CAPÍTULO 3

Sharpe corrió por el prado donde yacían los caballos muertos, con los ollares y los ojos llenos de moscas. Tropezó con una estaca metálica y, justo cuando daba un traspiés hacia delante, una bala de carabina pasó zumbando junto a él; su sonido sugería que seguramente era una bala perdida, pero incluso una bala perdida en el lugar incorrecto podía matar a un hombre. Sus fusileros estaban disparando desde la parte más alejada del campo y el humo de sus rifles Baker se espesaba a lo largo de la valla. Sharpe se dejó caer junto a Hagman.

—¿Qué está pasando, Dan?

—Los dragones han vuelto, señor —dijo Hagman lacónico—, y también hay algo de infantería ahí.

—¿Está seguro?

—Le he dado a un cabrón de azul y a dos de verde, de momento.

Sharpe se enjugó el sudor de la cara y luego se arrastró un par de pasos a lo largo de la valla hasta un lugar en el que el humo de pólvora no era tan denso. Los dragones habían desmontado y estaban disparando desde el lindero de un bosque, a unos cientos de pasos de allí. Una distancia demasiado grande para sus carabinas, pensó Sharpe, pero entonces vio unos uniformes azules donde la carretera transcurría entre los árboles y pensó que la infantería estaba formando para un ataque. Había un extraño ruido de chasquidos que salía de algún lugar cercano y que no podía ubicar, pero no parecía suponer ninguna amenaza, así que lo ignoró.

—¡Pendleton!

—¿Señor?

—Encuentre al teniente Vicente. Está en el pueblo. Dígale que saque a sus hombres por el camino del norte ahora mismo. —Sharpe señaló el camino que atravesaba los viñedos, el mismo camino por el que habían entrado ellos en Barca d’Avintas y donde aún yacían los dragones muertos del primer combate—. Y, Pendleton, dígale que se dé prisa. Pero con educación.

Pendleton, ratero y carterista de Bristol, era el más joven de los hombres de Sharpe y ahora parecía sorprendido.

—¿Con educación, señor?

—Llámelo señor, ¡demonios!, y salúdelo, ¡pero rápido!

Maldita sea, pensó Sharpe, pero hoy no habría posibilidad de escapar atravesando el Duero: nada de hacer lentos viajes de ida y vuelta con la barca, y nada de marchar para volver con el capitán Hogan y el ejército. En lugar de eso, tendrían que largarse hacia el norte y hacerlo deprisa.

—¡Sargento! —Miró a izquierda y derecha en busca de Patrick Harper a través de los retazos neblinosos de humo de pólvora a lo largo de la valla—. ¡Harper!

—Ya estoy aquí, señor. —Harper llegó corriendo desde detrás—. Estaba ocupándome de esos dos gabachos de la iglesia.

—En cuanto los portugueses entren en el viñedo, salimos de aquí. ¿Queda alguno de nuestros hombres en el pueblo?

—Harris está allí, señor, y Pendleton, claro.

—Envíe a alguien para que se asegure de que los dos salen de allí. —Sharpe apoyó su rifle sobre la valla y disparó una bala que fue girando hacia la infantería que estaba formando en la carretera que atravesaba la arboleda—. Y, Pat, ¿qué hizo con esos dos gabachos?

—Habían robado el cepillo —dijo Harper—, así que los mandé al infierno. —Dio una palmadita a su bayoneta envainada.

Sharpe sonrió burlón.

—Y si tiene oportunidad, Pat, haga lo mismo con ese cabrón de oficial francés.

—Será un placer, señor —dijo Harper, y después cruzó corriendo de vuelta por el prado.

Sharpe volvió a cargar. Los franceses, pensó, estaban siendo demasiado cautelosos. Tendrían que haber atacado ya, pero probablemente creían que en Barca d’Avintas había algo más que dos medias compañías varadas, y el fuego de rifles debía de haber desconcertado a los dragones, que no estaban acostumbrados a tanta puntería. Sobre la hierba del lindero del bosque había cadáveres, lo que demostraba que los desmontados jinetes franceses estaban aprendiendo por las malas lo que eran los rifles Baker. Los franceses no usaban rifles, pues consideraban que los surcos en espiral y las superficies que hacían girar la bala en el cañón, dando así al arma su precisión, también la hacían más lenta a la hora de recargar; por tanto, los franceses, como la mayoría de batallones ingleses, confiaban en el mosquete, más rápido de disparar, pero mucho menos preciso. Un hombre podía permanecer de pie a cuarenta y cinco metros de un mosquete con buenas oportunidades de sobrevivir, pero estar a cien pasos de un rifle Baker en manos de un hombre bueno era un seguro de muerte; por eso los dragones se habían metido entre los árboles.

En el bosque había también infantería, pero, ¿qué estaban haciendo esos cabrones? Sharpe dejó apoyado el rifle contra la valla y sacó su catalejo, el elegante instrumento fabricado por Matthew Berge, de Londres, y que sir Arthur Wellesley había regalado a Sharpe después de que éste le hubiera salvado la vida en Assaye. Apoyó el catalejo sobre la cubierta musgosa de la valla de piedra y miró hacia la principal compañía de infantería francesa, que estaba bien retirada entre los árboles, aunque Sharpe pudo ver que habían formado en tres filas. Buscó algún indicio de que estuvieran listos para avanzar, pero los hombres no estaban en posición de firmes, tenían las culatas de los mosquetes apoyadas en el suelo y ni siquiera habían calado las bayonetas. Movió la lente hacia la derecha, temiendo de pronto que quizá los franceses les cortaran la retirada infiltrándose en el viñedo, pero no vio nada que le preocupase. Volvió a mirar hacia los árboles y vio un haz de luz, un peculiar círculo blanco, y se dio cuenta de que había un oficial agachado a la sombra de las hojas estudiando el pueblo a través de un catalejo. Sin duda aquel hombre estaba intentando averiguar cuántos enemigos había en Barca d’Avintas y cómo atacarlos. Sharpe dejó a un lado su propio catalejo, cogió su rifle y lo apoyó sobre la valla. Cuidado ahora, pensó, cuidado. Mata a ese oficial y lograrás que cualquier ataque francés se retrase, porque ese oficial es el hombre que toma las decisiones; y Sharpe amartilló el pedernal, bajó la cabeza de forma que su ojo derecho quedara en línea con la mira, encontró la zona oscurecida por la sombra donde estaba el gabán azul del francés y después levantó la mira trasera, una hoja de metal, para que el cañón ocultara el objetivo y permitiese así el descenso de la bala. Corría poco viento, no lo suficiente para desviar la bala. Sonaron otros rifles, y una gota de sudor corrió sobre el ojo izquierdo de Sharpe cuando apretó el gatillo; el rifle reculó golpeándole el hombro, la nubecilla de humo acre de la cazoleta hizo que le escociera el ojo derecho y las chispas de la pólvora encendida le quemaron en la mejilla, mientras la nube de humo del cañón se elevaba delante de la valla ocultándole su objetivo. Al girarse, Sharpe vio a los soldados del teniente Vicente llegando en tropel al viñedo acompañados por treinta o cuarenta civiles. Sharpe estaba cruzando el prado. El extraño ruido de chasquidos aumentó de repente y Sharpe se dio cuenta de que era el sonido de las balas de carabina francesas al golpear el otro lado de la valla de piedra.

—Estamos todos fuera del pueblo, señor —informó Harper.

—Podemos irnos —dijo Sharpe, y se asombró de que el enemigo hubiese sido tan lento, dándole así tiempo para sacar a su tropa. Envió a Harper, junto con la mayoría de casacas verdes, a unirse a Vicente; se llevaron con ellos una docena de caballos franceses, pues cada caballo valdría una pequeña fortuna en efectivo, si es que en algún momento conseguían reunirse con el ejército. Sharpe se quedó con Hagman y otros seis hombres, que se desplegaron a lo largo del vallado y dispararon tan rápido como se lo permitía la recarga de sus rifles, es decir, sin envolver las balas con los parches de cuero que se agarraban al ánima del cañón, sino simplemente metiendo las balas en el cañón; porque a Sharpe ahora no le interesaba la puntería, sólo quería que los franceses viesen un espeso frente de humo y que oyesen los disparos: de este modo no descubrirían que el enemigo se estaba retirando.

Apretó el gatillo y el pedernal se rompió en mil pedazos inservibles, así que se colgó el rifle y salió del humo para comprobar que a Vicente y a Harper les iba bien en el viñedo, y luego ordenó a los hombres que quedaban que se retiraran a toda prisa del prado. Hagman se detuvo para disparar una última bala, después corrió y Sharpe se unió a él, el último hombre en retirarse. No podía creer que hubiese sido tan fácil abandonar el combate ni que los franceses hubiesen sido tan pasivos, y justo entonces Hagman cayó.

Al principio Sharpe pensó que Hagman había tropezado en una de las estaquillas metálicas a las que los dragones habían atado sus caballos, pero entonces vio la sangre en la hierba y vio que Hagman dejaba caer su rifle y que su mano derecha se abría y cerraba lentamente.

