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Llega un momento en la vida en que una persona sabe perfectamente que, si no se lanza, si no deja de tener miedo a apostar y no sigue los dictámenes que su corazón ha forjado durante años, no lo hará nunca. Esas palabras, por supuesto, no las dijo Michael Ohayon en voz alta, pero exactamente así sonaron en su interior ante el farfulleo gruñón de Balilty, el jefe de la unidad de información, que no dejó de refunfuñar ni siquiera cuando Michael se inclinó sobre el cadáver. Se agachó para ver de cerca las fibras de seda que salían del pañuelo atado alrededor del cuello, debajo de esa cara convertida en una masa de sangre y huesos.

Ada Efrati, la persona que les había llamado, les esperaba en el rellano de la segunda planta, delante de la puerta del piso que acababa de comprar, y, nada más llegar, Balilty la asaltó con preguntas que daban a entender que, al día siguiente, sería interrogada en profundidad por el superintendente Ohayon. No se fijó en la mirada de asombro que ella le dirigió a Michael mientras subía detrás de Balilty por las escaleras exteriores que serpenteaban hasta el segundo y último piso del edificio. Ya en ese momento, cuando la vieron por primera vez a la luz del atardecer, Balilty volvió la cabeza y la escudriñó («¿Merece la pena o no? ¿Tú qué dices?», y sin esperar contestó él mismo: «Es fuerte, tiene unos labios bonitos, pero ¿has visto esas dos líneas junto a la boca? Están diciendo: "No me interesa". ¿Pero has visto qué cuerpo? ¿Y el temple que tiene? De hierro, hemos visto a muchas personas normales después de encontrar un cadáver, y ella, mira cómo está»).

Balilty no dejaba de refunfuñar mientras el doctor Solomon, el forense, que acababa de volver hacía unas semanas de un seminario de un mes en Estados Unidos, inclinado ya sobre el cadáver, comentaba, entre tarareo y tarareo durante la autopsia, los últimos avances en el terreno del ADN. Solomon palpaba las plantas de los pies del cadáver, pasaba una uña sobre la piel del brazo y, mientras tanto, daba datos sobre la temperatura corporal al pequeño micrófono de la grabadora que llevaba colgado del cuello. De vez en cuando se volvía hacia su ayudante, un joven alto, un inmigrante de Rusia, que seguía cada uno de sus movimientos y se secaba constantemente las manos húmedas en los pantalones caqui. También los dos miembros del laboratorio de criminalística estaban en la escena del crimen, y Jaffa fotografiaba desde abajo y desde el lateral las gigantescas calderas entre las que se encontraba el cadáver («Mira», murmuró Balilty cuando subían por la chirriante escalera de madera hacia la estrecha apertura que conducía al tejado, «esto es de la época del asedio, amontonaron aquí todas las calderas del barrio»). Después Jaffa se puso de rodillas, haciéndose una raja en los vaqueros por la que asomó una franja de piel pálida, y fotografió de cerca la cara destrozada y después los despojos de palomas y el cuerpo seco del gato que había sido arrojado encima. Alón, del laboratorio de criminalística, que estaba delante de Michael como un estudiante de química («Dicen que es una especie de sabio, un niño prodigio, un porteeento», se burló Balilty con escepticismo. «No sé lo que estará buscando aquí»), agitaba los pies, raspaba entre los dedos la tiza blanca y jugueteaba con el rollo de cinta de señalización amarilla. Era evidente que esperaba con ansiedad a que el forense le permitiera marcar la escena del crimen.

Balilty y Michael estaban en el coche de camino hacia el barrio de Baqah cuando les llamaron de la central. Al llegar al edificio, Balilty miró el porche redondeado y los ventanales que tenía a ambos lados.

—Esto es un palacio —dijo Balilty, con una admiración encubierta por una mueca—. ¿Lo han comprado ahora? Mira qué terreno tienen aquí —después anduvo entre los oxalis y las malas hierbas, señaló un árbol que extendía sus brazos desnudos hasta el segundo piso y dijo—: Es un árbol muerto, hay que arrancarlo.

Linda, la de la inmobiliaria, a quien Michael había recogido con el coche para que le enseñara a Balilty el apartamento que había comprado, le lanzó una mirada hostil. Se detuvo frente al árbol y miró a Balilty moviendo la cabeza.

—¿Pero qué dices? —se sorprendió Linda—, este árbol es el más bonito del barrio, es un peral silvestre y ahora sencillamente ha perdido las hojas.

Pero Balilty, a quien no le gustaba que le llevaran la contraria, se apresuró a subir por las escaleras exteriores para encontrarse con Ada Efrati.

—Allí arriba, en el tejado, hay una mujer... —dijo, con un tono de voz sofocado y antes incluso de que llegaran al descansillo—. Está... está muerta. Le han machacado la cara. Es horrible. En mi vida he visto... Es horrible... es horrible.

Balilty intercambió unas palabras con ella, entró rápidamente en el piso y, por el amplio pasillo, se dirigió hacia la gran habitación en donde estaba la frágil escalera de madera que conducía al desván.

—¿Han llamado a una ambulancia? —dijo Michael, sin pretender iniciar una conversación con ella en ese momento.

—No, está muerta —dijo ella—. Enseguida me he dado cuenta... Yo... ya he visto muertos antes. Enseguida me he dado cuenta de que era necesaria la policía —sólo cuando él se volvió hacia el walkie-talkie y pidió que enviaran de inmediato a los del laboratorio de criminalística y al forense, Ada Efrati reaccionó—: ¿Michael? ¿Eres tú, Michael?

Los había recibido junto a la puerta de entrada, debajo de una farola que se encendió en ese momento, aunque aún no era de noche; detrás de ella había una mujer baja y delgada que se rodeaba el cuerpo con los brazos.

—Es mi arquitecto —explicó Ada Efrati. La brillante luz de la farola dejaba ver su cara y las pupilas contraídas hacían que destacara el marrón oscuro de sus ojos aterrados. Su voz le resultó conocida, como una especie de débil eco. «Yo la conozco», se dijo Michael, «yo la conozco», y clavó la mirada en la afilada nariz aguileña, en la delicada línea de los labios y en la piel ligeramente bronceada que asomaba por la ancha manga. «Pues claro que la conozco», volvió a decirse, sorprendido.

—¿No te acuerdas de mí? —dijo ella con una sonrisa desconcertada y con las palmas de las manos unidas en una especie de tenso abrazo, como hace quien pretende controlarse.

—¿Quién ha dicho que no me acuerdo? ¿Cómo no iba a acordarme de ti, Ada? Ada Levi, claro que me acuerdo, tienes la misma cara... exactamente el mismo... Y los ojos... —se calló y miró la comisura de sus labios, que esbozaban una especie de sonrisa que no llegaba a sus ojos. Y en ese momento, bajo el desván, se desvaneció por un breve instante la escena del crimen, enmudecieron las voces de los del laboratorio de criminalística, se borró todo salvo el fuerte recuerdo de un olor a pomelo, unas manos doloridas, una escalera y al final, Ada; la suavidad de sus brazos y sus piernas, la piel de aceituna bronceada por el sol, un beso repentino, robado, breve, a los pies de la escalera. Sabor a pomelo. Y después, las noches en el campamento de verano, sus dedos temblorosos y torpes agitándose sobre los botones de su camisa e introduciéndose bajo las pequeñas copas de su sujetador blanco. Luego, cuando volvieron a la ciudad, todo terminó. No recordaba los detalles exactos: tenía un novio, en el servicio militar, mayor que ellos.

