CAPÍTULO 8

El sonido de los disparos se acercaba desde el oeste, canalizado por las altas laderas que caían al valle del río, pero Sharpe no podía distinguir si la batalla se estaba librando en la orilla norte o en la orilla sur del Duero. Tampoco podía saber si en realidad se trataba de una batalla. Quizá los franceses hubiesen instalado baterías para proteger la ciudad de un ataque desde el mar y aquellas baterías sólo estuviesen disparando contra fragatas entrometidas. O quizá los cañones simplemente estuvieran realizando prácticas de tiro. Pero una cosa era cierta: nunca sabría qué estaban haciendo aquellos cañones si no se acercaba más.

Volvió corriendo al pueblo, seguido por Ronnie, que avanzaba arrastrando los pies y anunciando al mundo con gritos inarticulados su descubrimiento. Sharpe encontró a Vicente.

—El transbordador aún está ahí —le anunció—; él me lo ha enseñado —dijo señalando a Ronnie.

—Pero ¿y los cañones? —Vicente estaba desconcertado.

—Vamos a averiguar lo que están haciendo —respondió Sharpe—, pero pida a la gente de aquí que saque a flote la barca. Puede que aún la necesitemos. Aunque iremos hacia la ciudad.

—¿Todos nosotros?

—Todos nosotros. Pero dígales que quiero esa barca a flote a media mañana.

La madre de Ronnie, una mujer consumida y encorvada, vestida toda de negro, apartó a su hijo del lado de Sharpe y le regañó con voz estridente. Sharpe le entregó el último pedazo de queso que quedaba en el macuto de Harper, explicó que Ronnie era un héroe y después condujo a su variopinto grupo por la orilla del río hacia el oeste.

Estaban bien cubiertos. Huertas de frutales, olivares, cobertizos para el ganado y pequeños viñedos llenaban la estrecha franja de tierra llana junto a la ribera norte del Duero. Los cañonazos, ocultos por la cercanía de la gran colina sobre la que se hallaba el edificio de tejado plano, eran esporádicos. Los disparos alcanzaban la intensidad de una batalla y después cesaban lentamente. Durante unos minutos no abrían fuego, o sólo disparaban una vez y el sonido levantaba el eco en las colinas del sur, rebotaba en las del norte y se abría camino valle abajo.

—Quizá —sugirió Vicente, señalando hacia el gran edificio blanco de arriba— deberíamos subir al seminario.

—Los gabachos estarán allí —dijo Sharpe. Estaba acuclillado junto a un seto y, por alguna razón, hablaba en voz muy baja. Parecía increíble que no hubiera allí ni un solo piquete francés, pero estaba seguro de que los franceses habrían colocado algunos hombres en la gran construcción que dominaba la orilla este de la ciudad con la misma efectividad que un castillo—. ¿Qué ha dicho usted que era?

—Un seminario. —Vicente vio que Sharpe seguía sin entender—. Un lugar donde se forman los sacerdotes. Una vez pensé en hacerme sacerdote.

—Por Dios —dijo Sharpe sorprendido—, ¿de verdad quería ser cura?

—Lo pensé, sí —respondió Vicente a la defensiva—. ¿No le gustan los sacerdotes?

—No mucho.

—Entonces me alegro de haberme hecho abogado —dijo Vicente con una sonrisa.

—Usted no es abogado, Jorge —dijo Sharpe—: usted es un maldito soldado, como todos nosotros. —Y tras hacerle aquel cumplido se volvió, mientras el último de sus hombres atravesaba el pequeño prado para agacharse junto al seto. Si los franceses tenían hombres en el seminario, pensó, o bien estaban dormidos o, lo que era más probable, habían visto los uniformes azules y verdes y los habían confundido con sus propias casacas. ¿Pensaban que el azul de los portugueses era el de los gabanes franceses? El azul portugués era más oscuro que el de los gabanes de la infantería francesa y el verde de los fusileros era mucho más oscuro que el de los gabanes de los dragones, pero a distancia los uniformes se podían confundir. ¿O sucedía, tal vez, que no había nadie en el edificio? Sharpe sacó el pequeño catalejo y estuvo mirando un buen rato. El seminario era inmenso, un gran bloque blanco de cuatro pisos de altura; sólo en la fachada sur tenía que haber al menos noventa ventanas, pero no podía ver movimiento en ninguna de ellas, y tampoco había nadie en el tejado plano, que tenía un parapeto de tejas rojas y seguramente proporcionaba el mejor puesto de observación al este de la ciudad.

—¿Vamos a ir ahí? —le preguntó Vicente a Sharpe.

—Puede —respondió Sharpe cauteloso. Se sentía tentado porque el edificio ofrecería una maravillosa vista de la ciudad, pero aun así no podía creerse que los franceses hubieran dejado el edificio vacío—. De todas formas, primero avanzaremos un poco más por la orilla.

Avanzó con sus fusileros. Sus casacas verdes se camuflaban bien con el follaje, lo que les daba una pequeña ventaja en caso de que hubiese algún piquete francés delante, pero no vieron ninguno. Sharpe tampoco detectó actividad en la orilla sur, aunque los cañones seguían disparando, pero sí pudo ver, sobre la mole de la colina del seminario, una sucia nube de humo blanco que se internaba por el valle del río.

Ahora había más edificios; muchos de ellos eran casitas construidas cerca del río, y sus jardines, un laberinto de vallas, viñas y olivos, ocultaban a los hombres de Sharpe en su avance hacia el oeste. Por encima de Sharpe, a su derecha, el seminario se cernía como una gran amenaza en el cielo, con sus hileras de ventanas vacías y negras; Sharpe no podía librarse del temor a que una horda de soldados franceses estuviera escondida tras aquella pared de piedra y cristal que resplandecía por el sol, aunque ninguna de las veces que miró advirtió movimiento alguno.

Entonces, de repente, vio a un soldado francés allí delante. Sharpe había doblado un recodo, y allí estaba aquel hombre. Se hallaba en medio de una rampa adoquinada que llevaba del cobertizo de un constructor de barcas hasta el río, y se había agachado para jugar con un perrillo. Sharpe hizo una señal desesperada para que sus hombres se detuvieran. El enemigo era un soldado de infantería y estaba a sólo siete u ocho pasos de ellos, totalmente despreocupado y dando la espalda a Sharpe; su chacó y su mosquete descansaban sobre los adoquines, mientras él dejaba que el cachorro mordisquease juguetón su mano derecha. Y si había un soldado francés, tenía que haber más. ¡Tenía que haber más! Sharpe miró más allá de aquel hombre, hacia una zona donde unos álamos y unos espesos arbustos bordeaban el extremo más alejado de la rampa. ¿Había allí una patrulla? No vio ninguna señal de su existencia, ni ningún indicio de actividad entre los ruinosos cobertizos del astillero.

Entonces el francés o bien oyó una bota que se arrastraba o bien sintió que estaba siendo observado, porque se enderezó y se giró; en ese momento se dio cuenta de que su mosquete seguía en el suelo y se agachó a por él, pero quedó paralizado cuando el rifle de Sharpe le apuntó a la cara. Sharpe negó con la cabeza y después le indicó al soldado con el rifle que se pusiera derecho. El hombre obedeció. Era joven, apenas mayor que Pendleton o Perkins, y tenía una cara redonda e inocente. Parecía asustado; dio un involuntario paso atrás cuando Sharpe, veloz, se acercó a él, y gimoteó mientras éste se lo llevaba, agarrado por la casaca, al otro lado del recodo. Sharpe lo tiró al suelo de un empujón, sacó la bayoneta de la vaina del soldado y la arrojó al río.

—Átalo —ordenó a Tongue.

—Cortarle la garganta —sugirió Tongue— es más fácil.

—Átalo —insistió Sharpe—, amordázalo y hazlo bien. —Hizo una seña a Vicente, que estaba detrás—. Éste es el único que he visto.

—Debe de haber más —afirmó Vicente.

—Sabe Dios dónde estarán.

Sharpe regresó al recodo, echó un vistazo alrededor y no vio más que al cachorro, que ahora estaba intentando arrastrar por el adoquinado el mosquete del francés tirando de él por la correa. Hizo un gesto a Harper para que se acercara.

—No veo a ninguno más —susurró Sharpe.

—No es posible que estuviera solo —observó Harper.

Aunque nada se movió.

—Quiero llegar a esos árboles, Pat —siseó Sharpe, señalando hacia el otro lado de la rampa.

—Pues a correr como cabrones, señor —dijo Harper, y los dos hombres atravesaron a la carrera el espacio abierto y se arrojaron entre los árboles. Ningún mosquete disparó, nadie gritó, pero el perrito, creyendo que era un juego, los siguió.

