CAPÍTULO 7
Justo antes del mediodía, un soldado francés subió la colina con una bandera blanca de tregua atada a la boca del mosquete. Lo acompañaban dos oficiales, uno con el uniforme azul de la infantería francesa y el otro, el coronel Christopher, con la casaca roja, con vueltas y puños negros, de su uniforme inglés.
Sharpe y Vicente fueron a encontrarse con los dos oficiales, que habían avanzado una docena de pasos por delante del hombre de mirada sombría que llevaba la bandera blanca. Vicente quedó sumamente impresionado por el parecido entre Sharpe y el oficial de infantería francés, un hombre alto, con el cabello negro, una cicatriz en la mejilla derecha y un verdugón que le cruzaba el puente de la nariz. Su maltratado uniforme azul llevaba charreteras con caireles verdes, que indicaban su pertenencia a la infantería ligera, y en el frontal de su chacó acampanado había una placa de metal blanco estampado con el águila francesa y el número 31. Por encima de la insignia sobresalía un penacho de plumas blancas y rojas que parecían nuevas y frescas en comparación con el sucio y raído uniforme.
—Primero matamos al franchute —le dijo Sharpe a Vicente—, porque él es el hijo de puta peligroso, y después descuartizamos a Christopher lentamente.
—¡Sharpe! —El abogado que había en Vicente estaba escandalizado—. ¡Traen una bandera de tregua!
Se detuvieron a un par de pasos del coronel Christopher, que se quitó un palillo de los labios y lo tiró.
—¿Cómo está, Sharpe? —preguntó cordial, y acto seguido levantó una mano para suspender cualquier posible respuesta—. Deme un momento, ¿quiere? —dijo el coronel y con una mano abrió un chisquero, lo encendió y sacó un cigarro. Cuando estaba bien encendido, cerró la tapa del chisquero sobre las llamitas y sonrió—. Este hombre que está conmigo es el mayor Dulong. No habla una palabra de inglés, pero quería echarle un vistazo.
Sharpe miró a Dulong, reconoció en él al oficial que había subido con tanta valentía a la colina, y lamentó que un buen hombre hubiera vuelto a subir la colina al lado de un traidor. Un traidor y un ladrón.
—¿Dónde está mi catalejo? —preguntó a Christopher.
—Abajo —dijo Christopher sin prestar atención—. Ya lo recuperará más tarde. —Volvió a su cigarro y miró los cuerpos de los franceses entre las rocas—. El brigadier Vuillard se ha entusiasmado un poquito, ¿no cree? ¿Un cigarro?
—No.
—Como guste. —El coronel dio una profunda calada—. Lo ha hecho bien, Sharpe, estoy orgulloso de usted. La 31.ª Léger —indicó con su cabeza en dirección a Dulong no está acostumbrada a perder. Usted ha demostrado a los malditos franchutes cómo pelea un inglés, ¿eh?
—Y cómo pelean los irlandeses —dijo Sharpe—, y los escoceses, los galeses y los portugueses.
—Es usted muy honrado al acordarse de las razas más feas —dijo Christopher—, pero ya se acabó, Sharpe, se acabó todo. Es hora de recoger y de marcharse. Los franchutes le ofrecen honores de guerra y todo eso. Márchense con las armas al hombro, con sus banderas al viento y olvidemos el pasado. No están contentos, Sharpe, pero los he convencido.
Sharpe miró a Dulong de nuevo y se preguntó si no había un gesto de advertencia en los ojos del francés. Dulong no había dicho nada, pero se había quedado un paso por detrás de Christopher y dos pasos hacia un lado, y Sharpe sospechaba que el mayor se estaba distanciando de la oferta de Christopher. Sharpe volvió a mirar a Christopher.
—Usted cree que soy un maldito imbécil, ¿verdad?
Christopher no hizo caso del comentario.
—No creo que tenga tiempo para llegar a Lisboa. Cradock se habrá ido en uno o dos días, y su ejército con él. Se van a casa, Sharpe. De vuelta a Inglaterra, así que probablemente lo mejor que puede hacer usted es esperar en Oporto. Los franceses han accedido a repatriar a todos los ciudadanos ingleses; es probable que zarpe un barco desde allí en una semana o dos, y usted y sus hombres pueden estar a bordo.
—¿Estará usted a bordo? —preguntó Sharpe.
—Podría ser, Sharpe, gracias por su interés. Aunque yo prefiero, y perdone si suena inmodesto, volver a casa para una bienvenida de héroe. ¡El hombre que llevó la paz a Portugal! Eso tiene que valer un título de sir o así, ¿no cree? No es que me preocupe, desde luego, pero estoy seguro de que Kate disfrutará siendo lady Christopher.
—Si no estuviera usted bajo una bandera de tregua —dijo Sharpe—, lo destriparía aquí mismo ahora. Sé muy bien cuáles son sus actividades. ¿Veladas con los generales franceses? ¿Los trae aquí para que puedan capturarnos? Es usted un asqueroso traidor, Christopher, nada más que un asqueroso traidor. —La vehemencia de su tono provocó una media sonrisa en el hosco rostro de Dulong.
—Oh, por favor. —Christopher parecía ofendido—. Oh, por favor, por favor. —Miró durante unos segundos un cadáver francés que había cerca; después meneó la cabeza—. Pasaré por alto su impertinencia, Sharpe. Supongo que mi maldito criado ha conseguido llegar hasta usted. ¿Es así? Me lo imaginaba. Luis tiene un talento inigualable para malinterpretar situaciones. —Dio una calada a su cigarro y después exhaló una voluta de humo que se alejó arremolinándose en el viento—. Fui enviado aquí, Sharpe, por el gobierno de Su Majestad con órdenes de descubrir si merecía la pena luchar por Portugal, si merecía un derramamiento de sangre inglesa, y yo llegué a la conclusión, y no doy por supuesto que usted estará en desacuerdo conmigo, de que no merece la pena. Así que obedecí la segunda parte de mis órdenes, que era negociar los términos con los franceses. No los términos de una rendición, sino los de un acuerdo. Nosotros retiraremos nuestras fuerzas y ellos retirarán las suyas, aunque, para guardar las apariencias, se les permitirá que una división representativa marche por las calles de Lisboa. Después se irán: bonsoir; adieu, au revoir. A finales de julio no quedará ni un soldado extranjero en el suelo de Portugal. Ésta es mi proeza, Sharpe, y para lograrlo era necesario cenar con generales franceses, mariscales franceses y oficiales franceses. —Se detuvo, como si estuviese esperando alguna reacción, pero Sharpe se limitaba a mirarlo con escepticismo y Christopher suspiró—. Ésa es la verdad, Sharpe, por muy difícil que pueda resultarle creerlo, pero recuerde: «en el cielo y en la tierra…».
—Ya sé, ya sé —interrumpió Sharpe—. Hay más puñeteras cosas en el cielo y en la tierra de lo que yo puedo imaginar, pero, ¿qué demonios estaba haciendo usted aquí? —Ahora su voz sonaba enfadada—. Y además vistiendo un uniforme francés. Luis me lo contó.
—Normalmente no puedo vestir esta casaca roja tras las líneas francesas, Sharpe —respondió Christopher—, y las ropas civiles no es que impongan demasiado respeto hoy en día, así que, sí, en ocasiones visto uniforme francés. Es una ruse de guerre, Sharpe, una ruse de guerre.
—Una rusa de mierda —gruñó Sharpe—. ¡Esos cabrones han estado intentando matar a mis hombres y fue usted quien los trajo aquí!
