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ÉL se acercó a ella y jalo uno de los lazos que anudaban el moño de la capa, esta cayó sobre la roca formando un tapete de terciopelo que brillaba bajo la luz de la luna.

El contacto de su mano caliente sobre el cuello de ella deslizándose sobre la curva de su pecho y descendiendo sobre el abdomen hacia la cadera, desató un estremecimiento saturado de una deliciosa descarga de éxtasis en todo el cuerpo femenino. Él se inclinó para alcanzar su boca. Sus labios firmes y sorprendentemente suaves rozaron los de ella y luego el breve contacto de su lengua que acariciaba la línea húmeda en donde se unían sus labios, tensó el cuerpo de Fátima. Ella no opuso resistencia. Sus labios se entreabrieron en suave rendición. Oliver la estrechó contra sí de tal forma, que ella percibió con toda claridad la calidez y fortaleza del cuerpo masculino.

Su respiración era irregular cuando él la liberó de su abrazo, dejando que una distancia muy breve le permitiera sujetar las manos de ella y colocarlas sobre su camisa a la altura del pecho, luego él dirigió las suyas a los cordones que sujetaban el corpiño de satén con mangas en paneles y aflojó las cintas, lo retiró suavemente como si desprendiera el pétalo de una rosa y lo dejó caer, dejándola envuelta en una camisola blanca.

Ella entendió que debía desabrochar la camisa de él, y en realidad no había mucho trabajo que hacer, con sus dedos temblorosos e inexpertos, aflojó los cordones entrecruzados y la camisa se abrió casi totalmente dejando al descubierto el pecho masculino bien formado y su abdomen plano. Él cruzó sus brazos y se sacó la camisa con un movimiento limpio y rápido dejando al descubierto su torso de bien proporcionada musculatura.

Ella se atragantó.

La joven vio su mano temblorosa elevarse y posar la punta de sus dedos sobre el pecho masculino. Su piel estaba caliente. Su pecho era duro. Ella palpó los músculos que se contraían con su leve toque, mientras la respiración de él se aceleraba. La virilidad de aquel hombre era como un imán que atraía cada una de sus células femeninas. Ella exploró el torso de él como si estuviera bajo un embrujo potente.

Él sonreía al contemplar la diversidad de expresiones en el rostro de ella que iban desde el embeleso al pánico. Supo de inmediato que él era el primer hombre al que ella tocaba de esa manera y se sintió henchido de una muy masculina satisfacción. Cuando ella finalmente estacionó las manos sobre su pecho, él desanudó el listón que sujetaba la camisola de lino sobre hombros de ella y vio como resbalaba hasta quedar colgando de la cintura aprisionando sus brazos, mecánicamente ella los deslizó fuera de las mangas, liberándolos. Fátima percibió la caricia de la brisa nocturna sobre su piel.

Él no le daba ni un segundo de tregua. Precisamente porque él estaba aferrándose a su última partícula de control. Colocó sus manos en la curva donde se une el cuello y los hombros femeninos, deslizándolas sobre sus curvas dibujando cada centímetro del torso de ella. Él ahuecó sus manos sobre sus pechos firmes y la miró a los ojos, como si esperara alguna indicación para continuar o detenerse, los ojos de ella estaban velados por todas las nuevas sensaciones que estallaban dentro de ella, y a penas si logró esbozar una nerviosa y sutil sonrisa. Ella emitió un brevísimo gemido cuando él acarició sus pezones inhiestos y el cuerpo de ella respondió arqueándose y esto disparó la velocidad de la sangre de Oliver.

Él pasó los brazos alrededor de su cintura y la estrechó contra su pecho. Ella experimentó la calidez de su piel fundiéndose en la suya en medio del placer delirante que produce el simple roce de dos cuerpos a punto de hacer erupción.

