Capítulo 17
El martes por la tarde dejó de llover.
Se abrió el cielo azul entre jirones de nubes y, como una bestia salvada de ahogarse inminentemente, el ejército se levantó del barro y atacaron las trincheras con renovada energía.
Transportaron los cañones colina arriba aquella noche. El terreno todavía era un barrizal casi impracticable, pero arrastraron cuerdas, lanzaron mimbres bajo las ruedas, y con un entusiasmo con que les dotaba el descanso climatológico, las tropas llevaron los cañones de veinticuatro libras hasta las recién excavadas baterías.
Por la mañana, durante un amanecer milagrosamente despejado, se oyeron los gritos que provenían del campamento británico. ¡Se había disparado el primer tiro y ellos respondían! Veintiocho cañones de asedio estaban en sus puestos, protegidos con gaviones. Los ingenieros dirigían a los oficiales de artillería de manera que las balas golpearan la base del baluarte Trinidad. Los cañones franceses intentaban destruir los cañones de asedio y el valle, por encima de las plácidas y grises aguas estancadas del Rivillas. Era digno de verse el río envuelto en el humo que se arremolinaba cuando las balas de los cañones atravesaban la niebla.
Al final del primer día, cuando la brisa del atardecer dispersó el humo hacia el sur, se hizo visible un boquete en la obra del baluarte. No era grande, más bien una desportilladura rodeada de pequeñas marcas de disparos. Sharpe echó una mirada a los daños con el catalejo del comandante Forrest y soltó una risa desganada.
—Dentro de tres meses, señor, se darán cuenta de que estamos aquí.
Forrest no dijo nada. Temía el humor de Sharpe, la depresión que había llegado con la ociosidad. El fusilero apenas tenía obligaciones. Parecía que Windham había abandonado la formación de mujeres, las muías pastaban, y el tiempo de Sharpe transcurría lentamente. Forrest le había hablado a Windham, pero el coronel había sacudido la cabeza.
—Todos estamos aburridos, Forrest. El asalto lo curará todo.
Luego el coronel se llevó sus sabuesos hacia el sur a pasar un día de caza, y con él, la mitad de los oficiales del batallón. Forrest había intentado infructuosamente animar a Sharpe. Ahora contemplaba aquel perfil malhumorado del capitán.
—¿Cómo está el sargento Harper?
—El soldado Harper está mejor, señor. Dentro de tres o cuatro días ya estará de servicio.
Forrest suspiró.
—No me acostumbro a llamarle soldado. No me parece justo. —Entonces se ruborizó—. ¡Oh, vaya! Supongo que he metido la pata.
Sharpe se echó a reír.
—No, señor. Me estoy acostumbrando a ser teniente. —No era cierto, pero Forrest necesitaba tranquilizarse—. ¿Está cómodo, señor?
—Mucho. La vista es espléndida.
Estaban contemplando el valle y la ciudad; esperaban el ataque que tendría lugar al oscurecer. La mitad del ejército estaba en la cima de la colina, en la trinchera o en las nuevas baterías. Los franceses debían saber que algo iba a suceder. No resultaba difícil adivinar lo que se pretendía. Los cañones británicos estaban a más de media milla de distancia del baluarte Trinidad, demasiado lejos para ser realmente efectivos. Los ingenieros tenían que acortar esa distancia a la mitad. Eso significaba construir una segunda paralela con nuevas baterías exactamente al borde del embalse, donde los franceses habían construido el fuerte Picurina. Esta noche atacarían el fuerte. Sharpe había deseado ansiosamente que escogieran la cuarta división, la suya, pero en lugar de eso la tercera y la compañía ligera avanzarían en la oscuridad. Sharpe era simplemente un espectador. Forrest miró pendiente abajo.
—No debería ser difícil.
—No, señor.