—¡Dan! —Sharpe se arrodilló y vio que Hagman tenía una diminuta herida junto al omóplato izquierdo, una desafortunada bala de carabina que había atravesado el humo y había alcanzado su objetivo.

—Siga, señor. —La voz de Hagman sonó ronca—. Yo estoy acabado.

—De eso nada —gruñó Sharpe. Puso a Hagman boca arriba y comprobó que no había herida por delante, lo que significaba que la bala de carabina se había quedado dentro. Entonces Hagman se atragantó y escupió una espuma sanguinolenta, y Sharpe oyó que Harper lo estaba llamando.

—¡Vienen esos cabrones, señor!

Sólo un minuto antes, pensó Sharpe, había celebrado lo fácil que había resultado todo; ahora todo se venía abajo. Cogió el rifle de Hagman, se lo colgó junto al suyo y levantó al viejo furtivo, que gritó, gimió y negó con la cabeza.

—Déjeme, señor.

—No le voy a dejar, Dan.

—Me duele, señor, me duele —volvió a gemir Hagman. Su rostro estaba mortalmente pálido y un hilillo de sangre salía de su boca. Entonces Harper llegó al lado de Sharpe y tomó a Hagman de sus brazos—. Déjenme aquí —susurró.

—¡Lléveselo, Pat! —dijo Sharpe.

En ese momento unos rifles dispararon desde el viñedo y unos mosquetes atronaron detrás de él, y el silbido de las balas llenó el aire; mientras tanto, Sharpe apremiaba a Harper. Lo siguió caminando hacia atrás, vigilando los uniformes azules de los franceses que aparecían entre la nube de humo que había quedado tras su confusa descarga.

—¡Vamos, señor! —gritó Harper, revelándose así a Sharpe que tenía a Hagman bajo la insuficiente protección de las viñas.

—Lléveselo hacia el norte —ordenó Sharpe cuando llegó al viñedo.

—Está malherido, señor.

—¡Lléveselo! Sáquelo de aquí.

Sharpe miró a los franceses. Tres compañías de infantería habían atacado la pradera, pero no hacían esfuerzos por seguir a Sharpe hacia el norte. Forzosamente tenían que haber visto la columna de tropas portuguesas e inglesas moviéndose por los viñedos acompañadas por la docena de caballos capturados y una multitud de aterrorizados lugareños, pero no los siguieron. Parecían desear Barca d’Avintas más de lo que deseaban la muerte de los hombres de Sharpe. Cuando Sharpe se subió a un montículo a un kilómetro del pueblo y miró a los franceses con su catalejo, ni siquiera se acercaron para amenazarle. Fácilmente podrían haber hecho que sus dragones lo persiguieran, pero, en lugar de ello, hicieron pedazos el esquife que Sharpe había rescatado y después le prendieron fuego.

—Están cerrando el río —le dijo Sharpe a Vicente.

—¿Cerrando el río? —Vicente no lo entendía.

—Se aseguran de que tienen los únicos botes. Quieren evitar que tropas portuguesas o inglesas crucen el río y les ataquen por la retaguardia. Lo que significa que nos va a resultar difícil de cojones cruzar al otro lado. —Sharpe se volvió cuando Harper se acercaba y vio que las manazas del sargento irlandés estaban ensangrentadas—. ¿Cómo está?

Harper meneó la cabeza.

—Está horriblemente mal, señor —dijo en tono funesto—. Creo que la maldita bola está en su pulmón. Al toser echa burbujas rojas, cuando puede toser. Pobre Dan.

—No voy a dejarlo atrás —dijo Sharpe obstinado. Sabía que había dejado atrás a Tarrant y que a algunos hombres, como Williamson, que habían sido amigos de Tarrant, les molestaría que Sharpe no hiciera lo mismo con Hagman, pero Tarrant era un borracho y un alborotador, mientras que Dan Hagman era valioso. Era el hombre más viejo entre los fusileros de Sharpe y poseía la riqueza de su sentido común, que lo convertía en una influencia estabilizadora. Además, a Sharpe le gustaba aquel viejo furtivo—. Que preparen una camilla, Pat, y que lo lleven.

Confeccionaron una camilla atando casacas por las mangas a dos varas cortadas de un fresno. Mientras la estaban preparando, Vicente y Sharpe vigilaban a los franceses y discutían cómo iban a escapar de ellos.

—Lo que debemos hacer —decía el teniente portugués— es ir hacia el este. A Amarante. —Alisó una calva de tierra desnuda y esbozó un mapa rudimentario con una astilla—. Esto es el Duero, y aquí está Oporto. Nosotros estamos aquí —señaló el río muy cerca de la ciudad— y el puente más cercano está en Amarante —marcó una cruz bien hacia el este—. Podríamos estar allí mañana o quizás al día siguiente.

—Y ellos también —respondió Sharpe gravemente, y señaló hacia el pueblo.

Allí donde los franceses habían esperado tanto antes de atacar a los hombres de Sharpe, acababa de aparecer un cañón entre los árboles. Tiraban del cañón seis caballos, tres de ellos montados por artilleros vestidos con sus uniformes azul oscuro. El propio cañón, de doce libras, iba enganchado a su armón, un carro ligero con dos ruedas que servía de transporte y de eje para facilitar sus pesados movimientos. Tras el cañón, llegaba otro grupo de cuatro caballos, éstos tirando de un carro parecido a un féretro que transportaba una rueda de cañón suplementaria sobre su trasera. El carro, sobre el que viajaba media docena de artilleros, guardaba la munición del cañón. Incluso a un kilómetro de distancia Sharpe podía oír el tintineo de las cadenas y el ruido sordo de las ruedas. Observó en silencio cómo aparecía en su campo de visión un obús, luego otro cañón de doce libras y, después de todo eso, una tropa de húsares.

—¿Cree usted que vienen aquí? —preguntó Vicente alarmado.

—No —dijo Sharpe—. No están interesados en los fugitivos. Van a Amarante.

—Ésta no es la carretera que lleva a Amarante. De hecho, no lleva a ningún sitio. Tendrán que ir hacia el norte para llegar a la carretera principal.

—Ellos aún no lo saben —supuso Sharpe—, cogerán cualquier carretera hacia el este que puedan encontrar.

La infantería había salido ahora de entre los árboles, y después otra batería de artillería. Sharpe estaba observando a un pequeño ejército que marchaba hacia el este; sólo había una razón para enviar tantos hombres y armas hacia el este: tomar el puente de Amarante y proteger así el flanco izquierdo francés.

—A Amarante —dijo Sharpe—, es allí adonde van esos cabrones.

—Entonces nosotros no podemos ir —dedujo Vicente.

—Podemos ir —dijo Sharpe—, pero no podemos ir por esta carretera. ¿Dijo usted que hay una carretera principal?

—Aquí arriba —dijo Vicente y marcó la tierra para mostrar la otra carretera al norte de donde estaban—. Ésta es la carretera de arriba. Probablemente los franceses también están allí. ¿De verdad necesita ir a Amarante?

—Tengo que cruzar el río —respondió Sharpe—, y allí hay un puente y hay un ejército portugués, y sólo porque los jodidos gabachos vayan allí no quiere decir que vayan a tomar el puente. —Y si lo hacían, pensó, al menos él podría dirigirse al norte desde Amarante hasta encontrar un sitio donde cruzar, y después seguir la orilla sur del Támega hasta llegar a un tramo del Duero que no estuviera vigilado por los franceses—. Así que, ¿cómo llegaremos a Amarante si no vamos por carretera? ¿Podemos ir campo a través?

Vicente asintió.

—Vamos hacia el norte hasta este pueblo de aquí —señaló un espacio vacío en su mapa— y después giramos hacia el este. El pueblo está al pie de las colinas, donde empieza… ¿Cómo lo llaman ustedes? La tierra virgen. Solíamos ir allí.

—¿Solíamos? —preguntó Sharpe—. ¿Los poetas y filósofos?

—Caminábamos por allí —dijo Vicente—, pasábamos la noche en la taberna y volvíamos a pie. Dudo que haya franceses allí. No está en la carretera a Amarante. Ni en ninguna otra carretera.

—Así que vamos al pueblo que limita con la tierra virgen. ¿Cómo se llama?

—Vila Real de Zedes —dijo Vicente—. Se llama así porque allí los viñedos pertenecieron al rey, pero eso fue hace mucho. Ahora son propiedad de…

—¿Vila Real de qué?

—De Zedes —respondió Vicente, sorprendido por el tono de Sharpe y más sorprendido aún por la sonrisa del rostro del teniente inglés—. ¿Conoce el lugar?

—No lo conozco —dijo Sharpe—, pero hay allí una chica a la que quiero conocer.

—¡Una chica! —La voz de Vicente sonó a reproche.

—Una chica de diecinueve años —dijo Sharpe—, y me crea o no, es una misión. —Se volvió para comprobar si la camilla estaba terminada y de pronto se puso tenso de ira—. ¿Qué demonios hace ése aquí? —Estaba mirando al dragón francés, el teniente Olivier, que observaba mientras Harper colocaba con cuidado a Hagman sobre la camilla.

