CAPÍTULO 1
La señorita Savage había desaparecido.
Y llegaban los franceses.
La aproximación de los franceses era el problema más urgente. El tableteo del fuego sostenido de los mosquetes resonaba justo a las afueras de la ciudad y, durante los últimos diez minutos, cinco o seis balas de cañón habían atravesado los tejados de las casas situadas en lo alto de la orilla norte del río. La casa de los Savage estaba a unos metros cuesta abajo y, de momento, parecía a salvo de los errados cañonazos de los franceses, pero en el tibio aire primaveral zumbaban las balas perdidas de los mosquetes, que a veces impactaban con sonoros chasquidos contra las gruesas tejas o bien se perdían entre los pinos oscuros y lustrosos esparciendo una lluvia de agujas sobre el jardín. Era una casa grande, de piedra encalada y con unos postigos verde oscuro que cerraban las ventanas. Coronaba el porche delantero una tabla de madera en la que unas letras doradas formaban el nombre CASA HERMOSA en inglés. Extraño nombre para una vivienda ubicada en lo alto de la empinada pendiente desde donde la ciudad de Oporto se asomaba al Duero, en el norte de Portugal, en especial porque la gran casa cuadrada no era hermosa en absoluto, sino austera y deslucida y angulosa, a pesar de que sus severas líneas eran suavizadas por oscuros cedros que en verano ofrecerían una sombra acogedora. Un pájaro estaba haciendo su nido en uno de los cedros y, cada vez que una bala de mosquete desgajaba las ramas, graznaba alarmado y volaba en círculos antes de volver a su tarea. Grupos de fugitivos pasaban en su huida junto a Casa Hermosa, descendiendo la colina a la carrera en dirección a los transbordadores y al puente de barcas que los pondrían a salvo en la otra orilla del Duero. Algunos de los fugitivos tiraban de cerdos, cabras y vacas, otros empujaban carretillas con inestables cargas de muebles, y más de uno cargaba al abuelo sobre la espalda.
Richard Sharpe, teniente del segundo batallón del 95.º de Rifles de Su Majestad, se desabrochó el calzón y orinó sobre los narcisos del macizo de delante de Casa Hermosa. La tierra estaba empapada, ya que la noche anterior habían tenido tormenta. Los rayos habían destellado sobre la ciudad, los truenos habían retumbado en el aire y los cielos se habían abierto de forma que ahora de los macizos de flores ascendía un lento vapor mientras el ardiente sol evaporaba la humedad de la noche. Un proyectil de obús describió un arco en lo alto, sonando como un pesado barril que rodara por el entarimado de algún desván. Su mecha encendida dejaba un leve rastro gris de humo. Sharpe levantó la vista hacia la voluta de humo, calculando por su curvatura dónde estaba emplazado el obús.
—Esos cabrones se están acercando demasiado —dijo sin dirigirse a nadie en particular.
—Acabará ahogando a esas puñeteras florecillas, eso es lo que va a conseguir —respondió el sargento Harper, y añadió un apresurado «señor» cuando vio la cara de Sharpe.
El proyectil del obús explotó en algún lugar por encima de la maraña de callejuelas cercanas al río y, un segundo después, los cañonazos franceses aumentaron hasta convertirse en un estruendo continuo, pero el estruendo tenía un timbre crujiente, claro, picado, lo que indicaba que algunos de los cañones estaban muy cerca. Una nueva batería, pensó Sharpe. Debían de haberla situado justo a las afueras de la ciudad, tal vez a menos de un kilómetro de Sharpe; probablemente estuvieran atacando el gran reducto del norte por un flanco, y el fuego de mosquetes, que había estado sonando como un espino reseco en llamas, disminuyó ahora a un crepitar intermitente, señal de que la infantería defensora se estaba retirando. Una enorme y desorganizada fuerza portuguesa, dirigida por el obispo de Oporto, intentaba evitar que el ejército del mariscal Soult tomara la ciudad, la segunda más grande de Portugal, y los franceses estaban ganando. La carretera portuguesa hacia la salvación pasaba junto a Casa Hermosa y los soldados del obispo, con sus gabanes azules, bajaban disparados por la colina tan rápido como se lo permitían sus piernas, aunque cuando veían a los fusileros ingleses, con sus casacas verdes, aminoraban el paso para demostrar que no eran presa del pánico. Y aquello, en opinión de Sharpe, era buena señal. Era evidente que a los portugueses aún les quedaba orgullo, y unas tropas con orgullo lucharían bien si se les daba otra oportunidad, aunque no todas las tropas portuguesas mostraban el mismo brío. Los hombres de la ordenança seguían corriendo, pero eso apenas resultaba sorprendente. La ordenança era un ejército de voluntarios entusiastas, pero sin instrucción, formado para defender la patria, y las tropas francesas, curtidas en mil batallas, lo estaban haciendo trizas.
Mientras tanto, la señorita Savage seguía sin aparecer.
El capitán Hogan se presentó en el porche delantero de Casa Hermosa. Cerró la puerta con cuidado tras de sí y después alzó la mirada al cielo y soltó una impresionante retahíla de maldiciones. Sharpe se abotonó el calzón y sus dos docenas de fusileros inspeccionaron sus armas como si antes nunca hubiesen visto aquellas cosas. El capitán Hogan añadió otro par de palabrotas cuidadosamente elegidas y a continuación escupió, mientras una bala de cañón francesa rodaba lentamente sobre sus cabezas.
—Esto lo que es, Richard —dijo cuando el cañonazo hubo pasado—, es un despiporre. Una maldita mierda podrida del carajo y un miserable despiporre de los cojones.
El cañonazo impactó en algún lugar de la parte baja de la ciudad y provocó un estrépito de crujidos al derrumbar un tejado. El capitán Hogan sacó su caja de rapé e inhaló un imponente pellizco.
—Salud —dijo el sargento Harper.
El capitán Hogan soltó un estornudo y Harper sonrió.
—Su nombre —dijo Hogan haciendo caso omiso de Harper— es Katherine o, mejor dicho, Kate. Kate Savage, diecinueve años y ya anda metida en líos, por Dios, ¡como que lo que le hace falta es una soberana paliza! ¡Una tunda! Una puñetera zurra, eso es lo que necesita, Richard. Una maldita somanta de palos bien dados.
—Pero ¿dónde demonios está? —preguntó Sharpe.
—Su madre piensa que debe de haber ido a Vila Real de Zedes —contestó el capitán Hogan—, donde Dios quiera que esté ese infierno. La familia tiene allí una propiedad. Un sitio al que van para huir del calor del verano. —Puso los ojos en blanco, exasperado.
—¿Y por qué iba a irse ella allí, señor? —preguntó el sargento Harper.
—Porque es una pollita de diecinueve años huérfana de padre —dijo Hogan— que se empeña en seguir su propio camino. Porque ha discutido con su madre. Porque es una maldita idiota que merece una soberana paliza. ¡Porque no sé por qué! Porque es joven y cree que se las sabe todas, por eso. —Hogan era un fornido irlandés de mediana edad, zapador del Cuerpo Real, de rostro sagaz, suave acento irlandés, canas incipientes y benévola disposición de ánimo—. Porque es una maldita alelada, por eso —concluyó.
—Esa Vila Real de no sé qué —dijo Sharpe—, ¿está lejos? ¿Por qué no vamos a buscarla allí?
—Precisamente eso es lo que le he dicho a su madre que haría usted, Richard. Irá a Vila Real de Zedes, encontrará a la condenada cría y la llevará al otro lado del río. Nosotros le esperaremos en Vila Nova, y si los malditos franceses toman Vila Nova, entonces le esperaremos en Coimbra. —Hizo una pausa mientras apuntaba esas órdenes en un trozo de papel—. Y si los franchutes toman Coimbra, le esperaremos en Lisboa, y si esos cabrones toman Lisboa, nosotros estaremos meándonos los calzones en Londres, y usted estará Dios sabe dónde. No se enamore de ella —continuó, mientras le tendía a Sharpe el trozo de papel—, no deje preñada a esa niña boba, no le dé la azotaina que tanto merece y, por el amor de Dios, no la pierda ni pierda tampoco al coronel Christopher. ¿Me he explicado?