—Oh, Sharpe —dijo Christopher apenado—. Necesitábamos un sitio tranquilo para firmar el memorándum de acuerdo, algún lugar donde el populacho no pudiera expresar sus groseras opiniones, así que ofrecí la quinta. Confieso que no tuve lo suficientemente en cuenta su situación, y eso es culpa mía. Lo siento. —Incluso ofreció a Sharpe un ademán de inclinación—. Los franceses vinieron aquí, consideraron que su presencia era una trampa y, contra mi consejo, intentaron atacarle. De nuevo me disculpo, Sharpe, y con más efusión. Pero ahora se ha acabado. Puede irse usted; no se rinde, no rinde las armas, se irá con la cabeza bien alta y con mis más sinceras felicitaciones y, naturalmente, yo me aseguraré bien de que su coronel conozca sus logros aquí. —Esperó la respuesta de Sharpe y, al comprobar que no había ninguna, sonrió—. Y, por supuesto —siguió—, será un honor devolverle su catalejo. Olvidé por completo traerlo ahora conmigo.
—Usted no olvidó nada, cabrón —rugió Sharpe.
—Sharpe —dijo Christopher en tono de reproche—, intente no ser tan bruto. Intente entender que la diplomacia emplea la sutileza, la inteligencia y, sí, el engaño. E intente entender que he negociado su libertad. Puede dejar la colina triunfante.
Sharpe miró el rostro de Christopher, que parecía muy inocente y muy feliz por ser el portador de aquellas noticias.
—¿Y qué ocurre si nos quedamos? —preguntó.
—No tengo la más remota idea —dijo Christopher—, pero intentaré enterarme, por supuesto, si es que ésa es su voluntad. Pero intuyo, Sharpe, que los franceses interpretarán semejante tozudez como un gesto hostil. Por desgracia, hay gente en este país que se opondrá a su asentamiento. Gente desorientada que preferiría luchar a aceptar una paz negociada, y si se queda usted aquí, eso alentará su insensatez. Sospecho que si insiste en quedarse y rompe así los términos de nuestro acuerdo, los franceses traerán morteros de Oporto y harán todo lo que puedan para convencerlo de que se vaya. —Dio otra calada a su cigarro y se sobresaltó al ver allí cerca un cuervo picoteando los ojos de un cadáver—. El mayor Dulong desearía poder retirar a todos estos hombres. —Hizo un gesto con el cigarro indicando los cuerpos abatidos por los fusileros de Sharpe.
—Tiene una hora —dijo Sharpe—, y sólo puede traer diez hombres, ninguno de ellos armado. Y dígale que también algunos de mis hombres estarán en la colina y que tampoco irán armados.
Christopher frunció el ceño.
—¿Por qué iban a necesitar sus hombres estar al descubierto en la colina? —preguntó.
—Porque tenemos que enterrar a nuestros muertos —dijo Sharpe—, y allí arriba es todo roca.
Christopher chupó su cigarro.
—Creo que sería mucho mejor, Sharpe —dijo con delicadeza—, si bajara usted ahora con sus hombres.
Sharpe meneó la cabeza.
—Lo pensaré —dijo.
—¿Lo pensará? —repitió Christopher, ahora con un gesto de irritación—. ¿Y cuánto tiempo, si me permite la pregunta, le llevará pensarlo?
—El tiempo que necesite —contestó Sharpe—, y puedo pensar muy despacio.
—Tiene una hora, teniente —le dijo Christopher a Dulong en francés—, exactamente una hora. —Dulong miró a Sharpe y asintió con la cabeza y Sharpe asintió a su vez.
Christopher tiró su cigarro a medio fumar, se dio la vuelta y se marchó.

—Está mintiendo —sentenció Sharpe.
Vicente no estaba tan seguro.
—¿Cómo puede estar seguro?
—Le diré por qué estoy seguro —respondió Sharpe—: ese hijo de puta no me ha dado ni una orden. Esto es el ejército. No se hacen sugerencias, se dan órdenes. Haga esto, haga aquello, pero él no lo ha hecho. Me daba órdenes antes, pero hoy no.
Vicente se lo tradujo al sargento Macedo, a quien, al igual que a Harper, habían llamado para que escuchara el informe de Sharpe. Los dos sargentos, como Vicente, parecían preocupados, pero no dijeron nada.
—¿Por qué —preguntó Vicente— no le habrá dado a usted una orden?
—Porque quiere que abandone la cima de esta colina por voluntad propia, porque lo que va a suceder allí abajo no es algo bonito. Porque estaba mintiendo.
—De eso puede estar seguro —afirmó Vicente en un tono firme más propio del abogado que había sido que del soldado que era ahora.
—No tenemos la más puñetera seguridad de nada —refunfuñó Sharpe.
Vicente miró hacia el este.
—En Amarante los cañones se han detenido. Puede que haya paz.
—¿Y por qué tendría que haber paz? —preguntó Sharpe—. En primer lugar, ¿por qué vinieron aquí los franceses?
—Para que dejáramos de comerciar con Inglaterra —dijo Vicente.
—Entonces, ¿por qué retirarse ahora? El comercio se volvería a reanudar. Aún no han terminado su trabajo, y no me parece que los franceses vayan a rendirse tan deprisa.
Vicente reflexionó unos segundos.
—Quizá piensen que, si se quedan, perderán demasiados hombres. Cuanto más se adentran en Portugal, más enemigos se ganan y más largas son las vías de suministros que tienen que proteger. Puede que estén siendo prudentes.
—Son puñeteros gabachos —dijo Sharpe—, no conocen el significado de esa palabra. Y hay algo más: Christopher no me ha enseñado ni un pedazo de papel, ¿verdad? Ningún acuerdo firmado y sellado.
Vicente sopesó aquel argumento y asintió en reconocimiento de su fuerza.
—Si usted quiere —dijo—, yo bajaré y pediré que me enseñen el papel con la orden.
—No hay ningún papel —dijo Sharpe—, y ninguno de nosotros va a bajar de esta colina.
—¿Es eso una orden, senhor? —preguntó Vicente tras una pausa.
—Es una orden —confirmó Sharpe—. Nos quedamos.
—Pues nos quedamos —dijo Vicente. Le dio una palmadita en el hombro a Macedo y los dos regresaron junto a sus hombres para que Vicente pudiera contarles lo que había sucedido.
Harper estaba sentado al lado de Sharpe.
—¿Ahora está seguro?
—¡Demonios! Por supuesto que no estoy seguro, Pat —respondió Sharpe irritado—, pero sí creo que está mintiendo. ¡Ni siquiera me preguntó cuántas bajas habíamos tenido aquí arriba! Si estuviera de nuestra parte, habría preguntado eso, ¿no cree?
Harper se encogió de hombros como si no pudiera responder a aquella pregunta.
—¿Y qué pasa si nos marchamos?
—Nos harán prisioneros. Nos llevarán a todos a la puñetera Francia.
—¿O nos enviarán a casa?
—Si la guerra ha terminado, Pat, nos enviarán a casa, pero si la guerra ha terminado, entonces alguien más vendrá a decírnoslo. Un oficial portugués, alguien. Él no, Christopher no. Y si los combates han acabado, ¿por qué nos da sólo una hora? Tendríamos el resto de nuestras vidas para largarnos de esta colina, no una hora. —Sharpe miró hacia abajo, al lugar donde una cuadrilla de infantería, que había subido a la colina con una bandera de tregua y sin armas, estaba retirando el último cuerpo de los franceses. Los había guiado Dulong y se le había ocurrido subir dos palas para que los hombres de Sharpe pudiesen enterrar sus cadáveres: los dos portugueses muertos por el obús durante el ataque al alba y el fusilero Donnelly, que yacía en lo alto de la colina bajo un montón de piedras desde el día en que Sharpe había expulsado a golpes a los hombres de Dulong de la cumbre.
