11

—Lo siento por ellos —dijo Balilty, y su voz fue tragada por la tapia de piedra en la que tenía apoyados los codos—, sobre todo por su esposa, es una mujer agradable, de verdad. Llevaba años sin comer una tarta de manzana así..., la masa... se deshacía en la boca, seguro que era de mantequilla... Echó una tarrina entera de mantequilla, te lo digo yo.

—¿Has hablado sobre el piso en presencia de su mujer? —Michael se apoyó en la tapia del bloque de viviendas junto a Balilty, que lo estaba esperando allí cuando salió de casa de la familia Bashari.

—Pues claro, estábamos en su casa, ¿no? —Balilty se mordió el grueso labio inferior—. Lo he hecho a propósito, para ver si ella sabía algo.

—¿Y?, ¿sabía algo? —preguntó Michael observando el extremo del cigarro encendido.

—Nada —respondió Balilty sorprendido, y se sonó la nariz con un pañuelo de papel haciendo mucho ruido—, no sabía nada. Ya te lo he dicho, lo siento por ella. Alguien le compra un piso, casi se lo compra, se puede decir que se lo compra, ¿no?, a una chica de veintidós años, y no le dice ni una palabra a su mujer... Si quieres saber mi opinión, te diré que ese Rosenstein ha perdido el juicio. Les pasa a los hombres mayores, pierden el juicio.

—¿Le has dicho que lo has comprobado con el abogado ese, como-se-llame?

—Darai, abogado Darai, sí —dudó Balilty, y arrancó dos flores blancas del jazmín que crecía junto a la tapia mientras a Michael le llegaban las voces de los que estaban buscando—. Verás —dijo Balilty—, empecé despacio..., por el tema del piso, de forma general... Me di cuenta de que no quería que su mujer estuviera en la habitación y, cuando ella se fue a la cocina, intentó decir algo, pero yo me hice el tonto y mencioné a la niña y la búsqueda; justo en ese momento su mujer volvió y dijo que era horrible, la hija de Ester. ¿Sabes que... —Balilty señaló con las cejas hacia Ester Hion, que continuaba sentada en el taburete de mimbre en el patio delantero, rodeada de un grupo de vecinas y de familiares— es su asistenta? Además de ser la madre de ese... Es la madre del amigo del padre de la de la inmobiliaria.

—No sabía que trabajara en casa de los Rosenstein —dijo Michael y evaluó toda la serie de coincidencias que se habían descubierto durante los últimos acontecimientos, desde que apareció el cuerpo de Zahara en la casa que había comprado Ada. Con la voz de Balilty de fondo, intentaba no darle demasiada importancia a esas coincidencias, pero de inmediato se reprendió a sí mismo: ¿acaso no insistía él siempre en que no existen las casualidades y en que las coincidencias tienen su importancia? ¿Y de repente, así sin más, decía lo contrario? A lo mejor no parecían importantes porque aún no estaba completado el cuadro.

—Bueno, anótatelo —dijo Balilty con manifiesta satisfacción—, Ester Hion, la madre del amigo y la madre de la niña que ha desaparecido, es también la asistenta de los Rosenstein, lleva trabajando en su casa veintisiete años. Es la sirvienta pero, como la señora Rosenstein es una mujer tan agradable, su asistenta es como de la familia y conoce muy bien a su hija y a sus nietos y todo. Ya he intentado preguntarle por ellos, pero es mejor que se lo preguntes tú. Contigo hablará, conmigo no.

Michael se encogió de hombros.

—¿Quieres algo de mí? —le preguntó a Balilty.

—¿Yo? —se sorprendió el jefe de la unidad de información—, nada. Yo no... ¿Por qué? ¿Por qué preguntas eso?

—Porque has empezado a adularme —dijo Michael.

—No es por halagarte —dijo Balilty, que hasta entonces había estado hablando en voz baja y mirando a su alrededor sin cesar parar comprobar que no había nadie—. Lo digo en serio. Hay gente que habla conmigo y otra que no. Ella —señaló hacia Ester Hion—, mira la cara que tiene, es de las que no confían en nadie, pero sabe que eres algo así como el comandante y contigo... Créeme, contigo hablará.

—Muy bien —dijo Michael—, enseguida lo comprobaremos. ¿Y ahora podríamos retomar el tema?