Lo cual era cierto, pensó Sharpe, pero sólo la mitad de la batalla. El fuerte Picurina era casi provisional. Sin duda era un obstáculo en forma de cuña de cara a la marea británica y con la única intención de retrasarlos. Tenía un foso que protegía una pared baja de piedra, y sobre la muralla se levantaban empalizadas, troncos partidos con troneras para los mosquetes, y el fuerte estaba lo bastante alejado de la ciudad para que los cañones franceses no pudieran atacarlo con metralla. El fuerte había de caer, pero todavía quedaba el pantano que formaba el embalse del Rivillas. El embalse bloqueaba el acceso directo a la ciudad. A menos que se vaciara el pantano, todo ataque habría de venir del sur, encajonado entre el agua y la muralla sur, pasando por el enorme fuerte Pardaleras. Las columnas atacantes se encontrarían bajo el fuego de un montón de cañones franceses destrozados por la metralla. Sharpe tomó prestada otra vez la lente de Forrest y apuntó sobre el dique. Estaba extraordinariamente bien construido para ser una construcción provisional. Sharpe vio un camino de piedra con barandilla que discurría por la parte superior del dique que conducía al fuerte, mucho más sólido que el Picurina, que defendía el dique. El fuerte y el dique estaban muy cerca de las murallas de la ciudad. Un hombre con un mosquete sobre el baluarte San Pedro podía disparar fácilmente sobre el camino de piedra. Forrest vio hacia dónde miraba.
—¿En qué está pensando, Sharpe?
—Estaba pensando que no sería fácil atacar el dique, señor.
—¿Usted cree que alguien pretende atacar el dique?
Sharpe sabía que se tenía esa intención, Hogan se lo había dicho, pero él se encogió de hombros.
—No sé, señor.
Forrest miró a su alrededor con aire conspirador.
—No se lo diga a nadie, Sharpe, pero ¡vamos a hacerlo!
—¿Vamos, señor? —preguntó Sharpe con cierta excitación—. ¿El batallón, señor?
—Estoy hablando cuando no debiera, Sharpe. —Forrest estaba contento al notar entusiasmo en la voz de Sharpe—. El coronel ha ofrecido nuestro servicio. El general de división estaba hablando con él. ¡Podemos ser los afortunados!
—¿Cuándo, señor?
—¡No lo sé, Sharpe! No me explican esas cosas. ¡Mire! ¡Se levanta la cortina!
Forrest señaló la batería número uno. Un artillero había quitado de golpe el último gavión de la tronera y uno de los cañones, que llevaba media hora en silencio, lanzó una llamarada de fuego y humo colina abajo. La bala, corta de alcance, chocó contra el Picurina, dejó señales en la tierra al rebotar y cayó dentro del lago levantando una gran salpicadura. El pitorreo de los franceses dentro del pequeño fuerte se podía oír a casi medio kilómetro de distancia.
Los artilleros levantaron el cañón un poco haciendo girar el tornillo debajo de la palanca de cierre. El cañón siseó al ponerle las esponjas. La tronera se había tapado otra vez como prevención contra el inevitable fuego que provenía de las murallas de la ciudad. Tiraron las bolsas de pólvora al interior del tragante del cañón, atacaron a fondo y la bala rodó dentro de la boca. Un sargento se inclinó sobre el fogón, empujó con una punta que perforó las bolsas de pólvora, y luego introdujo el tubo relleno de fina pólvora que encendía la carga. Su mano se elevó, un oficial dio las órdenes y retiraron los gaviones del frente de la batería. Los hombres se pusieron en cuclillas tapándose los oídos con las manos mientras el sargento tocaba el tubo de cebar con una mecha encendida en el extremo de un palo largo, y el cañón retrocedió de golpe sobre la plataforma de madera inclinada. La bala chocó contra la empalizada de madera del Picurina astillando los troncos, y envió los fragmentos de madera verde convertidos en lluvia violenta sobre los defensores; ahora les tocaba a los británicos lanzar vítores y aplausos.
Forrest estaba mirando hacia el fuerte con su catalejo. Dejó escapar un silbido.
—¡Pobres chicos! —Se volvió hacia Sharpe—. No debe resultarles muy agradable.
Sharpe tenía ganas de reír.
—No, señor.
—Ya sé lo que está pensando, Sharpe. Que soy muy caritativo con el enemigo. Tal vez tenga usted razón, pero no puedo evitar imaginarme que mi hijo estuviera ahí dentro.