Vicente había enviado al sargento Macedo y a tres hombres para que cavaran las dos tumbas y Sharpe había entregado la segunda pala a Williamson.
—Cavar esa tumba será el final de su castigo —le había dicho. Desde el enfrentamiento en el bosque, Sharpe había estado dando trabajo extra a Williamson, para mantenerlo ocupado e intentar doblegar su espíritu; ahora Sharpe consideró que Williamson ya había tenido suficiente castigo—. Y deje aquí su rifle —añadió.
Williamson agarró la pala, tiró su rifle con excesiva fuerza y, acompañado por Dodd y Harris, descendió por la colina hasta un sitio donde había bastante tierra sobre la roca como para cavar una tumba adecuada. Harper y Slattery habían trasladado el cuerpo sin vida desde lo alto de la colina, y después Harper había rezado una oración y Slattery se había inclinado. Ahora Williamson, en mangas de camisa, estaba echando paladas de tierra sobre la tumba mientras Dodd y Harris miraban cómo los franceses se llevaban a sus últimos muertos.
Harper también miraba a los franceses.
—¿Y qué pasa si traen un mortero? —preguntó.
—Que estamos jodidos —dijo Sharpe exasperado—, pero pueden ocurrir muchas cosas antes de que llegue un mortero.
—¿Como qué?
—No lo sé —respondió Sharpe en tono irritado. Y era verdad que no lo sabía, como tampoco sabía qué hacer. Christopher había sido muy convincente, y era sólo una vena de tozudez lo que hacía que Sharpe estuviese tan seguro de que el coronel mentía. Eso y la expresión de los ojos del mayor Dulong—. Puede que me equivoque, Pat, puede que me equivoque. El problema es que me gusta estar aquí.
Harper sonrió.
—¿Que le gusta esto?
—Me gusta estar lejos del ejército. El capitán Hogan está bien, pero, ¿y los demás? No puedo soportar a los demás.
—Unos bufones —dijo Harper con rotundidad, refiriéndose a los oficiales.
—Estoy mejor a mi aire —dijo Sharpe—, y aquí estoy a mi aire. Así que nos quedamos.
—Vale —dijo Harper—, y yo creo que tiene usted razón.
—Ah, ¿sí? —Sharpe parecía sorprendido.
—Sí —dijo Harper—; aparte de usted, ni siquiera mi madre reconoció nunca que yo fuera inteligente.
Sharpe soltó una risotada.
—Váyase a limpiar su rifle, Pat.
Cooper había hervido un bidón de agua y algunos de los fusileros la usaron para lavar los cañones de las armas. Cada disparo dejaba una pequeña capa de pólvora quemada que, poco a poco, iba aumentando y volvía inservible el rifle, pero el agua caliente disolvía el residuo. Algunos fusileros preferían orinar por el cañón. Hagman usó el agua hirviendo, después rascó su cañón con la baqueta.
—¿Quiere que limpie el suyo, señor? —preguntó a Sharpe.
—Eso puede esperar, Dan —dijo Sharpe. Después vio que el sargento Macedo y sus hombres regresaban, y se preguntó dónde estarían sus propios enterradores. Se dirigió hacia el reducto más al norte y desde allí pudo ver a Harris y a Dodd apisonando la tierra sobre el cuerpo de Donnelly, mientras Williamson estaba apoyado en su pala.
—¿No han acabado? —les gritó Sharpe—. ¡Dense prisa!
—¡Ya vamos, señor! —dijo Harris. Dodd y él recogieron sus casacas y empezaron a subir la colina. Williamson levantó la pala y, cuando parecía que se disponía a seguirlos, de repente dio la vuelta y empezó a correr colina abajo.
—¡Jesús! —Harper apareció al lado de Sharpe y levantó su rifle.
Sharpe lo empujó hacia abajo. No estaba intentando salvarla vida de Williamson; sencillamente, había una tregua en la colina, por lo que un simple disparo de rifle sería considerado una ruptura de la tregua y el obús podía responder al disparo mientras Harris y Dodd estaban aún en medio de la ladera.
—¡Ese cabrón! —Hagman veía a Williamson correr colina abajo a la desesperada, como si estuviese intentando dejar atrás la esperada bala. Sharpe tuvo una terrible sensación de fracaso. No le gustaba Williamson; aun así, cuando un hombre huía, era el oficial el que fallaba. El oficial no sería castigado, desde luego, y el hombre, si alguna vez era capturado, sería fusilado, pero Sharpe sabía que eso era un fracaso suyo. Era algo que reprochar a su mando.
Harper vio la expresión afligida del rostro de Sharpe y no lo entendió.
—Estamos mejor sin ese cabrón, señor —dijo.
Dodd y Harris parecían estupefactos. Harris incluso se dio la vuelta como si quisiese alcanzar a Williamson, hasta que Sharpe le gritó que regresara.
—Nunca debí haber enviado a Williamson a hacer ese trabajo —dijo con amargura.
—¿Por qué no? —dijo Harper—. Usted no sabía que saldría corriendo.
—No me gusta perder hombres —respondió Sharpe cortante.
—¡No es culpa suya! —protestó Harper.
—Entonces, ¿de quién es? —contestó Sharpe enojado. Williamson había desaparecido entre las filas francesas, presuntamente para unirse a Christopher; el único y pequeño consuelo era que no había podido llevarse su rifle. Pero seguía siendo un fracaso, y Sharpe lo sabía—. Será mejor que nos pongamos a cubierto —le dijo a Harper—. Porque enseguida empezarán con ese maldito cañón.
El obús disparó diez minutos antes de que se cumpliera la hora, aunque como ninguno de los de la colina tenía reloj, no se dieron cuenta. El proyectil golpeó un peñasco justo por debajo del reducto más bajo y rebotó hacia el cielo, donde explotó en una nube de humo gris, llamas y esquirlas silbantes de la reventada carcasa. Un fragmento de hierro candente se incrustó en la culata del rifle de Dodd, el resto cayó repiqueteando sobre las rocas.
Sharpe, que aún se reprochaba a sí mismo la deserción de Williamson, estaba observando la carretera principal del alejado valle. Había polvo allí y pudo distinguir a unos jinetes que llegaban desde el noroeste, de la carretera de Oporto. ¿Acaso llevaban un mortero? Si era eso, pensó, tendría que pensar cómo preparar una huida. Quizá, si se apresuraban, podrían atravesar el cordón de dragones hacia el oeste e internarse por terreno elevado, donde el suelo rocoso les pondría las cosas difíciles a los jinetes; de todas formas, durante el primer kilómetro, aquello iba a ser un trayecto sangriento. A menos que lo intentaran por la noche. Pero no: si lo que se acercaba era un mortero, se pondría en acción antes de que cayera la noche. Observó de nuevo la lejana carretera, maldiciendo los defectos del catalejo de Christopher, y se convenció de que no veía ningún tipo de vehículo entre los jinetes, fuese un carro para cañones o una carreta para morteros, aunque, de todos modos, estaban muy lejos y no podía estar seguro.
—Señor Sharpe, señor. —Era Dan Hagman—. ¿Puedo probar a tirar a esos cabrones?
Sharpe seguía rumiando su fracaso, y su primer impulso fue decir al viejo furtivo que no le hiciera perder el tiempo. Entonces se dio cuenta del ambiente enrarecido que imperaba en la colina. Sus hombres se sentían avergonzados por culpa de Williamson. Tal vez muchos de ellos temiesen que Sharpe, en su enfado, los castigara a todos por la falta de un solo hombre, y otros, muy pocos, tal vez desearan seguir a Williamson, pero probablemente la mayoría sintiese que la deserción era un reproche dirigido a todos ellos. Eran una unidad, eran amigos, estaban orgullosos los unos de los otros, y uno de ellos había pisoteado deliberadamente aquella camaradería. Aunque ahora Hagman se ofrecía para restaurar parte de ese orgullo, y Sharpe asintió.
