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Nesia no apartaba la vista de las líneas de las baldosas de la estrecha acera que tenía bajo sus pies. Mientras Duqui, olfateando como enloquecida, tiraba hacia las baldosas o hacia los arbustos, Nesia, que evitaba esas líneas como si fuesen una trampa, tiraba hacia el borde de la acera. Para una niña como Nesia, con un cuerpo tan pesado y unos muslos que se rozaban entre sí al andar, se le ponían rojos y le ardían, era muy difícil correr detrás de una perra dos veces al día: una vez por la mañana temprano, antes del colegio, y otra por la noche, antes de irse a dormir. No es que Nesia lo pasara mal durante esos paseos, y sabía perfectamente que también para Duqui eran los momentos de mayor felicidad del día, ¿pero acaso Duqui no podía demostrar que estaba contenta? Debería estar agradecida porque fueran con ella así de deprisa, y también porque Nesia se mostrara tan paciente, incluso aunque la correa le cortara la mano: dos pliegues de carne sobresalían a los lados de la correa, pues hasta la muñeca la tenía gorda; y cabría esperar que Duqui se diera cuenta de que ese día la sacaba también después de comer y moviera la cola o ladrara con alegría. Pero Duqui estaba como contagiada de Nesia, tampoco ella dejaba traslucir nada. Sus ladridos, cuando quería ladrar, eran siempre iguales: sólo cuando tiraban de ella se molestaba en variar, hacia delante, hacia atrás, hacia un lado, hacia otro.

Ese día era especial, y no sólo porque empezara la fiesta sino también porque, debido a los árabes terroristas, no podría salir de noche, por mucho que le explicase a su madre que la perra la protegía («¿Esto?», dijo su madre con desprecio, mientras la perra gemía junto a la puerta como si se desprendiera de sus lamentos, «¿esto puede proteger a alguien? Tu madre va a vender esto para hacer salchichas»). Así era. No había ninguna posibilidad de que le permitieran salir de noche, aunque no hubiera ningún árabe por la calle (a excepción de Jalal, a quien se había encontrado en la tienda; pero Jalal no contaba, porque era el amigo de Yigal).

—Claro —dijo su madre el día anterior—, claro que ahora no hay árabes. De día no se atreven a asomar la nariz, sólo de noche salen de sus agujeros.

El aire era frío y limpio, y Nesia respiró hondo mientras miraba las bolsas, las cáscaras, el zapato y los periódicos que los basureros habían dejado en la acera. Y a Duqui le murmuraba que dejara de irritarla, sí, que diera las gracias. Porque tenía suerte, no comprendía la suerte que tenía de que ella, Nesia, estuviera sana y pudiera sacarla dos veces al día. Sí, porque si estuviera enferma, supongamos, o si se fuera a algún sitio con el colegio, nadie la sacaría, ya podía gemir todo lo que quisiera.

Antes de quedarse con ella ya dijo su madre que no esperaran, que, después de un día de trabajo y con esas varices en las piernas, saliera de paseo con una perra como si fuera una señora desocupada. Había señoras así, claro que las había, pero ella no era de esas. Así que muchas veces solía mandar a la perra sola a la calle, y Nesia, a quien no le permitía salir bajo ningún concepto, sufría por si se perdía o la atropellaban. (Duqui tenía debilidad por los coches, y solía frotarse contra las ruedas de los que estaban aparcados, agacharse y mearles encima; sobre todo le gustaba mojar las ruedas del Toyota rojo de Yoram Benesh, que llevaba dos días sin estar aparcado junto a la acera.) Normalmente Nesia conseguía salir con la perra, agarraba fuerte la correa y la hacía parar como es debido junto a los árboles o las tapias. Duqui, que no era especialmente grande, siempre tiraba con fuerza hacia donde la llevaba su olfato. A veces Nesia se veía obligada a luchar con ella, sobre todo si se empeñaba en ir por un camino determinado mientras Duqui estaba ocupada en sus cosas. Como en ese momento, por ejemplo, en que tiraba hacia los arbustos con tanta fuerza que casi hizo que Nesia pisara las líneas, algo que, debido a su plan secreto, era precisamente lo que quería evitar.

La correa le hacía marcas rojas en la mano. Si tuviera una mano delicada y con largos dedos, como los de Talia, la del tercero, esos dedos que adorna con pequeños anillos de plata que hace bailar, y esas uñas largas que brillan con la laca azul y verde, todo sería distinto. Se miró la mano enrojecida y abierta y las uñas mordidas, y suspiró.

Nunca se sabe cuándo empezará a actuar la magia, pero quien cree en esas cosas, es decir, quien cree de verdad en la fuerza de la magia, sabe que sólo la paciencia puede producir el cambio. Hacía más de un año que Nesia había comprendido que el verdadero deseo había que demostrarlo con paciencia y constancia, y consagrándose a una meta lejana, aunque no se supiera cuándo se alcanzaría, si es que se alcanzaba alguna vez. Si también ese día lograba no pisar las líneas (el camino desde la entrada del edificio hasta la carretera no contaba), y cruzaba la calle y llegaba hasta el final de la carretera de Belén, hasta la casa encantada de la esquina con la calle de la Estación, y la rodeaba tres veces y entraba en el patio y quemaba allí las cosas que llevaba en el chándal y pronunciaba el conjuro, y después hacía un agujero y enterraba las cenizas, si hacía todo eso, a lo mejor comenzaba su transformación. Y supongamos que caminaba así, el pie izquierdo siguiendo la carretera y el derecho por el borde de la acera, y rodeaba así tres veces el bloque, entonces a lo mejor hasta crecía de repente, sí, por qué no. Y esos rizos castaños y ásperos, con los que su madre luchaba todas las mañanas hasta conseguir convertirlos en dos trenzas cortas e infantiles, se transformarían en ondas rubias. Y si no rubios, al menos que se volvieran lisos, por qué no, completamente lisos y negros como el cabello de Zahara, la perfecta.

Ese conjuro lo inventó ella, necesitaba estar siempre inventando cosas porque, si no, ¿quién las iba a inventar para ella? ¿Le importaba a alguien de verdad? El conjuro de Zahara lo oyó por casualidad, desde detrás de las persianas casi bajadas del todo: «Para conseguir todo lo que quieras, haz todo lo que yo te mande —Nesia lo anotó todo en un papel—. Escribe con carmín, azafrán y agua de rosas en dos paños de lino limpios y pon uno en una vela verde, rocíalo con aceite de conium y enciéndelo. Y el otro ponlo debajo de tu almohada y duerme durante una hora...», en ese punto dejó de oír. En el herbolario y en la farmacia consiguió agua de rosas y azafrán, y también carmín en la droguería, y ya tenía una vela que además era de color verde. Pero no logró averiguar lo que era exactamente el lino, ni tampoco lo que era el conium. En el diccionario de la biblioteca del colegio ponía que el conium era un veneno y ¿de dónde iba a sacar un veneno?

En vez de eso reunió cosas de Zahara: un pañuelo de papel que Zahara tiró al entrar en un taxi, una hoja de la maceta que estaba en el alféizar de la ventana de su habitación (Nesia la secó entre las páginas de la Biblia), una horquilla, y hasta un sujetador de Zahara que cogió de la cuerda de tender la ropa. También un mechón de pelo llegó a manos de Nesia, y esa fue la misión más difícil de todas, pues cada mañana se agachaba debajo de su ventana y esperaba a que se levantara, se vistiera, se peinara y arrojara fuera los mechones de pelo que habían quedado en el cepillo. Cuatro días esperó —ya conocía perfectamente las costumbres de Zahara, pero no conseguía su objetivo— hasta que se abrió la persiana verde de la ventana que daba al patio de atrás y una mano morena, larga y fina, arrojó un pequeño puñado de cabellos negros.

