6

Al inclinarse hacia el mechero de Michael, a Netaniel Bashari le temblaron las manos.

—Perdone —le dio una calada al cigarro que le había ofrecido Michael—, necesito sentarme —por un instante se tambaleó y a punto estuvo de caer sobre la pequeña cama de la habitación de su hermana. Michael estaba sentado junto al escritorio, dibujando con los dedos líneas invisibles sobre la superficie de fórmica. Miró la purpurina que había esparcida por encima y después dirigió la vista hacia Netaniel Bashari, que era más alto que sus padres y tenía una cara alargada y estrecha muy parecida a la de su madre. Sus labios finos y bien perfilados le daban a su cara una expresión dura. Tras las gruesas lentes de unas gafas con montura plateada parpadeaba sin cesar y, cuando abrió los ojos, apareció la mirada gélida de una persona traumatizada—. Si me pregunta qué siento ahora —le dijo a Michael, y clavó la vista en la ventana que daba al patio trasero—, no puedo decirle nada. Creo que es por el shock. Sencillamente no puedo asimilarlo, Zahara era el ser más vital que he conocido; si me pidiera que la describiera, la primera palabra que diría sería vitalidad. Una vitalidad así no se ve todos los días, ni siquiera tenía relación con su alegría de vivir, era sencillamente vitalidad. No puedo pensar en ella como en... —agachó la cabeza y un escalofrío le recorrió los hombros y, cuando la levantó, su cara aún estaba paralizada por la consternación—. Sencillamente no me lo creo —dijo—, no puedo creerlo. A las dos, a las dos tenía que... Quedé con ella al lado de la sinagoga... hacía una semana que no la veía... Quién ha podido... ¿Están seguros de que esto no tiene alguna relación con la situación de inseguridad? Qué sé yo, pululan por aquí todos esos palestinos y nos odian tanto. No había nadie en el mundo que la odiase... Quién ha podido querer... Zahara...

De repente se incorporó y apretó los labios. Estuvo un rato callado.

—Le aseguro que si ustedes no encuentran al que ha hecho esto —su voz se volvió más agresiva—, saldré por mi cuenta a darle caza, y lo encontraré, lo prometo.

Poco a poco se fue aclarando que había visto a Zahara una semana antes, después de Yom Kippur. Comieron en el campus de la universidad de Har Hatzofim. Ella quería que la ayudase a buscar documentos históricos sobre los yemeníes que habían trabajado en la colonia agrícola Kinneret, estaba obsesionada con eso. Una sonrisa extraviada apareció en su rostro cuando mencionó la reivindicación de su hermana, decía que «si se hablaba del derecho de retorno de los palestinos, se podía hablar también del derecho de retorno de los yemeníes de Kinneret que fueron expulsados de allí en 1930». Le pareció que estaba bien, como siempre, nada que destacar. ¿Pálida? ¿Cómo que pálida? Estaba estupenda. Sólo un poco excitada por el episodio ese de Kinneret, y él intentó que se calmase.

—Pensaba fundar un pequeño museo comunitario de la cultura y la historia de los judíos del Yemen y, al parecer, había conseguido alguna subvención. Es lo último que hablamos sobre eso, discutimos —dijo Netaniel Bashari consternado—; si hubiera sabido que sería la última vez... ¿Pero cómo lo iba a saber? Nadie lo podía saber.

La pequeña grabadora estaba en medio de los dos sobre un taburete de mimbre, y Michael observaba cómo el medidor de frecuencias de voz llegaba hasta lo más alto cuando mencionaba a su hermana y, después, cuando mencionó a Linda.

—Enseguida vendrá Linda —dijo—, Linda Obarian, creo que fue la última que habló con ella.

Michael dio las gracias a la fuerza oculta que había dejado a Balilty fuera de la habitación. Era fácil imaginar su reacción si le hubiera oído a Netaniel Bashari decir eso.

—¿Linda Obarian? ¿La de la inmobiliaria?

—Sí, ¿por qué?, ¿la conoce? —Netaniel Bashari se incorporó de pronto y su tensión aumentó, y un nuevo matiz de miedo apareció en su cara.

—Por casualidad —dijo Michael, y recordó cómo, cuando subió por la escalera hasta el desván, ella volvió la cara y evitó mirar el cadáver de Zahara. ¿La habría identificado por el vestido o los zapatos si la hubiera mirado?

—Enseguida vendrá —repitió Netaniel—, vive cerca —con su mano morena señaló hacia el final de la calle—, justo enfrente de nuestra sinagoga —respiraba con gran esfuerzo—. Todos vivimos aquí, la carretera de Belén separa la casa donde nací de mi casa actual.

Sin darle importancia, y sólo después de que Michael le preguntara una segunda vez, Netaniel Bashari explicó cómo se habían hecho amigas su hermana y Linda, cuando tenía catorce años más o menos, y dijo que para él, debido a la diferencia de edad que había entre ellos, su hermana era como una hija.

—Yo ya no vivía en casa cuando ella nació —dijo Netaniel—, pero por el concepto de familia que tengo me pareció importante relacionarme con ella. Desde la infancia. Desde que era pequeña entablé una buena relación con ella. Zahara era muy, muy inteligente, y estaba seguro de que estudiaría después del servicio militar. Yo estaba a favor de que hiciera el servicio militar para sacarla de casa, de este estancamiento; yo pensaba que estaba muy sola con nuestros ancianos padres, había una enorme diferencia generacional. Mi madre tiene sesenta y siete años, comprende, es de la vieja generación, más como una abuela. Por eso Zahara... me consideraba casi como un padre, acudía siempre a mí cuando tenía problemas, siempre me hablaba de sus dificultades, de sus preocupaciones, aunque también de sus buenas experiencias. Pensábamos enviarla a estudiar a Estados Unidos pero, últimamente, le entró esa locura en la cabeza, bueno, no era una locura, quería resucitar la canción yemení. Buscó viejas canciones yemeníes, aprendió mucho de mi madre, de ella le venía todo eso. Tenía que cantar esta tarde, a las ocho... Yo estaba más unido a ella que nadie —su voz se quebró—. Cuando yo nací, mi madre tenía veintiocho años, y después nació Eliahu, y unos años después, casi diez, llegó Betzalel, y Zahara fue una sorpresa, un milagro, un prodigio. En lugar...

—¿En lugar de qué? —preguntó Michael.

—En lugar... en lugar... Mire, está relacionado con... No importa, ahora no viene al caso.

—Todo viene al caso —sentenció Michael—, créame, todo viene al caso.

—Pregúntele a mi madre, yo no quiero entrar en eso.

—Le preguntaremos también a su madre, pero ahora le preguntamos a usted.

—Verá —dijo Netaniel Bashari con gran esfuerzo—, mis padres..., mi madre... era descendiente del último gran rabino de los judíos del Yemen, y ella... ella ya había perdido hijos...

—¡Hijos!

—Yo no lo sabía... sólo sabía que tenía trece años cuando la casaron con mi padre, que tenía entonces dieciséis, creo, no más. Zahara... —respiró hondo y suspiró— Zahara se interesó por eso, yo no y mis hermanos tampoco. Ella descubrió los detalles, no todos, pero sí parte. Lo suficiente para que... lo suficiente para privar a nuestros padres de la tranquilidad que... que parecían tener...

