Capítulo 16
Lluvia y más lluvia. Cada vez con más violencia. Al amanecer el río se había desbordado, levantaba una espuma blanca contra los arcos de piedra del viejo puente y, lo que era más grave, se había llevado el puente de pontones río abajo.
—¡Compañía! —La última sílaba se arrastraba, mezclada con los gritos de otros sargentos—. ¡Chitón!
—¡Firmes! ¡Vista al frente!
Un tintineo de bridas y bocados trajo a los oficiales más antiguos del batallón al amplio espacio despejado en el centro de las compañías ya formadas. Dos lados del rectángulo lo formaban tres compañías cada uno; cuatro compañías formaban el lado largo y de frente el solitario triángulo de madera.
—Descansen, ¡ar!
Así una y otra vez. Se sacudían las manos sobre la madera mojada; las empuñaduras se ensuciaban con el lodo; la lluvia caía sesgada sobre la tropa.
Los sargentos marchaban tiesos pisando el lodo, se cuadraron de pronto y saludaron.
—¡Compañía formada, señor!
Los capitanes montados, pero deplorables con sus capas empapadas, saludaron.
—¡Batallón listo para formación de castigo, señor!
—Muy bien, comandante. Descansen.
—¡Talión! —La voz de Collett cabalgó sobre el viento y la lluvia—. En su lugar…, ¡descanso! —Se oyó arrastrarse los pies convulsivos en el barro.
Sharpe, con la cabeza espesa después de pasar la noche bebiendo, había formado con la compañía ligera. Rymer se sentía molesto, pero era el sitio de Sharpe; el rostro amarillo de Hakeswill se mostraba inexpresivo. El pulso le palpitaba bajo la cicatriz amoratada de su cuello. Daniel Hagman, el viejo fusilero, había ido a decirle a Sharpe antes de la formación que la compañía estaba amotinada. Sin duda era una exageración, pero Sharpe veía que los hombres estaban malhumorados y, sobre todo, asombrados. La única buena noticia era que Windham había rebajado el castigo a sesenta latigazos. El comandante Hogan le había hecho una visita al coronel y, aunque el ingeniero no había conseguido persuadir a Windham de que Harper era inocente, lo había impresionado describiéndole el historial de Harper. El batallón esperaba bajo la lluvia soportando el frío y el sufrimiento.
—¡Talión! ¡Chitón!
Nuevo arrastrar de pies. Entonces apareció Harper entre dos guardias. El irlandés iba desnudo de cintura para arriba mostrando los enormes músculos de sus brazos y su pecho. Caminaba ligero, sin hacer caso de la lluvia ni del barro, y sonrió burlón a la compañía ligera, de modo que parecía el hombre menos preocupado de la formación.
Le ataron las muñecas levantadas sobre el triángulo, le abrieron las piernas y se las ataron a la base; por otra parte, un sargento empujó el cuero doblado entre los dientes de Harper para que no se mordiera la lengua de dolor. El médico del batallón, un hombre enfermizo, con la nariz húmeda, hizo una revisión superficial a la espalda de Harper. Era evidente que estaba sano. Le ataron una tira de cuero alrededor de los riñones, el doctor asintió tristemente con la cabeza y miró a Collett. El comandante le habló a Windham y el coronel asintió.
—¡Proceda!
Las baquetas descendieron sobre las pieles empapadas. El sargento hizo una señal con la cabeza a los dos muchachos.
—¡Uno!
Sharpe lo recordó. A él lo habían azotado en la plaza de un pueblo en la India. Lo habían atado a una carreta de bueyes, no a un triángulo, pero recordaba el primer corte áspero con las correas de cuero la curvatura involuntaria de la espalda, los dientes rechinando sobre el cuero y la sorpresa al ver que no era tan malo como había esperado. Casi se había acostumbrado a los golpes, se sentía seguro, incluso se ofendió cuando el médico hizo detener los latigazos para comprobar que aún podía recibir más castigo. Después, el dolor se hizo confuso. Empezó a dolerle, a dolerle de verdad, cuando los latigazos le sacaron túrdigas de la piel y los golpes fueron alternos, a ambos lados, y así hasta que el batallón que lo observaba vio el destello del hueso y la sangre gotear sobre el polvo del pueblo. ¡Cielos! ¡Lo que le había dolido!