Nesia miró los coches que estaban aparcados junto a la acera. El Toyota rojo de Yoram Benesh estaba descubierto, sin la funda blanca, a cierta distancia del aparcamiento familiar. Al parecer había vuelto otra vez tarde por la noche y los dos coches de sus padres ya habían ocupado el garaje. Dos días antes había llegado su prometida de América con cinco maletas azules y un gran bolso amarillo. No es que fuera demasiado guapa la prometida esa, ni tampoco nada del otro mundo. Simplemente era un poco alta y con el cabello rubio platino. Y desde su llegada no hacían más que ir y venir en el coche.

Un piloto rojo parpadeaba dentro del Toyota, era el piloto del cierre automático, y a Nesia le gustaba mirar esa luz que se apagaba y se encendía como los latidos de su corazón por la noche. Pero aún le gustaba más esconderse detrás de la tapia y mirar a Yoram Benesh cuando lavaba el coche, vestido sólo con unos pantalones cortos, el torso desnudo y el sol del ocaso iluminándole con una luz púrpura y oro, como un príncipe a quien un pájaro maravilloso hubiera dejado en el patio. Le parecía que sus piernas desnudas estaban cubiertas de polvo dorado, que estaba también sobre sus brazos, mientras frotaban la capota del coche para quitar las manchas que habían dejado los frutos del ficus.

Yoram Benesh mimaba el coche nuevo que le habían dado en el trabajo: lo frotaba, lavaba, secaba y abrillantaba a mano, caminaba a su alrededor y comprobaba si tenía algún rasguño antes de coger las llaves y cerrarlo (dos pitidos salían entonces de su mano). Todos los viernes por la tarde lo enjabonaba con una bayeta blanca y lo aclaraba con una manguera que se arrastraba desde el jardín como una serpiente amaestrada. Era su coche de trabajo, eso le contó su madre, la señora Benesh, a la señora Yoselzon, la vecina del segundo, y le explicó que el coche no le había costado nada, ni un céntimo.

—Es parte de las condiciones laborales de la empresa de informática —dijo, y acarició el broche de su collar de perlas, como comprobando que aún estaba allí.

En Nesia no se fijaban casi nunca, y si lo hacían, no le prestaban atención. Tal vez porque sólo era una niña, o tal vez porque les parecía completamente insignificante. Y no sólo a ellas. Yoram Benesh, por ejemplo, ni siquiera sabía que existía: tenía veintitrés años, aún no era un hombre al que se le dice «señor», pero, para él, ella sólo era una criatura. ¡Y hasta que llegó su prometida de América, tenía tantas novias! Casi todas las noches, cuando miraba desde la ventana de su habitación, que daba a la calle, veía su sombra pegada a la de alguna chica, hasta que llegó su prometida de América. Lo más apropiado sería que se casase con Zahara; sí, Nesia creía que eso podía ser perfecto: los dos de la misma edad, los dos vecinos, no había que moverse ni un metro. Pero Yoram no hablaba con Zahara, al menos no cerca de la casa. Porque si hubiera hablado con ella cerca de la casa y su madre, o la madre de Zahara, lo hubiesen visto, se habría montado un buen lío. La madre de Nesia le contó una vez a la señora Yoselzon —justo cuando el Toyota entraba en el aparcamiento— que los niños, es decir, Zahara y Yoram, se saludaban por encima de la tapia y se veía que estaban deseando jugar juntos, pero las madres no les dejaban. Y la educación, le dijo su madre a la señora Yoselzon, da resultado. Así eran las cosas, qué le iban a hacer.

—Así son las cosas —convino la señora Yoselzon—, lo que se aprende en casa es para toda la vida. Él no la mira a ella y ella odia a los ashkenazíes. Ni siquiera se miran. ¿Y sabes una cosa? Puede que sea preferible así. Es mejor eso que todos esos hipócritas que te saludan y después hablan de ti a tus espaldas.

Si alguien se fijaba en Nesia, quienquiera que fuese, era para reñirla y regañarla de inmediato, hasta Zahara: sí, un che que se le dice a un gato era más amable que eso.

Una vez que Nesia estaba junto al patio, aún iba a primero y era demasiado pequeña para saber cuál era su sitio, vio a Zahara salir de casa con su vestido blanco, sus zapatos de tacón y el cabello negro brillante, y un halo dulce de perfume quedó en la calle incluso después de que entrara en el taxi. Nesia sólo quería verla, como mucho tocar un instante su mano o ni siquiera su mano, sólo el vestido blanco, pero Zahara dijo de pronto:

—Vete de aquí, niña, ¿no ves que molestas? —eso le dijo, y cerró la ventanilla del taxi como si quisiera hacerla desaparecer. ¿Y qué era lo único que Nesia quería? Mirarla, quizá también rozarla. Y también hacer algo por ella, sí, cualquier cosa, hasta ir a la tienda en su lugar, sí, pues con estar cerca de ella le bastaba, quizás así se le pegara algo de su belleza.

Pero Zahara, aún antes de que el taxista tocara el claxon, la miró con repugnancia, como si Nesia fuese culpable de tener ese aspecto y como si fuera a pegarle su gordura y sus granos y quién sabe qué más. Como si Nesia tuviera alguna enfermedad contagiosa. «Ponte todo el perfume que quieras», le decía Nesia para sus adentros cada vez que la veía después de eso, y su rencor fue creciendo poco a poco: no es que Nesia la odiara, de verdad que no, de verdad de verdad que no, pues no era como cuando se odia a alguien que pega e insulta y a quien se puede responder después de la misma manera. Pero aquella mirada, que no olvidaría nunca, aún la tenía clavada y le hacía daño. Le hacía daño, sí, pero no como cuando te pegan, sino de otra forma, y por eso no era acertado pensar que la odiaba, porque no. De verdad que no. Ella sólo se sentía ofendida, sí, pero no como cuando te insultan sino de otra forma: hasta lo más profundo de su alma, sí, porque debajo de todos esos granos y esa grasa ella también tenía un alma.

El hecho de que nadie se fijase en Nesia tenía también muchas ventajas: no sólo le permitía ver lo que los demás querían que se viese, sino también cosas que ninguno de los vecinos imaginaba que pudiera entender. Pasaba días enteros sola y había empezado a observar sistemáticamente, como le enseñaron en la clase de ciencias naturales: la profesora les enseñó cómo observar los insectos y las plantas y a describir en informes lo que habían visto. Cuando Nesia escuchó la explicación de la profesora, comprendió que llevaba años observando y, desde que aprendió cómo se escribía un informe así, lo hizo de forma meticulosa cada noche antes de dormir, cuando volvía de pasear con Duqui. Eran informes sobre su calle: en un cuaderno especial, con pastas de piel marrón, anotaba cada día el tiempo que había hecho y los nombres de la gente que había visto, si los conocía por su nombre, y también el número de matrícula de los coches aparcados. Bajo el título «Fuera de lo normal» describía a veces con una frase acontecimientos especiales, por ejemplo: «Ha venido la policía y ha registrado la casa de Mulam, en la puerta D», o: «La señora Y ha echado al árabe que ha venido a pedir dinero». O: «La señora B ha vuelto esta noche a casa en taxi y no tenía dinero para pagar al conductor». A veces escribía: «Un gato blanco muerto en medio de la carretera»; y a veces: «No han recogido la basura»; o: «Hoy han venido los del ayuntamiento para echar a las ratas que se fueron por el tendido eléctrico». El informe más largo era sobre el señor Abital, que llegó con su coche nuevo, de color plateado, a buscar a Zahara, con su hija en el asiento de atrás (no en balde Nasim, el de la tienda, le había dicho: «Pobrecilla, Dios sabe lo que será de ella, ya tiene trece años y es como una niña de dos»). Y ¿cómo recordaba Nesia eso? Sólo gracias al informe que escribió: «La hija del señor A ha venido de vacaciones desde el internado y el señor A ha ido con ella a buscar a Z con el coche nuevo».