—¿Dónde estábamos? Ah sí, su mujer trae café —continuó Balilty, pasándose la lengua por el labio inferior— y yo me lo tomo: extraordinario también, en tazas antiguas, porcelana fina con asa, de una buena vajilla, se notaba, y con crema y con ese pastel; y miro a mi alrededor: ¡Qué pedazo de casa! ¡Un palacio! Y con muy buen gusto, te lo digo yo, con mucha clase, todo en su sitio y limpio como... Alfombras persas, óleos y estatuas y todo tipo de... Y el señor está tenso, ¡completamente tenso! La mano con la taza le tiembla como en el cine, como la de alguien a quien están a punto de atrapar, y mira a su mujer... ¿Y yo? Yo me tomo el café y el pastel como si nada, y hablo del piso de la calle de la Estación como de un piso cualquiera, y me doy cuenta de que su mujer no sabe nada. Le digo que lo hemos comprobado y que es cierto que, como él dijo, el piso iba a ser vendido, pero que no era una propiedad fiduciaria de bienes, ni nada de eso, y que ese Abital, ¿el dueño?, ese comerciante francés de joyas, aunque digan que al parecer está en dificultades, ojalá tuviera yo las dificultades que tiene él. ¡Qué fracaso de persona! Vendió sin motivo, aunque de verdad era una ganga. «Y pese a todo, ganga, lo que se dice ganga», le digo a Rosenstein, como si su mujer no estuviese allí. «No es obligatorio comprar todas las gangas. No estamos convencidos», le digo, «de que competir con otro abogado fuera una razón seria para poner un piso a nombre de Zahara». Y su mujer no encuentra las palabras, ni una sola, sólo le mira así —Balilty inclinó la cabeza para ilustrarlo— y escucha sin hablar; su mano no tiembla ni nada, está completamente tranquila. Ya es una anciana, pero aún se puede apreciar lo guapa que fue. Del estilo de Grace Kelly, ¿te acuerdas de Grace Kelly? La número uno para tu gusto, ¿no? ¿Igual que una princesa? ¿Como una aristócrata?

Michael asintió con impaciencia y oyó por todo el barrio las voces de los encargados de la búsqueda. Ya llevaban horas buscando y no habían conseguido nada. A su derecha, a lo lejos, se oían llamadas ininteligibles, a lo mejor estaban llamando a la niña.

—Pero hay algo más —dijo Balilty, sacó un palillo del bolsillo de la camisa y se hurgó entre los dientes—. Miro a mi alrededor —continuó murmurando, tiró el palillo y juntó las manos—, hay una placa de mármol sobre el radiador, una especie de repisa, y encima del mármol hay fotografías. Me acerco a las fotografías y, entonces, la señora Rosenstein me dice: «Es nuestra hija, y ese es su marido, y los nietos», pero miro y hay fotos de su hija cuando era pequeña y fotos de jovencita y de la boda y también actuales y...

Michael se puso tenso.

—Te preguntas a ti mismo —dijo Balilty— cómo es posible que a dos polacos tan elegantes, con todo impecable en la casa, les salga alguien así. Y los nietos son iguales. La madre es rubia y con los ojos azules, y también el señor Rosenstein tiene un aspecto completamente ashkenazí, entonces, ¿cómo les pudo salir alguien así?

—¿Qué? ¿De qué estás hablando? —dijo Michael desconcertado. Acaso por la anterior reflexión sobre los puntos en común entre las personas relacionadas con el caso, le asaltó en ese momento una sensación de terror, como antes de una catástrofe.

—Lo que digo es que —dijo Balilty poniéndose serio— hay que comprobar si la hija de los Rosenstein es adoptada o algo así, porque esa no es una hija natural de una pareja de ancianos polacos. ¿Me comprendes?

—¿Pero no has hablado con ellos de eso? —preguntó Michael, intentando recomponer los detalles de la conversación con la familia Bashari.

—De eso no —confesó Balilty—, te lo he dicho sólo a ti, pero mañana por la mañana lo primero que haré será comprobarlo en el Ministerio del Interior...

—¿Cuántos años tiene la hija de los Rosenstein?

—Cincuenta y dos —dijo Balilty—, lo he preguntado. He preguntado incluso dónde nació. En Haifa, me han dicho, nació en Haifa. No sé por qué se lo pregunté —dijo en tono pensativo—; tuve un presentimiento.... un extraño presentimiento...

—¿Entonces, qué más has sacado en claro del tema del piso? —Michael quería llegar ya al punto en el que se uniesen las partes del cuadro.

