer y se secó los ojos con un pañuelo de tela. Por un momento Michael se asustó. Cuando personas introvertidas y reprimidas se permiten añorar cosas tan concretas, quién sabe adonde pueden llegar. Incluso ahí, en un restaurante francés iluminado con una suave luz amarillenta, una noche de fiesta después de Sukkot.

Pero Shorer sólo suspiró.

—Pregúntaselo a él —dijo dirigiéndose a Ada—: las personas se vuelven huérfanas con la edad. Tú aún eres joven, aún no lo sabes, pero según nos vamos haciendo mayores vamos añorando más y más a nuestros padres muertos, o la infancia... Al final parece la cosa más importante del mundo. Pero qué estoy diciendo. Mi madre se levantó y le dijo: «La palabra hay que mantenerla. Una garantía es una garantía», y salió de la habitación; yo eché a correr detrás de ella. Aún recuerdo a mi padre gritándole, «Masha, Masha», pero ella no se detuvo, bajó las escaleras, y yo tras ella, como una sombra, ni siquiera se percató de mi presencia. Llamó a la puerta y, sin esperar ni un instante, la abrió de golpe. El piso de abajo tenía sólo una habitación, allí dormían, comían y todo; era la cocina y el baño, todo junto. Y hasta eso era un milagro. El retrete estaba en el patio y dos familias lo compartían; mi padre tenía proyectado hacer un servicio dentro, pero eso es ya otra historia. Fueron años estupendos —dijo Shorer apenado y pasándose la mano por el bigote—, éramos pobres y resultaba duro, pero teníamos muchas esperanzas y no conocíamos a gente rica. En todo el barrio habría quizás un coche, y no era más que una camioneta, pero cuando todos son pobres se puede soportar. Sea como fuere, ella abre la puerta del piso de abajo, y yo veo a esa pareja, que casi nunca hablaba ni nada, de pie con dos maletas marrones a su lado, de esas antiguas, atadas con cuerdas y correas, y otro paquete, y el niño en brazos de la mujer. La mujer ve a mi madre en la puerta y empieza a llorar, y de qué forma, un llanto histérico; cae de rodillas, literalmente de rodillas, con el niño en brazos, y le dice a mi madre un montón de cosas en yiddish; y mi madre, que era una mujer sensible, pone los brazos así —Shorer extendió los brazos como sujetando las dos vigas del dintel—, en la puerta, y no los deja pasar. Así, con los dos brazos. Y no dice ni una palabra, sólo mueve la cabeza de un lado a otro. Y el hombre, su marido, mira a su mujer, la levanta del suelo y también llora. Lloraban como dos niños, pero con voces de adultos, algo que yo nunca había oído. Y la mujer agarra a mi madre del delantal, le acerca la mano a los labios y la besa mientras continúa llorando. Lloraba todo el rato. Mi madre le acaricia la cabeza, como se acaricia a un niño, pero enseguida vuelve a poner los brazos en el dintel y dice en voz baja: Dos kind bláibt do. Recuerdo esas palabras porque las repitió varias veces, aunque entonces no las entendí. Cuando crecí pregunté qué quería decir eso, y me dijeron: «El niño se queda aquí». Y al final la mujer puso al niño en los brazos de mi madre. Y ella y su marido se fueron por la noche, como ladrones, y desaparecieron de nuestras vidas. Después oí que se habían ido a Canadá, donde montaron un pequeño negocio; pero para entonces ya habían muerto. También ellos habían muerto.

—¿Y el niño? ¿El bebé? —preguntó Ada.

—Volvió con sus padres, al día siguiente por la mañana fueron a buscarlo —dijo Shorer—. Pero os estoy contando esta historia porque la gente... Entonces ocurrieron cosas terribles, conflictos que no comprendo cómo... Mi madre no hablaba nunca de esa pareja. Después le alquilaron el piso de abajo a un estudiante. Y más tarde hicieron reforma y agrandaron la casa, con lo que el servicio estuvo ya dentro y la habitación de abajo se convirtió en el dormitorio de mis padres. A mí me dejaron la habitación de arriba, que era mejor; es decir, no sólo a mí, a mí y a mis hermanas y hermanos pequeños. Quién pensaba entonces en una habitación para cada hijo.

—¿Y la pareja? ¿Tuvieron otro hijo? —preguntó Ada.

—Ya te lo he dicho, se fueron, se fueron a Canadá —dijo Shorer fatigado—. De mayor le pregunté una vez a mi madre, ella no los mencionaba nunca, y me contó que se habían ido a Canadá, donde abrieron un pequeño negocio, una tienda de ultramarinos o algo así, ya no lo recuerdo. Pero eso ocurrió hace tiempo: después él se puso enfermo y murió; y después ella también murió.

