Capítulo 8

—¡Alto! —Las botas golpeaban pesadamente el camino—. ¡Quietos, malditos cabrones, quietos! —gritaba el sargento, haciendo rechinar los pocos dientes que le quedaban. Se dio la vuelta para irse pero se giró inmediatamente—. ¡He dicho quietos! Si quieres que te arañe el culo de mierda, Gutteridge, lo haré con mi bayoneta. ¡Quieto! —Se volvió hacia el joven oficial que hizo un saludo impecable.

—¡Señor!

El alférez, visiblemente nervioso por la estatura elevada del sargento, devolvió el saludo.

—Gracias, sargento.

—No me dé las gracias, señor. Es mi trabajo, señor.

El sargento soltó una risotada característica suya, un sonido salvaje y desconcertante, y movió los ojos de izquierda a derecha. Los ojos del sargento eran azules, de un azul cielo, infantiles, pensó el alférez, mientras que lo demás era amarillo, amarillo como la fiebre, un color enfermizo en su cabello, en sus dientes y en su piel. Los ojos infantiles, azul cielo, se posaron en el alférez.

—Va a ver al capitán, ¿señor, no es así? Dígale que hemos llegado, mi alférez.

—Sí, por supuesto.

—Dele saludos de mi parte, señor. Mi enhorabuena.

El sargento volvió a reír y su risa aguda se convirtió en una tos fuerte, la cabeza tiró bruscamente del cuello largo y flaco que tenía la horrible cicatriz.

El alférez entró en el patio en el que había escrito con tiza en la jamba de la puerta SE/LC. Se sentía aliviado al haberse alejado del sargento que le había amargado el largo viaje desde el depósito del South Essex, aliviado de que los otros oficiales de la compañía ligera del South Essex no compartieran la locura del sargento. No, eso no era así. El sargento no estaba loco, pensó el alférez, pero había algo en él que dejaba entrever la capacidad de crear auténtico horror y que acechaba bajo su piel amarilla. Para el alférez, el sargento era aterrador, como lo era para los reclutas.

Los soldados que había en el patio eran igual de aterradores. Tenían la misma mirada que otros soldados veteranos en Portugal, una mirada bastante diferente de la de los soldados de Inglaterra. Sus uniformes de color escarlata se habían descolorido y convertido en rosa o blanquecinos; otros eran de un púrpura oscuro. El color que más abundaba era el marrón, ya que las casacas y los pantalones se habían remendado una y otra vez con la tela basta de los campesinos. Su piel, incluso en invierno, era marrón oscuro. Pero el alférez se fijó sobre todo en su aire de confianza. Se comportaban como con despreocupación, parecían estar a gusto con sus armas maltrechas y afiladas, y él se sentía fatal con su casaca escarlata con las vueltas de un amarillo brillante. Un alférez era la graduación más baja de los oficiales y William Matthews, un muchacho de dieciséis años que hacía ver que se afeitaba, estaba asustado por la primera impresión de estos hombres a los que se suponía que tenía que mandar.

Había un hombre inclinado en el brocal del patio, un segundo hombre manipulaba la herrada de manera que el agua le cayera por la cabeza y la espalda desnuda. Cuando el hombre se puso derecho, Matthews vio una rejilla de gruesas cicatrices causadas por azotes; el alférez se dio la vuelta pues le resultaba desagradable. Su padre le había advertido que el ejército atraía a la escoria de la sociedad: los alborotadores, y Matthews se dio cuenta de que acababa de ver una muestra de tal fruslería humana. Otro soldado, que por algún motivo iba vestido con el verde de los fusileros, percibió su expresión y sonrió burlonamente. Matthews sabía que lo estaban observando y juzgando, pero en ese momento apareció un oficial bien vestido y se dirigió hacia el reden llegado, era un teniente, y lo saludó.

—Alférez Matthews, teniente, con el parte de los reclutas.

El teniente sonrió vagamente, se dio la vuelta y vomitó.

—¡Oh, Dios! —El teniente parecía respirar con dificultad, pero se enderezó de nuevo y se volvió hacia el alférez.

