Capítulo 12
Si alguien hubiera encontrado uno de los recién inventados globos aerostáticos y hubiera sobrevolado Badajoz, hubiera tenido la vista de una ciudad cortada como el cuarto segmento de una rueda dentada en la que el castillo antiguo de piedra levantado sobre roca viva era el cubo de esa rueda gigante. Las murallas norte y este serían dos radios perpendiculares, mientras que las paredes sur y oeste se unían en una larga curva tosca claveteada con siete dientes enormes de esa rueda dentada.
Imposible atacar desde el norte. La ciudad estaba construida a orillas del Guadiana, un río más ancho en Badajoz que el Támesis a su paso por Westminster, y la única manera de entrar era atravesando el largo y antiguo puente de piedra. Todo él estaba cubierto por los cañones armados sobre la muralla norte de la ciudad, mientras del otro lado del río, la entrada del puente estaba vigilada por tres fuertes aislados. El más grande, el de San Cristóbal, podía albergar más de dos regimientos. Los franceses estaban seguros de que no se produciría ningún ataque por ese lado.
La muralla este, el otro radio, era más vulnerable. En su extremo norte estaba el castillo, elevado e imponente, una fortaleza que había dominado el paisaje durante siglos. Pero al sur del castillo, la muralla de la ciudad estaba en un terreno más bajo y encarada hacia una loma. Los franceses conocían el peligro y, donde la loma del castillo descendía de forma escarpada hacia la parte baja de la ciudad, habían construido un dique en el riachuelo Rivillas. Ahora la vulnerable muralla este se encontraba protegida por una masa de agua, ancha como el río, que corría hacia el sur de la ciudad. Tal como Hogan le había dicho a Sharpe, sólo la marina podría atacar atravesando el pantano que allí se formaba, a menos que el dique se volara y el pantano se vaciara. La curva desprotegida de las murallas sur y oeste era una curva de más de un kilómetro de longitud que no tenía un río convenientemente situado o un arroyo que ofreciera protección. En ese espacio se encontraban como dientes del aro de la rueda los siete baluartes que sobresalían de la muralla de la ciudad. Cada baluarte o bastión era como un pequeño castillo. San Vicente era el que estaba más al norte, construido junto al río en el ángulo de las murallas norte y oeste, y desde el de San Vicente los baluartes ocupaban la muralla sur y oeste hasta que se encontraban con el Rivillas inundado. San José, Santiago, San Juan, San Roque, Santa María y Trinidad. Los santos, la madre de Jesucristo y la Santísima Trinidad, con más de una veintena de cañones cada uno para proteger la ciudad.
Los baluartes no eran la única protección de la gran curva de murallas. Primero estaba el glacis, la elevación de tierra que desviaba el tiro y lo despedía a lo alto por encima de las defensas, y luego el foso. La pendiente desde el glacis hasta el fondo del foso no era en ningún lugar de menos de seis metros y, una vez en el foso, empezaba el verdadero problema. Los baluartes flanquearían cualquier ataque, derramando su fuego muy bajo, y había revellines en el gran foso seco. Los revellines eran como grandes muros falsos triangulares que dividían un ataque y, en la oscuridad, podían engañar a los hombres haciéndoles creer que habían alcanzado la verdadera muralla. Todo hombre que escalara un revellín se vería barrido por un cañón que le apuntaba cuidadosamente. Desde el foso las murallas se elevaban quince metros y sobre sus anchos parapetos había cañones montados a una distancia de casi cinco metros.
Badajoz no era una fortaleza medieval transformada rápidamente para la guerra moderna. En sus buenos tiempos había sido el orgullo de España, una trampa mortal macizamente construida por una ingeniería inteligente que ahora era la guarnición de las mejores tropas francesas en la Península. Los británicos habían fracasado dos veces al intentar tomar la ciudad y no había razón, dos años después, para suponer que un tercer intento conseguiría el éxito.