Michael preguntó cuáles eran los detalles.

—Créame —le rogó Netaniel Bashari—, esto no tiene ninguna relación con nada, con nada tiene relación, es algo que ocurrió hace más de cincuenta años, mi madre ya tiene sesenta y nueve, para qué vamos a... También se lo dije a Zahara, para qué vamos a removerlo. Le rogué, le rogué que se olvidara de eso, pero Zahara... si se empeña en algo...

—Para nosotros las cosas no funcionan así —dijo Michael—; en nuestro caso, sólo a posteriori se puede saber si algo tiene relación o no. Y de hecho, como historiador, usted debe comprenderlo, usted sabe que... que si se hurga en los documentos, uno no siempre sabe lo que va a encontrar, no se puede saber y, a veces, aparece de repente algo del todo inesperado y resulta que eso es precisamente lo fundamental.

—Sí —suspiró Netaniel Bashari y sus ojos se posaron un momento sobre Michael—, en principio es cierto, pero yo no sé si... Zahara descubrió que mi madre perdió... —carraspeó y enseguida rectificó— mis padres perdieron un hijo en el Yemen, y después pasó otra cosa... Pero no quiero... —se incorporó en la silla, miró a su alrededor, movió la cabeza de un lado a otro y dijo con la voz rota—: No puedo. No puedo.

—Es imposible saber ahora mismo si algo hace o no hace al caso, y usted quiere que resolvamos el asesinato de su hermana pequeña —le recordó Michael.

Netaniel Bashari inclinó la cabeza y, sin alzar la vista, dijo:

—Hay cosas en la historia de nuestra familia que yo no... —se incorporó, inclinó la cabeza hacia la ventana y siguió hablando sin mirar a su interlocutor—. Hay dos tipos de personas, por ejemplo, entre quienes sufrieron el holocausto, o los de la segunda generación: hay unos que crean una asociación y se reúnen una vez a la semana o-no-sé-cuántas-veces, y se lo cuentan a sus hijos y a sus padres, y reviven de nuevo todo... todo... y hay otros que no. Que... que no quieren reconstruir sobre las catástrofes del pasado, no quieren. Sencillamente no quieren, o no pueden, depende de cómo se defina eso, y yo, yo no quiero.

Michael, que observaba su cabeza inclinada, señaló que era extraño que precisamente un historiador prefiriese no hurgar en el pasado, aunque fuese doloroso.

—Sí —suspiró Netaniel Bashari—, también Zahara decía eso, tampoco ella lo entendía —y, sin levantar la cabeza, explicó que ser historiador no implica interesarse por todos los campos del pasado, y menos por aquellos con los que se tiene una relación personal, porque eso altera el punto de vista—. Entonces pierdes la objetividad —dijo.

Habían pasado años desde que Michael se encontró en esa encrucijada vital en la que, rindiéndose a los encantos de Emanuel Shorer, se incorporó a la unidad de investigación y abandonó la carrera académica y la tesis doctoral.

—Si no lo he entendido mal, esa fue la razón por la que eligió especializarse en historia rusa —dijo en tono interrogativo—, ¿para tener suficiente objetividad?

—Más o menos —murmuró Netaniel Bashari—, eso y toda una serie de causas: había una plaza vacante, y yo valoraba mucho a mi profesor. Estudié ruso hasta la diplomatura y era bueno, podía destacar, no tenía la sensación de que por mi procedencia estuviera limitado a... —de pronto en su voz se notó rabia y aversión—. Odio a los chantajistas, a los parásitos, a los quejicas y a los... los odio —respiró profundamente—; son a los que más odio de la comunidad yemení, como nos llaman, o incluso marroquíes, en resumen, mizrajíes1: hurgan en las maldades que les hicieron y después quieren volver a construir sobre eso. Pretenden avanzar en la vida partiendo de la discriminación que hubo en el pasado.

Por un momento Michael dudó si comentarle que, a pesar de todo, había bastante diferencia entre avanzar partiendo de la discriminación y analizar e investigar lo que había pasado, pero no lo hizo. Volvió a preguntarle sobre su relación con Zahara y volvió a oírle hablar de la confianza tan extraordinaria que tenían y de que no había habido ningún tipo de tensión entre ellos últimamente, es decir, a excepción tal vez de algunas discusiones sin importancia sobre «la cuestión yemení».

—¿Sin importancia? —preguntó Michael.

—Verá —dijo Netaniel Bashari—, ella pensaba, y hay muchos que piensan eso, que cuando se habla de los yemeníes se está hablando de desprecio personal y colectivo hacia una comunidad entera. Ella opinaba, y no era la única, que el asunto de Uzi Meshulam fue la expresión del distanciamiento con el Estado. Como historiador entiendo que se puede definir a Uzi Meshulam... al fenómeno Uzi Meshulam como el grado de madurez de la comunidad yemení. Así lo veía Zahara. Ella opinaba que yo, igual que la generación de mis padres, que pagó el precio, que... que teníamos, mis padres y yo, un carácter conciliador, y ella... ella quería militancia, no conciliación. Es todo —concluyó Netaniel, y apretó los labios como para demostrar que no tenía intención de seguir hablando de eso—. De verdad que no es un tema para tratar ahora.

A pesar de todo aún se podía volver sobre el tema y ampliarlo un poco, pensó Michael mientras le preguntaba directamente a Netaniel qué había hecho la tarde en que fue asesinada su hermana.

—El lunes, hace tres días y medio —precisó Michael.

—¿El lunes? ¿Por la tarde? Porque por la mañana estuve en la universidad, y por la tarde, por la tarde de siete a nueve estuve en la sinagoga, en una reunión de la junta: estuvimos haciendo los preparativos para la fiesta de Shimjat Torá.

—¿Y desde las nueve?

—¿Desde las nueve? —Netaniel Bashari frunció el entrecejo como esforzándose por recordar, y su respiración se aceleró—. Estuve... estuve en casa de Linda Obarian, los dos somos miembros de la junta directiva de la sinagoga y normalmente, después de las reuniones de la junta, vamos un rato a su casa, vive cerca. Justo enfrente. En la esquina de...

Una llamada a la puerta le interrumpió. La puerta se abrió de par en par y apareció Linda, tenía la boca abierta como para gritar.

—¿Entonces esa era Zahara? ¿Allí, en el tejado, esa era Zahara? le preguntó a Michael, que observaba su rostro turbado—. Si hubiese mirado, lo sabríamos hace ya dos días —se sentó en la pequeña cama junto a Netaniel, le agarró de la mano y de lo más profundo de su pecho salió un gemido—. Netaniel, no lo sabía, no quise mirar allí, en el tejado donde la encontraron..., no lo hice a propósito, yo...

Netaniel retiró la mano.

—Qué más da, Linda, ella estaba muerta, qué hubiera cambiado eso. Ya me has contado cómo la encontraron. No la hubieras reconocido aunque... Has dicho que ellos dijeron que... le aplastaron la cara... Es todo tan irónico —Netaniel se tapó la cara con las manos.

