Capítulo 19

—¡Estese quieto! —murmuró el doctor, no tanto por Sharpe, que se mantenía rígido, sino porque siempre decía esa muletilla cuando estaba operando. Dio vueltas a la sonda que tenía en los dedos y se quedó mirándola, luego la limpió en su delantal antes de introducirla con delicadeza en la herida que Sharpe tenía en el muslo—. Está bien herido, señor Sharpe.

—Sí, señor. —Sharpe silbó las palabras. Sentía en la pierna como si una serpiente con dientes al rojo vivo le estuviera rasgando.

El doctor gruñó, empujó.

—¡Ah! ¡Estupendo! ¡Estupendo! —La sangre manaba de la herida—. Ya la tengo. —Empujó, sintiendo que la bala chirriaba bajo el extremo de la sonda.

—¡Jesús!

—Una verdadera ayuda cuando se tienen problemas. —El doctor dijo estas palabras automáticamente. Se enderezó y dejó la sonda en la herida—. Es usted un hombre con suerte, señor Sharpe.

—¿Suerte, señor? —Tenía la pierna ardiendo, dolorida desde el tobillo hasta la ingle.

—Suerte. —El doctor cogió una copa de clarete que su ordenanza siempre tenía llena y miró fijamente la sonda—. Dejarla o no dejarla, esa es la cuestión. —Echó una mirada a Sharpe—. Es usted un cabrón muy sano, ¿eh?

—Sí, señor —le salió como un gruñido.

El doctor se sorbió la nariz. Su resfriado no había mejorado desde que azotaron a Harper.

—Se podía quedar ahí dentro, señor Sharpe, pero yo creo que no. Tiene suerte. No está profunda. La bala debió perder mucha de su fuerza. —Miró detrás de él y seleccionó un par de tenazas largas y finas. Examinó las puntas estriadas, vio algo sucio y escupió en el instrumento, secándoselo con la manga—. ¡Bien! ¡Estese quieto, piense en Inglaterra! —Introdujo las tenazas en la herida, siguiendo el camino de la sonda, mientras tanto Sharpe le iba siseando imprecaciones a las que el doctor no hacía caso. Notó la bala, extrajo la sonda, volvió a empujar con las tenazas y luego apretó el mango—. ¡Estupendo! ¡Un poco más! —Lo retorció, a Sharpe le explotaba la pierna de dolor. El doctor extrajo las tenazas y las dejó caer, con la bala entre sus mandíbulas, sobre la mesa que tenía detrás de él—. ¡Estupendo! Nelson debía haberme conocido. Bien. Véndelo, Harvey.

—Sí, señor.

El ordenanza le soltó los tobillos a Sharpe y hurgó por debajo de la mesa buscando un vendaje limpio.

El doctor cogió la bala que todavía estaba en las tenazas y le sacudió la sangre en un cubo con agua.

—¡Ah! —Levantó la bala—. ¡Una bala de pistola! No es de extrañar que no penetrara. La distancia debe haber sido grande. ¿La quiere?

Sharpe asintió con la cabeza y tendió la mano. No era una bala de mosquete. La bala medía tan sólo media pulgada de ancho y Sharpe recordó la llama amarilla. El fusil de siete cañones utilizaba balas de media pulgada.

—¿Doctor?

—¿Sharpe?

—La otra herida. ¿La bala todavía está dentro?

—No. —El doctor se estaba limpiando las manos con el delantal, ya tieso de sangre. Era una señal de antigüedad en su profesión—. Todo recto, Sharpe, lo único que hizo fue rasgar la piel. —Le ofreció una copa de brandy.

Sharpe se la bebió y se echó hacia atrás sobre la mesa mientras el ordenanza le lavaba la pierna y se la vendaba. No sentía una ira especial porque Hakeswill hubiera intentado matarlo, tan sólo era curiosidad y gratitud por haber sobrevivido. Ciertamente no estaba sorprendido. Si él hubiera estado disparando su fusil, y hubiera visto a Hakeswill, hubiera apretado el gatillo y hubiera enviado al sargento al diablo, y todo sin pensárselo dos veces. Miró al doctor.