—¿El coronel Christopher también viene con nosotros? —preguntó Sharpe consternado.
—¿No se lo había dicho? —preguntó Hogan con aire inocente, después se volvió: el ruido de unos cascos anunciaba la aparición del coche de camino de la viuda de Savage, que salía del patio de caballerizas de detrás de la casa. El coche estaba abarrotado de equipaje y había incluso algunos muebles y dos alfombras enrolladas, atadas sobre el traspuntín de atrás, desde donde un cochero, suspendido precariamente entre media docena de sillas doradas, llevaba de las riendas a la yegua negra de Hogan. El capitán cogió el caballo y aprovechó el pescante del coche para auparse hasta la silla—. Digamos que son seis, siete horas hasta Vila Real de Zedes. Lo mismo de regreso hasta el transbordador de Barca d’Avintas, y luego un tranquilo paseo hasta casa. ¿Sabe usted dónde está Barca d’Avintas?
—No, señor.
—En esa dirección. —Hogan señaló hacia el este—. Cuatro millas campo a través. —Metió la puntera de su bota derecha en el estribo y levantó el cuerpo para liberar los faldones de su gabán azul—. Con suerte incluso podría reunirse con nosotros mañana por la noche.
—Lo que no entiendo… —comenzó Sharpe, pero se interrumpió: la puerta delantera de la casa se había abierto de golpe y la señora Savage, viuda y madre de la chica desaparecida, salió a la luz del sol. Era una mujer atractiva de unos cuarenta años: de cabello oscuro, alta y esbelta, de faz pálida y cejas arqueadas. Bajó apurada la escalinata cuando una bala de cañón retumbó en lo alto; después se oyó una refriega de fuego de mosquetes alarmantemente cerca, tanto que Sharpe subió los escalones del porche para mirar la cima de la colina donde la carretera de Braga desaparecía entre una enorme taberna y una imponente iglesia. Acababan de colocar un cañón portugués de seis libras junto a la iglesia y ahora estaba bombardeando al invisible enemigo. Las fuerzas del obispo habían excavado nuevos reductos en la cima y habían reforzado la vieja muralla medieval con empalizadas levantadas a toda prisa y con terraplenes, pero, a la vista del escaso fuego que salía de su posición improvisada en mitad de la carretera, parecía que aquellas defensas iban a deshacerse rápidamente.
La señora Savage murmuraba entre sollozos que su hijita se había perdido, pero el capitán Hogan consiguió persuadir a la viuda para que subiera al carruaje. Dos sirvientes cargados de valijas repletas de ropa siguieron a su señora al vehículo.
—¿Encontrará a Kate? —La señora Savage había abierto la portezuela y se dirigía al capitán Hogan.
—Su querida princesa pronto estará con usted —aseguró Hogan en tono tranquilizador—. El señor Sharpe se encargará de eso —añadió, y a continuación cerró con el pie la portezuela del coche en las narices de la señora Savage, que era la viuda de uno de los muchos vinateros ingleses que vivían y trabajaban en la ciudad de Oporto. Sharpe supuso que era rica, lo bastante rica como para ser propietaria de un elegante carruaje y de la espléndida Casa Hermosa, pero era también una insensata, porque tendría que haber abandonado la ciudad dos o tres días antes; evidentemente, se había quedado porque el obispo la había convencido de que podría repeler a las tropas del mariscal Soult. El coronel Christopher, que en el pasado se había alojado en la extrañamente llamada Casa Hermosa, había recurrido a las fuerzas inglesas del sur del río para que enviaran hombres que pusieran a salvo a la señora Savage. El capitán Hogan era el oficial más cercano y Sharpe, con sus fusileros, había estado protegiendo a Hogan mientras el zapador cartografiaba el norte de Portugal, así que Sharpe había cruzado el Duero desde el norte con veinticuatro de sus hombres para escoltar y poner a salvo a la señora Savage y a cualquier otro inglés que viviese en Oporto. Tendría que haber sido una tarea bastante simple, pero al amanecer la viuda de Savage había descubierto que su hija había huido de casa.
—Lo que no entiendo —insistió Sharpe— es por qué huyó.
—Puede que se haya enamorado —explicó Hogan sin darle importancia—. Las chicas de diecinueve años de familias respetables sienten una peligrosa atracción por el amor por culpa de todas esas novelas que leen. Lo sabrá en dos días, Richard, ¿o quizás incluso mañana? Tan sólo tiene que esperar al coronel Christopher, que enseguida estará con usted. Y escuche. —Se inclinó desde su silla de montar y bajó la voz para que nadie, aparte de Sharpe, pudiera oírle—. Vigile de cerca al coronel, Richard. Me preocupa de verdad.
—Debería preocuparse por mí, señor.
—También lo hago, Richard, es cierto —dijo Hogan; después se enderezó, hizo un gesto de despedida con la mano y espoleó a su caballo para que fuera tras el carruaje de la señora Savage, que había salido por la puerta delantera y se había unido al torrente de fugitivos que bajaba hacia el Duero.
El sonido de las ruedas del carruaje se apagó justo cuando el sol salía de detrás de una nube, una bala de cañón francesa chocó contra un árbol en lo alto de la colina y estalló en una nube de flores rojizas que se elevó sobre la empinada pendiente de la ciudad. Daniel Hagman miraba fijamente la masa de flores que flotaba en el aire.
—Parece una boda —dijo, y después, mientras miraba cómo rebotaba una bala de mosquete en una teja, se sacó unas tijeras del bolsillo—. ¿Terminamos de cortarle el pelo, señor?
—Adelante, Dan —dijo Sharpe. Se sentó en la escalinata del porche y se quitó el chacó.
El sargento Harper comprobó que los centinelas estaban vigilando el norte. Una tropa de caballería portuguesa había aparecido en la cima, donde el único cañón disparaba con bravura. El traqueteo de los mosquetes demostraba que una parte de la infantería aún seguía luchando, pero cada vez más tropas pasaban junto a la casa en su retirada y Sharpe sabía que la caída definitiva de las defensas de la ciudad sólo era cuestión de minutos. Hagman empezó a cortarle el pelo a Sharpe.
—No le gusta que le tape las orejas, ¿verdad?
—Me gusta corto, Dan.
—Corto como un buen sermón, señor —dijo Hagman—. Ahora quédese quieto, señor, no se mueva. —Sharpe sintió una repentina punzada de dolor cuando Hagman le arrancó un piojo con el filo de las tijeras. Hagman escupió en la gota de sangre que apareció en el cuero cabelludo de Sharpe y después se lo limpió—. Así que esos gabachos tomarán la ciudad, ¿no, señor?
—Eso parece —dijo Sharpe.
—¿Y luego seguirán marchando hasta Lisboa? —preguntó Hagman al tiempo que iba cortando.
—Hay un largo camino hasta Lisboa.
—Puede que sí, señor, pero ellos son un montón, señor, y nosotros demasiado pocos.
—Pero dicen que Wellesley viene hacia aquí —dijo Sharpe.
—Como usted diga, señor, pero ¿sabrá hacer milagros?
—Usted luchó en Copenhague, Dan, y aquí en la costa. —Se refería a las batallas de Rolica y Vimeiro—. Pudo verlo usted mismo.
—Desde la línea de escaramuza todos los generales son iguales, señor, y quién sabe si es verdad que viene sir Arthur. —Al fin y al cabo, sólo era un rumor que sir Arthur Wellesley hubiera tomado el mando del general Cradock, y no todo el mundo lo creía. Muchos pensaban que los ingleses se retirarían, que deberían retirarse, que debían abandonar la partida y dejar que los franceses se hicieran con Portugal—. Gire la cabeza a la derecha. —Las tijeras recortaban sin descanso, ni siquiera se detuvieron cuando un cañonazo dio en la iglesia que había sobre la colina. Una nube de polvo se elevó junto al campanario encalado, bajo el cual acababa de aparecer una grieta. La caballería portuguesa había sido engullida por el humo del proyectil y a lo lejos sonó una trompeta. Hubo ráfagas de mosquetes, después silencio. Debía de haber un edificio en llamas más allá de la cima, pues una gran humareda se extendía hacia el oeste—. ¿Por qué llamaría alguien Casa Hermosa a su hogar? —se preguntó Hagman.
