Capítulo 24
Durante aquel día las oraciones no cesaron en la catedral. Voces rumorosas como murmullos, voces histéricas; plegarias iban acompañando las cuentas de los rosarios. Las mujeres de Badajoz temían por los muertos que habían de llenar sus calles aquella noche. Cuando el ejército británico tuvo conocimiento del asalto, también lo tuvieron los defensores y los habitantes de Badajoz. La llama de un montón de velas vacilaba ante las estatuas de los santos como si con su diminuto resplandor pudiera ahuyentar el mal que rodeaba la ciudad y que se acercaba presuroso mientras la catedral se llenaba con las sombras de la noche.
Rafael Moreno, comerciante, dejó que la pólvora se escurriera dentro de sus pistolas y las escondió, ya cargadas y cebadas, bajo la tapa de su escritorio. Deseaba que su mujer estuviera con él, pero ella se había empeñado en reunirse con las monjas en la catedral, loca mujer, y allí rezar. Las oraciones no harían que los soldados se desviaran, las balas sí pero era más probable que los pudieran sobornar con el vino tinto peleón que había dejado en el patio. Moreno se encogió de hombros. Los bienes más valiosos estaban escondidos, bien escondidos, y su sobrina insistía en que ella tenía amigos entre los británicos. Oía hablar a Teresa con su niña en el piso superior, sin duda ella tenía aquel fusil cargado y preparado. A él le gustaba su sobrina, por supuesto, pero a veces pensaba que la familia de su hermano César era bastante cerril. Francamente irresponsable, incluso. Se sirvió vino. ¡Esa niña de arriba, cuya salud iba mejorando, a Dios gracias, pero no dejaba de ser una hija natural! ¡Y en su casa! Moreno tomó un sorbo de vino. Los vecinos no lo sabían, él así lo había procurado. La tenían por una viuda cuyo marido había muerto en una de las batallas que habían tenido lugar durante el último año entre franceses y los dispersos ejércitos españoles. Oyó que el reloj de la torre de la catedral empezaba a jadear mientras se preparaba para tocar la campana. Las diez en Badajoz. Vació el vaso y llamó a un criado para que se lo llenara.
Sonaron las campanadas y abajo, en la catedral, bajo las altas bóvedas y los retablos dorados, bajo la gran araña oscura, y los ojos tristes de la Dolorosa, las mujeres oyeron que empezaba el tiroteo de los mosquetes en la lejanía. Levantaron la vista, por encima del brillo de las velas, hacia la Madre de Dios. «No nos abandones ahora y en la hora de nuestra muerte.» Sharpe oyó la primera campanada de las horas y luego ninguna más. Y es que al primer tañido, una bola de fuego se elevó sobre las almenas, describió un arco luminoso en la oscuridad y cayó en picado sobre el foso. Fue la primera de una serie de bolas incandescentes bien prietas que caían al tiempo que las bolas incendiarias rodaban hacia el portillo recién abierto y, de repente, éste, el foso, el revellín, los obstáculos y las diminutas figuras del destacamento suicida se vieron inundados de luz, una luz que caía desde arriba, con llamas que revelaban los obstáculos que había en el foso; el destacamento empezó a escalar mientras el fuego reflejaba su brillo en las bayonetas.
Los batallones que iban detrás lanzaban sus vítores a voz en grito. Se hizo un silencio. Las primeras filas acababan de llegar al foso y se empezó a oír el restregar de las escalas. Los hombres se lanzaban contra los sacos de heno y descendían por las escalas gateando, era un flujo de hombres con una prisa desesperada por atravesar el foso y escalar las rampas de las murallas. Vitoreaban, se daban ánimos para seguir, incluso cuando las primeras lenguas de fuego recorrieron los portillos de los baluartes de Santa María y de la Trinidad.
Sharpe se echó al suelo cuando explotaron las minas. No era una ni dos, sino toneladas de pólvora embalada en el foso, en las pendientes inferiores de las rampas, que se prendieron y al estallar hasta el destacamento suicida desapareció. Arrebatado en un segundo, reducido a trozos horribles de soldados muertos, también las primeras filas de los primeros batallones salieron despedidas hacia atrás, tal fue el ímpetu de la explanada y de las piedras que caían como proyectiles.