Oliver buscó sus labios con urgencia, como si necesitara de su humedad para mitigar el incendio que lo consumía. Los brazos de ella se enroscaron en su cuello y sus manos se sumergieron en el pelo de Oliver, mientras la mano izquierda de él, se instaló en la nuca de ella, sujetándola con firmeza perdiéndose en la profundidad de sus labios. Con su mano libre, desabrochó el cinturón de donde pendía la espada, con varios jalones se liberó de la faja y con ciega pericia, aflojó el pantalón que se escurrió a lo largo de sus piernas torneadas estancándose en la superficie pétrea.

Él instaló su boca en la curva del cuello de ella mientras sus manos liberaban a Fátima de la falda, las enaguas y la ropa interior. Todo cayó sobre la espalda de la roca.

Él la tomó entre sus brazos con tal fuerza que su figura se acopló a la de él, y en el centro de esa unión corpórea, ella descifró la candente rigidez de su virilidad.

Bajo el comando de sus fuertes brazos, ella fue recostada sobre la alfombra que sus vestimentas habían formado sobre el lomo del pequeño farallón. Ella apenas lograba seguir la trayectoria de los labios varoniles que navegaban desde la curva de su cuello, instalándose hipnotizados sobre los montículos erectos de sus pechos. Él los succionaba y mordía con especial cuidado y luego utilizaba su lengua para prodigarles caricias abrasadoras y después sus labios orzaban rumbo al sur a través de su vientre, mientras sus manos descubrían cada centímetro de ese cuerpo con el que él había soñando durante tantos días y que también lo habían mantenido infinidad de noches en vela adolorido e insatisfecho.

El cuerpo de Fátima le respondía de tan diversas maneras que Oliver estaba teniendo condenadamente serios problemas para controlarse y no envainarse desesperado en ella. Ella se arqueaba en espasmos descontrolados hasta chocar contra Oliver con cada caricia que sus labios y sus manos le obsequiaban. Y cada movimiento de ella inflamaba su ya de por si desbocado deseo hasta llevar a Oliver al borde de un cataclismo. Él que era un amante experimentado y asediado por toda mujer que compartiera su cama, ahora se veía reducido a un temeroso jovenzuelo que no sabía cómo controlar semejante estado, él no quería lastimarla y tampoco deseaba asustarla con la voracidad de su pasión, pero ¡por Dios!, ella lo estaba llevando a un punto en que si no la tomaba ya, él podría explotar en un millón de pedacitos.

Todos los sentidos de ella estaban tan lúcidos que hasta advirtió claramente como la brisa marina se evaporaba al contacto con su piel. Nunca antes había estado tan consciente de su cuerpo como en estos momentos. Ella estaba inmersa en un huracán de sensaciones ardientes y abruptamente notó que Oliver se había abierto camino hasta el vértice donde se unían sus muslos. Entonces pudo sentir su palpitante miembro tocando la entrada de su universo que bullía de candente pasión recién descubierta. Ella había llegado al punto sin retorno, y miró a Oliver con los ojos incendiados del deseo que la desbordaba. Ella gimió muy sutilmente y eso fue lo que rompió el lazo de forzado autocontrol que Oliver se había impuesto.

Un sollozo ahogado se escapó de la garganta de ella en el instante en que él la penetró. Él gimió grave, ella era tan estrecha que esto le excitó aún más, si eso era posible. Él apoyó sus antebrazos al lado de los hombros de ella, y con esa posición, su cuerpo permaneció en pleno contacto con el de Fátima pero sin prensarla con su peso. Sus labios estaban instalados en los de ella, hurgando, probando y deleitándose con cada ardorosa reacción de ella.

De pronto el cadencioso ir y venir de los movimientos de Oliver se detuvieron cuando alcanzó el delicado bloqueo de su virginidad, liberó los labios de ella que mantenía prisioneros entre los suyos y levantó el rostro; sus pupilas estaban dilatadas transformando el verde en relampagueante negro, su voz más ronca que nunca, le advirtió que él deseaba desbocarse y mostrarle toda la pasión que lo consumía, y sin embargo, estaba siendo sutil con ella, haciendo uso de toda su experiencia para mantener su parte bestial controlada.