—Querido amigo, lo siento tremendamente. Los malditos portugueses le ponen ajo a todas las comidas. Soy Harold Price. —Price se quitó el chacó y se frotó la cabeza—. No he oído su nombre. Lo siento de verdad.

—Matthews, teniente.

—Matthews, Matthews. —Price decía el nombre como si pudiera significar algo, luego contuvo la respiración mientras su estómago se revolvía y, cuando se le pasó el espasmo, respiró lentamente—. Discúlpeme, mi querido Matthews. Creo que tengo el estómago mal esta mañana. Supongo que no me haría el favor de dejarme cinco libras. ¿Sólo por un par de días? Mejor si fueran cinco guineas.

Su padre también le había advertido respecto a esto, pero Matthews pensó que sería insensato empezar a darse a conocer en su nueva compañía con una negación mezquina. Se daba cuenta de que los soldados que había en el patio estaban escuchando y se preguntó si tal vez le tocaba ser el inocente en algún tipo de broma particular, pero ¿qué otra cosa podía hacer?

—Por supuesto, teniente.

El teniente Price se sorprendió.

—¡Mi querido muchacho, qué amable! Le daré un pagaré, por supuesto.

—¿Y esperará que el alférez muera en Badajoz?

Matthews se giró bruscamente. El soldado alto, el que tenía en la espalda aquellas horribles cicatrices, era el que había hablado. También la cara del hombre tenía una cicatriz, y le daba una expresión astuta, de burla, que contrastaba con su voz. Le sonrió a Matthews con ironía.

—Se lo hace a todos. Les pide prestado dinero esperando que mueran. Así saca un buen provecho.

Matthews no sabía qué decir. El soldado había hablado amablemente, pero no había usado el tratamiento de «señor» o de «alférez» y eso resultaba desconcertante. Matthews tenía la sensación de que la poca autoridad que su bajo rango merecía ya se estaba disipando. Esperaba que el teniente interviniera, pero la expresión de Price era de vergüenza, se puso el chacó en la cabeza y sonrió irónicamente al hombre de la cicatriz.

—El alférez Matthews, señor. Ha traído los reemplazos.

El hombre alto de la cicatriz saludó con la cabeza al alférez.

—Me alegro de que esté aquí, Matthews. Yo soy Sharpe, el capitán Sharpe. ¿Cómo se llama?

—Matthews, capitán. —El alférez abrió la boca sorprendido. ¿Un oficial que había sido azotado? Se dio cuenta de que su respuesta no era la adecuada—. William, capitán.

—Buenos días y bienvenido. —Sharpe se estaba esforzando por ser amable. Odiaba las mañanas y especialmente esta mañana desagradable. Hoy Teresa se iba de Elvas y cabalgaría las escasas leguas hasta el otro lado de la frontera, hasta Badajoz. Otra despedida—. ¿Dónde ha dejado a los hombres? —Matthews no los había dejado en ningún sitio; el sargento había tomado todas las decisiones, pero señaló hacia la puerta.

—Fuera, capitán.

—Hágalos entrar, hágalos entrar. —Sharpe se frotó la cabeza con un trozo de arpillera para secársela—. ¡Sargento Harper! ¡Sargento Read!

Harper podía instalar a los reclutas en la compañía, mientras que Read, el metodista abstemio, podría ocuparse de los libros de la compañía. Sería un día ajetreado.

Sharpe se vistió deprisa. Había parado de llover, al menos de momento, pero el viento frío seguía soplando del norte y traía con él nubes altas y veteadas que presagiaban mal tiempo en marzo. Al menos, al ser las primeras tropas en llegar, el batallón había podido escoger el alojamiento en Elvas, y los hombres vivían con comodidad aunque de vez en cuando miraran fijamente al otro lado de la frontera, hacia Badajoz. Las dos fortalezas estaban separadas unas tres leguas, situadas a ambos lados de un valle poco profundo, pero a pesar de su cercanía eran tremendamente diferentes. Badajoz era una ciudad, capital de una provincia; Elvas era una pequeña ciudad con mercado que ocupaba el centro de amplias defensas. Las murallas portuguesas resultaban impresionantes, pero eran pequeñas comparadas con las fortificaciones españolas que cortaban el paso hacia Madrid. Sharpe sabía que eran imaginaciones suyas, pero aquella enorme fortaleza que se elevaba al este tenía algo de siniestro y odiaba la idea de que Teresa tuviera que estar detrás de las grandes murallas y los anchos fosos. Sin embargo, tenía que volver con la niña, su niña, y él tendría que buscarla y protegerla cuando llegara el momento.