—Tiene que ir a juicio —dijo Vicente con tozudez—, así que está aquí bajo arresto y bajo mi protección personal.

—¡Maldita sea! —explotó Sharpe.

—Es cuestión de principios —insistió Vicente.

—¡Principios! —gritó Sharpe—. Es cuestión de puñetera estupidez, ¡de la puñetera estupidez de un abogado! Estamos en mitad de una jodida guerra, no en un maldito jurado popular de Inglaterra. —Advirtió que Vicente no lo entendía—. Oh, qué más da —gruñó—. ¿Cuánto tardaremos en llegar a Vila Real de Zedes?

—Deberíamos estar allí mañana por la mañana —contestó Vicente con frialdad, y después miró a Hagman—; es decir, siempre y cuando él no nos retrase demasiado.

—Estaremos allí mañana por la mañana —aseguró Sharpe. Y entonces rescataría a la señorita Savage y descubriría por qué había huido. Y después de eso, con la ayuda de Dios, destriparía al jodido oficial de dragones, con abogado o sin él.

La casa de campo de los Savage, cuyo nombre era Quinta do Zedes, no estaba en la misma Vila Real de Zedes, sino en lo alto de una colina orientada al sur. Era un lugar encantador, con sus piedras encaladas bordeadas de mampostería para resaltar las elegantes líneas de una pequeña casa señorial con vistas a los antaño viñedos reales. Los postigos estaban pintados de azul y los altos ventanales de la planta baja estaban decorados con vidrieras que mostraban el escudo de armas de la familia que en el pasado había sido propietaria de la Quinta do Zedes. El señor Savage había comprado la quinta junto con los viñedos, y puesto que la casa era alta, tenía un tejado de tejas bien gruesas y estaba rodeada de árboles cubiertos de glicinias, su frescor resultaba una bendición en verano, así que la familia Savage se mudaba allí cada mes de junio y permanecía hasta octubre, cuando regresaban a Casa Hermosa, en lo alto de una colina de Oporto. Luego el señor Savage había muerto de un ataque y la casa había quedado vacía desde entonces, excepto por la media docena de sirvientes que vivían en la parte de atrás, cuidaban la huerta y bajaban a pie por la larga curva del paseo hasta la iglesia del pueblo para ir a misa. En la Quinta do Zedes había una capilla y en los viejos tiempos, cuando los dueños del escudo de armas vivían en aquellas habitaciones grandes y frescas, a los sirvientes se les permitía asistir a misa en la capilla de la familia, pero el señor Savage era un protestante acérrimo, y había ordenado que se llevaran el altar, que quitaran las imágenes y que encalaran la capilla para usarla como despensa.

Los sirvientes se habían asombrado cuando la señorita Savage llegó a la casa, pero hicieron reverencias o inclinaron la cabeza y después empezaron a preparar las grandes habitaciones. Quitaron las sábanas que protegían los muebles del polvo, eliminaron los murciélagos de las vigas y abrieron los postigos azul claro para dejar que entrara el sol primaveral. Encendieron fuegos para acabar con el persistente frío del invierno, si bien la primera tarde Kate no se quedó dentro junto al fuego, sino que, en vez de eso, se sentó en una balconada construida sobre el porche de la quinta y permaneció allí observando el paseo bordeado por la glicinia, que colgaba de los cedros. Las sombras del atardecer fueron extendiéndose, pero no llegó nadie.

Aquella noche Kate estuvo llorando casi hasta que se durmió, pero a la mañana siguiente su ánimo estaba recuperado y, pese a las horrorizadas quejas de los sirvientes, barrió la entrada, un magnífico espacio ajedrezado en mármol blanco y negro, con una escalera de mármol blanco que describía una curva al ascender hacia los dormitorios. Después insistió en limpiar el polvo de la chimenea del gran salón, decorada con unos azulejos pintados que narraban la batalla de Aljubarrota, donde João I había humillado a los castellanos. Ordenó que ventilaran un segundo dormitorio, que hicieran la cama y encendieran el fuego, después regresó a la balconada de encima del porche y vigiló el paseo hasta que, justo después de que sonara la campana de la mañana en Vila Real de Zedes, vio aparecer a dos jinetes bajo los cedros y su alma estalló de gozo. El jinete que llevaba la delantera era muy alto, de espalda erguida y un oscuro atractivo; al mismo tiempo planeaba sobre él una tragedia conmovedora, pues su esposa había muerto al dar a luz a su primer bebé, que también había muerto. La idea de que aquel hombre hubiera soportado semejante tristeza casi inundó de lágrimas los ojos de Kate, pero entonces el hombre se levantó sobre los estribos y la saludó, y Kate sintió que la embargaba la felicidad y corrió a las escaleras para recibir a su amante en los escalones de la entrada.

El coronel Christopher desmontó. Luis, su criado, montaba el otro caballo y transportaba la gran valija llena con la ropa de Kate que Christopher había sacado de Casa Hermosa una vez que su madre se hubo marchado. Christopher lanzó las riendas a Luis y después corrió hacia la casa, subió de un salto los escalones de delante y abrazó a Kate. La besó, le deslizó una mano desde la nuca hasta la cintura y sintió que ella se estremecía.

—No pude llegar anoche, amor mío —le dijo—; las obligaciones mandan.

—Sabía que tenía que ser una obligación —dijo Kate, y su rostro brilló mientras lo miraba.

—Nada más podría apartarme de ti —dijo Christopher—, nada más. —Y se inclinó para besar su frente. Después dio un paso atrás, con ella aún entre sus brazos, para mirarle a la cara. Pensó que era la muchacha más hermosa de la creación y de una modestia encantadora, pues se ruborizaba y reía avergonzada cuando él la miraba—. Kate, Kate —le dijo en tono reprensivo—. Voy a tener que pasar mi vida buscándote.

Su cabello era negro y lo llevaba peinado hacia atrás desde su alta frente, pero con un par de bucles sueltos allí donde los húsares franceses llevaban sus cadenettes. Tenía la boca perfecta, la nariz pequeña y unos ojos que, si en un determinado momento conmovían por su seriedad, al siguiente chispeaban divertidos. Tenía diecinueve años, piernas largas como una potranca y estaba llena de vida y confianza, y justo ahora estaba llena de amor por su atractivo hombre, que vestía un negro gabán liso, calzones blancos de montar y un bicornio del que colgaban dos borlas doradas.

—¿Viste a mi madre? —preguntó ella.

—La dejé con mi promesa de encontrarte.

Kate parecía sentirse culpable.

—Debería haberle contado…

—Tu madre querrá que te cases con algún hombre con propiedades y que esté a salvo en Inglaterra, no con un aventurero como yo. —La verdadera razón por la que la madre de Kate rechazaría su matrimonio era porque había albergado esperanzas de casarse ella misma con Christopher, pero el coronel había descubierto más tarde los términos del testamento del señor Savage y había volcado sus atenciones en la hija—. No sería buena idea pedirle su bendición —siguió—, y si le hubieras contado nuestros planes, muy probablemente nos detendría.

—No lo haría —sugirió Kate en voz baja.

—Pero, de esta manera, el rechazo de tu madre no importa, y cuando se entere de que estamos casados entonces estoy seguro de que aprenderá a quererme.

—¿Casados?

—Claro. ¿O crees que no me preocupo por tu honor? —Rió al ver la tímida mirada en el rostro de ella—. Hay un sacerdote en el pueblo —continuó—, a quien seguramente podremos convencer para que nos case.

—Yo no… —dijo Kate. Después se atusó el pelo y se tiró del vestido, y se ruborizó aún más.

—Estás preparada —se anticipó Christopher a su protesta—, y estás tan bella que me embelesas.

Kate se sonrojó aún más y tiró un poco del escote de su vestido, que había elegido con mucho cuidado de entre las ropas de verano que había en la quinta. Era un vestido inglés de lino blanco, con bordados de jacintos que se enroscaban en unas hojas de acanto, y ella sabía que le sentaba bien.

—¿Me perdonará mi madre? —preguntó ella.

Christopher tenía serias dudas al respecto.

—Desde luego que lo hará —le prometió—. He visto situaciones iguales antes. Tu querida madre sólo quiere lo mejor para ti, pero en cuanto llegue a conocerme seguramente se dará cuenta de que voy a cuidar de ti como nadie.

—Estoy segura de que lo hará —dijo Kate con afecto.

Kate nunca había estado demasiado segura de por qué él no iba a gustarle a su madre. Él decía que era porque tenía veintiún años más que Kate, aunque aparentaba muchos menos, y ella sentía que era cierto que la amaba; había muchos hombres casados con mujeres mucho más jóvenes que ella y Kate no creía que su madre fuese a mostrar objeciones por la edad; Christopher también afirmaba que el hecho de ser un hombre relativamente pobre, así lo decía, ofendería definitivamente a su madre, y Kate consideraba que eso era más que probable. Pero a ella no le ofendía la pobreza de Christopher; de hecho, eso más bien parecía hacer su amor más romántico, y ahora se casaría con él.