—¡Vete con tu madre! —le susurró Harper al perro, que acababa de ladrarle.

—¡Jesús! —exclamó Sharpe, no por el ruido que estaba haciendo el perro, sino porque podía ver barcas. Se suponía que los franceses habían destruido o capturado todas las embarcaciones a la largo del Duero, pero ante él, encalladas por la marea baja en la fangosa orilla donde el río describía una curva, había tres enormes gabarras de vinateros. ¡Tres! Se preguntó si las habrían perforado y, mientras Harper mantenía callado al cachorro, se metió en aquel barro pegajoso y subió a bordo de la barcaza que estaba más próxima. El espeso follaje de los árboles lo ocultaba de cualquiera que estuviese en la orilla norte (tal vez por esa razón los franceses habían pasado por alto las tres embarcaciones) y, lo que era mejor aún, la gabarra a la que Sharpe había subido estaba en bastante buen estado. Había mucha agua en la sentina, pero Sharpe la probó y comprobó que era agua dulce, así que se trataba de agua de lluvia, no del agua salada de la marea que remontaba el Duero dos veces al día. Sharpe atravesó entre salpicaduras la sentina inundada y no encontró grietas por golpe de hacha que hicieran agua. Después se aupó a la cubierta lateral, donde había seis grandes remos atados juntos con cuerdas deshilachadas. Incluso encontró un pequeño esquife colocado boca abajo en la popa, con un par de antiguos remos, agrietados y descoloridos, medio metidos debajo del casco.

—¡Señor! —susurró Harper desde la orilla—. ¡Señor! —Estaba señalando al otro lado del río. Sharpe miró por encima del agua y vio un gabán rojo. Un solo jinete, evidentemente inglés, le devolvió la mirada. El hombre llevaba un bicornio, de modo que era un oficial, pero cuando Sharpe lo saludó con la mano no devolvió el saludo. Sharpe supuso que el hombre estaba confundido por su casaca verde.

—Traiga a todo el mundo aquí, ahora mismo —ordenó Sharpe a Harper, y volvió a mirar al jinete. Durante uno o dos segundos se preguntó si no sería el coronel Christopher, pero aquel hombre era más fornido y su caballo, como la mayoría de los caballos ingleses, tenía la cola cortada, mientras que Christopher, imitando a los franceses, había dejado la cola del suyo sin cortar. El hombre, que estaba atando su caballo bajo un árbol, se volvió; parecía que estuviera hablando con alguien, aunque Sharpe no pudo ver a nadie más en la orilla de enfrente. Después el hombre volvió a mirar a Sharpe y le hizo enérgicos gestos en dirección a las tres barcazas.

Sharpe dudaba. Estaba claro que aquel hombre era de rango superior al suyo. Si cruzaba el río, se encontraría de nuevo bajo la férrea disciplina del ejército y ya no sería libre para actuar como deseara. Si enviaba a alguno de sus hombres, sucedería lo mismo, pero entonces pensó en Luis y llamó al barbero y le ayudó a subir a la pesada borda de la gabarra.

—¿Sabe manejar un bote pequeño? —preguntó.

Luis lo miró momentáneamente alarmado, luego asintió con firmeza.

—Sí, sí sé.

—Pues cruce el río y entérese de qué es lo que quiere ese oficial inglés. Dígale que estamos haciendo un reconocimiento del seminario. Y dígale también que hay otro bote en Barca d’Avintas. —Sharpe estaba haciendo la rápida suposición de que los ingleses habían avanzado hasta el norte y se habían tenido que detener ante el Duero. Dedujo que los cañonazos procedían de las baterías que se disparaban unas a otras por encima del río, pero sin botes los ingleses estarían desvalidos. ¿Dónde demonios estaba la puñetera marina?

Harper, Macedo y Luis bajaron a pulso el esquife de la borda y cruzaron el fango viscoso hasta llegar al río. Estaba subiendo la marea, pero aún faltaba un buen rato hasta que alcanzara las gabarras. Luis cogió los remos, se sentó en el banco y, con una destreza admirable, se alejó con un impulso de la orilla. Miró por encima del hombro para calcular la dirección y entonces remó con vigor. Sharpe vio aparecer a otro jinete detrás del primero, el segundo también con gabán rojo y bicornio negro, y sintió que las obligaciones del ejército se acercaban para atraparlo, así que saltó de la barcaza y cruzó el barro hasta llegar a la orilla.

—Usted quédese aquí —ordenó a Vicente—, que yo echaré un vistazo a la colina.

Por un instante Vicente pareció dispuesto a discutir, pero al final aceptó el plan. Sharpe ordenó a sus fusileros que le siguieran. Mientras desaparecían entre los árboles, Sharpe miró hacia atrás y vio que Luis casi había llegado a la otra orilla; después atravesó unos laureles y vio la carretera delante de él. Era la misma carretera por la que había escapado de Oporto y a la izquierda podían verse las casas donde Vicente le había salvado el cuello. No pudo ver a ningún francés. Volvió a mirar hacia el seminario, pero allí no se movía nada. Al infierno con todo, pensó; adelante.

Condujo a sus hombres en orden de escaramuza hacia lo alto de la colina, que ofrecía poca protección. Un par de árboles descuidados rompían la superficie del pasto y un destartalado cobertizo se levantaba a medio camino; por lo demás, aquello sería una trampa mortal si hubiese algunos franceses en el gran edificio. Sharpe sabía que debería haber tenido más cuidado, pero nadie disparó desde las ventanas, nadie lo desafió, de modo que aceleró el paso hasta sentir que le dolían los músculos de las piernas, porque la cuesta era muy empinada.

Después, de golpe, advirtió que había llegado sano y salvo a la base del seminario. La planta baja tenía pequeñas ventanas con barrotes y siete puertas con arcos. Sharpe probó a abrir una, pero estaba cerrada y era tan sólida que cuando la golpeó sólo consiguió hacerse daño. Se agachó y esperó a que llegaran los rezagados de entre sus hombres. Hacia el oeste, podía ver el valle que se extendía entre el seminario y la ciudad; también pudo ver que los cañones franceses estaban disparando desde lo alto de la colina de Oporto hacia la otra orilla del río, aunque su objetivo quedaba oculto por una colina de la orilla sur.

Un enorme convento se alzaba en la oscura colina, el mismo convento, recordó Sharpe, desde donde los cañones portugueses se habían batido en duelo con los franceses el mismo día en que cayó la ciudad.

—Ya estamos todos —le dijo Harper.

Sharpe siguió el muro del seminario, que estaba construido con enormes sillares. Se dirigió hacia el oeste, hacia la ciudad. Hubiera preferido tomar la dirección contraria, pero tenía la impresión de que la entrada principal del edificio estaría de cara a Oporto. Todas las puertas junto a las que pasaba estaban cerradas. ¿Por qué demonios no había franceses allí? No se veía ninguno, ni siquiera en el límite de la ciudad a casi un kilómetro. El muro torció a su derecha y vio unos escalones que subían hacia una puerta ornamentada. No había centinelas vigilando la entrada, aunque ahora, por fin, sí vio franceses. Había un convoy de carros en una carretera que se internaba en el valle del norte del seminario. Los carros, tirados por bueyes, eran escoltados por dragones, y Sharpe, con el pequeño catalejo de Christopher, comprobó que los vehículos estaban llenos de hombres heridos. ¿Estaba Soult enviando a sus inválidos de regreso a Francia? ¿O sólo estaba vaciando sus hospitales antes de emprender una nueva batalla? Y seguramente ahora ya no estaría pensando en marchar sobre Lisboa, pues los ingleses habían avanzado hacia el norte y llegado hasta el Duero, y eso hizo pensar a Sharpe que sir Arthur Wellesley debía de haber llegado a Portugal para avivar los ánimos de las tropas inglesas.

La entrada del seminario estaba enmarcada por una ornamentada fachada que culminaba en una cruz de piedra, ahora desconchada por disparos de mosquetes. La puerta principal, a la que se accedía por unos escalones, era de madera con remaches, y cuando Sharpe giró la manija de hierro forjado se sorprendió de que estuviese abierta. Empujó la puerta con la culata de su rifle para abrirla y se encontró con un zaguán vacío, con el suelo de baldosas y las paredes pintadas de un verde pálido. El retrato de un santo escuálido colgaba torcido de una pared, y el cuerpo del santo estaba acribillado a balazos. Cerca del santo habían garabateado un grosero dibujo de una mujer y un soldado francés; eso demostraba que los franceses habían estado dentro del seminario, aunque ahora no se veía a ninguno. Sharpe entró, y en las paredes resonó el eco de sus botas.

