Capítulo 13

El capitán Rymer no tuvo suerte. Estuvo esperando, resuelto pero inquieto, mandar por primera vez a su propia compañía a la acción. No se lo había figurado así. Se había imaginado a sí mismo en una amplia ladera bajo un sol brillante, con el sable desenvainado y los estandartes al viento conduciendo a un línea de tiradores contra el mismísimo centro del enemigo. Algunas veces consideraba la posibilidad de una herida, nada horrible, pero lo suficiente para convertirse en un héroe cuando volviera a casa. En su imaginación y saltándose la lógica, se veía contando modestamente historias a un grupo de damas admiradoras, mientras que otros hombres, no probados en la batalla, tan sólo podrían mirarle con envidia.

En vez de eso se encontraba en el fondo de una trinchera llena de fango, calado hasta los huesos, al mando de hombres cargados sólo con palas y enfrentándose a mil franceses bien armados. Rymer se quedó inmóvil. La compañía lo miraba a él y seguía hasta donde estaba Sharpe. El fusilero dudó un instante, vio la indecisión de Rymer e hizo un gesto con la mano.

—¡Atrás!

No tenía ningún sentido intentar luchar; todavía no, hasta que las compañías que estaban armadas pudieran reunirse y organizar un contraataque apropiado. Los grupos que estaban trabajando se escurrieron de la trinchera, pusieron pies en polvorosa y sólo luego miraron para atrás y vieron que el enemigo saltaba al interior de las excavaciones vacías. Los franceses no les hicieron caso; tan sólo les interesaban dos cosas. Querían capturar y destruir todo lo que pudieran de la paralela y, lo más importante, llevarse de vuelta a la ciudad todas las palas y picos que encontraran. Por cada uno de esos trofeos nada heroicos les habían prometido la recompensa de un dólar.

Sharpe echó a andar hacia la cima de la loma, paralela a la trinchera, siguiendo el mismo ritmo que los franceses que iban lanzando palas y picos a los compañeros que estaban al otro lado del parapeto. Enfrente del enemigo, como conejos asustados, otros grupos de trabajo saltaban y huían para ponerse a salvo. No había ningún herido en el ataque. Sharpe dudaba de que hubiera un solo hombre que intentara disparar el mosquete o arremeter con la bayoneta. Resultaba grotesco.

Por encima del enemigo, el caos. Los británicos, la mayoría de ellos desarmados, se movían como un rebaño; en cambio, el enemigo, a pocos metros de distancia tan sólo, destrozaba sistemáticamente la paralela. Algunos franceses intentaron derribar el parapeto echando la tierra abajo, pero la tierra estaba tan empapada que resultó imposible. Los británicos, contentos con una diversión que los librara de cavar interminablemente, los jaleaban. Uno o dos franceses apuntaron con los mosquetes, pero los británicos estaban a casi cincuenta metros de distancia, un alcance dudoso para un mosquete. La lluvia seguía cayendo. Los franceses no tenían ganas de desenvolver los seguros si no iba a haber una verdadera lucha.

—Maldito caos, señor.

El sargento Harper había alcanzado a Sharpe, que iba caminando tranquilamente agarrando una pala con la mano. Sonrió alegremente.

El sargento Hakeswill, con la parte delantera de su uniforme aún embadurnada de barro, pasó corriendo junto a ellos. Les lanzó una mirada malévola y se apresuró hacia la parte posterior de la colina. Sharpe se preguntó qué estaría haciendo, y luego se olvidó de ello cuando el capitán Rymer lo alcanzó.

—¿No deberíamos estar haciendo algo?

Sharpe se encogió de hombros.

—¿Ver si falta alguien?

No había mucho más que hacer, hasta que las compañías de guardia a las que se les había ordenado que trajeran armas pudieran organizar un ataque contra los franceses que estaban muy atareados.

Un ingeniero con abrigo azul y con un ornamentado sombrero de tres picos fue corriendo hacia los franceses. Les gritaba a los grupos de trabajo que todavía iban gateando en busca de refugio.

