CAPÍTULO 9
Llegaban más hombres al seminario. Una veintena de civiles portugueses se presentaron con armas de caza y sacos de munición, escoltados por un cura regordete que fue vitoreado por los casacas rojas cuando apareció en el jardín con un trabuco de boca acampanada como los que utilizaban los conductores de diligencias para ahuyentar a los salteadores de caminos. Los Buffs habían encendido de nuevo los fuegos de las cocinas y ahora subían grandes calderos de té o de agua caliente al tejado. Con el té se limpiaban las gargantas los soldados y con el agua caliente enjuagaban los mosquetes y rifles.
Subieron también diez cajas de munición de repuesto y Harper llenó su chacó de cartuchos; aunque no eran tan buenos como los que les suministraban para los rifles, se cargarían a un puñado.
—¿Y a eso le llama usted un puñado, señor? —preguntó, mientras distribuía los cartuchos a lo largo del parapeto donde estaban los rifles y las baquetas. Los franceses se estaban concentrando en terreno bajo hacia el norte. Si le quedaba algo de sensatez, pensó Sharpe, el enemigo traería morteros a ese terreno bajo, pero aún no había aparecido ninguno. Quizá todos los morteros estuvieran al oeste de la ciudad, protegiéndola contra la Marina Real y demasiado lejos como para ser desplazados con rapidez.
Se abrieron más aspilleras a través del muro norte del jardín. Dos de los Northamptonshires habían arrastrado hasta el muro dos grandes tanques para el agua de lluvia y habían colocado la puerta del cobertizo sobre los dos barriles para formar una plataforma desde la que disparar por encima de la cubierta del muro.
Harris le llevó a Sharpe una taza de té y, tras mirar a izquierda y derecha, sacó un muslo de pollo frío de la caja de sus cartuchos.
—Pensé que también le apetecería esto, señor.
—¿De dónde lo ha sacado?
—Lo encontré, señor —respondió distraído—, y tengo también un trozo para usted, mi sargento. —Harris le dio un muslo a Harper y después sacó una pechuga para él, le sacudió unas motas de pólvora y la mordió con hambre.
Sharpe descubrió que estaba hambriento y el pollo sabía delicioso.
—¿De dónde ha salido esto? —insistió.
—Creo que eran para la cena del general Paget, señor —confesó Harris—, pero él probablemente ha perdido el apetito.
—Apostaría a que sí —dijo Sharpe—, y sería una pena que se echara a perder un buen pollo, ¿eh? —Se volvió al oír un redoble de tambor y vio que los franceses estaban formando de nuevo las hileras, pero esta vez sólo en el lado norte del seminario—. ¡A sus puestos! —ordenó, tirando el hueso de pollo a la parte más alejada del jardín. Ahora unos cuantos franceses llevaban escaleras de mano, presumiblemente sacadas de las casas que habían sido destrozadas por los cañones ingleses—. Cuando vengan —explicó—, apunten a los hombres de las escaleras.
Incluso sin fuego de rifles dudaba que los franceses pudieran acercarse lo suficiente como para apoyar sus escaleras en el muro del jardín, pero no estaba de más asegurarse. La mayoría de sus fusileros habían aprovechado el alto en la lucha para cargar sus cañones recién limpiados con balas envueltas en cuero y pólvora de calidad, lo que significaba que sus primeros disparos tenían que ser mortalmente certeros. Después de eso, cuando los franceses se acercaran más y el ruido aumentara y el humo fuese más denso, usarían cartuchos, dejarían los parches de cuero en los depósitos de las culatas, sacrificando de este modo la exactitud por la rapidez. Sharpe empezó a cargar su propio rifle empleando un parche, pero antes de que hubiese colocado la baqueta en sus argollas el general Hill estaba a su lado.
—Nunca he disparado un rifle —confesó Hill.
—Es muy parecido a un mosquete, señor —dijo Sharpe, avergonzado por que el general se dirigiera a él.
—¿Podría? —Hill alcanzó el arma y Sharpe se la cedió—. Es una maravilla —dijo ilusionado mientras acariciaba el costado del Baker—. No es ni mucho menos tan tosco como un mosquete.
—Es un arma espléndida —dijo Sharpe con fervor.
Hill apuntó el arma colina abajo; cuando parecía estar a punto de amartillar y disparar, de pronto se la devolvió a Sharpe.
—Me gustaría mucho intentarlo —dijo—, pero si yerro el tiro se enterará todo el ejército, ¿no? Y nunca conseguiría que lo olvidaran. —Hablaba en voz alta y Sharpe comprendió que Hill le había hecho participar involuntariamente en una pequeña obra de teatro. En realidad, Hill no estaba interesado en el rifle, sino más bien en que los hombres apartaran la mente de la amenaza que tenían delante. Mientras tanto, les había adulado sutilmente al sugerir que ellos podían hacer algo que él no podía, y los había dejado con una sonrisa en la cara. Sharpe pensó en lo que acababa de presenciar. Le causaba admiración, pero también admiraba a sir Arthur Wellesley, que nunca habría recurrido a semejante demostración. Sir Arthur ignoraba a los hombres y los hombres, por su parte, luchaban como demonios para ganarse su reticente aprobación.
Sharpe nunca había perdido el tiempo preguntándose por qué unos hombres nacían para ser oficiales y otros no. Él había superado esa brecha, pero eso no hacía que el sistema fuese menos injusto. Aunque quejarse de la injusticia del mundo era lo mismo que refunfuñar por que el sol calentara o por que el viento cambiara a veces de dirección. La injusticia existía, siempre había existido y siempre existiría, y en opinión de Sharpe, lo milagroso era que hombres como Hill y Wellesley, aunque se habían convertido en ricos y privilegiados gracias a ventajas injustas, fuesen, pese a ello, excelentes en lo que hacían. No todos los generales eran buenos, muchos eran rematadamente malos, pero en conjunto Sharpe había tenido suerte y se había encontrado bajo el mando de hombres que conocían bien su trabajo. A Sharpe no le importaba que sir Arthur Wellesley fuese hijo de un aristócrata, ni que hubiese comprado su ascenso por la cadena de mando, ni que fuese tan frío como caritativo podía ser un abogado. Aquel hijo de puta narigudo sabía cómo ganar, y eso era lo que importaba.
Y lo que importaba ahora era derrotar a los franceses. La columna, mucho mayor que las primeras, estaba avanzando guiada por los redobles de tambor. Los franceses lanzaban gritos de ánimo, quizá para darse confianza, y debían de sentirse animados por el hecho de que los cañones ingleses del otro lado del río no pudieran verlos. Pero en ese momento, un proyectil esférico disparado por un obús explotó justo delante del centro de la columna, arrancando vítores a los ingleses. Los artilleros ingleses estaban disparando a ciegas, elevando los tiros por encima del seminario, pero disparaban bien y su primer cañonazo mató las esperanzas de los franceses.
—¡Sólo rifles! —exclamó Sharpe—. Disparen cuando estén preparados. ¡No desperdicien el parche! ¿Hagman? Vaya a por ese hombretón que tiene un sable.
—Ya lo veo, señor —respondió Hagman y levantó su rifle para apuntar al oficial que avanzaba a Zancadas adelantándose y pidiendo a gritos ser carne de rifle.
—Busquen las escaleras —recordó Sharpe a los demás.
