CAPÍTULO 11

Justo al amanecer, Sharpe y Hogan comprobaron que sus temores se habían confirmado. Varios centenares de soldados franceses habían cruzado Ponte Nova, la ordenança ya no era más que un montón de muertos en un pueblo saqueado y enérgicas cuadrillas de trabajo estaban reconstruyendo la pasarela que salvaba las blancas aguas del Cavado. Disparos esporádicos de mosquete resonaban en el largo y ventoso desfiladero: los campesinos portugueses, atraídos por el asediado ejército como los cuervos por la carne, disparaban a larga distancia. Sharpe vio a un centenar de voltigeurs subiendo en formación abierta por una colina para expulsar a una banda de valientes que se habían atrevido a acercarse a unos doscientos pasos de la inmovilizada columna. Hubo ráfagas de disparos, la avanzadilla de franceses peinó la colina y después regresaron a la atestada carretera. No había ninguna señal de ninguna persecución por parte de los ingleses, pero Hogan supuso que el ejército de Wellesley estaba aún a un día de marcha por detrás de los franceses.

—No habrá seguido directamente a los franceses —explicó—, no cruzará la Serra de Santa Catalina como hicieron ellos. En cuanto a nosotros… —Bajó la mirada al puente recién tomado—. Mejor que nos demos prisa en llegar a El Saltador —dijo con gravedad—, porque es nuestra última oportunidad.

A Sharpe le parecía que no les quedaba ninguna oportunidad. Más de veinte mil fugitivos franceses oscurecían el valle que quedaba a sus pies y Christopher estaba perdido en alguna parte de aquella masa. ¿Cómo iba Sharpe a encontrar a aquel renegado? No lo sabía. Pero se puso su raído gabán, cogió su rifle y siguió a Hogan, a quien veía igual de pesimista. En cambio, Harper se mostraba extrañamente animado, a pesar incluso de que debían vadear un afluente del Cavado cuyo caudal les llegaba a la cintura, que corría entre las empinadas paredes de un profundo desfiladero y desembocaba en el río más grande. La mula de Hogan se resistía a entrar en las raudas y frías aguas y el capitán propuso abandonarla, pero entonces Jabalí golpeó con fuerza el hocico de la bestia y, mientras ésta aún parpadeaba, tiró de ella y la obligó a cruzar el ancho caudal. Los fusileros aplaudieron aquella demostración de fuerza, mientras que la mula, ya a salvo en la orilla opuesta, intentó morder con sus dientes amarillos al cabrero, que simplemente le dio otro golpe.

—Un tipo práctico —dijo Harper en tono de aprobación. El gran sargento irlandés estaba empapado hasta los huesos y tan cansado como cualquiera de los hombres, pero parecía disfrutar de las penurias—. No es peor que volver a casa en manada —afirmó mientras avanzaban con dificultad—. Recuerdo que una vez mi tío tuvo un rebaño de corderos, carne de primera en su mayoría; lo estaba llevando a pie hasta Belfast, y ¡la mitad de aquellos bichos salieron corriendo como cabrones cuando aún no habíamos llegado a Letterkenny! Jesús, todo aquel dinero tirado a la letrina.

—¿Los reunieron otra vez? —preguntó Perkins.

—¿Bromea, muchacho? Me pasé media noche buscando y lo único que conseguí fue que el cabrón de mi tío me diera un tirón de orejas. Fíjese, la culpa era suya, que antes nunca había sido pastor más que con algún conejo y no distinguía la cabeza de una oveja de la cola, pero le habían dicho que en Belfast pagaban bien el cordero, así que le robó el rebaño a un tacaño de Colcarney y salió a hacerse con una fortuna.

—¿Hay lobos en Irlanda? —quiso saber Vicente.

—Sí, con casacas rojas —dijo Harper, y vio el ceño fruncido de Sharpe—. El que ahora es mi abuelo —continuó enseguida— decía haber visto unos cuantos en Derrynagrial. Eran grandes, decía, y con los ojos rojos y los dientes como lápidas, y le contó a mi abuela que le habían perseguido todo el camino desde el puente de Glenleheel, pero era un borracho. Jesús, le rezumaba la bebida por los poros.

Jabalí quiso saber de qué estaban hablando, y enseguida se puso a contar sus propias historias sobre los lobos que atacaban a sus ovejas y sobre cómo se había enfrentado a uno armado sólo con palo y una piedra afilada. Después explicó que había criado un lobezno y que el sacerdote del pueblo había insistido en matarlo porque decía que el demonio vivía dentro de los lobos, y el sargento Macedo dijo que eso era cierto y contó que en Almeida un centinela había sido devorado por lobos una fría noche de invierno.

—¿Hay lobos en Inglaterra? —le preguntó Vicente a Sharpe.

—Sólo los abogados.

—¡Richard! —le reprendió Hogan.

Ahora se dirigían hacia el norte. La carretera de Ponte Nova a la frontera española que seguirían los franceses serpenteaba entre las colinas hasta desembocar en otro afluente del Cavado, el Misarella, y el puente de El Saltador cruzaba el tramo superior de ese río. Sharpe hubiera preferido bajar a la carretera y marchar delante de los franceses, pero Hogan no quiso ni oír hablar de eso. El enemigo, dijo, enviaría a sus dragones a la otra orilla del Cavado en cuanto el puente estuviese reparado y la carretera no era lugar para ser sorprendido por jinetes, así que se mantuvieron en terreno elevado, que cada vez se volvía más abrupto, rocoso y difícil. Su avance era penosamente lento, porque se veían obligados a hacer grandes desvíos cuando los precipicios y las laderas pedregosas les cortaban el camino, y por cada kilómetro que avanzaban tenían que caminar tres. Sharpe sabía que ahora los franceses estaban caminando valle arriba y ganando velocidad, pues jalonaban su avance desperdigados tiros de mosquete hechos desde las montañas cercanas al desfiladero del Misarella. Aquellos disparos, hechos a demasiada distancia por hombres a los que movía el odio, sonaron cada vez más cerca, hasta que, a media mañana, tuvieron a los franceses a la vista.

A la cabeza iban unos cien dragones, pero detrás de ellos, no muy lejos, estaba la infantería, y aquellos hombres no eran una multitud asustada, sino que marchaban en buen orden. En cuanto los vio, Jabalí empezó a farfullar incoherencias, agarró de su saco un puñado de pólvora, del que derramó la mitad mientras intentaba verterlo en el cañón de su mosquete. Metió una bala, atacó su mosquete y disparó hacia el valle. No parecía que hubiese acertado a ningún enemigo, pero avanzó un poco lleno de alegría y después volvió a cargar el mosquete.