—¿Qué hora es, señor?

—De madrugada, Sharpe, de madrugada. La madrugada de Pascua, cuando todos los hombres deberían regocijarse. —Estornudó fuertemente—. Debería tomarse las cosas con calma.

—Sí, señor.

Descolgó las piernas de la mesa y se puso los pantalones de montar. Había un agujero bien hecho en los refuerzos de cuero del interior del muslo derecho por donde le había entrado la bala. El doctor miró el agujero y se echó a reír.

—Tres pulgadas más arriba y se hubiera quedado el último de la fila.

—Sí, señor. Muy divertido. —Se puso en pie y vio que la pierna le aguantaba el peso—. Gracias, señor.

—De nada, Sharpe, en todo caso por mi poca destreza y humilde trabajo. Media botella de ron y volverá a saltar como un cordero. Un honor para el cuerpo médico y el de los boticarios, del que soy un funcionario obediente. —Abrió la tienda de campaña—. Venga a verme si tienen que cortarle un miembro.

—No iré a ver a nadie más.

Las tropas que hacían de vigías se habían retirado de los puestos de guardia, habían apilado sus armas, y estaban dando buena cuenta de un pobre desayuno. Los cañones trabajaban sin descanso, disparando ahora a los baluartes de Santa María y Trinidad. Sharpe se imaginaba la humareda que se extendería sobre el pantano. ¡Maldita pólvora! La cantidad de pólvora que se necesitaba había sido calculada demasiado a la baja, si no Sharpe, Harper y los fusileros serían héroes esta mañana. Tal como habían ido las cosas eran unos parias. Habría problemas, Sharpe lo intuía. El fracaso de la noche requería cabezas de turco.

Las campanas de la ciudad tocaban a gloria. Pascua. Sharpe fue cojeando hasta su refugio cuando vio a su derecha a un grupo de mujeres portuguesas o españolas de las que seguían al ejército que recogían florecillas blancas de la orilla de una acequia. La primavera suavizaba el paisaje. Pronto les abriría los caminos y los ríos a los ejércitos franceses. Sharpe se preguntó si eran imaginaciones suyas o los cañones estaban disparando hoy a un ritmo más rápido. Martilleaban a cañonazos una ciudad que los británicos habían de tomar si querían llevar la guerra hasta el corazón de España. Los cañones de Badajoz podían oírse en Alcántara o Cáceres, y hacia el este en Mérida, donde las avanzadillas británicas vigilaban las carreteras desiertas esperando un ejército de ayuda francés y escuchaban el retumbar del trueno distante. Los cañones presidieron los oficios de Pascua, llevando los pensamientos de la gente que estaba en la catedral lejos de las celebraciones. El altar mayor estaba resplandeciente con su revestimiento blanco y oro, la Virgen adornada con magníficos ropajes enjoyados, pero el retumbar de los cañones levantaba polvo de la cornisa alta que circundaba el interior de la catedral y lo tamizaba por las estaciones del vía crucis. Las mujeres rezaban, pasaban las cuentas del rosario, pero los cañones seguían anunciando un asalto sangriento. Badajoz sabía lo que iba a suceder; la ciudad recordaba bien otros asedios cuando los moros y los cristianos se habían turnado para masacrar la ciudad.

Ruega por nosotros pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte.

—¡Sharpe! —El comandante Collett, cansado e irascible, gesticulaba desde la tienda de Windham.

—¿Señor?

—¿Cómo está la pierna? —La voz mostraba una especie de rencor.

—Duele.

—El coronel le requiere —dijo Collett sin mostrar lástima.

La luz era amarillenta dentro de la tienda, la lona le daba a la cara de Windham un tinte de ictericia. Saludó a Sharpe con la cabeza, un saludo nada hostil, y le señaló un cajón de madera.

—Es mejor que se siente.

—Gracias, señor. —Sentía punzadas de dolor en la ingle. Tenía hambre.