Día tras día, al atardecer, se sentaba en la tapia de piedra del bloque y observaba todos los movimientos de los vecinos: quiénes se paraban a hablar junto a las puertas de las casas, quiénes metían botellas de plástico en el gran contenedor que estaba al final de la calle o tiraban basura a los lados de la acera (mirando antes a derecha e izquierda). Quiénes arrancaban los coches, quiénes aparcaban, quiénes llevaban bolsas llenas de productos de la frutería o del supermercado. Con mucha atención escuchaba palabras sueltas que también anotaba: quién-le-dijo-qué-a-quién-cuándo-y-dónde. Antes, tiempo atrás, cuando era pequeña, también entraba en los patios y escuchaba debajo de las ventanas y, a veces, hasta miraba dentro. Sí, y no es que no le diera vergüenza, le daba, y mucha, pero quería saber cómo vivían los demás, porque de su madre ya estaba harta. Y también de sí misma estaba harta. Yoram Benesh, por ejemplo —la ventana de su habitación daba al patio de atrás—, o la señora Benesh o la señora Bashari; y quien más curiosidad le despertaba era Zahara, sí, porque quería descubrir qué era lo que la hacía tan perfecta. Ahora que Nesia ya era bastante mayor, y que Duqui iba con ella a todas partes, no le resultaba fácil entrar en los patios, pero a veces se arriesgaba y entraba de todos modos; no siempre, sólo algunas veces. Y por las ventanas se oían todo tipo de cosas, como por ejemplo las conversaciones y las peleas entre Zahara y su madre.

Zahara tenía tres hermanos mayores, era la única hija de la familia Bashari. Todo el vecindario sabía lo que la mimaba su padre, pero sólo Nesia, que se acurrucó en el patio debajo de la ventana de la cocina, le oyó decir a la señora Neimá, la madre de Zahara:

—Una chica joven que vuelve a las cinco de la madrugada tiene un nombre. ¿Sabes cómo llaman a una así? La llaman puta. ¿Dónde has estado?

Y también oyó Nesia la risa floja de Zahara, su tono de regocijo al decir:

—Por favor mamá, ya tengo veintidós años, no soy vuestra niña pequeña, sólo he estado cantando en una boda, ya lo sabías, y sabes que...

—Yo no sé nada —dijo la señora Bashari—, nada. Una boda no termina a las cinco de la madrugada. Como mucho a la una o las dos, no a las cinco de la madrugada. Tienes suerte de que tu padre tenga un sueño profundo y no oiga cuándo vuelves.

Nesia se sorprendió mucho de la risa de Zahara y de que no se atemorizase ni se sintiese ofendida por su madre. La propia Nesia se sintió ofendida por el tono de aquellas palabras; la señora Bashari le hablaba a su hija, la única hija que había tenido después de tantos hijos, la más joven y la más guapa, no como se habla con una hija, sino como si la odiase. Y cuando Nesia se incorporó para mirar por la ventana, oyó a la señora Bashari gritar:

—¡Zahara, Zahara! —y vio cómo le pegaba tres cachetes en la mejilla—. ¡Eres una desvergonzada, Zahara! —le dijo.

—Si uno coge una rata muerta y un corazón de cabra y los pone en agua y rocía la casa con ella, en esa casa no acabarán nunca los golpes ni las peleas —dijo Zahara riéndose.

—Mil veces te he dicho —gritó la madre— que dejes ya esas cosas. Igual que los primitivos, brujería y mal de ojo. ¿Es que una chica joven y guapa no tiene otra cosa en qué ocuparse?

En su pequeño cuaderno Nesia sólo escribió: «La señora B le ha gritado a Z porque ha llegado a las cinco de la madrugada. Z se ha reído». Si hubiera entendido lo que dijo Zahara sobre la rata y la cabra, también lo habría escrito, pero aun así lo recordaría; igual que escribió sólo: «Z: coche plateado en la esquina», y recordaba muy bien a qué coche se refería.

La madre de Nesia le dijo una vez a la señora Yoselzon que los yemeníes le dan mucha importancia a la familia y a los hijos, aún más que los marroquíes, y puso como ejemplo a los Bashari; cómo les habían dado tooodo a sus hijos, incluso en los tiempos difíciles.

—Aunque no tuvieran nada, a los hijos nunca les faltaba; y eran cuatro niños, no dos —dijo la madre de Nesia. Antes la señora Yoselzon le había hablado, en voz muy alta, de las estupendas notas de su hijo, y de su hija, a quien habían ascendido en el Ministerio del Interior, haciéndola responsable del departamento de pasaportes— Desde el año cuarenta y ocho los conozco, desde antes de que agrandaran la casa —dijo—. Tenían sólo una habitación y un retrete en el patio, la otra parte de la casa estaba en ruinas, las palomas y los gatos vivían allí, antes de que los Benesh la compraran.

—Bueno, nosotros ya estábamos aquí cuando los Benesh llegaron —dijo la señora Yoselzon con una especie de sonrisa maliciosa despuntando en la comisura de sus labios. Se notaba que pretendía empezar a contar ahora con pelos y señales la guerra entre los Benesh y los Bashari, pero su madre no cedió.

—Y sobre todo se volcaban con Zahara —siguió diciendo la madre de Nesia—, desde el principio la vistieron como a una princesa, y le dieron, le dieron...

—Yo no soy partidaria de los mimos —anunció la señora Yoselzon, tirando de la bata de franela que llevaba encima del vestido de flores—. Esto acabará mal —le aseguró a su madre—, Zahara está echada a perder.

—¿Cómo que echada a perder? No está echada a perder en absoluto —protestó su madre—; es guapa y tiene un gran corazón. Zahara es estupenda, ¡y qué voz tiene! Sé que también trabaja en el bufete del señor Rosenstein, y él dice que Zahara...

—Echada a perder —sentenció la señora Yoselzon, guiñando sus pequeños ojos ante el ocaso del sol. Y con el dorso de la mano se secó la cara, una cara ancha que brillaba como si estuviera cubierta por una capa de grasa—. Acuérdate de lo que digo —dijo moviendo el dedo—, los mimos no son buenos. Mira qué importancia se da Zahara, ni siquiera saluda, y en la tienda, cuando le pregunté cómo estaba su madre, giró la cabeza como si yo no existiera. Te lo digo yo, se le ve en la frente que piensa cosas malas, mal de ojo, Dios quiera que no nos toque —miró alrededor y murmuró—: Mal de ojo contra los ashkenazíes. ¿Sabes que Zahara odia a los ashkenazíes? —y en sus ojos bullía una mirada malvada azul y turbia. Como un rayo llegó ese azul pálido hasta Nesia, que se estremeció, pues parecía que la señora Yoselzon se disponía a hablar con su madre de «una nueva dieta para la niña» y de la piel de Nesia, pues «pronto le saldrán granos llenos de pus si no hace régimen».