—¡Jesús, María y José! —dijo Harper, mientras se santiguaba—. ¡Nunca había visto un edificio tan grande! —Miró sobrecogido el sombrío corredor—. ¿Cuántos malditos curas necesita un país?

—Depende de cuántos pecadores haya —ironizó Sharpe—. Y ahora registremos este sitio.

Dejó a seis hombres en la entrada como piquete de vigilancia y luego bajó por las escaleras para desatrancar una de las puertas de arco que daban al río. Aquella puerta sería su vía de escape si los franceses llegaban al seminario. Una vez hubo asegurado la retirada, revisó los dormitorios, los cuartos de baño, las cocinas, el refectorio y las aulas de aquel vasto edificio. Todas las habitaciones estaban llenas de muebles destrozados y sobre el suelo de madera de la biblioteca yacían esparcidos miles de libros desgarrados, pero no había nadie. La capilla había sido profanada, el altar despedazado para hacer leña y el coro usado como letrina.

—Cabrones —dijo Harper en voz baja.

Gataker, con el guardamonte del gatillo colgando del último tornillo, miraba boquiabierto una burda pintura de dos mujeres en extraña unión a tres dragones franceses que había sido pintarrajeada en la pared encalada donde antes había, colgado sobre el altar, un gran tríptico de la Natividad.

—Ésta es buena —dijo en un tono tan respetuoso como el que habría empleado en la exposición estival de la Royal Academy.

—A mí las mujeres me gustan un poco más rollizas —dijo Slattery.

—¡Vamos! —gruñó Sharpe. Ahora su cometido más urgente era encontrar el cuarto donde se almacenaban los vinos del seminario (estaba seguro de que habría uno), pero cuando por fin descubrió la bodega vio con alivio que los franceses ya habían estado allí y que no quedaba nada más que botellas vacías y barriles reventados.

—¡Unos auténticos cabrones! —dijo Harper verdaderamente dolido, aunque el propio Sharpe habría destrozado las botellas y los barriles para prevenir que sus hombres bebieran hasta caer desmayados. Y ese pensamiento le hizo darse cuenta de que ya había decidido inconscientemente que se quedaría en este edificio todo el tiempo que pudiera. Sin duda los franceses querían conservar Oporto, pero quienquiera que controlase el seminario dominaría el flanco oriental de la ciudad.

La larga fachada con una miríada de ventanas que daban al río resultaba engañosa, pues el edificio era muy estrecho; apenas una docena de ventanas daban directamente a Oporto, aunque en la parte trasera del seminario, la más alejada de la ciudad, una extensa ala se proyectaba hacia el norte. En el ángulo formado por ambas alas había un jardín, donde unos manzanos habían sido cortados para leña. Los dos lados del jardín que no quedaban abrazados por el edificio estaban protegidos por un alto muro de piedra, atravesado por un par de magníficas puertas de hierro que se abrían hacia Oporto. En un cobertizo, oculto tras una pila de redes que en el pasado se utilizaban para mantener a los pájaros alejados de los frutales, Sharpe encontró una vieja piqueta que le entregó a Cooper.

—Empieza a abrir aspilleras —dijo señalando el extenso muro—. ¡Patrick! Busque otras herramientas. Destaque a otros seis hombres para que ayuden a Coops, y el resto que vayan al tejado, pero que no se les vea. ¿Entendido? Tienen que permanecer ocultos.

Por su parte, Sharpe se dirigió a una gran habitación que, sospechaba, había sido la oficina del director del seminario. Había estanterías como en una biblioteca y había sido saqueada igual que el resto del edificio. El suelo estaba cubierto por una gruesa capa de libros rotos y despedazados, una gran mesa había sido lanzada contra una pared y había un óleo rasgado y medio quemado de un clérigo con aspecto de santo en la enorme chimenea. El único objeto intacto era un crucifijo, negro como el hollín, que colgaba de la pared sobre la repisa de la chimenea.

Sharpe abrió del todo la ventana situada justo sobre la puerta principal del seminario y recurrió al pequeño catalejo para examinar la ciudad que se alzaba a una cercanía tentadora al otro lado del valle. Entonces, desobedeciendo su propia orden de que todo el mundo permaneciese escondido, se inclinó sobre el alféizar para intentar ver lo que estaba ocurriendo en la orilla sur del río, pero no pudo ver nada significativo. Y entonces mientras seguía con el cuello estirado, la voz de un extraño irrumpió tras él.

—Usted debe de ser el teniente Sharpe. Yo soy Waters, el teniente coronel Waters. Lo ha hecho usted bien, Sharpe, lo ha hecho cojonudamente bien.

Sharpe se retiró de la ventana y al volverse se encontró con un oficial de gabán rojo que atravesaba aquel amasijo de libros y papeles.

—Yo soy Sharpe, señor —reconoció.

—Los malditos gabachos están amodorrados —dijo Waters. Era un hombre fornido, con las piernas arqueadas de tanto montar a caballo y el rostro curtido por los elementos. Sharpe supuso que se acercaba a la cincuentena, pero parecía mayor porque tenía el cabello gris—. Deberían tener un batallón y medio aquí arriba, ¿no cree? Eso y un par de baterías. Nuestro puñetero enemigo se está amodorrando, Sharpe, se está amodorrando.

—¿Era usted el hombre que vi al otro lado del río? —preguntó Sharpe.

—El mismo. Su camarada portugués cruzó el río. ¡Un hombre inteligente! Así que a la vuelta me llevó con él, y ahora estamos reflotando esas malditas barcazas. —Waters hizo una mueca burlona—. Tiren, queridos míos, que si podemos sacar a flote esos puñeteros trastos, traeremos primero a los Buffs[3], y después al resto de la 1.ª Brigada. Será interesante ver lo que pasa cuando el mariscal Soult se dé cuenta de que nos hemos colado por su puerta trasera, ¿eh? ¿Queda algo de licor en el edificio?

—Ni una gota, señor.

—Bien hecho —dijo Waters, deduciendo erróneamente que el propio Sharpe habría acabado con la tentación antes de que llegaran los casacas rojas. Después se acercó a la ventana, sacó un gran catalejo de una cartera que llevaba colgada al hombro y miró hacia Oporto.

—Pero ¿qué está pasando, señor? —preguntó Sharpe.

—¿Que qué está pasando? ¡Estamos echando a los gabachos de Portugal! ¡Largo! ¡Fuera! Y adiós de una puñetera vez a esos cabrones engreídos. ¡Mírelos! —Waters hizo un gesto para señalar la ciudad—. ¡No tienen ni la más puñetera idea de que estamos aquí! Su camarada portugués dijo que se quedaron ustedes aislados. ¿Es eso cierto?

—Desde finales de marzo.

—¡Por Dios! —dijo Waters—. ¡Pues sí que tiene que faltarle información! —El coronel se dio la vuelta y se sentó en el alféizar, y desde allí le contó a Sharpe que sir Arthur Wellesley ya había llegado a Portugal—. Llegó hace menos de tres semanas, y ha espabilado un poco a las tropas, ¡desde luego que lo ha hecho! Cradock era un tipo bastante decente, pero carecía totalmente de garra. Así que estamos en marcha, Sharpe: izquierda, derecha, izquierda, derecha, y sálvese quien pueda. El ejército inglés ya está aquí. —Señaló por la ventana, indicando el terreno escondido más allá del elevado convento de la orilla sur—. Al parecer, los puñeteros gabachos creen que llegaremos por mar, así que todos sus hombres están o bien en la ciudad, o bien vigilando el río entre la ciudad y el mar. —Sharpe sintió una punzada de culpa por no haber creído a la mujer de Barca d’Avintas que le había dicho exactamente eso mismo—. Sir Arthur quiere que crucemos —continuó—, y sus hombres, muy oportunamente, nos han proporcionado esas tres barcazas. ¿Y dice usted que hay una cuarta?

—A unos cinco kilómetros río arriba, señor.

—No ha hecho un mal trabajo esta mañana, Sharpe —dijo Waters con una afable sonrisa—. Sólo tenemos que rezar por una cosa.

—¿Que los franceses no nos descubran aquí?

—Exacto. Así que será mejor que aparte mi gabán rojo de la ventana, ¿eh? —Waters rió y cruzó la habitación—. Recemos para que se vayan a dormir sus dulces sueños gabachos, porque cuando despierten el día va a resultar un infierno, ¿no cree? Y esas tres barcazas, ¿cuántos hombres puede llevar cada una? ¿Treinta? Sólo Dios sabe cuánto tardará en cruzar cada una. Podríamos estar metiendo la cabeza en la boca del lobo, Sharpe.