De repente dejó de pensar en Teresa y en Antonia, esos pensamientos se disiparon de pronto y fueron reemplazados por una repugnancia espesa como el vómito. Su pasado estaba aquí, en Elvas, un pasado odiado. ¡La misma cara amarilla, con el mismo tic que la crispaba y la misma risita aguda! ¡Dios mío! ¿Aquí, en su compañía? Los ojos de los dos hombres se encontraron y Sharpe vio la sonrisa insolente y burlona que parecía rayar en la más absoluta demencia.

—¡Alto! —El sargento miró con fiereza al destacamento—. Izquierda, ¡ar! ¡Quietos, cabrones! ¡Mantenía maldita boca callada, Smithers, o la usaré para limpiar los establos! —El sargento se giró con elegancia, marchó hacia Sharpe y se detuvo.

—¡Señor!

El alférez Matthews miraba entre los dos hombres altos.

—¿Capitán? Éste es el sargento…

—Conozco al sargento Hakeswill.

El sargento se rió mostrando los pocos dientes amarillos que le quedaban. Le chorreaba saliva por la barba incipiente. Sharpe intentó adivinar la edad del sargento. Hakeswill había de estar ya en los cuarenta al menos, tal vez cuarenta y cinco, pero sus ojos todavía eran los de un niño travieso. Miraban a Sharpe sin parpadear, con diversión y desdén. Sharpe se dio cuenta de que Hakeswill estaba intentando hacerle bajar los ojos, así que se dio la vuelta y vio a Harper que se estaba abrochando el cinturón antes de entrar en el patio. Le hizo una señal con la cabeza al irlandés.

—En su posición, descanso, sargento. Necesitan un lugar para dormir y comida.

—¡Capitán!

Sharpe se volvió hacia Hakeswill.

—¿Se unen a esta compañía?

—¡Capitán!

La respuesta fue un ladrido y Sharpe recordó lo puntilloso que siempre había sido Hakeswill con las normas del ejército. Ningún soldado hacía la instrucción con más precisión ni contestaba con mayor formalidad, sin embargo cada acción parecía imbuida por una especie de desprecio. Era imposible precisar, sin embargo, si tenía algo que ver con la expresión de esos ojos infantiles, como si hubiera un monstruo dentro del soldado riguroso y correcto que observaba y se reía mientras le tomaba el pelo al ejército. El rostro de Hakeswill dibujó una sonrisa burlona.

—¿Sorprendido, capitán?

Sharpe tuvo deseos de matar a aquel hombre en el acto, de borrar aquellos ojos ofensivos, de detener para siempre su tic, aquella sonrisa que mostraba unos dientes amarillos, la risita fingida y hasta la burla. Muchos hombres habían intentado matar a Obadiah Hakeswill. Tenía la cicatriz en el cuello, un costurón rojo encendido, desde que cumpliera los doce años. La habían condenado a muerte en la horca por robar un cordero. Era inocente de lo que le acusaban. Su verdadero delito había sido que había forzado a la hija del vicario a desnudarse mientras él sostenía junto a su cuello una víbora. La muchacha se iba quitando la ropa a tientas y, mientras gritaba, el muchacho la atacaba. El padre la rescató y resultaba más sencillo acusar al chico de robar un cordero, porque era más seguro que acabaría en muerte. Amañó la sentencia con los jueces y nadie, ni siquiera entonces, había deseado que Obadiah Hakeswill viviera, salvo quizá su madre; el vicario, si se le hubiera ocurrido la manera, hubiera hecho gustoso que la madre acompañara al cadalso a su asqueroso hijo.

Fuera como fuese había sobrevivido. Lo habían ahorcado, pero todavía seguía vivo, tenía el cuello estirado y flaco y una cicatriz morada que evidenciaba que una vez lo habían colgado. Consiguió entrar en el ejército y era un tipo de vida que le iba. Levantó una mano y se frotó la cicatriz debajo de la oreja izquierda.