—Tenía usted razón, Richard —dijo Hogan con pesar—: deberíamos haber seguido por la carretera. —Ahora los franceses estaban adelantándolos.

—La razón la tenía usted, señor —dijo Sharpe—. Habríamos tenido a tipos como éste —movió la cabeza para señalar a Jabalí— disparándonos toda la mañana.

—Puede ser —admitió Hogan. Se acomodó sobre el lomo de la mula y bajó de nuevo la vista hacia los franceses—. Recemos porque hayan volado El Saltador —dijo, pero no parecía esperanzado.

Tenían que descender por una depresión de las montañas y volver a subir a otra cima redondeada y sembrada de inmensos cantos rodados. Perdieron de vista las rápidas aguas del Misarella y a los franceses que estaban en la carretera junto a aquél, pero todavía podían oír las ocasionales descargas de mosquete que indicaban que los partisanos disparaban hacia el valle.

—Quiera Dios que los portugueses hayan llegado al puente —dijo Hogan por enésima vez desde el alba. Si todo hubiera ido bien, las fuerzas portuguesas estarían avanzando hacia el norte en paralelo con el ejército de sir Arthur Wellesley, que habría bloqueado a los franceses en Ruivaens, cortando así la última carretera hacia el este en dirección a España, para enviar después una brigada por las colinas que taponara la ruta de huida final en El Saltador. Si todo hubiera ido bien, ahora los portugueses estarían obstruyendo la carretera de montaña con cañones e infantería, pero el mal tiempo había entorpecido su marcha igual que había ralentizado la persecución de Wellesley, y los únicos hombres que esperaban al mariscal Soult en El Saltador eran más ordenanças.

Había allí un millar de ellos, mal entrenados y peor armados, pero un comandante inglés del ejército portugués se había adelantado para avisarles. Su principal recomendación había sido la de destruir el puente, pero muchos de los ordenanças provenían de las ásperas montañas fronterizas y el inestable arco que cruzaba el Misarella era la espina dorsal de su comercio, así que se negaron a seguir el consejo del comandante Warren. En lugar de destruir el puente, acordaron derribar los pretiles y estrechar la calzada rompiendo las piedras laterales con grandes mazos, pero insistieron en mantener una delgada franja de piedra para salvar el profundo precipicio; y para defender aquel angosto arco, levantaron una barricada en el lado norte del puente amontonando arbustos de espino, y detrás de aquel formidable obstáculo, formaron a ambos lados unos terraplenes en los que podrían refugiarse mientras disparaban a los franceses con sus antiguos mosquetes y sus armas de caza. No contaban con artillería.

La parte del puente que se mantuvo intacta tenía el ancho justo para que el carro de un granjero cruzara el barranco del río. Eso implicaba que, una vez que los franceses se hubieran ido, podría reanudarse el comercio del valle mientras se reconstruían la calzada y los pretiles. Pero para los franceses, aquella estrecha franja de calzada sólo significaría una cosa: seguridad.

Hogan fue el primero en ver que el puente no estaba destruido del todo. Saltó de la mula y maldijo brutalmente, después le tendió a Sharpe su catalejo y Sharpe lo dirigió hacia los restos del puente. El humo de los mosquetes ya se elevaba desde ambas orillas: los dragones de la vanguardia francesa disparaban por encima de la garganta y los ordenanças devolvían los disparos desde sus reductos improvisados.

—Van a cruzar —dijo Hogan apesadumbrado—. Perderán muchísimos hombres, pero despejarán ese puente.

Sharpe no contestó. Hogan tenía razón, pensó. En ese momento los franceses no estaban esforzándose por tomar el puente, pero sin duda estaban reuniendo un grupo de asalto, y eso quería decir que tendría que encontrar un lugar desde el que sus fusileros pudiesen disparar a Christopher cuando éste cruzara el angosto arco de piedra. A ese lado del río no había ningún sitio, pero en la orilla opuesta del Misarella había un alto precipicio de piedra donde se habían apostado unos cien ordenanças. El precipicio debía de estar a menos de doscientos pasos del puente; era demasiada distancia para los mosquetes portugueses, pero sería una posición aventajada para sus rifles, y si Christopher llegaba a la mitad del puente, sería recibido con una docena de balas.

El problema estaba en llegar al precipicio. No quedaba demasiado lejos, quizás a un kilómetro de distancia, pero entre Sharpe y aquella tentadora elevación estaba el Misarella.

—Tenemos que cruzar ese río —dijo Sharpe.

—¿Y cuánto tardaremos? —preguntó Hogan.

—Lo que haga falta —dijo Sharpe—. No tenemos elección.

El fuego de mosquetes aumentó su intensidad, crepitando como un espino en llamas y desvaneciéndose después para de nuevo volver a la vida entre estallidos. Los dragones iban llenando la orilla sur para ahogar a los defensores con sus disparos, pero Sharpe no podía hacer nada para ayudar.

Así que, de momento, se alejó.

En el valle del Cavado, a unos veinte kilómetros de la avanzadilla que se enfrentaba a la ordenança sobre la garganta del Misarella, las primeras tropas inglesas se encontraron con la retaguardia de Soult, que protegía a los hombres y mujeres que aún estaban cruzando Ponte Nova. Las tropas inglesas eran dragones ligeros, y poco más podían hacer aparte de intercambiar fuego de carabina con las tropas francesas que se habían desplegado a ambos lados de la carretera para cubrir el valle entre el río y los barrancos del sur. Sin embargo, no muy por detrás de los dragones, marchaba la Brigada de Guardias, y tras ellos había un par de cañones de tres libras, armas que disparaban unos proyectiles tan ligeros que eran tenidos por juguetes, pero aquel día, cuando nadie más podía desplegar su artillería, aquellos dos juguetes valían su peso en oro.

La retaguardia francesa esperaba, mientras, veinte kilómetros por delante, la vanguardia se preparaba para atacar El Saltador. Dos batallones de infantería asaltarían el puente, pero estaba claro que acabarían convertidos en picadillo si no acababan con la densa barrera de espinos del extremo más alejado del puente. La barricada tenía un metro y medio de alto y la misma anchura, y estaba hecha con dos docenas de arbustos espinosos que habían sido atados y reforzados con troncos, lo que los convertía en un formidable obstáculo, así que se propuso la formación de un destacamento de asalto. El destacamento de asalto era una compañía de hombres destinada a morir, pero que al hacerlo despejarían el camino a sus camaradas. Lo normal era que estas bandas suicidas se desplegaran contra brechas fuertemente protegidas en las fortalezas enemigas, pero ésta debía cruzar los estrechos restos de un puente y morir bajo el azote del fuego de los mosquetes para, mientras morían, despejar la barricada de espinos.