—Yo creía que su hijo era grabador, señor.
—Sí, lo es, Sharpe, lo es, pero si fuera un soldado francés podría estar ahí dentro y sería de lo más preocupante.
Sharpe desistió de seguir los pensamientos caritativos de Forrest y se volvió hacia el Picurina. Los otros cañones británicos habían dado en el blanco y las pesadas balas destruían sistemáticamente las débiles defensas. Los franceses de dentro estaban atrapados. No se podían retirar, pues el pantano estaba en su retaguardia, y debían saber que los cañonazos terminarían con un ataque de la infantería tan pronto como el crepúsculo diera paso a la noche. Forrest frunció el ceño al verlo.
—¿Por qué no se rinden?
—¿Usted lo haría, señor?
Forrest se sentía ofendido.
—Por supuesto que no, Sharpe. ¡Yo soy inglés!
—Ellos son franceses, señor. Tampoco les gusta rendirse.
—Supongo que tiene razón.
En realidad Forrest no entendía que los franceses, una nación que él consideraba básicamente civilizada, luchara tanto por una causa tan malvada. Podía entender que los americanos lucharan por la república; no se podía esperar de una nación joven que tuviera la suficiente cordura para reconocer los peligros de un código político tan nefasto, ¿pero los franceses? Forrest no lo entendía. Peor resultaba que los franceses fueran la nación con mayor poder militar que había sobre la faz de la tierra, y así habían enjaezado sus mosquetes y sus jinetes para propagar la maldad republicana, y obviamente era deber de los británicos contener esa peste. Forrest veía la guerra como una cruzada moral, una lucha por la decencia y el orden, y la victoria significaría para los británicos que el Todopoderoso, a quien posiblemente no se le podría tachar de republicano, había bendecido el esfuerzo británico.
Una vez le explicó sus creencias al comandante Hogan y se quedó muy sorprendido cuando el ingeniero rechazó tales ideas.
—Mi querido Forrest. ¡Usted lucha simplemente por negocio! Si Boney no hubiera cerrado los puertos de Portugal, usted estaría bien calentito en su cama Chelmsford.
Forrest recordó la conversación y miró a Sharpe.
—Sharpe, ¿por qué luchamos?
—¿Señor? —Por un momento Sharpe se preguntó si Forrest estaba proponiendo una rendición al fuerte Picurina—. ¿Que por qué luchamos?
—Sí, Sharpe. ¿Por qué lucha usted? ¿Está contra la república?
—¿Yo, señor? Si ni siquiera sabría cómo escribirlo. —Le sonrió burlón a Forrest, pero vio que éste estaba serio—. ¡Santo cielo, señor! Siempre luchamos contra los franceses. Cada veinte años más o menos. Si no lo hiciéramos nos invadirían. Luego nos obligarían a todos a comer caracoles y hablar francés. —Se echó a reír—. No lo sé, señor. Luchamos porque son unos cabrones entrometidos y alguien tiene que pisotearlos.
Forrest dejó escapar un suspiro. Se olvidó de intentar explicarle a Sharpe las fuerzas políticas del mundo porque el coronel Windham y un grupo de oficiales del batallón los divisó y se reunió con ellos en el parapeto. Windham estaba de buen humor. Miró a los británicos, que disparaban contra lo que quedaba del parapeto francés, y se golpeó la palma de la mano con el puño.
—¡Bien hecho, muchachos! ¡Enviadlos al infierno! —Saludó cortésmente a Sharpe con la cabeza y sonrió a Forrest—. Un día excelente, Forrest, excelente. ¡Dos zorros!
Hogan le había comentado una vez a Sharpe que nada estimulaba más a un oficial británico que un zorro muerto. Además de este doble motivo de satisfacción, Windham tenía mejores noticias. Se sacó una carta del bolsillo y se la enseñó a Forrest.
—Una carta de la señora Windham, Forrest. ¡Noticias estupendas!
—Bien, señor.