Si no fuera por el pastel que la señora Yoselzon preparaba cada semana —Nesia esperaba de jueves a jueves el momento en que la señora Yoselzon la llamaba con esa potente voz que se oía desde el patio: «Bueno, niña, ¿quieres pastel?»—, ya hace tiempo que le habría soltado algún insulto. Pero al pastel dorado, a la suave calidez que le llenaba la boca, a la crema dulce con sabor a vainilla y a las pasas que encontraba dentro como un tesoro, no podía renunciar. Le parecía milagroso que los dedos gordos y feos de la señora Yoselzon, con la laca de uñas roja siempre desconchada, pudieran hacer un manjar tan exquisito, y que la expresión agria de su cara y sus ojos pequeños y malvados no estropearan el estupendo sabor del pastel. Su madre decía que la señora Yoselzon no era una mala mujer, sólo era una cotilla de la que había que guardarse como del fuego y no contarle nada, sencillamente no contarle nada. Sí, aunque preguntara cómo estaba Tzion y cuánto tiempo le quedaba para terminar el servicio militar, o si Yigal tenía ya novia, o cuándo llegaba Peter de América (de Australia tenía que llegar, de Sidney, pero Nesia no la corrigió), o incluso por el colegio y sus notas. Y Nesia subía a la segunda planta, cada jueves al atardecer, y entraba en el reluciente piso después de haber restregado bien las suelas de los zapatos en el felpudo, y se sentaba en la cocina de la señora Yoselzon y permanecía callada mientras le cortaba un generoso pedazo de pastel, y por supuesto mientras comía a dos carrillos. Y enfrente la señora Yoselzon miraba con atención cada vez que daba un bocado, cerciorándose de que ni una sola miga cayera al suelo, al tiempo que no dejaba de preguntarle por el trabajo de su madre y por sus hermanos, por la señora Rosenstein y por el colegio, y quién sabe por cuántas cosas más. Debajo de ella brillaban las baldosas nuevas que había puesto, como quería hacer su madre, «para que los ojos tengan algo de luz en vez de esta negrura en el alma que producen estos grumos grises», pero eso era una de las cosas que la señora Yoselzon podía permitirse, porque ella tenía un marido que hacía todo lo que le decía.

Además de conocer a todos y cada uno de los vecinos, Nesia también sabía de ellos cosas que nadie podía imaginar que supiese. Y también esas cosas las mencionaba en los informes que escribía, pero en un idioma secreto o en abreviaturas que sólo ella sabía descifrar. Todo el vecindario conocía las continuas desavenencias entre la familia Bashari y los Benesh, cuya casa estaba justo enfrente del bloque de pisos donde vivían Nesia y su madre. Antes de la guerra de la Independencia vivía en esa casa pareada una anciana árabe y, una vez al año, cuando venía de visita, la señora Bashari le sacaba un taburete y le daba un vaso de agua lleno a rebosar para que no la volviera a molestar. Todo el mundo sabía que Neimá Bashari no accedía a que la familia Benesh construyera una segunda planta sobre la casa, y todo el mundo sabía también que no había nada en el mundo que la señora Benesh desease más, porque pretendía construir allí un apartamento para su hija. Estaba dispuesta incluso a pagar a la familia Bashari para que accediera, y a permitirles que también ellos añadieran una planta. El señor Bashari, de quien la madre de Nesia decía que era un buen hombre que no se las daba de nada, ni siquiera cuando se convirtió en el director de todo el comercio off-line de Jerusalén, estaba dispuesto a ceder desde hacía bastante tiempo y construir allí una habitación para Zahara, pero su mujer no dio su brazo a torcer («Neimá Bashari se cortaría la nariz tan sólo para espantar a su vecina», dijo una vez la madre de Nesia).

Todos seguían las discusiones entre las dos familias: a veces porque el calentador solar de los Bashari perdía agua, a veces por el trozo de patio que la señora Benesh les quitó a los Bashari para hacer una barbacoa de piedra, a veces porque los de la televisión por cable habían dejado toda la porquería en el patio. En una ocasión, la víspera de Año Nuevo, salieron todos de sus casas al oír gritos, y pudieron ver cómo la cabeza de la señora Benesh aún se movía por la bofetada que le había dado Neimá Bashari, y cómo el señor Benesh, que siempre llevaba traje, porque era un importante tenedor de libros (Nesia no entendía lo que era «tenedor de libros». ¿Es que él tenía libros? También ella los podía tener), estaba en medio de la calle llamando a la policía desde el móvil. Todo el mundo lo vio. Pero sólo Nesia vio, una vez por la noche, a Neimá Bashari echar una bolsa de basura delante de la puerta de la familia Benesh; todos la oyeron chillar «igen migen», agitando el puño ante la puerta de la familia Benesh, pero sólo Nesia vio una mañana temprano, mientras paseaba con Duqui, a la señora Benesh romper las flores de Neimá Bashari: miró a derecha e izquierda y, después de romperlo, se levantó la bata y pisoteó las flores blancas del jazmín.

Y el mayor secreto de esas dos familias únicamente lo sabía ella, Nesia, porque sólo ella sabía verlo todo, no sólo en el barrio sino también fuera de él, lejos de su casa. Nesia no se lo contó a nadie. Ella no le contaba nada a nadie, porque sabía que cualquier cosa podía traer desgracias. Y porque le gustaba guardarse para ella las cosas que sabía. Hasta con Peter, el mejor amigo de su hermano (a excepción de Jalal, que no contaba realmente, porque era árabe), con su forma tan graciosa de hablar en inglés, de la que ella no entendía ni la mitad, hasta con él hablaba poco, y, de hecho, no le contaba nada importante.

Peter fue el primer hombre en el mundo que le dijo: «Somos amigos»; como si fuera posible que un viejo fuese amigo de una niña de nueve años y medio —esa era la edad que tenía cuando se lo dijo, un año antes—, y encima gorda y fea. A su hermano Yigal no le gustaba que saliera con ellos.

—¿Otra vez te has apuntado? Esta niña es igual que una lapa —decía. Pero Peter se empeñaba en invitarla y, una vez, hasta la llevó en el Fiat verde, cuando aún era pequeña, tendría unos ocho años. Paró delante de ella, en la esquina de la carretera de Belén, se quitó el cinturón y abrió la puerta, como si él la viera ya cambiada, como una señora.

—Entrad, entrad, a ver si la perra se va a poner enferma por la lluvia —dijo. En el escaso hebreo que sabía preguntó si todos los días salía de paseo con la perra y después dijo en inglés, muy despacio, para que lo entendiera, que se notaba lo buena chica que era y otras cosas que le sonaron a cumplidos. Fue una lástima, porque si no la hubiera halagado sólo por ser la hermana de Yigal, habría podido verla ya como realmente era—. Eres una niña-vidente —le dijo Peter en el coche—, ves muchas cosas —Nesia no sabía a qué se estaba refiriendo. Y cuando se detuvieron delante de su casa, ella dijo muy deprisa: «Perdona, gracias, adiós», y salió corriendo detrás de Duqui, que tiraba de Nesia hacia fuera. ¿Qué pensaba él que veía ella? ¿Qué le habría dicho sin darse cuenta? Si sabía cosas de ella, a lo mejor también sabía que cogía cosas. Había que tener cuidado al hablar con él, y no sólo al hablar. Había cosas que no quería que se supieran de ella, se moriría si se supieran, sí, a pesar de que lo que más deseaba en el mundo era que se supiera de ella; pero no esas cosas, lo que quería era que todos, absolutamente todos, la conocieran tal y como realmente era.

