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—Y fue justo en uno de esos despertares después de varios días de fiebre, que te vi al pie de mi cama.

Ella se dirigió a Santiago. Su voz sonaba extraña, había un tinte de dolor pero también de furia. Definitivamente una mezcla peligrosa. Aún le hacía mucho daño recordar todo aquello.

Santiago pensó que ella no le creía del todo que su Oliver estuviera con vida. Él estuvo tentado a permitirle verlo, pero si lo hiciera, su diminuta oportunidad se esfumaría.

No.

Él tenía que jugar con todas y cada una de las cartas que tenía en la mano y orar para que en el transcurso de esa partida, ella no decidiera abandonar el juego. Y esto no era un simple juego. Era una disputa violenta y a muerte.

—¿Por qué me has contado todo eso?.

Santiago le dijo con voz áspera dibujando en su rostro una imagen de culpabilidad. Él sintió la necesidad de demostrarle lo mucho que aún le afectaba lo sucedido.

—Porque quiero que pruebes un poco del sufrimiento que me causaste.

Recalcó ella hiriente. Si ella hubiera tenido una daga y se la hubiera encajado en el pecho a él, la lesión habría sido insignificante en comparación con la revelación que ella le había hecho. Sus palabras definitivamente lo habían dejado herido de gravedad.

—Fátima, estoy consciente de las dificultades que enfrentaste. Y es precisamente por eso que decidí hablarte sobre lo que ocurrió contigo. —Él hizo una pausa— No solo fuiste tú quien soportó esta carga. Yo aún la llevo a cuestas.

Respiró profundamente y después de unos cuantos segundos silenciosos, él prosiguió con su relato.

Debo decir que me sorprendieron los comentarios del señor Ladmirault referentes a lo que había sucedido con Ella y lo que creían que le había ocurrido a Oliver.

—Lamento mucho escuchar eso. Imagino lo difícil que debe ser para Ella enfrentar semejante pérdida.

—No señor de Alarcón, usted no tiene idea de lo que está sucediendo con Fátima. Todo mundo está desesperado, hemos hecho todo por ayudarla a superarlo, pero no hemos conseguido nada. Creemos que si ella continua en las mismas condiciones que hasta ahora, seguramente morirá sin remedio. Ella se está dejando morir, a pesar de que ha ordenado a su gente que reconstruya la mansión y las plantaciones dañadas, y que se hagan cargo de los negocios en el muelle y los barcos; es evidente que Fátima no desea seguir viviendo.

—¡Eso es espantoso!.

¡No podía creer lo que había escuchado!.

¡Mi mujer perfecta había sucumbido tan fácilmente a una crisis!. Eso no podía ser verdad. Ella parecía ser tan fuerte no podía haberse derrumbado de semejante manera. En realidad, Ella era fuerte, mucho más de lo que todos suponíamos, de no haber sido así, seguramente Ella habría muerto un par de días después del incendio. Eso lo entendí más tarde.

—Le aseguro que no será capaz de reconocerla si la ve. Está completamente devastada, como si aquella tragedia hubiera sucedido anoche.

—Me apena mucho escuchar eso, y la verdad me siento comprometido a ayudar. El señor Drake me sacó de un gran aprieto cuando tuve mi problema con el arroz, y ahora bajo estas circunstancias quisiera ofrecerle mi ayuda a doña Fátima.

—Ya que lo menciona, tal vez usted en verdad pudiera ser una opción. Venga conmigo, iremos a casa del señor Vane, Fátima se encuentra ahí.

Apenas podía creer mi suerte, iba directamente hacia mi objetivo sin demora. Salimos de la casa del señor Ladmirault y abordamos su carruaje.

—Joe, a Vaneblade House, por favor.

—Como diga señor.

El cochero agitó las riendas y los caballos echaron a andar.

—Señor de Alarcón, nosotros hemos pensado que sería conveniente trasladar a Fátima a otra ciudad.

—Esa es una buena idea, y creo que es ahí en donde yo podría ayudarlos. Yo les ofrezco mi casa en Veracruz. Ahí podría hospedar a doña Fátima y al personal que decidan enviar junto con ella. Es un paisaje y un ambiente diferente, tal vez eso le ayude a reaccionar.

—En eso precisamente estaba pensando. En cuanto lleguemos podemos hablar con Índigo, Eugene y Alastair y tomaremos una decisión final.

