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A media mañana llegaron una centena de hombres que habían sido contratados para restaurar el jardín. Curiosamente, en las carretas que transportaban a los nuevos inquilinos vegetales no había flores, solamente árboles.
Fátima estaba intranquila, demasiado nerviosa para encerrarse en la casa. Sin pensarlo mucho, se dirigió al jardín y les ayudó a recoger aquellos rosales inertes. Ella se sentía como una enfermera en el centro de un campo de batalla en donde no había vencedores, solamente víctimas inocentes.
La única parte del pabellón de madera que había quedado en pie, fue desmontada y ella presenció cómo dos hombres con un par de hachas descuartizaron los restos de aquel monumento de madera. El pabellón no había resistido, se había doblegado entregándose a su propia destrucción presa de la incontenible furia del viento marítimo. La estremeció esa idea. Se imaginó a Santiago en el lugar del pabellón, y vio claramente como él sucumbía a los ataques de un centenar de espadas. Se sorprendió a mí misma agobiada profundamente, pero ya no por Oliver, sino por Santiago.
Ella no temía por Oliver, él estaría protegido por la voracidad de su rabia, en cambio Santiago estaba indefenso, presa de su culpabilidad, si él estaba dispuesto a tolerar toda destrucción, seguramente ofrendaría su vida para saldar sus culpas.
Oliver no aceptaría menos.
Transcurrieron muchas horas, entre la inquietud de la mañana, el nerviosismo del medio día y la tensión de la tarde. El sol había llegado al centro del cielo y para estos momentos iniciaba su camino de regreso al fondo del mar.
Fátima no había comido aún, el apetito desapareció cuando Conchita le notificara que Santiago no vendría a comer, él mismo se lo había informado por la mañana antes del desayuno.
Ella se mantuvo trabajando en el jardín, mientras arrancaba el trozo de un rosal fracturado, debajo de aquellas ramas quebradas encontró un botón de rosa que se había salvado. Se hincó y lo cortó con las tijeras. Ella se quitó los guantes y corrió de vuelta a la casa, dirigiendo sus pasos impetuosos al despacho de Santiago. Sobre el escritorio descansaba el libro de contabilidad, ella lo abrió y buscó la última página que estaba escrita y justo ahí colocó el botón de rosa y cerró el libro.
Ella regresó al jardín.
Aquellos hombres habían iniciado con la faena de transformarlo o revivirlo, Fátima no lo supo con certeza. Este jardín había perdido el color, convirtiéndose tan solo en una masa verde, no había flores o por lo menos ella no pudo identificar capullos en ninguno de los arbustos que ahora se apoderaban del terreno.
Ella caminó por los corredores que habían diseñado entre arbusto y arbusto hasta llegar al sitio en donde días antes se había erigido el pabellón. Fátima solo encontró más arbustos y árboles. Esto había dejado de ser un jardín para convertirse en una selva que tarde o temprano se volvería incontrolable. Había cedido el romanticismo de las flores por la voracidad de los arbustos y los árboles. No requeriría de cuidados ni de mimos, sería un trozo de verde autosuficiente, nadie más volvería a visitarlo, nadie más albergaría sus sueños y deseos entre los pétalos multicolores. Nadie más vendría a él y navegaría en el aroma de las flores surcando el mar de recuerdos.
Santiago no deseaba recordarla, por eso había ordenado la transformación de su jardín. Eso le dolió. La lastimó profundamente saber que él ni siquiera intentaría mantener recuerdos de ella.
¿Y no había pensado ella lo mismo?.
¿No iba a sepultar sus sentimientos tan profundo que ni ella pudiera encontrarlos?.
Tuvo que reconocer que Santiago era un hombre decidido. Y que una vez tomada una decisión, nada en este mundo lo haría cambiarla, y la reconsideración estaba fuera de los límites.
Contemplaba como aquel ejército de hombres plantaba los arbustos y los árboles, cuando percibió a lo lejos que el carruaje se aproximaba a toda velocidad.
Ella permaneció en aquel sitio al que ya no podía llamar “jardín”. Pablo condujo el coche hasta la puerta principal de la mansión. De un salto bajó del pescante y entró en la casa. Un par de minutos después salió y corriendo se dirigió hacia donde ella se encontraba. Fátima se inquietó al escuchar que él la llamaba a gritos.