Los franceses prorrumpieron en vítores. Se colocaron bordeando los parapetos y los baluartes; los cañones a los que se les había dado la vuelta para que dispararan al interior del foso, cañones a los que se les había doblado el tiro con botes de metralla que no estaban camuflados. Los mosquetes echaban chispas pero se veían ahogados por las llamas de cañón. El enemigo vitoreaba y gritaba obscenidades. Durante todo este rato seguían lanzando bengalas que iluminaban los blancos, el foso rebosaba fuego y era como un recipiente en ascuas que tan sólo la sangre apagaría; los hombres seguían descendiendo por las escalas hacia el foso.
El tercer portillo permanecía en silencio, era el más reciente. Estaba situado entre los baluartes, era como una cicatriz enorme y nueva que podía conducir a la ciudad, pero Sharpe vio que los franceses habían trabajado duro. El foso que se habría frente a la muralla era enorme, tan ancho como una explanada que llenaba el rechoncho revellín a medio construir. El revellín medía veinte pies de alto, tenía forma de diamante, y el único camino hacia el nuevo portillo era rodeándolo. El camino estaba bloqueado. Habían volcado carretas en el acceso, luego lo habían cubierto con maderas y las bolas de fuego iluminaban de vez en cuando los obstáculos para que ardieran bien y con intensidad y ningún atacante se pudiera acercar. Tan sólo podían aproximarse a los portillos de los baluartes de Santa María y de la Trinidad pero los dominaban los cañones enemigos. Disparaban una y otra vez las municiones reservadas para esa noche. Los británicos lo seguían intentando, pero también seguían muriendo a cierta distancia de la base de los portillos.
Sharpe regresó por el glacis y se adentró en las sombras y al girarse vio las altas y macizas murallas de la batalla iluminadas por el fuego. Las llamas se elevaban por las troneras, el humo se retorcía en espirales entre la vorágine y a la luz de los fuegos vio unas formas extrañas en el extremo superior de los portillos. Se detuvo a mirar, intentando averiguar qué eran aquellas formas que vislumbraba entre el fuego desgarrador y el humo, y se dio cuenta de que los franceses habían coronado cada portillo con Chevaux de Frise. Cada uno de ellos estaba formado por un madero grueso como el mástil mayor de un acorazado, y de cada madero salían un millar de hojas de sable; esa barrera de sables, gruesa como el manto de un puerco espín, había de enganchar y desgarrar a cualquier hombre que alcanzara la cima. Si es que alguno lo conseguía.
Se encontró con el coronel del siguiente batallón que llevaba la espada desenvainada y miraba fijamente hacia el glacis rodeado de fuego.
El coronel miró con rabia a Sharpe.
—¿Qué pasa?
—Cañones, señor. Venga.
Al coronel no hacía falta que se lo explicaran ni que lo guiaran. El frente del baluarte de Santa María era como una pantalla en la que se reflejaban las llamas y marcharon hacia ese lugar cuando, de repente, la metralla pasó silbando por la cuesta y abrió amplios huecos en la formación del batallón. Los hombres se reagruparon, continuaron marchando, más cerca del borde, y los artilleros rociaron el glacis con metralla y el coronel blandió su espada.
—¡Adelante!
Corrían sin ningún tipo de orden y se lanzaban al foso. El glacis estaba cubierto de cuerpos, retorcidos por nuevas explosiones de disparos, pero los hombres no dejaban de subir por la pendiente y se tiraban al interior del recipiente de fuego. Los hombres saltaban hacia los sacos de heno pero caían sobre los muertos o los heridos. Los vivos avanzaban a empellones hacia el portillo, intentando abrirse paso a arañazos hasta la piedra resquebrajada, y cada vez que lo intentaban los artilleros franceses, desde lo alto de las imponentes murallas, los repelían, de este modo, el fondo del foso era un mar de sangre. Sharpe observaba, espantado. Sus órdenes eran que tenían que regresar allí donde estaban esperando a las tropas de reserva, para guiar a más hombres que pudieran avanzar, pero ningún hombre necesitaba que lo guiaran aquella noche. Se quedó.