Sharpe se abstuvo de comentar que él llevaba las últimas tres semanas con la cabeza metida en la boca del lobo. En vez de eso, miró al otro lado del valle, intentando imaginar cómo se aproximarían los franceses cuando atacaran. Suponía que vendrían directos de la ciudad, cruzando el valle, y subirían la ladera, que casi no ofrecía ningún tipo de protección. El flanco norte del seminario miraba hacia la carretera del valle, y esa otra ladera estaba igual de desnuda, excepto por un solitario árbol de hojas pálidas que crecía justo en medio de la pendiente. Era de suponer que cualquiera que atacara el seminario intentaría llegar a la puerta del jardín o a la gran puerta delantera, y eso significaba cruzar la ancha terraza pavimentada donde los carruajes que traían visitantes al seminario podían dar la vuelta, y donde una infantería atacante sería detenida por el fuego de mosquetes y rifles desde las ventanas del seminario y el parapeto de su tejado.

—¡Una trampa mortal! —El coronel Waters coincidía con ese punto de vista, y era evidente que compartía los mismos pensamientos.

—No me gustaría verme en la situación de tener que atacar subiendo por esa ladera —concordó Sharpe.

—Y no tengo ninguna duda de que colocaremos un cañón en la otra orilla para hacerlo todo un poco más difícil —dijo Waters jovial.

Sharpe esperaba que fuera cierto. Seguía preguntándose por qué no había cañones ingleses en la amplia terraza del convento que daba al río, la terraza en la que los portugueses habían situado sus baterías en marzo. Parecía obvio que era un buen emplazamiento, pero por lo visto sir Arthur había decidido desplegar su artillería abajo, entre las bodegas de oporto que quedaban fuera de la vista del seminario.

—¿Qué hora es? —preguntó Waters, que se respondió a sí mismo sacando un reloj de bolsillo—. ¡Casi las once!

—¿Está usted con el estado mayor, señor? —Sharpe lo preguntaba porque el gabán rojo de Waters, aunque iba adornado con algunos galones de oro bruñido, no mostraba las vueltas de ningún regimiento.

—Soy uno de los oficiales exploradores de sir Arthur —respondió Waters con alegría—. Nos adelantamos para explorar el terreno, como aquellos tipos de la Biblia que envió Josué para que espiaran Jericó, ¿se acuerda de la historia? ¿Y de que una fulana llamada Raab les dio cobijo? Ésa es la suerte que tienen los judíos, ¿no? A los elegidos los recibe una prostituta y a mí me da la bienvenida un fusilero, aunque supongo que es mejor que un sucio beso baboso de un maldito dragón francés, ¿eh?

Sharpe sonrió.

—¿Conoce al capitán Hogan, señor?

—¿Ése de los mapas? Por supuesto que conozco a Hogan. Un hombre fundamental, ¡fundamental! —De repente Waters se quedó callado y miró a Sharpe—. Dios mío, ¡por supuesto! Usted es su fusilero perdido, ¿no es así? Ah, ahora entiendo. Él dijo que usted sobreviviría. Bien hecho, Sharpe. Ah, aquí llegan los primeros de los aguerridos Buffs.

Vicente y sus hombres habían escoltado a treinta casacas rojas colina arriba, pero en vez de usar la puerta trasera abierta, habían dado la vuelta hasta la principal, y ahora miraban pasmados a Waters y a Sharpe, que a su vez miraban hacia abajo desde la ventana. Los recién llegados vestían las vueltas beige del 3.º Regimiento de Infantería, un regimiento de Kent, y estaban sudando después de la ascensión bajo el sol abrasador. Los dirigía un enjuto teniente, que anunció al coronel Waters que otras dos barcazas llenas de hombres ya estaban desembarcando, y después miró a Sharpe con curiosidad.

—¿Qué demonios están haciendo aquí los fusileros?

—Llegamos los primeros al terreno —dijo Sharpe, citando la fanfarronada favorita del regimiento— y seremos los últimos en dejarlo.

—¿Los primeros? Pues deben de haber llegado flotando sobre el puñetero río. —El teniente se enjugó la frente—. ¿Hay algo de agua aquí?

—Hay un barril detrás de la puerta principal —dijo Sharpe—, cortesía del 95.º.

Llegaron más hombres. Las gabarras cruzaban una y otra vez el río, propulsadas por los inmensos remos que eran manejados por gente del lugar, ansiosa por ayudar, y cada veinte minutos unos ochenta o noventa hombres subían con esfuerzo la colina. Llegó un grupo con un general, sir Edward Paget, que asumió el mando de la plaza de armas de manos de Waters. Paget era un hombre joven, aún en la treintena, enérgico y entusiasta, que debía su alto rango a la riqueza de su aristocrática familia, pero tenía fama de ser un general popular entre sus soldados. Subió al tejado donde ahora estaban situados los hombres de Sharpe y, al ver el pequeño catalejo de éste, le pidió que se lo prestara.

—He perdido el mío —explicó—; estará en algún rincón entre mi equipaje en Lisboa.

—¿Vino usted con sir Arthur, señor? —preguntó Sharpe.

—Hace tres semanas —contestó Paget, mirando a la ciudad.

—Sir Edward —le contó Waters a Sharpe— es el segundo al mando de sir Arthur.

—Lo que no significa gran cosa —dijo sir Edward—, porque él nunca me cuenta nada. ¿Qué demonios pasa con esta mierda de catalejo?

—Tiene que mantener en su sitio la lente exterior, señor —dijo Sharpe.

—Tome el mío —dijo Waters, ofreciéndole un instrumento mejor.

Sir Edward escudriñó la ciudad, después frunció el ceño.

—¿Qué narices están haciendo esos malditos franceses? —preguntó en tono de desconcierto.

—Duermen —respondió Waters.

—Pues, cuando despierten, esto no va a gustarles… —comentó Paget—. ¡Duermen en la casa del guarda mientras los furtivos salen de sus refugios! —Le devolvió el catalejo a Waters y le dedicó una inclinación de cabeza a Sharpe—. Me alegra mucho tener aquí a unos fusileros, teniente. Me atrevo a decir que antes de que acabe el día habrán hecho algunas prácticas de tiro.

Otro grupo de hombres subía la colina. Todas las ventanas de la breve fachada oeste del seminario tenían ahora un grupo de casacas rojas, y una cuarta parte de las del largo muro norte también estaban ocupadas. Habían abierto aspilleras en el muro del jardín y los portugueses de Vicente y una compañía de granaderos de los Buffs estaban allí como guarnición. Los franceses, creyéndose seguros en Oporto, vigilaban el río entre la ciudad y el mar; mientras tanto, en la retaguardia, sobre la alta colina oriental, se estaban reuniendo los casacas rojas.

Eso quería decir que los dioses de la guerra estaban afilando sus cuchillos.

Y alguien tenía que caer.

Dos oficiales estaban apostados en el zaguán del Palacio dos Carrancas para asegurarse de que todos los visitantes se quitaban las botas.

—Su excelencia —explicaban, refiriéndose al mariscal Nicolas Soult, duque de Dalmacia, cuyo apodo ya era rey Nicolás— está durmiendo.

El zaguán era cavernoso, abovedado, alto, impresionante, y los duros tacones de las botas, al avanzar a zancadas por el suelo de baldosas, producían eco en las escaleras que conducían al cuarto donde dormía el rey Nicolás. Aquella misma mañana, temprano, había entrado un húsar a toda velocidad, las espuelas se le habían enganchado a una alfombra que había al pie de las escaleras y había rodado por los suelos provocando un terrible estruendo con el sable y la vaina que había despertado al mariscal, que entonces había apostado a unos oficiales para asegurarse de que su sueño reparador no fuese interrumpido. Los dos oficiales no tenían poder para evitar que la artillería inglesa detuviese los cañonazos desde el otro lado del río, pero quizás el mariscal no fuese tan sensible al fuego de cañones como lo era a los taconazos.

El mariscal había invitado a desayunar a una docena de personas y todas habían llegado antes de las nueve de la mañana. Ahora tenían que esperar en una de las grandes salas de recepciones del ala oeste del palacio, donde unas altas puertas de cristal se abrían sobre una terraza decorada con flores plantadas en unas macetas de piedra tallada y con unos laureles que un viejo jardinero estaba podando con unas enormes tijeras. Los invitados, todos ellos hombres excepto una mujer, y todos ellos franceses, menos dos, salían continuamente a pasear por la terraza, que desde su balaustrada sur ofrecía una panorámica sobre el río y, por tanto, una vista de los cañones que disparaban por encima del Duero. En realidad no había mucho que ver, pues los cañones británicos estaban emplazados en las calles de Vila Nova de Gaia, de modo que, incluso con la ayuda de sus catalejos, los invitados sólo podían ver nubecillas de humo blanco; después oían el estrépito de las balas de cañón golpeando los edificios que rodeaban el muelle de Oporto. La única otra vista que merecía la pena eran los restos del puente de barcas, que los franceses habían reparado a principios de abril pero que ahora habían volado a causa de la aproximación de sir Arthur Wellesley. Tres barcas chamuscadas permanecían ancladas, pero las demás, junto con la calzada, habían sido hechas añicos y arrastradas por la marea hasta el cercano mar.