—Adelante, Dan —dijo—, pero sólo tú. ¡Sólo Hagman! —comunicó a los demás fusileros. Sabía que a todos les gustaría abrir fuego contra el grupo del cañón, pero la distancia era excesiva, justo el alcance máximo de un rifle, y sólo Hagman tenía la habilidad para cuando menos acercarse.
Sharpe volvió a mirar la lejana nube de polvo, pero los caballos habían torcido por el camino más pequeño que llevaba a Vila Real de Zedes y de frente no podía ver si escoltaban algún vehículo, así que apuntó la lente hacia el grupo del obús y vio que estaban metiendo un nuevo proyectil en el corto cañón.
—¡Pónganse a cubierto!
Sólo Hagman quedó al descubierto. Estaba cargando su rifle, echando la pólvora del cuerno dentro del cañón.
La mayoría de las veces empleaba un cartucho que tenía pólvora y una bala convenientemente envueltos en papel encerado, pero para este tipo de disparo, de algo más de medio kilómetro, utilizaba la pólvora de gran calidad que llevaba en el cuerno. Usó un poco más de la cantidad que venía en los cartuchos y, cuando el cañón estuvo cargado, dejó el arma a un lado y sacó el puñado de balas que llevaba en el bolsillo de la cartuchera entre las hojas de té. El proyectil enemigo se desvió de la atalaya y explotó inofensivo sobre la empinada ladera oeste, y aunque el ruido retumbó en sus tímpanos y la cubierta destrozada traqueteó con furia contra las rocas, Hagman ni siquiera levantó la vista. Estaba empleando su dedo corazón para hacer rodar las balas una a una sobre la palma de su mano izquierda, y cuando estuvo seguro de que había encontrado la bala de forma más perfecta, apartó las otras y recogió su rifle. En el extremo de la culata había un pequeño hueco con una tapa de latón. El hueco tenía dos compartimentos: el más grande alojaba los enseres de limpieza del rifle, mientras que el más pequeño estaba lleno de parches hechos de un cuero fino y flexible que había sido untado con manteca de cerdo. Cogió uno de los parches, cerró la tapa de latón y vio que Vicente lo observaba de cerca. Sonrió burlón.
—A la vieja y lenta manera, señor, ¿verdad?
Ahora envolvió la bala en el cuero para que, cuando el rifle disparara, la bala al expandirse forzara el cuero contra los rebordes de las estrías del cañón. El cuero también impedía que escapara cualquiera de los gases por los lados de la bala, concentrándose así el poder de la pólvora. Metió la bala envuelta en cuero dentro del cañón y utilizó la baqueta para empujarla hacia abajo. Era un trabajo difícil e hizo una mueca por el esfuerzo; después agradeció con un movimiento de cabeza que Sharpe se hiciese cargo de esa tarea. Sharpe apoyó el extremo de la baqueta de acero contra una roca y empujó el rifle despacio hasta que sintió que la bala hacía crujir la pólvora de dentro. Sacó la baqueta, la metió en las argollas de debajo del cañón y le devolvió el arma a Hagman, que usó pólvora de su cuerno para cebar la cazoleta. Alisó la pólvora con su ennegrecido dedo índice, bajó el rastrillo y volvió a sonreír a Vicente.
—Es como una mujer, señor —dijo Hagman dando una palmadita al rifle—; cuide de ella y ella cuidará de usted.
—Se habrá dado cuenta de que ha permitido al señor Sharpe atacar el rifle, señor —dijo Harper inocentemente.
Vicente rió. Sharpe se acordó de pronto de los jinetes y levantó el pequeño catalejo. Lo dirigió hacia la carretera que conducía al pueblo, pero todo lo que quedaba de los recién llegados era el polvo que los cascos de sus caballos habían levantado. Los ocultaban los árboles que rodeaban la quinta, así que no podía saber si los jinetes habían traído un mortero. Maldijo. Bueno, enseguida se enteraría.
Hagman se tumbó boca arriba, con los pies en dirección al enemigo, y después recostó el cogote en una roca. Sus tobillos estaban cruzados; utilizaba el ángulo que quedaba entre sus botas como apoyo para la boca del rifle y, como el arma tenía menos de un metro veinte de largo, tuvo que curvar forzosamente el torso para poder llevarse la culata al hombro. Por fin encontró la postura, con el extremo de latón del rifle contra el hombro y el cañón recorriendo su cuerpo a lo largo; aunque la postura parecía tosca, los tiradores asintieron porque mantenía el rifle rígidamente.
—¿Viento, señor?
—De izquierda a derecha, Dan —dijo Sharpe—, muy leve.
—Muy leve —repitió en voz baja Hagman, y después amartilló el percutor. La llave de cuello de cisne produjo un leve crujido al comprimir el muelle principal, se oyó un clic cuando la presión pasó al balancín, y entonces Hagman levantó la mira trasera todo lo que pudo y a continuación alineó la ranura con la mira delantera de cola de milano, en la boca del rifle. Tuvo que bajar la cabeza, manteniendo una incómoda postura, para ver a lo largo del cañón. Tomó aire, dejó salir la mitad y retuvo el resto. Los demás hombres de lo alto de la colina también contuvieron el aliento.
Hagman hizo algunos ajustes menores, moviendo el cañón a la izquierda y bajando un poco la culata para darle mayor elevación al arma. No sólo era un imposible tiro a larga distancia, sino que además estaba disparando cuesta abajo, lo que representaba una notable dificultad añadida. Nadie se movía. Sharpe vigilaba a los encargados del cañón a través de su catalejo. El artillero estaba acercando el botafuego a la recámara; Sharpe sabía que debía romper la concentración de Hagman y ordenar a sus hombres que se pusieran a cubierto, pero justo en ese momento Hagman apretó el gatillo. El chasquido del rifle sobresaltó a los pájaros de la ladera, el humo se levantó sobre las rocas. Sharpe vio que el artillero giraba en redondo y el botafuego caía mientras el hombre se apretaba el muslo derecho. Se tambaleó durante unos instantes y después se desplomó.
—En el muslo derecho, Dan —le informó Sharpe, consciente de que Hagman no vería nada a través del humo de su rifle—, y lo ha tumbado. ¡A cubierto! ¡Todo el mundo! ¡Rápido! —Otro artillero había recogido el botafuego.
Se protegieron detrás de las peñas y el proyectil, que explotó sobre la pared de una roca, hizo que se estremecieran. Sharpe le dio unos golpecitos en la espalda a Hagman.
—¡Increíble, Dan!
—Estaba apuntándole al pecho, señor.
—En cualquier caso le has arruinado el día, Dan —intervino Harper—. Le has arruinado el puto día. —Los demás fusileros felicitaron a Hagman. Se enorgullecían de él, encantados de que el anciano estuviese otra vez de pie y tan bien como siempre. En cierto modo el disparo compensaba la traición de Williamson. Volvían a ser una élite, eran fusileros.
—¿Otra vez, señor? —preguntó Hagman a Sharpe.
—¿Por qué no? —dijo Sharpe. Si llegaba el mortero, los hombres a su cargo se asustarían al descubrir que estaban al alcance de los mortales rifles.