Ella, Nesia, sabía demasiado. Hasta de la mujer rubia que llegó a la segunda casa de la esquina la mañana que la señora Golán se fue con su madre a Rumania en busca de sus raíces. Sólo Nesia vio el taxi parado delante de la casa y a Danny Golán, de quien la madre de Nesia pensaba que era una buena persona porque le había llevado dos macetas con hierbabuena de su vivero, ayudar a entrar a la mujer y cerrar todas las persianas, como hacía la propia Nesia cuando se quedaba sola en su habitación revisando y comprobando sus cosas.

Y también sabía cuándo Betzalel, el tercer hijo de la familia Bashari, que era un alto oficial del ejército, iba a casa de visita. Los jueves iba a comer el caldo de carne que le preparaba su madre, y a veces se quedaba hasta el viernes por la tarde y, entonces, los gritos se oían desde la calle. El señor Bashari, que daba la impresión de ser un hombre agradable —caminaba a pequeños pasos y miraba siempre hacia abajo como si buscara algo—, discutía con él de cosas que Nesia no comprendía del todo y, después de esas discusiones, Betzalel se iba dando un portazo y su madre salía corriendo detrás de él gritándole que se quedase.

—Al menos cómete la carne, al menos cómetela —le gritaba a sus espaldas, pero Betzalel seguía avanzando muy deprisa a grandes pasos hasta que desaparecía por la esquina.

El salón de la familia Bashari se veía desde la tapia del bloque, pero las ventanas de la habitación de Zahara, la perfecta, daban al jardín y, a veces, cuando Nesia pasaba con Duqui por la noche —tenían un camino especial alrededor de la casa de Zahara— podía ver la luz de su ventana. En las noches de invierno se filtraba por las ranuras de las contraventanas de hierro y, en verano, se veía a la propia Zahara mirándose al espejo o peinándose, o simplemente dando vueltas por la habitación y cantando canciones en inglés. Su voz era dulce, grave y cálida, y Nesia pensaba que podría hacerse famosa en todo el país, como Zahava Ben o Sarit Hadad, y también salir en la televisión. Si Nesia fuera tan guapa como Zahara, la perfecta, también ella se pondría delante del espejo, se miraría y cantaría. Pero Nesia tenía grasa y granos y un pelo como esparto (como decían los niños), y su voz sólo servía para cantar en falsete. Zahara no sabía que Nesia la observaba, ni siquiera sabía que tenía una pequeña admiradora celosa que recogía hasta los cabellos que ella tiraba, sí, y se los pegaba a su muñeca, la que llevaba un vestido blanco y corto como el de Zahara y también cantaba cuando se le apretaba la tripa y cuando la pinchaba con horquillas en el corazón.

Si lograba no pisar las líneas, y sobre todo en ese momento, justo antes de la fiesta, a lo mejor empezaba por fin a adelgazar y tal vez hasta le empezaran a salir pechos, unos que le fueran bien al sujetador malva con flores negras. Y encima, en vez de ese chándal azul y ancho que le dio su tía Sharit, se pondría una camisa corta y tan ajustada como los vaqueros que también se pondría: más anchos por abajo, con bolsillos y un bordado lateral. Una camisa corta así y unos vaqueros así la estaban esperando ya en su escondite, y también unos leotardos rojos, que su madre había descubierto en una ocasión.

—¿De dónde los has sacado? —le preguntó.

—Se los pedí prestados a Sharit para la clase de gimnasia —respondió Nesia. Su madre hizo una mueca:

—Para esto hace falta tener cuerpo, ¿no crees? No se puede estar todo el día comiendo y llevar leotardos —dijo. Nesia se estremeció y no dijo nada y, después de doblarlos muy bien, como hizo cuando los vio en la tienda, los volvió a meter en la caja de cartón que escondía en el refugio. Allí, en el refugio, adonde su madre no iba nunca, guardaba también las cosas de su padre, no sólo ropa con olor a naftalina, sino también un aparato para hacer inhalaciones, un vaporizador y correas para sujetar la espalda.

Cada tarde, antes de sacar a la perra, bajaba al refugio para echar un vistazo a su escondite: primero, para comprobar que las cosas seguían en perfecto estado, y segundo, para cerciorarse de que nadie las había tocado. La linterna que usaba en el refugio la encontró en una tienda para excursionistas y también se la escondió en el chándal, ya sabía que esas cosas pequeñas no pitan a la salida. Cada tarde inspeccionaba sus tesoros: tocaba la cadena que cogió en una boutique de la calle Emek Refaim, las bragas de una tienda de un centro comercial, el sujetador malva y la camisa corta, y los leotardos y los vaqueros ajustados. Cada tarde abría con cuidado el frasco en forma de corazón y olía el dulce perfume; cada tarde tocaba la caja de rotuladores, el estuche y los dos cuadernos que cogió para escribir sus informes.

Tres veces por semana su madre volvía tarde del centro de salud, porque llegaba ya al atardecer a limpiar allí, ya que iba directamente desde la casa de la señora Rosenstein. Esos días le dejaba hecha la comida por la mañana, y cada vez le explicaba desde el principio cómo encender el gas, igual que a una niña pequeña, y no como a una jovencita de diez años y tres meses que sabe ya lo que es la menstruación y los embarazos y todas esas cosas sobre educación sexual (hasta la enfermera les había dicho a todas las chicas que ya eran señoritas). Esos días Nesia prefería esperar a su madre para no comer sola, y en ese tiempo podía subir del refugio algunas de las cosas de la caja del tesoro.

Últimamente había dejado de llenarse los bolsillos: después de ver en la televisión cómo atrapaban en un hipermercado en América a un niño que había cogido una gorra con un dibujo de Superman y cómo lo llevaban a rastras a la policía, se asustó y no se atrevió a coger nada más en ningún sitio, ni siquiera aunque de verdad se lo encontrara en el probador porque alguien lo hubiera dejado allí. Cuando volvió a probarse los vaqueros más anchos por abajo y con un bordado lateral, le fastidió que aún no le cerrasen.