—No quiero hacerte daño.

Ella no pudo responderle, solo acertó a mover afirmativamente la cabeza. A duras penas si logró contener los espasmos de su cuerpo que exigían que él continuara, que no se detuviera. Él inclinó el rostro y dirigió sus labios al pezón más cercano y lo cubrió con boca, acariciándolo en círculos con la lengua y succionándolo con delicadeza.

En medio de aquel océano de pasión que la arrastraba al centro de un remolino de éxtasis, sintió como con un movimiento de sus caderas, él se impulsaba hacia dentro, y experimentó que algo se desgarraba en su interior y luego un segundo de dolor punzante. Un gemido estalló en su garganta y su cuerpo respondió tensándose. Sus uñas se aferraron a los hombros de él y Oliver detuvo sus embestidas por un segundo y desintegró el lamento con un delicadísimo beso en sus labios, y antes de que ella pudiera razonar lo que había sucedido, sus acometidas fueron más profundas y continuas. Ella estaba fundiéndose con él. En una desconcertante reacción, el cuerpo de ella respondió contagiándose del vaivén de las embestidas de Oliver.

La respiración del hombre estaba tan precipitada que dejaba escapar muy masculinos jadeos que provocaban que la sangre de Fátima acelerara su velocidad casi al punto de hacerle estallar las venas. Cada músculo de su cuerpo inició una reacción en cadena. Él lo notó y deslizó su brazo por debajo de la cintura de ella, levantando su cadera, estrechándola con tal furor que en medio de aquella danza de espasmos compartidos, el cuerpo de ella se tensó, la respiración se contuvo en sus pulmones y experimentó una ensordecedora explosión de todos los sentidos, mientras él en un último empuje hundió su rostro en el valle de sus pechos y se estremeció en medio de un gemido, derramándose dentro de ella. Luego se quedó inmóvil.

Ella dejó que su respiración, su sangre y sus sentidos recuperaran la calma luego de aquel huracán de novedosas maravillas.

Después de esto, no habría manera de desprender a Oliver de su cuerpo, de su piel, de su sangre. Él había penetrado hasta su alma y solo extirpándosela podrían separarla de él.

Él estaba desconcertado, había tenido encuentros íntimos con infinidad de mujeres y había probado todas las posibilidades imaginables de placer, pero esto, esto era diferente. Ella lo condujo al límite en el que creyó que moriría de pasión al estar dentro de ella. Ni siquiera se sentía capaz de dejarla, permaneció enfundado en ella hasta que su cuerpo recobró la calma. Ahora, esta mujercita era suya y ni siquiera la muerte podría arrebatársela, se lo repitió infinidad de veces en lo profundo de su cerebro.

Ya con los sentidos bajo control, Oliver se tendió de espaldas a su lado, llevándola consigo entre sus brazos y estrechándola contra su pecho.

—Eres mía. —Él dijo con voz trémula— Es un trato cerrado. ¿Fátima Drake?. —Dijo inseguro.

Oliver se incorporó, recostándola cuidadosamente sobre la espalda y la miró con ese rostro delineado con el desasosiego que le coloreaba la noche, la misma expresión del rostro que ella le había visto en el jardín de la casa de los Altamira.

—¿Fátima Drake?. ¿Me estas proponiendo matrimonio?. —Le preguntó un tanto divertida, rompiendo la tensión de su propuesta.