Sólo los gemidos de Linda se oían en la habitación, hasta que Netaniel Bashari murmuró:

—No es momento para que estés aquí —movió la cabeza y, sin mirarla, murmuró—: Seguro que Agar vendrá enseguida y también los niños y...

Linda se retiró hasta el extremo de la cama, le dio hipo, lo contuvo y no volvió a gemir. A la pregunta de Michael, cuándo había visto por última vez a Zahara, contestó que la había visto hacía una semana, y sí, su aspecto era el de siempre. Siempre había pensado que Zahara confiaba en ella, sí, y Zahara, había que recordarlo, era una persona muy cerrada para sus asuntos personales.

—Era tan cerrada, sólo conmigo... con nadie más... —dijo Linda.

Michael le preguntó si le había hablado del embarazo.

En un rincón de la pequeña cama, Netaniel se quedó petrificado.

—No puede ser —murmuró—, cómo que embarazo, no tenía novio —y de repente se echó a reír—. No sabía que ella... ¿Tú lo sabías? —se volvió hacia Linda bruscamente y Michael observó la intimidación que había en ese gesto, a lo que se unía la forma en que Linda le había cogido de la mano antes (pero eso no era una prueba de nada; también a él le tocaba todo el rato cuando lo llevaba a ver los pisos) y el comentario sobre la inminente llegada de «Agar y los niños».

—No tenía ni idea —dijo Linda, y su voz sonaba ofendida—. No he visto cosa igual... Estuvo, hace una semana..., se acercó a comer, habló de los pisos, del piso de la calle de la Estación, un piso de... no importa, me preguntó si... No me dijo nada de ningún embarazo... No puede ser que no supiera... ¿De cuánto estaba?

—De doce semanas —dijo Michael.

—¡¿De tr... cuatro meses?! —se sorprendió Netaniel—. Ella ni siquiera... Como si... ¿No pensaría abortar?

Michael no dijo nada.

—Si hubiera tenido intención de abortar, ¿con quién hubiera hablado? —insistió Netaniel Bashari.

Linda se encogió de hombros.

—Yo creía que conmigo, incluso si no... Yo ni siquiera sabía que...

—¿No sabías que había alguien en su vida? —exigió saber Netaniel.

—No es culpa mía —Linda volvió a gemir—, yo no... Ella no me dijo nada, y hace tan sólo una semana le pregunté si no había nadie que..., y ella se rió, ya sabes cómo se ríe en vez de hablar —miró a Netaniel y de pronto se llevó la mano a la boca, como si hubiese recordado algo preocupante, pero Michael ya tenía las palabras en los labios:

—Y con todos los años que hace que la conocías..., una chica tan guapa y tan vital, ¿no sabías de ninguna relación romántica con alguien determinado?

—Ella... ella... —Linda Obarian los miró a los dos— tenía... —dudó—, tenía problemas, cómo decirlo, problemas con... No quiero hablar de eso —de repente se detuvo.

—Se acabó la discreción —se irritó Netaniel—, está muerta, ¿entiendes?

—Problemas con su sexualidad... Yo creía que... creía que... Me insinuó que tenía a alguien a quien ella esperaba, pero no dijo nada más. Al principio creí que estaba con un hombre casado, pero cuando vi que no había ningún... avance... o señales... pensé que era lesbiana o frígida, pensé que a lo mejor no podía estar con un hombre —las últimas palabras las soltó muy deprisa.

—¡Lesbiana! —gritó Netaniel—. Cómo pudiste pensar... ¿Cómo que lesbiana? No había en ella nada masculino ni... Y toda esa belleza, su femineidad...

Linda Obarian se calló.

Michael se inclinó hacia Linda.

—¿Qué querías decir antes? ¿De qué te acordaste?

—No es nada im... Ella... Yo... Últimamente tenía relaciones... pero no del todo... con alguien que...

—¿Quién? ¿Con quién tenía relaciones? —preguntó Netaniel en un tono muy duro.

—Relaciones relaciones, no, no era algo romántico, creo yo, ella sólo... se citó con él varias veces, no era para ella, no era serio, sólo se citaba con él..., con Moshé Abital —murmuró Linda.

El sonido que salió de la boca de Netaniel Bashari era una mezcla de ronquido y de risotada.

—¿También con ella tenía algo? —preguntó en tono de burla, pero su fuerte respiración mostraba que estaba furioso.

—¿Qué quiere decir «también»? —contestó Linda acalorada—. Te he dicho muchas veces que yo no tengo nada con él, que él sólo... Tiene una situación tan difícil con la historia de la niña... Y precisamente venía a hablar conmigo de Zahara, él es muy...

Netaniel la interrumpió.

—Ese tipo no puede dejar las manos quietas... Él... Todo lo que se mueve, sólo con ver unas faldas. Y si usted le viera —le dijo a Michael—, qué... Es como un híbrido entre la rana Gustavo y Walter Matthau, el actor ese, es... Sus trajes y su Rover y... ¿ese tipo feo, presumido y altanero tenía algo con Zahara?

—No es cierto —dijo Linda en tono relajado—, tal vez no sea un hombre guapo, pero es una persona encantadora, y a mí me da pena, y entabló una relación muy especial con Zahara. ¿Sabes que tiene una hija retrasada? Y dos veces por semana va al centro donde...

—¿Qué había entre Zahara y él? —insistió Netaniel—. Eso es lo que quiero saber; quiero saber si fue él quien... quien la dejó embarazada. Si él...

—Ella no me dijo nada de ningún embarazo, y si él... No lo sé. Es cierto que es un hombre al que le gustan las mujeres —le susurró a Michael, y un cierto rubor cubrió su rostro—: no un donjuán que coge y tira, sino alguien a quien de verdad le gustan las mujeres, y a ellas... a las mujeres... también les gusta.

—No puedo seguir oyendo esas tonterías —Netaniel Bashari se levantó de la cama—: primero, lesbiana o frígida, y ahora, Moshé Abital, ¡ya está bien! —gritó, se metió las manos en los bolsillos de los pantalones y se dirigió a grandes pasos hacia la ventana que daba al jardín de atrás, después se giró y volvió sobre sus pasos, como si pretendiese recorrer toda la habitación.

—Tienes que venir a la comisaría, hacer una declaración oficial y contar todo lo que sabes —dijo Michael al cabo de un largo rato.

—De acuerdo —Linda apartó la vista de Netaniel. Michael salió de la habitación.

—Como fuego en un pajar —dijo el sargento Yair mirando hacia fuera por entre las cortinas—. ¿Cuánto tiempo llevas con ellos en la habitación? ¿Una hora, dos? No más, y ya está todo el mundo ahí fuera... ¡Mira cuánta gente!, ¡y cuántos periodistas!

—¿De qué te extrañas?, siempre pasa igual —dijo Tzilla—; cuando nos llaman a nosotros también vienen ellos, o escuchan nuestra frecuencia o algún vecino les dice algo. Antes de que salgas, debes saber —le dijo a Michael, que ya tenía la mano en el picaporte de la puerta— que el barrio entero está ahí, junto a la casa, un montón de gente. Sólo para que lo sepas.