Hagman empezó de nuevo todo el laborioso proceso, pero antes de que hubiese envuelto la siguiente bala en su parche de cuero, y para asombro de Sharpe, la cureña del obús fue enganchada a su armón y el cañón fue arrastrado al interior del bosque. Por un momento Sharpe se sintió exultante, pero enseguida temió que los franceses sólo estuviesen llevándose el obús para que el mortero pudiese usar el terreno ya acondicionado. Esperó con una opresiva sensación de pavor, pero no apareció ningún mortero. No apareció nada. Incluso la infantería que había estado destacada cerca del obús se había retirado a los árboles; por primera vez desde que Sharpe se había retirado a la atalaya, la ladera norte estaba desierta. Los dragones aún patrullaban hacia el este y el oeste, pero media hora después también ellos cabalgaron hacia el norte en dirección al pueblo.
—¿Qué está pasando? —preguntó Vicente.
—Sabe Dios.
Pero, de repente, Sharpe vio que toda la fuerza francesa, el cañón, la caballería y la infantería, se estaba alejando de Vila Real de Zedes por la carretera. Debían de estar regresando a Oporto. Él contemplaba la escena mudo de asombro, sin atreverse a creer lo que veía.
—Es una trampa —dijo Sharpe—, tiene que serlo —le pasó el catalejo a Vicente.
—Quizás es la paz —sugirió Vicente después de observar durante un rato la retirada de los franceses—. Puede que la lucha haya terminado de verdad. ¿Por qué iban a marcharse, si no?
—Se van, señor —dijo Harper—; eso es lo único que importa. —Había cogido el catalejo de las manos de Vicente y había visto un carro de granja cargado de heridos franceses—. ¡Jesús, María y José! —gritó emocionado—. ¡Se van de verdad!
Pero ¿por qué? ¿Era a causa de la paz? ¿Acaso los jinetes, de los que Sharpe había temido que trajeran un mortero, habían traído en su lugar un mensaje? ¿Una orden de retirada? ¿O se trataba de una trampa? ¿Esperaban los franceses que bajara al pueblo para dar así a los dragones la oportunidad de atacar a sus hombres en terreno llano? Estaba tan confuso como siempre.
—Voy a bajar —anunció—. Cooper, Harris, Perkins, Cresacre y Sims, vengan conmigo. —A los dos últimos los eligió a propósito porque habían sido amigos de Williamson: de haber algún hombre que quisiese seguir al desertor, eran aquellos dos, y él deseaba demostrarles que aún confiaba en ellos—. Los demás quédense aquí.
—Me gustaría ir —dijo Vicente y, cuando vio que Sharpe estaba a punto de negarse, se explicó—: El pueblo, senhor. Quiero ver el pueblo. Quiero ver qué ha ocurrido con nuestra gente.
Al igual que Sharpe, Vicente se llevó a cinco hombres. El sargento Harper y el sargento Macedo quedaron al mando de la fortaleza, y la patrulla de Sharpe avanzó colina abajo. Pasaron junto a la gran marca quemada en forma de abanico que mostraba desde dónde había disparado el obús. Sharpe temía que les lanzaran una descarga desde la sombra de los árboles. Cooper y él avanzaban a hurtadillas, buscando emboscados entre los laureles, los abedules y los robles, pero nada se movía entre ellos. Siguieron el camino hacia la quinta, que tenía los postigos azules cerrados a cal y canto y parecía intacta. Una gata atigrada se lamía sobre el empedrado caldeado por el sol de bajo el arco de los establos; interrumpió su labor para observar a los soldados indignada y después volvió a sus abluciones. Sharpe intentó abrir la puerta de la cocina, pero estaba cerrada. Pensó en tirarla abajo, luego decidió dejarla y dio la vuelta con sus hombres hasta la parte de delante. También la puerta delantera estaba cerrada y la entrada a la casa estaba desierta. Se retiró despacio de la quinta, vigilando los postigos, casi esperando que se abrieran de golpe para dar paso a una descarga de mosquetes, pero la casona dormía al calor de primeras horas de la tarde.
—Creo que está vacía, señor —dijo Harris, aunque parecía nervioso.
—Me parece que tiene usted razón —reconoció Sharpe, y se dio la vuelta y siguió caminando por el paseo. La grava crujía bajo sus botas, así que se movió hacia el arcén e indicó a sus hombres que hiciesen lo mismo. El día era cálido y silencioso, e incluso los pájaros estaban mudos.
Y entonces lo olió. Y de inmediato se acordó de la India e incluso imaginó, por un salvaje instante, que se encontraba de nuevo en aquel misterioso país, donde había soportado aquel olor tan a menudo. Era denso y rancio, y un poco dulzón. Un olor que casi le dio ganas de vomitar; después el impulso pasó, pero advirtió que Perkins, casi tan joven como Pendleton, parecía indispuesto.
—Tome una inspiración profunda —le dijo Sharpe—. Lo va a necesitar.
Vicente, que parecía tan nervioso como Perkins, lanzó una mirada a Sharpe.
—Es… —empezó a decir.
—Sí —dijo Sharpe.
Era la muerte.
Vila Real de Zedes nunca había sido un pueblo grande o famoso. Nunca habían venido peregrinos a rezar en su iglesia. Tal vez allí se reverenciara a san José, pero su influencia nunca se había extendido más allá de los viñedos; sin embargo, pese a su insignificancia, el pueblo no había sido un mal lugar para criar a los hijos. Siempre había trabajo en los viñedos de los Savage, la tierra era fértil e incluso la casa más pobre tenía un huerto. Algunos de sus habitantes habían tenido vacas, la mayoría, gallinas y algunos habían criado cerdos, aunque ahora no quedaba ganado. Habían sido escasas las autoridades que acosaran a los habitantes. El padre Josefa había sido la persona más importante de Vila Real de Zedes, aparte de los ingleses de la quinta, y a veces el sacerdote se había dejado llevar por la ira, pero también había enseñado a los niños sus primeras letras. Nunca había sido cruel.
Y ahora estaba muerto. Su cuerpo, irreconocible, estaba entre las cenizas de la iglesia, donde otros cuerpos, reducidos por el fuego, yacían entre las vigas, ahora derrumbadas y carbonizadas. Había un perro muerto en la calle, con una mancha de sangre extendiéndose desde su boca y una nube de moscas zumbando sobre la herida del costado. Se oían más moscas en el interior de la mayor de las dos tabernas. Sharpe abrió la puerta de un empujón con la culata de su rifle y dio un respingo involuntario. Maria, la chica que le había gustado a Harper, yacía desnuda sobre la única mesa que quedaba sin romper en la sala. La habían clavado a la mesa hincándole unos cuchillos en las manos y ahora las moscas deambulaban por su vientre y sus pechos ensangrentados. Todas las barricas de vino habían sido destrozadas, todas las ollas estaban rotas y, aparte de aquella única mesa, todos los muebles habían sido despedazados. Sharpe se colgó el rifle y sacó los cuchillos de las palmas de Maria, de forma que sus brazos se agitaron al quedar libres de aquellas hojas. Perkins miraba aterrado desde la puerta.
—No se quede ahí —le espetó Sharpe—, encuentre una manta, algo, y cúbrala.
—Sí, señor.
Sharpe regresó a la calle. Vicente tenía lágrimas en los ojos. Había cadáveres en media docena de casas y sangre en todas ellas, pero ni una persona viva. Todos los supervivientes de Vila Real de Zedes habían huido del pueblo, empujados por la brutalidad de sus conquistadores.
—Deberíamos habernos quedado aquí —dijo Vicente enfurecido.
—¿Y haber muerto con ellos? —preguntó Sharpe.
—¡No tuvieron a nadie que luchara por ellos! —dijo Vicente.
—Tenían a Lopes —dijo Sharpe— y él no supo cómo luchar, y si hubiera sabido, no se habría quedado. Si hubiésemos luchado por ellos, a estas alturas estaríamos muertos y toda esta gente estaría igual de muerta.
