Capítulo 26

—¡Por aquí! ¡Por aquí!

Se dirigían a la derecha, alejándose del baluarte de San Pedro, se abrían camino por la cara escarpada de la loma hasta doblar una esquina y así se pudieron proteger de la metralla. El primer ataque lo rechazaron de una forma horrible, pero la Tercera División lo volvería a intentar. Se oían gritos de furia en la brecha principal, a lo lejos, y en las aguas quietas del embalse se reflejaba el borroso reflejo de los fuegos que consumían a la Cuarta División y a la División Ligera. Knowles sentía que una cierta locura batía sus oscuras alas en el ambiente contra una ciudad y que esa locura causaría una noche de muerte y de esfuerzo demencial.

—¡Compañía ligera! ¡Compañía ligera!

—Aquí, señor.

Un viejo sargento sostenía a su capitán y detrás un teniente al frente de una docena de hombres.

«¡Dios mío! —pensó Knowles—, ¿esto es todo lo que queda?» Pero vio a unos cuantos hombres más que tiraban de la incómoda escala. Otro sargento le sonrió.

—¿Lo volvemos a intentar, señor?

—Esperen el toque de las cornetas.

Sabía que no tenía ningún sentido realizar un ataque disperso, pues permitiría que los defensores los fueran matando uno a uno. Toda la división había de ir junta.

Knowles se sintió bien de repente. Una intuición le iba rondando por la cabeza, que ahora había conseguido concretar. El fuego de mosquete abierto desde el parapeto era ligero. La metralla lo había confundido, pero ahora, reconsiderando el caos del primer ataque con la escala destrozada, recordaba que eran pocos los destellos de mosquete que se habían visto en las murallas. Los franceses debían de haber dejado una guarnición muy reducida. ¡Eso le dio confianza! Lo conseguirían. Les sonrió a sus hombres, les dio unas palmadas en la espalda, y ellos se alegraron de verlo tan seguro. Intentaba pensar en cómo lo haría Sharpe. El peligro no eran los mosquetes, el peligro provenía de que los defensores volcaran las largas y desvencijadas escalas. Mandó a una docena de hombres al mando de un teniente que se retiraran y les ordenó que no intentaran subir por la escala. Esta vez dispararían contra el extremo superior de la escala para limpiar el parapeto de defensores, y sólo cuando estuviera despejado intentaría llevar a sus hombres al otro lado del muro almenado.

—¿Entendido?

Ellos le sonrieron asintiendo con la cabeza, a lo que él les respondió con otra sonrisa y desenvainando el sable.

El sargento se echó a reír.

—Pensaba que se iba a volver a olvidar de él, capitán.

Se echó a reír, gozoso, y se alegró de que la oscuridad ocultara su sonrojo, pero eran buenos hombres sus hombres. De repente entendió algo que no había entendido nunca anteriormente, ese algo era el mismo sentimiento de pérdida que Sharpe había padecido. Knowles no sabía cómo iba a subir por la escala con la espada desenvainada, y se convenció de que tendría que ponerse la hoja entre los dientes. ¡Se le caería! Estaba nervioso, pero entonces, en lugar de cornetas, se oyeron gritos y pasos de gente que se arrastraba. Había llegado el momento.

Los supervivientes de la Tercera División surgieron de entre la oscuridad. Las bombas incendiarias iban cayendo desde arriba y el cañón que había en el pequeño baluarte del castillo deshizo el ataque, pero ellos no se echaron atrás, los desafiaron hasta que las escalas tambaleándose en las curvas torpemente dieron un porrazo contra el muro del castillo.

—¡Arriba!

Se apretó la hoja entre los dientes y se agarró a los travesaños. Las balas de mosquete silbaban cerca, y luego oyó que los suyos disparaban con sus armas, que el teniente daba órdenes, y que él iba escalando. Los enormes e irregulares bloques de granito pasaban delante de él, y él subía a gatas, lleno de temor, concentrándose en mantener el sable entre los dientes. Le dolían las mandíbulas. Era una tontería preocuparse de eso, porque ya se acercaba a lo alto y le entraban ganas de reír, pero al mismo tiempo tenía miedo, mucho miedo, cuando de pronto notó que rozaba el granito con los nudillos, pensó que el enemigo estaría esperándole cuando la escala inclinada lo acercase a la pared. Se quitó el sable de la boca.