—Consígueme todo lo que haya salido en los periódicos durante los dos o tres últimos años sobre las comisiones de los yemeníes —dijo Michael, que aún estaba pensando en lo que les había oído a los hermanos y, sobre todo, en lo que había dicho Netaniel Bashari.

—¿Qué? —se sorprendió—. ¿El qué? ¿Sobre qué? Qué tiene que ver con...

—Perdona, me refería a todo ese asunto de las comisiones que investigaron el caso de los niños secuestrados y también al rabino Meshulam, ese que...

—Vale, ya lo he entendido, no soy imbécil, no hace falta que me expliques quién es el rabino Meshulam —se ofendió Tzilla.

—Perdona —dijo Michael y, desde la puerta, miró al patio sin prestar atención. Estaba atardeciendo y pronto comenzaría la fiesta pero, a pesar de ello, aún había cuatro mujeres mayores junto a la tapia que separaba las dos partes de la casa, casi pegadas unas a otras y con las cabezas inclinadas. Una de ellas —con redecilla y una bata desgastada, la misma que horas antes estaba sacudiendo una alfombra— les explicó a las otras algo en voz baja y, al instante, todas miraron de nuevo hacia la puerta de la casa de los Bashari.

—¡Qué dices! —gritó la más anciana, con el cuerpo casi doblado por la mitad y moviendo entre sus dedos torcidos una bolsa de plástico de donde caían gotas de leche o de requesón al camino de piedra.

—Lo que oyes —contestó la de la redecilla con una voz chillona de soprano—, ¡exactamente eso! —su voz se elevó—. Usted me conoce, señora Sima, sabe que yo no mentiría —y la mirada de todas se levantó hacia el patio vecino—. Recordad sólo lo que he dicho —avisó la de la redecilla, y miró a derecha e izquierda con un rápido movimiento, como un pájaro que inspecciona el entorno antes de lanzarse sobre un gusano, hasta que sus ojos toparon con Michael, Tzilla y el sargento Yair, que estaba detrás de ellos. Se quedo mirándolos un momento con curiosidad y acto seguido se decidió—. Perdone, señor, perdóneme —se apresuró a decir mientras se acercaba a ellos con paso rápido—, ¿es verdad lo que dicen? ¿De verdad han estrangulado a Zahara? ¿Es cierto que le han roto el cuello? Ha sido un pervertido o... ¿Es cierto que antes... —la verruga sonrosada que tenía junto a los labios se puso completamente roja, sus ojos claros se movieron en todas direcciones y su voz se redujo a un murmullo— la violaron? Los árabes esos que trabajaban en el edificio...

Michael hizo un gesto de desdén con el brazo y se apartó rápidamente del camino para quitarse de la vista de las decenas de personas que estaban en la acera de enfrente de la casa, murmurando e intercambiando retazos de información. En medio del barullo le pareció distinguir, dentro de un coche, la cara atónita de una mujer rubia de unos sesenta años, que llevaba el pelo recogido en un moño de una forma que le resultó familiar, pero no logró recordar de qué. La mujer detuvo el Subaru frente a la casa y salió del coche; sus dedos tocaban el collar de perlas que llevaba al cuello, como si buscaran allí un apoyo, y tenía la mano derecha en la boca, como ahogando un grito. Del coche, lentamente, salió también una chica, que de inmediato se tiró de la minifalda que dejaba al descubierto sus muslos. La mujer mayor la cogió del brazo y tiró de ella hacia la puerta. «¿Qué ha pasado?», preguntó con voz temblorosa.

—Señora Benesh —le dijo a voces la mujer de la redecilla—, calle, calle, señora Benesh.

Pero Michael no se quedó a escuchar el resto, sino que se acercó al Toyota blanco, que tenía el motor encendido y una bombilla azul girando encima. Tras el volante estaba Eli Bahar, mirando hacia el frente con los labios apretados, había sacado el brazo por la ventanilla y sus dedos tamborileaban en la chapa blanca. Al acercarse rápidamente hacia la puerta del copiloto, Michael vio a dos personas que se aproximaban a paso rápido: un hombre alto, con abrigo fino y gorra descolorida y, a su lado, la niña torpona del chándal azul. Iba cogida de su mano y con la derecha tiraba con fuerza de la perra; entonces levantó la cabeza y su mirada hipnotizada se clavó en la bombilla azul que giraba. La cara del hombre estaba crispada, pero sus ojos azules brillaban con vitalidad incluso cuando los entornó debido a la luz del ocaso. Cuando Eli Bahar lo vio, su expresión cambió de repente, aún antes de que Michael se disculpara por haberle hecho esperar tanto.

—Hello, Eli —saludó el hombre, que bajó hacia la calzada y se acercó a la ventanilla del conductor, y, en inglés con acento británico, dijo que había oído que había ocurrido una tragedia y preguntó si de verdad, como decía Nesia —señaló a la niña—, habían asesinado a Zahara. Eli Bahar, tras abrir la puerta y salir, agarró al hombre por el brazo y tiró de él hacia la estrecha acera.

—Ten cuidado Peter —oyó decir Michael—, aquí hay más gente que muere en accidentes de tráfico que de cualquier otra cosa, ¿por qué vas por la calzada?

—Nesia —repitió el hombre, tocando el pelo rizado de la niña, que se estremeció por el contacto— dice que han encontrado a Zahara muerta, ¿es así?

—Sí —contestó Eli Bahar con la cara seria—, ha sido asesinada, ¿por qué?, ¿la conocías?

Como justificándose, Peter dijo que no conocía a todas las personas del barrio, sólo algunas caras y algunas historias que le oía contar a Yigal («Es su amigo, vive con él en el piso», le susurró Eli a Michael), pero a Zahara la conocía por su hija, Linda. Y veía a todo tipo de gente en la tienda, que para él era como un country club donde se oye de todo. Tres jóvenes, una con pantalones ajustados y jersey y dos con vestidos largos, se acercaron también al coche, y en la acera de la casa se agolparon varios curiosos y empezaron a hablar en voz baja. Un crío constipado tiró del vestido de su madre, que le dijo algo a la vecina, y las dos miraron un instante hacia el coche de la policía y cruzaron enseguida la carretera.

—Perdóneme —le dijo una de las mujeres a Eli Bahar—, creemos que deben decirnos algo a los vecinos del barrio: sólo queremos saber qué ha pasado aquí, porque tenemos niños pequeños y si, como hemos oído, hay por aquí un asesino en serie o un violador tenemos que saberlo, y su obligación es informarnos. Tal vez tendrían que reunimos a todos en el polideportivo y explicarnos lo que pasa de forma oficial, para que no haya esta desconexión entre la comunidad y las autoridades.

Por la expresión de su cara se notaba que Eli Bahar iba a decir algo venenoso, pero miró a Peter y cambió de idea.

—Aún no podemos explicar nada —le dijo con educación—. Por el momento lo único que se puede decir es que una vecina del barrio ha sido asesinada, y no sé quién ha mencionado a asesinos en serie y violadores; es imprescindible no difundir esos rumores, pues lo único que hacen, aunque sea sin intención, es atemorizar —miró también a Michael y, sin sonreír, añadió—: Cuidar de los niños es siempre una buena idea.