—Deberíamos habernos quedado —insistió Vicente.
Sharpe no le hizo caso.
—¿Cooper? ¿Sims? —Los dos amartillaron sus rifles. Cooper disparó primero, Sharpe contó hasta diez y entonces Sims apretó su gatillo, Sharpe volvió a contar hasta diez y entonces fue él quien disparó al aire. Era la señal de que Harper podía bajar de la colina con los demás—. Busquen palas —dijo Sharpe a Vicente.
—¿Palas?
—Vamos a enterrarlos.
El cementerio era un terreno vallado situado justo al norte del pueblo; allí, en una cabañita, había unas palas de enterrador, que Sharpe entregó a sus hombres.
—Lo bastante profundas para que los animales no escarben en ellas —ordenó—, pero no demasiado.
—¿Por qué no demasiado? —preguntó Vicente molesto, pensando que una tumba poco profunda era un cruel insulto a los muertos.
—Porque cuando regrese la gente del pueblo —dijo Sharpe—, los desenterrarán para buscar a sus familiares. —Encontró un gran retal de arpillera en el cobertizo y lo usó para recoger los cuerpos carbonizados de la iglesia, que arrastró hasta el cementerio de uno en uno. El brazo izquierdo del padre Josefa se desprendió del cuerpo cuando Sharpe intentaba soltar al sacerdote de la cruz; Sims vio lo que estaba pasando y acudió para ayudarle a envolver el cuerpo, consumido y negro, con la arpillera.
—Yo lo llevaré, señor —dijo Sims, agarrando bien la arpillera—. No tiene que hacerlo usted.
Sims parecía avergonzado.
—No vamos a salir corriendo, señor —soltó de golpe, y pareció temeroso mientras esperaba que Sharpe diera rienda suelta a su lengua afilada.
Sharpe lo miró y vio a otro ladrón, otro borracho, otro fracasado, otro fusilero. Y entonces sonrió.
—Gracias, Sims. Dígale a Pat Harper que le dé un trago de su agua bendita.
—¿Agua bendita? —preguntó Sims.
—Ese brandy que guarda en su segunda cantimplora. Ése del que cree que yo no sé nada.
Más tarde, cuando los hombres que habían bajado de la colina estaban ayudando a enterrar a los muertos, Sharpe regresó a la iglesia; allí lo encontró Harper.
—Ya he dispuesto los piquetes, señor.
—Bien.
—Y Sims me ha dicho que tenía que darle un poco de brandy.
—Espero que se lo diera.
—Sí, señor, se lo di. Y el señor Vicente, señor, está esperando para decir una o dos oraciones.
—Espero que Dios esté escuchando.
—¿Quiere usted asistir?
—No, Pat.
—No pensé que quisiera. —El hombretón irlandés se abrió camino entre las cenizas. Allí donde había estado el altar, una parte de los escombros todavía humeaba, pero él metió una mano en la maraña ennegrecida y sacó un crucifijo negro y retorcido. Sólo tenía unos diez centímetros de altura. Se lo puso en la palma de la mano izquierda y se santiguó—. El señor Vicente no está contento, señor.
—Lo sé.
—Él piensa que tendríamos que haber defendido el pueblo, pero ya se lo dije, señor, ya le dije que no se caza al conejo matando al perro.
Sharpe miraba el humo.
—Quizá tendríamos que haber estado aquí.
—Ahora está usted hablando como un irlandés, señor —dijo Harper—, porque no hay nada que no sepamos de causas perdidas. Seguro que sí, y habríamos muerto todos. Y si ve usted que el guardamonte del arma de Gataker está suelto, no le eche una bronca. Los tornillos se han desgastado.
Sharpe sonrió por el esfuerzo que hacía Harper para distraerlo.
—Sé que hicimos lo correcto, Pat. Pero desearía que el teniente Vicente pudiera verlo.
—Es abogado, señor, ninguna puñetera cosa puede parecerle bien. Y es joven. Vendería su vaca por un vaso de leche.
—Hicimos lo correcto —insistió Sharpe—, pero, ¿qué hacemos ahora?
Harper intentaba enderezar el crucifijo.
—Cuando era un mocoso —dijo—, me perdí. No tenía más de siete, ocho años quizá. No era mayor que Perkins, vamos. Había soldados cerca del pueblo, de esos suyos vestidos de rojo, y aún hoy no sé qué estaban haciendo allí esos cabrones, pero yo huí de ellos. No me perseguían, pero yo corría igualmente, porque eso era lo que hacías cuando aparecían esos cabrones de rojo. Corrí y corrí, eso hice, y seguí corriendo hasta que no supe dónde demonios estaba.
—¿Y qué hizo entonces?
—Seguí un arroyo y llegué a unas casitas y mi tía vivía en una de ellas y me llevó a casa.
Sharpe empezó a reírse y, aunque la historia no había sido especialmente divertida, no podía parar.
—Maire —dijo Harper—, mi tía Maire, que en paz descanse. —Se metió el crucifijo en un bolsillo.
—Desearía que su tía Maire estuviera aquí, Pat. Pero no nos hemos perdido.
—¿No?
—Iremos hacia el sur. Buscaremos una barca. Cruzaremos el río y seguiremos avanzando hacia el sur.
—¿Y si el ejército se ha ido de Lisboa?
—Iremos a pie hasta Gibraltar —dijo Sharpe, a sabiendas de que nunca llegarían hasta allí. Si había paz, entonces sería mejor que lo encontrara alguien con autoridad y lo enviara al puerto más cercano, y si aún continuaba la guerra, buscaría a alguien contra quien luchar. Algo simple de verdad, pensó—. Pero marcharemos de noche, Pat.
—Entonces usted cree que aún estamos en guerra, ¿no?
—Oh, estamos en guerra, sí, Pat —confirmó Sharpe mirando las ruinas y pensando en Christopher—; estamos en una puta guerra.
Vicente estaba mirando las nuevas tumbas. Asintió con la cabeza cuando Sharpe dijo que se proponía marchar al sur durante la noche, pero no habló hasta que estuvieron fuera de las puertas del cementerio.
—Yo me voy a Oporto —anunció.
—¿Cree que ha habido un tratado de paz?
—No —dijo Vicente, y después se encogió de hombros—. O tal vez sí. No lo sé. Pero sí sé que es probable que el coronel Christopher y el brigadier Vuillard estén allí. No los combatí aquí, así que tengo que perseguirlos allí.
—¿Así que se dispone usted a ir a Oporto —dijo Sharpe— y a morir?
—Puede ser —respondió Vicente solemne—, pero un hombre no puede esconderse del mal.
—No —dijo Sharpe—, pero si decide usted luchar, hágalo con inteligencia.
—Estoy aprendiendo a luchar —dijo Vicente—, pero ya sé cómo matar.
Aquello era la receta para un suicidio, pensó Sharpe, pero no discutió.
—Lo que yo estoy planeando —dijo en vez de discutir— es regresar por donde vinimos. Puedo encontrar el camino con bastante facilidad. Y una vez que esté en Barca d’Avintas, buscaré una barca. Tiene que haber allí algo que flote.
—Seguro que lo hay.
—Pues venga conmigo hasta allí —sugirió Sharpe—, porque está cerca de Oporto.
Vicente estuvo de acuerdo, y sus hombres desfilaron tras los de Sharpe cuando salieron del pueblo. Sharpe se alegró de aquello; también aquella noche fue negra como la pez y, pese a su confianza en que podría hallar el camino, se habría perdido sin remedio si Vicente no hubiera estado allí. Con aquella oscuridad, avanzaban con una lentitud penosa, así que aprovecharon la hora más oscura de la noche para descansar. Cuando la luz lobuna rayó el horizonte por el este, empezaron a avanzar más deprisa.
