38
DESPERTÉ varios días después.
—¡Fátima!. Nos tenías muertos de angustia.
-Índigo me abrazó. Ella estaba sentada al lado de la cama— ¿Cómo te sientes?.
Me tomó varios minutos poder responderle. En mi cerebro circulaban aquellas imágenes del ataúd, el cementerio, el carruaje repleto de flores y la tétrica visión de aquel cuerpo calcinado con una alianza en el dedo anular de la mano izquierda, y era precisamente esa reminiscencia la que se empeñaba en aparecer cada segundo que tenía los ojos abiertos.
—Abatida. —Respondí.
—Después del funeral, cuando íbamos en el carruaje de vuelta a casa de Alastair, estabas llorando y te desmayaste, tenías fiebre muy alta. Has estado en cama durante casi tres días. Es horrible cuando la fiebre se eleva hasta el punto de hacerte delirar. No paras de llamar a Oliver. —Índigo colocó su mano sobre mi frente— ¡Alabado sea el Señor, la fiebre ha bajado!.
—¿Dónde está Eugene?. —Pregunté ansiosa.
—Él está en Viridian. Siguió tus indicaciones. Él habló con el abogado y no tuvo problemas para obtener el dinero y ha contratado gente para que inicien la reconstrucción de la casa.
—Quiero ir.
—¡Fátima eso no es posible!.
Haciendo un monumental esfuerzo me puse de pie y me dirigí al armario.
—Si no vienes conmigo, iré sola.
—Fátima, no estás en condiciones de ir a ninguna parte. Esta vez tendrás que seguir mis consejos.
—No. —Abrí la puerta del armario y descolgué un vestido negro— Índigo, no comprendes que yo deseo estar ahí. Por favor.
—Fátima el doctor dijo que era mejor que permanecieras en cama durante varios días más. No has probado bocado desde aquel día horrible, estás débil, demacrada. Debes...
—Ayúdame a vestirme y luego tráeme algo de comer, después tomaremos una mejor decisión, ¿de acuerdo?.
—De acuerdo.
Índigo me ayudó a ponerme el vestido. Y ella tenía razón, yo no estaba en condiciones de moverme, me sentía debilitada y desde luego sin apetito, no había manera de sentir hambre cuando todo el cuerpo es presa de una laceración que no mejora y mucho menos cicatriza.
Índigo terminó de ajustar los cordones del corpiño, peinó mi cabello en una trenza floja y luego me llevó hacia el sillón y me senté; ella recogió la cortina de la puerta que daba hacia un balcón para que entraran los rayos del sol y finalmente salió.
Esperé algunos minutos a que ella se hubiera alejado lo suficiente de la habitación y me puse de pie, me acerqué a la puerta y la abrí con mucho cuidado, observé a ambos lados del pasillo y me cercioré que no había nadie. Salí de la alcoba, caminé por el corredor hasta que llegué al salón, sin detenerme me dirigí a la puerta principal, la abrí y salí de la casa, atravesé todo el jardín que precedía a la mansión y crucé la reja que la separaba de la calle. Continué mi avance hasta que vi un carruaje y levanté la mano solicitándole su servicio. El coche se detuvo y el conductor bajó del pescante y abrió la puerta. Sin perder tiempo, me sujeté de su mano para subir y él cerró la portezuela.
—¿A dónde la llevo madam?.
—Mansión Viridian, por favor.
—Madam, Mansión Viridian fue destruida por un incendio hace poco más de una semana.
—Lo sé. Por favor lléveme allá.
—Como usted diga madam.
El hombre subió de nuevo al pescante y emprendimos el camino a la mansión. Empezaba a sentirme más debilitada, tuve que sujetarme con una mano de la ventanilla y con la otra del asiento y percibí como una vez más las gotas de sudor comenzaban a rodar desde mi frente. La fiebre había regresado.
Al fin llegamos a la avenida de robles y el cochero detuvo el carruaje justo a la mitad, luego bajó del pescante y abrió la portezuela. Sujeté su mano y bajé del coche. Yo no llevaba conmigo dinero para pagar el servicio.
—Sería tan amable de acompañarme, el Señor Armitage pagará su servicio. Él debe estar por aquí.
—¿Se siente bien, madam?. Sujétese de mí, yo la acompañaré hasta donde se encuentre el Señor Armitage.
—Se lo agradezco.
Me sujeté de su brazo, apoyándome enteramente en él, hasta que la fuerza en mis piernas se evaporó y a punto estuve de caer al piso, pero el cochero me sujetó con fuerza por la cintura, evitando que me desplomara.
Caminamos hasta que estuvimos frente a la mansión. Había mucho movimiento, personas entraban y salían cargando madera o herramientas, y se escuchaba el golpeteo del martillo y el rugido del serrucho cuando mutila algún cuerpo de madera. Eugene salió. Él cargaba una viga de madera cuando nos vio, de inmediato la soltó y se abalanzó a nuestro encuentro.
—¡Fátima!. ¿Qué haces aquí?.