El mayor Dulong de la 31.ª Léger, con la nueva medalla de la Legión de Honor brillando en su pecho, se presentó voluntario para dirigir el destacamento de asalto. Esta vez no podría aprovechar la oscuridad, y el enemigo era, con diferencia, mucho más numeroso; sin embargo, su duro semblante no revelaba temor mientras se ponía un par de guantes y se enroscaba las cuerdas de su sable alrededor de la muñeca para no perder el arma en el caos que preveía cuando empujaran a un lado aquellos espinos. El general Loison, que comandaba la vanguardia francesa, ordenó que todos los hombres disponibles en esa orilla del río sofocaran a la ordenança con fuego de mosquetes, carabinas e incluso pistolas; cuando el ruido alcanzó una intensidad ensordecedora, Dulong levantó su sable y lo esgrimió hacia delante como señal de avance.

La compañía de asalto de su propio regimiento corrió a través del puente. Por el angosto paso de piedra sólo había espacio para que marchara una columna de tres en fondo, y Dulong estaba en la primera fila. Los ordenanças bramaban sus desafíos y dispararon una andanada de tiros desde el terraplén más cercano. Dulong fue alcanzado en el pecho, oyó que la bala golpeaba su nueva medalla y después el inconfundible chasquido de una costilla al romperse, y dedujo que la bala debía de estar en el pulmón, pero no sintió dolor. Intentó gritar, pero no tenía fuerza suficiente; sin embargo, empezó a arrastrar los espinos con sus manos enguantadas. Llegaron más hombres, apiñándose en la delgada calzada del puente. Uno resbaló y cayó dando alaridos al blanco tumulto del Misarella. Aunque las balas hacían mella en el destacamento de asalto y el aire no era más que humo y ruido de disparos y silbidos de balas, Dulong consiguió arrojar toda una sección de la barricada al río y quedó un espacio suficiente para dejar pasar a un hombre y lo bastante grande como para salvar a un ejército acorralado, así que lo atravesó tambaleándose, alzando el sable y escupiendo burbujas de sangre mientras respiraba trabajosamente. Un grito impresionante se oyó detrás de él cuando el primero de los batallones de apoyo corrió hacia el puente con las bayonetas caladas. Los hombres de Dulong que habían sobrevivido acabaron de apartar los restos de la espinosa barricada, una docena de voltigeurs muertos fueron arrojados de la calzada a patadas y sin ceremonias a la profunda garganta. De pronto El Saltador hervía de tropas francesas. Al llegar lanzaban su grito de guerra; los ordenanças, muchos de los cuales aún estaban recargando tras haber intentado detener el destacamento de asalto de Dulong, huían. Cientos de hombres corrían hacia el oeste, subiendo por las colinas para escapar de las bayonetas. Dulong se detuvo junto al terraplén abandonado más cercano y allí se desplomó, con el sable colgando de los cordones atados a la muñeca y un largo reguero de sangre mezclada con saliva goteándole de la boca. Cerró los ojos e intentó rezar.

—¡Una camilla! —gritó un sargento—. Preparen una camilla. ¡Busquen a un médico!

Dos batallones franceses expulsaban a la ordenança del puente. Unos cuantos portugueses permanecían aún sobre un alto precipicio de piedra a la izquierda de la carretera, pero estaban demasiado lejos como para que el fuego de sus mosquetes fuese algo más que una molestia, así que los franceses dejaron que se quedaran allí y vieran cómo escapaba un ejército.

Porque el mayor Dulong había abierto a la fuerza el último resorte de la trampa y ahora la carretera hacia el norte estaba despejada.

En lo alto del áspero terreno al sur del Misarella, Sharpe oyó las furiosas descargas de mosquete y supo que los franceses estarían asaltando el puente, así que rezó porque los ordenanças los contuvieran, aunque sabía que iban a fracasar. Eran soldados aficionados, mientras que los franceses eran profesionales; incluso si muriesen sus hombres, los franceses cruzarían el Misarella y, una vez que las primeras tropas lo hubiesen conseguido, seguramente el resto de su ejército las seguiría.

Así que tenía poco tiempo para cruzar el río que se revolvía blanco en su honda garganta rocosa. Sharpe tuvo que recorrer más de un kilómetro corriente arriba antes de encontrar un lugar donde podrían sortear las empinadas pendientes y el caudal crecido por las lluvias. Habría que abandonar la mula, pues la garganta era tan escarpada que ni siquiera Jabalí podría obligar a la bestia a bajar la pared de la garganta y cruzar el rápido caudal. Sharpe ordenó a sus hombres que soltaran las correas de sus rifles y mosquetes y que los engancharan o los ataran para formar una cuerda larga. Jabalí, sin hacer uso de semejante ayuda, cruzó el río y empezó a subir por el otro lado, pero Sharpe temía que alguno de sus hombres se rompiera una pierna en aquellas colinas, lo que significaría perderlo, así que fue más despacio. Los hombres bajaron con cuidado, usando la cuerda como asidero, y después se pasaron las armas. El río apenas tenía una decena de pasos de anchura, pero era profundo, y su agua fría tiraba con fuerza de las piernas de Sharpe, que encabezaba el avance. Las rocas del fondo eran resbaladizas e inestables. Tongue tropezó y fue arrastrado unos metros corriente abajo antes de que pudiera reptar hasta la orilla.

—Lo siento, señor —consiguió decir mientras le castañeaban los dientes. El agua caía a chorro de su cartuchera. Tardaron cerca de cuarenta minutos en cruzar todos la garganta y subir por el otro lado, donde, desde el pico de una roca, Sharpe podía divisar las nubladas colinas de España.

Giraron hacia el este, en dirección al puente, justo cuando empezaba a llover otra vez. Durante toda la mañana les habían rondado oscuros aguaceros, pero ahora uno empezó a descargar justo encima de ellos y muy pronto el estallido de un trueno rugió en el cielo. Frente a ellos, lejos, hacia el sur, un retazo de luz del sol iluminaba las pálidas colinas, pero sobre Sharpe el cielo se oscurecía y la lluvia arreciaba, y él sabía que tendrían dificultades para disparar los rifles con tan abundante aguacero. No dijo nada. Todos tenían frío y estaban desanimados, los franceses escapaban y Christopher podía estar ya cruzando el Misarella de camino a España.

A su izquierda, la descuidada carretera remontaba en zigzag las últimas colinas portuguesas, y pudieron ver a dragones y soldados de infantería avanzando trabajosamente por los tortuosos recodos del camino, pero aquellos hombres estaban a un kilómetro de distancia y tenían el precipicio rocoso justo delante. Jabalí ya estaba en la cima y advirtió a los ordenanças que quedaban esperando entre helechos y peñas que los hombres uniformados que se acercaban eran amigos. Los portugueses, cuyos mosquetes eran inservibles bajo la fuerte lluvia, se veían limitados a lanzar piedras, que caían rebotando por la cara este del precipicio y no eran más que una molestia menor para la corriente de franceses que cruzaba el Misarella por aquella delgada cinta.

