Capítulo 4
Se oían gritos provenientes de la ciudad, disparos de los soldados que abrían de golpe las puertas de las casas, y por encima de todo ello el runrún de voces triunfadoras. Después de la lucha, la recompensa. Harper llego el primero hasta el cuerpo, separó la capa a un lado y se inclinó sobre el pecho sangrante.
—Está vivo, capitán.
A Sharpe le pareció una parodia de la vida. La explosión casi había arrancado el brazo izquierdo a Lawford, le había aplastado las costillas y se las había abierto de manera que sobresalían por entre lo que le quedaba de piel y de carne. La sangre le manaba bajo el uniforme inmaculado. Harper, lleno de ira y de pesar, empezó a rasgar la capa haciéndola tiras con los dientes. Sharpe miró hacia la brecha allí donde los hombres todavía trepaban en dirección a las casas.
—¡Músicos!
Las bandas estuvieron tocando durante el asalto. Recordaba haber oído su música, y ahora de repente podía identificar la melodía que había escuchado: La caída de París. A estas horas, los músicos debían estar haciendo su otro trabajo, cuidar de los heridos, pero no veía a ninguno.
—¡Músicos!
Apareció, como por milagro, el teniente Price, pálido e inseguro, y con él un grupito de la compañía ligera.
—¿Capitán?
—Una camilla. ¡Deprisa! Y mande a alguien al batallón.
Price saludó. Se había olvidado de la espada que estaba desenvainada en su mano de tal manera que la hoja, curvada, casi rebana al soldado Peters.
—Capitán.
El grupo se fue corriendo.
Lawford estaba inconsciente. Harper le iba vendando el pecho, sus enormes dedos eran sorprendentemente suaves con la carne hecha trizas. Levantó la vista hacia Sharpe.
—Quítele el brazo, capitán.
—¿Qué?
—Es mejor ahora que luego, capitán. —El sargento señaló el brazo izquierdo del coronel que se aguantaba por una única tira de tela brillante—. Es posible que se salve, capitán, es posible, pero el brazo no.
Un trozo de hueso astillado sobresalía del muñón. El brazo estaba doblado de forma anormal hacia arriba, señalando la ciudad, y Harper le iba vendando el muñón corto para contener la hemorragia. Sharpe se dirigió con mucho cuidado hacia la cabeza de Lawford, pisaba con precaución pues el suelo estaba resbaladizo y no se podía ver si era por la sangre o por el hielo. La única luz provenía de la viga en llamas. Bajó la punta de su espada hasta el bulto ensangrentado y Harper movió la hoja hasta que estuvo en el sitio adecuado.
—Deje la piel, capitán. Lo cubrirá.
No es que fuera diferente a destazar un cerdo o un buey, pero lo parecía. Se oían estallidos provenientes de la ciudad que se intercalaban entre los chillidos.
—¿Está bien así? —Sentía cómo Harper manipulaba la hoja.
—Ahora, capitán. Recto hacia abajo.
Sharpe empujó hacia abajo con ambas manos, casi como si estuviera clavando una estaca en el fango. La carne humana es resistente, resistente a todo menos a un golpe abrasador, y Sharpe sintió que se le revolvía el estómago cuando la espada encontró resistencia y él empujó con fuerza hasta que Lawford se retorció en la nieve fangosa y escarlata y sus labios dibujaron una mueca. Luego ya estaba, el brazo suelto, y Sharpe se agachó hasta los dedos muertos y sacó un anillo de oro. Se lo daría a Forrest para que lo enviara a casa junto con el coronel, o, Dios nos libre, para enviárselo a sus familiares.
El teniente Price había regresado.
—Ya vienen, capitán.
—¿Quién?
—El mayor, capitán.
—¿Una camilla?
Price asintió con la cabeza, parecía mareado.
—¿Vivirá, capitán?
—¿Cómo diablos voy a saberlo yo? —No estaba bien que desahogara su ira con Price—. ¿Pero él qué hacía aquí?