—Nosotros —dijo la otra mujer, alisándose con la mano la cola de caballo— trabajamos duro para hacer del barrio un lugar agradable para vivir. Queremos que todos se integren y organizamos actividades, tanto culturales como sociales, para que exista un clima de apertura y de aceptación del otro, y ahora, de repente, hay rumores sobre un asesinato por motivos políticos...

—¿Qué quiere decir con eso de políticos? —preguntó Eli Bahar como si no entendiese, como para ganar tiempo.

—No, políticos no, ella quiere decir por la situación de inseguridad —aclaró la primera mujer, estirándose la camisa que llevaba sobre la larga falda que barría la acera—. La gente empieza a hablar de los árabes y de que hay que prohibirles entrar en el barrio —explicó, y Michael miró su cara salpicada de manchas causadas por el sol, su largo cabello suelto sobre los pechos pesados y caídos, y el bolso de tela bordado y con láminas plateadas que habían perdido su brillo. Hasta sus pesados zuecos y sus medias de lana llegó su mirada y, después, levantó la vista hacia el cielo, que se estaba poniendo gris, y se preguntó si llovería pronto. Sin prestar mucha atención oyó cómo la otra mujer añadía a las palabras rebeldes de su amiga:

—Porque si empiezan a instalarse aquí palestinos, nosotros no querríamos que el ambiente se volviera agresivo, aún ni siquiera está claro quién lo ha hecho, ¿no es cierto?

Eli Bahar asintió.

—Todavía no —dijo con agresividad contenida.

—Aquí hay trabajadores palestinos que hacen las reformas de nuestras casas. Aunque también a causa de nuestras ideas políticas estamos preocupados. Yo, por ejemplo, soy ceramista y en mi estudio organizo voluntariamente un taller para los niños de Um Tuba. ¿Lo conoce? Es un pueblo que está frente a la explanada del Templo, y el taller es para niños de allí junto con niños de nuestro barrio; un taller de cerámica. Y nosotros —señaló a sus compañeros y también al grupo que estaba al otro lado de la carretera— somos intelectuales, artistas, humanistas, no nos interesan ni los rumores infundados ni la agitación política. Justo para luchar contra esas cosas fundamos el movimiento: somos un grupo laico y apolítico —recalcó la mujer―. Ciudadanos en favor del otro. Apoyamos el acercamiento hacia el otro. Seguro que habrá oído hablar de nosotros; por eso Paz Ahora nos decepcionó y... No importa, a nuestras reuniones viene gente de todos los sectores y de todos los estratos y también del movimiento contra la corrupción política y...

Eli Bahar se volvió hacia Michael con mirada sufrida. Michael suspiró, salió del coche con desgana y se detuvo delante de las mujeres.

—Por el momento —interrumpió a la que estaba hablando—, estamos haciendo las primeras indagaciones y no podemos... Tal vez después sería una buena idea organizar un encuentro, pensaremos en eso. ¿Conocían a Zahara Bashari?

—Sólo... No personalmente, la oí cantar una vez —contestó, y su amiga, que aplastaba entre los dedos un mechón de cabello moreno descolorido, le miró y suspiró como con la intención de empezar a hablar. Pero Michael hizo un gesto de impotencia con el brazo.

—De momento, es todo —dijo en voz baja, y con evidente mal humor esperó a que se marcharan, acompañándolas con la mirada cuando cruzaron la carretera para volver a unirse al grupo donde el crío constipado seguía tirando del vestido de su madre.

—Mira a toda esa gente. Les va demasiado bien en la vida —dijo Eli Bahar—. El único problema que tienen es unir el barrio. Qué pena que Balilty no esté aquí, seguro que diría: «Todos estos de izquierdas, les escupen encima y ellos dicen "llueve"»; diría: «Creía que con la nueva Intifada todos estos de izquierdas habrían comprendido algo, pero ya veo que no han comprendido nada».

La perra tiró de la correa y la niña fue arrastrada hacia el bloque de viviendas. Allí, junto a la tapia, se detuvo y miró el Toyota rojo y brillante que estaba parado detrás de un Ford polvoriento. Con respeto y temor, la niña clavó la mirada en el conductor, que estaba alisándose las mangas de la chaqueta azul y quitándose una mota de la corbata gris con la uña del meñique.

Quiero presentarte —dijo Eli Bahar extendiendo el brazo hacia el hombre de la gorra— a Peter Obarian. Ya te hablé de él, ¿recuerdas? Te conté que nos conocimos una tarde que vino al departamento. Vive en el barrio, arriba —Eli señaló con la cabeza hacia el otro lado de la carretera de Belén.

—Sí, sí, recuerdo que me hablaste de él —dijo Michael estrechando la mano de Peter Obarian. Por el rabillo del ojo observaba al dueño del Toyota, que agitaba sus largas piernas, como si hubiera conducido durante mucho tiempo, y agarraba con fuerza un manojo de llaves. Del coche salía un pitido continuado y, cuando cesó, mientras se arreglaba el pelo con la mano, el hombre al fin reparó en el jaleo que había, cruzó la carretera corriendo y empujó la puerta de hierro de la casa vecina.

—Yo también, Eli me ha hablado de usted —dijo Peter—. Quería que citáramos, citáramos, ¿no?

—Nos citáramos. Cita, concertar una cita. Podíamos llevarlo a tomar algo —dijo Eli Bahar mirando a Michael y esperando su respuesta.

—Con mucho gusto, cuando acabemos con todo esto —murmuró Michael mirando hacia la casa de enfrente.

—Claro, claro —se justificó Peter enderezándose. Como estaba de año sabático, dijo, tenía intención de quedarse tres meses seguidos y le agradaría invitar a Michael, porque la cocina era una de sus grandes pasiones y siempre tenían invitados en casa. Michael le interrumpió preguntándole si había visto a la víctima últimamente, y Peter contestó, excusándose entre balbuceos, que había llegado hacía sólo dos días, y aún no le había dado tiempo. Todo ese rato estuvo la niña agarrándole la mano derecha y mirando a su perra, que tiraba sin parar de la correa.

—¿Me dejas que te pregunte una cosa? —dijo Michael en voz baja. Se inclinó hacia ella hasta que sus ojos distinguieron el círculo amarillento que rodeaba sus pupilas.

Su laringe subía y bajaba y sus labios temblaban.

—A lo mejor puedes ayudarnos, de verdad.

Ella se encogió de hombros, asintió levemente y le miró expectante.

—¿Vives aquí?, ¿en esta calle? —preguntó.

Ella asintió y señaló el bloque de viviendas de al lado.

—Está justo enfrente. Entonces habrás tenido ocasión muchas veces de hablar con Zahara, ¿no?

—No tantas —susurró con una voz poco clara.

—¿Pero la conocías bien?

Ella volvió a asentir mientras sus ojos pedían permiso a Peter.

—Está bien, Nesita —dijo Peter, animándola con la mirada a contestar y asegurándole también que «este hombre» no le haría nada malo. A Michael le explicó que era la hermana pequeña de Yigal. «My mate», dijo; y Michael asintió y recordó lo que le había contado Eli Bahar sobre el electricista de Jerusalén y su compañero australiano.

—Nesia, she sees things —le explicó a Michael con orgullo, como si él mismo la hubiese criado—; hay niños así, que ven, ¿no?