Kate era la única mujer invitada al desayuno del mariscal y su marido había sido inflexible en que ella vistiese el uniforme de húsar. Su insistencia se vio recompensada por las miradas de admiración que los demás invitados dedicaban alas largas piernas de su esposa. El propio Christopher vestía ropas civiles, mientras que los otros diez hombres, todos ellos oficiales, llevaban sus uniformes y, como había una mujer presente, hacían todo lo posible por aparentar despreocupación ante los cañonazos ingleses.

—Lo que están haciendo —comentó un mayor de dragones con cordón y galones de oro resplandecientes— es disparar a nuestros centinelas con cañones de seis libras. Están matando moscas a porrazos. —Encendió un cigarro, respiró hondo y dedicó a Kate una larga mirada de admiración—. Con un culo como ése —le dijo a su amigo—, debería ser francesa.

—Debería estar tumbada boca arriba.

—Eso también, claro.

Kate se mantenía de espaldas a los oficiales franceses. Le avergonzaba el uniforme de húsar, que consideraba impúdico y, peor aún, que parecía insinuar que sus simpatías estaban de parte de los franceses.

—Deberías hacer un esfuerzo —le dijo Christopher.

—Ya estoy haciendo un esfuerzo —contestó con amargura—, un esfuerzo por no vitorear cada cañonazo inglés.

—Te estás poniendo en ridículo.

—Ah, ¿sí? —respondió Kate molesta.

—Esto no es más que una demostración de fuerza —explicó Christopher, haciendo un gesto en dirección al humo de pólvora que flotaba como jirones de bruma sobre los tejados rojos de Vila Nova—. Wellesley ha hecho marchar a sus hombres hasta aquí y ahora no puede seguir adelante. Está bloqueado. No hay barcas, y la marina no es tan estúpida como para intentar navegar junto a los fuertes del río. Así que Wellesley lanzará un par de cañonazos sobre la ciudad, después se dará media vuelta y regresará a Coimbra o a Lisboa. En términos de ajedrez, querida mía, esto son tablas. Soult no puede dirigirse al sur porque sus refuerzos no han llegado y Wellesley no puede avanzar más hacia el norte porque no tiene barcas. Y si los militares no pueden tomar una decisión en este punto, entonces tendrán que ser los diplomáticos los que resuelvan el problema. Que es por lo que estoy aquí, como sigo intentando decirte.

—Estás aquí —replicó Kate— porque simpatizas con la causa de los franceses.

—Ésa es una afirmación extremadamente ofensiva —dijo Christopher con altanería—. Estoy aquí porque los hombres cuerdos debemos hacer todo lo posible para evitar que esta guerra continúe, y para ello tenemos que hablar con el enemigo, y yo no puedo hablar con ellos si estoy en el lado equivocado del río.

Kate no contestó. Ya no se creía las complicadas explicaciones de su marido sobre por qué era cordial con los franceses, ni su cháchara elevada sobre las nuevas ideas que iban a dirigir el destino de Europa. Ella se mantenía fiel a la idea más simple de ser patriota, y lo único que quería hacer ahora era cruzar el río y unirse a los hombres de la orilla más lejana, pero no quedaban barcas ni puente, como tampoco había manera de escapar. Empezó a sollozar y Christopher, enojado por su demostración de tristeza, se apartó de ella. Se hurgaba los dientes con un palillo de marfil y se maravillaba de que una mujer tan hermosa pudiese ser tan vulnerable a los vapores[4].

Kate se limpió las lágrimas y fue en busca del jardinero, que seguía recortando los laureles con parsimonia.

—¿Cómo puedo cruzar el río? —preguntó en portugués.

El hombre no la miró, simplemente siguió podando.

—No puede.

—¡Tengo que cruzar!

—Le dispararán si lo intenta. —La miró, fijándose en el ajustado uniforme de húsar, y se dio la vuelta—. Le dispararán de todas formas.

En el zaguán del palacio un reloj dio las once justo cuando el mariscal Soult bajaba la gran escalera. Vestía una bata de seda por encima de los calzones y la camisa.

—¿Está preparado el desayuno? —requirió.

—En la sala de recepciones azul, señor —contestó un ayuda de cámara—, y sus invitados ya están aquí.

—¡Bien, bien! —Esperó mientras le abrían las puertas de par en par y luego saludó a sus visitantes con una amplia sonrisa—. Siéntense, vamos. Ah, veo que va a ser algo informal. —Este último comentario se debía a que el desayuno había sido dispuesto en calientaplatos de plata sobre un largo aparador. El mariscal recorrió el aparador levantando las tapas—. ¡Jamón! Espléndido. ¡Riñones estofados, excelente! ¡Ternera! Y un poco de lengua, bien, bien. E hígado. Parece apetitoso. ¡Buenos días, coronel! —Este saludo iba dirigido a Christopher, que respondió con una inclinación al mariscal—. Qué bien que haya venido —continuó Soult—, ¿y ha traído consigo a su bonita esposa? Ah, ya la veo. Bien, bien. Se sentará usted aquí, coronel. —Le indicó una silla próxima a la que ocuparía él. A Soult le gustaba aquel inglés que había traicionado a los conspiradores que se habrían amotinado si Soult se hubiese autoproclamado rey. El mariscal aún abrigaba aquella ambición, pero sabía que iba a necesitar derrotar a los ejércitos inglés y portugués, que se habían atrevido a avanzar desde Coímbra, antes de adoptar la corona y el cetro.

El avance de sir Arthur Wellesley había sorprendido a Soult, pero no le había alarmado. El río estaba vigilado y al mariscal le habían asegurado que no había barcas en la orilla opuesta, de modo que, en lo que concernía al rey Nicolás, los ingleses podían sentarse en la orilla sur del Duero y cruzarse de brazos para siempre.

Los ventanales vibraron al compás del martilleo de los cañones y el sonido hizo que el mariscal apartase su mirada de los calientaplatos.

—¿No están nuestros artilleros un poco bulliciosos esta mañana?

—Son sobre todo cañones ingleses, señor —contestó un ayuda de cámara.

—¿Y qué hacen?

—Disparan a nuestros centinelas del muelle —respondió el criado—. Están matando moscas con balas de seis libras.

Soult soltó una carcajada.

—Miren en qué se ha convertido el jactancioso de Wellesley, ¿eh? —Sonrió a Kate y le indicó que debería sentarse en el lugar de honor, a su derecha—. Qué bien disponer de una mujer bonita como compañía para el desayuno.

—Sería mejor disponer de ella después de desayunar —comentó un coronel de infantería y Kate, que hablaba más francés de lo que imaginaba ninguno de aquellos hombres, se sonrojó.

Soult llenó su plato de hígado y panceta, y después volvió a su silla.

—Así que están aplastando a los centinelas ¿Y nosotros qué estamos haciendo?

—Contraatacamos con fuego de baterías, señor —contestó el ayuda de cámara—. ¿No quiere unos riñones, señor? ¿Le sirvo unos pocos?

—Oh, sírvamelos, Cailloux. Me gustan los riñones. ¿Alguna noticia del Castelo? —El Castelo de São, en la ribera norte del Duero, justo donde el río llegaba al mar, estaba fuertemente guarnecido para rechazar cualquier ataque marítimo inglés.

—Han informado de dos fragatas fuera del alcance de las armas, señor, pero no hay más embarcaciones a la vista.

—Está indeciso, ¿no creen? —dijo Soult con satisfacción—. Este Wellesley es un indeciso. Sírvase un café, coronel —le dijo a Christopher—, y si fuese tan amable de traerme a mí otra taza. Gracias. —Soult cogió un panecillo y un poco de mantequilla—. Anoche hablé con Vuillard —continuó el mariscal—, y pone excusas. ¡Cientos de excusas!

—Un día más, señor —dijo Christopher—, y nosotros habríamos tomado esa colina.

Kate, con los ojos enrojecidos, bajó la vista a su plato. Su marido había dicho «nous», «nosotros».

—¿Un día más? —respondió Soult desdeñoso—. ¡Debería haberla tomado en menos de un minuto el día mismo de su llegada! —Soult había mandado llamar a Vuillard y a sus hombres a Vila Real de Zedes en cuanto oyó que los ingleses y los portugueses estaban avanzando desde Coímbra, pero le había irritado que tantos hombres no hubiesen podido acabar con una fuerza tan pequeña. No es que le importase demasiado; lo que le preocupaba ahora era que había que darle una lección a Wellesley.

