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FÁTIMA se había acostumbrado al nuevo mundo, a su calor amarillo y a la gente oscura que habitaba en la mansión. El próximo mes ella cumpliría tres años de haber arribado a la costa caribeña, y sin embargo, su piel conservaba el hielo de su linaje. Las paredes de la casa de su tía Amelia, evitaban regalarle a la joven Fátima tan solo una gota de ese sol oceánico que todo lo alcazaba.
Todo.
Excepto a ella.
Fátima solo era un delicado y hermoso fantasma, que deambulaba por la mansión y sus jardines, siempre sola, siempre aislada, siempre silenciosa.
La casa, mejor dicho, la elegante prisión de tía Amelia estaba ubicada a las afueras de Port Royal, sobre una pequeña colina; era un sitio hermoso, una casa de tres plantas, con terraza en el segundo piso, encantadores paneles de madera de caoba cubrían las paredes de la mayor parte de la mansión, y ricos adornos en oro y plata, pinturas, jarrones, cortinas de seda y terciopelo, y tapetes persas decoraban el interior. Además, poseía de un jardín de rosas. La reja separaba la rosaleda del pequeño bosque de palmeras que bien podían confundirse con una ondulante alfombra verde que llegaba hasta la playa, y al fondo descansaba el mar vestido en diversas tonalidades de azul.
Fátima debió familiarizarse con los hábitos de Amelia, quien a pesar de no tener más de cinco décadas se comportaba de manera extravagante, y solo le permitía salir al jardín de la casa si Índigo, la nana que Amelia misma le asignó, le acompañaba y desde luego no más de una hora. La piel de Fátima era cremosa, blanca y tersa a pesar de haber vivido casi tres años en el Caribe. Su tía Amelia se había encargado de mantenerla alejada, no solamente del sol, sino del mundo que se desplegaba fuera del cancel que protegía la mansión.
¿Vida?.
No podría considerarse ni siquiera como un centavo de vida, eso que ella experimentaba desde el amanecer hasta que caía la noche. Fátima había meditado sobre su situación en aquella casona durante tantos días, que llego el momento en que se habituó a tan solo pensar, pero no actuar. Sólo obedecía los mandatos de Amelia que precisamente para eso la joven había sido enviada a Jamaica, ella estaba siendo entrenada para ser sumisa y obediente; sin voluntad ni deseos. Una muñeca humana que solamente existía sin vivir del todo.
Eran los paseos por el jardín de rosas, lo único que le proporcionaba una extraña y fugaz sensación de alegría. De libertad. Ella había desarrollado una particular relación con aquellos seres de clorofila, hasta el punto en que las mismas rosas se rehusaban a lastimar con sus espinas las manos de Fátima, cuando ella las cortaba para formar racimos enormes que adornaban su habitación o algún jarrón en el interior de la casa. Fátima había adoptado al jardín como suyo. Era su amigo, confidente, amante, compañero y refugio. Era frecuente verla hincada en medio de un gran mar de rosales, permitiendo a las corolas perfumadas acariciar con sus pétalos el rostro y el cuerpo entero de ella.
Esta tarde el sol había sido hecho prisionero por las nubes y Fátima aprovechó su ausencia en el firmamento para escabullirse al jardín, Índigo caminaba detrás de ella, contemplando como el viento mecía los rosales y Fátima deslizaba la mano sobre las rosas, acariciándolas, mimándolas. Pero...
Era tan evidente la tristeza que invadía a Fátima, casi como una capa de cristal envolviendo su piel, haciéndola frágil e intocable, bien podía compararse a una infección que se expandía alcanzando cualquier cosa que estuviera cerca de ella. Fátima se había convencido a sí misma de ello, tanto que en días nublados como el de hoy mientras se refugiaba en el jardín, ella estaba segura de haberle contagiado su desaliento al cielo. Una capa de plomo se había derramado sobre las nubes alcanzando la línea del horizonte.
Índigo, la criada negra que había sido puesta para atender... No, para custodiar a Fátima, se había transformado en su nana, en la imagen más cercana a una madre, que Fátima pudiera haber conocido jamás.
Índigo la sujetó suavemente del brazo y la detuvo.
—Fátima debemos regresar a la casa, la lluvia no tarda en caernos encima. —La voz de Índigo sonaba más a súplica que a petición, definitivamente estaba preocupada.
—No. Permite que las gotas me toquen aunque sea una sola vez, por favor Índigo.