Forrest, al igual que Sharpe, se preguntaba si la falta de barbilla de Jessica había dado a luz a otro joven Windham, pero no debía ser eso. El coronel abrió la carta, vaciló antes de echar una ojeada a las primeras líneas, y Sharpe adivinó, por la expresión de Leroy y de los otros recién llegados, que Windham ya había estado propagando, cualesquiera que fueran, las buenas noticias.
—¡Aquí está! Hemos tenido un problema con un cazador furtivo, Forrest, un gran problema. Algún bribón se metió entre los faisanes. ¡Mi buena mujer lo cogió!
—Espléndido, señor. —Forrest intentaba parecer entusiasmado.
—¡Más que cogerlo! Compró un tipo de trampa nuevo. La maldita cosa le hizo tanto daño que murió de gangrena. Aquí está. La señora Windham escribe: «¡Esto inspiró al rector, que lo incorporó al sermón del pasado domingo para la edificación de los feligreses de la parroquia que hacen caso omiso de su condición social!». —Windham sonrió a los oficiales reunidos. Sharpe no sabía si alguien de la parroquia del coronel hacía caso omiso de su condición social mientras que la señora Windham era tan consciente de la suya, pero juzgó que no era el momento adecuado de decirlo. Windham volvió a mirar la carta—. Un hombre espléndido nuestro rector. Monta como un soldado de caballería. ¿Sabe cuál fue su texto?
Sharpe esperó a que dispararan un cañón.
—Números. ¿Capítulo treinta y dos, versículo veintitrés, señor? —dijo dulcemente.
El coronel lo miró.
—¿Cómo diablos lo sabía? —Parecía que sospechaba que el fusilero le hubiera leído el correo. Leroy sonreía burlonamente.
Sharpe decidió no decir que había dormido en el dormitorio de un asilo que tenía el texto pintado en letras de casi metro de alto en la pared.
—Parecía adecuado, señor.
—Absolutamente cierto, Sharpe, muy apropiado. «Estate seguro de que tu pecado te encontrará.» A él lo encontró, ¿eh? ¡Murió de gangrena! —Windham se echó a reír y se volvió para agradecerle al comandante Collett que trajera al criado del coronel cargado con botellas de vino. El coronel sonrió a sus oficiales—. Pensé que habría que celebrarlo. Beberemos por el ataque de esta noche.
Los cañones disparaban a la hora del crepúsculo, una y otra vez, hasta que en la oscuridad las cornetas anunciaron una aplastante fuerza de infantería británica contra el pequeño reducto. Los artilleros en las murallas de la ciudad, al oír que los cañonazos británicos cesaban, bajaron la boca de su cañón y dispararon al otro lado del Picurina hacia la ladera de la loma. La bala golpeó en una y otra fila de los atacantes, pero se cerraron y siguieron caminando. Luego se oyeron nuevas explosiones provenientes de la ciudad y los observadores vieron desde la loma las rayas rojas del arco de las espoletas de los proyectiles por encima del lago cuando los obuses empezaron a disparar. Los proyectiles explotaban formando flores escarlata. Los fusileros del 95 formaban una línea de tiradores, rodeando el fuerte, buscando las troneras. Los franceses dentro del fuerte contenían el fuego, recibían las órdenes en la oscuridad, mientras silbaban las balas de los fusiles que pasaban sobre sus cabezas, esperando el verdadero asalto.
Sobre la colina los oficiales observadores veían poca cosa, salvo las llamas de los cañones y las explosiones. Sharpe estaba fascinado con los cañones que había sobre los parapetos de la ciudad. Cada disparo vomitaba una llama que, durante algunos segundos, era brillante y punzante; en cambio, el disparo salía despedido, pero luego la llama se contraía formando una figura extraña y retorcida que existía independientemente del cañón; era una belleza retorcida y descolorida como un fantasma de fuego, como intrincados pliegues de colgaduras hechas con llama que se arremolinaban y desaparecían. La visión era de una belleza deslumbrante, no tenía nada que ver con la guerra, y él se quedó mirando, bebiendo el vino del coronel, hasta que unos vítores que provenían del oscuro campo le anunciaron que los batallones atacantes habían bajado las bayonetas para cargar. Y se detuvieron.