La fortaleza tan sólo tenía un punto débil. Hacia el sudeste, en situación opuesta al baluarte Trinidad y al otro lado de las aguas estancadas, se elevaba una loma, la de San Miguel. Desde la cima, plana y baja, un sitiador podía disparar hacia abajo, al rincón sudeste de la ciudad, y ése era el único punto débil. Los franceses lo sabían y se habían protegido contra eso. A tal efecto, habían construido dos fuertes en la zona sur y este. Uno, el Picurina, se situaba al otro lado del nuevo lago sobre las pendientes más suaves de la loma de San Miguel. El segundo fuerte era el inmenso Pardaleras, que se elevaba en la parte sur y protegía los accesos a cualquier brecha que los cañones pudieran abrir desde la colina. No era un punto excesivamente débil, pero era el único en el que podían trabajar los británicos y así, el día de San Patricio marcharon hacia la parte posterior de la loma de San Miguel. Ellos sabían, y los franceses también, que el esfuerzo iría contra el rincón sudeste de la ciudad, contra los baluartes de Santa María y Trinidad. El hecho de que el mismo plan hubiera fracasado dos veces con anterioridad no importaba. Desde el extremo de la loma, donde se reunían los hombres curiosos para mirar la ciudad, se veía claramente entre los dos baluartes la brecha abierta en el último asedio. Había sido reparada con piedra de color más claro, y la nueva obra parecía burlarse de los esfuerzos británicos que se aproximaban.
Sharpe estaba junto a Patrick Harper y miraba fijamente las murallas.
—¡Cielos, si son enormes! —El sargento calló. Sharpe sacó una botella del interior de su casaca y se la entregó—. Tenga. Un regalo por San Patricio.
El rostro bonachón de Harper resplandeció de placer.
—Es usted un gran hombre, señor, para ser inglés. ¿Me va a ordenar que le guarde la mitad para el día de San Jorge?
Sharpe golpeó el suelo con los pies para quitarse el frío.
—Creo que me tomaré esa mitad ahora.
—Creo que debería hacerlo.
Harper se alegraba de ver a Sharpe. Lo había visto poco durante el último mes, pero también había un cierto desconcierto en el encuentro. El irlandés sabía que Sharpe necesitaba la tranquilidad de saber que la compañía ligera lo echaba en falta, y Harper lo consideraba tonto por necesitar que se lo dijeran. Por supuesto lo echaban en falta. La compañía ligera no era diferente del resto del ejército. Casi todos eran fracasados en la vida, cuyos fracasos los habían llevado a los tribunales y a las cárceles. Eran ladrones, borrachos, tramposos y criminales, los hombres que Gran Bretaña quería tener lejos de la vista y de la mente. Resultaba más fácil vaciar una cárcel de la ciudad en un grupo de reclutamiento que pasar por el tedioso asunto de un juicio, una sentencia y un castigo.
No todos eran criminales. Algunos habían sido engañados por los sargentos de reclutamiento que les ofrecían una huida del tedio del pueblo y de los estrechos horizontes. Algunos se habían enamorado y se habían alistado desesperados, jurando que preferirían morir en la batalla que ver a su amada casada con otro hombre. Muchos eran borrachines a los que aterrorizaba una muerte solitaria y temblorosa en una cuneta una noche invernal y se alistaban en un ejército que les ofrecía ropa, botas y ron cada día. Algunos, pocos, muy pocos, se alistaban por patriotismo. Otros, como Harper, se alistaban porque no había nada más que hambre en casa y el ejército les ofrecía comida y una huida. Eran, la mayoría, fracasados, despojos de la sociedad, y para ellos todo el ejército era como un gran destacamento suicida.
