Capítulo 27
En lo alto de la muralla desaparecieron envueltos en humo. Las llamas la atravesaban como lanzas, y él saltó con la espada desenvainada mientras los hombres que había en el foso les gritaban.
—¡Abajo! ¡Abajo!
Él no había contado con esto. El foso estaba lleno de vivos, de moribundos y de muertos, y los vivos lo agarraban.
—¡Abajo! ¡Nos matarán!
Se había dejado caer sobre los cuerpos, pero se puso en pie y oyó que sus hombres andaban pesadamente a su alrededor. Había como pequeñas fortalezas en el foso, cuerpos amontonados que protegían de la metralla a los hombres que a su vez se agazapaban sobre otros cadáveres. Las balas penetraban vacilantes en la sombra del revellín, los heridos tiraban de él. Sharpe blandió la espada hacia adelante, abriéndose camino. Les iba chillando, «¡dejen paso!». Los muertos no podían moverse, él iba avanzando por entre los cuerpos, resbalaba en la sangre, y a su derecha, junto al baluarte Trinidad, los artilleros destrozaban el último ataque.
Había manos que se asían con avidez a Sharpe, que intentaban tirarlo, y fuera ya de la oscuridad vio una bayoneta que habían lanzado contra él. Detrás, Harper iba gritando en su lengua a los irlandeses. Un hombre se levantó en frente de Sharpe, se agarró a él y Sharpe lo golpeó con la empuñadura de la espada. Delante estaba la cara inclinada del revellín con la luz brillante por encima de él; los cañones estaban esperando. Sharpe sintió la tentación de sumergirse en el hedor de la tropa que había dentro del foso y dejar que la noche lo ocultara. Volvió a blandir la espada, dio un mandoble con el plano de la hoja, y cayó un hombre, sus pies estaban ya sobre la pendiente y él subía, sin querer, con temor a quedar inconsciente. Encogía el cuerpo para evitar a los muertos que asolaban la parte superior del revellín. Se detuvo.
Se oía un sonido nuevo en el foso, un sonido de rabia, se giró, con la espada brillante en la mano, y miró detrás de sí, incrédulo. Los supervivientes del South Essex, con las caras amarillas manchadas de sangre, se abrían paso hacia él. Habían visto a su compañía ligera abrir un camino hacia el revellín y ahora se querían unir a aquella locura, pero eran sus voces las que habían detenido a Sharpe.
—¡Sharpe! ¡Sharpe! ¡Sharpe! —Lo entonaban inconscientemente, como un grito de guerra, y otros hombres que no sabían lo que significaba recogían el grito. El foso se estremeció y el griterío se hinchó en la noche.
—¡Sharpe! ¡Sharpe! ¡Sharpe!
—¿Qué dicen, March?
—Parece que dicen «sharp»,[3] mi general.
El general se echó a reír porque hacía unos momentos que había deseado tener a mil como Sharpe, y ahora, quizás, aquel bribón le iba a entregar la ciudad. Sus ayudantes de campo, al oír aquella risa no comprendieron nada ni quisieron preguntar.
Los artilleros, en lo alto de la muralla, oyeron el grito y tampoco entendían nada. Estaban masacrando el baluarte Trinidad, rechazando el ataque, tal como habían hecho con los otros, cuando vieron que la parte superior del revellín se oscurecía con la presencia de los hombres, y que éstos gritaban, y todo aquel foso que ellos creían que estaba lleno de cadáveres se movía, los cadáveres habían vuelto a la vida e iban hacia ellos, a vengarse.
Los muertos gritaban.
—¡Sharpe! ¡Sharpe! ¡Sharpe!
La locura se iba apoderando de Sharpe. La gloria de una victoria en forma de una canción de guerra le bullía en los oídos, así que ni oía el fuego de la artillería, ni la explosión de los cañonazos, ni se enteró que detrás de él, atravesando el diamante, los hombres iban cayendo, y los cañones iban enredando el aire con los muertos. Dio un salto. Había atravesado el revellín corriendo, sentía el calor del, fuego cerca de sí; a su derecha, el desnivel era enorme. El nuevo foso estaba extrañamente vacío, lo saltó y vio que una piedra salía despedida con el golpe de un mosquete. El salto lo dejó sin aliento, lo arrojó hacia adelante, pero estaba en pie y seguía corriendo.