—Le irá bien, capitán, ahora que yo estoy aquí.

Sharpe sabía lo que le quería decir. Corría la leyenda de que a Hakeswill, el hombre indestructible, el superviviente de una ejecución judicial, no lo podían matar y la leyenda crecía con el tiempo. Sharpe había visto dos filas de hombres que volaron por los aires a causa de la metralla y sin embargo Hakeswill, que se encontraba frente a ellos, resultó indemne. La cara de Hakeswill se crispó y amagó la risa que le provocaba el odio que Sharpe no manifestaba. La cara volvió a la normalidad.

—Me alegro de estar aquí, capitán. Estoy orgulloso de usted, de verdad que lo estoy. El mejor recluta que he tenido.

Había hablado en voz alta para que el patio supiera de su historia común; y también había un desafío, tan sobreentendido como su odio, que anunciaba que Hakeswill no se sometería fácilmente a la disciplina de un hombre a quien había enseñado la instrucción y a quien había sometido a suplicio.

—¿Cómo está el capitán Morris, Hakeswill?

El sargento sonrió burlón, luego le soltó una risotada en su misma cara, de forma que el oficial percibió su mal aliento.

—Lo recuerda, capitán, ¿no es así? Ahora es comandante, capitán, eso he oído. En Dublín. En realidad, capitán, usted era un chico malo, perdonará a un viejo soldado por decirle eso.

Se hizo un silencio denso en el patio. Todos los hombres escuchaban las palabras y se daban cuenta de la hostilidad que había entre los dos. Sharpe bajó la voz, para que nadie, excepto Hakeswill, pudiera oírlo.

—Si pone un dedo sobre algún hombre de esta compañía, sargento, le mato.

Hakeswill sonrió irónicamente, iba a replicar, pero Sharpe fue más rápido.

—¡Chitón!

Hakeswill se enderezó de golpe, con la cara bruscamente ensombrecida de rabia porque no le había permitido responder.

—¡Media vuelta!

Sharpe lo dejó allí, frente a una pared. ¡Maldita sea! ¡Hakeswill! Las cicatrices que tenía Sharpe en la espalda eran por culpa de Hakeswill y de Morris, y Sharpe juró aquel día lejano que les infligiría el mismo dolor que le habían hecho a él. Hakeswill había golpeado a un soldado hasta perder el conocimiento; el hombre recuperó el conocimiento, pero nunca recuperó el juicio, y Sharpe había sido testigo. Sharpe intentó detener la paliza y, por esos esfuerzos, Morris y Hakeswill lo acusaron de pegarles. Lo ataron a una rueda de carro y lo azotaron.

Ahora, cara a cara con su enemigo después de tantos años, sintió una desagradable sensación de impotencia. Parecía que Hakeswill fuera intocable. Tenía la seguridad de un hombre al que simplemente no le importaba lo que le sucediera, porque sabía que era indestructible. El sargento iba por la vida destilando odio hacia los otros hombres y bajo su máscara de conformidad militar despedía veneno y miedo hacia todas las compañías en las que servía. Sharpe sabía que Hakeswill no habría cambiado más de lo que había cambiado su aspecto. La misma abultada barriga, tal vez algo más voluminosa, algunas arrugas más en la cara, uno o dos dientes menos, pero la misma piel amarilla y la misma mirada de loco. Sharpe recordó con desagrado que una vez Hakeswill le había dicho que eran iguales. Los dos huidos, los dos sin familia, y la única manera de sobrevivir, había dicho el sargento, era pegar fuerte y pegar primero.

Miró a los reclutas. Eran prudentes, como debía ser, cautos con la nueva compañía. Sharpe, aunque ellos no pudieran saberlo, compartía su intranquilidad. ¿Hakeswill, entre tanta gente, en su compañía? Recordó el nombramiento y se dio cuenta de que la compañía podía no ser suya y sintió que sus pensamientos empezaban a adentrarse inútilmente en la oscuridad, así que se los quitó de encima de golpe.

—¿Sargento Harper?

—¿Capitán?

—¿Qué hay hoy?

—Fútbol, capitán. La compañía de granaderos contra los portugueses. Se esperan muchas bajas.