—¡No disparen! —El teniente miró fijamente a lo alto y aguantó la respiración.

Knowles tuvo que valerse del puño que envolvía la empuñadura del sable para apoyarse y ayudarse a subir los últimos travesaños. Le resultaba más fácil que escalar con la hoja entre los clientes. De repente se sintió como un tonto, como si alguien se hubiera reído de él por subir una escala con el sable en la boca, y se preguntó por qué la mente escoge pensamientos tan irrelevantes y estúpidos en tales circunstancias. Se oían los disparos de los cañones, los gritos, el choque contra el muro de otra escala. El hombre que tenía detrás lo empujó. ¡La cima! Era el momento de la muerte. El miedo lo agarrotaba, pero avanzó hasta el extremo superior y vio una bayoneta que venía hacia él. Se desvió a un lado; al tambalearse en la escala, sacudió el brazo derecho buscando equilibrio, y con sorpresa vio que el sable que llevaba le partía la cabeza al enemigo. Una mano lo estiró desde atrás, pero sus pies seguían subiendo travesaños, ¡pero ya se había acabado la escala! Cayó hacia adelante sobre el cuerpo del muerto. Viró hacia él otro enemigo, y no le quedó más remedio que echarse a rodar y retorcerse. ¡Ya estaba allí! ¡Estaba en las murallas! Un lamento le agarrotó la garganta, pero él no lo oía, era como un sonido de miedo insensato. Se lanzó con el sable hacia las ingles del hombre, y un grito se elevó en la noche, la sangre le latía en las muñecas, y el segundo hombre estaba junto a él.

¡Lo habían conseguido! ¡Lo habían conseguido! Los hombres subían y subían por la escala, y él, pletórico de alegría, estaba de pie, con la espada ensangrentada hasta la empuñadura, y el enemigo corriendo hacia ellos con los mosquetes preparados, pero había vencido el miedo. Había algo extraño en los uniformes de los franceses. No eran azules y blancos. Knowles vislumbró vueltas rojas y amarillas, pero ya estaba saltando hacia adelante, recordando que Sharpe siempre atacaba. El sable apartó la bayoneta a un lado, levantó más el brazo y hundió la hoja en la garganta del hombre.

—¡Compañía ligera! ¡Compañía ligera!

Una descarga de mosquete fue a estrellarse en el parapeto, pero él seguía con vida y sus hombres se iban reuniendo a su alrededor. Oyó que el enemigo gritaba órdenes. ¡Alemán! ¡Eran alemanes! Si eran la mitad de buenos que los numerosos alemanes que luchaban con Wellington estaban perdidos, pero no sentía miedo, tan sólo la victoria. Guió a sus hombres por la muralla con las bayonetas caladas. Los enemigos eran pocos aunque les excedían en número, y cada vara de muralla que los de Knowles despejaban era una vara por la que las escalas podían subir sin apuros. El parapeto del castillo se fue llenando de uniformes rojos.

Los alemanes eran duros de pelar. Defendían cada ventana, cada escalera, pero no tenían nada que hacer. El castillo estaba despojado de tropas, tan sólo habían dejado un pequeño batallón que luchaba con ahínco. Cada minuto que ganaban en las almenas era un minuto que ganaban para que llegaran las reservas centrales al castillo, así que seguían luchando sin tener en cuenta sus posibilidades, y con un grito caían uno tras otro de los parapetos, derrotados por los casacas rojas, hasta que la muralla se perdió definitivamente.

Knowles sintió un gran alivio. Habían conseguido la victoria que parecía increíble. ¡Habían escalado una colina rocosa y un castillo y habían vencido! Les dio golpes a sus hombres en la espalda, los abrazó, rió con ellos, les perdonó sus crímenes, porque lo habían conseguido. No importaba que todavía hubiera que evacuar las amplias construcciones del castillo, los patios oscuros y traicioneros, porque nadie podría quitarlos ya de las almenas de los muros. Los británicos se habían hecho con el punto más elevado de la ciudad y desde allí podían luchar colina abajo por las calles hasta la brecha principal. Knowles se dio cuenta de que llegaría el primero a juntarse con Teresa y que en algún momento de la noche vería la gratitud en el rostro de Sharpe. Lo había conseguido. Lo habían conseguido. Por primera vez durante aquella noche eran los gritos victoriosos de los británicos los que sorprendieron a la noche en Badajoz.