Luego se encaminó hacia el parapeto, apoyó el pie izquierdo en la cubierta y la culata del rifle en el hombro. Apuntó a un hombre con escalera, buscando su cabeza con la esperanza de que la bala, por su propia desviación, lo alcanzase en el vientre o en la entrepierna. Tenía el viento de cara, por lo que el tiro no se desviaría. Disparó y quedó cegado de inmediato por el humo. Hagman fue el siguiente en disparar y pronto se oyó el crepitar de los otros rifles. Los mosquetes guardaban silencio. Sharpe se movió hacia su izquierda para ver más allá del humo y comprobó que el oficial del sable había desaparecido, igual que cualquier otro hombre alcanzado por una bala. Habían sido engullidos por el avance de la columna, que pasó por encima de ellos dejando atrás a las víctimas. Entonces Sharpe vio que reaparecía una escalera que había sido levantada por un hombre de la cuarta o quinta hilera. Metió la mano en la caja de cartuchos para disparar otra vez y empezó a recargar.
No miraba el rifle mientras lo cargaba de nuevo; sencillamente, hacía aquello que había aprendido a hacer. Justo cuando cebaba el rifle, los mosquetes del muro del jardín dispararon sus primeras balas, después abrieron fuego los mosquetes de las ventanas y el tejado, hasta que el seminario se vio otra vez rodeado de humo y ruido. Los cañonazos resonaban por encima, tan cerca que en una ocasión Sharpe casi tuvo que agacharse, y el proyectil estalló sobre la ladera. Las balas de rifles y de mosquetes atacaban las filas francesas. Había ya alrededor de mil hombres en el seminario, protegidos por los muros de piedra y con un enorme blanco para sus disparos. Sharpe disparó otro tiro colina abajo y a continuación caminó, atento, entre sus hombres. Slattery necesitaba un nuevo pedernal, y Sharpe se lo dio; después se rompió el muelle principal del rifle de Dodd, y Sharpe reemplazó el arma por el antiguo rifle de Williamson, que siempre llevaba Harper desde que habían salido de Vila Real de Zedes. Los tambores del enemigo sonaban cada vez más cerca. Cuando las primeras balas de mosquete chocaban contra las piedras del seminario, Sharpe volvió a cargar su rifle.
—Están disparando a ciegas —les dijo a sus hombres—. ¡Disparan a ciegas! No malgasten sus disparos. Busquen objetivos. —Era difícil, por culpa del humo que flotaba sobre la ladera, pero las ráfagas de viento barrían a veces la neblina para revelar uniformes azules. En esos momentos, los franceses estaban lo bastante cerca como para que Sharpe les viese la cara. Apuntó a un hombre con un inmenso bigote, disparó y lo perdió de vista por el humo que salía de la boca de su rifle.
El ruido de la lucha resultaba sobrecogedor. Los mosquetes crepitaban sin cesar, los redobles de tambor arreciaban, los proyectiles explotaban sobre sus cabezas y, por debajo de toda aquella violencia, se oían los lamentos de los hombres que sufrían. Un casaca roja se desplomó cerca de Harper; se formó un gran charco de sangre junto a su cabeza, hasta que un sargento lo sacó a rastras del parapeto, dejando un intenso rastro rojo en la cubierta de plomo del tejado. A lo lejos (tenía que ser en la orilla sur del río), una banda estaba tocando «El tambor mayor» y Sharpe seguía el ritmo de la melodía dando golpecitos en la culata del rifle. Una baqueta de los franceses surcó el aire dando vueltas para acabar estrellándose contra la pared del seminario; evidentemente, había sido por un soldado reclutado a la fuerza que, presa del pánico, habría apretado el gatillo antes de sacar la baqueta del cañón. Sharpe recordó cómo en Flandes, en su primera batalla como soldado raso de los casacas rojas, el mosquete de un hombre había fallado un disparo, pero él había seguido recargando y apretando el gatillo y recargando, y cuando después de la batalla barrenaron su mosquete, encontraron dieciséis cargas desperdiciadas encajadas en el cañón. ¿Cómo se llamaba aquel hombre? Aunque estaba en un regimiento de Yorkshire, era de Norfolk y llamaba «bor»[5] a todo el mundo. Sharpe no podía acordarse del nombre y eso le molestaba. Una bala de mosquete pasó silbando junto a su rostro, otra dio en el parapeto y rompió una teja. Abajo, en el jardín, los hombres de Vicente y los casacas rojas no apuntaban sus mosquetes: simplemente metían los cañones en las aspilleras, apretaban los gatillos y se apartaban para que el siguiente pudiera usar la abertura. Ahora había unos casacas verdes en el jardín y Sharpe supuso que eran una compañía del 60.º, los Reales Fusileros Americanos, que debían de estar adscritos a la brigada de Hill y que ahora se habían unido a la lucha. Harían mejor, pensó Sharpe, subiendo al tejado en lugar de disparar sus Bakers por las aspilleras. El único árbol de la ladera norte se agitaba como en un vendaval y apenas le quedaba ya alguna hoja en sus ramas astilladas. El humo pasaba entre sus ramas desnudas, que se movían continuamente a merced de los impactos de las balas.
Sharpe cebó su rifle, se lo apoyó en el hombro, buscó un blanco, vio un barullo de uniformes azules muy cerca del muro del jardín y descargó un balazo. El aire siseaba por las balas. Maldita sea, pero ¿por qué no se retiraban esos cabrones? Un valiente grupo de franceses intentó correr hacia la fachada oeste del seminario para alcanzar la puerta principal, pero los cañones ingleses del convento los vieron y los cañonazos estallaron en una nube negra y roja, salpicando de sangre el pavimento de la terraza y las piedras encaladas de los muros del jardín. Sharpe veía que sus hombres hacían muecas al forzar las nuevas balas por los cañones casi obstruidos por la pólvora. No había tiempo de limpiar los rifles, así que se limitaban a embutir las balas y apretar el gatillo. Disparaban una y otra vez, y los franceses estaban haciendo lo mismo, en un enloquecido duelo de balas. Por encima del humo, al otro lado del valle del norte, Sharpe vio que una nueva horda de infantería francesa salía en masa de la ciudad.
Dos hombres en mangas de camisa movían una caja de munición por el tejado.
—¿Quién necesita munición? —gritaban, como si fueran vendedores de las calles de Londres—. ¡Plomo fresco! ¿Quién necesita? ¡Plomo fresco! ¡Pólvora nueva!
Uno de los ayudantes del general Hill llevaba cantimploras con agua al parapeto, mientras que el propio Hill, colorado y nervioso, se quedaba junto a los casacas rojas para mostrar que compartía con ellos el peligro. Sus ojos se encontraron con los de Sharpe y le hizo un gesto como para indicar que estaba siendo un trabajo más duro de lo que había previsto.
Subían más tropas al tejado, hombres con mosquetes limpios y cartucheras llenas, y con ellos estaban los fusileros del 60.º, cuyo oficial debía de haber caído en la cuenta de que estaban en el lugar equivocado. Saludó afable a Sharpe y ordenó a sus hombres que se colocaran en el parapeto. Volaban llamaradas hacia abajo, el humo se espesaba, y aun así los franceses intentaban abrirse camino a través de la piedra únicamente con fuego de mosquetes. Dos franceses consiguieron escalar el muro del jardín, pero al llegar arriba dudaron y fueron agarrados y arrastrados al otro lado del muro para morir a culatazos sobre el paseo que había debajo. Los cadáveres de siete casacas rojas fueron amontonados sobre otro paseo de grava; sus manos estaban crispadas por la muerte y la sangre de sus heridas se endurecía y se volvía negra. Pero la mayoría de los muertos ingleses estaban en los pasillos del seminario, alejados de los grandes ventanales, que eran los mejores blancos para los frustrados franceses.