Sharpe apartó con un gruñido al ordenança que quería darle la bienvenida y se tiró boca abajo al borde del precipicio. La lluvia golpeaba las piedras, corría por la pared de roca y tamborileaba en su chacó. El estrépito de un trueno sonó sobre sus cabezas y otro le devolvió el eco desde el suroeste; en el segundo estallido, Sharpe reconoció el ruido de unos cañones. Eran cañonazos y eso significaba que el ejército de sir Arthur Wellesley se había encontrado con los franceses y su artillería había abierto fuego, pero aquel combate estaba a kilómetros de distancia, más allá de Ponte Nova, y aquí, en el obstáculo final, los franceses estaban escapando.

Hogan, jadeante por el esfuerzo de subir el risco, se dejó caer junto a Sharpe. Estaban tan cerca del puente que podían distinguirse los bigotes en los rostros de los soldados de infantería franceses y hasta las rayas del estampado negro y marrón de la larga falda de una mujer. Caminaba junto a su hombre, que cargaba con un mosquete y un niño, y llevaba un perro atado al cinturón con un trozo de cuerda. Detrás de ellos un oficial tiraba de un caballo renqueante.

—¿Acaso eso que estoy oyendo son cañones? —preguntó Hogan.

—Sí, señor.

—Deben de ser los de tres libras —intuyó Hogan—. Aquí podríamos conseguirlo con un par de esos juguetes.

Pero no tenían ninguno. Sólo estaban Sharpe, Vicente y sus hombres. Y un ejército que escapaba.

En Ponte Nova los artilleros habían arrastrado sus dos cañones de juguete hasta la cima de un promontorio desde donde dominaban a toda la retaguardia francesa. Aquí no llovía. Caían ráfagas esporádicas de disparos desde la montaña, pero los mosquetes aún podían disparar, de modo que la Brigada de Guardias cargó sus armas, caló bayonetas y formó para avanzar en columnas por compañías.

Los cañones, los menospreciados cañones de tres libras, abrieron fuego contra los franceses y las pequeñas balas, poco más grandes que naranjas, atravesaban las apretadas filas y rebotaban en la roca para matar más franceses. La banda de guardias de Coldstream empezó a tocar «Rule Britannia» y las grandes banderas ondearon en el aire húmedo, mientras se disparaban más balas de tres libras y cada disparo dejaba en el aire largas salpicaduras de sangre como si un cuchillo enorme e invisible estuviese abriendo tajos en las filas francesas. Las dos compañías ligeras de guardias y una compañía del 60.º de casacas verdes, los Reales Fusileros Americanos, avanzaban entre un revoltijo de rocas y muros bajos de piedra sobre el flanco izquierdo de los franceses. Los mosquetes y los rifles Baker empezaron a cobrarse víctimas entre los oficiales y sargentos franceses. Unos soldados franceses, hombres de la afamada 4.ª Léger, regimiento escogido por Soult para proteger su retaguardia porque la 4.ª era conocida por su firmeza, se lanzaron a la carrera para rechazar a la infantería ligera inglesa, pero había demasiados rifles contra ellos. Nunca antes se habían enfrentado al fuego certero a tan corta distancia, y los voltigeurs acabaron retirándose.

—¡Adelante, Campbell, adelante! —ordenó sir Arthur Wellesley al comandante de brigada, así que el primer batallón de guardias de Coldstream y el primer batallón del 3.º de infantería marcharon hacia el puente. Sus altos chacós les hacían parecer enormes. Los tamborileros de la banda tocaban con todas sus fuerzas, los rifles disparaban y los dos cañones de tres libras retrocedían con sus cureñas al disparar. Los cañones abrieron dos surcos sangrientos a través de las largas hileras de franceses.

—Van a desmoronarse —dijo el coronel Waters. Llevaba todo el día sirviendo de guía a sir Arthur y ahora observaba a la retaguardia francesa por su catalejo. Podía ver que flaqueaban, que los sargentos recorrían las tropas para mantener a los hombres en las filas—. Van a desmoronarse, señor.

—Rece porque sea así —dijo sir Arthur—, rece. —Y se preguntó qué estaría sucediendo más allá, si la ruta de huida de los franceses habría sido bloqueada. Él ya tenía su victoria, pero ¿sería completa?

Los dos batallones de guardias, ambos con el doble de tamaño de un batallón ordinario, marchaban imperturbables y sus bayonetas eran dos mil manchas de luz en el valle oscurecido por las nubes, con sus banderas rojas, blancas, azules y doradas flameando sobre ellos. Enfrente, los franceses se venían abajo, los cañones volvían a disparar y una neblina de sangre se elevaba en dos largas hileras para mostrar dónde habían abierto sus surcos los cañonazos.

Y sir Arthur Wellesley ni siquiera miraba a los guardias. Miraba hacia arriba, a lo alto de las colinas, donde un gran aguacero negro emborronaba su perfil.

—Quiera Dios —dijo con fervor— que esa carretera esté cortada.

—Amén —dijo el coronel Waters—, amén.

La carretera no estaba cortada, dado que una colgante franja de piedra salvaba el Misarella y una fila de franceses, en apariencia interminable, cruzaba el arco para seguir su camino. Sharpe los observaba: caminaban como hombres derrotados, cansados y abatidos, y él veía en sus caras que se sentían molestos con los oficiales zapadores, que les hacían cruzar el puente a toda prisa. En abril, esos hombres eran los conquistadores del norte de Portugal y creían que estaban a un paso de marchar hacia el sur para tomar Lisboa. Habían expoliado todo el territorio al norte del Duero: habían saqueado casas e iglesias, violado a las mujeres y matado a los hombres, y se habían pavoneado como gallos en un estercolero; pero ahora que habían sido rechazados, derrotados y perseguidos, el distante sonido de los dos cañones les anunciaba que su calvario aún no había concluido. Por encima de ellos, sobre las cumbres rocosas de las colinas, podían ver docenas de hombres implacables que sólo esperaban a algún rezagado para afilar sus cuchillos y prender fuego. Todos los franceses del ejército habían oído historias sobre cadáveres horriblemente mutilados encontrados en las tierras altas.