Soult no creía que fuese a resultar demasiado difícil. Sabía que Wellesley tenía un ejército pequeño y una artillería débil. Lo sabía porque el capitán Argenton había sido arrestado hacía cinco días, y ahora estaba cantando todo lo que sabía y todo lo que había observado en su segunda visita a los ingleses. Argenton incluso se había reunido con el propio Wellesley y el francés había visto los preparativos que se hacían para el avance aliado. La advertencia dada a Soult por Argenton había permitido a los regimientos franceses de la orilla sur del río volver sobre sus pasos para, de este modo, salir del camino que iba a tomar una fuerza enviada para atacarlos por la retaguardia. Así que ahora Wellesley estaba embarrancado en la ribera equivocada del Duero sin ninguna barca para cruzar, a excepción de alguna embarcación comprada por la marina inglesa, y eso, según parecía, no representaba en absoluto ningún peligro. ¡Dos indecisas fragatas cerca de la costa! Difícilmente lograría eso que al duque de Dalmacia le temblaran las botas.

Argenton, a quien se le había perdonado la vida a cambio de la información, había sido capturado gracias a lo que Christopher había revelado, y esto hacía que Soult estuviera en deuda con el inglés. Christopher también había revelado los nombres de los demás conspiradores: Doadieu, del 47.º, los hermanos Lafitte, del 18.º de Dragones, así como otros tres o cuatro oficiales con experiencia, pero Soult había decidido no emprender acciones contra ellos. El arresto de Argenton les serviría de advertencia; además, todos ellos eran oficiales muy populares, y no parecía prudente provocar resentimiento en el ejército con una sucesión de fusilamientos. Dejaría que los oficiales supieran que él sabía quiénes eran, y después les insinuaría que sus vidas dependían de su futura conducta. Mejor tener a aquellos hombres en el bolsillo que en la tumba.

Kate estaba llorando. Lloraba en silencio, pero las lágrimas resbalaban por sus mejillas, y aunque ella se las enjugaba para intentar ocultar sus sentimientos, Soult lo había notado.

—¿Qué le sucede? —preguntó amablemente.

—Tiene miedo, señor —dijo Christopher.

—¿Tiene miedo? —repitió Soult.

Christopher hizo un gesto en dirección a la ventana, que aún vibraba por los disparos de los cañones.

—Mujeres y batalla, señor, no casan bien.

—Sólo entre sábanas —dijo Soult en un arranque de genialidad—. Dígale —prosiguió— que no tiene nada que temer. Los ingleses no pueden cruzar el río y, si lo intentan, serán repelidos. En un par de semanas recibiremos nuestros refuerzos. —Se calló mientras hacían la traducción, y esperó no equivocarse al sostener que los refuerzos llegarían pronto, pues si no, no sabía cómo iba a continuar su invasión de Portugal—. Después nos dirigiremos hacia el sur para saborear los placeres de Lisboa. Dígale que para agosto tendremos la paz. ¡Ah! ¡El cocinero!

Un francés rechoncho de extravagantes mostachos había entrado en la sala. Llevaba un delantal salpicado de sangre y un inquietante cuchillo de carnicero sujeto al cinto.

—¿Me ha llamado usted, señor? —dijo en tono desconfiado.

—¡Ah! —Soult arrastró su silla hacia atrás y se frotó las manos—. Tenemos que planificar la cena, sargento Deron, ¡la cena! Voy a invitar a dieciséis personas, así que, ¿qué me propone?

—Tengo anguilas.

—¡Anguilas! —exclamó Soult con regocijo—. ¿Rellenas de merlán con mantequilla y setas?

—Las cortaré en filetes —dijo, obstinado, el sargento Deron—, las freiré con perejil y serviré los filetes con una salsa de vino tinto. Después tengo cordero como plato principal. Un cordero muy bueno.

—¡Bien! Me gusta el cordero —dijo Soult—. ¿Puede acompañarlo de una salsa de alcaparras?

—¡Salsa de alcaparras! —Deron parecía contrariado—. El vinagre mataría el sabor del cordero —argumentó indignado—, y es un buen cordero, tierno y graso.

—¿Quizás una salsa de alcaparras suave? —sugirió Soult.

Los cañones empezaron a descargar con furia, haciendo vibrar las ventanas y los cristales de las dos lámparas de araña que colgaban sobre la larga mesa, pero tanto el mariscal como el cocinero ignoraron el sonido.

—Lo que haré —dijo Deron en un tono de voz que zanjaba cualquier posibilidad de discusión— será asar el cordero con un poco de grasa de oca.

—Bien, bien —aceptó Soult.

—Y de guarnición le pondré unas cebollas, jamón y unos cèpes.

Un oficial de aspecto descompuesto, sudado y con el rostro enrojecido por el calor del día, entró en la sala.

—¡Señor!

—Un momento —dijo Soult, frunciendo el ceño, y miró de nuevo a Deron—. ¿Cebollas, jamón y unos cèpes? —repitió—. ¿Y podríamos añadirle unos lardons, sargento? Los lardons van muy bien con el cordero.

—Le pondré como guarnición un poco de jamón en taquitos —dijo Deron estoicamente—, unas cebollitas y un par de cèpes.

Soult se rindió.

—Seguro que tendrá un sabor espléndido, espléndido de verdad. Y otra cosa, Deron, gracias por este desayuno. Gracias.

—Estaría mejor si lo hubiesen comido recién cocinado —dijo Deron, que a continuación se sorbió la nariz y abandonó la sala.

Soult sonrió a espaldas del cocinero mientras éste se retiraba, y después miró con el ceno fruncido a aquel recién llegado que le había interrumpido.

—Es usted el capitán Brossard, ¿no es así? ¿Quiere desayunar algo? —El mariscal indicó a Brossard con el cuchillo de la mantequilla que se sentara al otro extremo de la mesa—. ¿Cómo está el general Foy?

Brossard, que era ayudante de Foy, no tenía tiempo para desayunar ni tampoco para ofrecer un informe sobre el estado de salud del general Foy. Traía noticias, y le preocupaban demasiado como para poder hablar con la debida corrección, pero luego se controló y apuntó hacia el este.

—Los ingleses, señor, están en el seminario.

Soult se quedó mirándolo unos segundos sin dar crédito a lo que oía.

—¿Quiénes son? —preguntó.

—Ingleses, señor, en el seminario.

—¡Pero si Quesnel me aseguró que no quedaban embarcaciones! —protestó Soult. Quesnel era el gobernador francés de la ciudad.

—No quedaban en la otra orilla, señor. —Todas las embarcaciones de la ciudad se habían sacado del agua y estaban apiladas en los muelles, donde se hallaban a disposición de los franceses, pero fuera del alcance de cualquiera que viniese desde el sur—. Pero, sea como sea, están cruzando —dijo Brossard—. Y ya están en la colina.

Soult sintió que el corazón le daba un vuelco. El seminario estaba en la colina que dominaba la carretera a Amarante, y esa carretera era su vía de avituallamiento con los almacenes de suministros de España y la conexión entre el cuartel general de Oporto y los hombres del general Loison, que se encontraban en el Támega. Si los ingleses cortaban esa carretera, podían desmontar el ejército francés pieza a pieza y la reputación de Soult quedaría destruida, al igual que sus hombres. El mariscal se levantó, tirando su silla por la ira.

—¡Dígale al general Foy que los devuelva al río! —rugió—. ¡Ahora mismo! ¡Váyase! ¡Que los tiren al río!

Los hombres salieron a toda prisa de la sala, dejando allí solos a Kate y a Christopher. Kate notó la expresión de pánico en el rostro de su marido y sintió una alegría salvaje. Las ventanas vibraban, las lámparas temblaban y los ingleses se acercaban.

—¡Bien, bien, bien! ¡Contamos con fusileros en nuestra congregación! Una auténtica bendición. No sabía que nadie del 95.º estuviese adscrito a la 1.ª Brigada. —El que hablaba era un hombre fornido y rubicundo, calvo y de rostro afable. Si no hubiera sido por su uniforme, habría parecido un granjero amistoso; Sharpe podía imaginárselo en el mercado de algún pueblo inglés, inclinado sobre una valla, apartando rollizas ovejas y esperando a que comenzara la subasta de ganado—. Sois muy bienvenidos —le dijo a Sharpe.

—Ése es Daddy Hill —informó Harris a Pendleton.

—Mucho ojo, jovencito —estalló el general Hill—. No debería usar el apodo de un oficial si éste puede oírlo. ¡Eso podría valerle un castigo!

—Lo siento, señor —Harris había hablado en voz alta sin querer.