—Claro que los hay —contestó Michael dirigiendo la vista hacia Nesia—. Entonces seguro que viste mucho a Zahara Bashari.

—La señora Yoselzon dice que está muerta —dijo Nesia con la voz ronca.

—Es cierto, y lo siento mucho —contestó Michael, y en un tono serio y grave le dijo—: Y yo pensaba que tú podrías ayudarnos.

Vio el miedo en sus ojos.

—Sólo pregunto si la viste —dijo—; el domingo o el lunes, ¿la viste?

La niña bajó la vista y se concentró un momento, después alzó la cabeza y dijo:

—Sí, el lunes, por la mañana, cuando salí con Duqui —miró a la perra.

—¿Recuerdas también a qué hora fue? —miró el reloj rosa de Micky Mouse que aparecía por debajo de la manga del chándal.

—No lo sé exactamente —dijo en tono quejumbroso—, pronto. Mi madre ya se había ido a trabajar. Duqui quería salir.

—¿Antes de las ocho de la mañana?

La niña asintió.

—Antes —añadió con una voz débil—, a lo mejor eran las siete. Vino un taxi a buscarla.

—¿A Zahara?

—Sí.

—¿Hablaste con ella?

La niña movió lentamente la cabeza de un lado a otro.

—¿Entró en el taxi? ¿Y esa fue la última vez que la viste?

La niña volvió a dudar.

—No, no la volví a ver después de eso.

—A lo mejor —dijo Michael con el tono de alguien a quien se le ha ocurrido una idea estupenda—, a lo mejor te acuerdas de cómo iba vestida.

La niña asintió, pero no dijo nada y estrujó la punta de la manga del chándal.

—¿Me puedes decir cómo iba vestida? —insistió.

—El abrigo... era azul —dudó— Bonito, y sin botones, abierto.

—¿Y debajo del abrigo?

—Había algo rojo, creo —dijo la niña, y sintió un escalofrío.

—¿Recuerdas si llevaba bolso?

Miró la mano de la niña, que empezó a temblar.

—No lo vi —murmuró—, pero siempre... Un bolso grande, negro, grande.

—¿Y el vestido también lo viste?

—Pantalones —dijo de repente con total seguridad—, pantalón negro, de terciopelo, debajo del abrigo. Y botas. De tacón. De ante.

—¿Pantalones negros, botas negras, abrigo azul y bolso negro?

—Y también... —señaló hacia el cuello— rojo —y al momento puso una mano encima de la otra, como intentando disimular el temblor.

—¿Y después no la volviste a ver?

La niña movió la cabeza de un lado a otro.

—¿Pero normalmente solías verla?

La niña asintió.

—¿Todos los días?

—No todos, sólo si... si iba o venía —un tono de orgullo se percibía en su voz.

—¿Hablabas con ella?

La niña volvió a mover la cabeza y se mordió el labio inferior.

—No —murmuró—, ella no... Ella... Yo...

—¿Te daba vergüenza? —sugirió Michael, y por el rabillo del ojo vio los dedos de Eli Bahar tamborileando sobre la capota del coche.

La niña asintió con fuerza y volvió a morderse el labio.

—Pero la oí cantar —afirmó.

—¿En una boda?

—No —se asustó—, en su habitación... —y de pronto se asustó aún más y se calló.

—¿Cuando estabas fuera? —afirmó Michael—, ¿en su patio?

—Dentro no, dentro no —aseguró—, desde fuera, desde la tapia... Cuando iba con Duqui.

—¿Y la última vez, el lunes por la mañana, con el abrigo y el taxi? —preguntó.

Volvió a asentir y fijó en él una mirada expectante.

—¿Estaba como siempre? ¿Como todas las mañanas?

—No la vi bien —se justificó—. Ella... —sus espesas cejas se acercaron la una a la otra y, de repente, su ancha cara se iluminó y las pecas que tenía sobre las mejillas brillaron— estaba hablando por el móvil, sí, y tenía la cara así, hacia abajo, no se la veía bien, y el pelo también la tapaba.

—Dime una cosa, Nesia —dijo Michael muy despacio, y miró hacia Peter, que estaba escuchando con la cabeza inclinada y los ojos entornados; era difícil saber qué era lo que realmente entendía—, cuando sacabas a la perra a dar un paseo, por la tarde, o quizás por la mañana... ¿la sacas todas las tardes y todas las mañanas?

—¡Uh!

—¿Y pasabas al lado de la casa de Zahara?

La niña asintió y le miró expectante.

—¿Entonces a lo mejor, por casualidad, verías si alguna vez Zahara tenía visitas?

La niña miró un momento hacia el otro lado de la carretera y sus ojos se abrieron de par en par, después se encogió de hombros.

—No, no lo vi. A veces... —dijo, y después se calló.

—¿A veces?

—Iban a buscarla.

—¿Quién? ¿Quién iba?

—Iban, en coche, y ella salía. A veces también esperaba en la calle hasta que llegaban.

—¿Quién? ¿Gente? ¿Uno, dos? ¿Hombre o mujer?

—De todo, y también un hombre —dijo Nesia después de pensárselo mucho, y miró a Peter asustada.

—¿En coche?

—Sí.

—¿Un hombre mayor?

—No sé —dijo Nesia—, no le vi la cara.

—¿En un coche grande?

Ella balanceó la cabeza con un movimiento indeterminado.

Seguro que entiendes de coches —la aduló.

Más o menos.

¿Recuerdas qué coche era?

Plateado —dijo la niña sin pensar—, ni grande ni pequeño, plateado.

—¿Un Subaru?

No, un Subaru no, el Subaru lo conozco. Y también conozco el escarabajo, y el Toyota —sus ojos se detuvieron en el Toyota rojo.

—Voy a decirte lo que vamos a hacer —dijo Michael después de pensárselo un instante—, os voy a dar, a ti y a Peter, mi número de teléfono y si...

—Si recuerdo algo después, le llamo —dijo la niña—, ¿como en la tele?

—Eso es, igual que en la tele, si recuerdas algo.

—Da igual que sea algo importante o no —dijo la niña.

—Eso es, veo que te acuerdas muy bien de las películas que ves en la televisión —dijo Michael, dándole una nota escrita a mano, después le dio otra a Peter, le miró a los ojos y se acercó a él—. Ella sabe más —le susurró.

—Undoubtfully —contestó Peter mirando a la niña—, she knows a lot.

—¿Y con usted hablará? —Michael observó a la niña, que estaba mirando hacia la acera, pero se notaba que intentaba escuchar.

—I can only try —contestó Peter entornando los ojos—, children are unpredictable.

—Sí, ya lo sé —suspiró Michael y le explicó que no quería presionarla en ese momento.

Peter estuvo de acuerdo en que era preferible dejarla tranquila, y más en ese instante, ya que estaba llegando su madre, y con las cejas señaló hacia la mujer que se acercaba, cojeando y con dos grandes bolsas de plástico en las manos. Sólo después de que Nesia pegara varios tirones, la perra reaccionó y se dio la vuelta; entonces, entornando los ojos, la niña echó un último vistazo hacia el comienzo de la calle y Michael vio su miedo en ese gesto.