Sharpe los estaba observando. De vez en cuando el arco del puente se despejaba para que un obstinado caballo cruzara a la fuerza el angosto paso. Los jinetes recibían órdenes apremiantes de desmontar y dos húsares se encargaban de vendarles los ojos a los caballos y de guiarlos por aquellas ruinas de piedra. La lluvia amainó y poco después volvió a arreciar. Oscurecía, anochecía de forma insólita por las nubes negras y las cortinas de lluvia. Un general, con el uniforme lastrado por la empapada pasamanería, cruzó el puente detrás de su cegado caballo. El agua bullía blanca por debajo de él, golpeando las rocas de la garganta, formando remolinos, descendiendo espumeante hacia el Cavado. El general se alejó rápidamente del puente y tuvo problemas para volver a montar su caballo. Unos ordenanças se burlaron de él y le lanzaron una andanada de piedras, pero los proyectiles simplemente rebotaron en las pendientes inferiores del precipicio y rodaron inofensivos hacia la carretera.

Hogan estaba observando con su catalejo a los franceses que se apelotonaban junto al puente; tenía que retirar el agua del aparato constantemente.

—¿Dónde está usted, señor Christopher? —preguntó con rencor.

—Quizás el muy cabrón esté más adelantado —dijo Harper inexpresivo—. Si yo fuera él, iría a la cabeza. Lo que él quiere es huir.

—Puede ser —reconoció Sharpe—, puede ser. —Pensó que probablemente Harper tenía razón y que Christopher podía estar ya en España con la vanguardia francesa, pero no había manera de averiguarlo.

—Vigilaremos hasta que caiga la noche, Richard —sugirió Hogan con una voz monocorde que no logró esconder su decepción.

Sharpe podía ver que en un kilómetro y medio la carretera estaba atestada, mientras hombres, mujeres, caballos y mulas avanzaban con dificultad hacia el cuello de botella de El Saltador. Cruzaron el puente dos camillas y la visión de los heridos provocó gritos de triunfo entre los ordenanças del precipicio. Otro hombre, éste con la pierna rota, caminaba renqueando con una muleta improvisada. Se moría de dolor, pero era mejor tener las manos llenas de ampollas y la pierna sangrando que quedarse atrás y ser capturado por los partisanos. Su muleta resbaló sobre las piedras del puente y él se desplomó pesadamente, provocando otra ráfaga de insultos entre la ordenança. Un soldado de infantería francés apuntó con su mosquete a los portugueses burlones, pero cuando apretó el gatillo la chispa cayó sobre pólvora mojada y no pasó nada, excepto que las burlas se intensificaron.

Y entonces Sharpe lo vio. Vio a Christopher. Mejor dicho, primero vio a Kate, reconoció el óvalo de su rostro, el contraste entre su pálida piel y su cabello negro azabache, su belleza, que destacaba incluso en el oscuro y húmedo infierno de aquel anochecer prematuro, y vio, para su sorpresa, que vestía un uniforme francés que le pareció extraño, aunque enseguida vio también a Christopher y a Williamson junto a su caballo. El coronel llevaba ropas de civil e intentaba abrirse camino a codazos, empujones y golpes a través de la muchedumbre para poder cruzar el puente y saberse así a salvo de sus perseguidores. Sharpe cogió el catalejo de Hogan, secó el agua de la lente y miró. Christopher, pensó, parecía mayor, casi viejo por algo gris que rodeaba su rostro. Movió la lente hacia la derecha y encontró el rostro huraño de Williamson; sintió una oleada de auténtica ira.

—¿Es que lo ha visto? —preguntó Hogan.

—Ahí está —dijo Sharpe, y bajó el catalejo. Sacó su rifle de la nueva funda de cuero. y apoyó el cañón sobre una roca del borde del precipicio.

—Es él, sí que lo es. —Harper había visto a Christopher.

—¿Dónde? —quiso saber Hogan.

—A unos veinte metros del puente, señor —dijo Harper—, junto al caballo. Y la que va montada en el caballo es la señorita Kate. Y, ¡Jesús! —Harper había visto a Williamson—. ¿No es ése…?

—Sí —dijo Sharpe cortante, y sintió la tentación de apuntar el rifle hacia el desertor en vez de hacia Christopher.

Hogan miraba por su catalejo.

—Una chica de buen ver —dijo.

—Hace que el corazón se le acelere a uno, es cierto —dijo Harper.

Sharpe mantenía tapado el percutor del rifle con la esperanza de mantener seca la pólvora, y ahora arrancó la tira de lienzo, amartilló el arma y apuntó a Christopher, pero justo en ese momento los cielos se estremecieron con un trueno y la lluvia, que ya caía con bastante fuerza, se recrudeció. Caía torrencial y Sharpe soltaba maldiciones. ¡Ahora ni siquiera veía a Christopher! Levantó el rifle y forzó la vista a través del aire borroso lleno de chorros plateados, un aguacero, un diluvio para hacer que un hombre construyera un arca. ¡Jesús! ¡No podía ver nada! Justo en ese momento un relámpago surcó el cielo, mientras la lluvia repiqueteaba como las pezuñas del diablo; Sharpe apuntó el cañón hacia los cielos y apretó el gatillo. Sabía lo que iba a suceder, y eso fue lo que sucedió. La chispa se apagó y el rifle quedó inservible, así que lo tiró, se puso en pie y desenvainó su espada.

—¿Qué demonios va a hacer usted? —preguntó Hogan.

—Voy a recuperar mi maldito catalejo —dijo Sharpe.

Y se fue hacia los franceses.

La 4.ª Léger, con fama de ser una de las mejores unidades de infantería del ejército de Soult, se dispersó, y con ella los dos regimientos de caballería. Los tres regimientos estaban bien desplegados, dominando un suave promontorio que se elevaba en diagonal a la carretera conforme ésta se aproximaba a Ponte Nova, pero la visión de la Brigada de Guardias, el azote constante de las balas de rifle y los inquietantes disparos de los dos cañones de tres libras habían acabado con la retaguardia francesa. Su misión había sido detener la persecución inglesa, retirarse después lentamente y destruir el puente reconstruido de Ponte Nova tras su marcha, pero en vez de ello salieron corriendo.

Dos mil hombres y mil cuatrocientos caballos convergían en la improvisada pasarela que cruzaba el Cavado. Ninguno intentaba luchar. Se daban la vuelta y huían, y la oscura masa que formaban era empujada contra la orilla del río por los guardias que venían detrás.

—¡Muevan los cañones! —Sir Arthur espoleó su caballo hacia los artilleros, cuyas armas habían chamuscado dos amplias franjas de hierba delante de los cañones—. ¡Muévanlos! —gritó—. ¡Muévanlos! ¡Apúntenlos hacia ellos! —Empezaba a llover con más fuerza, el cielo se oscurecía y los rayos caían sobre las colinas del norte.