—De acuerdo.

Yo tenía la certeza de que podría concretar mi plan sin problemas y sin sospechas. Estaba seguro de que ellos mismos me facilitarían todos los medios para llevarlo a cabo exitosamente.

Después de un largo recorrido, llegamos a la mansión del señor Vane. En realidad no puse atención en la arquitectura, casi no podía contener mi ansiedad por encontrarme de nuevo con aquella mujer por la que había perdido el sueño durante muchas semanas.

Ingresamos en la mansión y nos recibió el mayordomo que nos condujo al despacho del señor Vane.

El mayordomo llamó un par de veces a la puerta y la voz del señor Vane, nos permitió entrar. Él se encontraba de pie bebiendo una copa de vino mientras hablaba con una mujer que estaba sentada en una de las sillas frente al escritorio de caoba con decoraciones muy masculinas. Había un gran armario y una credenza también de caoba y las paredes estaban cubiertas con paneles de madera. Era una habitación extraordinaria y muy sobria.

—Alastair. —El señor Larmirault inclinó un poco la cabeza saludando al señor Vane y luego se dirigió extendiendo la mano hacia la dama sentada— Claudia, luces hermosa como siempre. —Él besó la mano de aquella fémina.

—Armand, tú siempre tan cortes. —Ella respondió al cumplido.

—Alastair, imagino que recordarás al señor de Alarcón. Señor de Alarcón, permítame presentarle a lady Claudia Vane, la esposa de Alastair. —Hice una discreta caravana.

—Es un placer milady. Señor Vane, me alegra verlo de nuevo, a pesar de las terribles circunstancias. El señor Ladmirault me ha contado sobre la muerte del señor Drake.

Me aventuré a expresarle esos comentarios.

—Caballeros, yo me retiro.

La esposa del señor Vane, se puso de pie como si la hubierán pinchado después de escuchar mis frases y luego de una despedida procurada inclinando su cabeza, ella huyó del cuarto.

—Alastair, el señor de Alarcón me visitó porque es tiempo de la cosecha de caña de azúcar y me preguntó si Oliver y tú estarían interesados en comprar, y tuve que hablarle de lo que había sucedido con Oliver.

—El señor Ladmirault me habló también sobre el estado en que se encontraba la esposa del señor Drake. Y de inmediato pensé en ofrecerles mi ayuda.

—Le hable de nuestro plan de trasladar a Fátima a otra ciudad y él se ofreció a hospedarla a ella y a la gente que la acompañe en su mansión en Veracruz. Personalmente yo creo que esa es una idea estupenda.

—Creo que para ella será más fácil acostumbrarse a la idea de la muerte de su esposo, estando lejos del lugar en donde ocurrió la tragedia y desde luego donde nada le reviva memorias que la atormenten. —Concluí.

—Debemos hablar con Índigo y Eugene. Ellos están en la alcoba con ella. De nuevo tiene fiebre. —Dijo Alastair preocupado, mientras abría la puerta del despacho— Señor de Alarcón debo prevenirlo, la mujer que va a ver ahora, no es la misma que conoció hace varios meses en Viridian.

—Eso mismo me ha dicho el señor Ladmirault.

Subimos la escalera y avanzamos por el pasillo hasta llegar a una habitación. Alastair llamó a la puerta. Eugene abrió.

—¿Cómo sigue?.

Preguntó el voz baja el señor Vane.

—Mejor, la fiebre ha cedido un poco, ya no delira.

—Queremos hablar con ustedes.

—Adelante.

Eugene nos permitió ingresar a la habitación.

La escena que presencié fue demoledora. Sentí como si un puñetazo se hubiera incrustado en mi estómago cuando vi a una mujer demacrada, muy delgada e inconsciente, tendida en una cama que parecía devorarla. Con ambas manos apreté con fuerza mi bastón para evitar cubrirme el rostro.

—¿Y bien?. —Cuestionó Eugene.

—El señor de Alarcón ofrece hospedar a Fátima y al personal que designemos, en su casa durante el tiempo que ella necesite para recobrarse. Recuerdas que ya habías mencionado la idea de sacar a Fátima de este lugar y llevarla a otro donde no tuviera contacto con cosas que le revivieran recuerdos.

—Eugene, él es español avecindado en la Nueva España, seguramente eso será una ventaja en este caso. —Apuntó el señor Ladmirault.