—Treinta años —le dijo—, y no has cambiado nada. Tienes el mismo...

—Y uno —le corrigió.

Él le lanzó una mirada interrogante.

—Treinta y uno. Fue el campamento del penúltimo curso del instituto, teníamos diecisiete años. De hecho yo tenía dieciséis y medio y tú, casi dieciocho. Ya... me habían contado que... Me habían contado cosas... y yo... yo... estaba, bueno, cómo decirlo.

—Entera —sugirió Michael—. Estabas entera.

—Ya entonces eras un chico muy educado —sonrió—. Treinta y un años... Lo recuerdo perfectamente... Siempre se me han dado bien las fechas...

—¡Ohayon! —gritó Balilty desde arriba—. Ven, ven a ver esto, ¿subes o no?

—Yo espero aquí —dijo la arquitecto, que estaba a los pies de la inestable escalera de madera—. No puedo subir y ver... —y se alejó enseguida de la escalera hacia el ventanal que daba al patio delantero abandonado.

—Sabía que estabas en la policía —murmuró Ada al entrar tras él en el piso—, incluso pensé en buscarte, hace tiempo, pero no ahora, porque cuando se encuentra... cuando se encuentra a alguien, muere, no se piensa más en él. He venido con la arquitecto y con un capataz para ver... para medir... da igual... Sabía que eras importante, es decir que tenías un buen puesto en la policía. Cuando llamé a la policía, no se me pasó por la cabeza que mandarían a alguien como tú...

—Estaba por la zona, cerca —se oyó justificarse—. A veces es así, si estás por la zona y, sobre todo, si además eres el oficial de turno... —quería preguntarle por qué había pensado en buscarle, pero entonces oyó que el furgón del laboratorio de criminalística estaba aparcando en la acera de delante de la casa y acompañó a los dos miembros de criminalística al interior del piso.

—¿No dices nada de lo rápido que hemos llegado? —dijo Jaffa, de criminalística, mientras subía por las escaleras—. ¿Es que tú tampoco puedes decir nada amable?

—Bravo, de verdad —dijo Michael, y siguió con la mirada las grandes zancadas de Alón, de criminalística, que iba detrás de Jaffa, y miró con desconfianza la vieja escalera, que crujió cuando ella apoyó los pies.

—No he visto ninguna ambulancia —dijo Jaffa sin volver la cabeza— ¿Nos has llamado a nosotros antes?

—El doctor Solomon está en camino. Precisamente estaba con nosotros en la reunión por el asunto de ese niño de Kfar Sava —aseguró Michael, y Jaffa sonrió.

—Ada Levi —dijo, despacio, pensativo—. Qué pequeño es el mundo.

—Efrati —corrigió—. Me casé nada más terminar el servicio militar.

—¿Subes o qué? —gritó Balilty desde arriba.

—El capataz está esperando en el coche —dijo Ada—, él... él... No sabíamos qué hacer, estábamos aquí los tres. Él no... es árabe... palestino —soltó al final—. Pensamos... No quiere complicaciones... ¿Tiene que quedarse aquí?

—Debe hacerlo —dijo Michael sujetando la escalera con fuerza—. Todo el que estuviera aquí tiene ahora la obligación de quedarse. Esperad abajo, hablaremos luego.

Él subió por la escalera. Ella se quedó en el primer piso, al lado de la arquitecto.

Durante la inspección, entre las palabras de Balilty, el informe de Jaffa y las preguntas que le dirigían, Michael se preguntó cómo no la había visto desde aquel campamento y cómo —aunque a veces le habían venido a la memoria los rasgos de su cara y de sus labios y, con ellos, los gratos aromas del huerto, la delicadeza de su piel y su tímida sonrisa— no la había buscado ni había preguntado por ella a alguno de sus conocidos. Recordaba vagamente que al final de aquel curso se fue del internado de Jerusalén en donde estudiaban, pero no recordaba adonde, y de todos modos tenía novio. Y era evidente que además se había casado. Claro que se había casado, todos se habían casado. Hasta él. Y muchos también se habían divorciado. Como él. Y ahora tenía marido y seguro que también hijos. A lo mejor hasta nietos. Si tenía marido, ¿dónde estaba ahora? Porque ha dicho: «He comprado esta casa», y no «hemos comprado». Esos pensamientos le pasaban muy deprisa por la cabeza y desaparecían de repente cada vez que miraba la escena del crimen.

El doctor Solomon estaba trabajando con lentitud y meticulosidad mientras tarareaba una canción. Aunque el análisis detallado se realizaría en el Instituto Anatómico Forense, no dejaba ni un miembro sin tocar, sin prestar atención al ruido que hacía Alón, de criminalística, al hacer girar en el dedo el rollo de cinta amarilla, como si quisiera acelerar el proceso. También Danny Balilty, el jefe de la unidad de información, que había llegado al lugar por casualidad, estaba a lo suyo, absorto en algo que le tenía irritado desde hacía ya un buen rato.

—Quiero enseñarte algo —le había dicho Michael después de comer juntos al mediodía—. No preguntes, acompáñame —pretendía enseñarle el piso y solamente después decirle que lo había comprado. Pero cuando se detuvieron en el semáforo del cruce entre la carretera de Belén y Emek Refaim y Linda, la de la inmobiliaria subió al coche («¿Quién? ¿A quién tienes que recoger?», exigió saber Balilty antes de que se acercasen al cruce), el walkie-talkie empezó a sonar. Y por eso, de camino a la escena del crimen, Michael le contó, breve y directamente, lo del piso que había comprado.

Desde ese momento Balilty no dejó de refunfuñar, e incluso en el desván seguía susurrándole al oído, protestando y recordándole a Michael su agravio («¿Por qué no me has pedido consejo? ¿Es que no sabes que esas cosas no las puede hacer uno solo? Sabes que yo entiendo de esas cosas. ¿Yuval ya lo ha visto?»). Michael no reaccionaba. No apartaba los ojos del cadáver, y tuvo que contener las ganas de vomitar que le entraron frente a aquella masa negruzca y rojiza que una vez fue una cara. A la vista del pañuelo de seda intacto y del vestido de buena lana que ceñía su pecho y sus estrechas caderas, se podía suponer que aquella cara había estado muy cuidada y, tal vez, también había sido hermosa; las piernas, ya rígidas, estaban dobladas bajo el cuerpo en una extraña curvatura.

En ese momento, la incesante palabrería de Balilty sobre el piso le aturdía. Después de tantos años observando escenas del crimen y viendo cadáveres, aún no había conseguido mantenerse indiferente; cuando estaba delante de un cadáver, no lograba ser inmune a la fragilidad y la transitoriedad del cuerpo, ni a la grosera presencia de la muerte, que constantemente se burla de la víctima, quien muere con la ilusión de la pervivencia del alma y hasta pensando que el alma existe. Cada vez que estaba ante un cuerpo, como lo estaba ahora entre las calderas bajo las tejas desnudas, creía percibir cada uno de sus huesos y su calavera sonriendo debajo de la carne. Entonces pensaba en su propia muerte, pensaba con curiosidad en ella y en el modo en que esa muerte haría inútiles todos sus esfuerzos por cambiar de vida. Pasado un tiempo esos pensamientos se invertían. Entonces, protegiéndose de aquella fuerza destructiva, tomaban la firme decisión —aunque no expresada con claridad— de continuar actuando. Ese impulso de actuar surgía precisamente como reacción a la impotencia que le dominaba al ver un cadáver en la escena de un crimen.