Toda una nueva columna subía ahora por la ladera, destinada a reponer las maltrechas hileras de la primera; sin embargo, y aunque los asediados hombres del seminario no podían saberlo, aquellos recién llegados eran el síntoma de la derrota francesa. El mariscal Soult, desesperado por que las tropas de refresco atacaran el seminario, había dejado la propia ciudad desnuda de infantería, y los habitantes de Oporto, al encontrarse sin vigilancia por primera vez desde finales de marzo, habían bajado en tropel al río y estaban sacando las barcas de almacenes, tiendas y patios traseros donde los invasores las habían dejado bajo custodia. Una multitud de aquellas pequeñas embarcaciones cruzaba ahora el río a fuerza de remos y pasaba junto a los dañados restos de los pontones en dirección a los muelles de Vila Nova de Gaia, donde esperaba la Brigada de Guardias. Un oficial miró ansioso a la otra orilla del Duero para asegurarse de que los franceses no les estaban tendiendo una emboscada en el muelle de enfrente, y después gritó a sus hombres que embarcaran. Los guardias remaron de regreso a la ciudad. Seguían apareciendo barcas y cruzaron más casacas rojas. Soult no lo sabía, pero su ciudad se estaba llenando de enemigos.
Tampoco lo sabían los hombres que atacaban el seminario, hasta que los casacas rojas aparecieron en el límite oriental de la ciudad, y para entonces la segunda columna gigante había ascendido hasta la letal tormenta de balas que se derramaba desde los muros, el tejado y las ventanas del seminario. El ruido de la batalla rivalizaba con el de Trafalgar, donde Sharpe había quedado aturdido por las incesantes explosiones de los grandes cañones de los barcos, pero este ruido era más estridente, pues las descargas de los mosquetes se fundían en un espeluznante y agudo chirrido. La cuesta más alta del seminario seguía empapada en sangre y los supervivientes franceses estaban usando los cuerpos de sus camaradas muertos a modo de protección. Un par de tamborileros aún intentaban conducir hacia delante las rotas columnas, pero entonces se oyó el grito de alarma de un sargento francés. El aviso se propagó rápidamente y de repente el humo empezó a disiparse y la ladera se quedó vacía: los franceses habían visto a la Brigada de Guardias avanzando a través del valle.
Los franceses corrían. Habían combatido con coraje, luchando contra muros de piedras con mosquetes, pero ahora los había vencido el pánico, y toda aquella disciplina se desvaneció mientras corrían hacia el este, hacia Amarante. Otras fuerzas francesas, caballería y artillería entre ellas, corrían desde la parte alta de la ciudad, escapando de la marea de casacas rojas que habían cruzado el Duero y huyendo de la venganza de la gente de la ciudad, que recorría las calles en busca de franceses heridos, a los que atacaban con cuchillos de cocina o con mazas.
Las calles de Oporto se llenaron de gritos y alaridos. Sobre el seminario lleno de marcas de balazos, en cambio, se cernió un extraño silencio. Entonces el general Hill hizo bocina con las manos.
—¡Persíganlos! —gritó—. ¡Persíganlos! ¡Quiero que los persigan!
—¡Atención, fusileros! ¡Aquí conmigo! —gritó Sharpe. Mantuvo a sus hombres al margen de la persecución. Consideraba que ya habían aguantado bastante y que era el momento de darles un descanso—. Limpien sus armas —les ordenó, y allí se quedaron mientras los casacas rojas y los fusileros de la 13 Brigada formaban filas fuera del seminario y luego marchaban hacia el este.
Había unos veinte muertos en el tejado. Largos regueros de sangre revelaban desde qué parte del parapeto habían sido arrastrados. El humo que envolvía el edificio fue despejándose poco a poco y el aire volvió a aclararse. Sobre las laderas que subían al seminario había esparcidos macutos abandonados y cuerpos franceses, no todos ellos muertos. Un hombre herido se alejaba arrastrándose entre flores de ambrosía salpicadas de sangre. Un perro olisqueaba un cadáver. Aparecieron los cuervos con sus alas negras, dispuestos a degustar a los muertos, y de las casas del valle salieron corriendo mujeres y niños decididos a iniciar el saqueo. Un herido intentaba alejarse de una niña que no podía tener más de once años; ella sacó un cuchillo de carnicero del cinto de su delantal, un cuchillo tan afilado que su hoja era poco más que un suspiro de fino acero unido a un mango de hueso, y seccionó la garganta del francés; después hizo una mueca de disgusto porque la sangre le había salpicado el regazo. Su hermana pequeña arrastraba seis mosquetes por las correas. Los pequeños fuegos prendidos por las chispas de los mosquetes humeaban entre los cadáveres, y el rollizo cura portugués, aún con el trabuco en la mano, hacía la señal de la cruz sobre los franceses a los que había ayudado a matar.
Mientras tanto, los franceses que habían quedado con vida huían corriendo en el desorden provocado por el pánico.
Y la ciudad de Oporto había sido reconquistada.

La carta, dirigida a Richard Sharpe, Sr., estaba esperando sobre la repisa de la chimenea del salón de Casa Hermosa. Era un milagro que hubiese sobrevivido, porque aquella tarde un puñado de artilleros de la Artillería Real había convertido la casa en su alojamiento. Lo primero que hicieron fue destrozar los muebles del salón para encender un fuego; aquella carta era un material ideal para servir de yesca, pero el capitán Hogan había llegado justo antes de que se encendiera el fuego y se las arregló para recuperar el papel. Fue en busca de Sharpe y preguntó a los artilleros si había algún mensaje en la casa, pensando que Sharpe podría haber dejado alguno.
—Aquí vivían ingleses, muchachos —les dijo a los artilleros mientras sacaba la carta del sobre sin cerrar—, así que límpiense los pies y déjenlo todo ordenado cuando se vayan. —Leyó el breve mensaje y se quedó meditabundo unos instantes—. Supongo que ninguno de ustedes habrá visto a un alto oficial del 95.º de Rifles, ¿verdad? ¿No? Bien, si aparece por aquí, díganle que vaya al Palacio dos Carrancas.
—¿Al qué, señor? —preguntó un artillero.
—Al edificio grande que hay al bajar la colina —explicó Hogan—. El cuartel general.
Hogan sabía que Sharpe estaba vivo porque el coronel Waters le había hablado de su encuentro con Sharpe aquella mañana, pero aunque Hogan había deambulado por las calles, no había encontrado a Sharpe, así que había enviado a un par de ordenanzas para que peinaran la ciudad en busca del fusilero perdido.
Se estaba construyendo un nuevo puente de barcas a través del Duero. La ciudad volvía a ser libre y lo celebraba con banderas, vino y música. Centenares de prisioneros franceses estaban bajo custodia en un almacén y una larga fila de cañones franceses capturados había sido colocada sobre el muelle del río, donde los navíos mercantes ingleses que habían sido capturados cuando la ciudad había caído volvían ahora a izar sus banderas. El mariscal Soult y su ejército habían marchado hacia el este en dirección al puente de Amarante, que los franceses habían tomado hacía muy poco; por fortuna, no sabían que el general Beresford, el nuevo comandante del ejército portugués, había reconquistado el puente y estaba esperándoles.