—¡Guardad las palas! ¡Guardad las palas!

Se habían necesitado docenas de carretas tiradas por bueyes para traer las preciadas herramientas desde Lisboa y ahora se abandonaban sin más ni más y se ponían en manos de los franceses. Sharpe reconoció al hombre vestido de azul, era el coronel Fletcher, el jefe de los ingenieros.

Algunos hombres regresaron para recoger las palas abandonadas y las tropas de vanguardia francesas arrancaron de un tirón los trapos de los mosquetes, apuntaron y dispararon. Fue un milagro que alguno disparara, pero tres estaban lo bastante secos y escupieron el humo; el coronel Fletcher cayó hacia atrás, agarrándose la ingle con las manos. Se oyó vitorear en francés cuando el coronel era llevado en parihuelas.

La compañía de granaderos del South Essex pasó corriendo junto a Sharpe, con los mosquetes preparados; el capitán Leroy iba a la cabeza. Llevaba el consabido cigarro en la boca, mojado y apagado, y cuando pasó corriendo levantó un ojo como reconocimiento irónico del caos. Había otra compañía armada al frente y Leroy hizo que sus hombres se alinearan junto a ellos. El americano se volvió para mirar a Sharpe.

—¿Se quiere sumar?

Los franceses habían capturado la mitad de la primera paralela, trescientos metros de trinchera, y todavía los presionaban colina arriba. Dos compañías de infantería británicas, inferiores en número en una proporción de diez a uno, tiraron de las bayonetas y metieron las hojas en los mosquetes. Leroy miró a sus hombres.

—No se molesten en apretar el gatillo. Simplemente rajen a esos cabrones. Desenvainó la espada y sacudió la fina hoja llena de gotas de lluvia. Una tercera compañía jadeante y apresurada se colocaba en la pequeña línea. Los capitanes se hicieron señales unos a otros con la cabeza y ordenaron el avance.

Otras compañías trepaban hasta sus posiciones, pero el primer peligro para los franceses provenía de las tres compañías que avanzaban desde el flanco. Bordearon la trinchera, quitaron los trapos de los seguros de los mosquetes y esperaron. Sharpe dudaba de que uno de cada diez mosquetes funcionara. Desenvainó su espada, se sintió repentinamente feliz al notar el peso en su mano después de semanas de aburrimiento, y la línea británica empezó a correr a trompicones como si quisieran alcanzar la trinchera antes de que los franceses dispararan los mosquetes.

La espada de un oficial francés descendió como un rayo.

Tirez!

Sharpe vio que los hombres echaban las caras hacia atrás al apretar el gatillo, pero la lluvia estaba del lado de los británicos. Sonaron unos pocos disparos, pero la mayoría de los pedernales echaron las chispas sobre la pólvora húmeda que era como masilla espesa, y los franceses renegaron y esperaron con sus bayonetas.

Los británicos vitorearon. La frustración de días y noches de lluvia, del interminable cavar, podía descargarse, de repente, contra el enemigo; los hombres que no podían esgrimir nada más que palas, o incluso con las manos vacías, entraron tras las compañías armadas gritando amenazas contra los franceses. Sharpe blandió la espada, resbaló y a punto estuvo de caer dentro de la trinchera. Una bayoneta arremetió contra él y él la hizo a un lado de un golpe y derribó al hombre de una patada. Otros franceses intentaron salir trepando por el extremo más alejado de la paralela, ayudados por compañeros que estaban sobre el parapeto. Las bayonetas británicas fueron a por ellos y los cuerpos uniformados de azul cayeron desplomados.

—¡Cuidado a la derecha! —gritó alguien.

Un grupo de franceses se abría paso trinchera arriba, rescatando a los hombres abrumados allí donde atacaban los británicos, luego se vieron repentinamente luchando por sobrevivir. Una banda variopinta de soldados, la mayoría de ellos armados con palas, arremetió contra los franceses y Sharpe vio a Harper blandiendo mortalmente su arma improvisada. El sargento saltó al interior de la trinchera, hizo a un lado una bayoneta, y hundió la hoja de su pala en el plexo solar del hombre. Lanzaba a gritos sus desafíos en gaélico despejando la trinchera con golpes brutales como de guadaña, y ningún francés se quedó a luchar.