Sharpe sabía que Harper intentaba animar a los recién llegados, así que sonrió con deferencia.

—Un día ligero por ser el primer día. Disfrútenlo. Mañana trabajamos.

Mañana estaría sin Teresa, mañana Teresa estaría un día más cerca de Badajoz y mañana podría ser teniente. Se dio cuenta de que los soldados, a algunos de los cuales los había reclutado él mismo, estaban esperando que continuara. Esbozó otra sonrisa forzada.

—Bienvenidos al South Essex. Me alegro de que estén aquí. Ésta es una buena compañía y estoy seguro de que lo seguirá siendo.

Las palabras resultaban muy poco convincentes, incluso para él, como si supiera que no eran ciertas.

Hizo una señal con la cabeza a Harper.

—Siga, sargento.

Los ojos del irlandés se dirigieron hacia Hakeswill, todavía de cara a la pared y Sharpe hizo ver que no se daba cuenta. Maldito Hakeswill, podía quedarse allí. Pero luego se ablandó.

—¡Sargento Hakeswill!

—¡Capitán!

—¡Rompa filas!

Sharpe se fue a la calle caminando, quería estar solo, pero Leroy estaba apoyado en la jamba y el yanqui arqueó las cejas divertido.

—¿Así es como el héroe del campo de Talavera da la bienvenida a los reclutas? ¿Sin llamamientos a la gloria, ni toques de corneta?

—Tienen suerte de tener una bienvenida.

Leroy dio una calada a su cigarro y cogió el paso a Sharpe.

—Supongo que este mal genio está causado porque su dama nos deja.

Sharpe se encogió de hombros.

—Supongo que sí.

—Así pues, ¿puedo darle otra noticia?

Leroy se había detenido y parecía que sus ojos castaños mostraban diversión.

—¿La muerte de Napoleón?

—Desgraciadamente, no. Nuestro coronel llega hoy. No parece sorprendido.

Sharpe esperó a que pasara un cura montado en una mula.

—¿Debería sorprenderme?

—No —dijo Leroy sonriéndole con ironía—. Pero la reacción normal es decir «quién, por qué, qué, cómo lo sabe». Luego yo le doy todas las respuestas, y a eso se le llama una conversación.

El abatimiento de Sharpe se había disipado con Leroy.

—Venga, dígame.

El yanqui, delgado y lacónico, estaba sorprendido.

—Nunca creí que lo preguntaría. ¿Quién es? Se llama Brian Windham. Nunca me ha gustado el nombre de Brian, es uno de esos nombres que una mujer le pone a un niño con la esperanza de que crezca siendo honesto. —Tiró la ceniza al camino—. ¿Por qué? Creo que eso no tiene respuesta. ¿Qué es? Es un extraordinario cazador de zorros. ¿Usted caza, Sharpe?

—Ya sabe que no.

—Pues su futuro puede ser triste, al igual que el mío. ¿Y cómo lo sé?

Hizo una pausa.

—¿Cómo lo sabe?

—Porque nuestro buen coronel, el honesto Brian Windham, tiene un anunciador, un mensajero, un Juan Bautista de su llegada, un Paul Reveré, nada menos.

—¿Quién?

Leroy dejó escapar un suspiro; estaba extrañamente locuaz.

—¿No ha oído nunca hablar de Paul Reveré?

—No.

—Hombre con suerte, Sharpe. Le llamó a mi padre traidor y mi familia llamó a Reveré traidor y creo que perdimos la discusión. El caso es, mi querido Sharpe, que él era un anunciador, un agente de la advertencia, y nuestro buen coronel ha enviado el aviso de su llegada bajo la forma de un nuevo comandante.

Sharpe miró a Leroy, la expresión del yanqui no había cambiado.

—Lo siento, Leroy. Lo siento.

Leroy se encogió de hombros. Como capitán más antiguo deseaba la vacante de comandante en el batallón.

—Uno no ha de esperar nada en este ejército. Se llama Collett, Jack Collett, otro nombre honesto y otro cazador de zorros.

—Lo siento.

Leroy volvió a caminar.

—Hay algo más.

—¿Qué?