—Si no pueden cruzar en Amarante —preguntó Wellesley aquella tarde—, ¿adónde irán entonces? —La pregunta fue formulada en la sala de recepciones azul del Palacio dos Carrancas, donde Wellington y su equipo habían disfrutado de una comida que había sido cocinada, evidentemente, para el mariscal Soult y que habían encontrado todavía caliente en los hornos del palacio. La comida había consistido en cordero; a sir Arthur le gustaba el cordero, pero aquél llevaba tanta cebolla, jamón y setas que a su juicio el sabor había quedado arruinado.
—Creía que los franceses apreciaban la cocina —había refunfuñado, y después pidió que un ordenanza le trajera una botella de vinagre de las cocinas. Regó con él el cordero, apartó los molestos hongos y cebollas y decidió que de ese modo mejoraba el plato.
Ahora, con la mesa ya recogida, los oficiales se reunieron en torno a un mapa dibujado a mano que el capitán Hogan había desplegado sobre la mesa. Sir Arthur recorrió el mapa con un dedo.
—Querrán volver a España, desde luego —dijo—, pero, ¿cómo?
Esperaba que el coronel Waters, el más veterano de los oficiales exploradores, contestara, pero Waters no había explorado la zona norte, así que el coronel señaló con la cabeza al capitán Hogan, el oficial más joven de la sala. Hogan había pasado las semanas previas a la invasión de Soult cartografiando Trás-os-Montes, las agrestes montañas del norte donde las carreteras zigzagueaban, los ríos corrían raudos y los puentes eran escasos y estrechos. Justo en esos momentos las tropas portuguesas se ponían en marcha para cortar aquellos puentes y así impedir a los franceses el acceso a las carreteras que los habían de llevar de regreso a España. Hogan señaló entonces el espacio vacío del mapa al norte de la carretera de Oporto a Amarante.
—Si Amarante está tomada, señor, y nuestros camaradas ocupan Braga mañana… —Hogan hizo una pausa y miró a sir Arthur, que hizo un gesto irritado—, entonces Soult está en apuros, en verdaderos apuros. Tendrá que cruzar la Serra de Santa Catalina, y en esas colinas no hay carreteras.
—¿Qué hay ahí? —preguntó Wellesley, mirando el amenazante vacío del mapa.
—Caminos de cabras —respondió Hogan—, lobos, sendas, barrancos y campesinos muy antipáticos. Una vez que llegue aquí, señor —golpeó con el dedo la parte del mapa al norte de la Serra de Santa Catalina—, encontrará una carretera transitable que le llevará a casa, pero para poder llegar a esa carretera tendrá que abandonar sus carros, sus cañones, sus carretas…, todo lo que no pueda ser transportado por un hombre o a lomos de una mula.
Un trueno retumbó sobre la ciudad. Se oyó el sonido de la lluvia, que arreció con rapidez; muy pronto llovía a cántaros sobre la terraza y el agua repiqueteaba en los ventanales sin cortinas.
—Maldito tiempo de mierda —refunfuñó Wellesley, pues sabía que la lluvia haría más lenta la persecución de los derrotados franceses.
—También llueve sobre los impíos, señor —observó Hogan.
—Malditos sean también —dijo molesto Wellesley. No estaba seguro de que le gustara demasiado Hogan, a quien había heredado de Cradock. Para empezar, el condenado era irlandés, lo que a Wellesley le recordaba que él mismo había nacido en Irlanda, circunstancia de la que no se sentía particularmente orgulloso. Además, era obvio que el tipo no era de ilustre cuna, y a Wellesley le gustaba que sus asistentes fuesen de buena familia, aunque reconocía que su prejuicio era poco razonable. Sin embargo, empezaba a sospechar que el sereno Hogan era bastante competente y, por otra parte, el coronel Waters, que contaba con la aprobación de Wellesley, hablaba muy afectuosamente del irlandés.
—Así que —Wellesley resumió la situación— están en la carretera entre aquí y Amarante, no pueden regresar sin enfrentarse a nosotros y tampoco pueden avanzar sin encontrarse con Beresford, por lo que deben dirigirse hacia las colinas del norte. ¿Adónde irán entonces?
—A esta carretera de aquí, señor —contestó Hogan, marcando el mapa con un lápiz—. Va de Braga a Chaves, señor, y si Soult consigue pasar Ponte Nova y llegar a Ruivaens, que es este pueblo de aquí —se detuvo para hacer una marca en el mapa—, después encontrará una pista que le llevará hacia el norte a través de las colinas hasta Montalegre, y eso está a un tiro de piedra de la frontera.
Los ayudantes de sir Arthur se apiñaban alrededor de la mesa, mirando el mapa a la luz de las velas. También había un hombre, una figura delgada y pálida vestida con elegantes ropas civiles, que no se molestaba en mostrar ningún interés: simplemente, permanecía recostado con languidez en un sillón, desde donde se las arreglaba para dar la insultante impresión de que le aburría aquella charla sobre mapas, carreteras, colinas y puentes.
—Y esta carretera, señor —siguió Hogan, trazando una línea con el lápiz desde Ponte Nova a Montalegre—, es realmente diabólica. Hay que caminar diez kilómetros para avanzar menos de uno. Y lo que aún es mejor, señor, es que la carretera cruza un par de ríos, ríos pequeños pero de aguas rápidas que corren por profundas gargantas, y eso significa puentes altos, señor. Si los portugueses pudieran cortar uno de esos puentes, entonces monsieur Soult estaría perdido, señor. Quedaría atrapado. Sólo podría llevar a sus hombres a través de las montañas y tendrían al diablo pisándoles los talones durante todo el camino.
—Que Dios ayude a los franceses —gruñó Wellesley, haciendo una mueca por el sonido de la lluvia, a sabiendas de que retrasaría a sus aliados, que estaban avanzando tierra adentro para intentar cortar las carreteras por las que los franceses podían llegar a España. Ya las habían cortado en Amarante, pero ahora necesitarían marchar más hacia el norte mientras el ejército de Wellesley, animado por su triunfo en Oporto, tendría que perseguir a los franceses. Los ingleses eran los cazadores que empujaban a sus presas hacia los cañones portugueses. Wellesley miró el mapa—. ¿Dibujó usted esto, Hogan?
—Sí, señor.
—¿Y es fiable?
—Lo es, señor.
Sir Arthur gruñó. Si no fuera por el tiempo, pensó, acorralaría a Soult y a todos sus hombres, pero aquella maldita lluvia lo convertía en una persecución difícil. Lo que significaba que lo mejor sería empezar cuanto antes, así que despachó a sus ayudantes con la orden de que al alba el ejército inglés se pusiera en marcha. Después, una vez dadas las órdenes, sir Arthur bostezó; tenía una terrible necesidad de dormir antes del amanecer. Estaba a punto de ir a acostarse cuando las grandes puertas se abrieron de par en par y entró un fusilero empapado, harapiento y sin afeitar. Vio al general Wellesley, pareció sorprenderse y se puso firme por instinto.
—Por Dios —dijo Wellesley con amargura.
—Creo que ya conoce al teniente… —empezó a decir Hogan.