—¡Doña Fátima!. ¡Doña Fátima!.
Ella levantó la falda y corrió para encontrarse con él. Pablo se detuvo y se inclinó hacia el frente para recobrar el aliento. Él era un hombre joven aún, no más de cuarenta años y su agitación era anormal en un hombre habitualmente sereno como él.
—¿Santiago está bien?.
El trozo de corazón que ella aún conservaba en el pecho, palpitaba sin control y un gran vació doloroso que inició en su estómago se extendió por todo el cuerpo de la joven, produciéndole escalofríos.
—Si, él está bien. Don Santiago me ha ordenado que venga por usted.
Le costó mucho trabajo completar la frase, el aire le hacía falta y se le veía angustiado. Su rostro normalmente alegre ahora estaba tenso y la gravedad de su voz reafirmaba las órdenes que había recibido.
Ella sujetó el brazo del cochero y corriendo se encaminaron a la coche, ella subió apresurada y él de un manotazo cerró la puerta y se montó en el pescante, sin mayor demora sonó el látigo y puso en marcha los caballos.
Fátima imaginó cualquier cantidad de figuraciones horrendas: Oliver y sus hombres invadiendo las plantaciones. Santiago golpeado y sangrando en alguna parte de su oficina o en el almacén. Las plantaciones incendiadas y Santiago hecho prisionero. La furia de Oliver vertida en un duelo en el que Santiago terminaba tendido en una laguna escarlata y con una abertura en su vientre producida por la espada de Oliver. Un asalto sorpresivo, los trabajadores inocentes inmolados sin piedad, la hojas de las espadas chorreando sangre y Santiago maniatado, golpeado y medio inconsciente yaciendo sobre la terracería y Oliver, su Oliver transformado en un ciclón que escupía ráfagas de violencia destruyendo todo a su paso. Santiago derrotado por la espada de Oliver, y ella no pudo evitarlo.
Tal vez, ahora mismo, ya era demasiado tarde.
Sus horrendas cavilaciones le arrebataron la noción del tiempo y la distancia. Ella había visitado tantas veces las plantaciones que en el momento en que sus ojos se deslizaron hacia la ventana, ella notó que no habían tomado el camino correcto, sino que estaban a punto de llegar al puerto.
¡El puerto!. ¡Los barcos estaban anclados en el puerto!.
¡No, por favor Dios, que no fuera lo que ella estaba pensado!.
Pablo disminuyó la velocidad mientras cruzaba la plazoleta y maniobró el coche con paso lento a través de las calles abarrotadas de gente.
Ella sintió que se derretía sobre el asiento, por un segundo había creído que Pablo la conducía al muelle. Una pavorosa imagen se incrustó en su mente: Santiago sin vida, destrozado, irreconocible, y a Oliver a bordo del Cerulean esperando por ella. Su cuerpo trepidaba presa de un fuerte escalofrío.
Pablo atravesó la ciudad pero no se desvió hacia el muelle, en lugar de eso, tomó un camino de terracería apenas visible. Ella asomó la cabeza por la ventanilla y le habló.
—Pablo, ¿a dónde vamos?.
—Falta al menos una hora para que lleguemos a nuestro destino doña Fátima.
—¿A dónde vamos, Pablo?. —Él no respondió— ¡Pablo!. —Ella le gritó— No dejaré de gritarte hasta que me respondas.
Pablo se rindió, sabía que ella era terca y era mejor mantenerla dentro del carruaje, maquinando Dios sabe que barbaridades, a llevarla colgada de la puerta llamándolo a gritos.
—Don Santiago me ordenó no detenerme hasta que lleguemos a nuestro destino.
No era la respuesta que ella esperaba, pero aceptó que no le arrancaría ninguna otra al cochero. Ella se recargó en el respaldo del asiento y una nueva descarga de imágenes atiborró su cerebro. Sería tal vez que Santiago la estaba enviando a algún otro sitio que ella desconocía para mantenerla alejada de Oliver. O quizá era él quien la esperaba en aquel lugar a donde Pablo la llevaba.
De alguna extraña manera, la reconfortó no imaginarlo mal herido o muerto. Ella prefería pensar que él jugaba su última carta o intentaba alguna estratagema final bajo estas apretadas circunstancias.