Christopher la impelió a bajar la escalera de entrada a la quinta.

—¿Hay aquí algún carruaje?

—Hay una vieja calesa en los establos.

—Entonces podemos pasear hasta el pueblo y Luis puede llevar la calesa para recogernos a la vuelta.

—¿Ahora?

—Mañana —dijo Christopher en tono solemne— podría ser demasiado tarde para mí, mi amor. —Envió a Luis a preparar la calesa y después soltó una carcajada—. ¡Casi me presento aquí con una compañía inoportuna!

—¿Inoportuna?

—Un maldito ingeniero estúpido, perdona mi vocabulario de soldado, ¡quería enviar a un teniente de fusileros fracasado a rescatarte! A él y a sus pelagatos. Tuve que ordenarle que se fuera. Lárgate, le dije, y «no esperéis una orden para vuestra salida». Pobre don nadie.

—¿Por qué pobre?

—¡Vaya! ¿Treinta y tantos años y aún teniente? Sin dinero, sin futuro y con una carga a la espalda tan grande como el peñón de Gibraltar. —Puso la mano de ella en su brazo y la condujo hacia la avenida de glicinias—. Es bastante raro que ya conociese al teniente de fusileros por su reputación. ¿Has oído hablar de lady Grace Hale? ¿La viuda de lord William Hale?

—Nunca oí hablar de ninguno de ellos.

—Qué vida más protegida has llevado en Oporto —dijo Christopher con indulgencia—. Lord William era un hombre bien sensato. Durante un tiempo trabajé muy cerca de él en el Ministerio de Asuntos Exteriores, pero después se fue a la India por un asunto relacionado con el Gobierno y tuvo la mala fortuna de regresar en un navío que se vio implicado en Trafalgar. Debió de ser un tipo extraordinariamente valiente, pues murió en la batalla, pero después estalló un tremendo escándalo porque su viuda convivió con un oficial de fusileros, y era este mismo hombre. Por Dios, ¿en qué podría estar pensando lady Grace?

—¿No es un caballero?

—¡Con toda seguridad no de nacimiento! Sabe Dios dónde encontrará el ejército a sus oficiales hoy en día, pero a éste lo sacó de debajo de una piedra. ¡Y lady Grace abrió un establecimiento con él! Es bastante insólito. Pero a algunas mujeres de buena cuna les gusta pescar en la parte fangosa del lago, y me temo que ella debió de ser una de ellas. —Movió la cabeza mostrando su desaprobación—. Y aún hay más, porque ella quedó en estado y después murió al dar a luz.

—¡Pobre mujer! —dijo Kate, maravillada de que su amante pudiera contar esa historia con tanta calma, puesto que seguramente le recordaba la muerte de su propia esposa—. ¿Y qué le sucedió al bebé?

—Creo que el niño murió también. Pero es probable que eso fuera lo mejor. Así terminó el escándalo, y ¿qué futuro podría haber tenido un niño así? En fin, que el padre del niño era este mismo fusilero desgraciado que supuestamente iba a llevarte al otro lado del río. Lo mandé a paseo. ¡Así como te lo cuento! —Christopher rió al acordarse—. Me miró con el ceño arrugado y gesto severo y me dijo que él tenía sus órdenes, pero yo no estaba dispuesto a aguantar sus tonterías y le dije que se largara. ¡No quería a ese bellaco de dudosa reputación poniendo malas caras en mi boda!

—Desde luego que no —reconoció Kate.

—Por supuesto, no le dije que conocía su reputación. No tenía sentido avergonzar a ese tipo.

—Bien hecho —dijo Kate y apretó el brazo de su amante.

Luis apareció tras ellos, conduciendo la pequeña calesa polvorienta que estaba guardada en los establos de la quinta y a la que había enganchado su propio caballo. Christopher se detuvo a medio camino del pueblo, cogió algunos de los delicados narcisos silvestres que crecían a la vera del camino e insistió en colocar las flores amarillas entre los negros cabellos de Kate, después volvió a besarla y le dijo que estaba preciosa y Kate pensó que aquél tenía que ser el día más feliz de su vida. El sol brillaba, una ligera brisa ondeaba los prados salpicados de flores y su hombre estaba a su lado.

El padre Josefa estaba esperando en la iglesia. Christopher lo había citado de camino a la quinta, pero antes de que se llevara a cabo ninguna ceremonia, el sacerdote se llevó al inglés a un lado.

—Me preocupa —dijo el sacerdote— que lo que usted me propone sea poco ortodoxo.

—¿Poco ortodoxo, padre?

—¿Ustedes son protestantes? —preguntó el sacerdote y, cuando Christopher asintió, suspiró—. La Iglesia dice que sólo pueden casarse quienes reciben nuestros sacramentos.

—Y su Iglesia tiene razón —dijo Christopher conciliador. Miró a Kate, que esperaba sola en el antealtar pintado de blanco, y pensó que parecía un ángel con aquellas flores amarillas en su cabello—. Dígame, padre, ¿se ocupa usted de los pobres de su parroquia?

—Es un deber cristiano —dijo el padre Josefa.

Christopher sacó de su bolsillo unas cuantas guineas inglesas de oro. No eran suyas, sino de los fondos proporcionados por el Ministerio de Asuntos Exteriores para facilitarle las cosas, y cerró la mano del sacerdote sobre las monedas.

—Déjeme entregarle esto como contribución a sus obras de caridad —dijo—, y permítame que le ruegue que nos bendiga, eso es todo. Una bendición en latín, padre, que atraiga la protección de Dios sobre nosotros en estos peligrosos tiempos. Y después, cuando acabe la lucha, haré todo lo que esté en mi mano para convencer a Kate de que siga sus enseñanzas. Como haré yo mismo, por supuesto.

El padre Josefa, hijo de un jornalero, miró las monedas y pensó que nunca había visto tanto dinero junto, y en todas las dificultades que el oro podía hacer desaparecer.

—Pero no puedo decir una misa para usted —insistió.

—No quiero una misa —contestó Christopher—, y tampoco la merezco. Tan sólo quiero una bendición en latín. —Quería que Kate creyese que estaba casada; en lo que a él atañía, el sacerdote podía farfullar las palabras del rito funerario si así lo deseaba—. Sólo una bendición suya, padre, es todo lo que quiero. Una bendición suya, de Dios y de los santos. —Sacó otro par de monedas de su bolsillo y se las dio al sacerdote, que decidió que una oración o una bendición no podían hacer daño a nadie.

—¿Y seguirá mis enseñanzas? —preguntó el padre Josefa.

—Llevo un tiempo sintiendo que Dios me llama a su Iglesia —dijo Christopher—, y creo que debo seguir su llamada. Y después, padre, nos casará usted como es debido.

Así que el padre Josefa besó su escapulario, se lo echó sobre los hombros y se dirigió al altar, donde se arrodilló, hizo el signo de la cruz y a continuación se levantó y se volvió para sonreír a Kate y al hombre alto y apuesto que estaba a su lado. El sacerdote no conocía bien a Kate, pues la familia Savage nunca se había relacionado con la gente del pueblo y, desde luego, no asistía a la iglesia, pero los sirvientes de la quinta hablaban bien de ella y el padre Josefa, aunque cumplía con su celibato, podía apreciar que aquella chica era una belleza extraordinaria, así que su voz sonó cálida cuando rogó a Dios y a los santos benditos que cuidaran con amor de aquellas dos almas. Se sintió culpable por que pudieran comportarse como personas casadas a pesar de no estarlo, pero tales cosas eran frecuentes y en tiempos de guerra un buen sacerdote sabía cuando debía cerrar los ojos.

Kate escuchó el latín que no entendía y miró más allá del sacerdote, al altar donde la cruz de plata, que brillaba ligeramente, colgaba con un transparente velo negro porque la Semana Santa aún no había llegado, y sintió los latidos de su corazón y sintió que la mano de su amante se aferraba con fuerza a la suya y quiso llorar de felicidad. Su futuro se presentaba ante ella bañado de la luz dorada y creciente del sol, y cálido y lleno de flores. No era la boda que ella había imaginado. Ella había pensado en regresar en barco a Inglaterra, que su madre y ella aún consideraban su hogar, para recorrer la nave de una iglesia de pueblo llena con sus rubicundos familiares y ser colmada de pétalos de rosa y granos de trigo, y después ir en una carroza a una taberna luminosa para cenar venado, cerveza y un buen vino tinto, aunque no podría haber sido más feliz, o quizá sí hubiera sido más feliz si su madre estuviera en la iglesia, pero se consolaba diciéndose que se reconciliarían, de eso estaba segura. De pronto Christopher le apretó la mano tan fuerte que le dolió.

—Dilo, querida mía —le ordenó.

Kate se sonrojó.

—Oh, sí, quiero —dijo ella—, quiero de verdad.

El padre Josefa le sonrió. El sol entraba a través de los pequeños ventanales de la iglesia, había flores en su cabello y el padre Josefa levantó la mano para bendecir a James y a Catherine con la señal de la cruz, y justo entonces la puerta de la iglesia se abrió con un crujido, permitiendo que entrase aún más luz del sol y el hedor del estiércol que se acumulaba fuera.