Acercaron los cañones unos cien metros al puente y luego los subieron por la ladera norte del valle hasta una pequeña terraza desde la que podían hacer caer sus balas sobre la aglomeración de franceses. La lluvia siseaba y se convertía en vapor sobre los cañones mientras retumbaban los primeros cañonazos y la sangre se dispersaba en una neblina roja sobre la desordenada retaguardia. El caballo de un dragón relinchó, se encabritó y mató a un hombre golpeándolo con sus cascos. Más cañonazos encontraron su blanco. Unos cuantos franceses, de los que iban al final y sabían que nunca llegarían vivos al puente, tiraron los mosquetes y levantaron las manos. Los guardias abrieron sus filas para dejar que pasaran los prisioneros, cerraron filas y dispararon una descarga sobre los últimos de la multitud de franceses. Los fugitivos intentaban avanzar, se empujaban y se abrían camino hacia el puente a empellones y era tal la aglomeración sobre la calzada sin pretiles que hombres y caballos acababan cayendo al Cavado entre gritos. Los dos cañones seguían disparando; ahora lanzaban sus proyectiles sobre Ponte Nova, ensangrentando las vigas y los troncos cortados que eran la única vía de huida de la retaguardia. Los cañonazos hacían caer por los desprotegidos lados del puente a más hombres y caballos, tantos que se formó un dique de muertos y agonizantes bajo el puente. El apogeo de la invasión francesa de Portugal había ocurrido cuando en un puente de Oporto habían muerto ahogadas centenares de personas aterradas; ahora los franceses se encontraban sobre otro puente roto y los muertos del Duero estaban siendo vengados. Los cañones seguían castigando a los franceses; de vez en cuando un mosquete o un rifle disparaba a pesar de la lluvia; los ingleses eran un frente vengador dirigiéndose hacia el horror en que se había convertido Ponte Nova. Se rindieron más franceses. Algunos lloraban de vergüenza, tristeza, hambre y frío mientras retrocedían titubeantes. Un capitán de la 4.ª Léger bajó su espada, luego la alzó de nuevo, despechado, y rompió su fina hoja sobre su rodilla antes de dejarse capturar.

—¡Alto el fuego! —gritó un oficial de los de Coldstream.

Un caballo moribundo relinchaba. El humo de mosquetes y cañones se perdía en la lluvia y del lecho del río subían los lastimeros quejidos de los hombres y las bestias que se habían roto los huesos al caer desde la pasarela. El dique de muertos y agonizantes, de soldados y caballos, era tan alto que el caudal del Cavado crecía por detrás de ellos e iba adelgazándose al otro lado, aunque un hilo de agua ensangrentada escapaba de aquella presa humana. Un francés herido intentó subir arrastrándose desde el río y murió justo al alcanzar el borde superior de la orilla, donde los hombres de la banda de Coldstream reunían a sus enemigos heridos. Los médicos afilaban sus escalpelos en cinturones de cuero y tomaban tragos de brandy para entonarse. Los guardias sacaban las bayonetas de sus mosquetes y los artilleros descansaban junto a sus cañones de tres libras.

Pues la persecución había acabado y Soult había salido de Portugal.

Sharpe bajó a toda prisa la escarpada pared del precipicio, dando temerario saltos entre las rocas y rezando para no perder pie sobre la hierba empapada. La lluvia seguía cayendo a cántaros y los truenos ahogaban el lejano ruido de los cañones en Ponte Nova. Cada vez estaba más oscuro: el crepúsculo y la tormenta se mezclaban para arrojar una penumbra infernal sobre las agrestes colinas del norte de Portugal, si bien era la propia intensidad de la lluvia la que más contribuía a oscurecer el puente. Sin embargo, mientras Sharpe se acercaba al pie de la escarpadura, donde el suelo empezaba a nivelarse, vio que El Saltador de repente se había vaciado. Estaban cruzando un caballo sin jinete por el estrecho paso y la bestia contenía a los hombres que iban detrás; entonces Sharpe vio a un húsar llevando el caballo y a Christopher, Williamson y Kate justo detrás de la bestia ensillada. Un grupo de soldados de infantería se alejaba del puente cuando Sharpe apareció bajo la lluvia con su espada desenvainada. Los soldados se quedaron mirándolo, atónitos; uno hizo un amago de cortarle el paso, pero Sharpe le dijo en dos palabras lo que tenía que hacer y el hombre, a pesar de que no hablaba inglés, tuvo el buen sentido de obedecer.

Sharpe llegó a El Saltador y el húsar que tiraba del caballo se quedó mirándolo boquiabierto. Christopher lo vio y se dio la vuelta para escapar, pero había más hombres subiendo al puente y no había espacio para retroceder al otro lado.

—¡Mátenlo! —les gritó Christopher a Williamson y al húsar. El francés desenvainó obedientemente su sable, pero la espada de Sharpe silbó bajo la lluvia y la mano que blandía el sable quedó casi cortada por la muñeca; a continuación, Sharpe hundió su hoja en el pecho del húsar y se oyó un alarido mientras el soldado caía al Misarella. El caballo, aterrorizado por los relámpagos y por sus inciertos pasos sobre el puente, soltó un gran relincho y después pasó como una exhalación junto a Sharpe, a quien estuvo a punto de tirar de la calzada. Sus herraduras sacaron chispas de las piedras y luego se fue. Sharpe se encaró con Christopher y Williamson sobre el angosto pasaje de El Saltador.

Kate gritó al ver la larga espada.

—¡Suba a la colina! —le gritó Sharpe—. ¡Muévase, Kate, muévase! ¡Y usted, cabronazo, devuélvame mi catalejo!

Christopher estiró un brazo para retener a Kate, pero Williamson adelantó como un rayo al coronel y le agarró la mano, y Kate, al ver la salvación a sólo unos pasos, tuvo la sensatez de pasar corriendo por el lado de Sharpe. Williamson intentó atraparla, después vio que la espada de Sharpe se desviaba hacia él y consiguió detener el golpe con su mosquete francés. El choque de la espada y el arma de fuego hizo que Williamson retrocediera un paso y Sharpe avanzó hacia él gruñendo, esgrimiendo su espada como la lengua de una serpiente para obligar a Williamson a retroceder otro paso. Pero entonces Christopher volvió a empujar al desertor hacia delante.

—¡Mátelo! —le gritó a Williamson. El desertor hizo lo que pudo, usando su mosquete a modo de maza, pero Sharpe esquivó el salvaje golpe, luego se adelantó y su espada cortó la lluvia hasta alcanzar a Williamson en un costado de la cabeza, cortándole casi una oreja. Williamson vaciló. Su sombrero de cuero de ala ancha había frenado en parte el corte de la hoja, pero la simple fuerza del golpe hizo que Williamson se tambalease de lado hacia el borde destrozado de la calzada. Sharpe siguió atacando, con una arremetida esta vez, y la punta del filo rasgó la casaca verde del desertor, le acertó en una costilla y arrojó a Williamson por encima del borde; se oyó un grito. Ahora Christopher estaba solo con Sharpe en el punto más alto del arco de El Saltador.