Price se encogió de hombros con tristeza.
—Dijo que venía a buscarlo a usted, capitán.
Sharpe se quedó mirando al elegante coronel y soltó un taco. Lawford no tenía nada que hacer en la brecha. Lo mismo, tal vez, podría decirse de Sharpe o de Harper, pero el fusilero veía una diferencia. Lawford tenía futuro, esperanzas, una familia que proteger, ambiciones al alcance de la mano, y sus ambiciones últimas no se quedaban en la vida de soldado. Todo podía echarse a perder por un momento de locura en una brecha, un momento en el que quería probar algo. Sharpe y Harper no tenían tal futuro, ni tales esperanzas, tan sólo sabían que eran soldados, tan buenos como lo hubieran sido en su última batalla, útiles mientras pudieran luchar. Ambos eran, pensaba Sharpe, aventureros que jugaban con sus vidas. Miró al coronel. ¡Qué pena!
Sharpe escuchaba el ruido que provenía de la ciudad, sonidos de regocijo y de victoria. Pensó que tal vez en algún tiempo un aventurero tendría futuro, cuando el mundo fuera libre y una espada fuese el pasaporte para cualquier deseo. Ahora no. Todo estaba cambiando con una rapidez y un ritmo que resultaban desconcertantes. Tres años atrás, cuando el ejército derrotó a los franceses en Vimeiro, fue con un ejército pequeño, casi un ejército íntimo, y el general podía pasar revista a todas sus tropas en una sola mañana y tenía tiempo de reconocerlas, recordarlas. Sharpe conocía a la mayoría de oficiales que estaban en el frente, por su cara si no por su nombre, y era bienvenido en sus fuegos nocturnos. Ahora no. Ahora había generales de esto y generales de aquello, de división y de brigada, y jefes de policía militar y capellanes castrenses, y el ejército era demasiado grande para poder verlo en una sola mañana o incluso marchar por un único camino. Wellington se había vuelto distante a la fuerza. Había burócratas en el ejército, defensores de los archivos, Sharpe sabía que pronto un hombre tendría menos importancia que las hojas de papel, como aquel nombramiento doblado y olvidado en Whitehall.
—¡Sharpe! —le gritaba el comandante Forrest, apresurándose sobre los cascotes. Conducía un grupito de hombres, algunos de ellos acarreaban una puerta, la camilla para Lawford.
—¿Qué ha sucedido?
Sharpe señaló las ruinas que había a su alrededor.
—Una mina, señor. Le cogió de pleno.
Forrest sacudió la cabeza.
—¡Oh, Dios! ¿Qué hacemos?
La pregunta no resultaba sorprendente proviniendo del comandante. Era un hombre amable, un buen hombre, pero no un hombre con decisión.
El capitán Leroy, el legitimista americano, se inclinó para encender su cigarro oscuro y delgado en las vacilantes llamas de la viga de madera.
—Debe haber un hospital en la ciudad.
Forrest asintió con la cabeza.
—A la ciudad. —Se quedó mirando horrorizado al coronel—. ¡Dios mío! ¡Ha perdido un brazo!
—Sí, comandante.
—¿Vivirá?
—Sabe Dios, señor —contestó Sharpe encogiéndose de hombros.
De repente el frío se intensificó, el viento alcanzaba la brecha y helaba a los hombres que hacían rodar al coronel, todavía misericordiosamente inconsciente, sobre la camilla improvisada. Sharpe limpió la hoja de su espada con un jirón de la capa de Lawford, la envainó y se subió el cuello del capote.
No era la entrada en Ciudad Rodrigo como él la había imaginado. Una cosa era luchar para atravesar una brecha, vencer el último obstáculo y sentir el júbilo de la victoria, pero seguir a Lawford en una marcha lenta casi funeraria estaba destrozando el triunfo. También resultaba inevitable hacerse otras preguntas en ese momento, aunque Sharpe se odiara por pensar en ello.