—Señor Armitage, usted ya ha visitado mi casa en Veracruz y sabe que tengo espacio suficiente para dar alojamiento a doña Fátima y a las personas que ustedes designen para su atención. —Insistí.

—Eugene, no podemos esperar mucho tiempo, si no hacemos algo pronto, dudo mucho que ella resista por más tiempo. En cuanto puede levantarse corre hacia Viridian y siempre regresa en peores condiciones.

Concluyó Índigo mientras colocaba un trapo húmedo sobre la frente de Ella.

—Está bien. Índigo prepara las maletas de Fátima, yo iré al muelle y haré los arreglos para que zarpemos esta misma noche. Espero que no tenga inconveniente en zarpar esta noche señor de Alarcón.

No era una pregunta, era una orden y desde luego yo no tenía ni la mínima intención de refutarla.

—No, de ninguna manera.

—No se preocupe señor de Alarcón, que yo comparé suficiente azúcar como para que su viaje no haya sido en vano. —Replicó el señor Ladmirault.

—A mí también me interesa comprar azúcar. Acompáñenme a mi despacho y ahí podremos cerrar el trato.

—Desde luego. —Me volví hacia Eugene y extendí mi brazo ofreciéndole mi mano— Nos veremos más tarde señor Armitage.

—Hasta entonces señor de Alarcón.

—Con su permiso señora. —Incliné la cabeza despidiéndome de Índigo y sin más demora salí de la habitación.

Seguí a Alastair y a Armand hasta el despacho, y ahí hablamos del precio del azúcar y la forma en que les haría llegar el producto, de hecho, no volvimos a mencionar nada sobre el incendio en Viridian. Después de cerrar el negocio me despedí de ellos.

—Señores ha sido un placer, nuevamente, hacer negocios con ustedes, a pesar de las desgarradoras circunstancias. Y les reitero que se sientan con la libertad de visitar a doña Fátima en el momento en que lo deseen, son bienvenidos.

Extendí mi brazo ofreciéndoles mi mano, y justo en ese momento alguien llamó a la puerta.

—Adelante. —Respondió Alastair. Eugene entró en el despacho.

—Señor de Alarcón, quiero avisarle que zarparemos con la marea, le agradeceré que esté en el muelle al caer la tarde.

—Señor Armitage, sabe usted, me gustaría ayudar en algo. Mis negocios han concluido exitosamente, solo tengo que recoger mis maletas en el hotel y luego dispongo de toda la tarde libre. Estoy a su disposición.

—En realidad no hay mucho que hacer señor de Alarcón, tal vez le parezca bien quedarse aquí y hacerse cargo de Fátima mientras Índigo prepara las maletas.

—Desde luego, cuente conmigo. Señores me despido, tengo trabajo que hacer. Y si no le molesta señor Vane, alargaré mi visita en su casa hasta que llegue la hora de zarpar.

—Es usted bienvenido, señor de Alarcón.

—Señor de Alarcón, no será necesario que vaya ahora mismo a recoger su equipaje al hotel. Podemos hacerlo cuando vayamos de camino hacia el muelle. A menos que usted lo desee de otra manera. —Dijo Eugene.

—No, por supuesto que no es necesario que vaya ahora mismo. Me parece mucho mejor idea la que me ha propuesto usted, señor Armitage. —Respondí.

—Bien. Nos vemos después señor de Alarcón. Alastair, Armand, hasta más tarde, me voy al muelle.

—De acuerdo Eugene. —Concluyó Alastair.

—Señores, yo también me retiro. Debo asistir a doña Fátima.

Hice una leve caravana y me dispuse a abandonar el despacho, pero el señor Vane me lo impidió.

—Señor de Alarcón, se me ha ocurrido una idea. Ya que usted viajara esta noche de vuelta a Veracruz, tal vez podría enviarnos la caña de azucar a bordo del Cerulean. Así no tendremos que esperar mucho tiempo. Yo hablaré más tarde con Eugene sobre esto para que él esté enterado de esta resolución de último minuto. ¿Le parece bien?.

—Totalmente señor Vane. En cuanto lleguemos a Veracruz me encargaré de que se embarque su mercancía de inmediato. —Respondí— Ahora si me disculpan, debo retirarme. Nos veremos más tarde, supongo.

—Desde luego. —Concluyó el señor Vane.