—Creía que no sabías leer, Dan —dijo Sharpe.
—No sé, señor, pero me lo leyó Isaiah.
—¡Tongue! —gritó Sharpe—. ¿Por qué llamaría alguien Casa Hermosa a su hogar?
Isaiah Tongue, alto, delgado, moreno y culto, que se había alistado en el ejército porque era un borracho y por eso mismo había perdido un trabajo respetable, sonrió.
—Porque así sería un buen protestante, señor.
—¿Porque sería un puñetero qué?
—El nombre procede de un libro de John Bunyan —explicó Tongue— que se llama El progreso del peregrino.
—He oído hablar de él —dijo Sharpe.
—Hay quien lo considera una lectura imprescindible —dijo Tongue sin darle importancia—; es la historia del viaje del alma desde el pecado hasta la salvación, señor.
—Ideal para tenerte consumiendo velas toda la noche —apostilló Sharpe.
—Y el héroe, que se llama Cristiano, visita Casa Hermosa, señor —Tongue pasó por alto el sarcasmo de Sharpe—, donde habla con cuatro vírgenes.
Hagman dejó escapar una risotada.
—Entremos ahora mismo, señor.
—Usted es demasiado viejo para una virgen, Dan —dijo Sharpe.
—Discreción —dijo Tongue—, Piedad, Prudencia y Caridad.
—¿Y eso qué es? —preguntó Sharpe.
—Son los nombres de las vírgenes, señor —respondió Tongue.
—No me jodas —dijo Sharpe.
—Caridad es la mía —dijo Hagman—. Bájese el cuello, señor, eso es. —Recortó aquel cabello negro—. Parece que ese señor Savage era un tipo aburrido, si es que fue él quien le puso el nombre ala casa. —Hagman se agachó para trabajar con las tijeras por encima del cuello alto de Sharpe—. ¿Y por qué nos ha dejado aquí el capitán, señor?
—Quiere que nos ocupemos del coronel Christopher —respondió Sharpe.
—Que nos ocupemos del coronel Christopher —repitió Hagman, haciendo evidente su desaprobación por la lentitud con la que pronunció las palabras. Haginan era el más viejo de los hombres de la tropa de fusileros de Sharpe, un cazador furtivo de Cheshire que resultaba letal con su rifle Baker—. ¿Es que ahora el coronel Christopher no puede ocuparse de sí mismo?
—El capitán Hogan nos ha dejado aquí, Dan —dijo Sharpe—, así que debe de pensar que el coronel nos necesita.
—Y el capitán es un buen hombre, señor —dijo Hagman—. Ya puede soltarse el cuello. Casi he acabado.
Pero ¿por qué habría dejado atrás a Sharpe y a sus fusileros el capitán Hogan? Sharpe se lo preguntaba mientras Hagman pulía su obra. ¿Tendría algún significado la orden final de Hogan de que vigilara de cerca al coronel? Sharpe sólo había visto una vez al coronel. Hogan había estado cartografiando los tramos superiores del río Cavado; el coronel y su criado iban recorriendo las colinas, y compartieron un vivac con los fusileros. A Sharpe no le gustó Christopher, que se había mostrado desdeñoso e incluso despreciativo con el trabajo de Hogan.
—Usted cartografía el país, Hogan —había dicho el coronel—, pero yo cartografío sus mentes. Una cosa muy compleja, la mente humana; no es en absoluto algo simple, como son colinas y ríos y puentes. —Aparte de aquella afirmación, no había justificado su presencia allí, pero partió a la mañana siguiente. Había revelado que su base estaba en Oporto; presumiblemente fue así como conoció a la señora Savage y a su hija. Sharpe se preguntaba por qué el coronel Christopher no había convencido a la viuda para que saliera de Oporto mucho antes.
—Ya está, señor —dijo Hagman, envolviendo sus tijeras en un retazo de piel de becerro—. Y ahora sentirá el frío viento, señor, como una oveja recién esquilada.
—Debería cortarse el pelo, Dan —dijo Sharpe.
—Eso debilita a un hombre, señor, lo debilita que es un horror. —Hagman miró a la colina y frunció el ceño cuando dos cañonazos cayeron en la parte alta de la carretera, uno de ellos arrancándole una pierna a un artillero portugués. Los hombres de Sharpe miraban inexpresivos mientras la bala de cañón rebotaba, salpicando sangre como una rueda de fuegos artificiales, golpeaba contra el muro de un jardín al otro lado de la carretera y luego se detenía. Hagman rió entre dientes—. ¡Mira que llamar Discreción a una chica! Ése no es un nombre normal, señor. No está bien llamar Discreción a una chica.
—Es en un libro, Dan —dijo Sharpe—, luego se supone que no es lo normal.
Sharpe subió hasta el porche y empujó con fuerza la puerta principal, pero se la encontró cerrada. ¿Y dónde demonios estaba el coronel Christopher? Pasaron más portugueses bajando la cuesta en retirada; estaban tan asustados que no se detuvieron al ver a las tropas inglesas, sino que siguieron corriendo. Estaban separando el cañón portugués de su armón, y las balas perdidas de los mosquetes rasgaban los Cedros y repiqueteaban contra las tejas, los postigos y las piedras de Casa Hermosa. Sharpe golpeó la puerta cerrada, pero no hubo respuesta.
—¿Señor? —dijo el sargento Patrick Harper en tono de advertencia—. ¿Señor?
Harper señaló con la cabeza hacia el lateral de la casa; Sharpe se apartó de la puerta y vio al teniente coronel Christopher salir al trote del patio de caballerizas. El coronel, que iba armado con un sable y un par de pistolas, estaba hurgándose los dientes con un palillo, algo que hacía con frecuencia, evidentemente porque estaba orgulloso de su sonrisa aún blanca. Le acompañaba su criado portugués que, montado en el caballo de reserva de su señor, llevaba una enorme valija tan llena de encajes, sedas y satenes que la bolsa no se podía cerrar.
El coronel Christopher detuvo su caballo, se sacó el palillo de la boca y miró a Sharpe con asombro.
—¿Qué demonios está haciendo aquí, teniente?
—Tengo órdenes de permanecer con usted, señor —contestó Sharpe. Se fijó de nuevo en la valija. ¿Acaso Christopher había estado saqueando Casa Hermosa?
El coronel advirtió la mirada de Sharpe y gruñó a su criado.
—Cierra eso, maldita sea, ciérralo. —Aunque su criado hablaba buen inglés, Christopher empleó el portugués, una lengua que dominaba, y después volvió a mirar a Sharpe—. El capitán le ordenó que permaneciera conmigo. ¿Es eso lo que está intentando comunicarme?
—Sí, señor.
—¿Y cómo narices se supone que va a hacerlo, eh? Yo tengo caballo, Sharpe, y ustedes no. ¿Es que usted y sus hombres tienen la intención de correr?
—El capitán Hogan me dio una orden, señor —contestó Sharpe sin inmutarse. Siendo sargento había aprendido a lidiar con oficiales superiores de trato difícil. Habla poco y hazlo de manera inexpresiva, y después repítelo todo otra vez si es necesario.
—¿Una orden de qué? —preguntó Christopher con paciencia.
—De permanecer con usted, señor. De ayudarle a encontrar a la señorita Savage.
El coronel Christopher suspiró. Era un hombre de cabello moreno y de unos cuarenta años ya, pero conservaba una apostura juvenil y sólo mostraba un distinguido toque canoso en las sienes. Llevaba botas negras, calzones negros de montar, bicornio negro y gabán rojo con vueltas negras. Esas vueltas negras habían llevado a Sharpe, en su anterior encuentro con el coronel, a preguntar si Christopher servía en el Sucio Medio Centenar, el 50.º Regimiento, pero el coronel había considerado impertinente la pregunta.
—Todo lo que tiene que saber, teniente, es que sirvo en las filas del general Cradock. ¿Ha oído hablar del general?
Cradock era el general al mando de las fuerzas inglesas en el sur de Portugal y, si Soult seguía avanzando, Cradock se enfrentaría a él. Sharpe había permanecido en silencio tras aquella respuesta de Christopher; más tarde, Hogan había sugerido que probablemente el coronel fuese un militar «político», queriendo decir que no era soldado en absoluto, sino más bien un hombre a quien la vida le resultaba más práctica si vestía uniforme.