—¿Dónde quieres todo esto? —preguntó el policía que estaba a la entrada de su despacho, señalando las bolsas negras de plástico—. Los de criminalística han preguntado dónde había que ponerlo.

—¿Lo habéis traído todo aquí? ¿También la ropa? —pregunto Michael.

—No, la han dejado allí. Pediste que buscaran pistas en la ropa, y ahora la están analizando.

—Eso dejádnoslo a nosotros —dijo Balilty—, nosotros lo revisaremos aquí; es decir, algunos de nosotros —miró al sargento Yair—. Llévalo a la habitación pequeña y empieza a trabajar, veamos si puedes construir un perfil.

Yair miró a Michael.

—¿Después de la reunión? —preguntó.

—Al revés —dijo Balilty—, primero el perfil y después la reunión.

—Y tú mientras decidirás quién hace qué, ¿no?, como si el Equipo especial de investigación fuese tuyo —dijo Eli Bahar, removiendo con fuerza el café solo en el vaso de cristal.

—¡Amigos! ¡Amigos! Aún no hemos empezado y ya... —gritó Michael—. Pedid unos sándwiches, ¿vale? Sentaos un rato en silencio, esto parece una guardería, y después decidiremos cómo nos organizamos —se dirigió a Balilty—. ¿Qué pasa con el móvil? ¿Lo has comprobado?

—Aquí está —Balilty sacó del bolsillo de la camisa un papel doblado y se lo entregó—. Aquí está, cógelo, tengo una copia. Tuvo un montón de llamadas recibidas, pero sólo dos llamadas enviadas, el lunes, según el registro de llamadas; ni me preguntes cuánto hemos trajinado para... No importa, si hubiéramos encontrado el teléfono móvil, habría sido mucho más fácil, pero no lo encontrasteis.

—¿Qué es lo que dice un criminal? Vosotros y no yo —murmuró Eli Bahar.

—¿Qué son estos números? —preguntó Michael—. No pone nada.

—Es —Balilty señaló el primer número de la lista— el teléfono de Moshé Abital, la llamó dos veces. Ahí está la hora, está anotada en la columna de al lado; y hay otras llamadas recibidas: la llamó Netaniel Bashari, y también sus padres; Linda Obarian; Rosenstein, su jefe; su amiga la periodista, ¿lo ves? Hay una columna entera de... Todo el mundo la llamó, pero hay sólo dos llamadas enviadas y las dos son al Hilton de Tel Aviv.

—El Hilton es un hotel muy grande —murmuró Eli Bahar.

—Llamó a la centralita del hotel —dijo Balilty—, ya lo he comprobado. Ese día el hotel estaba lleno. Había cinco congresos: tres de empresas de informática, uno de la asociación de agentes de viaje y otro del gremio de viticultores. Sin contar los clientes habituales.

—Entonces no sabemos a quién estaba buscando allí —concluyó Eli Bahar—, ni lo sabremos nunca.

—Ésa te está esperando fuera —le dijo Balilty a Michael, después abrió el bocadillo y sacó una loncha de queso curado, agujereada y tan fina que se transparentaba—, le he prometido decirle cuándo podrás hablar con ella, para que no espere a lo tonto. ¿Por qué no hay búlgaro? Así me salto completamente el régimen: me ponen queso curado con pan blanco, si mi médico lo supiera...

—No había búlgaro, lo he pedido, pero se había terminado; y tampoco tenían pita —se justificó Yair.

—Después de todo, sólo es una periodista —dijo Eli Bahar mientras echaba sal en su bocadillo—. ¿Desde cuándo le decimos a la gente cuánto tiempo tiene que esperar?

Balilty le apuntó con el dedo:

—No desprecies a los periodistas —advirtió—, no me estropees la relación con ellos, la mitad de mis informadores son de la prensa... De todas formas, aún la necesito. ¿Qué le digo? ¿Cuánto tiempo estaremos reunidos?

—No sé... una hora, dos —dijo Michael impaciente.

—Una hora y media y no se hable más —sentenció Balilty—. Le diré que vaya al turco de la esquina y coma algo mientras, ¿eh?

—No hay turco —recordó el sargento Yair—, hoy es fiesta, está cerrado. ¿Por qué te crees que he ido hasta Emek Refaim? Menos mal que la cafetería de allí está abierta, si no ni queso curado hubieras tenido.

—¡Qué vida esta! —refunfuñó Balilty—. El Shabbat no es Shabbat y las fiestas no son fiestas, no me extraña que el país vaya como va.

Nadie contestó, él salió de la habitación y al cabo de un rato volvió.

—Esa imbécil se ha ido ya. ¿Se están organizando para el funeral? ¿Quién irá al funeral pasado mañana? —miró a su alrededor—. Pasado mañana a las once, aún continúa la fiesta de Sukkot. ¿Quién irá?

—Yo puedo ir —dijo Tzilla—, si vosotros me preparáis el bolso.

—¿Qué problema hay? Tráelo y te lo preparamos. ¿Es este?, ¿el negro? ¿Te ponemos una hebilla? —preguntó Eli Bahar y, sin esperar repuesta, cogió el bolso y se fue.

—No es bueno que el marido y la mujer estén en la misma unidad —dijo Balilty sin dirigirse a nadie—. ¿Y quién cuida de los niños? ¿Es que no tienen padre ni madre, o qué? Hoy es fiesta, no tenéis por qué estar trabajando los dos.

Nadie comentó esa opinión, habitual ya en la rutina de trabajo del Equipo especial de investigación.

—Preguntadle al turco si hoy es fiesta o no —dijo Balilty.

Tzilla cogió la hoja de programación y Michael encendió un cigarro y lo dejó encima de un sobre de café instantáneo; después le dictó a Tzilla la lista de personas a quienes tenían que interrogar y quién se encargaría de cada cual.

—Tráeme otra vez a ese tal abogado Darai, y también quiero a Moshé Abital —dijo Michael.

—¿Darai? —preguntó Eli Bahar, que había vuelto al despacho con el bolso para Tzilla—, ¿qué Darai? ¿Un familiar del rabino hasídico Arie Darai? —y a Tzilla le dijo—: Te están preparando la hebilla. Ten cuidado con esto, es una cámara de fotos supersensible, muy moderna, último modelo.

—Se refiere a Darai Aharon, el abogado que quería comprar el piso ese que Rosenstein también quería y que Zahara Bashari... —explicó Tzilla—. Y también le he pedido a Einat que venga a trabajar con nosotros —le dijo a Michael.

—Einat está muy bien, tiene cabeza —dijo Yair—, y además es una persona agradable, porque cuando trabajé con ella...

—Ya lo sabemos, ya lo sabemos —dijo Balilty—, ya nos lo contaste la otra vez, con los Danino, ¿no te acuerdas? Ten cuidado, al final, de tanto querer trabajar con ella, acabaréis casándoos. ¿Y después qué? Shabbat y fiestas, y los niños sin padre ni madre.

—¿Por qué tengo que tener cuidado? Es muy agradable —dijo Yair sin enfadarse, y se dirigió a Michael—: Ella puede revisar conmigo el material, ¿eh? Si lo revisamos por la noche, por la mañana temprano, antes del funeral...