Ni un solo hombre había alcanzado todavía el portillo. El foso entre el glacis y el revellín estaba a reventar de hombres, sin orden ni concierto, una mezcla de la Cuarta División y de la División Ligera. Algunos se agazapaban buscando seguridad, pensaban que la sombra del revellín los protegería de los cañones que los arrasaban desde arriba. Pero allí no había seguridad. Los cañones tenían alcance a cada pulgada del foso, disparaban con dispersiones científicas, matando, matando y matando, pero de momento tan sólo disparaban allí donde los británicos se movían hacia los portillos, y en los espacios ante las grandes rampas de piedra se iban amontonando los muertos. Los cañones disparaban botes de metralla, botes de latón que explotaban con el lanzamiento del cañón y despedían balas de mosquete. Otros cañones estaban cargados con metralla, municiones navales que tableteaban contra la pared del foso.
Pero no sólo eran los cañones. Los defensores también arrojaban desde las murallas cualquier cosa que pudiera matar. Piedras del tamaño de la cabeza de un hombre se estrellaban en el interior del foso; proyectiles con las mechas cortadas a un palmo encendidas a mano que caían burbujeando y lanzaban fragmentos al rojo vivo que segaban el fondo del foso, e incluso barriles de pólvora, con mecha y encendidos, que hacían rodar por la pendiente del portillo. Sharpe observó un barril que rebotando y tambaleándose, con la mecha roja que giraba locamente, saltó finalmente al interior del foso y explotó en la cara de una docena de fusileros que corrían hacia el portillo abierto en el baluarte Santa María. Tan sólo tres sobrevivieron, chillando desesperados; uno de ellos se alejó sin rumbo, insensible a cuanto ocurría, hacia los tablones que bloqueaban el camino hacia el nuevo portillo. Sharpe creyó oír sus gritos de moribundo entre el borbotear de las llamas, pero eran tantos los moribundos y tanto el ruido que no estaba seguro.
El zafarrancho que armaban los vivos del foso era tan impresionante, que de repente se convirtió en un desgarro de rabia. Sharpe se giró hacia la derecha y vio que una ola de hombres, fusileros y casacas rojas, avanzaban a la carga. Refunfuñó. Se habían abierto camino por la cara inclinada del revellín, buscando con desesperación la victoria; aquel ataque incipiente se extendió por la superficie llana del baluarte sin dejar de correr, apuntando con las bayonetas hacia la nueva brecha. Los franceses estaban esperando. Encendieron los cañones que no habían sido disparados, la metralla surgió por tres lados y el ataque murió con una danza de horror en la que los hombres se veían azotados por vientos de hierro contrarios. Algunos sobrevivieron y continuaron corriendo, pero se encontraron con que el revellín iba a dar a otra pendiente pronunciada, dentro de otro foso antes de llegar al portillo y, al dudar, la infantería francesa les lanzó fuego de mosquete y lo único que quedó de ellos fueron sus cuerpos sobre la parte superior del revellín, unos cuerpos que al caer se convirtieron en manchas oscuras irreconocibles sobre la piedra.
Los cañones iban ganando la noche. El foso estaba bloqueado por el fuego. Los hombres no podían dirigirse ni a derecha ni a izquierda, a causa de los maderos en llamas que atascaban el foso principal a ambos lados de los dos baluartes; también los accesos a la tercera brecha se hallaban bloqueados. Los cuatro fuegos, alimentados con madera recién traída de las murallas, delimitaban el camino por donde podían pasar los británicos, un espacio terrible a causa del fuego de artillería. Sin embargo todavía más hombres lograban pasar al otro lado, apresurarse a bajar por las escalas como si las hordas que sobresalían en los bordes ofrecieran alguna seguridad. Nuevos grupos cargaban contra una brecha. El foso se iba llenando de hombres, cientos y cientos de hombres, hombres que chillaban, que llevaban levantadas las bayonetas por encima de la aglomeración, pero la metralla los lamía y limpiaba el espacio de vivos y el espacio se volvía a llenar con hombres que iban caminando sobre los muertos. Los cañones volvían a eructar una y otra vez y los trocitos de metal convertían el foso en un osario. Aún seguían avanzando, con una valentía absurda, intentando alcanzar a un enemigo que no podían ni ver ni tocar. Morían entre maldiciones y luchaban por avanzar.