—No me cabe duda de que alguna vez fue militar —había dicho Hogan—. ¿Pero ahora? Creo que Cradock lo sacó de Whitehall.
—¿De Whitehall? ¿De la Guardia Montada?
—No, hombre, no —había dicho Hogan. La Guardia Montada era el cuartel general del ejército, y claramente Hogan creía que Christopher provenía de algún lugar mucho más siniestro—. El mundo es un lugar enrevesado, Richard —le había explicado—, y el Ministerio de Asuntos Exteriores cree que nosotros los soldados somos unas bestias, así que les gusta tener a su propia gente en el terreno para enmendar nuestros errores. Y, por supuesto, para enterarse de cosas. —Era lo que parecía estar haciendo el teniente coronel Christopher: enterarse de cosas—. Él dice que está cartografiando sus mentes —había reflexionado Hogan—, y lo que creo que quiere decir con eso es que está averiguando si merece la pena defender Portugal. Si ellos van a luchar, vamos. Y cuando lo averigüe, se lo dirá al Ministerio de Asuntos Exteriores antes que al general Cradock.
—Por supuesto que merece la pena defender Portugal —había protestado Sharpe.
—¿Usted cree? Si observa usted con detenimiento, Richard, se dará cuenta de que Portugal está en un estado ruinoso.
Las desalentadoras palabras de Hogan constituían una penosa verdad. La familia real portuguesa había huido a Brasil, dejando el país sin gobierno; tras su partida se habían producido disturbios en Lisboa, y ahora a muchos de los aristócratas de Portugal les preocupaba más defenderse de la chusma que defender su país de los franceses. Es más, algunos grupos de oficiales del ejército habían desertado para unirse a la Legión Portuguesa, que luchaba a favor del enemigo; los oficiales que quedaban estaban en gran parte mal instruidos y sus hombres eran una gentuza con armas anticuadas, si es que tenían alguna. En algunos lugares, como en Oporto mismo, había desaparecido todo poder civil y las calles eran gobernadas a capricho de la ordenança, que, puesto que carecía de armamento apropiado, patrullaba las calles con lanzas, espadas, hachas y piquetas. Antes de que llegaran los franceses, la ordenança ya había masacrado a la mitad de la burguesía de Oporto y había obligado a la otra mitad a huir o a levantar barricadas delante de sus casas, si bien habían dejado en paz a los habitantes ingleses.
Así que Portugal se hallaba en estado de quiebra, pero Sharpe también había visto cómo odiaba la gente de a pie a los franceses y cómo los soldados habían aminorado la marcha al pasar frente a la puerta de Casa Hermosa. Quizás Oporto estuviera cayendo en manos enemigas, pero quedaba mucho por lo que luchar en Portugal, aunque resultara difícil creerlo al ver que cada vez más soldados seguían al cañón de seis libras en su retirada hacia el río. El teniente coronel Christopher miró fijamente a los fugitivos y después volvió a mirar a Sharpe.
—¿En qué demonios estaba pensando el capitán Hogan? —preguntó, evidentemente sin esperar respuesta—. ¿Qué servicio podría prestarme usted? Su presencia sólo puede retrasarme. Supongo que Hogan estaba siendo caballeroso —continuó Christopher—, pero está claro que ese hombre tiene menos sentido común que una cebolla en vinagre. Puede volver a su lado, Sharpe, y dígale que no necesito ayuda para rescatar a una puñetera niñata atontada. —El coronel tuvo que levantar la voz porque el sonido de cañones y mosquetes aumentó de pronto.
—Él me dio una orden, señor —replicó Sharpe con testarudez.
—Y yo le estoy dando otra —respondió Christopher en el tono indulgente que habría empleado para dirigirse a un niño pequeño. El arzón de su silla era ancho y plano para facilitarle una superficie de escritura, y entonces colocó un cuaderno sobre aquel improvisado escritorio y sacó un lápiz, y justo en ese momento otro de los árboles de flores rojas fue alcanzado por una bala de cañón, de forma que el aire se llenó de pétalos a la deriva—. Los franceses están en guerra con las cerezas —dijo Christopher con frivolidad.
—Con Judas —dijo Sharpe.
Christopher le dirigió una mirada de asombro e indignación.
—¿Qué ha dicho?
—Es un árbol de Judas —aclaró Sharpe.
Christopher aún parecía indignado, y entonces el sargento Harper intervino en la conversación.
—No es un cerezo, señor. Es un árbol de Judas. De la misma clase que el que usó Iscariote para colgarse, señor, después de traicionar a Nuestro Señor.
Christopher seguía mirando fijamente a Sharpe; después pareció darse cuenta de que no había tenido intención de injuriarle.
—Así que no es un cerezo, ¿eh? —dijo, y chupó la mina de su lápiz—. «Por la presente se le ordena —hablaba al mismo tiempo que escribía— que regrese a la orilla sur del río de inmediato…»; dese cuenta, Sharpe, de inmediato; «… y que se persone para recibir instrucciones ante el capitán Hogan, del Cuerpo Real de Zapadores. Firmado por el teniente coronel James Christopher, en la mañana del miércoles veintinueve de marzo del año 1809 de Nuestro Señor». —Firmó la orden con una floritura, arrancó la página de su cuaderno, la dobló por la mitad y se la entregó a Sharpe—. Siempre pensé que treinta monedas de plata era un precio demasiado bajo por la más famosa traición de la historia. Probablemente se ahorcó por la vergüenza. Ahora váyase —dijo con grandilocuencia—, y «no esperéis una orden para vuestra salida». —Advirtió la perplejidad de Sharpe—. Macbeth, teniente —explicó mientras espoleaba a su caballo hacia la puerta—, una obra de Shakespeare. Y realmente le insistiría en que se apresurara, teniente —dijo Christopher mirando hacia atrás—, pues el enemigo estará aquí en cualquier momento.
Al menos en eso tenía razón. De los reductos centrales de las defensas al norte de la ciudad salía una gran nube de polvo y humo hirviente. Era allí donde los portugueses habían estado reuniendo su resistencia más fuerte, pero la artillería francesa se las había arreglado para tumbar los parapetos y ahora su infantería asaltaba los bastiones, y la mayoría de los defensores de la ciudad estaban huyendo. Sharpe vio cómo Christopher y su criado galopaban entre los fugitivos y torcían por una calle que llevaba hacia el este. Christopher no se estaba retirando hacia el sur, sino que acudía al rescate de la joven Savage, aunque tendría muy poco margen si quería escapar de la ciudad antes de que los franceses entraran en ella.
—Muy bien, muchachos —gritó Sharpe—, es hora de largarse. ¡Sargento! ¡A paso ligero! ¡Hacia el puente!
—Ya era hora, joder —gruñó Williamson.
Sharpe fingió no haberle oído. Tendía a ignorar muchos de los comentarios de Williamson, pensando que aquel hombre mejoraría, pero a sabiendas de que cuanto más tardara en hacer algo, más violenta sería la solución. Sólo esperaba que Williamson también lo supiese.
—¡Dos filas! —ordenó Sharpe—. ¡Permanezcan juntos!
Una bala de cañón retumbó por encima de ellos mientras salían a la carrera del jardín delantero y bajaban por la empinada carretera que conducía al Duero. La carretera estaba llena de refugiados, tanto civiles como militares, todos ellos huyendo hacia la seguridad de la ribera sur del río, aunque Sharpe sospechaba que los franceses también estarían cruzando el río en uno o dos días, así que era probable que tal seguridad fuese una ilusión. El ejército portugués estaba retrocediendo hacia Coimbra o puede que hasta la misma Lisboa, donde Cradock contaba con dieciséis mil soldados ingleses que algunos políticos de Londres querían de vuelta en casa. ¿De qué servía, preguntaban, una fuerza inglesa tan pequeña contra los poderosos ejércitos de Francia? El mariscal Soult estaba conquistando Portugal y otros dos ejércitos franceses estaban a punto de cruzar la frontera este desde España. ¿Luchar o huir? Nadie sabía qué harían los ingleses, pero, para Sharpe, el rumor de que sir Arthur Wellesley iba a ser enviado para relevar en el mando a Cradock indicaba que los ingleses estaban decididos a luchar, y Sharpe rezaba por que el rumor fuese cierto. Él ya había combatido en la India a las órdenes de sir Arthur, había estado con él en Copenhague y después en Rolica y Vimeiro, y Sharpe consideraba que en toda Europa no había un general mejor.