Después de millones de imágenes y pensamientos extraños, ella percibió que el carruaje disminuía la velocidad hasta que finalmente se detuvo. Ella se sobresaltó, los latidos de su corazón eran tan exagerados y continuos que casi podía verlo saltándole en el pecho. Sus manos se inundaron y su respiración se aceleró. Pablo abrió la puerta del coche y le ofreció la mano para ayudarla a bajar. Ella salió del carruaje.
Frente a ellos se levantaba un gigantesco edificio de cantera gris, las ventanas eran diminutas y protegidas con barrotes. En la parte superior se paseaban guardias con mosquetes.
¡Una prisión!.
Ella se aferró al brazo de Pablo, casi ocultándose tras él.
—¿Pablo, qué hacemos aquí?. —Su voz temblaba.
—Don Santiago me pidió que la trajera a usted a este lugar de inmediato y que le entregara esta carta al Coronel, también me dijo que veníamos a recoger a alguien y que después los llevara directamente al muelle.
La desconcertaron las palabras de Pablo. Santiago ya le había dado un salvoconducto para liberar a Oliver hacia un par de días, y ahora la enviaba a prisión con una carta para el coronel.
¿Qué tramaba?.
Ella comprendió que Oliver aún no se había enfrentado a Santiago, pero esa no era la verdadera razón de aquellas órdenes. Algo estaba mal.
No le quedaba claro el motivo de Santiago al enviarla a la prisión para liberar a Oliver, él sabía que ella había entregado a Eugene el salvoconducto y que Oliver sería liberado de cualquier manera.
¿Para qué enviarla a este sitio con el mismo objetivo?.
Tal vez Santiago habría recibido un mensaje del coronel que le instaba a reconfirmar la petición para liberar a Oliver. Si. Eso debía ser, se convenció ella.
—De acuerdo Pablo, hagamos lo que Santiago te ha ordenado.
Caminaron acercándose a los guardias que custodiaban el gigantesco portón de madera.
—Buenas. Traigo una carta para el coronel de parte de don Santiago de Alarcón. Es urgente.
—Momento. Vamos a ver si el coronel está disponible.
Uno de los guardias llamó a la puerta y de inmediato se abrió una pequeña ventana en donde apareció un rostro a quien le dieron el mensaje, luego la ventana se cerró y esperaron frente a aquella enorme puerta oscura durante varios minutos hasta que aquel portón se abrió de par en par. Otro guardia emergió del interior y se dirigió a ellos sin ninguna clase de emoción.
—El coronel los espera en su oficina. Síganme por favor.
Ella se sujetó con más fuerza al brazo de Pablo y caminaron juntos siguiendo al soldado. Cruzaron un gran patio, que servía para las ejecuciones o para los trabajos forzados de los reos. Luego ingresaron en otra construcción bastante sobria y oscura, pero esta no tenía barrotes en las ventanas, sino cristales. Subieron varios peldaños hasta llegar a un pasillo que los condujo a una gran puerta de hoja doble. El soldado llamó un par de veces y luego recibió respuesta.
—Adelante.
Él entró primero, saludo al oficial de mayor rango y adoptó una postura erguida y firme, Fátima y Pablo ingresaron después.
—Señor, estás son las personas que traen la carta del señor de Alarcón.
—Buenas tardes Coronel. Don Santiago le envía esta carta, me pidió que le insistiera en que su intervención es urgente y necesaria.
Pablo extendió el brazo entregándole la carta al coronel.
El coronel estaba sentado detrás de un sobrio escritorio de madera, apenas vio a Fátima cruzar el umbral de la puerta, inmediatamente se puso de pie e hizo una leve caravana, luego tomó la carta que Pablo le entregaba, rompió el sello de lacre y desplegó el papel, leyendo con atención aquellas líneas que había escrito Santiago y luego miró a la joven y al cochero.
—Lo siento mucho señora Drake, su esposo fue liberado hoy por la mañana de acuerdo a las indicaciones que venían especificadas en la primera carta que recibí de parte de Santiago. Desde luego que es usted bienvenida, aquí podrá esperar a que su esposo venga a recogerla. Y por favor, acepte mis sentidas disculpas por la confusión. Le aseguro que su esposo fue tratado dignamente.