—¡Sharpe! ¡Sharpe! ¡Sharpe!
«Voy a morir aquí —pensó—, en este foso vacío con estos extraños bultos blancos que se agitan bajo la débil brisa.» Entonces recordó las piezas de lana que habían protegido las dos brechas y le resultó increíble que una mente pudiera advertir cosas tan irrelevantes en el umbral de la muerte.
—¡Sharpe! ¡Sharpe! ¡Sharpe!
«Voy a morir aquí —pensó—, al pie de la pendiente.» Y odió a los cabrones que lo matarían y la ira lo invadió, resbaló en los cascotes, incapaz de luchar, sólo quería subir, hundir su espada en la carne francesa. Había hombres a su alrededor que gritaban algo ininteligible, y el aire se llenó de humo, de metralla y de llamas. Harper lo adelantó, sosteniendo en alto su hacha, y Sharpe, no queriendo quedarse atrás, condujo sus piernas hacia el cielo oscuro más allá de la línea de espadas brillantes.
—¡Sharpe! ¡Sharpe! ¡Sharpe!
El soldado Cresacre se estaba muriendo con las tripas azules sobre el regazo, lloraba por él y por su mujer, a quien de repente echaba en falta aunque solía pegarla cruelmente. Y el sargento Read, el metodista, el hombre tranquilo que nunca maldecía, ni bebía, se había quedado ciego y no podía llorar porque los cañones le habían arrancado los ojos. Y pasando delante de ellos, ávidos de locura, de locura de batalla, iba la oscura horda que seguía a Sharpe. Se iban dejando las manos en la dura piedra, subiendo la pendiente allí donde nunca habían soñado ir. Algunos retrocedían desgarrados por los cañones y se iban amontonando en el nuevo foso que empezaba a estar como el otro, pero la locura podía más que ellos.
—¡Sharpe! ¡Sharpe! ¡Sharpe!
Resérvate las fuerzas para escalar, pero gritar ahuyenta el miedo. ¿Pero quién necesita fuerzas cuando la muerte espera en la cumbre? Una bala estalló contra la espada de Sharpe, le dio un tirón en la mano, pero estaba entera. Fue a la derecha, en su cabeza resonaba el grito de muerte. Una piedra se movió bajo su mano izquierda lanzándolo contra el suelo, pero una mano le empujó y lo levantó. Sharpe se agarró a la cadena que anclaba el Chevaux de Frise. La cima, el pico de la muerte.
—¡Sharpe! ¡Sharpe! ¡Sharpe!
Los franceses dispararon una vez más; pero, de pronto, los cañones retrocedieron. La nueva brecha estaba tomada. Dos hombres permanecían en la cima, el fuego no les había alcanzado. Los franceses corrían sin saber hacia dónde correr. Harper lanzó un grito al cielo porque había hecho una gran cosa.
Sharpe dio un salto, colina abajo, hacia la ciudad, y su espada era como un ser viviente en su mano. Una brecha estaba tomada, se habían burlado de la muerte y la muerte quería una recompensa. La espada iba segando los uniformes azules, él no veía hombres, sólo enemigos, y corría. Resbalaba, caía por la brecha hasta que el suelo bajo sus pies se convirtió en suelo firme y se encontró dentro. ¡Dentro! En Badajoz. Les gruñía a los cabrones, los mataba. Encontró la dotación de un cañón que se agazapaba junto a una pared y recordó la canción de la muerte. La espada los fue tajando, despedazando; un hacha giraba y giraba sobre ellos. Los franceses abandonaron la muralla baja recién construida detrás de las brechas porque la noche estaba perdida.