Sharpe estaba ahora a mitad de bajada de la colina. Su impedimenta, morral, rifle, caja de cartuchos y vaina de espada rebotaban y golpeteaban mientras corría. Pocos oficiales llevaban armas largas, pero Sharpe había servido antes en filas y no se sentía a gusto si no llevaba su rifle al hombro. Harper perdió el equilibrio y sacudió los brazos frenético porque los nuevos clavos de sus botas resbalaban en los tramos de piedra. Se veía el río entre los edificios. El Duero, que fluía hacia el cercano mar, era tan ancho como el Támesis en Londres, pero, a diferencia de lo que ocurría en Londres, aquí el río corría entre grandes colinas. La ciudad de Oporto estaba en la empinada colina del norte, mientras que Vila Nova de Gaia estaba en la del sur, y era en Vila Nova donde tenían sus casas la mayoría de los ingleses. Sólo las familias más antiguas, como los Savage, vivían en la ribera norte. Todo el oporto se hacía en la orilla sur, en las bodegas de Croft, Savage, Taylor Fladgate, Burmester, Smith Woodhouse y Gould, casi todas ellas de propiedad inglesa, y sus exportaciones contribuían en masa al erario público de Portugal, pero ahora que llegaban los franceses, sobre los cerros de Vila Nova, que daban al río, el ejército portugués había emplazado una docena de cañones en la terraza de un convento. Los artilleros vieron a los franceses aparecer sobre la colina de enfrente y, a modo de respuesta, los cañones dispararon, levantando al retroceder las losas de la terraza. Las balas salían disparadas hacia arriba y su sonido era tan fuerte y hueco como el de los truenos. El humo de la pólvora se desplazaba lentamente tierra adentro, oscureciendo el convento encalado mientras los cañonazos destrozaban las casas más altas. Harper volvió a perder el equilibrio, y esta vez cayó.
—Putas botas —dijo, manteniendo su rifle en alto. Los demás fusileros habían aminorado su paso por la presión de los fugitivos.
—¡Jesús! —El fusilero Pendleton, el más joven de la compañía, fue el primero que advirtió lo que estaba sucediendo en el río; se le abrieron los ojos como platos mientras miraba a la multitud de hombres, mujeres, niños y ganado que se apelotonaba en el estrecho puente de barcas. Aquel amanecer en que el capitán Hogan condujo a Sharpe y a sus hombres hacia el norte a través del puente de barcas, sólo había un par de personas que iban en dirección opuesta, pero ahora la calzada que llevaba al puente estaba repleta y la muchedumbre sólo podía avanzar al ritmo de los más lentos, y cada vez más gente y animales intentaban abrirse paso hacia el extremo norte.
—¿Cómo demonios vamos a cruzar, señor? —preguntó Pendleton.
Sharpe no tenía respuesta para aquella pregunta.
—¡Ustedes sigan adelante! —dijo, y llevó a sus hombres por un callejón que parecía una angosta escalera de piedra hacia una calle más abajo. Una cabra hacía repiquetear sus afiladas pezuñas delante de él mientras arrastraba una soga rota colgada del pescuezo. Un soldado portugués yacía borracho al final de la calle, con su mosquete al lado y un odre de vino sobre el pecho. Sharpe, que sabía que sus hombres se detendrían para beberse el vino, tiró el pellejo al empedrado de una patada y lo pisoteó hasta que el cuero reventó. Según se acercaban al río, las calles eran más angostas y estaban más llenas; aquí las casas eran más altas y estaban mezcladas con talleres y almacenes. Un carretero clavaba unas tablas sobre su puerta de entrada, precaución que sólo molestaría a los franceses, que como pago destruirían sin dudarlo todas las herramientas de aquel hombre. Un postigo pintado de rojo se batía con el viento del oeste. La colada abandonada estaba tendida entre las altas casas. Un cañonazo atravesó tejas, astilló vigas y desperdigó cascotes por la calle. Un perro, con una cadera cortada hasta el hueso por la caída de una teja, renqueaba colina abajo y gemía lastimero. Una mujer daba alaridos por un niño perdido. Una fila de huérfanos, todos con burdos chalecos blancos parecidos a blusones de jornaleros, lloraban aterrorizados mientras dos monjas intentaban abrirles camino. Un sacerdote salió corriendo de una iglesia con una enorme cruz de plata sobre un hombro y un montón de vestiduras bordadas sobre el otro. La Semana Santa empezaba dentro de cuatro días, pensó Sharpe.
—¡Usen las culatas de sus rifles! —gritó Harper, animando a los fusileros a que se abrieran paso a través de la multitud que bloqueaba el estrecho arco de entrada que conducía al muelle. Un carro repleto de muebles había volcado en la calzada y Sharpe ordenó a sus hombres que lo arrastraran hacia un lado para dejar más espacio libre. Cientos de pies aplastaron una espineta, o quizá fuese un clavicordio, y las delicadas taraceas de su caja saltaron hechas pedacitos. Algunos de los hombres de Sharpe despejaban a los huérfanos el camino hacia el puente usando sus rifles para apartar a los adultos. Una pila de cestas se vino abajo y docenas de anguilas vivas culebrearon sobre los adoquines. Los artilleros franceses habían llevado su artillería a la parte alta de la ciudad y ahora la desplegaban para responder al fuego de la gran batería portuguesa situada en la terraza del convento del otro lado del valle.
Hagman dio una voz de alarma cuando tres soldados con gabán azul irrumpieron desde una Calleja, y una docena de rifles apuntó hacia la amenaza, pero Sharpe gritó a los hombres que bajaran las armas.
—¡Son portugueses! —gritó al reconocer sus chacós de alta frente—. Y bajen los cañones —ordenó, pues no quería que ninguno de los rifles se disparara por accidente sobre la masa de refugiados. Una mujer borracha salió dando tumbos por la puerta de una taberna e intentó abrazarse a uno de los soldados portugueses; Sharpe, al oír las protestas del soldado, miró hacia atrás y vio que dos de sus hombres, Williamson y Tarrant, desaparecían tras la puerta de la taberna. Siempre tenía que ser el maldito Williamson, pensó, y gritó a Harper que siguiera adelante; después entró en la taberna a sacar a los dos hombres. Tarrant se dio la vuelta con gesto desafiante, pero fue demasiado lento y Sharpe le asestó un puñetazo en el estómago, hizo chocar las cabezas de ambos hombres, le dio un puñetazo en el cuello a Williamson y una bofetada en la cara a Tarrant, antes de sacar a rastras a los dos hombres a la calle. No había dicho una sola palabra y siguió sin hablarles mientras los llevaba a patadas hacia el arco.
Una vez pasado el arco, la multitud de refugiados era aún mayor; además, las tripulaciones de unos treinta barcos mercantes ingleses, atrapados en la ciudad por un obstinado viento del oeste, intentaban escapar. Los marineros habían estado esperando hasta el último momento, mientras rezaban para que los vientos cambiaran, pero ahora habían abandonado sus naves. Los más afortunados usaron los botes de sus barcos para cruzar el Duero a remo, los menos afortunados se unieron a la caótica lucha por llegar al puente.
—¡Por aquí! —Sharpe condujo a sus hombres a lo largo de la fachada porticada de unos almacenes, avanzando con esfuerzo desde detrás de la multitud con la esperanza de acercarse más al puente. Los cañonazos retumbaban por encima de ellos. El humo coronaba la batería portuguesa y se espesaba cada pocos segundos, cuando disparaba un cañón y un repentino brillo rojo iluminaba la nube desde el interior; después, un chorro de humo sucio surgía a lo lejos, al otro lado de la profunda sima del río, y el sonido atronador de un cañonazo resonaba en lo alto mientras la bala o la metralla surcaban el aire hacia los franceses.