—En un momento dado —dijo Balilty con la satisfacción de un narrador de cuentos que ha conseguido cautivar a su auditorio— me dirijo directamente a la señora y le pregunto sin ninguna sutileza, así, a lo bestia, si sabía que su marido le había comprado un piso a Zahara Bashari.

—¿Y te contestó?

—Sí —suspiró Balilty—, me miró con esos ojos azules y me dijo: Pues claro que lo sé». Y te lo digo yo: ella no sabía nada. Y con total tranquilidad va y me dice que lo sabía. Sin histeria. ¡Qué mujer! Me moriría por ser esta mosca y haber visto lo que le dijo a su marido cuando me marché. Podían inventar una cámara de fotos que se le pudiese instalar a una mosca... —y sin mover el brazo y aguantando la respiración miró a la mosca que se le había posado encima, hasta que levantó la mano derecha y la mosca echó a volar.

—¿Cómo explicó eso? —preguntó Michael, mientras se agitaban en su cabeza los detalles de la historia sobre la niña del campo de emigrantes de Ein Shemer.

—Lo mismo dije yo —dijo Balilty, y enseguida miró a su alrededor con temor y bajó el tono de voz—. Eso fue lo que le pregunté: «Señora Rosenstein», le dije, «¿cómo explica todo este asunto, que su marido haya comprado un piso?». Y ella me sonríe, pero sus ojos no sonríen, sólo sus labios, y me pregunta si quiero otro trozo de tarta. De la tarta, de eso habla conmigo, y después me vuelve a decir: «Si mi marido decidió eso, es lo correcto». Y yo le miro y me doy cuenta de que está destrozado, completamente destrozado, sin ocultarlo en absoluto, pero no sé por qué está así. Parece que es porque ella sabe algo que él no quiere que sepa... Pero no como si le hubieran pillado con las manos en la masa, no como si estuviese asustado, como si... como si lo sintiese... Le quería ahorrar algo, ¿me comprendes?

—Más o menos —dijo Michael en tono pensativo—. ¿Qué crees tú que le quería ahorrar?

—No lo sé, pero algo relacionado con Zahara Bashari; no algo convencional, no sé si entiendes a lo que me refiero. Aunque hubiera un romance, aunque perdiera el juicio, no es eso...

—¿Crees que Zahara Bashari chantajeaba a Rosenstein?, ¿es eso lo que me estás diciendo?

—Eso es —el rostro del jefe de la unidad de información se iluminó—, eso es exactamente lo que estoy diciendo. ¿Tú también lo crees? Yo digo que le estaba chantajeando, pero no por un asunto amoroso.

—Pero qué es exactamente lo que no sabes —dijo Michael en tono pensativo, y por un momento dudó que tuviera alguna base real lo que se le había pasado por la cabeza.

—Aún no —precisó Balilty—, pero dame uno o dos días más y te diré lo que es exactamente; y es algo que no tiene que ver con el piso. Tienes que entender —bajó el tono de voz y empezó a susurrar— que no es lógico que una persona de ese tipo, un abogado astuto y todo eso, de repente le haga un regalo a una chica como Zahara. Y si hablamos con seriedad, de verdad no creo que fuera él quien la dejó embarazada: ese hombre hace ya muchos años que... ¿Cómo decirlo? Su polla se dedica sólo al dinero, no sé si me entiendes.

—Te entiendo, te entiendo —dijo Michael.

—Y todo el rato —dijo Balilty mirando hacia el patio delantero—, todo el rato tengo la sensación de que ella... —volvió a señalar con las cejas a Ester Hion— sabe algo. ¿Por qué no hablas con ella? —insistió—. Ahora, quiero decir, aprovecha el momento. Yo lo he intentado por la mañana... Ahora está aturdida por el tranquilizante que le han dado antes, por eso está tan tranquila; si la hubieras visto antes..., a las seis de la mañana, cómo gritaba. Pero hablar no ha hablado mucho, sólo le he preguntado, después de saber que trabaja con los Rosenstein, le he preguntado por su hija y se ha puesto pálida como... como... —Balilty buscaba las palabras—. Terriblemente pálida, se le fue toda la sangre de la cara, te lo digo yo, no fue sólo por lo que dije. Como es fiesta no puedo acceder al ordenador del Ministerio del Interior, pero mañana, lo primero que haré por la mañana...

—Mañana el Ministerio del Interior también está cerrado por las fiestas. ¿Qué vas a hacer? ¿Llamar al ministro para que lo abra?