—Claro que conozco al teniente Sharpe —contestó Wellesley cortante—, pero lo que quiero saber es qué demonios está haciendo aquí. El 95.º no está con nosotros.
Hogan levantó las palmatorias de las esquinas del mapa y dejó que éste se enrollara.
—Ha sido cosa mía, sir Arthur —dijo tranquilamente—. Encontré al teniente Sharpe y a sus hombres vagando como ovejas perdidas y los tomé bajo mi mando, y desde entonces me ha estado escoltando en mis viajes a la frontera. No podría haber lidiado con las patrullas francesas yo solo, sir Arthur, y el señor Sharpe fue de gran ayuda.
Mientras Hogan ofrecía su explicación, Wellesley sólo miraba a Sharpe.
—¿Se había perdido usted? —preguntó con frialdad.
—Aislados, señor —dijo Sharpe.
—¿Durante la retirada a La Coruña?
—Sí, señor —dijo Sharpe. De hecho, su unidad se había retirado hacia Vigo, pero la diferencia no era importante, y hacía mucho que Sharpe había aprendido que sus respuestas a oficiales veteranos debían ser lo más breves posible.
—Entonces, ¿dónde demonios ha estado estas últimas semanas? —preguntó Wellesley con aspereza—. ¿Merodeando?
—Sí, señor —respondió Sharpe, y los oficiales del grupo se pusieron tensos por el tono insolente que estaba adquiriendo la conversación.
—Yo ordené al teniente que encontrara a una joven inglesa que había desaparecido, señor —se apresuró a explicar Hogan—. De hecho, le ordené que acompañara al coronel Christopher.
La mención de aquel nombre fue como el chasquido de un látigo. Nadie dijo nada, aunque el joven civil que había fingido estar durmiendo en el sillón y que había abierto desmesuradamente los ojos por la sorpresa cuando el nombre de Sharpe fue mencionado por primera vez, ahora prestaba especial atención. Era un joven extremadamente delgado y pálido, como si temiese el sol, y había algo felino, casi afeminado, en su delicado aspecto. Sus ropas, demasiado elegantes, habrían encajado en una recepción en Londres o en un salón de París, pero allí, entre los uniformes sucios y los curtidos oficiales del personal de Wellesley, parecía un mimado perrito faldero entre mastines. Ahora se había sentado derecho y miraba fijamente a Sharpe.
—El coronel Christopher… —Wellesley rompió el silencio—. ¿Así que estuvo con él? —le preguntó a Sharpe.
—El general Cradock me ordenó que permaneciera con él, señor —respondió Sharpe. Sacó la orden del general de un bolsillo y la dejó sobre la mesa.
Wellesley ni siquiera miró el papel.
—¿Qué demonios estaba haciendo Cradock? —preguntó bruscamente—. Christopher ni siquiera es un verdadero oficial, ¡es un maldito correveidile del Ministerio de Asuntos Exteriores! —Escupió estas últimas palabras hacia el pálido joven, que, en vez de responder, hizo un displicente gesto de desdén con los estilizados dedos de su mano derecha. Después volvió a mirar a Sharpe a los ojos y convirtió el gesto en un leve saludo de bienvenida. Sharpe advirtió el saludo y reconoció a lord Pumphrey, a quien había visto por última vez en Copenhague. Sabía que aquel caballero desempeñaba algún misterioso cargo en el Ministerio de Asuntos Exteriores, pero Pumphrey no ofreció ninguna explicación de su presencia en Oporto. Wellesley cogió la orden del general Cradock, la leyó y después tiró el papel—. ¿Y qué le ordenó Christopher que hiciera? —preguntó a Sharpe.
—Que permaneciera en un lugar llamado Vila Real de Zedes, señor.
—¿Para hacer qué, allí? ¿Rezar?
—Morir, señor.
—¿Morir? —preguntó sir Arthur en tono amenazante. Sabía que Sharpe estaba siendo insolente y, aunque el fusilero le había salvado la vida una vez, sir Arthur estaba decidido a reprenderle.
—Trajo unas tropas francesas al pueblo, señor. Y nos atacaron.
—De manera poco efectiva, por lo que veo —dijo Wellesley sarcástico.
—Muy poco efectiva, señor —reconoció Sharpe—, pero eran unos mil doscientos, señor, y nosotros sólo éramos sesenta. —No dijo más y en la gran sala se hizo el silencio mientras los hombres calculaban las probabilidades. Veinte a uno. Otro trueno rasgó los cielos y el destello de un relámpago se encendió hacia el oeste.
—¿Mil doscientos, Richard? —preguntó Hogan en un tono que sugería que tal vez Sharpe desearía rectificar la cifra a la baja.
—Probablemente eran más, señor —dijo Sharpe imperturbable—. Nos atacó la 31.ª Léger, pero reforzada al menos por un regimiento de dragones y un obús. Pero sólo uno, señor, y vimos cómo se iban. —Se calló y nadie comentó nada, pero en ese momento Sharpe cayó en la cuenta de que no había rendido homenaje a su aliado, así que se volvió de nuevo hacia Wellesley—. El teniente Vicente estuvo conmigo, señor, del 18.º portugués, y sus casi treinta hombres nos ayudaron mucho, aunque lamento informar de que él perdió un par de hombres y yo perdí otros dos. Y uno de mis hombres desertó, señor. Lo lamento.
Se hizo otro silencio, éste más largo, durante el cual los oficiales miraban a Sharpe mientras éste intentaba contar las velas que había sobre la mesa. Finalmente, lord Pumphrey rompió el silencio.
—¿Dice usted, teniente, que el señor Christopher llevó aquellas tropas para que lo mataran?
—Sí, señor.
Pumphrey sonrió.
—¿Las llevó él o ellas lo llevaron a él?
—Él las llevó —respondió Sharpe enérgico—. Y después tuvo la sangre fría de subir a la colina y decirme que la guerra había terminado y que debíamos bajar y dejar que los franceses se ocuparan de nosotros.
—Gracias, teniente —dijo Pumphrey con exagerada cordialidad.
De nuevo se hizo el silencio. Entonces el coronel Waters se aclaró la garganta.
—Recordará, señor —dijo con voz suave—, que fue el teniente Sharpe quien nos proporcionó nuestras embarcaciones esta mañana. —En otras palabras, le estaba diciendo a sir Arthur Wellesley que mostrase una maldita pizca de agradecimiento.
Pero sir Arthur no estaba de humor para mostrarse agradecido. Se quedó mirando a Sharpe, y entonces Hogan recordó la carta que había rescatado de Casa Hermosa y la sacó de su bolsillo.
—Es para usted, teniente —dijo, tendiéndole la carta a Sharpe—, pero no estaba cerrada, así que me tomé la libertad de leerla.
Sharpe desdobló el papel.
—«Él se va con los franceses —leyó Sharpe— y me obliga a acompañarle, pero yo no quiero.» —La firma era de Kate y estaba claro que había sido escrita a toda prisa.
—Supongo que ese «él» —preguntó Hogan— es Christopher, ¿verdad?
—Sí, señor.
—Entonces la razón por la que la señorita Savage se ausentó en marzo —continuó Hogan— ¿era el coronel Christopher?
—Sí, señor.
—¿Está enamorada de él?
—Está casada con él —dijo Sharpe, que no entendió que lord Pumphrey se sobresaltara al oírlo.