Con los años se había dado cuenta de que en los primeros momentos se quedaba petrificado, y esa reacción no le dejaba expresar sus sentimientos; por eso quienes le rodeaban interpretaban esa petrificación como ira contenida con esfuerzo, y sus movimientos lentos y silenciosos, como indicios de concentración. Le desconcertaba pensar que él mismo pudiera desconocer la especial capacidad de concentración que se le atribuía. En las decenas de casos en que Danny Balilty había estado a su lado en la escena de un crimen nunca se había sentido tan desconcertado como al oírle hablar en ese momento (y precisamente sobre asuntos de la vida que nada tenían que ver con el caso que debían investigar). Balilty miraba el cuerpo de la víctima como si fuera un despojo de vaca. A veces a Michael le parecía que las víctimas hacían recaer en él la responsabilidad de proteger su dignidad, y entonces se quedaba en silencio y a la escucha; otras veces se rebelaba e intentaba hacer callar a su compañero. Esta vez se añadía a todos estos sentimientos la carga de que Balilty se negara a dejar de hablar de él, pues se había asignado a sí mismo la tarea de solucionar como fuera la vida de Michael.

Las suelas de los zuecos de Linda Obarian golpeaban el suelo de cerámica gris del piso de abajo y él oía los golpes mientras miraba atónito los despojos de las palomas que habían quedado apresadas en el desván y las colillas tiradas entre pedazos de papel, cerillas gastadas y cáscaras secas de naranja, que Jaffa se apresuró a meter también en una pequeña bolsa de plástico.

—Voy a subir —gritó Linda desde los pies de la escalera, y empezó a ascender. Michael se estremeció al sentir el contacto de su dedo en el hombro, se dio la vuelta y vio el largo cigarro que, como era habitual en ella, le ofrecía en un gesto de conciliación. Aunque siempre solía rechazarlos, porque detestaba su sabor mentolado, en ese momento, llevado por el embotamiento que le produjo el aire tan cargado, lo aceptó. Linda, la de la inmobiliaria, que consideraba a Michael un cliente indeciso e impulsivo al mismo tiempo, se inclinó hacia él y, evitando mirar el cadáver, le encendió el cigarro, adornado en el filtro con una línea dorada.

—Es mejor que bajes —dijo Michael—. ¿También tienes algo que ver con esta casa? ¿La has vendido tú? —ella negó con la cabeza.

—La vendía, pero luego se la dieron a una agencia grande, de la ciudad, y a mí no me gusta estar sólo del lado del comprador —susurró Linda.

—Ahora te puedes ir, te llamaré más tarde —dijo Michael. Ella movió la cabeza con gesto sumiso, evitó mirar el cadáver al girarse y bajó por la escalera.

El murmullo de Balilty, que no dejaba de quejarse y protestar por su agravio, resonaba en el limitado espacio del desván, donde tan sólo en el centro se podía estar erguido, y donde, a cada paso que se daba, había que ir inclinando más la cabeza para no darse con el techo abuhardillado. Había partículas de polvo suspendidas en el haz de luz que proyectaba uno de los tres focos que los del laboratorio de criminalística habían puesto en las esquinas altas para iluminar el lugar donde estaba el cadáver. Balilty sólo dejaba tranquilo a Michael cuando algo atraía su atención. Después volvía a su lado y murmuraba frases como la que dijo en ese momento:

—¡A la gente le da por comprarse casas y ya ves lo que pasa! Ésa ha comprado una casa y ha encontrado un cadáver.

—¿Has terminado? —le preguntó el médico a Alón, de criminalística, quien asintió ligeramente.

—Sólo he terminado de fotografiar —contestó, y dejó la cámara con mucho cuidado entre sus piernas. El doctor Solomon intentó estirar las piernas de la mujer. Incluso dobladas como estaban debajo de ella, con unas medias brillantes cuyos hilos dorados resplandecían con la luz del foco y un trozo de piel morena vislumbrándose por un agujero, se podía apreciar lo largas y perfectas que eran. Yacía sobre el suelo de cemento cubierto de polvo, con el ajustado vestido de lana gris, como una estrella de cine haciéndose la muerta. En su cabello negro y liso, que adornaba su cabeza como un halo oscuro, brillaban mechones empapados de sangre, y no hubiera sido difícil imaginar que la masa de la cara era sólo un perfecto maquillaje. Las luces de los focos, que apuntaban directamente hacia la escena, hacían aún más oscuras e intensas las sombras, que daban a las calderas una apariencia de monstruos primitivos.

—Tú la conoces —dijo Balilty en un tono entre interrogativo y afirmativo, y señaló con la cabeza el primer piso, donde estaba esperando Ada Levi.

—Estudiamos juntos la secundaria —se apresuró a decir Michael, antes de que Balilty se interesara por saber si «también con ella tuviste un lío».

—¿También con ella tuviste un lío? —preguntó Balilty.

—No digas sandeces —dijo Michael con aspereza.

—No digas qué sandez. ¿Quién dice sandeces? —protestó Balilty, con un gesto parecido a una sonrisa—. Ya no queda ni una mujer en esta ciudad que no se haya puesto de rodillas delante de ti. Ellas dicen que tú..., ya sabes, hablan de tus cosas y todo eso. He visto cómo te mira. Y también esa de la inmobiliaria que...

—Bueno, ya está bien —Michael hizo un gesto de desaprobación con el brazo.

—¿Quién te ha encontrado la casa? ¿Ella? —Balilty señaló con la cabeza la escalera por la que había bajado Linda Obarian y puso la mano en la cinta amarilla que rodeaba la escena del crimen.

Michael no contestó.

—Yo no la conozco. ¿Quién es? Parece completamente ida. ¿Es una persona seria? ¿Así? ¿Con ese camisón con el que se pasea? ¿Es de verdad agente inmobiliario?

Michael asintió y deshizo con los dedos el cigarro mentolado.

—Sólo lo parece... Y no es un camisón. Y además eso no tiene nada que ver, ella es la agente inmobiliario de la zona, la persona autorizada para este barrio —y al momento se sintió asqueado por intentar convencer a Balilty de la credibilidad de Linda. ¿Y encima entrar en detalles sobre su ropa? Qué más le daba a él lo que pensara Balilty.

—¿No sabes que todos los agentes inmobiliarios son unos estafadores? —le increpó Balilty soltando un resoplido de desdén—. ¿Eso es un trabajo? Si cualquiera puede hacerlo, ¿por qué no voy a poder yo venderle una casa a alguien? Es, como se dice en yiddish, un oficio de aire, vivir del aire, ¿eso es un trabajo? ¿De dónde crees que obtienen los beneficios? De la pereza que nos da buscar a nosotros mismos, ¿o no?