Sin embargo eran la mejor infantería del mundo. No siempre lo habían sido y, sin los jefes adecuados, no lo volverían a ser. Harper sabía instintivamente que este ejército que se enfrentaba a los franceses en Badajoz era un instrumento extraordinario, mejor que ningún otro que el gran Napoleón pudiera formar. Harper sabía por qué. Porque había bastantes oficiales como Sharpe que confiaban en los fracasados. Empezaba desde más arriba, por supuesto, con el mismo Wellington a la cabeza, y descendía hasta los oficiales jóvenes y los sargentos. El truco era bien simple. Coge a un hombre que haya fracasado en todo, dale la última oportunidad, muéstrale confianza, condúcelo al éxito, y se creará una seguridad que lo llevará al siguiente éxito. Pronto creerán que son invencibles. Pero el truco continuaba siendo tener oficiales como Sharpe que seguían dando confianza. ¡Por supuesto, la compañía ligera lo echaba en falta! Él había esperado grandes cosas de ellos y confiaba en que ganarían. Tal vez el hombre nuevo aprendería un día el truco, pero hasta que lo hiciera, si lo hacía, los hombres echarían en falta a Sharpe.
«¡Caramba —pensó Harper—, hasta él les gusta! Y el muy tonto no se da cuenta.» Harper sacudió la cabeza y le ofreció la botella a Sharpe.
—A la salud de Irlanda, señor, y que muera Hakeswill.
—Beberé por eso. ¿Cómo va el cabrón?
—Un día lo mataré.
Sharpe dejó que se le escapara una risa sin gracia.
—Usted no lo hará. Lo haré yo.
—¿Cómo diablos es que aún sigue vivo?
Sharpe se encogió de hombros.
—Dice que no le pueden matar.
Hacía frío sobre la loma y Sharpe encogió los hombros bajo el capote.
—Y nunca da la espalda. Vigile la suya.
—Me van a salir ojos en el culo con ese cabrón por aquí.
—¿Qué piensa de él el capitán Rymer?
Harper hizo una pausa, le cogió la botella a Sharpe, bebió y se la devolvió.
—Sabe Dios. Yo creo que le tiene miedo, como la mayoría. —Se encogió de hombros—. El capitán no es mal tipo, pero no es que digamos un hombre seguro de sí mismo. —El sargento se sentía incómodo. No le gustaba ser crítico con un oficial delante de otro oficial—. Es joven.
—Ninguno de nosotros es todavía viejo. ¿Qué tal el nuevo alférez?
—¿Matthews? Un buen tipo, señor. Se pega al teniente Price como un hermano pequeño.
—¿Y el señor Price?
Harper se echó a reír.
—Nos alegra a todos, señor. Borracho como una cuba, pero sobrevivirá.
Empezó a llover, unas gotas menudas que les pinchaban la cara. Detrás de ellos, en la carretera de Sevilla, las cornetas llamaban a los batallones a las líneas nocturnas. Sharpe se levantó el cuello.
—Será mejor que volvamos. —Se quedó mirando a las figuritas con uniforme azul sobre los parapetos de la ciudad, a tres cuartos de milla—. Esos cabrones estarán calientes esta noche.
De repente pensó en Teresa y en Antonia en el interior de las murallas y miró la gran torre de la catedral, cuadrada y almenada. Resultaba raro pensar que estaban tan cerca de ella. Empezó a llover con más intensidad, y al dar media vuelta se volvió hacia el campamento británico provisional que cerca de allí se extendía por la llanura.
—¿Señor?
—Sí.
El sargento parecía turbado.
—El comandante Hogan se detuvo el otro día.
—¿Y pues?
—Nos habló de la señorita Teresa, señor.
Sharpe frunció el ceño.
—¿Qué les dijo de ella?
—Sólo, señor, que ella le había pedido a usted que la buscara en la ciudad. Por si los chicos se salen de sus casillas.
—Bueno, ¿y qué?
—Los hombres están ansiosos por ayudarle, lo están.
—¿Quiere decir que no cree que me las puedo arreglar solo?
Harper estuvo tentado de decirle a Sharpe que no fuera tan tonto, pero decidió que podría pasarse los estrechos límites entre el rango y la amistad. Suspiró.