—Pero es usted fusilero, así que se le perdona. ¡Y es también un fusilero muy desaliñado, tengo que decirlo! ¿En qué se va a convertir el ejército si no nos vestimos bien para la batalla, eh? —Sonrió a Harris, hurgó en su bolsillo y sacó un puñado de almendras—. Para que mantenga la boca ocupada, joven.

—Gracias, señor.

Ahora había dos generales en el tejado del seminario. El general Hill, comandante de la 11.ª Brigada, cuyas fuerzas estaban cruzando el río, y cuya naturaleza amable le había valido el apodo de «Daddy», se había unido a sir Edward Paget justo a tiempo para ver cómo se acercaban tres batallones franceses desde los suburbios del este de la ciudad, que formaron en dos columnas para asaltar la colina del seminario. Los tres batallones estaban en el valle y desde sus filas eran presionados y hostigados por sargentos y cabos. Una columna ascendía directamente hacia la fachada del seminario, mientras que la otra estaba formando cerca de la carretera de Amarante para atacar el flanco norte. Pero los franceses también eran conscientes de que constantemente llegaban al seminario refuerzos ingleses, por lo que habían enviado al río una batería de cañones con órdenes de hundir las tres gabarras. Las columnas esperaban a que los artilleros abrieran fuego, probablemente con la esperanza de que, una vez que las gabarras se hubieran hundido, los artilleros apuntarían sus cañones hacia el seminario.

Y Sharpe, que se había estado preguntando por qué sir Arthur Wellesley no había emplazado cañones en el convento de la otra orilla del río, vio que se había preocupado en vano, pues no mucho antes de que aparecieran las baterías francesas avanzó una docena de cañones ingleses, que se habían mantenido fuera de la vista en la parte trasera de la terraza del convento.

—¡Ésa es la medicina para los franceses! —exclamó el general Hill cuando vio aparecer la gran hilera de cañones.

El primero en disparar fue un obús de cinco pulgadas y media, el equivalente inglés del cañón que había bombardeado a Sharpe en la colina de la atalaya. Cargado con balas de cubierta esférica, era un arma que sólo desplegaban los ingleses, que había inventado el teniente coronel Shrapnel y cuya manera de funcionar se mantenía en estricto secreto. El proyectil, que estaba relleno de balas de mosquete alrededor de una carga central de pólvora, se había diseñado para diseminar esas balas y las esquirlas de su cubierta sobre las tropas del enemigo, aunque para que funcionase correctamente tenía que explotar muy cerca de su blanco para que la velocidad de su impulso arrojara esos letales proyectiles sobre el enemigo, y esa precisión exigía que los artilleros cortaran las mechas con exquisita destreza. El artillero de este obús tenía esa destreza. El obús retumbó y retrocedió con su cureña, el proyectil describió un arco sobre el río, dejando en su ascenso una reveladora voluta de humo con la mecha, y después estalló a unos veinte metros de distancia y a unos seis metros por encima del principal cañón de los franceses justo cuando estaban separándolo de su armón. La explosión manchó el aire de rojo y blanco, las balas y la carcasa destrozada cayeron silbando y todos los caballos de aquel grupo de franceses quedaron destripados, y todos los hombres de aquel grupo de artilleros franceses, catorce en total, murieron o resultaron heridos, mientras que el propio cañón fue derribado de su cureña.

—Ay, Dios —dijo Hill, olvidándose de la bienvenida sedienta de sangre con la que había recibido la aparición de las baterías inglesas—. Esos pobrecillos… Ay, Dios.

Los vítores de los soldados ingleses que estaban en el seminario quedaron ahogados por el bramido de los otros cañones ingleses, que ahora abrían fuego. Desde su ventajosa posición en lo alto de la orilla sur dominaban la posición de los franceses, y sus balas esféricas, sus proyectiles corrientes y sus tiros en arco golpearon los cañones franceses con un resultado terrible. Los artilleros franceses abandonaron sus piezas, dejaron a sus caballos agonizantes lanzando alaridos y huyeron, y entonces los cañones ingleses apretaron los tornillos de elevación o aflojaron las cuñas de los obuses y empezaron a lanzar sus proyectiles contra las prietas filas de la columna francesa más cercana. Barrieron desde un flanco, lanzando balas redondas a través de las apretadas formaciones y proyectiles explosivos sobre sus cabezas, matando con pavorosa facilidad.

Los oficiales franceses, presas del pánico, echaron un vistazo a su destrozada artillería y ordenaron que la infantería subiera la pendiente. En el centro de las formaciones, los tambores comenzaron su incesante redoble. Mientras la primera línea avanzaba, otro cañonazo atravesó las filas abriendo un surco rojo en los uniformes azules. Algunos hombres gritaron y cayeron, aunque los tambores seguían redoblando y los hombres lanzaban su grito de guerra: «Vive l’Empereur!».

Sharpe ya había visto antes formaciones en columnas, pero éstas lo dejaron perplejo. El ejército inglés luchaba contra otra infantería formando en dos hileras: todos los hombres podían usar sus mosquetes y, si los amenazaba la caballería, seguían marchando y formaban un cuadrado de cuatro hileras, que les permitía seguir usando sus mosquetes. En cambio, en las dos columnas francesas los soldados del centro nunca podrían disparar sin herir al hombre que tenían delante. Cada columna tenía unos cuarenta hombres en hilera y veinte en cada fila. Los franceses usaban esta formación, un gran bloque de hombres que cargaba como un ariete, porque era más fácil convencer a los reclutas de que avanzaran en esa disposición; además, semejante masa de hombres resultaba amedrentadora para el adversario. Pero ¿contra los casacas rojas? Era un suicidio.

Vive l’Empereur! —gritaban los franceses al ritmo de los tambores, aunque era un grito poco entusiasta porque las dos formaciones estaban subiendo por laderas empinadas y a los hombres les faltaba el aliento.

—Dios salve a nuestro buen rey Jorge —cantó el general Hill con una sorprendentemente buena voz de tenor—, larga vida a nuestro noble Jorge, y no disparen demasiado alto. —Cantó también las últimas cuatro palabras y los hombres del tejado sonrieron. Hagman tiró hacia atrás del percutor de su rifle y apuntó a un oficial francés que subía penosamente la cuesta con una espada en la mano.

Los fusileros estaban sobre el ala norte del seminario, frente a la columna que no podía ser abatida por los cañones ingleses de la terraza del convento. Una nueva batería había sido desplegada en la orilla sur del río, pero más abajo, y sumaba sus disparos a las dos baterías de la colina del convento, pero ninguno de los cañones ingleses podía ver la columna del norte, que sólo podría ser rechazada con fuego de rifle y mosquete. Los portugueses de Vicente se encargaban de las aspilleras del muro norte del jardín; de momento había tantos hombres en el seminario que cada aspillera contaba con tres o cuatro hombres, para que cada uno pudiera disparar y retirarse luego a recargar mientras otro ocupaba su lugar. Sharpe vio que alguno de los casacas rojas llevaba vueltas y puños verdes. Eran los Berkshires, pensó, lo que significaba que ya estaban todos los Buffs en el edificio y que ahora estaban llegando nuevos batallones.

—¡Apunten a los oficiales! —ordenó Sharpe a sus fusileros—. ¡Los mosquetes que no disparen! Ésta es una orden sólo para los rifles. —Hizo esa distinción porque disparar un mosquete a aquella distancia era desperdiciar un tiro, pero en cambio los fusileros resultarían letales. Esperó un segundo, tomó aliento—. ¡Fuego!

El oficial al que apuntaba Hagman salió disparado hacia atrás con los dos brazos abiertos, y su espada salió volteando por encima de la columna. Otro oficial cayó de rodillas sujetándose el vientre y un tercero se agarró el hombro. El frente de la columna pasó por encima del cadáver; la línea de uniformes azules parecía estremecerse a medida que cada vez más balas caían sobre ellos, y entonces las largas primeras hileras de los franceses, asustadas por el silbido de las balas de rifle cerca de sus orejas, dispararon al seminario. La descarga fue ensordecedora, el humo ocultó la ladera como si fuera una bruma y las balas de mosquete repiquetearon en los muros del seminario e hicieron pedazos los cristales de las ventanas. La descarga sirvió al menos para ocultar a los franceses durante un par de metros, pero después reaparecieron a través del humo, dispararon más rifles y cayó otro oficial. La columna se dividió para pasar junto al solitario árbol y, tras dejarlo atrás, las largas hileras se volvieron a unir.

Los hombres del jardín empezaron a disparar, y entonces los casacas rojas, agrupados en las ventanas del seminario y desplegados junto a los hombres de Sharpe en el tejado, apretaron sus gatillos. Los mosquetes retumbaron, el humo se espesó, las balas alcanzaron a los hombres de las primeras hileras de la columna y los tumbaron, y los hombres que avanzaban detrás perdieron la cohesión mientras intentaban no pisar a sus colegas muertos o heridos.