—Fátima, nunca me interesé en buscar la parte faltante que me reclamaba el corazón, y sólo tuve que estar cerca de ti un par de minutos y fue suficiente para que me arrastraras a una espiral de exaltación y desconcierto. La primera vez que te estreché en mis brazos, me inundaron sensaciones que no pude descifrar. Tu silueta se dibujaba perfecta sobre mi cuerpo, cada una de tus curvas se ajustaba con precisión a mis labios, mi pecho, mis brazos, y mi cuerpo se amoldaba con exactitud al tuyo. Tu aroma se transformó en el único aire que yo deseaba respirar. Alteraste mi existencia por completo, y me resultó tan natural desearte con un fervor que me calcinaba por dentro. Me doblegué a tus insultos e impugné tus desprecios. Y finalmente acepté que me había enamorado de ti. Te amo Fátima, tan intensamente que algunas veces este sentimiento me produce más dolor que una espada atravesando mi carne. —Hizo una pausa. Y la besó. Pero ese beso había sido áspero, casi desesperado— ¿Me aceptarías como tu esposo?.

Él le había dicho lo que ella necesitaba escuchar, entonces tuvo plena conciencia de ser poseedora y pertenencia de ese hombre que ahora llevaba tatuado en el alma.

—Oliver Julien Drake... —Hizo una pausa que casi lo mata— Te amo.

El la abrazó con un fervor que no creyó poseer, la sentía tan dentro de él, que pensó que en lugar de sangre, era ella lo que corría por sus venas. La recostó nuevamente y se dedicó a besar y acariciar cada centímetro del cuerpo de ella. Saboreándola. Marcando como posesión suya cada centímetro del cuerpo femenino. Sabiendo que ahora ella le pertenecía y que por primera vez en su existencia él podía considerarse como propiedad de alguien que lo amaba.

Y aunque él hubiera dado su vida por poder hacerle el amor una vez más, tuvo que frenarse en seco, no deseaba lastimarla. Se consoló pensando que en el futuro habría muchas noches y días, y tardes y mañanas para hacer el amor con ella.

Pero ella parecía no pensar igual. Le ofrecía los labios sin restricciones. Su piel suave se fundía en la de él sin dificultad. Sus inexpertas manos navegaban sobre los músculos de su pecho, subiendo por los brazos hasta afirmarse en los hombros tensos de él y luego sin saber con precisión cómo lo había conseguido, ella se había deslizado debajo de él. Y si algunos minutos antes él había jurado que daría la vida por hacerle el amor una vez más, fue precisamente lo que sucedió. Él le entregó su vida e hicieron el amor tan dulcemente que bien podían haber transformado la sal del mar en azúcar.

Después de varias horas, Oliver echó un vistazo rápido al horizonte y a regañadientes, se incorporó.

—El amanecer está cerca. Índigo te espera, seguramente ha de estar loca de preocupación.

Él se puso de pie y le ofreció la mano para ayudarle a levantarse. Recogió la ropa de ella y se la entregó prenda por prenda, mientras observaba como aquellas telas se adherían a su piel cubriendo su cuerpo entre enaguas y corpiños. Finalmente, él se encargó de ajustar las cintas del corpiño. Después fue turno de ella, contempló como él deslizaba sus piernas perfectamente torneadas en el pantalón. Luego la camisa le envolvió el torso, como una amante celosa luchando por cubrirle cada centímetro de piel. Se enredó la faja, se ajustó el cinturón de donde pendía la espada y se calzó las botas.

De un salto bajó de la gran roca y luego extendió los brazos para ayudarle a bajar a ella. Pero ya sobre la arena, no la soltó, la estrechó nuevamente como si pretendiera fundirla en su cuerpo.

—No puedo llevarte conmigo esta vez. Mi viaje no solamente es para llevar una carta al rey Carlos, sino también para intentar por última vez reconciliarme con mi padre. Te hablaré de eso en otra ocasión. Cuando regrese, iré directamente con tu tía a pedir tu mano.

Le habló mientras caminaban de regreso al muelle. Su voz había pronunciado esas palabras casi como si se las hubiera tenido que arrancar de la garganta una por una.

—Amelia no lo va a aprobar.

Respondió ella, consciente de la realidad que le esperaba si volvía a aquella mansión.