El South Essex observaba en silencio. Los tambores, de piel estirada por la lluvia, apenas se podían oír; eran como los toques amortiguados de un funeral. Los latigazos se veían empapados cuando sangraban, el sargento encargado de los azotes cantaba los números; al fondo los cañones franceses seguían disparando.
Los tamborileros hicieron una pausa. El doctor se acercó hasta la espalda de Harper, estornudó, y asintió con la cabeza al sargento.
—¡Veinticinco!
La lluvia diluía la sangre.
—¡Veintiséis!
Sharpe miró a Hakeswill. ¿Acaso había un destello de triunfo en su cara? Era imposible asegurarlo. La cara se crispó con un espasmo.
—¡Veintisiete!
Harper giró la cara desafiando a la compañía ligera. No se movía en absoluto cuando recibía los golpes. Escupió la mordaza de cuero y les sonrió burlonamente.
—¡Veintiocho! ¡Más fuerte!
Uno de los tamborileros hizo acopio de todas sus fuerzas. Harper sonrió aún más.
—¡Paren! —Collett hizo avanzar a su caballo—. ¡Métanle la mordaza!
Volvieron a empujarle la mordaza en la boca a Harper, pero él la volvió a escupir y sonrió. Se escuchó un murmullo de aprobación proveniente de la compañía ligera, un murmullo que era una risa, y vieron que Harper charlaba con los tamborileros. ¡El cabrón había vencido el castigo! Sharpe sabía que le dolía, pero sabía que el orgullo de Harper no le dejaría manifestarlo, tan sólo le dejaría fingir una absoluta indiferencia.
El castigo terminó, convertido en una farsa por la valentía increíble de Harper.
—¡Suéltenlo!
Sharpe había visto a hombres que caían desplomados al suelo después de una docena de golpes, pero Harper se separó de las correas aún sonriendo con ironía, y lo único que hizo fue darse un masaje en las muñecas. El médico le hizo una pregunta y el irlandés se echó a reír, rechazó la manta que le ofrecieron para cubrirse la espalda sangrante y se dio media vuelta para seguir a la escolta fuera de la formación.
—¡Soldado Harper! —Windham había espoleado a su caballo y se había acercado.
—¿Señor? —La voz de Harper casi mostraba desprecio.
—Es usted un hombre valiente. Tenga.
Windham lanzó una moneda de oro al hombre de Ulster. Durante un segundo pareció que Harper no iba a hacer caso de la moneda, pero una mano enorme se elevó de pronto, la agarró en el aire y le ofreció al coronel una gran sonrisa burlona y contagiosa.
—Gracias, mi coronel.
El batallón exhaló un suspiro de alivio colectivo. Windham debió darse cuenta, incluso cuando se desarrollaba el castigo, de que estaba haciendo azotar al hombre más popular del batallón. En la formación se había notado la hostilidad, una hostilidad poco usual. Los soldados no ponían objeción a los azotes, ¿por qué habían de hacerlo? Si un hombre merecía castigo el batallón se alineaba y observaba cómo se llevaba a cabo. Pero los soldados también tenían un perspicaz sentido de la injusticia y Sharpe, observando a Windham, sabía que el coronel había captado el ultraje al batallón. Se había cometido un error. No se podía admitir ni dar marcha atrás, pero la moneda de oro había sido un detalle inteligente. Windham, a pesar de aparentar ser un simple terrateniente, era un hombre inteligente.