Una pila de cajas para pescado vacías sirvió a Sharpe de plataforma desde donde ver el puente y así calcular cuánto tardarían sus hombres en cruzarlo sin peligro. Sabía que no quedaba mucho tiempo. Cada vez más soldados portugueses bajaban por las calles empinadas, y los franceses no podían estar muy lejos de ellos. Podía oír el crepitar de los mosquetes como un contrapunto al estruendo de los grandes cañones. Miró por encima de las cabezas de la muchedumbre y vio que el coche de la señora Savage había logrado llegar a la orilla sur, pero no había usado el puente, sino que había cruzado el río en una lenta gabarra para transportar vino. Había otras gabarras cruzando el río, pero las pilotaban hombres armados que sólo admitían a pasajeros dispuestos a pagar. Sharpe sabía que podría conseguir pasajes a la fuerza en una de aquellas barcazas con tan sólo acercarse lo suficiente al muelle, pero para hacerlo necesitaría pelear para abrirse camino entre una multitud de mujeres y niños.
Consideró que el puente sería una ruta para escapar más fácil. Estaba formado por una calzada de tablones tendidos sobre dieciocho grandes pontones firmemente anclados contra la corriente del río y contra las grandes olas provocadas por las mareas del cercano océano, pero ahora la calzada estaba atestada de refugiados muertos de miedo, que se desesperaron aún más cuando los primeros cañonazos franceses alcanzaban el río entre salpicaduras. Sharpe, que se había vuelto para mirar colina arriba, vio que las casacas verdes de la caballería francesa aparecían bajo la gran humareda de sus propios cañones, al mismo tiempo que las casacas azules de la infantería francesa ya se dejaban ver en las callejuelas de la parte baja de la colina.
—Dios salve a Irlanda —dijo Patrick Harper, y Sharpe, consciente de que el sargento irlandés sólo usaba aquella expresión cuando la situación era desesperada, volvió a mirar hacia el río para ver qué había motivado aquellas cuatro palabras.
Miró y vio y supo que no iban a cruzar el río por el puente. Ya no iba a hacerlo nadie, pues acababa de ocurrir un desastre.
—Dios mío —susurró—. Dios mío.
En medio del río, hacia la mitad del puente, los ingenieros portugueses habían instalado un puente levadizo para que las gabarras que transportaban vino y otras naves pequeñas pudiesen remontar la corriente. El puente levadizo abarcaba el hueco más amplio entre los pontones y había sido construido con pesadas vigas de roble cubiertas con tablones también de roble; se levantaba gracias a unas grúas que tiraban de unas sogas a través de poleas montadas sobre un par de gruesos postes de madera, fuertemente afirmados con puntales de hierro. Todo el mecanismo era sumamente pesado y el arco del puente era amplio; los ingenieros, conscientes del peso de aquel artilugio, habían colgado avisos a ambos lados del puente para anunciar que sólo un único carro, carruaje o equipo de artillería podía usar el puente levadizo cada vez. Pero ahora la calzada estaba tan atestada de refugiados que los dos pontones en los que se apoyaba el pesado arco del puente levadizo se estaban hundiendo bajo su peso. Los pontones, al igual que cualquier barco, hacían agua; tendría que haber hombres a bordo para achicarla, pero esos hombres habían huido con los demás. El peso de la muchedumbre y el agua que se filtraba lentamente en las barcas hicieron que el puente cediera poco a poco hasta que los pontones centrales, dos inmensas barcazas, estuvieron totalmente sumergidos y la veloz corriente del río empezó a romper y a castigar el borde de la calzada. La gente que estaba allí gritaba y algunos se detuvieron, pero cada vez más gente empujaba desde la orilla norte; la parte central de la calzada se hundía lentamente en las aguas grisáceas al tiempo que la gente forzaba a más fugitivos a llegar al vencido puente levadizo, cuya superficie menguaba cada vez más.
—Oh, Dios mío —dijo Sharpe. Pudo ver cómo eran barridas las primeras personas. Pudo oír sus alaridos.
—Dios salve a Irlanda —volvió a decir Harper y se santiguó.
Los primeros treinta metros del puente estaban ya bajo el agua. Esos treinta metros se habían vaciado de gente, pero seguía llegando más gente empujada hacia el hueco que de pronto hervía de espuma blanca, mientras el puente levadizo era arrancado del resto por el empuje del río. El gran arco del puente se elevó, negro, por el aire, giró y fue arrastrado hacia el mar; ahora ya no existía ningún puente sobre el Duero, pero la gente de la orilla norte aún no sabía que el paso estaba cortado y seguía empujando y abriéndose paso a la fuerza hacia el puente caído, y quienes estaban delante no podían detener a los demás y eran empujados inexorablemente hacia aquel vacío donde el agua se revolvía blanca entre los extremos destrozados del puente. Los chillidos de la masa se hicieron más intensos y el sonido sólo conseguía incrementar el pánico, de forma que cada vez más y más personas empujaban para llegar allí donde se ahogaban los refugiados. Llevado por una ráfaga errante de viento, el humo de cañón bajó la garganta y giró sobre el centro roto del puente, donde los desesperados golpeaban el agua mientras eran arrastrados por la corriente. Las gaviotas graznaban y volaban en círculos. Unas tropas portuguesas intentaban ahora detener a los franceses en las calles de la ciudad, pero era un esfuerzo vano. Los superaban en número, el enemigo había ocupado el terreno de arriba y cada vez más tropas francesas bajaban de lo alto de la colina. Los gritos de los fugitivos que estaban sobre el puente eran como el sonido de los condenados el Día del juicio Final, y los cañonazos retumbaban por encima, mientras en las calles de la ciudad zumbaban los disparos de mosquete, el ruido de cascos levantaba ecos en los muros de las casas y las llamas crepitaban en los edificios destrozados por los cañonazos.
—Esos chiquillos… —dijo Sharpe—. Que Dios los ayude. —Los huérfanos, con sus uniformes pardos, caían al río por los empujones—. ¡Tiene que haber una puñetera barca!
Pero los hombres que pilotaban las gabarras habían remado a la orilla sur y allí abandonaban sus embarcaciones, así que no había barcas para rescatar a los que se ahogaban, sólo el horror en un río gris y gélido y una hilera de cabecitas que eran engullidas corriente abajo por las agitadas olas, y no había nada que Sharpe pudiera hacer. No podía alcanzar el puente y, aunque gritaba a la gente para que desistiera de su idea de cruzar, nadie entendía el inglés. Las balas de mosquete ya salpicaban en el río y algunas alcanzaban a los fugitivos sobre el puente destruido.
—¿Qué demonios podemos hacer? —preguntó Harper.
—Nada —dijo Sharpe con aspereza—, aparte de salir de aquí.
Dio la espalda al gentío agonizante y condujo a sus hombres hacia el este desde el muelle del río. Otros grupos de personas hicieron lo mismo, apostando por que los franceses aún no hubieran tomado los suburbios de la ciudad que quedaban más hacia el interior. El sonido de los mosquetes se mantenía constante en las calles, y ahora los cañones portugueses del otro lado del río disparaban a los franceses en las calles más bajas, por lo que el martilleo de los cañonazos sólo era interrumpido por el ruido de la mampostería al derrumbarse y de las vigas al astillarse.
Sharpe se detuvo donde acababa el muelle para asegurarse de que todos sus hombres estaban allí; se volvió para mirar el puente. Había sido empujada hasta el final tanta gente que ahora los cuerpos se apilaban en aquel espacio y el agua se remansaba detrás de ellos, formando una espuma blanca alrededor de sus cabezas. Vio cómo un soldado portugués con su gabán azul avanzaba pisando aquellas cabezas para llegar a la gabarra sobre la que se había sustentado el puente levadizo. Le siguieron otros, brincando entre los que se ahogaban y los muertos. Pero Sharpe estaba ya tan lejos que ya no pudo seguir oyendo los gritos.
—¿Qué ha pasado? —preguntó Dodd, normalmente el más callado de los hombres de Sharpe.
—Que Dios estaba mirando hacia otro lado —dijo Sharpe y miró a Harper—. ¿Estamos todos aquí?
—Todos presentes, señor —dijo Harper. El hombretón del Ulster parecía haber estado llorando—. Pobres críos —dijo lleno de resentimiento.