Nesia no comía mucho, de verdad que no, y no sabía por qué estaba gorda. Siempre se dejaba la mitad de las albóndigas, y tampoco se terminaba la sopa, y después de todo sólo le gustaba mojar pan en la salsa. Un poco de salsa, y unas cuantas rebanadas, eso era todo. Sencillamente, si no comía pan blanco, sentía el estómago vacío. Una especie de pozo que le producía mareos, como si fuera a desplomarse igual que una muñeca de trapo. Y también le gustaban las golosinas, eso sí, pero las golosinas no son comida. Además, muchas veces no conseguía meter nada en la bolsa mientras Nasim, el de la tienda, anotaba, ni chocolate, ni siquiera una pequeña chocolatina, nada que pudiera comerse en la cama antes de dormir. Su madre decía que era de familia, todos gordos, y que las personas tienen un destino y hay que aceptarlo. Era un designio del cielo, y quizás también todos los demás detalles eran un designio del cielo: que vivieran en una planta baja donde el sol sólo entraba en verano, cuando más calor hacía, y en invierno estuviese oscuro e hiciera frío como en una tumba, y hubiera que encender la luz y calentarlo todo el rato; y que nunca pudieran irse de vacaciones o a la playa; y que en la familia, por parte de padre, hubiera alcohólicos y, por parte de madre, tuvieran grasa y varices en las piernas. Su madre decía esas cosas a menudo cuando veían juntas Jóvenes rebeldes o La venganza de Julia, pues entre un comentario y otro sobre lo que pasaba y lo que iba a pasar, solía hablar del destino de ambas. Nesia no hablaba y guiñaba los ojos delante de la tele y, a veces, cuando su madre no se daba cuenta, se ponía las manos en las orejas, pero a pesar de todo oía. «Al menos si Tzion se hubiese librado del servicio militar», decía su madre una y otra vez, «podría ayudar un poco con los gastos, ¿no?». Y también de Moshiko oía que tenía siempre líos con la policía, y de Yigal, que no se casaba aunque ya tenía más de treinta años: ni mujer ni hijos, no era de extrañar que siempre estuviera de mal humor. («Salvo cuando viene Peter», recordó Nesia, y su madre contestó: «Peter es amigo, no familia».) Todas esas cosas las resumía su madre diciendo que no había nada que hacer, los hijos no eran hijas: ellos seguían su camino y sólo las hijas se quedaban con su madre. Después su madre suspiraba y decía que así era, ese era su destino, porque ¿acaso alguna vez le había hecho algún mal a alguien? Pero a pesar de todo, el bueno fracasará y el malvado tendrá éxito. Las cosas eran así desde los tiempos bíblicos.

Cuando estaba de vacaciones, su madre se la llevaba a casa de la señora Rosenstein para que la ayudara en la limpieza, y allí Nesia podía tocar las finas copas de cristal rosa, la colcha suave y brillante y el tigre de mármol del aparador. Su dedo se deslizaba por la fría superficie del lomo tenso y por los marcos de oro con la fotografía del señor Rosenstein cuando aún era joven y estaba delgado: vestido con un traje de tres piezas y tocado con un sombrero con una cinta, y, sobre su sonrisa, un bigote fino. Nesia sólo lo había visto una vez: al natural no era como en la foto: era gordo y bajo, y sin bigote.

Enfrente de esa fotografía había un gran retrato de una mujer con un vestido malva y una pamela negra. Estaba sentada en un sillón de terciopelo verde, tenía el brazo apoyado en el reposabrazos y tres sortijas de oro con piedras rojas se ajustaban a sus dedos rollizos. La señora Rosenstein le contó una vez que era su abuela.

—Al menos pudimos salvar este portrait —dijo la señora Rosenstein, y le habló a Nesia, que no entendía lo que era un portrait, de la hermosa casa donde había crecido, del gran jardín que llegaba hasta el río, y de cómo una noche, de repente, tuvieron que abandonarlo todo.

También había libros en casa de la señora Rosenstein, un montón de libros en un gran armario con puertas de cristal. A veces Nesia ojeaba los libros, sobre todo los que tenían dibujos, y de uno de ellos tomó la idea de la muñeca. Mientras le enseñaba el libro, la señora Rosenstein le iba explicando cada dibujo: el jefe de la tribu, el hechicero, y también esas muñecas que hacen los negros cuando quieren herir a alguien. Otros libros, los que podía leer y entender —como Ella Kari, la niña de Laponia y Noriko San, la niña de Japón—, se los había regalado la señora Rosenstein cuando estaba en tercero.

—Eran de mi hija y ella ya no los necesita —le dijo. (La hija de la señora Rosenstein vivía en América y, cuando venía de visita con sus hijos, dormía en su antigua habitación y, por la mañana, sus rizos sobre la almohada se veían completamente distintos al cabello liso de su madre.)

A Duqui se la dio la señora Rosenstein cuando parió su perra.

—Mira, será una pequeña duquesa —le dijo a Nesia.

—Duqui —soltó Nesia sin pensar, y la señora Rosenstein se echó a reír.

—Mira, ya le has puesto un bonito nombre. Así se inician las relaciones —dijo. Siempre la miraba con buenos ojos y, cuando sonreía con la cabeza ladeada, se notaba que no pensaba que Nesia estaba gorda o que olía mal o que no había ninguna posibilidad de que cambiase.

—¿Qué voy a hacer con un perro? ¿Otra boca que alimentar? —se quejó su madre durante todo el camino a casa. Pero Nesia estaba feliz. Y Duqui no parecía extrañar, era como si ella también hubiese oído a la señora Rosenstein explicarle a su madre en la cocina que era bueno para dos mujeres que vivían solas tener un perro en casa, «y sobre todo para la niña, que está un poco sola, y con las horas que pasas tú trabajando».

—Los ashkenazíes —resopló su madre de camino a casa— tienen perros en sus casas; en las nuestras no hay animales, en nuestra comunidad es inaceptable —y a la señora Rosenstein le dijo—: No es necesario, de verdad, además me dan miedo los perros, y por si fuera poco ensucian y son un foco de enfermedades.

Pero la perra era tan pequeña que ni a su madre le daba miedo y, sólo cuando oyó que aún no estaba educada y que haría sus necesidades dentro de casa, dijo:

—Sólo si lo limpias tú —y ciertamente sólo Nesia limpiaba lo que ensuciaba la perra, la golpeaba en el hocico con una toalla cuando era necesario y le daba parte de sus albóndigas como premio cuando era buena, y vigilaba para que no mordiera zapatos y calcetines, como la señora Rosenstein avisó que haría; y la hacía tenderse junto a su cama y, durante las primeras noches, se levantaba para comprobar si respiraba o estaba muerta. Poco a poco la perra fue creciendo, por lo que pudieron ponerle un collar y darle un buen plato de Dogli y, cuando alcanzó su tamaño normal, era igualita que la perra de la señora Rosenstein, y eso que no era una caniche de pura raza. Si Nesia la tocaba y no iba corriendo a lavarse las manos y, sobre todo, si la abrazaba o la besaba, su madre gritaba al instante—: No te acerques a mí con todos tus microbios, ¡qué asco! —pero Nesia no dejaba de abrazarla y besarla. Simplemente quería a Duqui y, cada noche antes de dormirse, le hablaba, y una vez hasta le enseñó la caja del tesoro.

En esos momentos iba caminando con el pie derecho por el borde de la acera y arrastrando el izquierdo por la calzada, como si tuviera una pronunciada cojera. No era nada fácil mantenerse sobre el borde de la acera, porque Duqui tiraba con todas sus fuerzas hacia los arbustos. Pasaron por delante de la sinagoga de la calle Shimshon a tiempo para ver al señor Abital alejarse en su coche nuevo, el primer Rover que alguien compraba en Jerusalén, según Yasmín contó orgullosa a toda la clase (pero a su hermana mayor, que estaba en un centro de retrasados mentales, no la mencionaba nunca). Cuando el coche se perdió de vista al doblar la esquina y ellas se estaban acercando a la casa de Linda, Nesia vio al hermano mayor de Zahara parado ante la puerta marrón y mirando a un lado y a otro, entonces Duqui tiró con fuerza hacia él, como si tuviera en la mano un suculento hueso o una salchicha para ella. Nesia tiró de la correa con todas sus fuerzas, esperó en el atrio de la sinagoga e hizo callar a la perra chistándole y acariciándola, para que no descubriera que le estaban viendo entrar en casa de Linda, y para colmo antes de la fiesta.