Habría un coronel nuevo en el South Essex, un extraño. El batallón cambiaría, tal vez para mejor, pero probablemente no sería para favorecer a Sharpe. Lawford, cuyo futuro rezumaba entre el vendaje tosco, había aprendido a confiar en Sharpe hacía años; en Seringapatam, Assaye y Gawilghur, pero Sharpe no podía esperar favores de un hombre nuevo. La sustitución de Lawford daría sus deudas por liquidadas, sus propias ideas, y los antiguos vínculos de lealtad, amistad, e incluso de gratitud que habían mantenido unido al batallón se desharían. Sharpe pensó en el nombramiento. Si era rechazado, y seguía pensando que así podía suceder, Lawford no hubiera hecho caso del rechazo. Hubiera mantenido a Sharpe como capitán de la compañía ligera, pasara lo que pasara, pero no era así. El hombre nuevo establecería sus propias disposiciones y Sharpe sintió un escalofrío de incertidumbre.
Se adentraron en la ciudad, por entre grupos de hombres determinados a obtener una recompensa por el esfuerzo de la noche. Un grupo del 88 había abierto una bodega a hachazos, habían astillado la puerta con las bayonetas y ahora habían establecido su propio negocio vendiendo el vino robado. Algunos oficiales intentaban restablecer el orden, pero estaban en inferioridad numérica y no les hacían caso. Unas piezas de tela caían en cascada de una ventana superior y cubrían con ropajes la calle estrecha creando una grotesca parodia de día de fiesta, al paso de unos soldados que destrozaban lo que no querían saquear. Un español yacía junto a una puerta, la sangre le chorreaba por una docena de regueros de su cuero cabelludo, mientras que en la casa de detrás se oían chillidos, gritos y sollozos femeninos.
La plaza principal era como un manicomio en el que se hubiera puesto en libertad a todos los locos. Un soldado del 45 pasó delante de Sharpe tambaleándose y agitó una botella en la cara del fusilero. El hombre estaba absolutamente bebido. «¡El almacén! Hemos abierto el almacén.» Cayó al suelo.
El almacén francés de bebidas había sido destrozado. Se oían gritos que provenían del interior del edificio, porrazos de los barriles que se rompían y disparos de mosquete de hombres enloquecidos que luchaban por su contenido. Una casa cercana estaba en llamas y un soldado, con su casaca roja decorada con las vueltas verdes del 45, se tambaleaba de dolor, con la espalda ardiendo e intentando sofocar las llamas vertiendo una botella por encima del hombro. El alcohol de batalla prendió, le quemó la mano, y el hombre cayó retorciéndose; moriría sobre las piedras. Al otro lado de la plaza una segunda casa estaba ardiendo y unos hombres gritaban pidiendo ayuda desde las ventanas superiores. Sobre la acera, unas mujeres gritaban señalando a sus hombres atrapados, pero las mujeres fueron cogidas en brazos por unos casacas rojas que se las llevaron chillando a un callejón. Cerca de allí estaban saqueando una tienda. Lanzaban barras de pan y jamones que se ensartaban en bayonetas extendidas, y Sharpe vio el temblor de las llamas en el interior del edificio.
Algunas tropas habían mantenido la disciplina y habían seguido a sus oficiales en las inútiles intentonas de detener el alboroto. Un jinete cabalgó hacia un grupo de borrachos agitando una espada envainada, disolvió el grupo, y salió con una joven gritando colgada de su silla. El jinete llevó a la muchacha hacia un montón de mujeres protegidas por tropas sobrias y volvió a dirigir su caballo hacia la confusión. Chillidos y gritos, risas y lágrimas, el bullicio de la victoria.