—No había nada que pudiéramos hacer —dijo Sharpe tajante, y era cierto, aunque el hecho de que lo fuera no hacía que se sintiese mejor—. Williamson y Tarrant están bajo arresto —informó a Harper.
—¿Otra vez?
—Otra vez —confirmó Sharpe, y le sorprendió lo estúpidos que eran esos dos hombres, que habían preferido echar un trago a escapar de la ciudad, aunque ese trago hubiese significado prisión en Francia—. ¡Ahora adelante!
Sharpe siguió a los civiles fugitivos, que al llegar al lugar donde la antigua muralla de la ciudad bloqueaba el muelle del río, habían torcido por un callejón. La antigua muralla había sido construida cuando los hombres luchaban con armadura y se disparaban unos a otros con ballestas; sus piedras cubiertas de liquen no habrían resistido ni dos minutos contra un cañón moderno y, como para afirmar su inutilidad, la ciudad había abierto grandes agujeros en los viejos muros. Sharpe sacó a sus hombres por uno de estos huecos, cruzó los restos de un foso y después entró rápidamente en las calles más anchas de la ciudad nueva, fuera ya de los muros.
—¡Gabachos! —advirtió Hagman a Sharpe—. ¡Señor! ¡Arriba en la colina!
Sharpe miró hacia su izquierda y vio una tropa de caballería francesa galopando para cortar el paso a los fugitivos. Eran dragones, unos cincuenta o más, con sus casacas verdes, todos con espadas rectas y carabinas cortas. Llevaban cascos de latón, que en tiempos de guerra cubrían con telas para que el metal bruñido no reflejara la luz del sol.
—¡Sigan corriendo! —gritó Sharpe.
Los dragones no habían descubierto a los fusileros, o si lo habían hecho, no buscaban un enfrentamiento, sino que en su lugar galoparon hacia donde la carretera bordeaba una gran colina coronada por un enorme edificio blanco de tejado plano, quizás una escuela o un hospital. La carretera principal transcurría hacia el norte desde la colina, pero había otra que iba hacia el sur entre la colina y el río. Los dragones estaban en la carretera más ancha, así que Sharpe se mantuvo ceñido a su derecha con la esperanza de escapar por el camino más angosto de la orilla del Duero, pero al final los dragones lo vieron y corrieron con sus caballos sobre el lomo de la colina para bloquear la carretera más pequeña justo donde ésta bordeaba el río. Sharpe miró hacia atrás y vio que la infantería francesa llegaba detrás de la caballería. Malditos. Entonces advirtió que aún más tropas francesas le estaban persiguiendo desde la muralla rota de la ciudad. Era probable que pudiera superar en número a la infantería, pero los dragones ya estaban delante de él y los primeros estaban desmontando y levantando una barricada que atravesaba la carretera. La gente que huía de la ciudad se desviaba; unos subían la colina en dirección al gran edificio blanco, mientras que otros, desesperados, regresaban a sus casas. Los cañones libraban su propia batalla por encima del río, los franceses intentando igualar el bombardeo de la gran batería portuguesa, e iniciando docenas de incendios en la ciudad ya caída cuando sus cañonazos destruyeron hornos, hogares y forjas. El humo oscuro de los edificios en llamas se mezclaba con el humo gris blanquecino de las armas, y debajo de aquella humareda, en el valle de los niños ahogados, estaba atrapado Richard Sharpe.

El teniente coronel James Christopher no era ni teniente ni coronel, aunque había servido como capitán en los Defensores de Lincolnshire y aún conservaba ese rango. Había sido bautizado con el nombre de James Augustus Meredith Christopher y durante sus años escolares era conocido como Jam. Su padre fue médico en la pequeña ciudad de Saxilby, profesión y localidad que a James Christopher le gustaba ignorar, pues prefería recordar que su madre era prima segunda del conde de Rochford; había sido la influencia de Rochford la que había llevado a Christopher de la universidad de Cambridge al Ministerio de Asuntos Exteriores, donde su dominio de varios idiomas, su desenvoltura natural y su aguda inteligencia le habían asegurado un rápido ascenso. Enseguida le habían dado responsabilidades, le habían presentado a grandes hombres y le habían confiado secretos. Se consideraba que tenía un buen futuro y que se trataba de un joven sensato cuyo juicio era por lo general fidedigno, lo que con frecuencia significaba que simplemente estaba de acuerdo con sus superiores, pero su reputación le había llevado a su misión actual, un encargo tan solitario como secreto. La tarea de James Christopher era asesorar al gobierno sobre si sería prudente mantener las tropas inglesas en Portugal o no.
La decisión, por supuesto, no dependía de James Christopher. Tal vez fuera un hombre con proyección en el Ministerio de Asuntos Exteriores, pero la decisión de permanecer o retirarse la tomaría el primer ministro, aunque lo que importaba era la calidad del asesoramiento que se le diera al primer ministro. Estaba claro que los soldados preferirían quedarse, porque guerra significaba promoción, y el secretario de Asuntos Exteriores quería que los soldados se quedaran porque detestaba a los franceses, pero otros hombres de Whitehall tenían una perspectiva más optimista y habían enviado a James Christopher para que tomara el pulso a Portugal. Los liberales, enemigos del Gobierno, temían otra debacle como la que les había conducido a La Coruña. Es mejor, decían, admitir la realidad y llegar a un acuerdo con los franceses ahora, y los liberales tenían suficiente influencia en Asuntos Exteriores como para destinar a James Christopher a Portugal. Sin embargo, el ejército, al que no se le había informado de cuál era su verdadera misión, accedió a ascenderlo a teniente coronel y a nombrarlo asistente del general Cradock, y Christopher usaba a los correos del ejército para enviar información militar al general y despachos políticos a la embajada en Lisboa, desde donde, aunque estaban destinados al embajador, los mensajes salían hacia Londres sin haber sido abiertos. El primer ministro necesitaba un asesoramiento sólido, y se suponía que James Christopher iba a proporcionar los datos que servirían de contexto a sus consejos, aunque últimamente había estado ocupado ideando datos nuevos. Más allá de las desastrosas realidades de la guerra, había vislumbrado un futuro dorado. James Christopher, en resumen, había visto la luz.
Pero nada de todo esto ocupaba sus pensamientos cuando salía trotando de Oporto a menos de un tiro de cañón por delante de las tropas francesas. Dispararon unos tiros de mosquete en su dirección, pero Christopher y su criado montaban unos excelentes caballos irlandeses, y enseguida dejaron atrás a sus poco entusiastas perseguidores. Enfilaron hacia las colinas, galopando a lo largo de la terraza de un viñedo, y después se internaron en un bosque de pinos y robles, donde se detuvieron para que descansaran sus caballos.
Christopher miró fijamente hacia el oeste. El sol había secado los caminos después de la fuerte lluvia de la noche anterior y una nube de polvo sobre el horizonte indicaba por dónde avanzaba el convoy de bagaje francés hacia la recién tomada ciudad de Oporto. La propia ciudad, oculta ahora por las colinas, estaba señalada por el gran penacho de humo sucio que escupían las casas en llamas y las atareadas baterías de cañones que, aunque enmudecidas por la distancia, sonaban como un trueno incesante. Ninguna tropa francesa se había molestado en perseguir a Christopher hasta tan lejos. Una docena de jornaleros ahondaban una zanja en el valle ignorando a los fugitivos de la carretera cercana, como si sugiriesen que la guerra era asunto de la ciudad, no suyo. Christopher notó que no había fusileros ingleses entre los fugitivos, aunque le hubiera sorprendido ver a Sharpe y a sus hombres tan lejos de la ciudad. Sin duda, a estas alturas estarían muertos o habrían sido capturados. ¿En que estaría pensando Hogan al pedirle a Sharpe que lo acompañara? ¿Fue porque el retorcido irlandés sospechaba algo? Pero ¿cómo podía saberlo Hogan? Durante unos minutos Christopher reflexionó preocupado sobre esa posibilidad, después la descartó. Hogan no podía saber nada, sólo estaba intentando ser amable.
—Los franceses lo hicieron bien hoy —comentó Christopher a su criado portugués, un joven de calvicie incipiente y rostro flaco y serio.
—El diablo los alcanzará al final, senhor —contestó el criado.