—Hasta más tarde. —Puntualizó el señor Ladmirault.

Salí del despacho y subí la escalera, caminé por el pasillo y llamé a la puerta de la habitación. Índigo abrió la puerta, pero no me permitió entrar.

—¿Qué ocurre señor de Alarcón?.

—El señor Armitage me sugirió que yo podría ayudarla. Propuso que yo cuidara de su señora mientras usted se hace cargo de preparar el equipaje.

—Si, claro. Pase, por favor. —Se retiró de la puerta y me dejó el acceso libre.

—Gracias.

Índigo se dirigió hacia la cama en donde yacía Ella totalmente indefensa y tocó su frente. Luego, sumergió un trapo en un recipiente con agua que descansaba sobre la mesa de noche, lo exprimió y lo colocó sobre la frente de Ella.

—La fiebre está cediendo. Por favor señor de Alarcón, asegúrese de cambiarlo de vez en cuando. —Índigo señaló el trapo sobre la frente de Ella— Debo ir al ático a traer las maletas.

—Si.

Acerqué una silla y me senté justo al lado de la cama. Ella tenía los ojos cerrados y respiraba con dificultad. Imagino que soñaba o deliraba, no lo sé, un par de veces ella apretó los párpados.

Hubiera querido abrazarla, apretarla contra mi pecho y decirle que no había nada por qué temer, que solamente estaba soñando, y que todo lo que la atormentaba había sido un catastrófico error. Noté que alrededor de su cuello llevaba un collar exótico, bastante masculino para alguien como Ella. Era un torzal y un dije plano y redondo. Me pareció extraño que no se lo hubieran quitado considerando que ella no estaba en condiciones de lucir joyas y mucho menos una tan poco femenina como esa.

Pensé que ella escuchaba mis pensamientos, cuando separó sus labios un poco, como si intentara hablarme. Su mano estaba caliente, como si bajo la suave piel estuviera alojada una brasa. Sujeté su mano y sin poder evitarlo, la besé. Ella no se movió. Coloqué la mano sobre la cama.

Ella se había transformado en una versión quebrantada de aquella magnífica mujer que había conocido un par de meses antes. Su dolor la estaba consumiendo y Ella había abandonado las armas, era tan evidente su desinterés en vivir que me sentí aún más culpable de esa horrenda pérdida.

Era yo la razón por la que Ella ahora yacía devastada. Yo no deseaba dañarla. No pretendía destruirla.

Yo la admiraba.

Si al principio la detesté porque creí que era Ella la causante de mis desventuras una vez más, después de haberla conocido, Ella se había apoderado de mis pensamientos al grado de que yo ansiaba frenéticamente estar cerca de Ella a cualquier precio. No me importaba desafiar a Alfonso para defenderla a Ella.

Ella, era como una deidad a la que yo idolatraba en silencio, y por la que estaba dispuesto a todo por retenerla a mi lado. Aún cuando ello representara el vivir atrapado entre una mentira y una traición.

Recordé que Índigo había dicho que debía cambiar los pañuelos, retiré el que descansaba sobre la frente de Ella, y lo introduje en el agua, lo exprimí y lo coloqué de nuevo. Ella abrió los ojos.

—¿Dónde está Índigo?. —Preguntó Ella, con su voz apenas audible.

—Fue a recoger algunas cosas, regresará en un par de minutos. —Le respondí con voz muy suave.

—Oliver murió.

Ella hizo una pausa y las lágrimas comenzaron a brotar.

—Eso me dijeron.

Le respondí, mientras libraba una batalla a muerte por contener el llanto yo también.

—Yo no hice nada para evitarlo.

Dijo Ella mientras las lágrimas breves se transformaron en ríos desbordados.

No pude resistir más, Ella estaba deshecha.

Y yo...

¿Por qué demonios me estaba volviendo tan débil?.

Esta mujer solo tenía que llorar para que yo me atragantara y quisiera hacerle coro a su llanto.

¡Por Dios, yo soy un hombre!.

Las lágrimas son cosa de mujeres.

¿Y las mujeres no son cosa de hombres?. ¿Si una mujer sufre, no busca el hombre la manera de solucionar su desdicha?.

¡Maldición!. ¿Ahora qué?. ¿Debía comprarme una armadura y una espada y ofrecerme como el campeón de Ella?.

¿Y enfrentarme a quién?.

¿A mí mismo?.