El enemigo todavía conservaba el parapeto. Iban dando culatazos a los británicos de la trinchera, los pinchaban con las largas bayonetas y, de vez en cuando, conseguían disparar los mosquetes dentro de la paralela. Sharpe comprendió que tenían que obligarlos a huir y empezó a dar cuchilladas a los pies de los hombres que tenía más cerca; luego gateó por el lateral, hasta que una bota lo echó al fondo de la trinchera. Los franceses se recuperaban y lograban concentrar sus fuerzas, por lo que la paralela era un lugar peligroso. Hubo una descarga de disparos desigual cuando una fila de enemigos destapó sus fusiles de chispa, y algunos cayeron al agua que corría como un regato al interior de la trinchera. Sharpe volvió a arremeter contra las piernas del enemigo, esquivó una bayoneta y entendió que lo sensato era retirarse. Fue corriendo por la trinchera, a pesar del barro asqueroso y resbaladizo bajo sus botas, y luego una mano lo detuvo. Era el sargento Harper, que le sonrió.

—Esto es mejor que cavar, señor.

Sostenía un mosquete cogido al enemigo con la bayoneta doblaba y ensangrentada. Sharpe se dio la vuelta. Los franceses aún conservaban un trozo de la trinchera en el centro de la paralela, pero los británicos atacaban desde la colina. Tan sólo hacia el norte, allí donde Sharpe y Harper recobraban la respiración en la trinchera ensangrentada, los franceses estaban tranquilos. No planeaban que fuera por mucho tiempo. Sus oficiales ya estaban enviando de vuelta a la mitad de las compañías, cargadas con las herramientas capturadas, y al verlo Sharpe subió hasta el parapeto del lado francés de la trinchera. Aproximadamente la mitad de su antigua compañía estaba con Harper, algunos llevaban mosquetes que habían capturado, la mayoría iba con palas. Les sonrió burlonamente, contento de hallarse de vuelta.

—Venga, chicos. Por aquí arriba.

Una compañía de franceses formaba guardia de cara al norte y el oficial observó, nervioso, al grupo harapiento de Sharpe, con sus uniformes emplastados de barro, que se dirigía hacia ellos. No atacarían. Los británicos no iban armados adecuadamente, pero de repente se levantó una espada y el grupo se abalanzó sobre él; eran bayonetas contra palas, y dos diablos altos iban acuchillando a sus hombres. A nadie le gusta el combate cuerpo a cuerpo, pero Sharpe y Harper se abalanzaron sobre la compañía y el South Essex se fue tras ellos. Les gruñían a los franceses, les aporreaban con las palas, y Harper utilizó el mosquete que había capturado como maza. Los franceses retrocedieron, dando tumbos entre el barro resbaladizo, cegados por la lluvia, y otros, más locos todavía, seguían viniendo hacia ellos. Sharpe empujaba con la espada, buscando caras y cuellos; en una ocasión tuvo que esquivar la eficiente bayoneta de un sargento. Golpeando con el canto de la hoja, el francés resbaló, y como la espada estaba hacia arriba, cayó como un hacha sobre la cabeza del hombre. Sharpe intentó parar el golpe, el sargento estaba indefenso, y la espada se desvió y cayó pesadamente en la tierra mojada del parapeto. Los franceses se volvieron corriendo hacia el grueso del cuerpo, y la media compañía del South Essex se quedó con una docena de prisioneros que habían caído en el suelo resbaladizo. El sargento francés, con el único galón ensangrentado en la lucha, miró a su alrededor a sus muertos y luego a la espada que tan cerca había estado de matarlo. Había visto al alto oficial que cambiaba el golpe mortal y desviaba el porrazo, y le hizo una señal con la cabeza.