Christopher miró fijamente a su enemigo de casaca verde. No podía creer lo que veía. Intentó hablar, porque las palabras siempre habían sido su mejor arma, pero descubrió que se había quedado mudo de asombro. Sharpe caminaba hacia él. En ese momento una oleada de franceses se acercaban por detrás del coronel, iban a empujarlo contra la espada de Sharpe. Christopher no tuvo el coraje de avanzar él solo, así que, ciego de desesperación, siguió a Williamson a la lluviosa oscuridad de la garganta del Misarella. Saltó.

Vicente, Harper y el sargento Macedo habían bajado la colina detrás de Sharpe y habían encontrado a Kate.

—¡Cuide de ella, señor! —le dijo Harper a Vicente y corrió con el sargento Macedo hacia el puente, justo a tiempo para ver a Sharpe saltando desde la calzada—. ¡Señor! —gritó Harper—. ¡Por los benditos clavos de Cristo! —maldijo—. ¡Maldito cabrón chalado!

Llevó a Macedo al otro lado de la carretera mientras una avalancha de hombres de la infantería francesa uniformados de azul cruzaban el puente en tropel; si a alguno de los franceses le pareció extraño que hubiese soldados enemigos a la orilla del Misarella, no lo dejaron traslucir. Sólo querían escapar, así que corrían hacia el norte, hacia España. Mientras tanto, Harper daba vueltas por la orilla y estudiaba con atención la garganta en busca de Sharpe. Podía ver caballos muertos entre las rocas, medio sumergidos en las espumosas aguas, así como los cuerpos descoyuntados de una docena de franceses que habían caído desde el punto más alto de El Saltador, pero del gabán oscuro de Christopher y la casaca verde de Sharpe no había ningún rastro.

Williamson cayó justo en la parte más profunda de la garganta; por suerte había aterrizado en una agitada poza del río lo bastante profunda como para frenar la caída y al salir disparado hacia delante acabó sobre el cadáver de un caballo que amortiguó más su movimiento. Christopher fue menos afortunado. Cayó cerca de Williamson, pero su pierna izquierda golpeó las rocas y su tobillo se convirtió de repente en una explosión de dolor; el agua del río estaba fría como el hielo. Se agarró a Williamson y miró a su alrededor desesperadamente, pero no vio señales de ningún perseguidor, así que dedujo que Sharpe no habría podido permanecer demasiado tiempo sobre el puente haciendo frente a la retirada francesa.

—Lléveme a la orilla —le dijo a Williamson—. Creo que me he roto el tobillo.

—Se pondrá bien, señor —dijo Williamson—. Estoy aquí, señor. —Pasó un brazo alrededor de la cintura del coronel y lo llevó hasta la orilla más próxima.

—¿Dónde está Kate? —preguntó Christopher.

—Huyó, señor, huyó, pero la encontraremos, señor. La encontraremos. Ya estamos, señor, podemos subir por aquí. —Williamson aupó a Christopher hasta las rocas cercanas al agua y buscó una manera sencilla de subir por aquel lado de la garganta. Pero vio a Sharpe y maldijo.

—¿Qué pasa? —Christopher sentía demasiado dolor como para darse cuenta de nada.

—Ese maldito cabrón tarado de mierda —dijo Williamson y desenvainó el sable que le había quitado a un oficial francés muerto en la carretera del seminario—. El maldito Sharpe —aclaró.

Sharpe había escapado de la avalancha de franceses que iba en su dirección saltando hacia el lado de la garganta donde unas jóvenes aulagas se aferraban a un saliente. Sus tallos se doblaron con su peso, pero aguantaron; él se las arregló para encontrar apoyo en la húmeda roca de debajo y después bajó de un salto hasta otra peña; allí sus pies habían resbalado y él se había deslizado por el lado redondeado de la roca hasta ir a parar al río. Pero la espada aún estaba en su mano y ante él estaba Williamson, y junto al desertor estaba Christopher, empapado y aterrorizado. La lluvia caía siseando sobre ellos cuando un relámpago iluminó desapaciblemente la oscura garganta.

—Mi catalejo —le dijo Sharpe a Christopher.

—Por supuesto, Sharpe, por supuesto. —Christopher levantó los empapados faldones de su abrigo, hurgó en uno de sus bolsillos y sacó la lente—. ¡No se ha dañado! —dijo con alegría—. Sólo lo tomé prestado.

—Déjelo en esa piedra —ordenó Sharpe.

—¡No se ha dañado en absoluto! —insistió Christopher, dejando el valioso catalejo sobre la roca—. ¡Y bien hecho, teniente! —Christopher dio un codazo a Williamson, que se limitaba a observar a Sharpe.

Sharpe dio un paso hacia los dos hombres, que retrocedieron. Christopher volvió a darle un golpecito a Williamson, como señal para que atacara a Sharpe, pero el desertor se mostraba reticente. La hoja más larga que había usado nunca en un combate era una bayoneta, pero aquella experiencia no le había servido para aprender a luchar con un sable, especialmente si era contra una hoja de carnicero como la pesada espada de caballería que sujetaba Sharpe. Dio otro paso atrás, a la espera de tener una oportunidad.

—Me alegro de que esté aquí, Sharpe —dijo Christopher—. Me preguntaba cómo iba a huir de los franceses. No me quitaban el ojo de encima, como puede usted imaginar. Tengo montones de cosas que contarle a sir Arthur. Lo ha hecho bien, ¿no cree?

—Lo ha hecho bien —reconoció Sharpe—, y lo quiere a usted muerto.

—¡No sea ridículo, Sharpe! ¡Somos ingleses! —Christopher había perdido su sombrero al saltar y la lluvia le aplastaba el pelo—. No asesinamos a la gente.

—Yo sí —dijo Sharpe y dio un nuevo paso adelante. Christopher y Williamson se alejaron un poco.

Christopher vio cómo recogía Sharpe la lente.

—No se ha dañado, ¿lo ve? Lo traté con mucho cuidado. —Tuvo que gritar para hacerse oír sobre el aguacero y el estruendo del agua que corría entre las rocas. Volvió a empujar a Williamson hacia delante, pero aquel hombre se negaba obstinadamente a atacar. Ahora Christopher se encontraba atrapado en un resbaladizo saliente entre un acantilado y el río, y el coronel, en esta situación extrema, abandonó por fin sus intentos de salvarse hablando y optó por empujar al desertor hacia Sharpe—. ¡Mátelo! —le gritó a Williamson—. ¡Mátelo!