Al girarse, Kate vio soldados en la entrada. Los hombres estaban a contraluz, así que no podía verlos bien, pero pudo divisar las armas que llevaban al hombro, y supuso que eran franceses; gimió aterrorizada, pero el coronel Christopher parecía bastante despreocupado cuando inclinó su cabeza hacia la de ella y la besó en los labios.

—Estamos casados, querida —susurró.

—James —dijo ella.

—Querida mía, querida Kate —dijo el coronel con una sonrisa—, mi querida, querida esposa.

Después se volvió, cuando unos fuertes pasos resonaron en la pequeña nave. Eran pasos lentos, pesados, de botas claveteadas inapropiadamente ruidosas para aquellas piedras antiguas. Había dejado a sus hombres a la puerta de la iglesia y venía solo, con su larga espada tintineando dentro de su vaina metálica mientras se acercaba. Luego se detuvo y miró el pálido rostro de Kate, y Kate se estremeció porque el oficial era un casaca verde lleno de cicatrices, desharrapado, con el rostro más duro que el hierro y una mirada que sólo se podía calificar como impúdica.

—¿Es usted Kate Savage? —preguntó, sorprendiéndola porque hizo la pregunta en inglés y ella había dado por sentado que el recién llegado era francés.

Kate no dijo nada. Su marido estaba a su lado y la protegería de aquel hombre horrendo, estremecedor e insolente.

—¿Es usted, Sharpe? —preguntó en tono exigente el coronel Christopher—. ¡Por Dios, es él! —Estaba extrañamente nervioso y su voz sonaba demasiado aguda, aunque él se esforzaba por mantenerla bajo control—. ¿Qué demonios está haciendo aquí? Le ordené que se fuera al sur del río, maldita sea.

—Bloqueado, señor —dijo Sharpe sin mirar a Christopher, pero mirando aún el rostro de Kate, que estaba enmarcado por los narcisos que llevaba en el cabello—. Bloqueado por los gabachos, señor, un montón de gabachos, así que los combatí, señor, y vine a buscar a la señorita Savage.

—Que ya no existe —dijo el coronel fríamente—. Pero déjeme que le presente a mi esposa, Sharpe, la señora de James Christopher.

Y, al oír su nuevo nombre, Kate pensó que su corazón iba a estallar de felicidad.

Porque creía que estaba casada.

Recién casados, el coronel y la señora Christopher volvieron a la quinta en la polvorienta calesa, dejando que Luis y los soldados los siguieran detrás. Hagman, que aún vivía, iba ahora en un carretón, aunque las sacudidas del vehículo sin amortiguación parecían causarle más dolor que la vieja camilla. El teniente Vicente también parecía enfermo; de hecho, estaba tan pálido que Sharpe temía que el ex abogado hubiera cogido alguna enfermedad en los dos últimos días.

—Debería verle el médico cuando venga a echarle otro vistazo a Hagman —dijo Sharpe. Había un médico en el pueblo que ya había examinado a Hagman y había dicho que estaba agonizando, pero prometió que iría a la quinta aquella tarde para visitar de nuevo al paciente—. Parece que anda usted mal del estómago —dijo Sharpe.

—Esto no es una enfermedad —dijo Vicente—, no es nada que pueda curar un médico.

—Entonces, ¿qué es?

—Es la señorita Katherine —respondió Vicente desolado.

—¿Kate? —Sharpe fijó su mirada en Vicente—. ¿La conoce?

Vicente asintió.

—Todo joven de Oporto conoce a Kate Savage. Cuando la enviaron a la escuela en Inglaterra suspirábamos por ella y cuando regresó fue como si hubiese vuelto a salir el sol.

—Es bastante bonita —admitió Sharpe; después miró otra vez a Vicente mientras asimilaba las palabras del abogado en toda su fuerza—. ¡Oh, por todos los diablos! —dijo.

—¿Qué? —preguntó Vicente, ofendido.

—Lo último que necesito ahora es que se enamore usted —dijo Sharpe.

—No estoy enamorado —dijo Vicente, todavía ofendido, aunque era evidente que estaba enamorado hasta la médula de Kate Christopher. Los últimos dos o tres años la había observado desde lejos y soñaba con ella cuando estaba escribiendo su poesía y se distraía con su recuerdo cuando estudiaba filosofía y fantaseaba con ella mientras lidiaba con los polvorientos libros de derecho. Si él hubiese sido Dante, ella habría sido su Beatriz, la inaccesible inglesita de la casona de la colina, y ahora estaba casada con el coronel Christopher.

Sharpe pensó que aquello explicaba la desaparición de aquella zorrita boba. ¡Se había fugado! Pero lo que Sharpe no acababa de entender era por qué necesitaba ocultar su amor a su madre, que seguramente aprobaría su elección. Christopher, por lo que Sharpe sabía, era de buena cuna, acomodado, bien educado y un caballero: todo lo que, de hecho, no era Sharpe. Christopher, además, estaba enfadado. Cuando Sharpe llegó a la quinta, el coronel se encaró con él desde los escalones de entrada y exigió una explicación por la presencia del fusilero en Vila Real de Zedes.

—Ya se lo conté —dijo Sharpe—: nos cortaron el paso. No pudimos cruzar el río.

—Señor —añadió bruscamente Christopher y esperó a que Sharpe repitiera la palabra, pero Sharpe se limitó a mirar por encima del hombro del coronel al zaguán de la quinta, donde podía ver a Kate sacando sus ropas de la gran valija de cuero—. Le di unas órdenes.

—No pudimos cruzar el río, porque no había puente. Se hundió. Así que fuimos al transbordador, pero los malditos gabachos lo habían quemado, así que ahora vamos a ir a Amarante, pero no podemos usar las carreteras principales porque los gabachos pululan por ellas como piojos, y no puedo ir más deprisa porque tengo a un hombre herido. ¿Hay aquí alguna habitación donde podamos dejarlo esta noche?

Por unos momentos Christopher no dijo nada. Seguía esperando a que Sharpe lo llamara «señor», pero el fusilero mantuvo su terco silencio. Christopher suspiró y miró hacia el valle, donde un águila volaba en círculos.

—¿Espera poder quedarse aquí esta noche? —preguntó distante.

—Llevamos marchando desde las tres de la mañana —respondió Sharpe. No estaba seguro de haber salido a las tres en punto, pero le parecía que así era—. Ahora descansaremos, y marcharemos de nuevo mañana antes del alba.

—Los franceses ya estarán en Amarante.

—Sin duda estarán allí —admitió Sharpe—, pero, ¿qué otra cosa puedo hacer?

El hosco tono de Sharpe amedrentó a Christopher, que después se estremeció al oír los lamentos de Hagman.

—El edificio de los establos está detrás de la casa —dijo fríamente—, meta allí a su hombre herido. ¿Y quién demonios es ése? —Había visto al prisionero de Vicente, el teniente Olivier.

Sharpe se giró para ver hacia dónde miraba el coronel.

—Un gabacho —contestó—, al que voy a degollar.

Christopher miró horrorizado a Sharpe.

—Un gabacho al que… —empezó a repetir, pero justo entonces Kate salió de la casa y se puso a su lado. Él le pasó un brazo por los hombros y, lanzando una mirada de irritación a Sharpe, levantó la voz para llamar al teniente Olivier—. Monsieur! Venez ici, s’il vous plaît!

—Es un prisionero —dijo Sharpe.

—Y también un oficial, ¿no? —replicó Christopher mientras Olivier intentaba abrirse camino entre los huraños hombres de Sharpe.

—Es teniente —dijo Sharpe—, del 18.º de Dragones.

Christopher miró a Sharpe bastante sobresaltado.

—Es costumbre —dijo con frialdad— permitir que los oficiales den su palabra. ¿Dónde está la espada del teniente?

—Yo no le hice prisionero, fue el teniente Vicente. El teniente es abogado, ¿sabe?, y parece tener la extraña idea de que este hombre debe ir a juicio, pero yo sólo estaba pensando en colgarlo.

Kate lanzó un gritito horrorizada.

—Quizá deberías entrar, cariño mío —sugirió Christopher, pero ella no se movió y él no insistió—. ¿Por qué iba usted a colgarlo? —preguntó a Sharpe.

—Porque es un violador —dijo Sharpe con franqueza; la palabra hizo que Kate soltara otro gritito, y esta vez Christopher la condujo al interior del alicatado zaguán.

—Vigile su lenguaje —dijo Christopher en un tono glacial— cuando mi esposa esté presente.

—Había una señorita presente cuando este cabrón la violó —respondió Sharpe—. Lo pillamos con los calzones por las rodillas y todo su instrumental colgando. ¿Qué se supone que tengo que hacer con él? ¿Darle un brandy e invitarle a jugar al mus?

—Es un oficial y un caballero —objetó Christopher, a quien lo que más le preocupaba era que Olivier perteneciera al 18.º de Dragones, pues eso significaba que servía con el capitán Argenton—. ¿Dónde está su espada?