Y Hakeswill era astuto. El sargento seguía manteniendo el rostro inexpresivo cuando la formación rompió filas. Hakeswill estaba triunfante. Harper había sido derrotado, degradado, y la compañía estaba a merced de Hakeswill. Ahora quería algo más, y lo conseguiría: la desgracia de Sharpe. Gracias a lo que rumoreaba la compañía, el sargento sabía dónde tendría lugar su desgracia, en la casa de los naranjos detrás de la catedral.
Sharpe encontró a Harper en un refugio, donde dos mujeres le ponían grasa en la espalda y le vendaban las heridas.
—¿Y bien?
Harper sonrió, burlón.
—Duele como mil diablos, señor. No podía haber aguantado muchos más. —Levantó la guinea de oro—. ¿Qué hago con esto?
—¿Gástela?
—No. —El irlandés miró fijamente más allá de Sharpe, al mar de barro que la lluvia gris barría con grandes cortinas de agua—. La guardaré, señor, hasta que haya matado al cabrón.
—¿O hasta que lo mate yo?
—Uno de nosotros, señor. Pero hágalo pronto. Antes de que nos marchemos de aquí.
Si es que alguna vez se iban de Badajoz, pensó Sharpe. Aquella tarde llevó a un grupo de trabajo hacia la frontera portuguesa. Encontraron los preciados pontones encallados en la corriente y se desnudaron para prepararlos y que los bueyes los arrastraran. El asedio estaba paralizado con la lluvia, el barro y la desgracia. Badajoz era como un gran castillo en medio de un océano. La lluvia había inundado los campos al sur, al oeste y al norte, el viento seguía aullando y traía más agua. Aunque era tiempo de esfuerzos, no se podían hacer. Las trincheras estaban inundadas, las laderas derrumbadas y cuando se usaron los gaviones para apuntalar las baterías, el agua reblandeció el relleno de tierra convirtiéndolo en fango semilíquido que salía dejando un armazón de mimbre hueco e inútil.
Todo estaba sucio de barro. Los carros, los víveres, el forraje, la comida, los uniformes, las armas, los hombres. El campamento estaba asqueroso, el único movimiento era el lento batir de la lona mojada bajo el viento, y la fiebre mataba a tantos como los incesantes cañones franceses. El tiempo que los franceses habían esperado ganar con su ataque a la paralela se lo habían proporcionado las condiciones atmosféricas. La moral estaba por los suelos. El primer lunes del asedio fue el peor. Hacía una semana que llovía y no paraba de llover, y la oscuridad se cernía sobre un ejército que apenas podía encender un fuego. No había nada seco, no había nada caliente. Un soldado de un regimiento gales, un fusilero, había enloquecido. Se oyeron gritos en la noche, un chillido aterrador cuando ensartó a su mujer con una bayoneta, y luego cientos de hombres fueron a tientas por la oscuridad pensando que se trataba de un ataque francés, mientras que el loco corría por el campamento, segando a derecha e izquierda con su arma. Gritaba que la resurrección de los muertos había llegado ya y que él era el nuevo mesías. Finalmente su sargento lo acorraló y, al darse cuenta de que nadie quería un tribunal militar y una ejecución, mató al hombre de una puñalada limpia.
Sharpe se encontró con Hogan aquel domingo por la noche. El comandante estaba ocupado. La herida del coronel Fletcher hacía que el ingeniero jefe se quedara en su tienda y Hogan se había hecho cargo de la mayor parte de su trabajo. El irlandés estaba triste.
—Nos va a derrotar la lluvia, Richard.
Sharpe no le contradijo. El agua aplastaba el espíritu del ejército; querían devolver los golpes, oír sus propios cañones disparando a los franceses, pero los cañones, como el ejército, estaban atascados. Hogan se quedó mirando la noche húmeda, llovía a cántaros.
—¡Si al menos parara!
—¿Y si no para?
—Nos rendimos. Hemos perdido.
Fuera, en la fría noche, la lluvia azotaba y chorreaba con fuerza del saliente de la tienda de Hogan y las gotas lentas le parecieron a Sharpe los toques de tambor de una derrota. Una derrota impensable.