—Mera, monsieur.

Harper miró a una docena de hombres.

—¿Qué hacemos con ellos, señor?

—Déjelos ir.

Aquél no era un lugar para hacer prisioneros. Cogieron sus armas y las lanzaron al otro lado de la paralela, lejos de su alcance, y registraron a cada francés en busca de vino o de brandy. Delante de Sharpe la batalla seguía haciendo estragos. El grueso del cuerpo de los franceses se había abierto camino hasta unos cincuenta metros de la primera batería, pero los habían contenido. Grupos de hombres desperdigados, algunos armados, otros con nada más que trozos de madera, cargaban contra los franceses y emprendían enconadas luchas en el barro. Oficiales a caballo galopaban, intentando restablecer el orden en aquel espantoso caos, pero los soldados británicos no querían orden. Querían dejar de cavar, querían que la lluvia los inundara y querían lucha. Era como un tumulto callejero. No había humo porque los mosquetes no disparaban; el ruido de la lucha era el choque del metal contra el metal, de la madera contra el metal, los gritos de los heridos y los gemidos de los moribundos. Desde el lateral donde Sharpe y su media compañía compartían brandy con sus prisioneros, parecía como si cientos de monstruos encharcados lucharan cuerpo a cuerpo con movimientos lentos y grotescos. Sharpe le señaló al sargento francés hacia la ciudad.

—¡Vete!

El francés sonrió, saludó a Sharpe amigablemente y se marchó con su grupo. A veinte metros de la trinchera se detuvieron y recogieron seis palas.

Harper le gritó.

—¡Devuélvelas!

El sargento francés hizo un gesto obsceno y empezó a correr hacia Badajoz.

—Déjelos marchar. —Sharpe se volvió hacia donde se desarrollaba la lucha—. Vamos.

Subieron caminando junto al parapeto, la lluvia los empapaba y descendía hasta los muertos que había en la trinchera. Palas rotas y mosquetes destrozados cubrían la pendiente. El ruido de la lucha, el ruido de los hombres destrozándose hasta morir en el barro, todo se oía amortiguado por la lluvia. Un oficial francés había organizado un grupo con palas y estaba intentando rellenar la paralela. Sharpe se apresuró, el suelo era traicionero, se giró y vio que sus hombres lo seguían, pero Harper estaba junto a él y los franceses se volvieron y los vieron venir. A los franceses les había llegado el turno de usar las palas. Un hombretón arremetió contra ellos, los obligó a retroceder, paró la acometida de Harper, y Sharpe sacudió a la bestia con la espada, atravesando el mango de la pala, pero el francés seguía dirigiéndose hacia ellos. Harper le dio un golpe de bayoneta, pero se seguía acercando, y Sharpe le dio un corte en la parte posterior del cuello hasta que finalmente se desplomó.

—¡Venga!

Sentía un dolor punzante en la espalda, dio la vuelta rápido y el oficial francés, con la cara blanca, retrocedía con la embestida de la espada.

—¡Cabrón!

Sharpe se adelantó apuntándole con la espada desenvainada y el francés fue hacia él. Los aceros chocaron, Sharpe torció la muñeca de manera que la pesada espada fuera desde la izquierda a la derecha del francés, bajo su guardia, Sharpe adelantó el pie derecho y lo golpeó contra el suelo, sin hacer caso de la espada de su oponente y le alcanzó en las costillas. El oficial francés intentó retroceder, resbaló en el barro y en la sangre, pero Sharpe siguió avanzando hasta sentir el acero que rascaba las costillas. Sus hombres pasaron rápido por su lado con las bayonetas preparadas, las bayonetas que habían cogido al enemigo. Sharpe observó cómo hacían que el enemigo se retirara.