La pobre negra se frotó las manos en el delantal, mientras giraba la cabeza de un lado a otro, asegurándose de que Doña Amelia no estuviera cerca. Afortunadamente, Índigo no insistió.
Como si una caja sorpresa hubiera sido abierta, gran cantidad de gotas se desprendieron del cielo. Fátima sintió sus dulces mimos sobre el rostro. Ella extendió los brazos y elevó el rostro hacia el cielo, y cuando el agua estuvo a punto de penetrar la tela del vestido y tocar su piel, tía Amelia se encargó de romper el idílio.
—¡Índigo!.
Ella llamó a gritos a Índigo que respondió con sobresalto, sujetando a Fátima del brazo y llevándola a tirones al corredor dentro de la casa, justo frente a Doña Amelia.
—Señora.
La horrorizada Índigo inclinó la cabeza y empuñó sus manos estrujando el delantal que pendía de su gruesa cintura. El rostro oscuro se decoloró un poco y su voz temblaba casi hasta volver incomprensibles sus palabras.
—¡Te he dicho centenares de veces que no la consientas!. ¡Ella no debe perder la compostura!.
Amelia gritó tan fuerte que algunos de los criados que realizaban sus tareas cerca del corredor, huyeron dirigiéndose a la cocina.
—Señora, es solo un poco de agua en su vestido. —Respondió Índigo con voz apenas audible y la cabeza baja.
—Arreglaré este asunto contigo más tarde. —Amelia resoplaba, las aletillas de su nariz se contraían y se elevaban casi imitando la dimensión de sus ojos que habían crecido al doble de su tamaño normal— ¡Fátima, qué sea la última vez que desafías mis órdenes!.
—Como digas tía Amelia.
Su voz... Había mucha más autoridad y determinación en la voz de una Índigo asustada, que en la suya.
Amelia la sujetó del brazo con tanta fuerza que dejó la marca purpúrea de sus dedos en la piel cremosa de Fátima, y a tirones la condujo apresurada a la habitación de la joven en el segundo piso de la casa, la obligó a ponerse ropa seca, mientras le daba un discurso de buen comportamiento acompañado de predicciones médicas; y cuando hubo terminado su perorata, salió de la habitación cerrando la puerta con llave. Y Fátima como siempre, solo bajo la cabeza y cumplió las órdenes al pie de la letra... En silencio.
Fátima permaneció durante varios minutos de pie al lado de uno de los pilares del dosal de su cama, sin modificar su posición, hasta que sus músculos se engarrotaron, entonces se atrevió a levantar el rostro, ella estaba sola y lo había estado durante los últimos cuarenta minutos, entonces respiró profundamente permitiendo que el aire insípido, le devolviera un soplo de “vida” para dirigirse a la puerta del balcón y abrirla tan solo un par de centímetros, los suficientes para que durante varias horas el perfume de las rosas, el aroma de la tierra húmeda y la transparencia de la brisa salada, inundaran el cuarto, impregnando a la joven de sus fragancias, haciéndola suya con ese mágico toque; hasta que el primer rayo de sol se coló al interior de la alcoba y los evaporó en un suspiro.
No, no fue culpa del sol, el perfume de las rosas, la tierra húmeda y la brisa salada escaparon al escuchar el sonido de una llave que retiraba el seguro de la puerta.
Amelia entró a la habitación rugiendo sus órdenes a diestra y siniestra, mandándole ir a ver al doctor. A Fátima le desconcertó la idea de ir a consulta, porque era el médico quien siempre iba a examinarlas a la mansión.
—Fátima prepárate, Índigo te llevara con el doctor. No quiero que por tu insensatez termines enferma. Los señores de Altamira nos han invitado a una fiesta mañana por la noche y no quiero que vayas con cara de malestar siendo la primer fiesta en la que te presentas a la sociedad. Si el doctor Parker viniera nos quitaría demasiado tiempo, y si tú vas, no habrá necesidad de perder preciosas horas en inútiles charlas médicas, porque ese hombre habla y habla y habla de todo lo que a nadie le interesa saber. ¡Apúrate Fátima!. Debo ir con la modista. Apenas tengo tiempo para recoger el vestido que usarás mañana. ¡Índigo!. ¡Índigo!.
La nana apareció en el umbral de la puerta con la cabeza inclinada y las manos sujetándose una a la otra, casi se podía escuchar el crujir de sus huesos mientras las estrujaba.
—Si señora.