—No te preocupes —se burló Balilty—, tengo contactos. Mis contactos me permitirán acceder mañana al ordenador, y entonces sabremos exactamente... Tendré que pagar por ello, me va a costar caro —murmuró mientras se sonaba la nariz—. Antes era... Pero ha ido perdiendo la figura. Que nadie se entere. Era un auténtico bombón. Ahora, aunque ella quisiera..., yo no podría, sencillamente no puedo... Pero a lo mejor salgo del paso llevándola a comer al puerto de Tel Aviv o a algún asador romántico. Así es, antes le gustaba hacer el amor, ahora le gusta comer. Ya no somos jóvenes... —miró al cielo—. Es muy tarde —dijo apenado—, ¿no estás muerto de hambre? ¿Te han ofrecido algo? ¿Un café al menos? —preguntó preocupado—. Los yemeníes son estupendos para esas cosas, no como los persas —volvió a mirar un momento la casa de los Bashari, la puerta de madera abierta de par en par y las persianas bajadas, y continuó diciendo—: Tengo la fecha de nacimiento de la hija de los Rosenstein.

—Entonces —dijo Michael acercando a Balilty hacia él—, cuando accedas al ordenador de Interior, aprovecha y saca también datos de Zahara Bashari.

—¿Qué datos? —se sorprendió Balilty—. Tenemos todos los datos, a qué viene...

—No —explicó Michael, y ahora fue él quien miró a derecha e izquierda para cerciorarse de que no los oía nadie—, esa Zahara Bashari no, hay otra, la anterior Zahara Bashari —y con cuatro frases le contó al jefe de la unidad de información lo que había dicho el matrimonio Bashari—. También nació en el cuarenta y nueve, en el campo de tránsito de Eden, y me han contado que existe el certificado de defunción, pero yo quiero ver una copia...

—¿Pero qué dices? —dijo Balilty sorprendido cuando Michael se calló—. Cómo puede ser que todo..., que haya alguna relación entre... ¿Crees que a aquella Zahara Bashari la cogieron para...? No puedo creerlo... —de repente se sobrepuso y, con energías renovadas, volvió a decir—: Tienes que hablar con ella, eso es lo primero, hazme caso —movió la cabeza en dirección a Ester Hion—, tienes que abordarla ahora que está sola, es el momento. Su hijo Yigal, el ínclito ese, se ha ido con su amigo a buscar a la niña con el grupo de Yair. Que no me lo pongan a mano... Y todos los demás se han ido a comer —dijo en tono apagado—. Sale olor a comida de todas las casas... Quien no está buscando, está comiendo, son más de las tres —y con renovado entusiasmo se apresuró a decir—: Tienes que abordarla ahora, a la madre, no esperes más, antes de que vuelva la vecina rumana con una nueva ronda de limonada —Balilty se calló, sus orificios nasales se abrieron y su cabeza se dirigió hacia uno de los pisos que tenían encima—. Aunque me he pasado por casa y he picado algo, aún tengo hambre —y volvió a olfatear—. Dime una cosa —dijo después de pensar un rato—, si raptaron a una niña de los Bashari y la dieron en adopción, ¿ellos no se lo notificaron a la comisión que investigó el rapto de niños yemeníes?

—No —dijo Michael—, lo pospusieron. Ella... ellos intentaron... Neimá Bashari intentó... Al principio pensó que era mejor no hurgar en eso, pero después creo que ellos pretendían...

—Pero le has pedido a Tzilla que te consiga el protocolo de la comisión, ¿no? —dijo Balilty tras un momento de silencio.

—No he tenido tiempo de ocuparme de eso —dijo Michael, y captó el tono turbado y de disculpa que había en su voz.