Él percibió la aflicción en la voz de Fátima. Se detuvo y le sujetó el rostro con ambas manos y la miró a los ojos.

—Déjame intentarlo una sola vez siguiendo sus formalidades, si no funciona, entonces escaparemos juntos. Así de simple. Regresaré en un par de meses, le pediré a Sir Henry que vaya conmigo a casa de tu tía, y tal vez su presencia la comprometa a forzar su decisión a nuestro favor. Hablaré con Morgan para que esté pendiente de ti mientras yo estoy fuera. Sabes, el fin de los piratas y corsarios llegará en cualquier momento. Y ahora que Sir Henry se ha establecido aquí y que ha empezado una nueva vida, para mí se presenta la oportunidad de darle otra vez un vuelco al curso de mi existencia y quiero hacerlo de forma decorosa. Ansío recomenzar con las manos limpias y sabiendo que cualquier situación que se despliegue, la resolveré honestamente. Mi primer paso eres tú.

Una vez más sus labios se fusionaron con los de ella, y sus brazos la envolvieron estrechándola contra su cuerpo masculino. Ella redescubrió las curvas y rectas en su anatomía, y su corazón pegado al suyo, latían al mismo ritmo tan dulce como la melodía marina que interpretaban las olas y que dirigía la indiscreta luna con el leve movimiento de sus brazos en el ir y venir de la marea.

Las chispas brotaron entre ellos una vez más, sus cuerpos se electrificaron y las oleadas de deseo navegaban entre uno y otra. Oliver tuvo que hacer uso una vez más de su control para detener el beso.

—Falta poco para el amanecer.

Su voz era casi un susurro que se perdía en el oleaje del viento, tan frágil como si esa frase le hubiera arrancado la sonoridad del relámpago que poseía.

Ella siempre creyó que los amaneceres eran hermosos, muchas veces los contempló desde su ventana, sin embargo esta vez, éste en particular le pareció implacable y violento, a pesar de la dulzura de Oliver, de la luna, del océano cariñoso y de la brisa que se entretenía acariciando su rostro y charlando con su vestido. El perverso sol, desenvainaba lentamente sus rayos uno a uno.

Caminaron de regreso al muelle.

Georgie y Eugene de guardia, esperaban a su capitán, mientras Índigo no paraba de recorrer el muelle de un lado a otro. Apenas los tuvieron a la vista, Georgie se apresuró a encontrar a Oliver.

—Oly, Sir Henry quiere verte de inmediato, dijo que te espera en su casa. —Le indicó Georgie.

—Iré enseguida. Eugene ven conmigo. Georgie espérame aquí. Volveré en un par de horas.

—Aye Capitán.

Subieron al carruaje, excepto Eugene que tomó asiento en el pescante junto al conductor. Oliver se sentó al lado de Fátima, su brazo le rodeaba la espalda y la estrechaba contra su pecho.

Índigo no había pronunciado ni una sola palabra, pero en su rostro se había dibujado una franca sonrisa.

El carruaje se detuvo varios metros antes de llegar a la mansión. Eugene, Índigo, Oliver y Fátima caminaron rumbo a la casa. Índigo abrió el cancel y ahí Fátima tuvo que separarse de él. Ella sentía como el mar se lo arrancaba a pesar del abrazo interminable e intenso que los ató por un segundo, y luego los labios de Oliver unidos a los de ella, robándole así al mar un instante más de su preciado tesoro humano que reclamaba ya con la furia afilada del amanecer. Y así desapareció el Capitán Drake en el azul horizonte marítimo, a bordo del carruaje.

Oliver y Eugene llegaron a la casa de sir Henry y él los recibió en su despacho de inmediato. Morgan no estaba, para nada, de buen humor.

—¿Me quieres explicar por qué demonios no has zarpado con la marea?.

—Hablé con Fátima, Henry. Ella vino a buscarme al muelle cuando ya estábamos a punto de zarpar.