Michael seguía con la cabeza los movimientos de Alón, que en la mano izquierda tenía la mano rígida de la víctima —incluso de lejos se podía apreciar su rigidez— y con la derecha escarbaba con unas finas pinzas bajo las largas uñas rojas. Era de suponer que alguien a quien le gustaban las faldas tanto como a Balilty se concentraría en ese cuerpo escultural con el vestido de lana gris, en el brillante pelo, negro rojizo, largo y desplegado como una cola, y en la masa de la cara y haría todo tipo de conjeturas sobre esa belleza truncada. Pero Balilty (que un instante después de ver el cadáver había dicho: «¡Qué bombón!, Dios, ¡qué cuerpo! ¿Cuántos le echas tú?, ¿veinticinco?», mientras el doctor Solomon se encogía de hombros y, con la misma melodía que había estado tarareando durante todo el análisis, advertía: «Se ha retocado la nariz y también ha hecho mucho régimen») no desistió:

—¿Te ha tocado la lotería o qué? ¿Qué te ha pasado? ¿Por qué es tan urgente? ¿Te han dejado una herencia? ¿Qué dice Yuval de eso? ¿Se lo has enseñado? A ver si lo entiendo, ¿es que te has vuelto completamente loco?

—Se lo he enseñado, claro que se lo he enseñado, pero él no va a vivir aquí, se ha mudado a Tel Aviv. ¿Qué es lo que te preocupa? Todo irá bien —dijo Michael con un hilo de voz, y miró hacia abajo, hacia Ada Efrati (para él aún era Ada Levi), que estaba a los pies de la escalera tocándose con su mano morena y delgada, de largos dedos, el pelo corto y oscuro salpicado de canas. La luz del foco situado encima de ella envolvía su pálida cara con un tejido de sombras. Estaba muy cerca de la arquitecto, que seguía agarrándose el cuello con la mano, un gesto que demostraba que aún no había conseguido sobreponerse.

—¿Lo ves? —argumentó Balilty—, pretendían empezar la reforma mañana por la mañana y ahora se les han chafado todos los planes. Han encontrado un cadáver. ¿Lo ves?, no se puede planificar nada con cosas así.

La arquitecto empezó a subir por la escalera y, a la mitad, se detuvo y carraspeó como esperando su turno para hablar con Michael, que la estaba mirando mientras subía. Ella intentó llamar su atención sin conseguirlo, hasta que Balilty se calló un momento.

—Perdone —dijo entonces en un tono amable y nervioso—, ¿es usted el superintendente Ohayon?

Michael asintió.

—Me han dicho que usted... que usted es el responsable de...

Michael asintió.

—Perdone que le moleste con nuestras cosas, ya sé que no es ni el momento ni el lugar, pero hay mucha gente que depende de esto, y yo tengo que... Es un asunto de programación... Queríamos empezar mañana por la mañana con la reforma y yo tengo que saber... más o menos... qué decirle al capataz. Tenemos mucho... No importa, se podría saber, más o menos... es decir... sin ningún compromiso... cuánto tiempo pasará hasta que podamos... —volvió a carraspear—. ¿Van a prohibir la entrada? ¿Cuánto tiempo pasará hasta que podamos empezar con el trabajo? Es decir, ¿estamos hablando de días, semanas o meses?

Michael le dio una calada al cigarro y miró al doctor Solomon y a Jaffa, de criminalística, cuya cola de caballo se balanceó en su espalda cuando se agachó en la escena y tocó con las palmas de las manos la superficie de cemento rugosa y polvorienta, buscando algún objeto minúsculo e inapreciable. La luz del día cada vez más débil no entraba ya por las claraboyas, y Michael no permitió que Balilty rompiera ni una sola teja, no fuera a llover y el agua calara dentro y destruyera alguna prueba.

—Espera hasta que no quede más remedio —le ordenó.

—Ya le he dicho al capataz que de momento todo se va a retrasar —explicó la arquitecto—, y Ada, por supuesto, lo comprende, pero necesitamos hacernos una idea, porque no se puede tener así a la gente. Se trata de un trabajo enorme.

—Haz el favor de fijarte bien —dijo Balilty en un tono de victoria—, ahora vas a ver lo que es una reforma, no sabes en dónde te has metido —se dirigió a la arquitecto—: ¿Son todos árabes?, los obreros.

—El capataz es de Bet Yala —contestó—, pero yo siempre trabajo con él.

—Siempre —refunfuñó Balilty—. Ahora las cosas no son como siempre, ahora nos han mostrado su verdadera cara: disparan sobre Gilo, degüellan a personas... Bueno, no podrán venir a trabajar...

—Incluso durante la Intifada trabajé con él —protestó con un hilo de voz.

—Aquella Intifada era Disneylandia al lado de esto —interrumpió Balilty―. No podemos trabajar con árabes, es mejor que traiga rumanos.

—Deja eso ahora, Danny —dijo Michael—, ahora hay cosas más urgentes —y a la arquitecto, que se abrazaba su pequeño y escuálido cuerpo como para ocultar el temblor que no podía dominar, le dijo—: Podré darle una estimación cuando todos hayan terminado aquí, no antes de mañana por la mañana.

Ella asintió y, a pequeños pasos, retrocedió y bajó por la escalera. Pero Balilty no desistía.

—Conozco la casa. No esta —dijo, señalando a su alrededor—, me refiero a esa que quieres, a esa que al parecer has comprado... Conozco esa calle desde que nací... Mi abuela, cuando éramos pequeños, vivía en los barrios nuevos de Baqah, cerca de la carretera de Belén. Solíamos ir allí, no está lejos, muchas veces jugábamos en el patio trasero, allí... —Michael, que no le estaba mirando, oyó de repente un tono nuevo, más alegre, y por eso se volvió hacia él—, allí jugaba a los médicos con una... cómo se llamaba... Yo tendría unos cinco años, ella, digamos... era mayor, unos seis o siete. Se llamaba... No quiero ni decir en voz alta cómo se llamaba, ahora es una mujer muy importante, es de la magistratura... La conocemos, también tú la conoces. Ahora se llama Astar —contuvo la sonrisa— pero antes se llamaba simplemente Esti. Estoy seguro de que se acuerda perfectamente, sólo hace como que... Bueno, de verdad se ha vuelto especial. Una personalidad muy importante, una celebridad. ¿La conoces? De la magistratura. ¿Sabes de quién estoy hablando?

Michael asintió ligeramente con la cabeza.

—Allí, en el sótano de la casa... es la casa de la esquina, ¿no? Entre la calle Yiftaj y la carretera de Belén, ¿no? Pues allí —continuó Balilty—, allí jugábamos a los médicos, y esa fue la primera vez que vi... No importa... Escucha lo que te digo: está muy mal, no puedes entrar a vivir sin hacer una reforma, instalación eléctrica y cañerías, y también los suelos, tirar tabiques, cambiar ventanas, sólo la reforma cuesta una fortuna. ¿Qué cantidad has acordado?

Delante de ellos, en el centro del desván, el forense miró a su ayudante, un estudiante en prácticas, y ya sin el canturreo de antes, en tono autoritario, le dijo:

—Anota, anota para mayor seguridad antes de la autopsia. No me fío de este aparato —bajó la vista hacia el pequeño micrófono que llevaba colgado al cuello y después continuó hablando—. Fractura en la nuca, en la segunda vértebra cervical... hematoma en el cuello... al parecer estrangulamiento... —volvió a mirar a su ayudante, que se secó las manos en los pantalones, dejó la libreta abierta encima de una de las calderas y anotó. Michael se inclinó y examinó la bolsa en donde Alón había metido los zapatos grises de punta afilada. Tocó la punta de los tacones de aguja y vio que en la plantilla aún se distinguía la marca, aunque estaba borrosa.