—Pero yo, por la noche, mientras tú estabas ocupado, tuve tiempo —Balilty le hizo un guiño—; ella consiguió parte de los protocolos y yo empecé a leerlos, no sólo porque tú lo pediste, sino también porque tuve... Antes de eso, ya te he dicho que tengo la sensación de que esto no acaba en el tal Rosenstein, de que hay ahí algo... ¿Te lo dije o no te lo dije? —y sin esperar respuesta continuó—: ¡Ahí hay alguna historia terrible! Algo imposible de creer, te lo digo yo, imposible de creer. Pero ahora es mejor que vayas a hablar con ella —se despabiló y miró a Ester Hion—; lleva veintisiete años trabajando allí, en casa de la señora Rosenstein; se lo pregunté cuando vino por el asunto de la niña y de inmediato me respondió: «Todos los días, excepto sábados y festivos». Veintisiete años, ¿te imaginas?, seis días a la semana. Tuve la sensación..., te lo digo yo, de que esa sabe todo lo que hay que saber. Pero, aunque estaba aturdida, no quiso hablar conmigo. Sabe algo, pero no quiere. Es decir, es fiel a su jefa, pero tú podrías sacarle algo. Tú —una expresión pensativa y conciliadora cubrió su rostro—, ese es tu terreno. Cada uno es bueno en una cosa. Yo soy bueno en información, por eso estoy en información, tú eres bueno en interrogatorios, tendrías que haber sido psicólogo. ¿Pensaste alguna vez estudiar psicología en vez de derecho? —apretó los labios con expresión airada y se pasó la lengua por el labio superior y luego por el inferior—. Volviste a la universidad a lo tonto, tendrías que haber estudiado psicología desde el principio. ¿Qué has sacado en claro de la carrera? Ahora eres abogado. ¿Cuánto dinero puede sacar un abogado que empieza? Un psicólogo es otra cosa. Ahora necesitarás mucho dinero, por esa casa que has comprado como si fueras...

Michael volvió a mirar a Ester Hion. Sus dedos torcidos y oscuros arrancaban inconscientemente oxalis húmedos y trituraban sus tallos, tiraban y soltaban como si estuviera deshaciendo un ovillo de hilos enredados. Igual que gallinas se retiraron las vecinas, cada una a sus quehaceres, y de repente se quedó sola. Él se acercó y se detuvo a su lado proyectando una gran sombra sobre ella, después se agachó, tan cerca estaba de sus piernas vendadas que percibió el olor a lejía y sudor que desprendía, y ante sus ojos quedaron las flores azuladas y descoloridas de su vestido negro.

Dirigió hacia él unos pequeños ojos entornados para protegerse del sol.

Señora Hion —dijo en voz baja—, ¿podríamos entrar y hablar un rato? Quiero que me cuente más cosas sobre Nesia.

Sin decir ni una palabra se apoyó en su brazo y se levantó de la silla de mimbre. Despacio, a pequeños pasos, caminó delante de él Inicia la casa, cuya puerta estaba abierta de par en par. Sus piernas soportaban con dificultad el peso de su cuerpo y luchaban con el lujo del vestido. Su pelo rizado estaba revuelto, algunos mechones se habían soltado de las horquillas que lo recogían y parecían los signos previos al caos.

—Ésa es su habitación —dijo con la voz rota, señalando la habitación que estaba al lado de la puerta de entrada. La penumbra reinaba en el piso, y las horribles baldosas grises la acrecentaban. Una sábana de flores desgastada estaba extendida sobre el sofá del salón.

—Ya han registrado ahí, en su habitación. Lo han revuelto todo dijo, golpeándose el muslo con la mano—, han sacado toda su ropa para que ese perro suyo la oliera. ¿También usted quiere registrarla? —preguntó y sujetó la puerta para que no se cerrase. Michael volvió a echar un vistazo a la pequeña cama, al colchón desnudo, al plástico, a las sábanas blancas enrolladas encima, no hacía falta ser psicólogo para comprender que la niña mojaba la cama y que su vida no era fácil, y a la almohada aplastada en una esquina de la cama. Todo lo que había en el armario estaba esparcido a sus pies y una cartera vacía separaba el montón de ropa del montón de libros, cuadernos y lápices sacados de un estuche—. No sé lo que es esto —dijo Ester Hion desconcertada, al agacharse con mucho esfuerzo y coger un sujetador malva de flores—. Seguro que se lo ha quitado a alguien para disfrazarse en Purim; ella aún no tiene..., aún no necesita... —murmuró mientras se iba acercando a él, entonces se agarró a las solapas del abrigo de Michael y después se aferró a sus brazos con esos dedos estropeados que tenía—. Es usted un buen chico —murmuró acercando hacia él la frente—, lo sé, no como..., no como los policías que le hacen daño a mi hijo, que por eso ahora no se acerca por aquí; no como... ese compañero suyo de ahí —señaló con la cabeza el patio delantero—. Por el nombre debe de ser kurdo, yo no confío en los kurdos, pero usted tiene cara de buena persona. Usted me devolverá a mi hija.

Con delicadeza Michael se quitó de encima esas manos ásperas y las mantuvo entre las suyas un rato.

—Es que yo no puedo ir a buscarla con estas piernas —dijo la madre de Nesia con voz triste y desesperada, dejando caer los brazos—; es por las varices.