Iban en grupos pequeños, y Sharpe, agazapado en el glacis, vio que un oficial o un sargento los guiaba en el avance. La mayoría murieron en el foso, pero algunos, finalmente, alcanzaron la brecha y treparon hacia arriba. Sería una docena de hombres, pero a los pocos segundos, eran seis, y tres conseguían alcanzar la piedra y empezar a escalar mientras los hombres en el borde del glacis, junto a Sharpe, se arrodillaban y disparaban sus mosquetes hacia las murallas como si les pudieran despejar el camino a los hombres que trepaban. A Sharpe le parecía que los franceses estaban jugando con ellos. Algunas veces no disparaban sobre los grupitos desesperados aunque los cañones fueran despejando el acceso a la brecha, y él veía cómo luchaban por ascender, cada vez más arriba, hasta que, casi de forma casual, el enemigo los arrancaba de la piedra, los batía y una nueva oleada de sangre quedaba marcada en la brecha. Un hombre consiguió llegar al Chevaux de Frise, se arrastró con el mosquete en alto hasta la fila de sables, los desafió a gritos, y un soldado de infantería francés al que no había visto lo golpeó y cayó pendiente abajo retorciéndose como una muñeca de trapo. Los franceses se burlaron de él y le dispararon.
Sharpe fue hacia la derecha buscando a la Cuarta División y al South Essex, pero el foso era como un fregadero gigantesco lleno de muertos, de sombras extrañas que proyectaban los fuegos, y no podía adivinar los rostros entre la multitud agolpada que llenaba el espacio entre el revellín y el glacis. Unos se protegían tras los parapetos hechos con los muertos, otros cargaban torpemente los mosquetes y los disparaban inútilmente hacia la piedra elevada que los aplastaba con fuego. Corrió durante unos instantes por el borde del glacis, tropezaba con el firme irregular y oía los botes de metralla por encima de él, delante de él, pero no le alcanzaron. Había grupos de hombres en el borde del glacis, en su mayoría compañías ligeras que atacaban sin dejar de disparar, y vuelta a atacar sin dejar de disparar, con el deseo de que sus balas rebotaran desde una tronera y mataran a algún francés. Los botes de metralla los tiraban hacia atrás, cuesta abajo. Más allá, en la más completa oscuridad, más hombres esperaban las órdenes que habrían de llevarlos hacia la luz, hacia el foso, hacia los cientos de muertos. Sharpe no había visto nunca tantos muertos.
Estaba aún a cien pasos del baluarte Trinidad, y se dio cuenta de que ese portillo no iba mejor que el del baluarte de Santa María. El pie de la brecha que habían abierto estaba manchado de cuerpos, en sus accesos no había vivos, aunque unos grupos de hombres salían de las sombras del revellín y desafiaban al enemigo mientras arañaban las piedras, pero los derribaban. Sonaron unas cornetas a la derecha, llegó a sus oídos el grito de los oficiales y los sargentos, ¡y allí estaba el South Essex! Los vio ascender por el glacis formando una columna y su compañía, la compañía de Rymer, bordeaba el foso y disparaba con sus mosquetes inútilmente contra la muralla mientras otros hombres se arrastraban hasta las escalas, se dejaban caer en los sacos de heno, con prisa desesperada. Los hombres se agrupaban en el borde del foso, los cañones martilleaban desde la muralla lanzando su aliento caliente sobre el glacis, y Sharpe vio que el batallón se estremecía como si estuviera herido, volvía a formar y se rompía bajo nuevos impactos. Pero ya estaban del otro lado arrastrándose por el foso. Vio a Windham, sin el sombrero de tres picos, que iba segando con su espada hacia la brecha y nuevos cañones disparando hasta que el ruido de la ciudad se convirtió en un trueno impresionante.