—Eugene, por favor págale el servicio al señor.
—Desde luego. —Él introdujo la mano al bolsillo del pantalón y extrajo un par de monedas que entregó al cochero— ¿Es suficiente?.
—Más que suficiente señor. —Inclinó la cabeza y le habló en voz baja, cerca del oído— Ella no se encuentra bien, hace un minuto a punto estuvo de caer, apenas puede sostenerse en pie.
Dijo el cochero, entregándome a Eugene y él me sujetó.
—Gracias, yo me haré cargo. —El cochero se alejó mientras Eugene me conducía a un lugar donde había varias cajas de madera apiladas y nos sentamos ahí— Fátima ¿qué estás haciendo aquí?. ¿Índigo sabe que has venido? —Colocó su mano sobre mi frente— Otra vez tienes fiebre. Fátima...
—Por favor, no pueden mantenerme aislada. —Cada palabra que pronuncié había librado una batalla a muerte por salir de mi boca, el nudo que se empeñaba en alojarse en mi garganta era un carcelero feroz— Tú menos que nadie. Tú sabes por todo lo que he pasado como para evitar que intente sobrevivir. Una vez me dijiste que era mi espíritu lo que me diferenciaba del resto. Eugene, mi espíritu está quebrado, necesita encontrar la forma de mantenerse unido. Necesito mantenerme en una pieza. Deseo encontrar el camino que me traiga de regreso. —Eugene permaneció en silencio— Por favor, llévame al pabellón.
Sin pronunciar palabra, Eugene me ofreció su mano, yo la sujeté y me puse de pie, luego él rodeó mi cintura y caminamos juntos hasta donde se ubicaba el pabellón. Todo el jardín estaba convertido en ceniza, ninguno de los rosales había sobrevivido, y el pabellón de metal había perdido casi toda su pintura original, y colgaban de sus columnas una que otra rama carbonizada.
Solté el brazo de Eugene y caminé hacia una de las columnas, aquella en donde Oliver ensartaba las ramas del rosal el día en que concluyó su magnífica obra. Toqué el metal y una rama quemada cayó al piso. Comencé a llorar, me abracé de la columna y me deslice hasta el piso. Inmediatamente Eugene se abalanzó sobre mí, y con mi brazo izquierdo frene su abrazo.
—¡No!. Necesito drenar ese dolor horrible que me está triturando. ¡Exijo que me dejen llorar y gritar sin que intenten consolarme!.
Mi voz estaba quebrada.
—De acuerdo, pero no pretendas que te deje sola. Eso no lo haré.
No me importó que él se sentara a mi lado. Eugene colocó los brazos sobre sus rodillas flexionadas y sujetó sus manos una con otra y permaneció en silencio.
Lloré poniendo en cada una de mis lágrimas aquellas espantosas sensaciones de abandono y desolación que me consumían. Grité tan fuerte como los pulmones me permitieron expulsar mi desconsuelo, sin embargo por más que grité, mis lamentos incoloros se desintegraban al intentar enfrentarse con el azul del cielo.
Fueron varias horas de llanto atroz y alaridos que enmudecieron después de que mi voz perdió su melodía. Tenía los ojos hinchados de tanto llorar, me dolía la cabeza y empezaba a perder la visión. Me recargué sobre la columna de metal del pabellón y cerré los ojos.
Al despertar me encontré con Índigo y Eugene al pie de la cama. Noté que movían los labios y a lo lejos escuchaba murmullos como si un huracán intentara comunicarse conmigo con sonidos que se ocultaban en tonos graves y continuos. Cerré de nuevo los ojos, no tenía fuerza suficiente para mantenerlos abiertos.
Había perdido la cuenta del paso de los días. Y en el momento en que finalmente abría los ojos, Índigo se apresuraba a ofrecerme comida y agua. Yo había perdido el apetito, y ella se conformaba cuando yo probaba tan solo un par de cucharadas de alguna clase de consomé o un par de mordidas a un trozo de pan o vegetales, yo únicamente prefería beber agua. En cada despertar la sensación de calor me agobiaba. Así pasé no sé cuántos días. Perdida en mi inconsciencia, era presa fácil de una fiebre pertinaz a la que yo no permitía alejarse, pero que no terminaba de consumirme.
Transcurrieron muchísimos días en esas circunstancias, algunos peores que otros. Cuando me sentía lo suficientemente fuerte, me aventuraba a visitar Viridian y verificar el avance de su restauración. Visitar aquel sitio solamente me perjudicaba. Había demasiados recuerdos cimentados ahí y yo aún no era capaz de enfrentarme a ellos y salir avante. Aún no me sobreponía a la muerte de Oliver.
Mi desolación era de tal magnitud que yo misma proporcionaba todas las ventajas para que esa fiebre, ahora más amiga que enemiga, me suministrara el escape que necesitaba para evadir la horrenda realidad que debía enfrentar cuando yo estaba despierta.
Algunos días de pie y otros, pérdida en la calidez perturbadora de una fiebre que finalmente me estaba aniquilando.