—Hace unas semanas —le dijo Hogan a Wellesley—, el coronel Christopher estaba cortejando a la madre de la señorita Savage.
—¿Nos ayuda en algo esta ridícula charla a determinar lo que está haciendo Christopher? —preguntó sir Arthur con considerable acritud.
—Al menos es divertido —respondió Pumphrey. Se levantó, se sacudió una mota de polvo de una manga y sonrió a Sharpe—. ¿Es verdad eso de que Christopher se casó con esa chica?
—Sí, señor.
—Entonces es un chico malo —dijo lord Pumphrey, divertido—, porque ya está casado. —El caballero disfrutó con aquella revelación—. Se casó con la hija de Pearce Courtnell hace diez años, en la feliz creencia de que ella le reportaría unas ocho mil libras al año. Después descubrió que apenas llegaba a los seis peniques. He oído que no se trata de un matrimonio feliz, y me atrevería a decir, sir Arthur, que las noticias del teniente Sharpe contestan a nuestras preguntas sobre la verdadera lealtad del coronel Christopher.
—¿De verdad? —preguntó Wellesley, confundido.
—Christopher no puede tener esperanzas de sobrevivir a un matrimonio bígamo si pretende labrarse un futuro en Inglaterra o en un Portugal libre —observó lord Pumphrey—, pero ¿y en Francia? ¿O en un Portugal gobernado por Francia? A los franceses no les preocupará cuántas esposas ha dejado en Inglaterra.
—Pero usted dice que él quiere volver a Inglaterra.
—Presenté la conjetura de que quisiera hacerlo —corrigió Pumphrey al general—. Al fin y al cabo, ha estado jugando en los dos lados del tablero, y si cree que estamos ganando, sin duda querrá regresar, como también sin duda negará haberse casado con la señorita Savage.
—Quizás ella sea de otra opinión —apuntó secamente Wellesley.
—Si es que ella vive para contarlo, cosa que dudo —dijo Pumphrey—. No, señor, no se puede confiar en él y me atrevería a decir que mis superiores en Londres le estarán inmensamente agradecidos si lo destituye usted de su cargo.
—¿Es eso lo que usted quiere?
—No es lo que quiero yo —replicó Pumphrey, y para ser un hombre de aspecto tan delicado y frágil, lo hizo con una fuerza considerable—. Es lo que quería Londres.
—¿Cómo puede estar tan seguro? —preguntó Wellesley, claramente disgustado por las insinuaciones de Pumphrey.
—Tiene información que nos pondría en una situación difícil —admitió Pumphrey—, incluyendo los códigos del Ministerio de Asuntos Exteriores.
Wellesley soltó su caballuno relincho a modo de risa.
—Es probable que ya se los haya entregado a los franceses.
—Lo dudo, señor —objetó Pumphrey mientras se examinaba las uñas de una mano con el entrecejo medio arrugado—. Lo normal es que un hombre se guarde sus mejores cartas para el final. Y al final Christopher querrá negociar, o con los franceses o con nosotros, y tengo que decir que al gobierno de Su Majestad tampoco le gusta esa posibilidad.
—Entonces dejo el destino de ese hombre en sus manos, por Dios —dijo Wellesley con evidente indignación—, y como sin duda eso significa trabajo sucio, entonces será mejor que le preste los servicios del capitán Hogan y del teniente Sharpe. En cuanto a mí, me voy a la cama. —Hizo un gesto cortés con la cabeza y salió de la habitación seguido por su ayudante, que llevaba fajos de papeles.
Lord Pumphrey cogió una frasca de vinho verde de la mesa y volvió a sentarse en su sillón con un exagerado suspiro.
—Sir Arthur hace que me flaqueen las rodillas —dijo, y fingió no advertir la expresión de asombro en los rostros de Hogan y Sharpe—. ¿Es verdad que le salvó usted la vida en la India, Richard?
Sharpe no dijo nada y Hogan contestó por él.
—Ésa es la razón por la que trata tan mal a Sharpe —dijo el irlandés—. Ese engreído no soporta estar en deuda con nadie, y menos aún estar en deuda con un bribón descarriado como Sharpe.
Pumphrey se estremeció.
—¿Saben qué es lo que más nos disgusta hacer en el Ministerio de Asuntos Exteriores? Viajar a lugares en el extranjero. Son tan incómodos… Pero aquí estoy, y supongo que tendremos que atender nuestras obligaciones.
Sharpe se había acercado a uno de los ventanales y contemplaba la húmeda oscuridad de fuera.
—¿Cuáles son mis obligaciones? —preguntó.
Lord Pumphrey se sirvió una generosa copa de vino.
—Hablando en plata, Richard —dijo—, su deber es encontrar al señor Christopher y después… —No terminó la frase: se limitó a pasarse un dedo por la garganta. Sharpe vio el gesto reflejado en el oscuro ventanal.
—Por cierto, ¿quién es Christopher en realidad? —quiso saber Sharpe.
—Era un chupabotas, Richard —dijo Pumphrey, y su voz sonó mordaz por el desprecio—, un chupabotas bastante listo del Ministerio de Asuntos Exteriores. —Un chupabotas era un hombre que se abría camino intimidando y a base de golpes de fusta hasta situarse el primero en el campo gracias a que cabalgaba pegado a los perros, fastidiando con ello a muchos otros cazadores—. Pero él pensaba que tenía un futuro muy bueno —continuó—, si es que podía domar su marcada tendencia a complicar las cosas. Le gusta intrigar, a ese Christopher. Por necesidad, el Ministerio de Asuntos Exteriores ha de negociar con cuestiones secretas y él se dedica a esto con gusto. Aun así, y pese a ello, se consideraba que tenía los modos de un excelente diplomático, y el año pasado fue enviado aquí para que indagara sobre el carácter de los portugueses. Hubo rumores, por fortuna infundados, de que gran parte del pueblo portugués, en especial gente del norte, sentía algo más que simpatía por los franceses, y se suponía que Christopher simplemente venía a determinar el alcance de esa simpatía.
—¿Y eso no podía hacerlo la embajada? —preguntó Hogan.
—No sin que se notara —dijo Pumphrey—, y no sin ofender a una nación que, al fin y al cabo, es nuestro más antiguo aliado. Además, sospecho que si usted encargase a alguien de la embajada que hiciera preguntas, sólo obtendría las respuestas que la gente piensa que quiere oír. No, se suponía que Christopher era un caballero inglés de viaje por el norte de Portugal, pero, como pueden ver, se le presentó una oportunidad. Cradock sabía tan poco entonces que lo ascendió de rango, y así empezó Christopher a urdir sus planes. —Lord Pumphrey levantó la vista al techo, lleno de pinturas de deidades complacientes y ninfas bailando—. Yo sospecho que el señor Christopher ha estado apostando a todos los caballos de la carrera. Sabemos que estaba promoviendo un amotinamiento, pero tengo fuertes sospechas de que traicionó a los amotinados. Alentaba esa conspiración para hacernos creer que trabajaba por nuestros intereses, y la traición le valió el aprecio de los franceses. Tiene la determinación de estar en el lado vencedor, ¿no creen? Pero su principal maquinación, por supuesto, es enriquecerse a expensas de las mujeres Savage. —Pumphrey hizo una pausa y a continuación mostró una sonrisa angelical—. Siempre he admirado bastante a los bígamos. Una sola mujer sería, en general, demasiado para mí, pero ¡un hombre que tiene dos!