Aquel empujón en la espalda pareció sobresaltar a Williamson, que aun así alzó el sable y lanzó una estocada hacia la cabeza de Sharpe. El choque de las dos hojas produjo un intenso sonido metálico. Entonces Sharpe le dio una patada en la rodilla izquierda al desertor; la pierna de Williamson se dobló, y Sharpe, que no parecía estar haciendo ningún esfuerzo especial, atravesó su espada en el cuello de Williamson de manera que el desertor se desplomó hacia la derecha y después la espada atravesó la casaca verde del fusilero y se introdujo en su vientre. Sharpe giró la hoja para que se soltara de la succión de la carne, la arrancó de un golpe y vio cómo el agonizante Williamson caía al río.

—Odio a los desertores —dijo Sharpe—, odio de verdad a los malditos desertores.

Christopher había visto cómo derrotaba a su hombre y notó que Sharpe no se había esforzado en absoluto para hacerlo.

—No, Sharpe —dijo—. ¡Usted no lo entiende! —Intentaba pensar en las palabras que harían reflexionar a Sharpe, que harían que retrocediera, pero el pánico se había apoderado del coronel y aquellas palabras no acudían a su mente.

Sharpe miraba a Williamson. Por un momento el hombre agonizante intentó arrastrarse fuera del río, pero la sangre fluía roja de su cuello y su vientre; de pronto cayó hacia atrás y su horrible cara se hundió bajo el agua.

—Odio tanto a los desertores… —volvió a decir Sharpe. Miró de nuevo a Christopher—. ¿Esa espada suya le sirve para algo que no sea hurgarse entre los dientes, coronel?

Christopher desenvainó su fina espada medio paralizado por el miedo. Había aprendido a usarla. Solía gastar más dinero del que se podía permitir en la armería de Horace Jackson, en Jermyn Street, donde había aprendido las más refinadas artes de la esgrima y donde se había ganado las rencorosas alabanzas del propio gran Jackson, pero una cosa era luchar en los suelos de pizarra francesa de Jermyn Street y otra muy distinta enfrentarse a Richard Sharpe en la garganta de Misarella.

—No, Sharpe —dijo cuando el fusilero avanzó hacia él; después levantó su hoja a modo de aterrorizada respuesta mientras la gran espada se dirigía hacia él.

La arremetida de Sharpe había sido un amago, una prueba para ver si Christopher se disponía a luchar, pero Sharpe se quedó mirando a los ojos de su enemigo y supo que aquel hombre iba a morir como un cordero.

—Luche, cabrón —dijo, y lanzó otra estocada. En ese momento el coronel vio una roca en medio del río y pensó que, si saltaba hasta ella, podría alcanzar la otra orilla y lograr así su salvación. Lanzó un golpe salvaje con su espada dándose espacio para dar el salto, se giró y saltó, pero su tobillo roto no aguantó, la roca bajo sus pies estaba húmeda y se resbaló, y habría caído al río si no hubiera sido porque Sharpe lo agarró por la casaca, así que Christopher acabó cayendo sobre un saliente, con la inútil espada en la mano y su enemigo por encima de él.

—¡No! —rogó—. ¡No! —Levantó la vista hacia Sharpe—. Me ha salvado, Sharpe —dijo al darse cuenta de lo que acababa de suceder y sintiendo una oleada de repentina esperanza—. Me ha salvado.

—No puedo revisarle los bolsillos, coronel, si está usted bajo el agua —dijo Sharpe, y su rostro se contrajo por la ira mientras lo atravesaba con su espada.

Christopher murió en el saliente, justo por encima de la poza en la que Williamson se había ahogado. El remolino que corría sobre el cuerpo del desertor se tiñó de sangre nueva, después el rojo fluyó hasta la corriente principal, donde se fue convirtiendo en un color rosado para luego desaparecer. Christopher temblaba y gorgoteaba porque la espada de Sharpe le había seccionado la tráquea, lo que, en realidad, resultaba piadoso, pues producía una muerte más rápida que la que en realidad merecía. Sharpe miró los estertores y la calma final del cuerpo del coronel. Metió su espada en el agua para limpiarla, la secó lo mejor que pudo en el gabán de Christopher, revisó deprisa los bolsillos del coronel y sacó tres monedas de oro, un reloj averiado con la caja de plata y un cartapacio de cuero lleno de papeles que probablemente interesarían a Hogan.

—Menudo idiota —dijo Sharpe mirando el cuerpo. Levantó la vista hacia la noche que ya se avecinaba y vio por encima de él una gran sombra al borde de la garganta. Por un segundo pensó que sería un francés, luego oyó la voz de Harper.

—¿Está muerto?

—Ni siquiera me plantó cara. Tampoco Williamson.

Sharpe subió la pared de la garganta hasta llegar cerca de Harper, que le tendió su rifle para ayudarlo a subir el resto del camino. También el sargento Macedo estaba allí. Ninguno de los tres podía regresar al precipicio porque los franceses estaban en la carretera, así que se resguardaron de la lluvia en una quebrada formada por una de las grandes peñas redondas que se habían desprendido en una helada. Sharpe le contó a Harper lo que había pasado y cuando acabó le preguntó al irlandés si había visto a Kate.

—Está con el teniente, señor —contestó Harper—. Lo último que vi fue que le había dado una buena llorera y él la abrazaba con fuerza y le daba una palmadita en la espalda. ¿Se había fijado usted, señor, en que a las mujeres les gustan las buenas llantinas?

—Sí —dijo Sharpe—, sí.

—Hacen que se sientan mejor —dijo Harper—. Lo raro es que con nosotros no funcione.

Sharpe le dio una de las monedas de oro a Harper, la segunda a Macedo y se guardó la tercera. La noche ya había caído. Prometía ser una larga noche de frío y hambre, pero a Sharpe no le preocupaba.

—He recuperado mi catalejo —le dijo a Harper.

—Sabía que lo haría.

—Ni siquiera estaba roto. Al menos eso creo. —Las lentes no hicieron ningún ruido cuando lo agitó, así que supuso que estaba en buen estado.

La lluvia amainó. Sharpe escuchaba, pero no podía oír más que el roce de los pies de los franceses en las piedras de El Saltador, las ráfagas de viento, el sonido del río y la caída de la lluvia. No oía fuego de cañones. Así que la remota lucha en Ponte Nova había acabado, y no le cabía ninguna duda de que había sido una victoria. Los franceses se iban. Se habían encontrado con sir Arthur Wellesley y éste los había machacado y de lo lindo. Aquello hizo sonreír a Sharpe, porque aunque Wellesley era una fría bestia, antipática y altanera, era un puñetero buen soldado. Había causado estragos entre las tropas del rey Nicolás. Y Sharpe había ayudado. Había cumplido su parte. Habían sido los estragos de Sharpe.