Observándolo todo, con un temor reverencial, los supervivientes de la guarnición francesa se reunieron en el centro de la plaza para rendirse. La mayoría todavía llevaba armas, pero se rendían pacíficamente a las tropas británicas que se abrían paso hasta los perdedores y los saqueaban. Algunas mujeres se aferraban a los maridos y amantes franceses, y a estas mujeres las dejaban en paz. Nadie se vengaba de los franceses. La batalla había sido corta y había poca inquina. Sharpe había oído una sugerencia, que flotaba como un rumor antes del asalto: que los supervivientes franceses habían de ser masacrados, no como venganza, sino como un aviso para que la guarnición de Badajoz supiera lo que les esperaba si decidían resistir en su fortaleza. No era nada más que un rumor. Estos franceses, silenciosos en el centro del alboroto, serían conducidos a Portugal por las rutas de invierno hasta Oporto, y luego en barco a las fétidas prisiones o incluso a la flamante prisión, construida para prisioneros de guerra, en el desolado Dartmoor.
—¡Santo Dios! —El comandante Forrest abrió los ojos y miró fijamente a las tropas que saqueaban sus soldados—. ¡Son bestias! ¡Auténticas bestias!
Sharpe no replicó. Había pocas recompensas para un soldado. La paga no haría rico a ningún hombre, y los campos de batalla que proporcionaban botín eran pocos y poco frecuentes. Un sitio era la lucha más dura y los soldados siempre habían considerado que la victoria en una brecha era una razón para descuidar toda disciplina y tomar su recompensa de la fortaleza conquistada. Y si la fortaleza era una ciudad, mucho más que pillar, y si los habitantes de la ciudad eran tus aliados, pues mala suerte; estaban en el lugar inoportuno en el momento inoportuno. La vida siempre había sido así y así seguiría siéndolo, porque ésta era la vieja costumbre, la costumbre de la soldadesca. En realidad Ciudad Rodrigo no estaba sufriendo mucho. Había, a los ojos de Sharpe, muchas tropas sobrias y disciplinadas que no se habían unido al saqueo y que por la mañana recogerían a los borrachos y se ocuparían de los cadáveres. El sufrimiento de la ciudad acabaría en un agotamiento etílico. Miró a su alrededor intentando identificar un hospital.
—¡Capitán! ¡Capitán!
Sharpe se giró. Era Robert Knowles, el que había sido su teniente hasta el día anterior, pero que ahora era capitán. Lo de llamarlo «capitán» era simplemente hábito.
—¿Cómo está?
Knowles sonreía satisfecho. Llevaba el uniforme de su nuevo regimiento. Sharpe señaló el cuerpo de Lawford y al joven capitán se le cambió la cara.
—¿Cómo?
—Una mina.
—¡Cielos! ¿Vivirá?
—Sabe Dios. Necesitamos un hospital.
—Por aquí. —Knowles había penetrado en la ciudad por la brecha más pequeña por la que había atacado la división ligera, y condujo al grupo hacia el norte, entre la multitud, hasta adentrarse en una calle estrecha.
—Pasé delante viniendo hacia aquí. Un convento. Crauford está allí.
—¿Herido? —Sharpe creía que Black Bob Crauford era indestructible. El general de la división ligera era el hombre más duro del ejército.
Knowles asintió con la cabeza.
—Un disparo. Está mal. No creen que viva. Allí. —Señaló a un gran edificio de piedra rematado con una cruz que daba a un claustro con arcos iluminado por antorchas. Había hombres heridos que yacían en el exterior, atendidos por amigos, mientras que de las ventanas superiores salían gritos desesperantes; tras ellas los cirujanos ya estaban manos a la obra con sus hojas dentadas.
—¡Dentro!
Sharpe se abrió paso a empujones entre los hombres que había en la puerta de entrada sin hacer caso de una monja que intentaba detenerlo. Fue abriendo paso a la fuerza para la camilla del coronel. El suelo embaldosado brillaba con sangre reciente que parecía de color negro a la luz de las velas. Una segunda monja empujó a un lado a Sharpe y miró a Lawford. Sus ojos se fijaron en el galón dorado y en la elegancia del uniforme manchado de sangre, y dio órdenes a las hermanas. Llevaron al coronel por una puerta en arco hacia cualquiera de los horrores que le infligieran los cirujanos.