—Es un zapato italiano caro —dijo Alón, de criminalística, que seguía los movimientos de Michael—. Todo de piel, hasta la suela. Y este vestido tampoco es un vestido cualquiera, por lo que puedo apreciar es lana buena. Sencillamente no entiendo —ahora miró también a Balilty— cómo una chica así, con unos zapatos así y un vestido así, pudo subir a este desván —señaló el agujero del techo y la escalera que estaba apoyada en el borde—. ¿Llevaría los zapatos en la mano o qué? ¿Y cómo se las arreglaría para subir los peldaños de la escalera con este vestido?

—Vamos —dijo Balilty—, tampoco es un misterio tan grande. Para eso no hace falta ser doctor en química. Te levantas el vestido así, hasta arriba —se subió con las dos manos un vestido imaginario y metió el bajo en el cinturón de los pantalones—, y los zapatos te los pones aquí —se señaló las axilas— o se los das a alguien para que te los lleve. Después de todo ella no estaba sola, ¿recuerdas?

—Tiene una carrera en la media —señaló Alón.

—Tiene un enorme agujero, no una carrera —corrigió Jaffa, que aún estaba de rodillas al otro extremo del desván—. Eso ha tenido que hacérselo aquí. Alguien así, con un vestido así y unos zapatos así, no andaría por la calle ni medio segundo con un agujero así, se moriría de vergüenza —Jaffa se tragó una sonrisa mimosa y eliminó cualquier posible tono en su voz—: Y estas medias, son unas medias de cuarenta y cinco shekels, tampoco son cualquier cosa.

—Jaffa —dijo Michael acercándose a ella—, dime, Jaffa, en tu opinión, ¿es posible que no llevara bolso? ¿Con un vestido y unos zapatos así, sin bolso?

—No parece lógico —sentenció Jaffa sin pensar—. En el bolsillo del abrigo, mira —señaló una bolsa pequeña—, había un pañuelo de papel y un pedazo de recibo del cajero automático. He intentado identificarlo, pero sólo se ve la fecha de ayer y la hora, mira —quitó el celofán de la bolsa de plástico y sacó un minúsculo pedazo de papel con los dedos, pues aún llevaba puestos los guantes—. No lo toques —dijo previniéndole y apartando la mano—, no llevas guantes, y no queda rastro ni del número de cuenta ni del nombre.

Michael, que de todos modos no pensaba tocar, no dijo nada.

—Tampoco está la cantidad, ni la sucursal, ni nada, sólo la fecha y la hora: diez y cuarto, de lo que se deduce, primero, que a las diez aún estaba viva, y, segundo, que tenía dinero en metálico. Entonces, ¿dónde está el dinero? ¿Dónde está la barra de labios con la que se pintó? —miró hacia lo que había sido una cara—. Seguro que tenía una barra de labios, un peine, maquillaje y hasta perfume. Nada. Nada. Una mujer así no sale sin bolso.

—Esto no tiene por qué ser suyo, hay sólo una fecha, y puede ser que no fuera ella quien sacó el dinero, sino otra persona —recordó Alón—, y puede ser que quien estuviera con ella cogiera el dinero.

—No sólo el dinero, también la cartera, seguro que llevaba bolso. Por supuesto sería gris, como los zapatos —dijo Jaffa, y Michael oyó sorprendido el tono de envidia de su voz—. Ya sólo el abrigo es de pura seda brocada, míralo, si yo tuviera un abrigo así... —su voz se extinguió cuando acarició el cuello brocado y pasó un dedo alrededor de los pétalos bordados en la tela brillante—. Es un abrigo de entretiempo, y seguro que no es de aquí —dijo mientras tocaba la etiqueta—. Aquí está, made in France, no de Taiwan, de París, ¿qué os decía? —lo dobló con delicadeza y lo metió en una gran bolsa que dejó en el suelo de cemento—. Hasta el forro es de pura seda, y ella lo tira al suelo... A lo mejor hasta se tumbó encima al principio —suspiró—, y a lo mejor fue el tipo ese quien lo tiró ahí. ¿Qué le iba a importar a él un abrigo, si no le importaba la vida de una persona?

—A lo mejor el bolso está tirado por algún sitio, a lo mejor incluso por aquí —Michael hizo con el dedo un círculo en la oscuridad—. Tendremos que buscar por los alrededores. También en el piso de abajo y en el patio, porque seguro que vivía en algún sitio.

—¿Qué quiere decir —preguntó Alón— seguro que vivía en algún sitio?

—¿Qué quiere decir? —Balilty tensó sus gruesos labios—. Llaves. El jefe está hablando de llaves. ¿Quién sale de casa sin llaves? Del coche, de casa, del trabajo, yo qué sé, no hay nadie que no tenga llaves. ¿Había llaves en el bolsillo del abrigo?

—No —reconoció Alón—, pero a lo mejor las tiene el que estaba con ella, a lo mejor viven juntos.

—Dime una cosa —dijo Balilty con evidente desesperación—, ¿cuánto tiempo llevas trabajando con nosotros?

—Un mes, ¿por qué? —la laringe de Alón vibró en su largo y delgado cuello.

—¿Y aún no se te ha abierto un poco la mente?

Alón no contestó y Michael miró a Balilty.

—Ya está bien, Danny, ya está bien, ¿no? —le dijo Michael, pero Balilty siguió mirando al de criminalística, que cambiaba el peso de su delgado cuerpo de una pierna a otra, y estaba claro que no tenía ninguna intención de dejarlo en paz.

—¿Qué? —dijo, acentuando cada sílaba—, ¿cómo lo ves tú? ¿Qué buscarían en este agujero dos personas que vivían juntas? ¿Una mujer así sobre un cemento sucio como este? ¿Qué estaría haciendo aquí si tenía una casa en donde estar?

La prominente nuez del cuello de Alón se movió de arriba abajo y bajó la mirada.

—No lo sé —dijo con una voz casi imperceptible—, no tengo mucha experiencia, pero me han dicho que a la gente le gusta darle color a su vida, y el doctor Solomon cree que aquí ha habido... que ellos... han... que aquí han echado un polvo. Aún no puede asegurarlo, pero eso parece; entonces a lo mejor vinieron a cambiar de decorado.

—¿Puedes decir si ella seguía con vida aquí, o si primero la estrangularon y después la arrastraron hasta este lugar? —le preguntó Michael al forense.

—Creo que estaba muy viva aquí —dijo Solomon—, pero te lo podré decir con seguridad sólo...

—Está bien, está bien —le tranquilizó Michael—, no lo tomaré en cuenta.

—Dime una cosa —le dijo Balilty a Alón, de criminalística—, ¿tú eres normal? ¿Quién iba a venir aquí para cambiar de ambiente mientras folla? ¿Te parece este un lugar romántico? ¿Con todas... —hizo un círculo con el dedo en el aire viciado— estas calderas del año de la polca, el polvo, las telarañas y los despojos de palomas? Para eso se va uno a un hotel, o algo parecido, aquí se viene sólo si no queda más remedio y hay mucha necesidad de esconderse.