—¿Ha dicho usted que él quiere regresar? —preguntó Sharpe.
—Ésa es mi suposición. James Christopher no es el tipo de hombre que quema sus naves a menos que no le queden alternativas. Oh, sí, estoy seguro de que estará tramando alguna manera de regresar a Londres por si se encuentra con que carece de oportunidades con los franceses.
—Entonces se supone que tengo que disparar a ese cabrón —dijo Sharpe.
—En el Ministerio de Asuntos Exteriores no lo expresaríamos exactamente de esa forma —dijo lord Pumphrey con severidad—, pero veo que se toma usted en serio el asunto. Vaya y dispárele, Richard, y que Dios bendiga su pequeño rifle.
—¿Y qué está haciendo usted aquí? —se le ocurrió preguntar a Sharpe.
—¿Aparte de estar sumamente incómodo? —contestó Pumphrey—. Me enviaron para que supervisara a Christopher. Él se dirigió a Cradock con información sobre una propuesta de motín. Cradock, con gran acierto, informó del asunto a Londres y en Londres les entusiasmó la idea de corromper al ejército de Bonaparte en Portugal y España, pero pensaron que se necesitaba a alguien con conocimiento y buen juicio para impulsar el plan y, naturalmente, me pidieron que viniera.
—Y ahora ya podemos olvidarnos del plan —observó Hogan.
—Así es —replicó ásperamente Pumphrey—. Christopher trajo al capitán Argenton para que hablara con Cradock —le explicó a Sharpe—, y cuando Cradock fue reemplazado, Argenton cruzó las líneas por iniciativa propia para consultar con sir Arthur. Quería el compromiso de que nuestras tropas no intervendrían en caso de un amotinamiento francés, pero sir Arthur no había oído hablar de esos planes y le dijo que ya se podía volver con el rabo entre las piernas al oscuro lugar de donde había venido. Así que ya no hay planes ni misteriosos mensajeros con capas y puñales, sólo soldadesca a la manera tradicional. Ay, al parecer yo sobro para lo que se necesita, y el señor Christopher, si es que hay que dar crédito a la nota de esa amiguita suya, se ha ido con los franceses, lo que significa, pienso yo, que cree que aún van a ganar esta guerra.
Hogan había abierto la ventana para oler la lluvia, pero ahora se volvió hacia Sharpe.
—Debemos irnos, Richard. Tenemos cosas que planificar.
—Sí, señor. —Sharpe cogió su malparado chacó e intentó devolver a la visera su forma original, pero después se le ocurrió otra pregunta—. ¿Milord?
—¿Richard? —respondió con seriedad lord Pumphrey.
—¿Se acuerda usted de Astrid? —preguntó Sharpe con torpeza.
—Me acuerdo muy bien de la hermosa Astrid —respondió Pumphrey afable—. La atractiva hija de Ole Skovgaard.
—Me preguntaba si habría tenido usted noticias de ella, milord —dijo Sharpe. Se había ruborizado.
Lord Pumphrey sí tenía noticias de ella, pero no se preocupó de contárselas a Sharpe, pues lo cierto era que tanto Astrid como su padre estaban ambos en sus tumbas, degollados por orden de Pumphrey.
—Oí decir —explicó el lord con amabilidad— que hubo una epidemia en Copenhague. ¿Malaria, quizá? ¿O fue cólera? Una desgracia, Richard. —Extendió las manos.
—¿Está muerta?
—Eso me temo.
—Oh —dijo Sharpe inadecuadamente. Se quedó parpadeando afligido. Una vez había pensado que podría dejar el ejército y vivir con Astrid, para así llevar una nueva vida en la limpia decencia de Dinamarca—. Lo siento.
—También yo —dijo enseguida lord Pumphrey—, y mucho. Pero hábleme de la señorita Savage, Richard. ¿Es tan hermosa como dicen?
—Sí —dijo Sharpe—, lo es.
—Eso pensaba —dijo lord Pumphrey resignado.
—Y morirá —gruñó Hogan a Sharpe—, si usted y yo no nos damos prisa.
—Sí, señor —dijo Sharpe, y salieron corriendo.

Hogan y Sharpe caminaban bajo la lluvia nocturna, subiendo por la colina en dirección a una escuela que Sharpe había requisado como cuartel para sus hombres.
—¿Sabe usted —dijo Hogan considerablemente irritado— que lord Pumphrey es un bujarrón?
—Claro que sé que es un bujarrón.
—Pueden colgarlo por eso —observó Hogan con impúdica satisfacción.
—Aun así, me gusta —dijo Sharpe.
—Es una víbora. Todos los diplomáticos lo son. Son peores que los abogados.
—No es un estirado.
—Nada en el mundo le gustaría más a lord Pumphrey que poder estirarse a su lado, Richard —dijo Hogan y se rió, de nuevo de buen humor—. ¿Y cómo demonios vamos a encontrar a esa pobre niñata y al podrido de su marido, eh?
—¿Vamos? —preguntó Sharpe—. ¿También va a venir usted?
—Esto es demasiado importante como para dejarlo en manos de un modesto teniente inglés —dijo Hogan—. Para este encargo se necesita la sagacidad de un irlandés.
Una vez en la escuela, Sharpe y Hogan se sentaron en la cocina, donde los franceses que habían invadido la ciudad habían dejado una mesa intacta; como Hogan había dejado el mapa bueno en el cuartel del general, usó un trozo de carbón para dibujar una versión más tosca sobre la gastada superficie de la mesa. Desde el aula principal, donde los hombres de Sharpe habían extendido sus mantas, llegaba el sonido de risas de mujeres. Sus hombres, pensó Sharpe, llevaban menos de un día en la ciudad y ya habían encontrado unas cuantas mujeres.
—Es lo mejor para aprender el idioma, señor —le había asegurado Harper—, y todos nosotros andamos algo cortos de educación, señor, como muy bien sabe usted.
—¡Bien! —Hogan cerró la puerta de un puntapié—. Mire el mapa, Richard. —Le mostró cómo habían subido los ingleses por la costa de Portugal y cómo habían desalojado a los franceses de Oporto, y cómo, al mismo tiempo, el ejército portugués había atacado en el este—. Han recuperado Amarante —dijo Hogan—, lo que es bueno, porque significa que Soult no puede cruzar ese puente. Está bloqueado, Richard, totalmente bloqueado, así que no tiene elección. Tendrá que seguir hacia el norte a través de las colinas para llegar a una mala carretera aquí arriba —el carbón chirrió al trazar una irregular línea sobre la mesa—, y ésta es una carretera endemoniada. Si los portugueses pueden seguir avanzando con este tiempo de mil demonios, cortarán la carretera aquí. —El carbón trazó una cruz—. Es un puente llamado Ponte Nova. ¿Lo recuerda?
Sharpe negó con la cabeza. Había visto tantos puentes y carreteras de montaña que no podía recordar cuál era cuál.
—Ponte Nova —dijo Hogan— significa puente nuevo, aunque, naturalmente, es tan viejo como las colinas. Un cartucho de pólvora lo enviará garganta abajo convertido en escombros y entonces, Richard, monsieur Soult va a estar bien jodido. Pero sólo estará jodido si los portugueses logran llegar allí. —Parecía pesimista, pues el tiempo no era propicio para una marcha forzada por las montañas—. Y si no pueden detener a Soult en Ponte Nova, entonces existe una pequeña oportunidad de que lo alcancen en El Saltador. Eso sí lo recuerda, ¿verdad?