Después tiró de Duqui por la calle Shimshon hacia la carretera de Belén; iban en silencio calle arriba, pasaron por delante de la tienda de ultramarinos, que aún no estaba cerrada, y por delante del letrero «Cerrado» que estaba colgado en la puerta de cristal de la tienda del carnicero, que nunca accedía a fiar nada. Y entonces, empleando todas sus fuerzas, Nesia tuvo que apartar de allí a Duqui, que, hasta que no se desvaneció el olor, no volvió a caminar delante de ella hacia la casa encantada situada en la esquina de la carretera de Belén con la calle de la Estación. Entonces fue ella, Duqui, la que empezó a ladrar y a tirar hacia la parte de atrás de la casa, sin prestar ninguna atención al peral plantado delante, del que caían hojas anaranjadas y rojizas hasta la misma tapia. En el centro había una gran puerta, negra y cerrada siempre, y justo delante, en la carretera, había un coche de la policía.

Un policía estaba apoyado en él y del walkie-talkie salían voces nerviosas. ¿Qué estaría haciendo ahí la policía? Si estuvieran junto a su bloque, lo entendería, ¿pero ahí? Cuando era pequeña, su hermano Moshiko le enseñó a pasar junto a los policías como si no existiesen, a no mirarles, a no ir ni demasiado deprisa ni demasiado despacio, a comportarse de forma completamente normal. Cuando aún vivía en su casa, antes de meterse en líos —no por su culpa, sino por culpa de los drogadictos que iban con él—, le explicó que la policía siempre estaba incordiando, que les gustaba detener a la gente así sin más, porque sí.

—Basta con que no les guste la pinta que tienes —le explicó—, o la de tus amigos, no necesitan nada más —a los amigos había que elegirlos con cuidado, eso le dijo a Nesia, porque los amigos podían dejarte colgado sin pensárselo dos veces: sólo les importaba salvar el culo.

Pero Nesia no tenía amigos, nadie la invitaba nunca a quedarse en su casa a dormir y ella tampoco invitaba nunca a nadie a la suya. Su madre dormía junto al salón, y la mesa, la cama y el armario empotrado ocupaban toda la habitación de Nesia. Las casas de otros niños sólo las veía en las fiestas de los compañeros de clase de los viernes por la tarde, y sólo cuando todos estaban invitados; pero ella nunca estaba entre los que se quedaban hasta el final. Las chicas torcían la nariz cuando la veían, y los chicos, ni siquiera la veían. Y tampoco en las clases de gimnasia tenía nunca un compañero o una compañera, hasta que intervino el profesor y le puso uno a la fuerza. Y durante los ejercicios siempre estorbaba o fastidiaba o simplemente olía mal —ella no lo notaba, pero se daba cuenta de que se apartaban de su lado, respiraban por la boca o se acercaban la mano a la nariz—. (A veces se le escapaba el pipí por la noche y, si su madre se había ido a trabajar, le daba pereza lavarse, porque no había agua caliente y porque esa viscosidad le resultaba agradable, al igual que ese olor tan conocido.)

Y, de todos modos, ella sabía —sí, eso sencillamente lo sabía— que era así sólo por fuera. Mientras que por dentro, muy muy dentro, en su vida secreta, ella era guapa, alta y delgada. Sí, muy delgada, y su cuerpo sería algún día como el de Zahara, la perfecta. Porque Zahara era la pequeña, igual que ella, y también tenía tres hermanos mayores, y la madre de Nesia trabajaba en casa de la familia Rosenstein y Zahara trabajaba en el bufete del señor Rosenstein: era evidente que todos esos eran signos de un destino común, y el destino es el destino, como decía su madre, nadie podía cambiar lo que estaba escrito en las estrellas. Sólo a los que miraban desde fuera, a las personas normales que siempre iban corriendo a alguna parte, les parecían sus ojos pequeños e impersonales; sus pestañas, espesas y tupidas; y su nariz, una manzana roja («¿Precisamente eso tenías que heredar de tu padre? ¿La nariz?»). Pero debajo de todo eso, como en los cuentos, se ocultaba otra persona, con unos ojos distintos y un cabello distinto y un cuerpo distinto. Sus ojos —los de quien se ocultaba dentro de ella— eran completamente verdes, o azules como el cielo, y su cabello era liso del todo y el cuerpo pequeño y delicado, con estrechas caderas donde se podía poner un cinturón rojo y ancho como el de Zahara. No, no como el suyo. Porque el cinturón de Zahara lo apretaba Nesia con todas sus fuerzas, pasando la hebilla de un agujero a otro y luego a otro, hasta que Zahara estaba casi muerta, como en Blancanieves. Y entonces, tal vez, sólo si se portaba bien y pedía perdón, Nesia la salvaba como los enanitos a Blancanieves. Pero antes la enseñaba a coger cosas.

La luz azul de otro coche de la policía relucía delante de ella, y Nesia, que sabía que era mejor alejarse de los policías, empezó a tirar de la perra en dirección contraria. Tiró con todas sus fuerzas de la correa, porque precisamente en ese momento Duqui se empeñaba en perseguir a una gata negra que se había cruzado en su camino. Cuando la miró el policía ella hizo como que no le veía y se fue corriendo detrás de la perra hacia la tapia que rodeaba la casa contigua, en la calle de la Estación.

Entre los aligustres podados vio de pronto a dos policías de pie.

—¿Qué dices, hay alguna posibilidad? —preguntó uno y se volvió a agachar entre los matorrales.

—¿Aún no has desistido? —contestó el otro—. Nadie se dejaría algo aquí, tan cerca. Dime, ¿tu hermana ha dado ya a luz?

Nesia tenía intención de seguir adelante, pero en la esquina de la calle Yair con la calle de la Estación decidió bajar hacia las vías del tren. Cerca de la barrera la perra empezó a tirar de nuevo con fuerza, olfateando y excitada, y Nesia detrás, hasta que la detuvo junto a una casa para atarse los cordones del zapato. Con todo su peso pisó la correa de piel mientras se ataba otra vez los cordones, y enfrente, al otro lado de la pequeña puerta, no muy lejos de los goznes, vio el bolso.

Era un bolso como de ensueño. No había visto un bolso así nunca, en ninguna casa, en ninguna tienda ni en ningún otro sitio. Una vez se encontró un bolso de fiesta, de lentejuelas: estaba esperándola en un mostrador de la feria que se organizaba una vez al mes. Pero este, tan blando y tan suave, y gris, no parecía de aquí. Importado. Era un bolso de categoría, o como dicen los mayores: «elegante». Entre las rejas de la puerta lo tocó con la punta de los dedos y se dio cuenta de que era de piel auténtica, quizá de cordero o de ciervo, y pensó en la prometida de Yoram Benesh, con sus cinco maletas y el bolso amarillo, y también en su pelo blanco, que su madre llamaba platino. («Demasiada agua oxigenada», sentenció; «Quiere ocultar las raíces», dijo la señora Yoselzon y se sonó la nariz haciendo mucho ruido: «Hay gustos para todo, a nosotros nos gusta rubio».) El bolso no era ni demasiado grande ni demasiado pequeño: en su interior cabría hasta una correa de perro, por ejemplo, o una polvera de señora; se podría llevar al hombro, o colgado de la cadena dorada, o bajo el brazo, como seguramente haría Zahara.