—Coronel, ¿me permitiría leer la carta que le ha enviado el señor de Alarcón, por favor?.
—Desde luego.
Él le entregó la carta y ella controlando los temblores de sus manos, la leyó.
Mi estimado Mario:
Te escribo nuevamente, porque no estoy seguro de que mi primera carta haya llegado a su destino antes que ésta. En cualquier caso, esta misiva va con la misma finalidad. La mujer que acompaña a Pablo, es la esposa de Oliver Drake, he hablado con ella y me he dado cuenta que ese hombre ha sido inculpado erróneamente. Él no es aquel pirata que atacó los barcos del duque de León. Ha sido una terrible y penosa equivocación que ha hecho sufrir a muchas personas.
Yo me encuentro resolviendo un asunto muy delicado y no me ha sido posible acompañar a doña Fátima, por eso te pido que no hagas más larga e injusta su espera. Te ruego que pongas en libertad al señor Drake para que pueda reunirse de inmediato con ella. Sé que ella estará inmensamente feliz de volver a ver a su esposo en buenas condiciones.
Sin embargo, en el caso posible de que el señor Drake haya sido liberado con mi misiva anterior, te suplico que des alojamiento a la dama y a mi chofer hasta que el señor Drake regrese por ella. Estoy seguro de que tendré la oportunidad de informarle personalmente dónde puede encontrarla.
Me reuniré contigo en los próximos días y hablaremos sobre este catastrófico incidente. Y por favor, te ruego hagas extensivas mis disculpas a la dama.
Agradezco nuevamente tu incondicional apoyo y me reitero como tu fiel amigo y servidor.
Santiago de Alarcón
¡Oliver realmente está vivo!.
¡Dios Santo, Oliver estaba libre!.
A duras penas ella logró contener la alegría, hubiera querido gritar y saltar, sin embargo, no pudo hacerlo. Oliver estaba libre, y ella no sabía con certeza que había ocurrido con él. Además, las acciones de Santiago no concordaban con lo que ellos habían hablado previamente. Él la había puesto fuera del camino permitiéndole a Oliver consumar su venganza con lujo de violencia. Santiago sabía que ella no iba a permitir que Oliver cometiera un crimen que lo perseguiría el resto de su vida y de la de ella. Entonces, ¿por qué había hecho Santiago semejante cosa?.
—Coronel, no deseo permanecer aquí. Yo fui quien entregó la primera carta de Santiago a los subordinados de mi esposo para que fueran ellos quienes se encargaran de liberarlo. Imagino que para estos momentos, él debe de estar a bordo del barco que nos llevará de vuelta a casa. Coronel, estoy segura que el señor de Alarcón entenderá mi juicio.
—Desde luego mi señora, yo no intentaría de ninguna manera obligarla a permanecer aquí si usted no lo desea. Y ofrezco, nuevamente, disculpas por esta terrible equivocación, confío que su esposo y usted entiendan que solamente cumplimos con nuestro deber.
—Por supuesto coronel. Con su permiso, me retiro.
El coronel se puso de pie e inclinó un poco su cabeza en señal de despedida.
—Le deseo buen viaje mi señora.
—Pablo...
—Doña Fátima. —Respondió Pablo con la confusión adornándole el rostro.
—Capitán escolte a la dama hasta su carruaje. —Ordenó el coronel.
El oficial los guió hasta la puerta de ingreso.
Fátima caminaba aferrada al brazo de Pablo y él a penas lograba quitarle la vista de encima a pesar de que la observaba con el rabillo del ojo.
Ella imaginó la consternación de aquel hombre, varias horas antes había descubierto a su señor y a ella, fundidos en un beso íntimo que bien podría haberse interpretado como una posesión y entrega total. Y ahora se enteraba que ella era una mujer casada y que su esposo había estado encarcelado. Él la miraba de una manera extraña, casi inquisitoria, el reproche instalado en sus ojos, lograba incomodarla.
Ella supuso que Pablo también deseaba evitarle penurias a su amo. Y aunque ella hubiera intentado explicarle todo lo que había ocurrido durante esos meses que vivió al lado de Santiago, dudaba que Pablo comprendiera que a pesar de todo, ella también sentía la necesidad de protegerlo.