Algo había salido mal. El griterío cesó. El foso que rodeaba el pequeño fuerte era más profundo de lo que nadie hubiera esperado, y desde la cima de la loma no se veía que el agua de lluvia lo había inundado. Los atacantes tenían la intención de saltar dentro del foso y, utilizando escalas cortas que ellos mismos transportaban, escalar fácilmente hasta el fuerte y llevarles sus bayonetas a un número superior de enemigos. En vez de eso se vieron parados. Los defensores franceses se arrastraron hasta las murallas y abrieron fuego. Los mosquetes chasquearon sobre el foso. El fuego británico golpeaba inútilmente sobre la obra del fuerte y desportillaba las empalizadas, mientras los franceses derribaban a los hombres al agua o los hacían retroceder hacia las filas de atrás. Los franceses, tocando con las manos la victoria, atacaban, cargaban las armas y disparaban, atacaban y disparaban, atacaban y disparaban, y para iluminar sus blancos impotentes, prendieron las bombas incendiarias empapadas en aceite que habían estado guardando para el asalto final, y las hicieron rodar por el frente del fuerte.
El error fue fatal. Sharpe, sobre la loma, vio a los atacantes apiñándose inútilmente en el borde del foso. Bajo la repentina iluminación de las llamas, los británicos eran blanco fácil para los artilleros franceses que estaban sobre las murallas de la ciudad y que disparaban a los laterales del fuerte, rebanando filas enteras de hombres y enviándolos a la eternidad con un solo disparo y obligando a los atacantes a protegerse en el borde frontal del fuerte. Pero la luz también revelaba una extraña debilidad en el fuerte. Sharpe tomó prestado el catalejo de Forrest, y por la lente oscura vio que los defensores habían metido estacas de madera en la superficie del foso para detener un intento de escalar su cara interior. Las estacas reducían efectivamente la anchura del foso a menos de nueve metros y cuando el comandante Collett le agarró la lente, vio las primeras escalas dispuestas como un puente sobre las estacas adecuadas. Era el 88, el mismo regimiento junto al cual había luchado en Ciudad Rodrigo, los hombres de Connaught. Tres escalas se aguantaron, a pesar de que la madera estaba verde, mojada y combada; los irlandeses empezaron su precaria travesía, metiéndose en el ojo de una tormenta de mosquetes. Algunos cayeron dentro del foso inundado, pero otros lo atravesaron a gatas, y los uniformes oscuros, iluminados por el fuego, iban escalando la escarpada ladera del fuerte mientras otros lo atravesaban detrás de ellos.
Las luces de las bombas incendiarias se apagaron, el campo de batalla quedó a oscuras, y sólo los sonidos explicaban la historia de la lucha a los de la cima de la loma. Los gritos se oían claramente, pero pocos disparos, que informaban a los que entendían que las bayonetas estaban trabajando. Se oyeron vítores, que se extendieron hacia abajo a los atacantes, y Sharpe entendió que los británicos habían ganado. Los comandos de Connaught irían a la caza de los supervivientes franceses por el fuerte desportillado, las hojas finas y largas buscarían entre la madera rota y él sonrió pensando en una lucha bien hecha. Patrick Harper tendría celos. Los hombres de Connaught tendrían algunas historias que contar, de cómo habían caminado por el precario puente y cómo habían ganado. La voz de Windham lo sacó de sus cavilaciones.
—Ya está, caballeros. Ahora nos toca a nosotros.
Se hizo un breve silencio, luego se oyó a Leroy.
—¿A nosotros?
—¡Vamos a volar el dique! —La voz de Windham mostraba verdadero entusiasmo.
De la docena de preguntas que surgieron, todas hechas al mismo tiempo, Windham escogió una y contestó.
—¿Cuándo? No sé cuándo. Dentro de tres días, probablemente. No se lo digan a nadie, caballeros, no quiero que todo quisque lo sepa. Debe tener algo de sorpresa nuestro ataque. —Windham se echó a reír, seguía de buen humor.
—¿Señor? —preguntó Sharpe en voz baja.