—No, señor. Tan sólo es que están ansiosos por ayudarla. Se han encariñado con ella, señor, eso es todo. —Y con usted, podía haber añadido.
Sharpe sacudió la cabeza desagradecido. Teresa y Antonia eran problema suyo, no de la compañía, y no quería que una horda de hombres sonrientes fuera testigo de su emoción cuando viera por primera vez a su hija.
—Dígales que no hace falta.
Harper se encogió de hombros.
—Puede que intenten ayudarla igualmente.
—Pueden tener problemas para encontrarla en la ciudad.
El sargento sonrió burlón.
—No resultará difícil. Buscaremos la casa con dos naranjos, justo detrás de la catedral.
—Váyase al infierno, sargento.
—Le seguiré dondequiera que vaya, señor.
Unas horas después el ejército parecía un infierno, o una versión aguada del infierno. Los cielos se abrieron y un trueno resonó como el retumbar de los cañones sobre los tablones de madera. El fucilazo de un relámpago restalló, punzante sobre una tierra empapada por la lluvia descargada con fuerza por grandes nubarrones. Las voces humanas quedaban ahogadas por la fuerte lluvia, un aguacero impresionante y constante, en una oscuridad rota por los relámpagos que seguían a los truenos. Mil ochocientos hombres estaban en la cima de la loma, cavando la primera paralela, una trinchera con parapeto de medio kilómetro de largo que protegería a los sitiadores y a partir de la cual excavarían las primeras baterías de cañones. Los trabajadores estaban calados hasta los huesos, temblando, cansados por el peso tremendo del agua. Algunas veces se asomaban por entre el diluvio y miraban hacia la oscura ciudadela que se perfilaba completamente a la luz de los relámpagos.
El viento ondulaba la lluvia formando enormes curvas de guadaña; la dejaba suspendida en el aire y luego la golpeaba con más fuerza. El viento levantaba los capotes de campaña convirtiéndolos en formas fantásticas como murciélagos y metía el agua en regatos incontenibles hasta llenar la trinchera, rezumaba por encima de las botas de los hombres y les hundía el ánimo en la tierra fría y empapada que rendía cada palada con tanta desgana.
Cavaron durante toda la noche, y durante toda la noche estuvo lloviendo, y por la mañana seguía lloviendo y los artilleros franceses salieron de sus cálidos refugios para ver la cicatriz de tierra recién removida, que formaba una curva sobre la colina. Los artilleros abrieron fuego, estrellaron sus firmes disparos contra el otro lado del amplio foso, por encima del glacis, por encima del embalse y hacia el interior de la tierra húmeda del parapeto de la trinchera. Se detuvo el trabajo. La primera paralela era poco profunda para proporcionar protección y durante todo el día la lluvia fue desfigurando la trinchera y los cañones la fueron golpeando. La excavación se fue llenando de barro y lodo que habrían de sacar durante la noche.
Cavaron durante toda la noche. Seguía lloviendo, una lluvia como la del diluvio de Noé. Los uniformes se hacían el doble de pesados con el agua, las botas estaban empapadas en el limo pegajoso, y los hombros, con el roce, estaban en carne viva y sangrando a causa del esfuerzo de cavar la trinchera. Esa noche los artilleros franceses mantuvieron un fuego esporádico y hostigador que volvió escarlata el lodo hasta que la lluvia interminable diluyó la sangre. Pero lentamente, muy lentamente, las palas iban ahondando y el parapeto se hacía más alto.
El amanecer mostró una trinchera lo bastante profunda como para poder trabajar en ella de día. Los batallones exhaustos se marcharon en fila por entre la trinchera zigzagueante que llevaba a un sitio seguro en la parte posterior de la colina, y nuevos batallones ocuparon su sitio. Los del South Essex, sin mochilas ni armas, descendieron por el camino tortuoso hasta el lodo, los cañonazos y las palas.