Cuando Michael apuró el café, en el fondo del vaso apareció un poso pastoso.

—Pero quiero verlo todo antes de que escribas el informe, cuando aún esté en proceso de clasificación.

Yair asintió con la cabeza y apartó las botellas de agua mineral, el zumo de pomelo y las tazas de café vacías. Cuando Michael empezó a repartir el trabajo se olvidaron todas las tensiones, y hasta Eli Bahar no pareció disgustado cuando le dijeron que se encargara de los hermanos Bashari.

—Nada más terminar el funeral —recalcó Michael—, no podemos esperar. Y también los padres, al mismo tiempo, pero cada uno por separado. Y ahora quiero que nos detengamos en los testimonios de los vecinos. Yair, tú hablaste con... ¿Cómo se llaman?

—¿Los que viven al lado? Benesh. Hablé con la mujer, Clara Benesh; con su marido, Efraim Benesh; pero no con su hijo, Yoram Benesh... No estaba en casa. Luego hablaré con él —miró el reloj—; dentro de una hora he quedado con él allí.

—Benesh es un apellido húngaro, ¿no? —explicó Balilty—. El año pasado en Pésaj estuvimos en Budapest, tres días en Praga y dos en Budapest; un gulash extraordinario, y todo tirado de precio.

—No tienen buenas relaciones —dijo el sargento—, esas dos familias, tienen una guerra abierta. Pero siempre es así entre las personas que viven en una casa pareada. O son como una familia o son los peores enemigos; lo sé muy bien por la colonia agrícola, porque...

—Te están preguntando cuándo la vieron por última vez —interrumpió Balilty—, ¿qué tonterías estás diciendo?

—Puede tener relación —protestó Yair.

Michael suspiró.

—Vale, voy a repasar lo que tenemos hasta ahora —cedió Yair—: la madre la vio por última vez el sábado por la tarde; el padre llevaba una semana sin verla, o más; el hijo, Yoram Benesh, me dijo por teléfono que no la veía desde hacía tiempo, no recordaba cuánto. Dijo que normalmente llega tarde y no ve nada.

—Es decir, no tenemos nada —indicó Balilty con satisfacción.

—No tenían tiempo para mí —explicó Yair—, porque la prometida del hijo ha llegado de América y... es un gran acontecimiento para ellos. Es su único hijo varón.

—¿Por qué están enfrentados? —preguntó Michael.

—Es parte de la historia del barrio, ya nadie lo sabe: unos dicen que todo empezó cuando la familia Benesh fue a vivir allí y se adueñó del aparcamiento, otros dicen que Neimá Bashari insultaba a Clara Benesh desde que llegaron, y otros... Dos veces llamaron a la policía, pero todo siguió igual.

—En todos los barrios hay desavenencias entre los vecinos, eso no lleva al asesinato —advirtió Eli Bahar.

—¿No? —saltó Tzilla—. ¿Pero qué dices? Casi a diario hay aquí casi un asesinato. Es una suerte que no...

—Casi, no es lo mismo —precisó Eli Bahar.

—¿Qué tienes tú? —le preguntó Michael a Eli Bahar.

—Yo... El hombre de la tienda de ultramarinos la vio el jueves por la mañana, temprano, nada más abrir, a las seis y media, compró leche, pan y..., no entiendo por qué —añadió confuso—, también compresas.

—¿Se acuerda de todo eso? ¿Después de una semana? —se sorprendió Michael—. Es una tienda muy frecuentada, no comprendo cómo...

—Primero, no pagó sino que lo dejó a cuenta, y al señor Bashari no le gusta que dejen cosas a cuenta, por eso el tendero anota exactamente lo que se compra. Además le encargó una botella de vino, tengo escrito el nombre, y además dijo que, si Zahara iba por la mañana a la tienda, sabía que tendría un buen día. Pues siempre que iba era una fiesta. También se acuerda de cómo iba vestida...

—¿Cómo? ¿Cómo iba vestida?

—Pantalones negros anchos y jersey negro —contestó Eli Bahar.

—¿Por qué compraría compresas? —le preguntó Michael a Tzilla.

—A lo mejor tenía una hemorragia. A lo mejor así su madre... vio las compresas y ella hizo como si..., hizo como si todo..., como que tenía la regla —dijo Tzilla pensativa—; y a lo mejor —se incorporó de pronto en la silla— tenía pensado interrumpir el embarazo. Hablé con el ginecólogo que firmó la receta de las píldoras —dijo Tzilla—, fue su paciente hasta hace un año, y desde entonces no la ha vuelto a ver. Dijo que tomaba píldoras anticonceptivas desde los dieciocho años, e incluso antes de ir por primera vez a su consulta ya había tenido relaciones sexuales plenas. No entendía cómo había podido quedarse embarazada, salvo que hubiera dejado de tomar la píldora. Y eso tampoco lo entendía, porque a ella le daba mucho miedo quedarse embarazada. La recordaba muy bien —explicó Tzilla—, parece ser que de verdad era especial, esa tal Zahara.

—Eso ya lo vimos en el vídeo —recordó Balilty.

—¿Desde los dieciocho años? ¿Relaciones sexuales plenas? ¿Con quién? —quiso saber Michael.

¿Cómo lo voy a saber? —protestó Balilty.

—Baqah, los alrededores de la carretera de Belén, ¿cuántos secretos se pueden guardar allí?

—Vale, entendido —se ofendió Balilty—, llevará otro día más, hoy es fiesta, nadie...

—Quiero una respuesta a estas sencillas preguntas: con quién se acostaba a los diecisiete y los dieciocho años, y de quién se quedó embarazada. Es una chica a quien todo el barrio conocía, no es tan difícil.

—En nuestra colonia agrícola —dijo Yair en tono pensativo— había una, como una monja, nadie... Su casa estaba cerrada siempre, ni siquiera hablaba con nadie, y es una colonia donde todos lo saben todo, peor que un kibbutz, y de repente estaba embarazada, nadie se atrevió a preguntarle. Y tuvo un hijo y nadie supo quién era el padre, ni siquiera...

—¡Otra vez! —protestó Balilty—, ¡despierta señora Marpel!

—Yo no digo... —continuó Yair sin mirar a Balilty—. No siempre es así, pero si una mujer quiere, puede ocultarlo y, sobre todo, si ocurre una sola vez.

—¡Cómo que una sola vez! —explotó Balilty—, ¡píldoras anticonceptivas desde los diecisiete años!

—¿Quién puede recordar lo que hacía a los diecisiete años? A lo mejor desde entonces hasta hoy no...

—Y la madre no sabía nada —murmuró Tzilla.

—Vale, vale —Balilty levantó los brazos hacia el techo—, me doy por vencido. Da igual. Supongamos que llevas razón. Supongamos que una vez y de repente embarazo, ¿con quién fue hasta ese desván? ¿Eh? Olvídate ya de la historia, estamos hablando de ahora. ¿Pretendes descubrir quién fue ese hijo de puta o no?

El sargento Yair miró a Balilty con tranquilidad y no dijo nada.

—Y ahora se calla —dijo el jefe de la unidad de información en tono de derrota—, se calla como... —lo miró y sonrió con picardía— como una lagartija, ¿o no?