Morían a docenas, pero seguían avanzando hacia la brecha, y más hombres de otros regimientos iban saliendo del foso y lo intentaban, y empujaban, y luchaban y gateaban hacia arriba hasta que parecía que iban a ganar porque no había suficiente munición en el mundo para matar a tantos hombres. Los artilleros atacaban y disparaban, cargaban y disparaban, y los barriles de pólvora descendían a golpes por la pendiente, y lanzaban las bombas con las mechas encendidas para que las oscuras explosiones rajaran a los hombres y murieran. Los muertos sofocaban a los vivos, la brecha había ganado. Pocos hombres, muy pocos, que todavía seguían con vida, luchaban por ascender y se destrozaban las manos en los tablones llenos de clavos que había en la parte superior de la pendiente. Sharpe vio a Leroy con la espada desenvainada y su inconfundible cigarro entre los dientes, levantando la vista hacia la noche. Caminaba lentamente, y luego cayó, tambaleándose, hasta dar gritando dentro del foso. Otro hombre había alcanzado las puntas de las espadas, el mismísimo extremo superior, se agarró a ellas con las manos ensangrentadas, y sacudió las manos, se estremeció, acribillado con una docena de balas. El hombre que había llegado más arriba, que había muerto en el baluarte Trinidad, fue deslizándose hacia abajo mientras dejaba un reguero de sangre en la piedra, hasta que lo recogieron.
Los supervivientes estaban detrás del revellín, excavaban entre los muertos y los franceses se burlaban de ellos.
—Venid a Badajoz, ingleses.
Sharpe no iba con ellos. Se arrodilló, disparó una vez a la muralla y observó el exterminio del batallón; Collett, Jack Collett, con el cuello cortado por una descarga, incluso Sterritt, el pobre y preocupado Sterritt, un héroe ahora, muerto en el foso de Badajoz.
—¿Señor? —Era una voz extrañamente tranquila en una tormenta de ruido y caos—. ¿Señor?
Levantó la vista. Daniel Hagman, extraño con una casaca roja, estaba allí. Se puso de pie.
—¿Daniel?
—Es mejor que venga, señor.
Se dirigió hacia la compañía ligera que ahora tenía cerca de él, quieta en el glacis, y miró al foso donde los hombres se ahogaban en el agua profunda. Sus cuerpos como jorobas oscuras partían las ondas formando dibujos rojos y negros. Los cañones estaban en silencio ahora, reservaban su ira para los tontos que saldrían de detrás del revellín. Las brechas estaban vacías de todo menos de muertos. Los fuegos crujían, ávidos de madera que les lanzaban desde las murallas, y un ejército moría entre sus llamas.
—¿Señor? —El teniente Price, con mirada dura por el horror, corrió hacia Sharpe—. ¡Señor!
—¿Qué?
—Su compañía, señor.
—¿Mía?
Price le señaló. Rymer estaba muerto, tenía una pequeña herida, una herida insignificante, un punto rojo en su pálida frente. Yacía de espaldas sobre la pendiente, con los brazos abiertos, con la mirada vacía. Sharpe se estremeció al recordar cuánto había querido él esta compañía, y luego esta muerte y ahora se la daban a él.
Tan fácil. Ya estaba todo. Gracias al horror, al fuego destructor y al hierro que sofocaban el ángulo sudeste de Badajoz, la muerte le había devuelto lo que una vez había sido suyo. Podía quedarse en el glacis, disparando a la noche y manteniéndose a salvo de la carnicería; un capitán otra vez, la compañía suya, los hombres hablarían de él como un héroe porque había sobrevivido a Badajoz.
Una bala de mosquete le pasó rozando por la cabeza, hizo que se echara instintivamente hacia atrás, y allí estaba Harper, sin la casaca roja, un gigante con una camisa manchada de sangre, y su cara irlandesa endurecida como la piedra.
—¿Qué hacemos, señor?
¿Hacer? Tan sólo se podía hacer una cosa. Un hombre no penetraba en una brecha para luchar por una compañía, ni siquiera por un ascenso a capitán. Sharpe miró al otro lado del foso, por encima del revellín y, sin que la hubiera tocado la sangre, estaba la tercera brecha, la brecha nueva, la que no se había atacado. Un hombre penetraba el primero en una brecha por orgullo, nada más, tan sólo por orgullo. Una razón pobre, mezquina incluso, pero suficiente tal vez, para ganar una ciudad.
Levantó la vista hacia Harper.
—Sargento, ¡vamos a Badajoz!