El teniente Vicente fue presentado. Traía la espada de Olivier y Christopher insistió en que le fuese devuelta al francés. Vicente intentó explicar que Olivier estaba acusado de un crimen y que debía ser juzgado por ello, pero el coronel Christopher, en su impecable portugués, rechazó la idea.

—Las convenciones de la guerra, teniente, no permiten que se juzgue a los oficiales militares como si fuesen civiles. Debería saberlo si, como afirma Sharpe, es usted abogado. Permitir un juicio civil de prisioneros de guerra abriría la posibilidad de la reciprocidad. Juzgue a este hombre y ejecútelo y los franceses harán lo mismo con cualquier oficial portugués al que hagan prisionero. Lo entiende usted, ¿verdad?

Vicente captó la fuerza del argumento, pero no se dio por vencido.

—Es un violador —insistió.

—Es un prisionero de guerra —le contradijo Christopher—, y usted me cederá su custodia.

Vicente siguió resistiéndose. Al fin y al cabo, Christopher vestía de civil.

—Es prisionero de mi ejército —argumentó Vicente testarudo.

—Y yo —replicó Christopher desdeñoso— soy teniente coronel del ejército de Su Británica Majestad, y eso, según creo, significa que tengo un rango superior al suyo, teniente, y que obedecerá mis órdenes o si no deberá enfrentarse a las consecuencias militares.

Vicente, superado en rango y abrumado, dio un paso atrás, y Christopher, con una leve inclinación de cabeza, le presentó a Olivier su espada.

—¿Acaso me haría el honor de esperarme dentro? —sugirió al francés, y cuando un Olivier muy aliviado hubo entrado, Christopher dio una zancada hasta el borde de los escalones y miró por encima de la cabeza de Sharpe hacia el punto donde una blanca nube de polvo se estaba formando sobre un camino que salía de la lejana carretera principal. Un gran grupo de jinetes se estaba acercando al pueblo y Christopher consideró que debía de ser el capitán Argenton con su escolta. Su rostro se contrajo en un gesto de alarma y su mirada primero se posó sobre Sharpe y luego se dirigió de nuevo a la caballería que se acercaba. No se atrevía a permitir que ambos se encontraran.

—Sharpe, vuelve a estar bajo mis órdenes.

—Si usted lo dice, señor. —La voz de Sharpe sonó reticente.

—Entonces permanecerá aquí y cuidará de mi esposa —dijo Christopher—. ¿Son ésos sus caballos? —Señaló la docena de caballos capturados en Barca d’Avintas, la mayoría de los cuales seguían ensillados—. Cogeré dos de ellos.

Entró en el zaguán y llamó por señas a Olivier.

Monsieur! Me acompañará y saldremos al mismo tiempo. ¿Queridísima? —Tomó la mano de Kate—. Quédate aquí hasta que yo regrese. No será mucho tiempo. Una hora como mucho. —Se agachó para besarla en los nudillos, después salió apresurado y subió de un salto a la montura más cercana; observó cómo montaba Olivier, y después los dos hombres salieron espoleando sus caballos hacia el camino—. ¡Quédese aquí, Sharpe! —gritó Christopher mientras se iba—. ¡Justo aquí! ¡Y es una orden!

Vicente vio cómo se alejaban Christopher y el teniente de dragones.

—¿Por qué se lleva al francés?

—Sabe Dios —dijo Sharpe, y mientras Dodd y otros tres fusileros llevaban a Hagman a los establos, él subió a lo alto de la escalera y sacó su magnífico catalejo, que dejó sobre una urna de piedra finamente labrada que decoraba la terracita. Dirigió la lente hacia el grupo de jinetes que se aproximaban y vio que eran dragones franceses. ¿Un centenar de ellos? Puede que más. Sharpe podía ver las casacas verdes y sus vueltas rosadas, y las espadas rectas y las cubiertas de lienzo marrón de sus pulidos cascos, y luego vio que los jinetes detenían sus monturas mientras Christopher y Olivier salían de Vila Real de Zedes. Sharpe le pasó el catalejo a Harper.

—¿De qué estará hablando ese grasiento hijo de puta con los franchutes?

—Sabe Dios, señor —dijo Harper.

—No les quites ojo, Pat, no les quites ojo —ordenó Sharpe—, y si se acercan un poco más, házmelo saber.

Entró en la quinta dando un golpe poco entusiasta a la inmensa puerta de entrada. El teniente Vicente ya estaba en el zaguán, mirando con devoción canina a Kate Savage, que ahora, al parecer, era Kate Christopher. Sharpe se quitó el chacó y se pasó la mano por el pelo recién cortado.

—Su marido ha ido a hablar con los franceses —dijo. Vio el gesto de desaprobación en el rostro de Kate y se preguntó si aquello era porque Christopher estaba hablando con los franceses o porque él se estaba dirigiendo a ella—. ¿Por qué?

—Eso debe preguntárselo a él, teniente —dijo.

—Me llamo Sharpe.

—Ya sé cómo se llama —dijo Kate con frialdad.

—Mis amigos me llaman Richard.

—Es bueno saber que tiene amigos, señor Sharpe —dijo Kate. Lo miró con audacia y Sharpe pensó que era una belleza. Tenía el tipo de rostro que los pintores inmortalizaban en sus óleos, y no le sorprendía que la banda de fervientes poetas y filósofos de Vicente la hubiera adorado desde la distancia.

—Entonces, ¿por qué está hablando el coronel Christopher con los gabachos, señora?

Kate parpadeó sorprendida, no porque su marido estuviese hablando con los franceses, sino porque, por primera vez, alguien la había llamado señora.

—Ya le he dicho, teniente —dijo con cierta aspereza—, que eso debe preguntárselo a él.

Sharpe caminó por el zaguán. Admiró la curvada escalera de mármol, miró un tapiz en el que aparecían unas cazadoras persiguiendo a un venado, después miró dos bustos que estaban en unos nichos enfrentados. Era evidente que los bustos habían sido importados por el difunto señor Savage, pues uno representaba a John Milton y el otro llevaba el nombre de John Bunyan.

—Me enviaron a buscarla a usted —le dijo a Kate mientras miraba a Bunyan.

—¿A buscarme, señor Sharpe?

—El capitán Hogan me ordenó que la encontrara y la llevara de vuelta con su madre. Estaba preocupada por usted.

Kate se sonrojó.

—Mi madre no tiene por qué preocuparse. Ahora tengo un marido.

—¿Ahora? ¿Se casó esta mañana? ¿Era eso lo que vimos en la iglesia?

—¿Acaso es asunto suyo? —preguntó Kate hecha una fiera.

Vicente parecía alicaído, pues creía que Sharpe estaba intimidando a la mujer a la que tanto adoraba en silencio.

—Si está o no casada, señora, no es asunto mío —dijo Sharpe—, porque no puedo separar a una mujer casada de su marido, ¿no es así?

—Así es, no puede —respondió Kate—, y sí, nos casamos esta mañana.

—Mis felicitaciones, señora —dijo Sharpe, y entonces se detuvo a admirar un viejo reloj de pie. El frontal estaba decorado con lunas sonrientes y llevaba la leyenda THOMAS TOMPION, LONDRES. Abrió la pulida caja y tiró de las pesas de manera que el mecanismo empezó a hacer tictac—. Imagino que su madre estará encantada, señora.

—No es asunto suyo, teniente —dijo Kate molesta.

—Una pena que no pudiera estar aquí, ¿no? Su madre estaba llorando cuando la dejé. —Se volvió hacia ella—. ¿De verdad es coronel?

La pregunta sorprendió a Kate, especialmente después de la desconcertante noticia de que su madre había estado llorando. Se sonrojó, y después intentó parecer solemne y ofendida.

—Por supuesto que es coronel —respondió indignada—, y usted es un insolente, señor Sharpe.

Sharpe soltó una carcajada. Cuando estaba relajado, su rostro resultaba hosco a causa de la cicatriz de su mejilla, pero cuando sonreía o reía la hosquedad se disipaba, y Kate, con gran asombro, sintió que su corazón daba un saltito. Había recordado la historia que le contara Christopher sobre cómo lady Grace había destruido su reputación viviendo con ese hombre. ¿Cómo lo había dicho Christopher? Pescar en la parte fangosa del lago. Pero de repente Kate envidió a lady Grace, y entonces recordó que se había casado hacía menos de una hora y se sintió verdaderamente avergonzada de sí misma. Pero, de todas formas, pensó, aquel sinvergüenza resultaba terriblemente atractivo cuando sonreía y ahora estaba sonriéndole a ella.

—Tiene razón —admitió Sharpe—, soy un insolente. Siempre lo he sido y probablemente siempre lo seré, y le pido disculpas por ello, señora. —Volvió a echar un vistazo al zaguán—. ¿Es de su madre esta casa?

—Es mi casa desde que murió mi padre. Y ahora, supongo, es propiedad de mi marido.

—Uno de mis hombres está herido y su marido dijo que lo metiera en los establos. No me gusta meter a un herido en un establo cuando hay mejores habitaciones.