Collett entró detrás de Sharpe y cerró la tienda. El comandante era lo bastante bajo para quedarse de pie bajo el caballete. Durante unos segundos se hizo silencio y a Sharpe le sorprendió que de repente Windham estuviera incómodo. Sentía lástima por el coronel. Windham no tenía la culpa de que Rymer hubiera comprado el ascenso, él no había escogido suceder a Lawford y a Windham, por lo poco que Sharpe sabía de él, parecía un tipo bastante decente. Levantó la vista hacia el coronel.

—¿Señor?

Su palabra rompió el silencio. Windham gesticuló irritado.

—La pasada noche, Sharpe. Una lástima.

—Sí, señor.

Fuera lo que fuera lo que significaba, era pena para el coronel. ¿El dique que no había explotado? ¿La muerte de Matthew?

—El general está defraudado. No con nosotros. Nosotros cumplimos con nuestro trabajo. Llevamos la pólvora al dique, la prendimos, pero no había la suficiente pólvora. Hay que echarle la culpa a los ingenieros, no a nosotros.

—Sí, señor.

Sharpe sabía que Windham se iba por los cerros de Úbeda. No había hecho ir a Sharpe a la tienda para decirle eso. Collett tosió y el coronel se aclaró la voz.

—Parece que hubo un cierto caos en el dique, Sharpe, ¿es cierto?

El comentario había de venir del capitán Rymer, pensó Sharpe, así que se encogió de hombros.

—Los ataques nocturnos son propensos a la confusión, señor.

—Ya sé, Sharpe, ya sé. Maldita sea, hombre. —El fusilero ponía nervioso a Windham, el coronel recordaba su primer encuentro en Elvas, cuando sintió la misma reticencia a ir directo al grano. Echó una mirada a Sharpe—. Yo le envié para que me trajera noticias, nada más, ¿no es así?

—Sí, señor.

—En cambio usted le usurpó a Rymer la autoridad, organizó un ataque, provocó a los franceses y uno de mis oficiales murió.

Sharpe sintió que se ponía furioso y se contuvo. No hizo caso del comentario respecto a Matthews.

—¿Provocar a los franceses, señor?

—Maldita sea, hombre, ¡les disparó!

—¿El capitán Rymer le ha dicho eso, señor?

—¡No estoy aquí para discutir con usted! ¿Lo hizo o no lo hizo?

—Respondí a su fuego, señor.

Silencio. Era obvio que Rymer había explicado una historia diferente. Windham echó una mirada a Collett, que se encogió de hombros. Los dos hombres creían a Sharpe, pero tenían que respaldar la autoridad de Rymer. Windham cambió de táctica.

—Sin embargo desobedeció mis órdenes.

—Sí, señor.

De nuevo silencio. Windham no esperaba esa respuesta, o tal vez esperaba alguna excusa. Sharpe simplemente admitía su desobediencia. Pero preguntar el porqué era una invitación a criticar a Rymer y el coronel no quería oírlo. Miró a Sharpe. El fusilero parecía asquerosamente seguro. Se encontraba sentado, aparentemente despreocupado. El rostro duro, con una cicatriz, mostraba una competencia y una honradez que desarmaban al coronel. Windham sacudió la cabeza.

—Maldita sea, Sharpe, Rymer está en una situación insoportable. Intenta establecer su autoridad sobre una compañía y le está costando porque usted le anda pisando los talones.

Collett se movió, en señal de desaprobación, pero Sharpe asintió con la cabeza lentamente.

—Sí, señor.

—Los fusiles, por ejemplo.

Sharpe sintió un estremecimiento de alarma.

—¿Los fusiles, señor?

Collett interrumpió, con voz áspera.

—Rymer es de la opinión que son los responsables de las bajas de la pasada noche. Se cargan muy lentamente y la pasada noche nos fallaron. Los mosquetes hubieran sido más rápidos, más efectivos.

Sharpe asintió.

—Cierto, pero sólo para la pasada noche.