Los hombres del grupo se miraron los unos a los otros, sin rechistar, pero en los rostros de cada uno se notaban profundamente el cansancio y la tristeza. El South Essex, que había conseguido tanto bajo el mando de Lawford, estaba a punto de cambiar. Los soldados pueden pertenecer a un ejército, llevar el uniforme de un regimiento, pero viven en un batallón y el comandante del batallón es el que les proporciona o les quita la alegría. Todos compartían el mismo pensamiento.
—¿Y ahora qué? —dijo Forrest afligido.
—Vaya a dormir un poco —dijo Leroy crudamente.
—¿Revista por la mañana, señor? —Sharpe se acababa de dar cuenta de que Forrest estaba al mando hasta que ocupara el puesto el nuevo hombre—. El brigada tendrá las órdenes.
Forrest asintió con la cabeza. Señaló con la mano hacia la puerta por donde había desaparecido Lawford.
—He de informar de esto.
Knowles posó una mano en el codo de Forrest.
—Yo sé dónde está el cuartel general, comandante. Le llevaré.
—Sí —contestó Forrest dudando. Vio una mano cortada sobre las baldosas ajedrezadas y casi le dan náuseas. Sharpe apartó la mano de una patada y la envió bajo un arcón oscuro de madera—. Vaya, comandante.
Forrest, Leroy y Knowles se marcharon. Sharpe se volvió hacia el teniente Price y el sargento Harper.
—Vayan en busca de la compañía. Asegúrense de que tienen alojamiento.
—Sí, capitán —contestó Price, que parecía sorprendido.
Sharpe le dio unos golpecitos en el pecho.
—Manténgase sobrio.
El teniente asintió con la cabeza, luego suplicó.
—¿Medio sobrio?
—Sobrio.
—Vamos, teniente —dijo Harper mientras se llevaba a Price. No había la menor duda de quién era el hombre que mandaba.
Sharpe observaba a los hombres que entraban en el convento: ciegos, cojos, heridos, franceses y británicos. Intentó hacer oídos sordos a los gritos, pero era imposible, los alaridos penetraban en los sentidos como el humo acre que flotaba en las calles de la ciudad esa noche. Un oficial de los fusileros del 95 bajó la escalera principal llorando y vio a Sharpe.
—Está mal.
No sabía con quién estaba hablando, salvo que Sharpe era otro fusilero.
—¿Crauford?
—Tiene una bala en la columna. No se la pueden sacar. El cabrón estaba de pie en la misma brecha, justo en el maldito centro, y diciéndonos que moviéramos el culo. ¡Le dispararon!
El oficial salió al exterior. La noche era fría. Crauford no les pedía nunca a sus hombres algo que no hiciera él mismo, y él debía estar allí, maldiciendo y escupiendo, haciendo avanzar a sus hombres, y ahora moriría. El ejército no sería el mismo. Las cosas estaban cambiando.
Un reloj dio las diez en punto y Sharpe pensó que ya habían transcurrido tres horas desde que se deslizaron por la nieve en dirección a la brecha. ¡Tan sólo tres horas! La puerta por la que se habían llevado a Lawford se abrió y un soldado arrastró hacia fuera un cadáver. No era el coronel. El cuerpo, que iban estirando por los talones, dejó una viscosidad gelatinosa de lodo ensangrentado sobre las baldosas. La puerta quedó abierta y Sharpe se aproximó, se apoyó en el quicio y se quedó mirando hacia el interior del osario a la luz de las velas. Recordó la oración del soldado, día y noche, que Dios los librara del cuchillo del cirujano. Lawford estaba sobre una mesa bien sujeto con correas, con el uniforme cortado. Un ordenanza se apoyaba en su pecho tapándole la cara, mientras un cirujano, con el delantal tieso de sangre de color ocre quemado, gruñía y empujaba el cuchillo hacia dentro. Sharpe vio los pies de Lawford, todavía cubiertos por las botas con espuelas de cabeza de cisne, dando tirones de las correas de cuero. El cirujano sudaba. Las velas se derretían y él se giró con la cara salpicada de sangre.