—¿Y no tuvieron otro hijo? —insistió.

—No —dijo Shorer—, también yo pregunté eso, y mi madre me contestó: «No, no tuvieron hijos. Cuando consiguieron adaptarse a la nueva realidad de Canadá, solos, sin ninguna ayuda, ya no tenían edad». ¿Que por qué te estoy contando esta historia? —le dijo a Michael—. Para que comprendas que tengo simpatía por esa pareja, por el abogado Rosenstein y su esposa, y para que sepas que esas cosas ocurrieron, que no fue simplemente que raptaran a niños yemeníes para convertirlos en criados: se trataba de gente que no podía traer hijos al mundo y... No estoy diciendo que sea la mejor manera, o que esté bien, pero con el follón que había entonces en el país..., nada me sorprende. No estoy diciendo...

—Pero ahora son sospechosos de asesinato —recordó Michael—. Ya te lo he explicado... Creemos que todo el asunto del piso ese para Zahara era en pago por su silencio; de verdad creemos que ella le amenazó y que, después, él decidió... Si no lo hizo él mismo, mandó a alguien... Aunque el embarazo no... Eso no explica lo del embarazo..., pero a lo mejor esas dos cosas no tienen ninguna relación entre sí. Y por otra parte, no lo entiendo, ¿crees que de verdad es perdonable que le quiten a una familia su hijo sólo porque tú eres un pobrecillo que no los tiene? ¿De verdad crees que hay alguna justificación para algo así? ¿Qué es lo que te pasa?

—No lo sé —confesó Shorer—, pero tengo la sensación de que no te compadeces lo suficiente de ellos. Y también de que no tienes ninguna prueba de que ellos, o él, planeasen el asesinato de Zahara Bashari. Pero yo ni siquiera les he visto y... —se calló y le indicó a la camarera que les diera la cuenta. Ada miró a Michael y él alzó las manos.

—Déjalo, no se puede hacer nada, dirá que le toca a él, conozco bien su papel —dijo Michael.

—Es que es verdad que me toca a mí —dijo Shorer—: la última vez comimos en el puerto, en Tel Aviv, y pagaste tú. Además —miró a Ada—, he estado a gusto contigo —siguió mirándola un momento y, sólo cuando se volvió hacia Michael, su cara se ensombreció—; pero qué lástima que... ¿Qué tal está el niño?

Michael pensó que se refería al sargento Yair, pero luego comprendió que Shorer se estaba refiriendo a su hijo, a Yuval.

—Bueno, está muy bien, estudia mucho, trabaja, cosas así —respondió Michael.

—Y estará hecho todo un hombre —dijo Shorer, echándole un vistazo a la cuenta que había dejado en la mesa la camarera y al anillo que llevaba en el ombligo—; sobre todo desde que vive con esa chica. ¿Cómo se llama? —preguntó—. ¿Ayelet?

—Ofra —sonrió Michael—. La intención era buena.

—¿Y tú? ¿Por qué estás fumando? A tu edad ya hay que dejarlo —murmuró, y puso una tarjeta de crédito en la mesa—. Mira, yo lo he dejado y aún estoy vivo; todo es cuestión de voluntad. ¿No quieres vivir?

Michael sonrió y no dijo nada.

—Bueno —murmuró Shorer—, no se puede hacer todo a la vez, comprar una casa por primera vez a mitad de la vida y también, de pronto, por fin —miró a Ada y sonrió de oreja a oreja por debajo de su poblado bigote—; tarde, pero no demasiado tarde —dijo, y acarició la palma de la mano de Ada—. Yo, si me perdonas, tengo buen ojo para las personas y, después de conocerte un poco, mi única objeción es: dónde has estado durante todos estos años.

—Ah, eso —dijo Ada sonriendo, y retiró la silla antes de levantarse— Eso pregúntaselo a él, no a mí.

—Ella dice que yo no quería —explicó Michael. Ahora estaban los tres de pie alrededor de la mesa.

—No es que no quisiera —dijo Shorer, mirando los billetes que había dejado en la mesa junto al recibo firmado—, él quería, pero no sabía que quería.

—Según ella es lo mismo —explicó Michael, y Shorer miró a Ada y sonrió.

—Lleva razón —dijo Shorer de camino al aparcamiento—. Y tú escucha bien lo que ella te dice —se detuvieron al lado del gran Toyota lleno de polvo—, te conviene —le dijo y besó a Ada en la mejilla—. Y ahora duerme un poco antes de vértelas con el abogado y ese tal Benesh. No hay ninguna urgencia, los muertos están muertos, y a la niña ya la habéis salvado.