Kate se ruborizó, aunque Sharpe no estaba seguro de la razón, y entonces señaló hacia una puerta al fondo del zaguán.

—Los sirvientes tienen sus cuartos en las cocinas —dijo—, y estoy segura de que allí hay una habitación confortable. —Se apartó hacia un lado y volvió a señalar hacia la puerta—. ¿Por qué no lo mira?

—Lo haré, señora —dijo Sharpe, pero en vez de explorar la parte trasera de la casa, se quedó mirándola a ella fijamente.

—¿Qué pasa? —preguntó Kate, inquieta por su oscura mirada.

—Tan sólo iba a ofrecerle mis felicitaciones, señora, por su matrimonio.

—Gracias, teniente —dijo Kate.

—Una boda a la carrera… —dijo Sharpe y se interrumpió, y al ver la llama de la ira encenderse en los ojos de ella, volvió a sonreír— es algo que la gente suele hacer en tiempos de guerra —acabó de decir—. Daré la vuelta a la casa por fuera, señora.

La dejó para admiración de Vicente y se unió a Harper en la terraza.

—¿Sigue hablando ese cabrón? —preguntó.

—El coronel aún está hablando con los gabachos, señor —dijo Harper, mientras miraba por el catalejo—, y no se están acercando más. El coronel está lleno de sorpresas, ¿verdad?

—Está tan lleno de ellas —dijo Sharpe— como un plum cake.

—Entonces, ¿qué vamos a hacer?

—Vamos a llevar a Dan al cuarto de un sirviente en la cocina. Deje que lo vea el médico. Si el médico piensa que puede viajar, entonces nos iremos a Amarante.

—¿Nos llevamos a la chica?

—No si es que está casada, Pat. No podemos dar un puñetero paso si está casada. Ahora le pertenece a él, de la cabeza a los pies. —Sharpe se rascó bajo el cuello, donde le había picado un piojo—. Una chica bonita.

—¿Lo es? No me había dado cuenta.

—Mentiroso cabrón irlandés —dijo Sharpe.

Harper rió mordaz.

—Sí, bueno, se deja mirar, señor, se deja mirar como la que más, pero también es una mujer casada.

—Está fuera de alcance, ¿eh?

—¿La mujer de un coronel? Yo ni lo soñaría —le advirtió Harper—, si fuera usted.

—No estoy soñando, Patrick, sólo me pregunto cómo demonios salir de aquí. Cómo vamos a volver a casa.

—¿Volver al ejército? ¿O volver a Inglaterra?

—Sabe Dios. ¿Qué preferiría?

Ya tendrían que estar en Inglaterra. Pertenecían todos al segundo batallón del 95.º de Rifles y ese batallón estaba en los barracones de Shorncliffe, pero Sharpe y sus hombres se habían visto separados del resto de los casacas verdes durante la difícil retirada a Vigo y, por una u otra razón, nunca habían conseguido reincorporarse. El capitán Hogan había arreglado aquello. Hogan necesitaba hombres para que lo protegieran mientras cartografiaba el agreste territorio fronterizo entre España y Portugal, y una brigada de los principales fusileros llegaba como caída del cielo, así que se las había arreglado de manera ingeniosa para confundir el papeleo, desviar cartas, rascar una paga de las arcas militares y mantener así a Sharpe y a sus hombres cerca de la guerra.

—A mí Inglaterra no me ofrece nada —dijo Harper—, aquí soy más feliz.

—¿Y los hombres?

—A la mayoría les gusta esto —dijo el irlandés—, pero unos pocos quieren volver a casa. Cresacre, Sims, los gruñones habituales. John Williamson es el peor. Se pasa el día diciendo a los otros que usted está aquí sólo porque quiere ascender y que nos sacrificará a todos nosotros para conseguirlo.

—¿Eso dice?

—Y cosas peores.

—Parece una buena idea —dijo Sharpe en tono superficial.

—Pues no pienso que nadie le crea, excepto los cabrones de turno. La mayoría de nosotros sabemos que estamos aquí por accidente. —Harper miró a los alejados dragones franceses y después meneó la cabeza—. Antes o después voy a tener que darle una tunda a Williamson.

—O usted o yo —concedió Sharpe.

Harper volvió a llevarse el catalejo al ojo.

—El cabrón ese vuelve —anunció—, y ha dejado al otro cabrón con los franceses. —Le pasó el catalejo a Sharpe.

—¿A Olivier?

—¡El cabronazo se lo ha devuelto a los franceses! —Harper estaba indignado.

A través del catalejo Sharpe pudo ver a Christopher cabalgando de vuelta a Vila Real de Zedes acompañado por un solo hombre, civil a juzgar por sus ropas, y definitivamente no era el teniente Olivier, quien, era evidente, cabalgaba hacia el norte con los dragones.

—Esos gabachos tienen que habernos visto —dijo Sharpe.

—Tan claro como el agua —coincidió Harper.

—Y el teniente Olivier les habrá contado que estamos aquí, así que ¿por qué demonios nos dejan en paz?

—Porque su hombre ha llegado a un acuerdo con esos cabrones —dijo Harper, señalando con la cabeza al lejano Christopher.

Sharpe se preguntaba por qué estaría haciendo tratos con el enemigo un oficial inglés.

—Deberíamos darle una zurra —dijo.

—No si es un coronel.

—En ese caso deberíamos darle dos zurras a ese cabrón —dijo Sharpe con ferocidad—, y entonces sabríamos bastante rápido cuál es la puñetera verdad.

Los dos hombres se quedaron en silencio mientras Christopher recorría a medio galope el paseo hasta la casa. El hombre que lo acompañaba era joven, pelirrojo y vestía sencillas ropas civiles, aunque el caballo que montaba tenía una marca francesa en la grupa y su silla de montar era militar. Christopher miró el catalejo que tenía Sharpe en la mano.

—Debe de sentir curiosidad, Sharpe —dijo en un insólito arranque de simpatía.

—Siento curiosidad —dijo Sharpe— por saber por qué nuestro prisionero ha sido devuelto a los suyos.

—Porque yo decidí devolverlo, está claro —dijo Christopher mientras se bajaba del caballo—, y él ha prometido no luchar contra nosotros hasta que los franceses hayan devuelto a un prisionero inglés del mismo rango. Lo que es bastante normal, Sharpe, y no es en absoluto motivo de indignación. Éste es monsieur Argenton, que va a venir conmigo a Lisboa a visitar al general Cradock.

El francés, al oír su nombre, hizo una nerviosa inclinación de cabeza hacia Sharpe.

—Iremos con usted —dijo Sharpe, ignorando al francés.

Christopher negó con un movimiento de cabeza.

—Me parece que no, Sharpe. Monsieur Argenton lo va a disponer todo para que nosotros dos usemos los pontones de Oporto si es que ya están reparados, y si no organizará algún pasaje en un transbordador, y no puedo imaginar que nuestros amigos franceses vayan a permitir que media compañía de fusileros cruce el río delante de sus narices, ¿no cree?

—Si habla usted con ellos, puede que sí —sugirió Sharpe—. Parece tener usted bastante amistad con ellos.

Christopher lanzó sus riendas a Luis y después le hizo un gesto a Argenton para que desmontara y entrara tras él en la casa.

—«Ello es, Horacio, que en el cielo y en la tierra hay más de lo que puede soñar tu filosofía» —dijo Christopher al pasar junto a Sharpe, y después se volvió—. Tengo planes diferentes para usted.

—¿Usted tiene planes para mí? —preguntó Sharpe de manera agresiva.

—Creo que un teniente coronel supera en rango a un teniente en el ejército de Su Británica Majestad, Sharpe —dijo Christopher en tono sarcástico—. Siempre ha sido así, lo que significa que está usted bajo mi mando, ¿no es así? De modo que entrará usted en la casa dentro de media hora y le daré sus nuevas órdenes. Venga, monsieur.

—Le hizo una señal a Argenton, miró fríamente a Sharpe y subió los escalones.

A la mañana siguiente llovía. También hacía más frío. Por el oeste se extendían los velos grises de los chaparrones, traídos desde el Atlántico por un viento frío que arrancaba las flores de glicinia de los vapuleados árboles, batía los postigos de la quinta y enviaba frías corrientes que recorrían todas sus habitaciones. Sharpe, Vicente y sus hombres habían dormido en los establos, protegidos por vigilantes que temblaban por la noche e intentaban vislumbrar algo a través de la húmeda oscuridad. Al hacer la ronda, en el momento más oscuro de la noche, Sharpe vio que una ventana de la quinta brillaba a la luz temblorosa de una vela tras los postigos agitados por el viento, y creyó oír un lamento, similar al de un animal que sufre, procedente de aquel piso superior; por un fugaz segundo estuvo seguro de que era la voz de Kate, pero después se dijo que era su imaginación, o únicamente el viento aullando en las chimeneas. Al amanecer fue a ver a Hagman y se encontró con que el viejo furtivo estaba sudando, pero seguía vivo. Estaba dormido y una o dos veces dijo un nombre en voz alta.