Sus lágrimas me atormentaban, eso era indudable.

Me senté sobre su cama y la tomé en brazos. Ella no podía sostenerse, yo la sujeté con fuerza, mientras su rostro se ocultaba entre mi cuello y mi hombro.

La herida de una espada habría sido más benevolente.

Sus lágrimas me atravesaban la carne sin conmiseración, produciéndome un dolor punzante que me invadió por completo, y derramé un par de lágrimas con ella.

Ella estaba conmigo, en mis brazos y a pesar de todo, Ella no era mía.

¡Yo ni siquiera era capaz de consolarla!.

Índigo entró en el cuarto y tiró las maletas al piso y corrió hacia la cama. Ella se había desmayado nuevamente.

—Hacía un par de días que no se movía. Ella se rehúsa a comer. —Índigo empezó a llorar— ¡Ella se me está muriendo!.

—Esta noche zarpamos y la llevaremos a un lugar en donde ella podrá recuperarse, se lo garantizo.

La interrumpí intentando poner una pizca de persuasión en mis palabras.

Ella había perdido la conciencia, su cabeza descansaba sobre mi pecho, y yo no deseaba regresarla a la cama. Me mantuve abrazándola durante varios minutos más, tal vez sería la única vez que yo tendría una oportunidad así. Percibía su aroma, tan dulce como el perfume que pinta los atardeceres y que se desprende del jardín de rosas que había mandado plantar solo para Ella. La imagine como una rosa, frágil, perfumada y cubierta con espinas que me penetraban cada vez que estaba cerca de Ella.

No pude permanecer más tiempo con Ella entre mis brazos, Índigo me la arrebató y la depositó de nuevo sobre su cama. Ella ya no despertó en toda la tarde. Y yo, me mantuve a su lado hasta que cayó la noche.

El señor Armitage llamó a la puerta e ingresó de inmediato, acompañado del señor Vane.

—¿Cómo sigue?. —Preguntó Eugene.

—Igual. —Respondió Índigo.

—Señor de Alarcón, estamos listos para zarpar. —Concluyó Eugene.

—Bien.

—Espero que la próxima vez que nos veamos, sea en más felices circunstancias, señor de Alarcón. —Dijo Alastair al tiempo que extendía su brazo ofreciéndome la mano.

—Así será señor Vane. —Estreche su mano .

Eugene se acercó a la cama y la levantó en brazos, Índigo colocó sobre Ella una manta. Salimos de la habitación y bajamos la escalera. Cruzamos la estancia y sin detenernos atravesamos la puerta principal de la mansión que estaba abierta de par en par. Afuera aguardaba el carruaje de Alastair. Índigo entró en el coche y ayudó a Eugene a instalarla a Ella en el interior. Las maletas habían sido colocadas en la parte superior del coche y atadas con cuerdas al techo. Eugene trepó al pescante y yo me senté a su lado.

—Buen viaje. —Dijo el señor Vane, mientras agitaba su mano en lo alto.

Emprendimos el recorrido rumbo a mi hotel. No tuvimos contratiempos y tampoco conversaciones de por medio. Al llegar, bajé del pescante y me dirigí a mi habitación. Tomé mi maleta que ni siquiera había desempacado y fui directamente a la recepción y registré mi salida. Eugene me ayudó a colocar la maleta en el techo del coche y proseguimos nuestro viaje.

Empezaba a oscurecer cuando llegamos al muelle en donde el Cerulean estaba atracado. En cuanto los marinos nos vieron, varios de ellos se apresuraron a recibirnos. Eugene de un salto bajó del pescante y de inmediato se dirigió al interior del coche; la levanto a Ella en brazos y salió del carro, Índigo bajó detrás de él.

Eugene se apresuró a abordar el barco mientras Índigo y yo los seguimos. Eugene, la llevó hasta un camarote muy amplio. Él la depositó con mucho cuidado sobre la cama. Índigo se apresuró a cubrirla con la manta y yo permanecí de pie, a los pies del lecho contemplando a aquella mujer, observándola, admirándola y entregándome enteramente a Ella.

Si Ella hubiera estado despierta, tal vez habría notado mi mirada, y sin duda percibiría mi devoción por Ella.

Algunos minutos más tarde, varios hombres llamaron a la puerta y les abrí; ellos traían las maletas de Ella y la mía.