Hacia el otro lado de la brecha, por encima de las otras, fluía una marea oscura, una marea que ahora no producía ningún sonido coherente. Resultaba aterradora por su incoherencia. La voz de la bruja perversa, el lamento de tanto dolor, de tanta muerte, y la locura se volvieron rabia e insensatez y ellos seguían matando. Fueron matando hasta que sus brazos se cansaron, hasta que se encontraron empapados en sangre, hasta que no había hombres a quienes matar. Se metieron por las calles como un torrente oscuro que ascendía hacia Badajoz.
Harper saltó el muro construido detrás de las brechas. Un hombre se agazapaba allí, le imploró, pero el hacha cayó sobre él y Harper esbozó una sonrisa y a la vez sollozó furioso por la ciudad. Tenía más hombres delante con uniforme azul, y corrió hacia ellos, describiendo círculos con el hacha, pero allí estaba Sharpe. Mataban porque habían muerto muchos, porque habían derramado demasiada sangre, casi un ejército había muerto, y eran los cabrones que se habían reído. Sangre y más sangre. Badajoz.
Sharpe estaba gritando. Desahogaba una rabia que había estado esperando este momento. Permanecía en pie con la espada teñida de rojo oscuro y quería que más franceses se acercaran a ella, y los acechaba mostrando los dientes, gritándole a la noche. Un cuerpo se movió, un brazo azul se levantó, y la hoja dio vueltas, penetró, se volvió a levantar y descendió una vez más, limpia, hacia el pavimento.
Un francés, un matemático reclutado como oficial de artillería, que había contado cuarenta ataques distintos al baluarte Trinidad y los había rechazado todos, permanecía callado entre las sombras. Estaba quieto, bien quieto, esperando que pasara esa locura, esa avidez de sangre, y pensó en su novia, lejos, y rezó por qué ella no llegara nunca a ver algo tan horroroso. Observaba al oficial de fusileros y rezó porque no lo viera, pero éste giró la cara, los ojos brillantes de lágrimas, y el matemático gritó: «¡No! monsieur, ¡no!». La espada lo alcanzó, quedó destripado igual que Cresacre. Sharpe sollozó con ira mientras rasgaba una y otra vez, embistiendo al artillero, rasgándolo, mutilando al cabrón, y luego unas manos gigantes lo agarraron.
—¡Señor! —Harper lo sacudía—. ¡Señor!
—¡Cielos!
—¡Señor! —Harper le dio un bofetón—. Capitán.
Sharpe se apoyó contra la muralla, con la cabeza hacia atrás, tocando la piedra.
—¡Oh cielos, cielos! —Jadeaba, tenía el brazo fláccido y el pavimento delante de él estaba lleno de sangre. Bajó la mirada hacia el oficial de artillería, destrozado por una muerte grotesca—. ¡Oh, cielos! Se estaba rindiendo.
—No importa.
Harper se había repuesto primero, tenía el hacha destrozada por un golpe mortal, y había observado con temor a Sharpe mientras mataba. Ahora tranquilizaba a Sharpe, lo calmaba, y vio que le volvía la cordura aunque la locura subía por las calles de la ciudad.
Sharpe levantó la vista, ya calmado, su voz no dejaba ver ningún sentimiento.
—Lo conseguimos.
—Sí.
Sharpe volvió a apoyar la cabeza contra las murallas y cerró los ojos.
Ya estaba. Y para conseguirlo había descubierto que un hombre ha de sacudirse el miedo de encima, y junto con ese miedo se ha de ir cualquier otro tipo de emoción salvó la rabia y la ira; la humanidad, los sentimientos, todo había de desaparecer salvo la rabia. Tan sólo eso conquistaría lo imposible.
—¿Señor? —Harper le tiraba a Sharpe del codo.
«Nadie más podía haber hecho esto —pensó Harper—, nadie excepto Sharpe podía haber conducido a los hombres más allá de la cima de la muerte.»
—¿Señor?
Abrió los ojos, bajó la cara y Sharpe miró fijamente los cuerpos. Había satisfecho su orgullo a través de una brecha y ya estaba hecho. Miró a Patrick Harper.
—Ojalá supiera tocar la flauta.
—¿Señor?
—¿Patrick?
—Teresa, señor, Teresa.
¡Dios del cielo! ¡Teresa!