—¡Cierren la maldita puerta!
Sharpe la cerró, perdiendo de vista los miembros cortados de los cuerpos que esperaban. Quería beber algo. Las cosas estaban cambiando. Lawford bajo el cuchillo, Crauford muriendo arriba, el año nuevo burlándose de ellos. Permaneció en la entrada, en la sombra oscura, y recordó la iluminación de gas que había visto en el Pall Mall de Londres hacía tan sólo dos meses. Una maravilla del mundo, le habían dicho, pero él no lo creía así. Iluminación de gas, energía de vapor, hombres estúpidos en despachos con gafas sucias y archivos ordenados, los nuevos ciudadanos de Inglaterra que paralizarían el mundo con tuberías, conductos, papel y sobre todo orden. El orden ante todo. Inglaterra no quería saber nada de la guerra. Un héroe era la admiración durante una semana, siempre que no tuviera cicatrices como los mendigos de las calles londinenses. Había hombres con tan sólo la mitad de la cara, cubiertos de llagas ulcerosas, hombres con las cuencas de los ojos vacías, con las bocas rasgadas, con muñones, andrajosos que pedían a gritos un penique para un viejo soldado. Había visto cómo los hacían salir para que no mancillaran la prístina y siseante luz del Pall Mall. Sharpe había luchado junto a algunos de ellos, los había visto caer en un campo de batalla, pero a su país no le importaba. Había hospitales militares, por supuesto, en Chelsea y Kilmainham, pero eran los soldados los que los pagaban, no el país. El país quería a los soldados lejos.
Sharpe quería beber algo.
La puerta de la habitación del cirujano se abrió de golpe y Sharpe se giró y vio que llevaban a Lawford en una camilla de lona hacia una escalera ancha. Se apresuró hacia los ordenanzas.
—¿Cómo está?
—Si no se pudre, capitán… —El hombre no terminó la frase. La nariz le goteaba, pero no podía enjugarse porque tenía ambas manos en la camilla. Se sorbió la nariz—. ¿Amigo suyo, capitán?
—Sí.
—No puede hacer nada esta noche, capitán. Vuelva mañana. Nosotros lo cuidaremos. —Señaló con la cabeza hacia arriba—. Los tenientes coroneles y oficiales de alta graduación están en el segundo piso, capitán. Un lujo sangriento. No como los que están en los sótanos.
Sharpe ya se lo imaginaba, ya lo había visto bastantes veces, los húmedos sótanos donde se echaban los heridos en jergones piojosos. Una parte de la sala siempre la dejaban como depósito de cadáveres y allí los desahuciados se iban pudriendo. Dejó que se fueran y se dio la vuelta para marcharse.
Ciudad Rodrigo, la gran fortaleza del norte, había caído. Los libros de historia registrarían el hecho y en los años venideros la victoria sería recordada con orgullo. En tan sólo doce días, Wellington había sorprendido, cercado, asaltado y tomado la ciudad. Una victoria. Y nadie recordaría los nombres de los hombres que habían muerto en la brecha, que habían luchado para acallar los grandes cañones mortíferos hundidos en la muralla. Los ingleses lo celebrarían. Les gustaban las victorias, en particular las que sucedían lejos de casa y que fortalecían su sentido de superioridad respecto a los franceses, pero no querían saber nada de esto: de los gritos de los heridos, del ruido sordo de los miembros amputados, del lento gotear de la sangre espesa proveniente del techo de la entrada.
Sharpe se adentró en la calle fría y se subió el cuello para protegerse de una repentina ráfaga de nieve. Esta victoria no le producía ninguna alegría; tan sólo un sentimiento de pérdida, de soledad y de trabajo inacabado que tenía que llevar a cabo en una brecha. Todo podía esperar.
Fue a buscar algo de beber.