—Llevarás a Fátima con el doctor Parker, y quiero que pongas mucha atención a mis instrucciones. —Amelia sujetó a Fátima del brazo y la llevó hacia la puerta, luego cruzaron el corredor y bajaron la escalera. Índigo caminaba detrás de ella en silencio y sin intentar desprender su mirada de la alfombra que cubría el piso. Y mientras caminaban Amelia no paró de darle ordenes a Índigo, como si Fátima no existiera, ella era solamente un objeto que se transporta y se deposita de un sitio a otro— Índigo, no le permitas caminar sola por las calles del pueblo, no es un lugar conveniente para una dama. No te separes de ella ni un solo segundo. Y por ningún motivo se te ocurra permitirle cruzar palabra con nadie. Iremos todas en el carruaje, las dejaré cerca del consultorio, pueden caminar hasta allá y yo seguiré a la tienda de la modista. Cuando la consulta termine, pídele al doctor Parker que llame un coche para que las traiga de vuelta a casa. ¿Entendido?.
—Si señora. —Respondió Índigo sin modificar su posición.
Amelia no detuvo su rosario de indicaciones para Índigo hasta que las tres estuvieron instaladas a bordo del faetón. Los caballos echaron a andar alejándose de la casa.
Fátima estaba aturdida, desconcertada, jamás le habían permitido hablar con nadie que no fuera Índigo o Amelia misma, nunca había salido de la mansión, y si no se le permitía caminar sola ni en el jardín de la casa, muchísimo menos en alguna calle de Port Royal. Ese cambio repentino de su tía, volvió a la joven más cautelosa y se hundió más en el asiento del carruaje, si eso era aún posible.
Durante el trayecto no hubo más conversación entre ellas, en realidad jamás sostenían ninguna clase de diálogo que no fuera para reprender o para ordenar algo a Fátima o a Índigo. Fátima mantuvo el rostro inclinado y la mirada clavada en el piso hasta que llegaron al muelle.
La esencia marina del océano se le filtraba a Fátima por la piel hasta alcanzar los huesos, proporcionándole una sensación de libertad que no había experimentado antes. Era la primera vez que salía de la casa, la primera maravillosa vez que se aventuraría a caminar por esas calles. La primera y la última vez en la que ella podría extender los brazos y casi tocar con la punta de sus dedos el cielo y el mar; la arena y el sol; y mezclar sus tonos de azul y amarillo para transformarlos en una tonalidad nueva. ¿Un arrebatador verde tal vez, que poseyera el misterio del mar, lo infinito del cielo, la paciencia de la tierra y lo chispeante del sol?. ¿Cuántos tonos de azul se generarían hasta que predominara el verde?. Se preguntó.
Los rayos del sol se colaban por los diminutos orificios de su sombrero de paja, acariciaban el rostro de Fátima y se acurrucaban sobre la falda de su vestido, y pareciera que hasta el mismo sol se sorprendía de la repentina aparición de la muchacha lejos de aquella casa y el jardín.
Las calles de Port Royal estaban repletas de gente deambulando y realizando mil faenas, los colores de las casas, de las vestimentas; el aroma salado que todo lo aderezaba, y la melodía acompasada del mar, transformaban aquella ciudad en una deliciosa imagen palpitante. Fátima miraba de reojo, sin levantar mucho el rostro, tratando de aprovechar lo más posible de esa única oportunidad de poder paladear un trocito del mundo que la rodeaba y al que ella no tenía derecho, ni siquiera de imaginarlo cerca.
Al cruzar frente al muelle, Amelia llamó la atención del cochero.
—Cochero deténgase.
—El coche se detuvo y Amelia, les habló autoritaria como era su costumbre— Índigo ya sabes que hacer.
—Si señora.
—Fátima, no quiero recibir quejas sobre ti. ¿Está claro?.
—Si, tía Amelia.
Sus palabras habían sido tan solo un susurro, como si temiera pronunciarlas. El rugido de las olas era más potente y resuelto que toda ella. El coche se detuvo, Índigo y Fátima descendieron del carruaje
—Adelante cochero.
Después de una nueva orden ahora para el cochero, el vehículo echó a andar de inmediato y se alejó, Amelia ni siquiera volvió la mirada. Ella estaba completamente segura de que Fátima no tenía ni pizca de voluntad para siquiera imaginar ninguna clase de afrenta, y tampoco Índigo, las amenazas de castigos y latigazos eran suficientes para amedrentar a cualquier ser humano consciente del peligro que Amelia representaba si se le desobedecía.