—¡Fuego! —gritó a sus hombres un sargento de los Buffs—. ¡Pero no desperdicien el plomo de Su Majestad!

El coronel Waters llevaba cantimploras de repuesto a los hombres sedientos por morder los cartuchos. El salitre de la pólvora secaba la boca rápidamente y los hombres bebían agua entre los disparos.

La columna que había atacado la fachada oeste del seminario ya había sido destruida. Aquellos franceses habían sufrido las ráfagas de rifles y mosquetes, pero los cañonazos de la orilla sur del río habían sido mucho peores. A los artilleros raras veces se les ofrecía un blanco tan fácil como la oportunidad de barrer el flanco de una columna de infantería del enemigo, y trabajaban como demonios. Los proyectiles esféricos explotaban en el aire, disparando briznas ardientes de humo en extrañas trayectorias, los tiros en arco rebotaban y atravesaban a golpes las filas, y los proyectiles estallaban en medio de la columna. Tres tamborileros fueron alcanzados por metralla y poco después un tiro en arco le arrancó la cabeza a otro tamborilero; cuando los instrumentos dejaron de sonar, los soldados de infantería perdieron el coraje y empezaron a retirarse poco a poco. Las ráfagas de mosquete procedían de los tres pisos superiores del seminario y ahora el gran edificio parecía estar en llamas porque de cada ventana salía en densas espirales el humo de la pólvora. Las aspilleras escupían llamas, las balas chocaban contra las vacilantes hileras. En ese momento los franceses de la columna oeste empezaron a retirarse más deprisa, el movimiento de retroceso se convirtió en pánico y se dispersaron.

En vez de ponerse a cubierto en las casas del extremo lejano del valle, casas que incluso ahora recibían cañonazos, de manera que sus vigas y su mampostería caían a pedazos y en esos escombros empezaban los primeros incendios, algunos franceses corrían a unirse al ataque desde el norte, protegido del fuego de cañón por el seminario. Aquella columna del norte seguía avanzando. Estaba encajando un tremendo castigo, pero absorbía las balas de rifles y mosquetes, y los sargentos y oficiales empujaban continuamente a los hombres hacia las hileras del frente para que reemplazaran a muertos y heridos. Así, la columna avanzaba colina arriba de forma lenta y pesada, pero en las filas francesas nadie había pensado en lo que harían cuando llegaran a la cima de la colina, pues en aquel lado del seminario no había ninguna puerta. Tendrían que rodear el edificio para intentar atravesar las grandes puertas de entrada al jardín, y cuando los hombres de las hileras frontales no viesen sitio adonde ir, simplemente dejarían de avanzar y empezarían a disparar. Una bala atravesó la manga de Sharpe. Un teniente del regimiento de Northamptonshire que acababa de llegar cayó suspirando con un balazo en la frente. Quedó tumbado sobre su espalda, muerto ya antes de tocar el suelo, con un semblante extrañamente pacífico. Los casacas rojas habían colocado sus cartuchos en el suelo y apoyaban sus baquetas en el parapeto de tejas rojas para agilizar las cargas, pero había ya tantos hombres en el tejado que se empujaban al disparar contra la torpe masa de franceses que abajo quedaba cubierta por su propio humo. Un francés corrió con bravura hacia delante para disparar por una aspillera, pero fue alcanzado antes de que pudiese llegar al muro. Tras disparar un tiro, Sharpe se quedó observando a sus hombres. Cooper y Tongue estaban recargando para Hagman, pues sabían que era mejor tirador, y el viejo furtivo iba escogiendo con calma a un hombre tras otro.

Una bala de cañón pasó silbando por encima de su cabeza. Sharpe se volvió y constató que los franceses habían emplazado una batería en una colina hacia el oeste, al borde de la ciudad. Había allí una capillita con un campanario; Sharpe vio que el campanario primero desaparecía entre el humo y poco después quedaba reducido a escombros, al disparar las baterías inglesas del convento sobre los recién llegados cañones franceses. Un hombre de Berkshire se giró para mirar y una bala le atravesó la boca, destrozándole los dientes y la lengua. Maldijo de forma incomprensible mientras escupía un chorro de sangre.

—¡No miren la ciudad! —gritó Sharpe—. ¡Sigan disparando! ¡Sigan disparando!

Centenares de franceses disparaban sus mosquetes hacia lo alto de la colina; la gran mayoría de los disparos simplemente se desperdiciaban contra los muros de piedra, pero algunos alcanzaron sus objetivos. Dodd tenía una herida superficial en el brazo izquierdo, pero seguía disparando. Un casaca roja recibió un disparo en la garganta y murió asfixiado. El árbol solitario de la pendiente norte temblequeaba con los golpes de las balas, y los pedacitos de las hojas se alejaban volando con el humo de los mosquetes franceses. Un sargento de los Buffs se desplomó al recibir una bala en las costillas, y entonces sir Edward Paget envió a sus hombres desde el lado oeste del tejado, que ya había visto caer derrotada a la otra columna, para sumar su fuego al lado norte. Los mosquetes llameaban y tosían y escupían, su humo se espesaba, y sir Edward sonrió a Daddy Hill.

—¡Unos cabrones valientes! —Sir Edward tuvo que gritar para imponerse al ruido de mosquetes y rifles.

—No aguantarán, Ned —respondió Hill—. No aguantarán.

Tenía razón Hill. Los primeros franceses ya se estaban retirando de la colina al ver lo inútil que era disparar a muros de piedra. Sir Edward, exultante por aquella fácil victoria, se dirigió al parapeto para contemplar la retirada del enemigo, y permaneció allí, con su cordón dorado reflejando la luz del sol tamizada por el humo, observando cómo se desintegraba y huía la columna enemiga. Sin embargo, un par de tercos franceses seguían disparando y de pronto sir Edward gimió y se llevó una mano al hombro; Sharpe vio que la manga del elegante gabán rojo del general estaba desgarrada y que un fragmento irregular de blanco hueso se asomaba a través de la lana rasgada y de la destrozada carne sanguinolenta.

—¡Jesús! —dijo Paget. Le dolía horriblemente. La bala le había destrozado el codo y se había abierto camino hacia arriba quemándole el biceps. Se inclinaba hacia delante por el dolor y estaba muy pálido.

—Llévenselo a los médicos —ordenó Hill—. Se pondrá bien, Ned.

Paget se obligó a ponerse de pie. Un ayudante se había quitado un pañuelo y estaba intentando envolver con él la herida del general, pero Paget lo apartó.

—El mando es suyo —le dijo a Hill apretando los dientes.

—Así es —reconoció Hill.

—¡Sigan disparando! —gritó Sharpe a sus hombres. No importaba que los cañones de los rifles estuvieran casi demasiado calientes para tocarlos: lo importante era forzar la retirada colina abajo de los franceses que quedaban o, mejor aún, matarlos. Nuevos pasos apresurados anunciaban la llegada de más refuerzos al seminario, pues los franceses todavía tenían que encontrar alguna manera de detener el tráfico a través del río. La artillería inglesa, reina de este campo de batalla, estaba machacando a cualquier artillero francés que se atreviese a asomar la cara. Cada poco tiempo un valiente equipo de franceses corría hacia los cañones abandonados en el muelle con la esperanza de poner una bala en una de las barcazas, pero siempre eran atacados con un proyectil explosivo o incluso con metralla, ya que la nueva batería inglesa, situada abajo, al borde del agua, estaba lo bastante cerca como para usar tan mortal munición por encima del río. Las balas de mosquete salían entre llamas de la boca de los cañones como si fueran perdigones y mataban a seis o siete hombres cada vez, de modo que al cabo de un rato los artilleros franceses abandonaron sus esfuerzos y se escondieron en las casas de detrás del muelle.

Y entonces, de manera bastante repentina, ya no quedaban franceses disparando en la pendiente del norte. La hierba estaba plagada de cadáveres y heridos y mosquetes caídos y de pequeños fuegos titilantes allí donde las chispas de los mosquetes habían hecho arder la hierba. Los supervivientes habían huido hacia la carretera de Amarante, en el Valle. El árbol solitario parecía haber sido atacado por langostas. Un tambor rodaba lentamente colina abajo con un ruido de traqueteo. Sharpe vio una bandera francesa a través del humo, pero no pudo distinguir si el asta estaba coronada por un águila.

—¡Alto el fuego! —gritó Hill.

—¡Limpien los cañones! —gritó Sharpe—. ¡Revisen los percutores!

Porque los franceses volverían. De eso estaba seguro. Volverían.