Sharpe se quedó. Dos docenas de hombres estaban con él, la guardia de equipaje. Se hicieron burdos refugios con las mochilas apiladas, se pusieron en cuclillas con los mosquetes entre las rodillas, y se quedaron mirando un paisaje húmedo, gris y lluvioso. Sharpe oía los cañonazos franceses, amortiguados por la lluvia y la distancia, y odiaba no ver lo que estaba oyendo. Dejó a un sargento viejo encargado de la guardia y caminó por la trinchera recorriendo la ladera. Badajoz era una roca oscura en un mar de agua y barro. Las murallas estaban orladas con el humo de los cañones que abrían como lanzas las llamas que surgían a cada disparo. Los artilleros franceses concentraban el fuego hacia la izquierda de Sharpe, donde se estaban cavando las dos primeras baterías británicas. Un batallón entero estaba trabajando en los hoyos para los cañones. Los disparos azotaban los parapetos, destrozaban los gaviones de mimbre rellenos de tierra, y a veces abrían un camino sangriento entre los hombres. Los franceses incluso probaban con sus obuses cuyos cañones cortos y macizos vomitaban bombas hasta el cielo, de manera que la diminuta estela de humo de la mecha encendida desaparecía entre las nubes bajas antes de caer sobre la loma. La mayoría de las bombas simplemente caían y no explotaban, sus mechas se apagaban con el barro o la lluvia, pero algunas explotaban produciendo un humo negro y lanzando punzantes fragmentos de hierro. No causaban daño; quedaban demasiado lejos. Después de un rato los franceses detuvieron el fuego y guardaron los obuses para cuando se excavara la segunda paralela, más abajo de la loma y mucho más cerca de las murallas.
Sharpe caminó por la cima de la colina buscando al South Essex. Los encontró en el extremo norte de la paralela, donde la loma descendía hacia la llanura empapada junto al río de aguas turbias. Las baterías que se excavaran allí dispararían hacia arriba contra el castillo que parecía inmenso e inviolable sobre su colina rocosa. Sharpe también veía el fuerte de San Roque, la pequeña fortaleza que Hogan había mencionado, que defendía la presa que atravesaba el Rivillas. Si los británicos pudieran volar el dique, el estanque o pantano se vaciaría en la parte norte del río y el acercamiento a la brecha sería mucho más fácil. Pero hacer explotar el dique sería difícil. Parecía que no había más de cincuenta metros desde la muralla de la ciudad, pero estaba construido bajo el bastión de San Pedro, el único baluarte en el lado este.
En aquel preciso momento una figura saltó fuera de la trinchera que había frente a Sharpe. Era el sargento Hakeswill. Caminaba con paso majestuoso por el borde de la trinchera y maldecía a los hombres que estaban abajo.
—¡Cavad, cabrones! ¡Cerdos sifilíticos, cavad!
Se dio media vuelta después de dar algunos pasos para ver si alguien reaccionaba y vio a Sharpe. Se cuadró de pronto, su rostro se crispó.
—¡Señor, teniente, señor! ¿Viene a ayudar, señor? —Dejó escapar una risita irónica, y se volvió hacia la compañía ligera—. ¡Seguid, cerdas preñadas! ¡Cavad! —Se inclinaba hacia la trinchera, chillándoles, la baba se le caía de la boca.
El momento resultaba irresistible. Sharpe sabía que no debía hacerlo, sabía que se contradecía con la llamada dignidad de un oficial, pero Hakeswill se inclinaba junto a la trinchera gritando obscenidades, y Sharpe estaba detrás. En cuanto le vino la tentación, Sharpe actuó y empujó al sargento. Hakeswill hizo unos cuantos aspavientos con los brazos, perdió el equilibrio, chilló y se desplomó en el barro que había en el fondo de la trinchera. La compañía ligera vitoreó. El sargento miró a Sharpe hecho un basilisco y se puso de pie.
Sharpe le tendió una mano.
—Disculpe, sargento. He resbalado.
Sabía que había sido una chiquillada imprudente, pero era un pequeño gesto que les indicaba a los hombres que todavía estaba de su lado. Siguió caminando, dejó a Hakeswill crispado y vio cerca al capitán Rymer que escalaba la trinchera para encontrarse con él.