—De eso sí me acuerdo, señor —dijo Sharpe.
El Saltador era un puente en lo alto de las montañas, un arco de piedra que salvaba una profunda y estrecha garganta; por eso aquel espectacular arco había recibido ese nombre. Sharpe recordaba a Hogan cartografiando aquello y se acordaba de un pequeño pueblo de casas bajas de piedra, y sobre todo del río que se despeñaba en un furioso torrente bajo el puente colgante.
—Si llegan a El Saltador y lo cruzan —dijo Hogan—, entonces lo único que podremos hacer será enviarles un beso de despedida y desearles buena suerte. Habrán escapado. —Se sobresaltó cuando el retumbar de un trueno le recordó el tiempo que hacía—. Ah, bueno —suspiró—, tendremos que hacerlo lo mejor que podamos.
—¿Y no es eso lo que estamos haciendo? —inquirió Sharpe.
—Bien, Richard, ésa es una pregunta muy buena —dijo Hogan. Inhaló una pizca de rapé, se quedó quieto y después estornudó con violencia—. Por Dios, los médicos dicen que despeja los bronquios, sea lo que sea eso. Bien, yo lo veo así, puede suceder una de estas dos cosas. —Golpeteó la raya de carbón que marcaba Ponte Nova—. Si los franceses son detenidos en este puente, la mayoría de ellos se rendirán, no tendrán otra elección. Algunos se internarán en las montañas, por supuesto, pero allí se encontrarán por todas partes con paisanos armados en busca de gargantas y otras partes del cuerpo que cortar. Así que puede suceder que encontremos al señor Christopher entre el ejército cuando éste se rinda, aunque es más probable que huya y afirme que es un prisionero inglés que se ha fugado. En cuyo caso nos internaremos en las montañas, daremos con él y lo pondremos delante de un paredón.
—¿De verdad?
—¿Eso le preocupa?
—Preferiría colgarlo.
—Ah, bien, podemos discutir el método cuando llegue el momento. Ahora bien, lo segundo que podría suceder, Richard, es que los franceses no sean detenidos en Ponte Nova, en cuyo caso necesitaremos llegar a El Saltador.
—¿Por qué?
—Piense en cómo era aquello, Richard. Un profundo barranco, pendientes empinadas por todas partes, el tipo de lugar donde un par de fusileros podrían ser despiadados. Y si los franceses están cruzando el puente, los veremos, y sus rifles Baker tendrán que hacer lo necesario.
—¿Podemos acercarnos lo suficiente? —preguntó Sharpe, intentando recordar cómo era el terreno próximo al puente colgante.
—Hay precipicios y altos peñascos. Estoy seguro de que podrán acercarse a unos doscientos pasos.
—Con eso servirá —dijo Sharpe con gesto serio.
—Así que, de una u otra forma, tendremos que acabar con él —concluyó Hogan echándose hacia atrás—. Es un traidor, Richard. Probablemente no sea tan peligroso como se cree, pero si llega a París no cabe duda de que los franchutes le chuparán el cerebro hasta dejárselo seco y así se enterarán de un par de cosas que preferiríamos que no supieran. Y si regresa a Londres, es lo suficientemente escurridizo como para convencer a esos idiotas de que ha estado trabajando por nuestros intereses. De modo que, teniendo todo esto en cuenta, Richard, yo diría que estará mejor muerto.
—¿Y Kate?
—A ella no vamos a matarla —respondió Hogan en tono de reproche.
—Señor, en marzo —dijo Sharpe— me ordenó que la rescatara. ¿Sigue en pie esa orden?
Hogan miró el techo, que estaba ennegrecido por el humo y lleno de ganchos de aspecto mortal.
—En el poco tiempo que hace que lo conozco, Richard, me he dado cuenta de que tiene usted una lamentable tendencia a calzarse una brillante armadura y a buscar damas a las que rescatar. Al rey Arturo, Dios lo tenga en su gloria, le habría gustado usted. Le habría puesto a luchar contra cualquier caballero malvado del bosque. ¿Acaso es importante rescatar a Kate Savage? En realidad, no. Lo principal es castigar al señor Christopher, y me temo que la señorita Savage tendrá que asumir sus riesgos.
Sharpe bajó la mirada al mapa de carbón.
—¿Cómo llegaremos a Ponte Nova?
—A pie, Richard, a pie. Debemos cruzar las montañas y esos caminos no son buenos para los caballos. Perdería la mitad del tiempo tirando de ellos, preocupándose por su alimento, revisando sus cascos y deseando no tenerlos. ¿Y unas mulas? Eso sí. Ensillaría unas mulas y nos las llevaríamos, pero, ¿dónde vamos a encontrar mulas esta noche? Pero ya sea en mula o a pie, sólo podemos llevarnos a unos pocos hombres, los mejores y más en forma, y tenemos que salir antes del alba.
—¿Y qué hago con el resto de mis hombres?
Hogan reflexionó unos instantes.
—Al mayor Potter podrían venirle bien aquí —sugirió—, para que ayuden a vigilar a los prisioneros.
—No quiero perderlos al volver a Shorncliffe —dijo Sharpe. Se temía que el segundo batallón estaría haciendo preguntas sobre sus fusileros perdidos. No les preocuparía que el teniente Sharpe hubiese desaparecido, pero lamentarían profundamente la ausencia de varios de sus mejores tiradores.
—Mi querido Richard, si cree usted que sir Arthur va a perder siquiera un par de buenos fusileros, entonces es que no lo conoce ni la mitad de bien de lo que cree. Revolverá el cielo y la tierra para mantenerlos aquí. Y usted y yo tenemos que desplazarnos a toda prisa hacia Ponte Nova antes que nadie más.
Sharpe hizo una mueca.
—Los franceses nos llevan un día de ventaja.
—No, de eso nada. Se fueron como idiotas hacia Amarante, lo que significa que ignoran que los portugueses lo han recuperado. A estas alturas habrán descubierto que están en aprietos, pero dudo que salgan hacia el norte antes del amanecer. Si nos damos prisa, los derrotaremos. —Frunció el ceño, mirando otra vez el mapa—. Sólo hay un auténtico problema que yo pueda ver, aparte del de no encontrar al señor Christopher cuando lleguemos allí.
—¿Un problema?
—Sé cómo abrirme camino a Ponte Nova desde Braga —dijo Hogan—, pero ¿y si los franceses están ya en la carretera de Braga? Tendremos que ir por las montañas y es un territorio agreste, Richard, un lugar en el que es fácil perderse. Necesitamos un guía y necesitamos encontrarlo rápido.
Sharpe sonrió.
—Si no le importa viajar con un oficial portugués que se cree un filósofo y un poeta, entonces creo que conozco al hombre adecuado.
—Soy irlandés —dijo Hogan—, no hay nada que amemos más que la filosofía y la poesía.
—También es abogado.
—Si nos lleva a Ponte Nova —dijo Hogan—, sin duda Dios le perdonará por eso.
Las risas de las mujeres eran ahora más fuertes, pero era hora de terminar la fiesta. Era hora de que una decena de los mejores hombres de Sharpe arreglaran sus botas y llenaran sus cartucheras.
Era la hora de la venganza.