Leroy señaló con su cigarro hacia el patio de la casa donde se alojaban los oficiales y Sharpe miró por entre la arcada y, por segunda vez aquella mañana, se dio un susto repentino y desagradable. Había un joven, de unos veintitantos años, junto a un montón de equipajes y su criado estaba desatando las correas. Sharpe nunca había visto al oficial, pero el uniforme le era familiar. Era el uniforme del South Essex, completo, incluso con la insignia dorada del águila que Sharpe había arrebatado al enemigo; pero era un uniforme que sólo un hombre podía llevar. Tenía un sable colgado con cadenas, y un silbato de plata que colgaba de los cinturones cruzados. Las insignias del rango, que denotaban que se trataba de un capitán, no eran charreteras, sino alas hechas con cadenas y decoradas con una trompa. Sharpe estaba mirando a un hombre que iba vestido de capitán de la compañía ligera del South Essex. Soltó una maldición.

Leroy se echó a reír.

—Únase a los oprimidos.

¡Nadie había tenido los cojones de decírselo, salvo Leroy! Los cabrones habían traído a un hombre nuevo sin avisarle. ¡Y no se lo habían dicho! Sintió una rabia tremenda, una depresión y una impotencia ante la maquinaria pesada del ejército. No se lo podía creer. Hakeswill, Teresa que se iba, y ahora, esto.

El comandante Forrest apareció en la arcada, vio a Sharpe y se acercó a él.

—¿Sharpe?

—Señor.

—No saque conclusiones precipitadas. —El comandante parecía estar triste.

—¿Conclusiones, comandante?

—Respecto al capitán Rymer.

Forrest señaló con la cabeza hacia el nuevo capitán que, en aquel momento, se giraba y veía a Sharpe. Éste se inclinó un poco, un saludo educado con el que Sharpe le obligaba a responder. Volvió a mirar a Forrest.

—¿Qué ha sucedido?

Forrest se encogió de hombros.

—Compró el grado de oficial de Lennox.

Lennox había sido el predecesor de Sharpe y había muerto hacía dos años y medio.

—Pero eso…

—Lo sé, Sharpe. Su testamento estaba en los tribunales. La testamentaría sólo ha cedido el cargo para venderlo.

—¡Yo ni siquiera sabía que estaba en venta!

«Tampoco —pensó Sharpe— podía haber pagado las mil quinientas libras.» Leroy encendió otro cigarro con la colilla del anterior.

—Dudo que nadie supiera que estaba en venta. ¿No es así, comandante?

Forrest asintió tristemente con la cabeza. Una venta abierta significaba que se tenía que pagar el precio legal. Era bastante más probable que el capitán Rymer fuera amigo de uno de los abogados que habían abortado el concurso, se lo había vendido a Rymer y a cambio había conseguido un precio más alto. El comandante extendió las manos.

—Lo siento, Sharpe.

—Entonces, ¿qué pasa ahora? —preguntó Sharpe duramente.

—Nada —contestó Forrest intentando resultar esperanzador—. El comandante Collett, a quien no conoce, Sharpe, está de acuerdo conmigo. Es una confusión. Así que usted se quedará al mando hasta que llegue el coronel Windham.

—Hoy mismo, a más tardar, señor.

Forrest asintió.

—Todo irá bien, Sharpe. Ya lo verá. Todo irá bien.

Sharpe vio a Teresa que atravesaba el patio llevando su silla de montar, pero ella no lo vio. Sharpe se dio la vuelta y miró por encima de los tejados de Elvas, unos tejados de color rosa bajo la luz del sol, y vio que un banco de nubes, que cabalgaba sobre el viento del norte, había dividido en dos partes el paisaje con su sombra. España estaba a la sombra y Badajoz era una ciudadela oscura y lejana. Volvió a soltar unas palabrotas y en cantidad, como si los reniegos pudieran luchar por él en contra de la mala suerte. Sabía que era fantástico, incluso estúpido, pero parecía como si la fortaleza cortara la carretera del este con sus murallas elevadas sobre el Guadiana, estaba en el centro del mal, desparramando un destino funesto sobre todo el que se acercara. Hakeswill, Rymer, Teresa que se iba, todo cambiaba. «¿Y qué más?», se preguntaba, todo iría mal antes de que cayeran sobre Badajoz.