—Amy —dijo—, Amy.

El médico le había visitado la tarde anterior, había olisqueado la herida, se había encogido de hombros, había dicho que Hagman moriría, había limpiado la herida, la había vendado y se había negado a aceptar paga alguna.

—Mantengan los vendajes húmedos —le había dicho a Vicente, que traducía para Sharpe—, y caven una tumba. —El teniente portugués no tradujo las últimas cuatro palabras.

Sharpe fue convocado ante el coronel Christopher poco después de la salida del sol y se encontró al coronel sentado en el salón y envuelto en toallas calientes mientras Luis lo afeitaba.

—Antes era barbero —dijo el coronel—. ¿No eras barbero, Luis?

—Y de los buenos —aseguró Luis.

—Y usted parece necesitar un barbero, Sharpe —dijo Christopher—. Se corta el pelo usted mismo, ¿a que sí?

—No, señor.

—Pues lo parece. Parece que se lo hayan cortado las ratas. —La navaja hizo un ligero sonido rasposo mientras bajaba deslizándose hacia su barbilla. Luis pasó la cuchilla por una toalla y volvió a raspar con ella—. Mi esposa —dijo Christopher— tendrá que quedarse aquí. Y eso no me hace feliz.

—¿No, señor?

—Pero no estará segura en ningún otro sitio, ¿no cree? No puede ir a Oporto. Está llena de franceses que violan a cualquier cosa que no esté muerta y es probable que también lo hagan con cosas muertas si es que aún están frescas, y no tendrán el lugar bajo un control aceptable durante uno o dos días más. Así que ella tiene que quedarse aquí, y yo me sentiré mucho más tranquilo, Sharpe, si está protegida. De modo que proteja usted a mi esposa, deje que su hombre herido se recupere, descanse, medite sobre los inescrutables caminos de Dios y en una semana o así estaré de vuelta y podrá usted marcharse.

Sharpe miró por la ventana hacia fuera, donde un jardinero estaba segando la hierba, probablemente la primera siega del año. La guadaña se deslizaba entre las pálidas flores caídas de la glicinia.

—La señora Christopher podría acompañarle al sur, señor —sugirió.

—No, demonios, no puede —contestó Christopher con brusquedad—. Le he dicho que es demasiado peligroso. El capitán Argenton y yo tenemos que pasar a través de las líneas, Sharpe, y no nos facilitaría las cosas llevar a una mujer con nosotros. —La verdadera razón, por supuesto, era que no quería que Kate se encontrara con su madre y le hablara del matrimonio en la pequeña iglesia de Vila Real de Zedes—. Así que Kate se quedará aquí, y usted la tratará con el debido respeto. —Sharpe no dijo nada, tan sólo miró al coronel, que tuvo la elegancia de cambiar, no sin cierta incomodidad, de tono—. Por supuesto que lo hará. Cuando me marche hablaré con el sacerdote del pueblo para asegurarme de que su gente envía comida para ustedes. Pan, alubias y un novillo deberían bastar para sus hombres durante una semana, ¿no? Y, por el amor de Dios, no se hagan notar; no quiero que los franceses saqueen esta casa. Hay unas excelentes barricas de oporto en las bodegas, y tampoco quiero que sus matones se las beban.

—No lo harán, señor —dijo Sharpe. La noche anterior, cuando Christopher le había comunicado por primera vez que sus hombres y él debían permanecer en la quinta, el coronel le había enseñado una carta del general Cradock. La carta había sido doblada tantas veces que estaba quebradiza, en especial por los dobleces, y la tinta estaba descolorida, pero decía con claridad, en inglés y en portugués, que el teniente coronel James Christopher se dedicaba a trabajos de gran trascendencia y emplazaba a todo oficial inglés y portugués a cumplir las órdenes del coronel y a ofrecerle cualquier ayuda que pudiera requerir. La carta, de la que Sharpe no tenía razones para creer que fuese una falsificación, dejaba claro que Christopher estaba en posición de dar órdenes a Sharpe; por eso ahora se mostraba más respetuoso de lo que había estado la noche anterior—. No tocarán el oporto, señor —aseguró.

—Bien. Bien. Eso es todo, Sharpe, puede retirarse.

—¿Va a ir hacia el sur, señor? —preguntó Sharpe en vez de retirarse.

—Ya se lo dije, vamos a ver al general Cradock.

—Entonces, ¿podría llevar una carta al capitán Hogan de mi parte, señor?

—Escríbala rápido, Sharpe, escríbala rápido. Tengo que partir.

Sharpe la escribió rápido. Le disgustaba escribir, pues nunca había aprendido bien sus primeras letras ni se había educado de manera apropiada, y sabía que su forma de expresarse era tan tosca como su caligrafía, pero escribió una carta a Hogan para contarle que estaba bloqueado al norte del río, que se le ordenaba permanecer en la Quinta do Zedes y que, tan pronto como fuese dispensado de esas órdenes, volvería a su servicio. Sospechó que Christopher leería la carta, por lo que no hizo mención del coronel ni criticó en absoluto sus órdenes. Le entregó la carta a Christopher, quien, vestido de civil y en compañía del francés, que tampoco vestía el uniforme, salió a media mañana. Luis se marchó con ellos.

Kate también había escrito una carta, dirigida a su madre. Por la mañana había estado pálida y llorosa, lo que Sharpe atribuyó a la partida inminente de su nuevo marido, pero en realidad Kate estaba disgustada porque Christopher no le permitía acompañarlo, una idea que el coronel se había negado a considerar de forma tajante.

—El lugar al que vamos —había insistido él— es sumamente peligroso. Atravesar el frente, querida mía, es imprudente hasta tal extremo que no puedo exponerte a un riesgo semejante. —Había advertido la tristeza de Kate y había tomado sus dos manos entre las suyas—. ¿Crees que deseo separarme de ti tan pronto? ¿No entiendes que sólo obligaciones imperiosas, de la mayor relevancia, me apartarían de tu lado? Tienes que confiar en mí, Kate. Yo creo que la confianza es muy importante en el matrimonio, ¿tú no?

Y Kate, que intentaba no llorar, había dicho que así era.

—Estarás segura —le había dicho Christopher—. Los hombres de Sharpe te protegerán. Ya sé que parece zafio, pero es un oficial inglés y eso significa que es casi un caballero. Y tienes multitud de sirvientes para que te hagan compañía. —Frunció el entrecejo—. ¿Te preocupa tener aquí a Sharpe?

—No —dijo Kate—, me mantendré alejada de su camino.

—No me cabe duda de que eso lo hará feliz. Lady Grace podría haberlo domado un poquito, pero se lo ve muy incómodo entre la gente civilizada. Estoy seguro de que estarás bien protegida hasta que yo regrese. Puedo dejarte una pistola si es que estás preocupada.

—No —dijo Kate, pues sabía que había una pistola en el viejo cuarto de armas de su padre; de cualquier manera, no pensaba que fuese a necesitarla para disuadir a Sharpe—. ¿Cuánto tiempo estarás fuera?

—¿Una semana? Como mucho diez días. Uno no puede ser muy preciso en estas cosas, pero ten la certeza, querida mía, de que volveré a toda prisa a tu lado con la mayor diligencia.

Ella le entregó la carta para su madre. En la carta, escrita a la luz de una vela justo antes del alba, le contaba a la señora Savage que su hija la amaba, que sentía haberla decepcionado, pero que, sin embargo, estaba casada con un hombre maravilloso, un hombre al que posiblemente la señora Savage llegaría a querer como si fuera su propio hijo, y Kate prometía que regresaría junto a su madre tan pronto como le fuera posible. Mientras tanto, encomendaba a su madre, a su marido y se encomendaba ella misma al dulce cuidado de Dios.

El coronel James Christopher leyó la carta de su esposa mientras cabalgaba hacia Oporto. Después leyó la carta de Sharpe.

—¿Algo importante? —le preguntó el capitán Argenton.

—Trivialidades, mi querido capitán, simples trivialidades —respondió Christopher y leyó la carta de Sharpe una segunda vez—. Por Dios, hoy en día permiten que unos completos analfabetos se encarguen de los asuntos del rey. —Y con aquellas palabras rompió ambas cartas en pedacitos que dejó que arrastrara el viento frío y cargado de lluvia, de forma que, por unos instantes, los pedacitos blancos parecían nieve detrás de su caballo—. Supongo —consultó a Argenton— que necesitaremos un permiso para cruzar el río, ¿verdad?

—Conseguiré uno en el cuartel general —dijo Argenton.

—Bien —dijo Christopher—, bien. —Porque en su alforja, sin que lo supiera el capitán Argenton, había una tercera carta, una carta que había escrito el propio Christopher en un pulido y perfecto francés, y que iba dirigida a la atención del cuartel general del mariscal Soult, al brigadier Henri Vuillard, el hombre al que más temían Argenton y sus compañeros de conspiración. Christopher sonrió recordando los placeres de la noche pasada y anticipó los grandes placeres que estaban por venir. Era un hombre feliz.