—Colóquenlas a un lado de la cómoda. Gracias. —Les indiqué.

—¿Cuáles son sus maletas?. —Me preguntó uno de ellos.

—La oscura. —Respondí.

—La voy a llevar a su camarote. ¿Quiere venir conmigo para mostrarle dónde está ubicado?.

—Si, gracias. Vuelvo enseguida Índigo.

—Si, señor de Alarcón.

Seguí al marinero que cargaba mi maleta hasta el final del pasillo. Él abrió la puerta, ingresó en el camarote y dejó mi equipaje al lado de la cama.

—¿Se le ofrece algo más, señor?.

—No, muchas gracias.

—Con su permiso.

Aquel hombre salió del camarote cerrando la puerta tras de sí. Yo me acerqué a la cama, me quité la casaca y la arrojé sobre el colchón; desanudé la corbata y desabroché el botón del cuello y de los puños de las mangas, luego las doble hasta los codos y salí del cuarto. Me dirigí de regreso al camarote de Ella.

Llamé a la puerta y entré, me sorprendió escuchar que varios hombres preguntaban por el estado de Ella.

—Fátima, sigue mal, ¿verdad, Índigo?. —Preguntó un hombre muy delgado y moreno.

—Si Marlon, ella sigue mal. —Aquel hombre se quitó el gorro y lo estrujó entre sus manos.

—Yo todavía no puedo creer que el capitán haya muerto. —Dijo otro.

—Nunca imaginé que llegara el día en que viera a Fátima así. ¡Es una lástima!. —Dijo otro tragando saliva.

—Recuerdo las historias que nos contó Eugene de lo que vivieron en Maracaibo y luego cuando la llevaron a Tortuga. Ella era como el Capitán Drake, siempre tan entera y firme. Me acuerdo también cuando Robbie nos contó cómo la habían enseñado a usar la espada. —Dijo uno de ellos.

—Y después cuando fuimos por ella a Puerto Bello, cuando la secuestró aquel duque del demonio. Me sentí feliz de volver a verla en una pieza después del ataque a la mansión.

—Hay tantos recuerdos que no puedo creer que todo aquello se haya terminado de esta manera. —Concluyó otro de ellos.

—El capitán la amaba de verdad, yo lo vi hacer cosas que jamás hizo antes por ninguna otra. —Afirmó el último.

—Ella lo amaba de la misma manera, es por eso que está en esas condiciones. No logra aceptar la muerte del Capitán. —Dijo Índigo.

—Debemos regresar a cubierta, estamos a punto de zarpar. Si necesitas algo, avísanos.

—Gracias.

Era extraño escuchar esas conversaciones, me hacían pensar que el Capitán Drake había sido un pirata excepcional, casi como una alegoría utópica de justicia, poder, valentía y amor. Sólo un hombre así podría haber conquistado a una mujer como Ella.

Él y yo teníamos un par de cosas en común: nuestro amor por Ella y a Alfonso interfiriendo en nuestras vidas.

Y Ella.

Ella era extraordinaria. Hasta una horda de marinos le profesaban respeto y admiración.

¡Demonios!.

Y yo era sin duda el más maldito de todos los bastardos por haberla lastimado. Deseaba arrojarme al mar y que me tragara un tiburón. Pero seguramente la bestia me vomitaría.

—Señor de Alarcón. —Índigo interrumpió mis cavilaciones.

—Llámame Santiago.

—Don Santiago, —Ella corrigió— voy por un recipiente con agua, la fiebre está subiendo. ¿Podría cuidar de ella mientras regreso?.

—Desde luego que sí, Índigo. Yo me haré cargo de ella.

Tomé la silla que estaba frente a un escritorio y la coloqué al lado de la cama. Índigo se marchó y yo me senté de frente a Ella, contemplaba su rostro pálido, inexpresivo. Sujeté su mano entre las mías y la besé. Ella abrió los ojos un segundo y me miró, no sé con certeza si realmente me observaba a mí, o me confundió con su Oliver, pero me sonrió tan levemente, que esa diminuta sonrisa iluminó el día.

Me puse de pie y sin pensarlo siquiera me incliné y besé sus labios. Deseaba tanto hacerlo que no reparé en el riesgo. Sabía también, que tal vez no sería capaz de acercarme a Ella de esa forma en el futuro, quizá Ella nunca me lo permitiría, por eso me conformaba con besarla en secreto.