—En un trabajo como el suyo es lo peor, las piernas —dijo Michael, sacándola de la habitación de la niña y conduciéndola hacia el pequeño salón. Ella quitó del sofá la sábana que lo protegía y le indicó que se sentara—. Es por la perra —dijo, aplastando el extremo de la sábana—, va dejando pelos por todas partes... Y ¿dónde estará esa perra ahora? ¿Cómo puede ser que una perra no proteja? Desde el principio supe que no servía para nada.

Michael preguntó cuánto tiempo hacía que tenían a la perra.

—Tres años, casi —dijo Ester Hion tras pensarlo un momento—; desde que era así —añadió y abrió las manos dejando muy poco espacio entre una y otra.

—No es fácil tener a un perro en un piso tan pequeño —dijo Michael, sólo para mantener el ritmo de la conversación.

—Si esa perra —dijo Ester Hion haciendo un gesto de desprecio con sus labios finos y secos— no hubiera sido de la señora Rosenstein, jamás en la vida me habría quedado con ella.

—¿La señora Rosenstein les dio la perra? —volvió a admirarse de cómo unas simples palabras destinadas a llenar un silencio podían de repente abrir una puerta.

—Es una buena mujer, pobrecilla —dijo Ester Hion en el tono con el que se habla de una niña indefensa—. Su perra tuvo cachorros, unos diez, tres murieron y uno se lo dio a Nesia. La señora Rosenstein es una buena mujer, pero no... no es práctica..., no pensó en... ¿Para qué necesitamos nosotras una perra en un piso tan pequeño? Y encima no nos protege de nada. Ayer se fue con ella sólo a dar una vuelta al bloque y no regresó. Estuve como una hora esperando y no regresó, dos horas después seguía sin regresar. Esperé más, qué podía hacer. La tele estaba puesta y me dormí. A la una de la madrugada, cuando vi que aún no había llegado, llamé a mi hijo, vive aquí, al final de la calle, pero saltó el contestador. Entonces dejé un mensaje, qué podía hacer, dije: «Yigal, no sé lo que le ha pasado a la niña, estoy preocupada porque aún no ha vuelto». No quise ir a su casa, tenía miedo de que si me iba y Nesia regresaba... Por eso esperé, qué otra cosa podía hacer. Unas dos horas más tarde oyó el mensaje. A las tres de la madrugada vino con Peter. ¿Sabe usted quién es Peter? Es profesor, lo sabe todo. Entonces buscamos un poco por los alrededores, la llamamos, por todas partes la llamamos, aunque era de noche, y al final fuimos a la policía, cuando se hizo de día fuimos a la policía. Yo no quería que tuviésemos una perra pero pensé, a una niña con una perra no le pasará nada; pero es una perra de juguete, sólo hace ruido. ¿Cómo les pudo permitir que le hiciesen eso? ¿Cómo? Dígame una cosa —de repente se aferró a su brazo—, usted es un buen chico, dígame una cosa, ¿mi hija aún está viva?

Despacio y con autoridad, eligiendo cada palabra, Michael le dijo:

—Creo que está viva —y le acarició la mano que estaba agarrada a su brazo.

—Parece que las plagas de Egipto han llegado a nuestra calle... Ayer Zahara y hoy mi Nesia... Zahara también era la pequeña después de tres hermanos... Que no le pase como..., que no le pase como a Zahara, que en paz descanse, que no...

—No estamos seguros de que haya relación entre los dos casos Michael adoptó un tono prudente en donde poder apoyarse.

—Yo ya no sé qué pensar... —dijo Ester Hion con voz ronca—. Con todos esos árabes que pululan por el barrio. Se lo dije a Yigal..., tiene un trabajador árabe, un buen chico, pero árabe, hace ya tiempo que le dije...

—Nesia no tiene muchos amigos, ¿no? —preguntó Michael.

—No —suspiró Ester Hion apoyando una mano en cada rodilla—. Mis hijos, cuando eran pequeños, todo el rato... La casa estaba todo el rato... Amigos, barrio, colegio; pero ella, no trae a nadie a casa. Nesia es...

—¿Tímida? —sugirió Michael unos segundos después.

—Tímida —afirmó Ester Hion con alivio y un instante después le miró con los ojos entornados y volvió a suspirar—: Y también... Cómo se lo diría, ella no... Ella está muy sola... Yo estoy trabajando todo el día, hay días que... Una niña necesita que su madre esté en casa, con la comida caliente y todo eso, pero yo..., yo estoy todo el día trabajando...