Unas cornetas tocaron a retirada a los franceses, que volvieron a la ciudad y, al cabo de unos segundos, la ladera de la loma era una masa de enemigos retrocediendo, cargando con sus heridos y con los bultos de picos y palas que habían cogido. Se dirigían directamente a la ciudad como si temieran una persecución de la caballería e incluso Sharpe observó que los hombres chapoteaban dentro del agua del embalse en lugar de ir bordeando por el dique. Unos diez o veinte metros les fue bien, el agua les llegaba hasta los muslos, pero luego, con una rapidez de vértigo, el fondo desaparecía. Los oficiales franceses les gritaban a sus hombres, les ordenaban que salieran del agua y los dirigían hacia el dique del Rivillas. La salida había terminado.

El cañón francés abrió fuego, una bala se precipitó contra el barro mojado y rojo y los británicos saltaron hacia la trinchera destrozada.

Harper miró la espada de Sharpe desenvainada y ensangrentada.

—Como en los viejos tiempos, señor.

Sharpe echó una mirada a su grupo. Todos sus fusileros y un buen número de la restante compañía ligera estaban allí sonriéndole. Les devolvió la sonrisa burlonamente, luego recogió un trozo de arpillera mojada y limpió la hoja de la espada.

—Harían bien en volver a la compañía.

—Es mejor quedarse aquí, señor.

Sharpe no sabía quién había hablado. Miró a Harper.

—Llévelos, sargento.

—Señor. —Harper le sonrió con ironía—. Y gracias, señor.

—De nada.

Se quedó solo. Unos grupitos vagaban por la zona de la lucha, recogían a los heridos y amontonaban a los muertos. Había muchos cuerpos, más, calculó, de los que se reunieron en la brecha de Ciudad Rodrigo. Una pala con la que se golpea la cabeza de un hombre es un instrumento atroz y las tropas británicas se habían sentido frustradas y listas para una lucha, para una reyerta salvaje en el barro. Un francés muerto estaba enroscado a los pies de Sharpe y el fusilero se agachó y rebuscó con sus manos en los bolsillos y en las bolsas del cadáver. No había nada de valor. Una carta doblada en cuatro que se emborronó tan pronto Sharpe la sacó, una moneda de cobre y una bala de mosquete suelta que podía haber sido el talismán del muerto. Alrededor del cuello, lleno de sangre, un crucifijo metálico. Había intentado dejarse crecer el bigote para parecer un veterano, pero los pelos eran débiles y finos. Era poco más que un niño. Una de las suelas de sus botas se había descosido, y suelta vibraba a rachas cuando la lluvia la golpeaba. ¿Lo habría matado eso? ¿Se le habría soltado la suela durante la lucha y mientras sus camaradas corrían, él había cojeado, o tropezado, y tina bayoneta británica le había atravesado el cuello? La carta se emborronó con el agua, pero Sharpe vio la última palabra de la página que estaba escrita en caracteres más grandes: «Maman».

Miró hacia la ciudad, ahora de nuevo orlada con largas lenguas de fuego, mientras los cañones martilleaban con su canto fúnebre que no cesaría hasta que terminara el asedio. Teresa estaba allí. Miró la torre de la catedral, achaparrada, con arcos para las campanas, y pensó en lo cerca que le sonaría a ella el tañido de la campana del reloj. Parecía como que la catedral sólo tuviera una campana, una campana ruda cuya nota moría casi tan pronto como tocaba la hora y los cuartos. Se preguntó, bruscamente, si ella le cantaría a su hija. ¿Y cómo era madre en español? ¿Maman, como en francés?

—¡Señor! ¡Señor! —Era el alférez Matthews, pestañeando bajo la lluvia—. ¿Señor? ¿Es usted, señor? ¿Capitán Sharpe?

—Soy yo. —Sharpe no le corrigió el capitán por teniente.

—Es mejor que venga, señor.

—¿Qué pasa?

—El equipaje de los oficiales, señor. Lo han saqueado.

—¿Saqueado? —Se arrastraba fuera de la trinchera.

—El coronel ha perdido algo de plata, señor. Todos han perdido algo, señor.

Sharpe soltó una palabrota. Estaba a cargo del equipaje y en vez de vigilarlo había estado peleando en el barro. Volvió a maldecir y echó a correr.