—Sharpe, ¿es usted? —Resultaba difícil distinguir las siluetas en la oscuridad.
—Sí, señor. Permiso para reincorporarme a la compañía para el ataque.
—Usted es un cabrón hambriento de sangre, Sharpe —dijo Windham con entusiasmo—. Debería ser mi guardabosque. ¡Lo pensaré! —Descendió a la trinchera dejando a Sharpe poco seguro de si se le consideraba un guardabosque o un soldado.
Vio un repentino resplandor en la trinchera junto a él y el olor picante del tabaco. La voz de Leroy, profunda y divertida, se acercó con el humo.
—Con un poco de suerte, Sharpe, uno de nosotros morirá. Usted recuperará su rango de capitán.
—Ya se me había ocurrido.
El americano se echó a reír.
—¿Usted cree que alguno de nosotros piensa en otra cosa? ¡Usted es un fantasma de mierda, Sharpe! —Utilizó un tono morboso—. Nos recuerda usted nuestra mortalidad. ¿A quién de nosotros reemplazará usted?
—¿Alguna sugerencia?
Leroy se echó a reír.
—A mí no, señor Sharpe, a mí no. Si se cree usted que dejé Boston para que usted me quite los zapatos, se equivoca.
—¿Por qué se fue de Boston?
—Soy americano, con un apellido francés, de familia monárquica, lucho con los ingleses para un rey alemán que está loco. Bien, ¿qué le sugiere todo esto?
Sharpe se encogió de hombros en la oscuridad. No se le ocurría nada que decir.
—No sé.
—Yo tampoco, Sharpe, yo tampoco. —El cigarro resplandeció y luego se apagó. Leroy hablaba en voz baja y con intimidad—. A veces me pregunto si no me he equivocado de bando.
—¿De verdad?
Leroy se quedó callado un momento. Sharpe contempló su perfil sobre el fondo de la ciudad a oscuras.
—Supongo que sí, Sharpe. Mi padre hizo el juramento de defender a su majestad el rey y yo de alguna manera heredé la carga. —Se echó a reír—. Aquí estoy, defendiéndole. —Sharpe pocas veces había oído a Leroy hablar tanto.
El americano era un hombre callado que observaba el mundo con ironía y buen humor.
—¿Sabe que los Estados Unidos tienen ganas de guerra?
—Lo he oído.
—Quieren invadir Canadá. Probablemente lo harán. Yo sería general en ese ejército, Sharpe. Tendría calles con mi nombre. ¡Caramba! ¡Incluso ciudades enteras! —Volvió a quedarse en silencio y Sharpe entendió que Leroy estaba pensando en su probable destino; una tumba sin nombre en España. Sharpe conocía a un montón de hombres como Leroy; hombres cuyas familias habían permanecido fieles después de la revolución norteamericana que ahora luchaban, como exiliados, para el rey Jorge. Leroy se volvió a reír con una risa amarga—. Le envidio, Sharpe.
—¿A mí? ¿Por qué?
—Yo no soy más que un borracho yanqui con un apellido francés que lucha para un lunático alemán y no sé por qué. Usted sabe dónde va.
—¿Ah sí?
—Sí, señor Sharpe, lo sabe. Arriba, sea lo que sea. Y por eso nuestro alegre grupo de capitanes le tiene tanto miedo. ¿Quién de nosotros ha de morir para que usted dé un paso más? —Hizo una pausa para encender otro cigarro con la colilla del primero—. Y puedo decirle, Sharpe, de la forma más amistosa posible, que les encantaría verlo muerto.
Sharpe se quedó mirando el perfil del capitán.
—¿Es una advertencia?
—¡Caramba, no! Tan sólo propago tinieblas en la noche.
Se oyó un arrastrar de pies dentro de la trinchera y los dos oficiales tuvieron que hacerse a un lado para que los camilleros pasaran transportando a los heridos provenientes del Picurina. Los hombres gemían en las camillas; uno sollozaba. Leroy los vio pasar y le dio una palmada a Sharpe en el hombro.
—Luego nos tocará a nosotros, Sharpe, a nosotros.