Sharpe se sentía indeciso sobre el regreso a Barca d’Avintas. Había riesgos, ya que el pueblo estaba peligrosamente cerca de Oporto, pero por otra parte sabía que era un lugar desde donde resultaba seguro cruzar el río y creía además que allí podría encontrar algunos maderos de los cobertizos y las casas con los que sus hombres pudieran construir una balsa. Vicente estaba de acuerdo; decía que gran parte del resto del valle del Duero era un barranco de piedra y que Sharpe tendría problemas tanto para acercarse al río como para encontrar otro lugar por donde cruzarlo. Un riesgo aún mayor era que los franceses estuvieran vigilando Barca d’Avintas, pero Sharpe sospechaba que se habrían contentado con destruir todas las barcas del pueblo.
El amanecer los sorprendió en unas colinas boscosas. Se detuvieron junto a un arroyo y prepararon un desayuno a base de pan reseco y una carne ahumada tan dura que los hombres comentaron en broma que harían suelas nuevas para sus botas con ella, y después se quejaron porque Sharpe no les dejaba encender un fuego para poder preparar té. Sharpe se llevó un mendrugo de pan a la cima de una colina cercana y examinó el paisaje con el pequeño catalejo. No vio a ningún enemigo; de hecho, no vio a nadie en absoluto. Había una casita abandonada siguiendo el valle por donde corría el arroyo y un campanario a aproximadamente un kilómetro y medio hacia el sur. Vicente se le acercó.
—¿Cree que habrá franceses aquí?
—Siempre lo creo —dijo Sharpe.
—¿Y cree que los ingleses se habrán marchado? —preguntó Vicente.
—No.
—¿Por que no?
Sharpe se encogió de hombros.
—Si hubiéramos querido marcharnos —dijo—, nos habríamos ido tras la retirada de sir John Moore.
Vicente miró hacia el sur.
—Sé que no habríamos podido defender el pueblo —dijo.
—Me habría gustado poder hacerlo.
—Pero es que es mi gente —dijo encogiéndose de hombros.
—Lo sé —dijo Sharpe, e intentó imaginar al ejército francés en los valles de Yorkshire o en las calles de Londres. Intentó imaginar las casas ardiendo, las cervecerías saqueadas y a las mujeres gritando, pero no conseguía visualizar aquel horror. Resultaba extrañamente imposible. Sabía que Harper sí podía imaginar la profanación de su casa, probablemente podía recordarlo, pero Sharpe no podía.
—¿Por qué lo hacen? —preguntó Vicente en un tono verdaderamente angustiado.
Sharpe plegó el catalejo, después levantó la tierra con la puntera de su bota derecha. El día antes de que subieran a la atalaya, había secado junto al fuego sus botas empapadas por la lluvia, pero las había dejado demasiado cerca y el cuero se había agrietado.
—En la guerra no hay reglas —dijo incómodo.
—Sí hay reglas —insistió Vicente.
Sharpe pasó por alto la protesta.
—La mayoría de los soldados no son santos. Son borrachos, ladrones, rufianes. Han fracasado en todo, así que o se alistan ellos en el ejército o algún juez cabrón los obliga a alistarse. Después se les da un arma y se les dice que maten. Si estuvieran en su casa, los ahorcarían por eso, pero en el ejército se les alaba por hacerlo, y a menos que los ates corto, piensan que cualquier matanza está permitida. Esos muchachos —indicó con la cabeza a los hombres reunidos debajo de los alcornoques colina abajo— saben perfectamente que serán castigados si cruzan la línea. Pero ¿y si les dejase la correa suelta? Devastarían este país, después destrozarían España y no se detendrían hasta que alguien los matara. —Se detuvo, pues sabía que no estaba siendo justo con sus hombres—. Y, ¿sabe?, los aprecio —continuó—. No son de lo peor, de verdad, sólo han tenido mala suerte, y son muy buenos soldados, joder. No sé. —Frunció el ceño, avergonzado—. Pero ¿los gabachos? No han tenido elección. Se llama reclutamiento forzoso. Algunos de esos pobres cabrones un día están trabajando de panaderos o de carreteros y al siguiente visten uniforme y están obligados a marchar por medio continente. Se resienten de eso, y además los franceses no azotan a sus soldados, por lo que no hay manera de refrenarlos.
—¿Usted azota a los suyos?
—Yo no. —Pensó en explicarle a Vicente que él sí había sido azotado en una ocasión, hacía ya mucho, en una calurosa plaza de armas de la India, pero después decidió que sonaría arrogante—. Yo me los llevo detrás de un muro y les parto la cara —dijo—. Es más rápido.
Vicente sonrió.
—Yo no podría hacer eso.
—Siempre puede usted entregarles una orden judicial —dijo Sharpe—. Yo preferiría que me partieran la cara a verme enredado con un abogado. —Quizá, pensó, si le hubiese partido la cara a Williamson, éste se habría amoldado a la autoridad. O quizá no—. ¿A qué distancia queda el río? —preguntó.
—A unas tres horas, diría. No mucho más.
—Pese a todo lo que está pasando aquí, deberíamos seguir avanzando.
—Pero ¿y los franceses? —sugirió Vicente nervioso.
—Aquí no hay ninguno, tampoco allí —Sharpe señaló con la cabeza en dirección al sur—. No hay humo y los pájaros no salen volando de los árboles como si los persiguiera un gato. Y a los dragones franceses se les puede oler a más de un kilómetro de distancia. Todos sus caballos tienen mataduras por las sillas y apestan como una letrina.
Así que siguieron adelante. Aún quedaba rocío en la hierba. Atravesaron un pueblo abandonado que parecía intacto, y Sharpe sospechó que sus habitantes los habían visto venir y se habían escondido. Estaba claro, desde luego, que allí vivía gente, pues había una colada tendida entre dos laureles, pero aunque el sargento Macedo gritó que eran amigos, nadie se atrevió a aparecer por allí. Una de las prendas de la colada era una elegante camisa de hombre con botones de hueso, y Sharpe advirtió que Cresacre remoloneaba para intentar llevársela cuando los demás estuvieran delante.
—El castigo por robo —les recordó Sharpe a sus hombres— es la horca. Y aquí hay muy buenos árboles para colgar a alguien.
Cresacre fingió que no lo había oído, pero avanzó más deprisa.
Se detuvieron al llegar al Duero. Todavía quedaba un trecho hacia el oeste para llegar a Barca d’Avintas y Sharpe sabía que sus hombres estaban cansados, así que vivaquearon en un alto del bosque que daba a un barranco sobre el río. Allí no se movía ninguna barca. A lo lejos, hacia el sur, una voluta de humo oscilaba en el cielo y hacia el oeste había una neblina titilante que, sospechaba Sharpe, era el humo de las cocinas de Oporto. Vicente dijo que Barca d’Avintas quedaba a algo más de una hora de camino, pero Sharpe decidió que esperarían hasta la mañana siguiente antes de volver a ponerse en marcha. Media docena de los hombres cojeaban porque sus botas se estaban pudriendo y Gataker, que había sido herido en el muslo, se quejaba del dolor. Uno de los hombres de Vicente caminaba descalzo y Sharpe estaba pensando en hacer lo mismo debido al mal estado de sus botas. Pero había una razón aún mejor para demorarse.
—Si los franceses están allí —explicó—, entonces prefiero acercarme a ellos con sigilo al amanecer. Y si no están, tendremos todo el día para construir algún tipo de balsa.
—¿Y qué hay de nosotros? —preguntó Vicente.
—¿Aún quiere ir a Oporto?
—De allí es de donde proviene el regimiento —dijo Vicente—, es su hogar. Los hombres están nerviosos. Algunos tienen familia allí.