Ambas permanecieron de pie, sin moverse durante varios minutos hasta que Fátima levantó el rostro y contempló que el carruaje había virado en alguna esquina y ya no había Amelia que la doblegara con su sola mirada. Ella contempló de un lado a otro de la calle, no sabía hacía dónde dirigirse, tampoco le importaba mucho consumir un par de minutos saboreando con todo su ser, el calor del sol sobre su rostro, los colores, los aromas, las sonrisas de los peatones que se cruzaron frente a ella, hasta disfrutó de las piedras que cubrían las calles.
Sin embargo, Índigo si conocía el camino a la perfección. Ella sujetó el brazo de Fátima con mucha delicadeza y la guío. Caminaron apresuradas hacia el consultorio del doctor Parker. La pobre negra podía haber volado, si Fátima no hubiera estado deteniéndose cada cinco segundos a contemplar alguna nueva casa, o una calesa que circulaba por la calle, y hasta cuando algún caballero inclinaba su cabeza a manera de saludo cuando pasaba junto a ella. Había tantas, tantas maravillas en esas calles, que ella deseaba transformar esos minutos en siglos para poder llenarse de esa sensación palpitante que la había inundado. Ese atisbo de la libertad que ella había conocido hace años y que ahora le era negada por completo, y lo peor era que ella olvidó dónde esa libertad se había ocultado dentro de sí misma.
Justo cuando sus acelerados pasos las alejaban del muelle, Índigo disminuyó la velocidad en su andar y estrujó el brazo de Fátima. Ella se sorprendió al notar cómo se estremecía aquella voluminosa mujer. Y entonces Fátima se volvió hacia el horizonte y se encontró frente a frente con el mar. Apenas podía creer que estaba tan cerca de ella, siempre lo había contemplado a lo lejos, desde el balcón de su alcoba y ahora estaba tan cerca de ella, tan cerca, mucho más de lo que ella hubiera imaginado nunca.
—¡Santo Dios!. ¡Piratas!.
Índigo, recobró la entereza y apresuró el paso hasta que casi corrían. Fátima tuvo que levantar la falda del vestido para no tropezar en la carrera a la que la había arrastrado su nana.
—¿Piratas?. —Preguntó Fátima atragantada por el esfuerzo.
Varios galeones de tres palos, con las velas recogidas y sin bandera estaban a punto de atracar en el embarcadero.
—Piratas, Fátima. —Confirmó Índigo con voz chillona.
—¿Cómo sabes que son piratas, Índigo?. —Fátima se detuvo en seco y se llevó los brazos al abdomen jadeando para recobrar el aliento.
—¿Quién se atrevería a llegar a puerto sin estandarte que lo identifique?. Solamente los barcos de la hermandad de la calavera. ¡Piratas, Fátima!.
Los ojos negros de Índigo duplicaron su tamaño y su voz se tornó más aguda.
Fátima observó con extrema curiosidad aquellas naves, mientras contemplaban como los hombres en la cubierta iban y venían de proa a popa.
Índigo sujetó la mano de Fátima y con sus ojos suplicantes, como los de un pequeño cachorro, la volvió a poner en marcha. Las naves quedaron atrás como jauría de perros impacientes en espera de la llegada de su amo. Y Fátima volvía la mirada de vez en cuando a los galeones.
—Índigo, ¿has visto algún pirata en persona?.
—Nada más y nada menos que nuestro gobernador. Todo mundo sabe que Sir Henry Morgan fue pirata antes de convertirse en político. De acuerdo con las historias que se rumoran sobre él, se dice que era cruel y despiadado; podía asesinar a cientos de personas con su espada y su pistola y ahogaba a miles obligándolos a arrojarse desde la plancha. Y a pesar de la reputación de Sir Henry, el Consejo no pudo evitar que él ocupara el puesto de Gobernador. El mismísimo Rey de Inglaterra le otorgó su título y el puesto en Jamaica, Dios sabe por qué, pero lo cierto es que Sir Henry sigue siendo un pirata y con su oro puede comprar lo que él deseé.
—No estoy de acuerdo. Creo que Sir Henry ha llegado a ser quien es, aún con su temible reputación, gracias a que ha sabido aplicar su inteligencia y experiencia a su favor, además él es libre y eso le abre un gran mundo de posibilidades.
—¡Fátima, qué cosas dices!. A un pirata, aunque lo vistas de luces, ponle las cruces.