Eso le enfrió el fastidio al gobernador, dándole paso a una burbujeante curiosidad.

—¡Jamás habría imaginado que ella sería capaz de hacer tal cosa!.

—Después de la discusión que tuvimos ayer por la mañana y que nuevamente me rechazó, estaba seguro de que ella no me perdonaría jamás, pero ella fue al muelle, llevaba puestos mi cadena y el dije que yo le envié con su nana. Hable con ella a solas y resolvimos nuestro conflicto. Ella es mía, Henry... M—í—a...

Oliver puso especial énfasis en esa sublime palabra. Que con el simple hecho de haberla pronunciado obraba maravillas en su persona, su rostro estaba iluminado, se veía totalmente sereno y con una sonrisa permanente incrustada en sus labios. Sir Henry entendió de inmediato el significado de aquel estado de ánimo del joven pirata.

—¿Ella y tú...? —Morgan hizo varias señales con las manos intentando expresar la unión de ellos.

—Aceptó ser mi esposa. Es mía, Henry. MIA.

—Ya veo. ¿Supongo entonces que la llevarás contigo a bordo del Cerulean?.

—No. De eso quiero hablarte. No sé lo que voy a encontrar cuando me presente en casa de mi padre. Posiblemente él ni siquiera se digne recibirme o tal vez me envíe de nuevo a los soldados. Y pensando en una situación más complicada, tal vez llegue tarde y me encuentre con un grupo, para nada cálido, de parientes que lo que menos esperan es verme aparecer después de tantos años. Estoy seguro que me considerarán alguna clase de arribista que solo ha regresado a reclamar la herencia y el título del padre difunto.

—No podrán hacerte nada. Precisamente por eso aprovecharemos este viaje tuyo para que lleves mi carta al rey Carlos en donde le informo sobre los nombres de los piratas que han decidido dejar los mares y han sido favorecidos con su perdón. Tu nombre es el primero en la lista. Pero, lo que no entiendo es el motivo para que no embarques a “tu mujercita” de una buena vez.

—Henry yo no temo visitar de nuevo Ardley House y enfrentarme a mi padre o a su familia de buitres. Ya logre escapar de él y sus trampas una vez, puedo hacerlo de nuevo y cuantas veces sea necesario, pero yo solo. Si ella viniera conmigo, la expondría a peligros de los que tal vez yo no pueda salvarla.

—Entiendo. Y entonces ¿qué harás con respecto a Fátima?.

—Ella se quedará donde está hasta que yo regrese. Además quiero tener la oportunidad de pedir su mano. Y necesito tu ayuda. Cuando esté de vuelta, deseo que me acompañes a hablar con su tía y que seas tú quien me apoye para conseguir que esa bruja acceda.

—¿Y si rechaza tu propuesta matrimonial?.

—Entonces Fátima y yo nos fugaremos. Habrá un escándalo, pero lo tendrá que enfrentar doña Amelia sola. También quiero pedirte que estés pendiente de Fátima mientras estoy de viaje.

—Cuenta con eso, Oliver.

—Eugene se quedará montando guardia fuera de su casa, él te mantendrá informado de lo que suceda en esa mansión. Me enteré de que esa maldita tía Amelia ha golpeado y castigado a Fátima varias veces y no deseo que eso vuelva a suceder.

—En ese caso, un hombre no es suficiente, Oliver. Ordenaré que Robbie se turne la vigilancia con Eugene.

—Gracias. Henry, estaré de vuelta en un par de meses. 
Oliver extendió el brazo ofreciéndole la mano en son fraterno y Morgan la estrechó con fuerza.

—Buena suerte Oly. Márchate en paz, nosotros estaremos pendientes de tu mujer.

Oliver se retiró más tranquilo e increíblemente feliz y este sentimiento le proporcionaba una visión más clara de su propio futuro. El futuro con silueta femenina y ojos color avellana.