—Acompáñenos hasta Barca d’Avintas —sugirió Sharpe— y después váyase a casa. Pero al menos los tres últimos kilómetros hágalos despacio, vaya con cuidado. Le irá todo bien. —No lo creía, pero no le iba a decirlo que pensaba.
Así que descansaron. Los piquetes vigilaban al filo del bosque mientras los demás dormían. En algún momento pasado el mediodía, cuando el calor hacía que todos estuvieran soñolientos, a Sharpe le pareció oír un trueno a lo lejos, pero no había nubes de lluvia a la vista y eso significaba que el trueno tenía que ser un cañonazo, aunque no podía estar seguro. Harper estaba durmiendo y Sharpe se preguntó si no estaría oyendo el eco de los ronquidos del hombretón irlandés, pero entonces de nuevo le pareció oír el trueno, aunque el sonido fue tan débil que podía haberlo imaginado. Le dio un codazo a Harper.
—¿Qué?
—Intento escuchar —dijo Sharpe.
—Y yo intento dormir.
—¡Escuche! —Pero sólo hubo silencio, a excepción del murmullo del río y el susurro de las hojas por el viento del este.
Sharpe pensó en enviar una patrulla de reconocimiento a Barca d’Avintas, pero decidió no hacerlo. No quería dividir sus ya peligrosamente menguadas fuerzas, y fueran cuales fueran los peligros que les aguardasen en el pueblo, podrían esperar hasta la mañana siguiente. Al anochecer creyó que oía nuevamente el trueno, pero entonces el viento arreció y se llevó el sonido.
El amanecer fue silencioso, tranquilo; el río, con su ligera bruma, parecía tan lustroso como el acero. Luis, que se había unido a los hombres de Vicente, había dado muestras de ser un buen remendón y había remendado algunas de las botas más decrépitas. Se había ofrecido a afeitar a Sharpe, que se había negado.
—Me afeitaré cuando hayamos cruzado el río.
—Espero que no se deje crecer la barba —dijo Vicente, y después se pusieron en marcha siguiendo un sendero que serpenteaba a lo largo del terreno montañoso. El sendero era accidentado y estaba lleno de malas hierbas y de profundos surcos, así que el avance fue lento, pero no vieron a ningún enemigo. Después el suelo se allanó, el sendero se convirtió en un camino que corría junto a viñedos y Barca d’Avintas, con sus muros blancos encendidos por el sol naciente, apareció ante ellos.
No había franceses allí. Unas cuarenta personas que habían regresado a sus casas saqueadas parecieron alarmarse al ver a los rufianes uniformados que llegaban por el puentecito que cruzaba el arroyo, pero Vicente los tranquilizó. No había barcas, decía la gente, los franceses se las habían llevado o las habían quemado todas. Raras veces veían a los franceses, añadieron. A veces una patrulla de dragones atravesaba el pueblo al trote, echaba un vistazo sobre el río, robaba algo de comida y después se iba. No tenían muchas más noticias. Una mujer que vendía aceite de oliva, huevos y pescado ahumado en el mercado de Oporto les dijo que los franceses vigilaban toda la orilla del río desde la ciudad al mar, pero Sharpe no dio demasiado crédito a sus palabras. Su marido, un gigante encorvado de manos retorcidas, admitió con reparos que era posible construir una balsa con algunos de los muebles rotos del pueblo.
Sharpe dispuso unos piquetes en el extremo oeste del pueblo, donde Hagman había sido herido. Allí se subió a un árbol y descubrió con sorpresa que podían divisarse algunos de los edificios de la periferia de Oporto sobre el horizonte de las colinas. El que más destacaba era el gran edificio blanco de tejado plano junto al que recordaba haber pasado nada más conocer a Vicente, y le espantó que quedase tan cerca. No estaban a más de cinco kilómetros del gran edificio blanco y estaba seguro de que los franceses habrían dispuesto sus propios piquetes en aquella colina. Y seguramente tendrían también un catalejo allí arriba con el que vigilar las cercanías de la ciudad. Pero estaba decidido a cruzar el río aquí, así que saltó del árbol y justo cuando estaba sacudiéndose la casaca, un joven con el pelo revuelto y vestido con harapos le mugió. Sharpe lo miraba fijamente, estupefacto. El hombre volvió a mugir y luego sonrió como un necio, antes de soltar una risotada socarrona. Tenía el cabello pelirrojo y sucio, y unos brillantes ojos azules, y su boca abierta babeaba. Sharpe se dio cuenta de que era tonto y probablemente inofensivo. Y en ese momento se acordó de Ronnie, el tonto del pueblo en Yorkshire, a quien sus padres ataban al tocón de un olmo en la dehesa del pueblo, desde donde Ronnie gritaba a las vacas que pastaban, hablaba solo y gruñía a las chicas. Este hombre se le parecía mucho y también era insistente, pues estaba cogiendo a Sharpe por el codo mientras intentaba arrastrarle hacia el río.
—¿Ha hecho un amiguito, señor? —preguntó Tongue, divertido.
—Está siendo una puñetera molestia, señor —dijo Perkins.
—Pero no es peligroso —dijo Tongue—, sólo quiere que lo lleve a nadar, señor.
Sharpe se soltó del tonto.
—¿Cómo te llamas? —preguntó, pero enseguida cayó en la cuenta de que tenía poco sentido hablarle en inglés a un portugués chiflado; sin embargo, el tonto estaba tan contento de que le hablaran que farfulló como un salvaje, sonrió y empezó a dar saltos sobre la punta de los pies.
Después volvió a coger a Sharpe por el codo.
—Te llamaré Ronnie —dijo Sharpe—. ¿Y qué quieres?
Ahora sus hombres se reían. Como de todas formas Sharpe tenía intención de bajar a la orilla del río para ver a qué tipo de escollos se tendría que enfrentar su balsa, dejó que Ronnie tirara de él. El tonto fue charlando todo el camino, aunque nada de lo que decía tenía sentido. Llevó a Sharpe justo a la orilla del río y cuando Sharpe intentó soltarse de su sorprendentemente fuerte agarre, Ronnie agitó la cabeza y avanzó tirando de Sharpe entre unos álamos, bajó atravesando unos densos arbustos y entonces, por fin, soltó el brazo de Sharpe y dio unas palmadas.
—Así que, al fin y al cabo, no eres tan idiota, ¿verdad? —dijo Sharpe—. De hecho, eres un puñetero genio, Ronnie.
Había una barca. Sharpe había visto el transbordador quemado y hundido en su primera visita a Barca d’Avintas, pero ahora se daba cuenta de que debía de haber dos barcas, y ésta era la segunda. Era una embarcación plana, ancha y voluminosa, el tipo de barca que podría transportar un pequeño rebaño de ovejas o incluso un carruaje con sus caballos, y había sido lastrada con piedras y amarrada en aquella cala similar a una acequia que sobresalía bajo los árboles para formar un pequeño remanso. Sharpe se preguntó por qué los lugareños no se la habían mostrado antes y supuso que temían a todos los soldados, así que habían escondido su bote más preciado hasta que llegaran tiempos más pacíficos. Los franceses habían destruido todas las demás barcas y nunca habría adivinado que este segundo transbordador aún existía.
—Eres un puñetero genio —le repitió Sharpe a Ronnie, y le dio su último trozo de pan, que era lo único que tenía.
Pero también tenía una barca.
Y entonces tuvo algo más, pues el trueno que había oído a tanta distancia la noche pasada volvió a sonar. Sólo que esta vez se oyó cerca y era inconfundible; no era en absoluto un trueno. Christopher había mentido: no había paz en Portugal.
Era un cañonazo.