—No es gente normal —concluyó Alón—. Tú ya has tenido relación con estranguladores, con gente que destroza caras, son pervertidos, ¿no?

—Estrangular y destrozar caras es una cosa, y follar es otra —dijo Balilty—. Y sólo uno ha estrangulado, la otra vino aquí con los zapatos italianos, con el cachemir y la seda, ¿o no?

Alón se quedó un momento callado y de repente dijo:

—Y con Poison.

—¿Qué es eso? —preguntó Balilty, confuso.

—Un perfume. Está muy de moda —explicó Alón—. Aún se siente el olor. Yo lo siento.

—Está bien, tienes buen olfato. Pero no vivían juntos, eso es seguro —dijo Balilty y sacó del bolsillo trasero de sus pantalones una pequeña caja metálica―. A lo mejor hace falta más personal para buscar. Seguro que había un bolso, con llaves, barra de labios y todo lo demás. Recemos para que ese tipo no se lo haya llevado. En mi opinión esto puede tener relación con la situación...

—¿Crees que puede ser un acto que...? —preguntó Alón.

—Yo digo una cosa: ahora hay una situación tensa, ¿no? Qué digo tensa, hay una guerra, ¿no? Entonces hay que tener eso en cuenta y...

—Precisamente he notado que han disminuido mucho los allanamientos y los asesinatos en los últimos tiempos. Desde que empezó todo este follón no ha habido casi ninguna protesta contra tantos allanamientos de... —insistió Alón.

—¿Ves?, es difícil trabajar así, con un coche patrulla en cada esquina, por eso hay menos allanamientos de morada —interrumpió Balilty.

—Es justo lo que estoy diciendo —dijo Alón.

—Pero uno o dos pueden infiltrarse, sobre todo si hay árabes aquí haciendo reformas —dijo Balilty, mirando hacia el piso de abajo—. ¿Dónde está el capataz ese? Con él quiero yo hablar.

—Está esperando fuera, en su coche. El jefe ha dicho que está bien que espere... —recordó Alón.

—Pues que espere. Porque no se va a ir de aquí sin que yo aclare algunos puntos con él.

—Yair está en camino, llegará enseguida —advirtió Michael.

—¿Qué Yair? —preguntó Balilty nervioso—, ¿el Buda? No puedo soportar su calma. ¿Dónde está Eli Bahar?, ¿dónde está?

—De vacaciones, ¿no te acuerdas? Les dijiste que se fueran a Turquía, y te hicieron caso y se fueron; vuelven esta noche —contestó Michael y aplastó la colilla del cigarro con el tacón del zapato.

—¿Entonces hemos decidido que se trata de un hombre? —preguntó Jaffa.

—¿Con quién iba a follar si no? ¿Con una mujer? —se burló Balilty—. Con una mujer no queda rastro —sentenció satisfecho—. Ahora entiendo por qué no soporto a las lesbianas, cuando folian no queda ningún rastro —soltó una carcajada que cortó de repente con la pregunta—: ¿has oído que Solomon ha hablado de follar?

—No es seguro que haya habido relaciones sexuales —dijo el forense, que se aproximaba a la escalera con una maleta de piel marrón en la mano—, de momento sólo se trata de una intuición. Únicamente en el laboratorio, con un análisis de sangre, se puede...

—Vale, vale —Balilty levantó los brazos y abrió la mano que tenía libre, la izquierda, con un gesto de rendición. De la pequeña caja metálica que tenía en la derecha sacó después un cigarro escuálido y golpeó el extremo—. Mañana todos estaremos mejor informados.

—Aunque alguien se haya llevado de aquí la cartera o el bolso —dijo Michael Ohayon—, al final lo encontraremos. Nadie se lleva algo así a casa. Alguien que no quiere incriminarse tira esas cosas o las esconde, pero no las guarda en casa.

—Siempre hay una primera vez —murmuró Solomon, que ya había empezado a meter sus aparatos en la maleta de piel.

—No encontrarás nada si se lo han llevado a Bet Yala o a Bet Sajur —sentenció Balilty, y se dirigió al forense—. Entonces, ¿tú qué dices?

—Sin comprometerme a nada —dijo el médico mientras cerraba la maleta de piel—, creo que posiblemente fuera ayer, pero por la noche, tarde. No parece que haya sido antes. Y además decís que hay un recibo del cajero de ayer a las diez y cuarto, por lo que no pudo haber sido antes. Pero sabremos más mañana, después de la autopsia en el Instituto. Esto es sólo a primera vista, me lo dice el estómago y la experiencia, y también el rigor mortis. Te lo digo yo —le hablaba a Michael como si Balilty no estuviera, y Michael recordó cómo discutieron en el caso del taxista al que encontraron degollado junto a su coche y, al final, el forense era quien estaba equivocado. Pero Balilty, que normalmente prefería comportarse como quien ha olvidado la ofensa recibida, en ese momento no tomó en consideración la falta de consideración del médico y preguntó:

—¿Estrangulamiento? ¿Definitivamente? ¿Con ese trapo tan delicado? —señaló al pañuelo de seda rojo que Jaffa había metido en una bolsa de plástico―. Se habría rasgado al instante, ¿no?

—De momento eso es lo que parece —dijo el médico, encogiéndose de hombros—, estrangulamiento, pero tal vez no con ese trapo, como tú lo llamas, sino con dos manos alrededor del pañuelo, sin tocar directamente la piel. Hay hematomas en el cuello, ya veréis las fotografías —puso el pie en el primer peldaño de la escalera.

—Quiero saber dos cosas —dijo Balilty—: primero, ¿cómo entraron aquí?; y segundo, ¿con qué le destrozó la cara?, ¿con un objeto romo? —pronunció con sarcasmo ese término general que eximía de toda necesidad de precisión.

—¿Cómo lo voy a saber ahora sin haber analizado nada? Encontraremos restos en la piel y te lo diremos. ¿Y tú?, ¿vosotros habéis encontrado algún objeto que devore caras? —contestó el forense muy enfadado—. Nos ayudaría mucho si lo encontraseis. Eso no se lo ha llevado a casa, de ninguna manera.

—Lo encontraremos —aseguró Balilty—. Si es necesario, entonces lo encontraremos. ¿Y cómo entraron aquí?

—Durante los últimos años —pensó Michael en voz alta— había aquí una empresa de informática o algo así: seguro que hay llaves rodando por todo el mundo. Es trabajo tuyo encontrar quién tiene llaves —le dijo a Balilty.

—¿Quién me baja la maleta? —preguntó el forense— Velodia está ya abajo y yo ya no tengo dieciséis años —añadió sin alegría—, tengo que hacer maniobras para bajar por aquí. Y también van a tener problemas con el cadáver, ¿cómo se lo van a llevar de aquí?

—Ya han trasladado cosas más complicadas —dijo Balilty. Encendió un purito y formó una espesa nube de humo gris.

—Lo necesito de una pieza —advirtió el forense—, si queréis respuestas a todas las preguntas.

Alón se acercó a la escalera y cogió la maleta marrón por el asa. Solomon, con los guantes aún en las manos, se agarró a la escalera.

—¿Asistirás a la autopsia? —dijo el forense medio preguntando, medio exigiendo, y Michael Ohayon asintió—. ¿Cuándo llegará? —preguntó Solomon. Ya tenía el pie en el tercer peldaño.