Alargó el brazo por entre las rejas de la puerta y agarró la cadena, y se dio cuenta de que ese bolso era el principio del milagro. Lo pasó con cuidado por debajo de la puerta, lo cogió y miró hacia las ventanas de las casas y, después, a derecha e izquierda y hacia delante: un coche pasaba por la calle, dos parejas caminaban por la acera de enfrente y una mujer delgada se detuvo, dejó las bolsas de plástico que llevaba y se secó la frente con un pañuelo. Un chico alto estaba jugando al baloncesto en la acera y no levantó la vista. Los policías —eran los que más le preocupaban— no miraban hacia donde estaba ella, ni el policía bajo ni su compañero. Entonces metió la cadena dorada dentro del bolso, lo dobló y se lo escondió debajo del chándal. Después, cuando estuviera sola, inspeccionaría cada compartimento y cada bolsillo y encontraría los tesoros que contenía. Mientras tanto sentía el agradable calor en su cuerpo, el contacto suave de la piel auténtica, de vaca o de cordero o de ciervo o quizás de ante, que es una piel más cara y más suave. En casa de la señora Rosenstein había visto una vez un bolso parecido, pero más grande y de color azul y, cuando lo tocó, su madre empezó a gritar, asustada:

—No lo toques, tienes las manos sucias y dejarás marcas. Ni con el sueldo de un mes podrías comprar uno nuevo.

Nesia retrocedió, no por la suciedad, sino porque comprendió que su madre y ella jamás tendrían un bolso así. Pero ahora tenía uno, y nadie la había visto. Se estiró la camiseta para disimular el bulto que tenía delante y se dejó arrastrar por Duqui, que ya estaba olfateando un nuevo rastro. También Nesia estaba sin aliento: tenía que esperar a encontrarse sola en la cama y oír la respiración de su madre; sólo entonces, se levantaría y descubriría lo que había dentro.

Su madre aún estaba delante del fogón removiendo la sopa; su olor impregnaba toda la cocina. Era la sopa de verduras y carne que a Peter tanto le gustaba y de la que nunca rechazaba repetir. Hasta a su madre le caía bien Peter. Cada vez que visitaba Israel se alojaba en casa de su hermano Yigal y le acompañaba cuando este iba a visitar a su madre.

—Peter ejerce una buena influencia sobre él; en cuanto llega, Yigal se tranquiliza —decía su madre cuando se iban. Y también a ella la tranquilizaba, porque sabía hablar con ella de cualquier cosa: del cuidado de las varices de las piernas, de cómo hacen los marroquíes el cuscús, de cómo los kurdos fríen la kubá y hasta de dónde era más barato comprar, en el mercado Majané Yehuda, en el mercado de los bújaros o en el híper. Y cuando estaban juntos, desaparecía esa mirada de ira que Yigal clavaba en Nesia en otras ocasiones.

En vísperas de fiesta la señora Rosenstein siempre le permitía a su madre irse pronto, para que le diera tiempo a cocinar. Después Nesia tenía que ayudarla a limpiar otra vez la cocina, la pila, la encimera y el suelo, pero hasta entonces no le prestaba ninguna atención. Como en ese momento, por ejemplo, en que ella estaba a la entrada de la cocina y su madre dijo, sin volver la cabeza:

—Haz más adornos para la sukká, si no tienes nada que hacer.

Pero esa pequeña sukká, puesta en una esquina del salón y hecha con la caja de un microondas, no estaba al nivel de Nesia, esa sukká era una ridiculez de niños pequeños. Con cuidado, para que su madre no la viera y no descubriera sus planes, se dirigió a su habitación arrastrando los pies, como si fuera por cadenas de papel o por folios y rotuladores (tenía por costumbre protestar siempre que su madre le mandaba hacer algo, como antes del baño, aunque al final se mojase sólo la cara y los muslos por detrás y empapase, sobre todo, la alfombrilla del suelo).

Duqui estaba tumbada a los pies de la cama en su pequeña alfombra. Abrió un ojo, la miró y enseguida lo cerró de nuevo y volvió a dormirse y a gemir en sueños.

Lo primero que vio en el bolso, antes de abrir ni una cremallera, fue una cartera plateada de terciopelo y dentro un fajo de billetes. Le costó respirar mientras los contaba, jamás había visto tanto dinero junto. Lo contó dos veces para estar segura: mil quinientos treinta y siete shekels y algunas monedas, y todo muy bien doblado dentro de la cartera de terciopelo. En el bolso también había cosméticos: un pintalabios granate en un pequeño tubo dorado y, al lado, una sombra de ojos verde y un peine dorado para las pestañas y también un pequeño frasco de perfume, y en una bolsita de plástico transparente con cremallera había carnés y documentos, y en el bolsillo delantero también había un manojo de llaves, un cepillo y un pañuelo de papel azul (hasta el pañuelo era tan delicado y suave que daba pena usarlo).

¿Cómo se podía perder un bolso así? Una vez había visto en la televisión que le daban un premio a alguien que había devuelto un objeto perdido y, por un momento, se imaginó que llevaba el bolso a la elegante mujer que lo había perdido —alguien como la señora Rosenstein o como la prometida americana de Yoram Benesh— y que ella la abrazaba y le daba el premio anunciado. Y se quedaba tan impresionada con Nesia que, a lo mejor, hasta se la pedía a su madre por algún tiempo, para que se educara en su casa, por qué no, y viajara con ella al extranjero. Una mujer con un bolso así seguro que viajaba mucho y seguro que tenía una gran casa como las de Beverly Hills. En la cartera había tarjetas plastificadas y, aún antes de ver que ponía Adkan y Visa, supo que eran tarjetas de crédito (su madre no tenía, ella creía sólo en el dinero en metálico, pero su hermano sí). Y también había un carné de identidad, envuelto en plástico azul, con una fotografía en color tan borrosa que no se podían apreciar los rasgos de la cara. Sólo cuando leyó el nombre le empezaron a temblar los brazos. Desde los codos hasta la punta de los dedos le temblaban, y sus ojos se agrandaron, podía sentir cómo se abrían. Nunca había tenido en sus manos un objeto tan valioso y nunca había encontrado de esa manera —encontrar de verdad— ni siquiera cosas insignificantes. ¿Y cómo no lo iba a devolver ahora? ¿Después de leer claramente el nombre y saber a quién pertenecía? De todas las personas que podían haberlo perdido, tenía que haber sido precisamente ella, aunque nunca lo había visto balancearse sobre su pierna por la calle. El bolso negro de Zahara lo recordaba perfectamente, y también el bolso vaquero, y también el bolso de piel marrón, con hebillas, pero no ese bolso. Y por otro lado, ¿acaso no se había encontrado por casualidad ese bolso y todo lo que contenía? —se lo había encontrado de verdad, no había esperado a que una dependienta girase la cabeza—, había sido el destino. Y con más razón si ninguna otra persona lo había encontrado antes que ella. ¿No era una señal más? Sí. El carné de identidad de Zahara y los papeles, con todo eso se podía hacer una hoguera, ¿es que no iba a arder? Sí. Y si enterraba la ceniza, ¿no iba a influir más que pinchar a una muñeca? Pues claro que sí. Con decisión escondió el bolso y todo su contenido debajo del colchón. Después de las fiestas decidiría qué hacer. De momento, todo se quedaba en su habitación.