Sí Rymer había visto el incidente no lo comentó; hizo un gesto cortés con la cabeza y dijo:
—Un día asqueroso.
Sharpe sintió el habitual azoramiento que le entraba al enfrentarse a las conversaciones triviales. Hizo un gesto señalando a los hombres que estaban en la trinchera.
—El cavar los mantiene calientes. —De repente se dio cuenta de que parecía que le dijera a Rymer que cogiera una pala y buscó en su cabeza una frase para corregir esa impresión—. Una de las ventajas de tener cierto rango, ¿eh? —No era capaz de llamar a Rymer capitán o señor. Parecía que Rymer no se diera cuenta.
—Odian cavar.
—¿Usted no?
El capitán Rymer no se había parado a pensarlo. El haber nacido entre los Rymer de Waltham Cross no le incitaba a uno a pensar en las labores manuales. Era un hombre bien parecido, de cabello rubio, de unos veinticinco años, absolutamente nervioso con Sharpe. Rymer no era responsable de la situación, tampoco era de su agrado y estaba aterrorizado pensando en el momento (que el coronel dijo que iba a llegar) en que Sharpe sería devuelto a la compañía como teniente. El coronel le había dicho a Rymer que no se preocupara.
—Aún no pasará. Tendrá tiempo de asentarse, hacerse con el cargo. Pero tal vez lo quiera en la lucha, ¿eh?
Rymer no estaba ansioso de que llegara ese momento.
Levantó la vista hacia el alto fusilero con cicatrices y respiró hondo.
—¿Sharpe?
—¿Capitán? —Tarde o temprano tendría que pronunciar la palabra, aunque le doliera mucho.
—Quería decirle que…
Lo que fuera habría de esperar. Una bala francesa se precipitó contra el suelo cerca de ellos, levantó el barro, haciendo espuma, y luego vino una segunda y una tercera. Rymer abrió la boca sorprendido, se quedó inmóvil. Sharpe lo agarró por el codo y lo empujó hacia la trinchera. Él le siguió, saltó la altura de cinco pies y resbaló en el suelo de la trinchera.
El aire se llenó con el retumbar de las balas de cañón, los hombres dejaron de excavar y se miraron los unos a los otros como si alguno de ellos pudiera saber el porqué de esos repentinos cañonazos. Sharpe se asomó por el parapeto y vio a los piquetes armados que corrían en busca de protección. Parecía que todo cañón en la muralla este de Badajoz, desde lo alto del castillo, pasando por el bastión de San Pedro, hasta Trinidad en el rincón sudeste, estuviera disparando a un centenar de metros de la paralela norte.
Rymer se quedó junto a él.
—¿Qué pasa?
Un piquete saltó por encima de ellos maldiciendo al enemigo. Sharpe miró a Rymer.
—¿Tienen armas?
—¡No! Ordené que las dejaran.
—Debe haber una compañía por aquí.
Rymer asintió con la cabeza y señaló a la derecha.
—La compañía de granaderos. Están armados. ¿Por qué?
Sharpe le señaló a pesar de la oscuridad y de la lluvia las sombras al pie de la fortaleza. Desde el fuerte que protegía el dique del Rivillas se acercaban líneas de hombres; formaban filas azules que marchaban y se entremezclaban con las sombras de manera que costaba verlos. Rymer sacudió la cabeza.
—¿Qué es eso?
—¡Los malditos franceses!
Se acercaban en masa, marchaban para atacar y destruir la paralela, y de repente se hicieron visibles porque sacaron las bayonetas y los filos de acero brillaron entre la lluvia sesgada.
Todos los artilleros franceses, con miedo a darles a sus propios hombres, detuvieron el fuego. Sonó una corneta y al oír sus notas los cientos de bayonetas de acero se colocaron en posición de ataque y los franceses lanzaron gritos y cargaron.