—Cuando lo saquen —aseguró Michael—. Llevará su tiempo.

—Entonces me voy a casa a dormir —advirtió el forense—. Necesito dormir unas horas por la noche, y esta noche ya no voy a dormir. Ya no soy un chaval. Avisadme cuando os vayáis de aquí. Os estaré esperando allí.

—¿Puedes decirnos ya más o menos cuándo conoceréis los detalles? ¿Cuánto tiempo pasará hasta que terminéis allí? —gritó Balilty al doctor Solomon, que seguía bajando por la escalera; y de repente, sin esperar respuesta, se dirigió a Michael para reprocharle el error que había cometido, y en su voz volvió a oírse un tono de estupor—. Hasta Dios pide consejo, lee la Biblia y verás, hasta Dios —y dirigió la mano hacia las tejas.

—Claro que pide consejo —refunfuñó Michael—, ¿dónde? ¿En el libro de Job? ¿Y te has dado cuenta de a quién le pide consejo? ¿Y has visto cuál fue el resultado?

—No cambies de tema, no estamos hablando ahora de la Biblia. Una cosa así no debe hacerla uno solo —protestó Danny Balilty—. ¿Has firmado? Dime sólo si has firmado algún papel, ¿has firmado? ¿Les has dado algo en mano?

Antes de que Michael le respondiera se oyó la voz de Alón, que durante los últimos minutos había estado buscando entre las calderas.

—¡Lo he encontrado! —gritó—. ¡Aquí está, dentro de la caldera! He ido mirando caldera por caldera y de repente... —del interior de la gran caldera, en donde tenía metida la cabeza, sacó un tablón roto, y de pronto cesó el farfulleo de Balilty.

—Creo que es esto —dijo, acercándose al foco con el tablón entre las manos para examinarlo de cerca— Tiene manchas, pero sólo en el laboratorio sabremos si es sangre y si es sangre de ella y todo eso...

—Claro que es sangre, y bastante reciente —dijo Balilty cuando se acercó al oscuro tablón junto a Michael, librándole así, aunque no tenía ninguna obligación, de confesar que había firmado un memorándum, a pesar de que le habían advertido de que esa firma tenía la misma validez que la de un contrato. Después de una confesión así no tenía sentido recordarle a Balilty sus propias imprudencias, pues él las había cometido sólo en su relación con las mujeres, nunca en temas económicos.

Mientras Alón envolvía una y otra vez el tablón con plástico del rollo que estaba en el suelo de cemento, Balilty volvió a la carga.

—Ya te lo he dicho, conozco la casa, no sólo de cuando era pequeño. Y sé las complicaciones que puede haber si no se consulta con un abogado y en el Registro de la Propiedad. Mira, no hace mucho que te conté lo del amigo de mi Sigi, sus padres estaban buscando un piso, lo encontraron y firmaron, y después se descubrió que la dueña aún está viva, sólo el dueño ha muerto, y que habrá problemas con la herencia y el testamento. Los hijos lo pusieron en venta después de morir el padre, pero la madre tiene Alzheimer y puede vivir otros diez años fácilmente, ningún abogado puede inscribirlo en el Registro de la Propiedad y ellos ya han pagado un tercio, ahora están hundidos. ¿Sabías eso?

Michael asintió, pero Balilty no hizo caso de ese gesto.

—¿Has firmado y encima has pagado por adelantado? ¿Cuánto has dado? —le preguntó Balilty y, sin esperar respuesta, dijo muy furioso—: ¿Quién se te ha arrimado? ¿Con quién has hablado? ¿Con ella? —señaló con la cabeza la escalera por la que había bajado antes Linda, y acompañó el movimiento de cabeza con un gruñido despectivo y una nube de humo grisáceo—. ¿Ella? Ella nunca te diría esas cosas, ella es una interesada, para ella lo importante es que tú compres y le des un tanto por ciento y, después, ya puedes romperte la cabeza, para cuando todo quede inscrito en el Registro de la Propiedad ya te habrán comido los gusanos.

—Ella me ha hablado de todas las dificultades y hasta me ha prevenido de posibles complicaciones, y lo hemos comprobado todo en el Registro de la Propiedad —dijo Michael.

El cadáver con la cara machacada y el pañuelo rojo atado al cuello, así como encontrarse junto al lugar del crimen, le libraron por un momento de tener que explicar por qué se había comportado de repente de esa forma tan poco habitual en él. Durante muchos años no había pensado en la posibilidad de tener una casa propia, había hecho caso omiso de todas las presiones de sus familiares y amigos —y Balilty era uno de los más enérgicos— y ni se le había pasado por la cabeza dejar su piso alquilado y «olvidar de una vez ese asunto» (como decía Balilty, que de vez en cuando se atrevía a aludir a la puerta del segundo piso que Michael esperaba oír abrirse cada vez que él subía y bajaba las escaleras, y después la voz de ella llamándole). Y cuanto más le presionaban —Yvette, la hermana mayor de Michael, que ya no podía soportar ese piso alquilado, instigó también a Shorer, su amigo y su jefe—, más se obstinaba él en que la ubicación y la forma de las viviendas eran cosas superfluas, sin importancia; y, además, qué más daba, si apenas paraba en casa. («Fíjate bien en cómo eres», le decía Emanuel Shorer, que se consideraba responsable de él y de la orientación de su vida —no como un padre, sino como un hermano mayor o un tío cercano, pues fue él quien había convencido a Michael para que entrase en la policía—, «siempre encuentras una teoría acorde con las circunstancias y que las justifique», y Michael se ratificaba callándose o replicando que no tenía ni fuerzas ni bastante dinero, y mucho menos para el piso que de verdad le gustaría.)

Si no hubiera sido por Alón, de criminalística, y por Jaffa, que estaba metiendo la mano debajo de una caldera, Balilty no le hubiera dejado en paz y, al final, se habría visto obligado a contestar y a hablarle de la reunión familiar de principios del verano, de la movilización de sus hermanos y hermanas y de la decisión que tomaron de no tener en cuenta todas sus negativas («No puede vivir otra vez en un bloque de los barrios nuevos», dijo Yvette, la mayor, que dirigía la reunión, «desde que se divorció hace... ¿cuánto?, ¿veinte años?, vive como en una pocilga. ¿Aún es un estudiante o qué? Ya no es un niño pequeño»), y de cómo reunieron, uniendo fuerzas, cada uno según sus posibilidades, la mitad del total necesario para un piso que le conviniera. Hasta entonces no había hecho partícipe a Balilty de sus reflexiones, aún no le había explicado que un paso drástico como adquirir un piso tenía relación con la posibilidad de encontrar también más horas para estar en casa, e incluso de dirigir desde allí sus investigaciones, si fueran atendidos sus deseos y los de Eli Bahar, su veterano ayudante, a quien llevaba tiempo pidiendo que abriera con él una agencia privada de detectives. Pero las explicaciones a Balilty podían esperar, pensó Michael abatido; había personas que se sentían ofendidas si uno no aceptaba sus opiniones. No le guardaba rencor a Balilty ni por su grosería ni por su nerviosismo, que se había agudizado debido al régimen que él mismo se había impuesto por fin, después de que le descubrieran un amago de infarto. Hasta que el médico le avisó de que el seguro subiría, no consiguió dejar los rellenos de los que tanto disfrutaba, sobre todo a altas horas de la noche; entonces abandonó esos placeres y se lanzó a la actividad física y a la «comida de conejos»: zanahorias peladas y lechuga lavada que le hacían suspirar cada vez que pasaban por el mercado, donde solía agasajarse, incluso por la noche, con un pincho de ubres o bazo relleno.