—Estará muy unida a la perra —dijo Michael, buscando una forma de volver a hablar de los Rosenstein.

—Come de su plato y duerme en su cama —dijo Ester Hion con expresión de asco.

—Pero Nesia la quiere y, para una niña solitaria como usted dice que es, es importante que... ¿También quiere a la señora Rosenstein?

—No hay nadie en el mundo que no quiera a la señora Rosenstein —afirmó Ester Hion—. La señora Rosenstein es la persona más... Cómo se lo diría... Da la vida por... Todo el que... ¡Cuánto me ayuda!

—¿Toda la familia es así? ¿También el señor?

—Con el señor no hablo mucho, está todo el día trabajando —dijo Ester Hion.

—¿Y su hija? Seguro que usted conoce también a su hija.

—Tali. También es muy agradable. Mucho, mucho.

—Pero ella vive en el extranjero, ¿verdad? —preguntó como si no tuviera certeza de ello.

—Claro, vive en Estados Unidos; tiene una casa, un palacio. Lo he visto en las fotos —dijo Ester Hion con evidente orgullo—. Desde que se casó... También su marido tiene una gran empresa... Hace ya veinte años..., más de veinte años... No hay año que no venga, en las fiestas y en verano; y también ellos van allí, en Pésaj y en Navidad. Este año es el único que no ha venido, porque ellos no quisieron.

—¿Quiénes no quisieron?

—Sus padres, les daba miedo debido a la situación, y menos con los nietos....

—¿Es su única hija? —preguntó con precaución.

Ester Hion movió la cabeza y suspiró.

—La señora Rosenstein no pudo tener más —susurró Ester Hion, como endulzando un secreto—. Y no podemos ni imaginar lo que le costó tener a Tali. ¡Y cuánto le gustan los niños a la señora Rosenstein! Así es —volvió a suspirar—, cada uno con sus penas.

—¿Les conocía ya cuando la hija era un bebé? —dijo Michael, dudando por un momento si no había llegado a un punto en el que la puerta se cerraría ante sus narices; aún le incomodaba el aspecto de la hija tal y como la había descrito Balilty.

—Cómo la iba a conocer de bebé —dijo con desdén Ester Hion—, ya tiene más de cincuenta años.

—¿Nació en Haifa? —preguntó como de paso.

No, ellos estaban en Tel Aviv cuando ella nació —dijo Ester Hion—; vi una foto de cuando era un bebé. La señora Rosenstein, que echa mucho de menos a Tali, me llamó para que viera con ella el álbum. Hay un álbum de cada año de su vida. ¡Cuántas fotos le han hecho a esa niña! Fuera el mal de ojo —murmuró y giró la cara e hizo un tranquilo y enérgico «puch» contra los demonios.

—¿También fotos de la señora Rosenstein cuando era joven?

—No de antes de que vinieran aquí, sólo de después. ¡Qué guapa era!

—Es decir, ¿fotos del embarazo? —se arriesgó Michael.

—¿Por qué pregunta eso? —quiso saber de pronto, y dijo enfadada—: No hay fotos de Haifa, sólo de Jerusalén. Desaparecieron en una inundación que tuvieron en su casa, después se trasladaron a Jerusalén. Y de todos sus recuerdos no queda nada.

Hubo un momento de silencio.

—¿Tiene eso que ver con mi Nesia? —de repente despertó. Dirigió la cara hacia él, frunció en ceño y le miró con expresión de sospecha—. Porque si no tiene que ver, ¿por qué lo pregunta?

—No hay mucho parecido —confesó Michael— entre la hija y los padres, ¿comprende?

—Y qué pasa si no hay parecido —dijo enfadada y con desprecio—, eso no quiere decir nada. Cuando conocí a Tali ya era mayor, ya había terminado el servicio militar. Al principio me preocupaba que no se casase..., no era muy..., no se parecía a su madre... Y mire cómo ha sabido arreglárselas.

—Su madre es una mujer guapa —insistió Michael.

—¿La señora Rosenstein? Como... como un ángel; y si la hubiese visto cuando era más joven, qué cabello rubio, oro puro. Oro puro.

—Y la hija, Tali, no se parece tampoco al padre —arriesgó Michael.

—Dígame —Ester Hion le miró y sus ojos estaban enturbiados por un velo de sospecha—, ¿qué le pasa? ¿Qué está buscando? ¿Esto tiene algo que ver con Nesia o no?