Pero los gritos de alegría no se oían desde las brechas abiertas en la muralla. El castillo quedaba a buena distancia, al menos a media legua, y había que bordear las aguas estancadas, y aún tardarían unos minutos en despachar al mensajero. Picton esperaba. Había oído la campana dar las once cuando vio que los primeros de sus magníficos hombres cruzaban el parapeto. El esperaba; en los ruidos de la batalla sabría si habían vencido o los estaban haciendo picadillo en los patios del castillo. Oyó los vítores, se puso en pie sobre los estribos y rugió, luego se giró hacia el ayudante de campo.

—¡Cabalgue, hombre, cabalgue!

Se volvió hacia otro oficial del Estado Mayor y le dio una fuerte palmada en la espalda.

—¡Hemos demostrado que se equivocaba! ¡Malditos sus ojos! ¡Lo hemos conseguido!

Se rió entre dientes pensando en la reacción de Wellington cuando le llegara la noticia a medianoche.

La rabia podía hacer que un hombre atravesara una brecha, pero una pequeña idea podía servir de ayuda. Lo que tenía Sharpe no era siquiera una idea, inútil incluso, que mereciera que se considerara desesperada, pero era lo único que Sharpe tenía, así que miró fijamente el revellín que se extendía tan tentador hacia la tercera brecha, todavía intacta. No tenía ningún sentido intentar enfrentarse a la metralla atravesando la superficie plana con forma de diamante. A cualquier hombre que lo intentara lo despedazarían de un golpe, convirtiéndolo en carne despreciada para el fuego de los defensores. Sin embargo, la tercera brecha era la más reciente y los franceses habían tenido poco tiempo para ponerle trampas. Sharpe echó de ver, por entre el humo que se cernía sobre ellos, que el Chevaux de Frise que había en la cima de la nueva brecha era demasiado corto. Había un hueco a mano derecha, un hueco por el que tres hombres podrían pasar de frente, y el único problema era llegar hasta él. No había acceso al foso. Las llamas seguían lamiendo los muros con violencia, todo al rojo vivo, y el único camino era a través del revellín. Tenían que escalarlo, atreverse con la parte superior y saltar dentro del foso, y eso había que hacerlo en el borde del revellín, cerca de las llamas, allí donde la forma de diamante se estrechaba, pero el trayecto fatal era corto.

No tenía derecho a llevarse a la compañía a esa excursión. Eso era como un destacamento suicida, nacido de la desesperación y alimentado por el orgullo. Eso había de ser para los voluntarios, para los tontos. Sabía que tampoco había de ir él, pero no quería esperar a que muriera alguien para ocupar su sitio. El había esperado, dejando que la violencia del último ataque se agotara en el foso, y ahora había una especie de tregua ante las brechas. Mientras los británicos estuvieran callados, inofensivos detrás del revellín, los artilleros los dejarían estar. Sólo cuando los hombres penetraban en la luz, hacia las brechas, los cañones escupían la metralla que iba dibujando líneas de fuego en el fondo del foso. Atrás en la oscuridad, en el glacis, Sharpe oía que daban órdenes. Otro ataque se acercaba, las últimas reservas de la división iban a alimentar el foso, y ése era el momento, el momento desesperado, en que la débil idea, basada tan sólo en que la anchura del revellín se estrechaba, había que ponerla en práctica. Se volvió hacia sus hombres y desenvainó la espada, la hoja de acero brillaba como una línea en la oscuridad de la noche, y el acero siseó cuando lo blandió en dirección al fuego.

—Voy allá. Hay un ataque más, tan sólo uno, y luego se acabó. Nadie ha tocado esa brecha central, y allí es donde voy. Por encima del revellín, bajando al foso; probablemente me romperé las malditas piernas porque no hay escalas ni sacas de heno, pero allí es donde voy. —Tenían las caras pálidas, lo miraban fijamente mientras se ponían de cuclillas en la pendiente—. Voy porque los franceses se están riendo de nosotros, porque se creen que nos han vencido; voy a machacar a esos cabrones por pensar eso. —No se había dado cuenta de toda la ira que llevaba dentro. Él no era persona de discursos, nunca lo había sido, pero la rabia le proporcionaba las palabras—. Voy a hacer que esos cabrones deseen no haber nacido. Van a morir. Yo no les puedo pedir a ustedes que vengan conmigo, porque no tienen por qué venir, pero yo voy; ustedes se pueden quedar aquí, no les culparé. —Se detuvo al quedarse sin palabras, sin estar seguro siquiera de lo que había dicho. El fuego de todas las fogatas crepitaba detrás de él.