—Bueno, ésa es su opinión. Rymer no está de acuerdo. —Collett hizo una pausa—. Pero Rymer es el que tiene la compañía.

—La cual debe mandar como mejor juzgue conveniente —siguió Windham—. Lo que significa que los fusiles han de desaparecer.

Sharpe, por primera vez, levantó la voz.

—Necesitamos más fusiles, señor, no menos.

—¡Esto es precisamente de lo que estoy hablando! —Windham también alzó la voz—. Usted no puede mandar la compañía ligera. ¡Lo ha de hacer otro hombre!

Que era Rymer. La ira de Sharpe se apaciguó. Lo estaban castigando no por un fracaso suyo, sino por el de Rymer: los tres hombres lo sabían.

Dibujó una sonrisa forzada.

—Sí, señor.

Otra vez silencio. Sharpe sentía que aún quedaba algo por decir, algo que el coronel rehuía, y él ya había tenido bastante. Se lo pondría fácil, acabaría con la maldita entrevista.

—¿Y qué pasa ahora, señor?

—¿Que qué pasa? ¡Seguimos, Sharpe, seguimos! —Windham estaba evitando la respuesta, pero siguió—. El comandante Hogan ha hablado con nosotros. Estaba preocupado. —El coronel hizo una pausa. Se había zambullido en el lugar incorrecto, pero Sharpe podía suponer lo que había sucedido. Windham quería librarse de Sharpe, al menos de momento, y Hogan había concebido una respuesta que Windham dudaba en mencionar.

—¿Sí, señor?

—Le gustaría contar con su ayuda, Sharpe. Aunque sea por pocos días. Los ingenieros están faltos de mano de obra, siempre lo están, ¡malditos sean!, y ha requerido su ayuda. Le he dicho que sí.

—Así que voy a dejar el batallón, ¿no, señor?

—Durante unos días, Sharpe, durante unos días.

Collett se agitó junto a la estaca de la tienda.

—Maldita sea, Sharpe, pronto van a repartir cargos de capitán como billetes de una libra un día de elecciones.

Sharpe asintió.

—Sí, señor.

Collett lo había dicho. Sharpe era un estorbo, no sólo para Rymer, sino para todos los capitanes que lo veían oliéndoles los talones. Si se iba del batallón ahora, se iba con Hogan, luego no habría ninguna dificultad para volver, después del asalto, con el rango de capitán. Y el asalto tendría lugar pronto. Wellington no se mostraba paciente ante un asedio. El buen tiempo traía la posibilidad de un contraataque francés, y Sharpe presentía que la infantería sería lanzada contra la ciudad muy pronto. Demasiado pronto, probablemente. Collett tenía razón; habría vacantes, demasiadas, provocadas por los cañones franceses de Badajoz.

Parecía que Windham se sentía aliviado por la aprobación de Sharpe.

—Eso es todo, Sharpe. Buena suerte; ¡buena caza! —Soltó una risa incómoda—. ¡Le veremos de vuelta!

—Sí, señor.

Pero no de la manera que Windham planeaba, pensó Sharpe. El fusilero, mientras salía cojeando de la tienda, no se opuso a la solución del coronel, o mejor dicho, a la solución de Hogan, pero estaba condenado si no iba a ser nada más que un peón que desplazar por el tablero y sacrificarlo. Había perdido su compañía y ahora lo echaban del batallón, y sintió rabia por dentro. Era superfluo. Malditos todos ellos. Iría con el pelotón suicida. Viviría y lo traerían de vuelta, no reemplazando adecuadamente a un capitán muerto, sino como un soldado del que no podían prescindir. ¡Resistiría! ¡Malditos todos! Resistiría. Sabía por dónde iba a empezar. Oyó una risa aguda que provenía del depósito de suministro del batallón. ¡Hakeswill! El Hakeswill de mierda que había descargado sobre él el arma de siete cañones en la oscuridad. Sharpe se giró en dirección al sonido, hizo una mueca de dolor al escocerle la pierna y marchó hacia el enemigo.