—Aún no lo sabemos —reconoció—, pero a lo mejor tiene relación con el triste caso de Zahara Bashari.

—¿Cómo? ¿Cómo puede estar relacionado? —exigió saber Ester Hion.

—Yo sólo estoy intentando averiguar si es su hija natural —contestó Michael con desánimo, como justificándose.

—¡Qué dice! —gritó— Si viera cómo los quiere. ¿Qué pasa porque no se parezca? Tampoco Nesia se parece... Nesia no se parece a su padre en nada, y tampoco a mí, nada de nada... —su voz se quebró.

Temía que empezase a llorar, pero sus ojos entornados se clavaron en él con expresión de desconfianza y rencor.

—¿Por qué no busca a mi Nesia? —le soltó de golpe—. Por qué se ocupa de eso ahora. Son tonterías. Seguro que ese —señaló con la cabeza hacia la puerta como si Balilty estuviera detrás— se lo ha inventado todo. ¿No es suficiente con la pena que tiene todo el mundo? ¿No es suficiente?

—Señora Hion —dijo Michael después de inspirar profundamente y espirar dos veces—, le voy a decir la verdad, pero debe guardar el secreto. ¿Se puede confiar en usted?

Ella no dijo nada, asintió con la cabeza y apretó los labios. Cruzó sus ásperas manos debajo del pecho en manifiesta actitud de espera de algo que de antemano se sabe que no tiene sentido.

—Sospechamos que la... que la desaparición de Nesia está relacionada con el caso de Zahara Bashari —dijo despacio, y vio cómo el rostro de Ester Hion iba palideciendo.

—Lo sabía —murmuró—, lo sabía desde el principio, desde el principio lo sabía. Me está diciendo que... también a ella... también ella... ¿como Zahara?

—No, no, no —dijo Michael de inmediato—, estoy seguro de que no. Espero que... Estoy seguro de que la encontraremos sana y salva, pero creemos que tal vez el asesinato de Zahara Bashari esté relacionado de alguna forma con la niña yemení que desapareció hace cincuenta y dos años, una niña que... Nosotros creemos que tal vez... —al ver cómo sus ojos se quedaban fijos en él se apresuró a tranquilizarla—: El señor y la señora Rosenstein no sabían nada de Nesia, no es eso lo que quiero decir; ellos no han hecho nada, de ninguna manera —dijo al ver cómo sus ojos se abrían más aún con terror y cómo temblaban sus gruesos labios—. Entiéndalo —le rogó, poniéndole la mano en el brazo—, nosotros no queremos hacerles daño ni herirles, tan sólo queremos saber si esto tiene algo que ver con el hecho de que Zahara Bashari haya sido asesinada y también con la desaparición de Nesia.

—Oiga —Ester Hion se irguió y apartó la mano de su brazo—, le voy a decir una cosa: usted encuentra a mi Nesia y entonces yo le digo lo que sé. Si no me la encuentra, no diré ni una palabra.

—Señora Hion —le dijo en tono autoritario—, le aseguro... —el beeper que llevaba en el bolsillo de la camisa sonó. Miró la pantalla y las palabras escritas en ella: «Llama urgentemente a Tzilla».

—¿Qué? ¿Qué pasa? ¿Qué han dicho? —preguntó Ester Hion con voz temblorosa—. ¿La han encontrado? Déjeme ver lo que pone ahí —y le quitó el beeper—. ¿Quién es Tzilla? —exigió saber, moviendo la mano con el beeper en actitud amenazante—. ¿Qué quiere decir eso?

—Señora Hion —dijo Michael en tono tranquilizador, y alargó el brazo para quitarle con delicadeza el beeper—, si me llevara al teléfono, ¿tienen teléfono, verdad? —dijo en tono relajado y tranquilizador, como el que se utiliza para hablarle a un niño asustado—, si me deja llamar a Tzilla, es la agente que centraliza toda la información sobre la búsqueda, sabremos algo más.

En silencio le devolvió el busca y con la cabeza señaló la estantería que estaba al fondo. Allí había un teléfono azulado encima de un tapete de encaje blanco, al lado de una vieja fotografía en blanco y negro de unos recién casados. Incluso con el traje de novia y con el brillo con el que el fotógrafo intentó realzarla —Michael siguió marcando el número de Tzilla, sin prestar atención a las palpitaciones de su corazón—, parecía una mujer desdichada cuya sonrisa había sido forzada por el fotógrafo; y esa sonrisa se dirigía a él, no al hombre delgado de rasgos delicados que estaba a su lado.