Patrick Harper se puso de pie y estiró sus enormes brazos, en uno llevaba un hacha, en cuya hoja se reflejaban los mortales fuegos, una de las muchas hachas que se habían distribuido para cortar los obstáculos del foso. Dio un paso al frente, pasando por encima de los cadáveres y se volvió para mirar a la compañía. A la luz de las llamas, intensa junto al foso, Patrick Harper parecía un guerrero de otros tiempos. Le sonrió a la compañía.

—¿Van a venir?

No había nada que les obligara a ir. Sharpe les había pedido imposibles demasiadas veces y siempre habían respondido, pero nunca en un horror como aquel, nunca como eso, pero se pusieron de pie, los chulos y los ladrones, los asesinos y los borrachos, y le sonrieron burlonamente a Sharpe y se miraron sus armas. Harper miró a su capitán.

—Ha sido un buen discurso, señor, pero el mío ha sido mejor. ¿Me va a dar eso? —preguntó señalando el mosquete de avispa de siete cañones.

Sharpe asintió con la cabeza y se lo entregó.

—Está cargado.

Daniel Hagman, el cazador furtivo, cogió el mosquete de Sharpe. No había hombre con mejor puntería. El teniente Price dobló el sable y sonrió a Sharpe.

—Creo que estoy loco, señor.

—Se puede quedar.

—¿Y dejar que usted llegue el primero a las mujeres? Estoy decidido a ir.

Roach y Peters, Jenkins, Clayton y Cresacre, el que pegaba a su mujer, todos estaban allí, todos sentían una alegría contagiosa. Éste era el lugar adecuado para volverse loco. Sharpe los miró, los contó, los amaba.

—¿Dónde está Hakeswill?

—Se ha largado, señor. No le hemos visto —contestó Peters, un hombre de elevada estatura, y luego escupió sobre el glacis.

Debajo de ellos el último batallón subía la misma pendiente y Sharpe se dio cuenta de que la compañía había de atacar al mismo tiempo.

—¿Listos?

—Señor.

A menos de media legua de distancia, sin que lo supiera el resto del ejército, la Tercera División estaba desalojando el último patio del castillo. Habían tardado cerca de una hora en lograrlo, una hora de lucha feroz contra los alemanes y contra los franceses que habían subido desde la reserva central en la plaza de la catedral. A media legua en el otro lado e igualmente pasando desapercibida, la Quinta División de Leith había asaltado el baluarte San Vicente. Las escalas se habían partido porque estaban hechas con madera verde, y los hombres cayeron dentro de un foso. Pero trajeron otras escalas, y con fusiles machacaron las almenas y consiguieron una segunda victoria que parecía imposible. Badajoz había caído. Los de la Quinta División estaban en las calles de la ciudad, la tercera se había adueñado del castillo, pero los hombres que estaban en el foso y en el oscuro glacis no tenían manera de saberlo. Las noticias iban más deprisa dentro de la ciudad. Los rumores de derrota corrían como la pólvora por las estrechas calles, subían hacia el baluarte de Santa María y el de Trinidad. Los defensores miraban con ojos espantados detrás de ellos. La ciudad estaba a oscuras, la silueta del castillo estaba igual, y ellos se encogían de hombros diciéndose que no podía ser cierto. ¿Pero y si lo era? El miedo se abatía sobre ellos con sus enormes alas.

—¡Preparados!

¡Por Dios! Otro ataque. Los defensores dieron la espalda a la ciudad y miraron por encima de las murallas. Allí, surgiendo de la oscuridad, surgiendo de la pendiente llena de cadáveres, nacía otro ataque hacia el foso. Más carne para los cañones; el fuego destellaba en el tubo de cebar, el humo surgió de golpe, y la cortadora se puso en marcha.

Sharpe esperaba el primer cañón, lo oyó y empezó a correr. Hacia Badajoz.