Pasaron bastante rato en silencio al lado del cadáver, siguiendo los movimientos de Alón, que estaba metiendo lo que había en los bolsillos del abrigo en pequeñas bolsas de plástico, sellándolas con cuidado y marcándolas con un rotulador morado.

—Quién sabe qué más habrá en las calderas —murmuró Balilty—, hace años que están aquí sin agua. Entonces, ¿lo has comprado? ¿Ya está? ¿Es definitivo? —volvió a su enfado, y Michael asintió y se fue a mirar detrás de una de las calderas, no fuera a ser que, a pesar de todo, hubiera allí una cartera o un bolso con algo que pudiera identificar el cadáver.

—¿Cómo que lo has comprado? —saltó Balilty de nuevo, como si hasta entonces no hubiera dicho una palabra—. ¿Qué es eso de comprar así? ¿Pediste explicaciones? ¿Preguntaste? ¿Alguien lo ha visto? ¿Lo ha visto Yuval? Aunque viva en Tel Aviv se le puede pedir consejo, tu hijo ya no es un niño. ¿Por qué no me avisaste? Sabes que yo entiendo de estas cosas, por qué no...

Michael suspiró.

—Más tarde, Danny, hablaremos de eso más tarde —aseguró—, ahora tenemos trabajo, ¿no?

—Si no hubiéramos venido a echar un vistazo antes de la reforma, el cadáver habría estado aquí descomponiéndose durante un mes —dijo de pronto la arquitecto, que estaba abajo, a los pies de la escalera—. Ha sido gracias a Ada, que es una persona sistemática y quería volver a ver el desván antes de tirar el techo del todo. Si no hubiese sido por eso, no lo habríamos encontrado tan pronto.

Michael descendió al piso de abajo.

—¿No tiene ni idea de quién es? —le preguntó a la arquitecto, y ella movió la cabeza.

—¿Cómo? ¿Así, sin rostro? —contestó la arquitecto, temblando y apartando la cara de la escalera—. Y tampoco ellos tienen ni idea —dijo, señalando a Ada Efrati y al capataz. Los dos hablaban en voz baja en un rincón de la habitación, donde ya había grandes sacos de arena— Este piso ha estado abandonado durante años —explicó—, hubo problemas con el derecho de propiedad y la herencia, y había todo tipo de drogadictos pululando por el jardín.

Balilty bajó rápidamente por la escalera.

—Dígame una cosa —Balilty se dirigió a la arquitecto en un tono desesperado, y Michael, que adivinaba lo que venía a continuación, intentó tranquilizarle haciendo un gesto con la mano—, ¿le parece normal que la gente compre casas en este barrio, cuando la mitad son propiedades abandonadas y la otra mitad...? —pero algo le interrumpió, y no fue Michael; en la puerta de entrada se oyó, alta y clara, la voz del sargento Yair («¿Dónde es?», preguntó), a quien Balilty solía llamar «El Buda campesino», por su temperamento sosegado, y a veces «El Agricultor», por los ejemplos del mundo agrícola que intercalaba en sus conclusiones; mientras que a Eli Bahar, a quien muy a su pesar acompañaba en sus últimas investigaciones, le llamaba «Señora Marpel», por las historias sobre su pueblo natal.

—¿Dónde estáis? —gritó Yair—. Abajo me han dicho que arriba, pero no veo aquí ningún arriba y tampoco hay luz.

—Levanta la cabeza —se burló Balilty, y alzó la cara hacia el cuadrado abierto en el techo entre la planta de entrada y el desván—. Aquí arriba tenemos tanta luz como en una cancha de baloncesto. Normalmente tienes la cabeza en las nubes, ¿no? Ten cuidado al subir, no sea que se nos escape.

—¿Subir por la escalera? —preguntó el sargento mientras se iba acercando a ellos.

—Como la yedra —contestó Balilty, e incluso en la penumbra se podía apreciar el placer que le produjo la respuesta.

Michael miró al capataz, que estaba junto al ventanal que daba a la carretera de Belén. Se acariciaba su corta barba y miraba a hurtadillas a su alrededor. No la había visto nunca, les había dicho en inglés, llevaba sólo unos meses aquí después de vivir varios años en Estados Unidos.

—¿Aún nos necesitáis aquí? —preguntó Ada Efrati, con una voz más débil de lo que Michael recordaba.

—Sí —respondió después de pensárselo un instante—, creo que es conveniente que ahora vengáis con nosotros a declarar. También sobre el tema de las llaves: quién tenía y quién no, porque no irrumpisteis aquí, abristeis con la llave, ¿no?

El capataz retrocedió.

La arquitecto, que le estaba mirando, se acercó a él y le tocó el brazo.

—¿También él tiene que venir? —preguntó.

—¡Pues claro! —dijo Balilty.

—Pero él no tiene nada que ver... —intentó explicar la arquitecto.

—Sí que tiene que ver, pues claro que tiene que ver —dijo Balilty y apretó los labios, luego se dirigió al capataz y le dijo algo muy deprisa en árabe.

—¿Qué ha dicho? —susurró la arquitecto.

—Se lo lleva en el coche patrulla —explicó Michael.

—Entonces, también nos lleva a nosotras en el coche patrulla —anunció Ada Efrati—. Él está con nosotras. Estamos juntos. ¿Qué?, ¿no tienes nada que decir al respecto? —le exigió a Michael.

—Yo iré detrás en el coche, aún tengo algunas cosas que hacer aquí —contestó sin mirarla.

—Dejen sus vehículos aquí —ordenó Balilty, y caminaron por el largo pasillo hacia la puerta de salida.

—¿Dicen que no tienen ni idea de quién es ella? —afirmó Balilty.

—Ya se lo he dicho... —soltó Ada Efrati—. Jamás... Y además con esa cara destrozada... Aunque la hubiera visto una vez por casualidad, cómo podría... No. No tengo ni la menor idea.

—Necesito todos sus teléfonos, también el de él —dijo Balilty señalando con las cejas al capataz—. ¿Alguno de ustedes ha pensado salir del país con ocasión de las fiestas? ¿Digamos, por ejemplo, después de Sukkot?

—Nadie se va a ninguna parte —dijo Ada Efrati—, estos no son tiempos para viajar.

—¿Qué pasa?, ¿se ha dejado de vivir por culpa de la nueva Intifada? —Balilty le dirigió al capataz una mirada desafiante—. Según eso, si vivimos de acuerdo con la situación, se podría zanjar el asunto, ¿no? ¿Eres de Bet Yala? —se dirigió al capataz.

—De Bet Yala —confirmó.

—Yo vivo en Gilo. Tal vez fue desde tu casa desde donde dispararon a nuestro barrio, ¿eh?

—Eso déjeselo al ejército y a la policía militar —dijo Ada Efrati, y puso la mano sobre el brazo del capataz, como intentado protegerle.

—Así son los de izquierdas —concluyó Balilty cuando se fueron—, les escupen en la cara, les mean encima y ellos dicen: llueve.