—Hay veces en que los hombres tienen que hacer el trabajo del diablo —dijo Christopher. Sacó un pequeño catalejo de su bolsillo y enfocó con él las lejanas colinas—. Los próximos días —dijo, mirando aún a través del catalejo— verás cosas que te sorprenderán.
—Si usted lo dice, senhor —contestó el criado.
—Pero «ello es, Horacio, que en el cielo y en la tierra hay más de lo que puede soñar tu filosofía».
—Si usted lo dice, senhor —repitió el criado, mientras se preguntaba por qué lo llamaba Horacio el oficial inglés cuando su nombre era Luis, pero pensó que probablemente sería mejor no preguntar. Luis había sido barbero en Lisboa, donde a veces cortaba el pelo a hombres de la embajada inglesa, y habían sido aquellos hombres quienes lo habían recomendado como sirviente de confianza a Christopher, que le pagaba un buen sueldo en oro del bueno, oro inglés, y aunque los ingleses estuvieran locos y trastocaran los nombres, aún seguían acuñando la mejor moneda del mundo, lo que significaba que el coronel Christopher podía llamar a Luis como quisiera, siempre y cuando siguiese pagándole con aquellas gruesas guineas con la imagen de san Jorge matando al dragón.
Christopher buscaba cualquier señal de sus perseguidores franceses, pero su catalejo era pequeño, viejo y tenía una lente rayada, así que poco mejor podía ver con él que sin él. Pensaba comprar otro, pero nunca tenía la oportunidad. Plegó la lente, la puso en la talega de su silla y sacó un mondadientes limpio que se puso entre los dientes.
—Adelante —dijo de repente, y condujo al criado a través del bosque y por la cima de la colina. Luego bajaron hacia una enorme granja. Estaba claro que Christopher conocía bien la ruta, porque no dudó sobre el camino ni se inquietó al detener su caballo junto a la entrada de la granja.
—Los establos están allí —le dijo a Luis, señalando hacia el arco de la entrada—, la cocina está después de la puerta azul y la gente de aquí nos está esperando. Pasaremos aquí la noche.
—¿No en Vila Real de Zedes, senhor? —preguntó Luis—. Le oí decir que buscábamos a la señorita Savage.
—Tu inglés está mejorando demasiado, si es que te permite escuchar a hurtadillas —dijo Christopher con acritud—. Mañana, Luis; buscaremos a la señorita Savage mañana —Christopher saltó de su silla y le lanzó las riendas a Luis—. Refresca a los caballos, desensíllalos, búscame algo de comer y llévalo a mi habitación. Uno de los sirvientes te dirá dónde estoy.
Luis se llevó los dos caballos para refrescarlos, los metió en los establos y les dio de beber y de comer. Después se dirigió a la cocina, donde ni la cocinera ni las dos sirvientas se mostraron sorprendidas ante su llegada. Luis ya estaba acostumbrado a que lo llevaran a pueblos remotos donde siempre conocían a su señor, pero nunca había estado en esta granja con anterioridad. Se habría sentido más contento si Christopher se hubiese retirado al otro lado del río, pero la granja estaba bien escondida en las colinas y era posible que los franceses nunca llegaran allí. Las sirvientas le dijeron a Luis que la casa y las tierras pertenecían a un mercader de Lisboa que les había ordenado que hicieran todo lo posible para satisfacer los deseos del coronel Christopher.
—Entonces, ¿viene por aquí a menudo? —preguntó Luis.
La cocinera soltó una risita.
—Solía venir con su mujer.
Eso explicaba por qué Luis no había estado allí antes, y se preguntó quién sería la mujer.
—Quiere comer ahora —dijo Luis—. ¿Qué mujer?
—La viuda guapa —contestó la cocinera, y luego suspiró—. Pero no la hemos visto por aquí desde hace un mes. Una lástima. Tendría que haberse casado con ella. —Había una sopa de garbanzos al fuego y sirvió un poco en un cuenco, cortó unas tajadas de cordero frío y lo puso en una bandeja junto con la sopa, vino tinto y una pequeña hogaza de pan recién horneado—. Dígale al coronel que la comida estará preparada para su invitado de esta tarde.
—¿Su invitado? —preguntó Luis desconcertado.
—Un invitado a cenar, nos dijo. ¡Dese prisa! No deje que esa sopa se enfríe. Suba las escaleras y gire a la izquierda.
Luis llevó la bandeja al piso de arriba. Era una casa magnífica, bien construida y bonita, con cuadros antiguos en las paredes. Encontró abierta la puerta del dormitorio de su señor; Christopher debió de oír sus pasos, porque le dijo a Luis que entrara sin llamar a la puerta.
—Deja la comida junto a la ventana —ordenó.
Christopher se había cambiado de ropa y ahora, en vez de vestir los calzones negros, las botas negras y la chaqueta de frac roja de oficial inglés, llevaba unos calzones de color azul cielo con refuerzos de cuero negro allí donde pudieran rozar con una silla de montar. Eran unos calzones ceñidos y se mantenían así gracias a los cordones que recorrían ambos costados, desde la cintura hasta los tobillos. La nueva casaca del coronel era del mismo azul cielo que los calzones, y estaba adornada con una magnífica pasamanería plateada que subía para ondularse alrededor del alto y duro cuello rojo. Sobre su hombro izquierdo llevaba un dolmán, una falsa casaca con adornos de piel; a un lado de la mesa había un sable de caballería y un alto sombrero negro con una corta escarapela plateada que mantenía en su sitio un broche esmaltado.
Y en el broche esmaltado se veía la bandera tricolor francesa.
—Te dije que te sorprenderías —le comentó Christopher a Luis, quien, de hecho, miraba boquiabierto a su señor.
Finalmente Luis consiguió hablar.
—Usted es… —titubeó.
—Soy un oficial inglés, Luis, como tú muy bien sabes, pero el uniforme es el de un húsar francés. ¡Ah! Sopa de garbanzos, me gusta mucho la sopa de garbanzos. Es comida de campesinos, pero está buena. —Caminó hasta la mesa y, gesticulando porque sus calzones estaban muy apretados, se sentó en la silla—. Esta noche tendremos un invitado para cenar.
—Eso me han dicho —dijo Luis fríamente.
—Servirás tú, Luis, y no te lo impedirá el hecho de que mi invitado sea un oficial francés.
—¿Francés? —La voz de Luis sonó indignada.
—Francés —confirmó Christopher—, y vendrá con escolta. Probablemente una gran escolta, y no estaría bien, ¿verdad?, que esa escolta volviese junto a su ejército y dijese que su oficial se ha reunido con un inglés. Por eso visto esto. —Señaló con un gesto el uniforme francés, después sonrió a Luis—. La guerra es como el ajedrez —continuó—: hay dos bandos y si uno vence, entonces el otro tiene que perder.
—Francia no debe vencer —dijo Luis con dureza.
—Hay piezas negras y piezas blancas —siguió Christopher ignorando la protesta de su criado—, y todas obedecen órdenes. Pero ¿quién dicta esas órdenes, Luis? Es ahí donde reside el poder. No está en los jugadores, tampoco desde luego en las piezas, sino en el hombre que dicta las órdenes.
—Francia no debe vencer —repitió Luis—. ¡Yo soy un buen portugués!
Christopher suspiró ante la estupidez de su criado y decidió simplificar aún más las cosas para que Luis las entendiera.
—¿Quieres librar Portugal de los franceses?
—¡Usted sabe que sí!
—Entonces sirve la cena esta noche. Compórtate, oculta tus ideas y ten fe en mí.
Porque Christopher había visto la luz y ahora él reescribiría las órdenes.

Sharpe miró hacia el lugar donde los dragones habían usado cuatro esquifes, sacados del río, para formar una barricada que atravesaba la carretera. No había manera de rodear la barricada, que se extendía entre dos casas, pues más allá de la casa de la derecha estaba el río y más allá de la casa de la izquierda estaba la empinada colina por la que se aproximaba la infantería francesa. Detrás de Sharpe había más soldados de infantería franceses, lo que significaba que la única salida de la trampa era atravesar directamente la barricada.
—¿Qué hacemos, señor? —preguntó Harper.
Sharpe soltó una palabrota.
—¿Tan mal estamos? —Harper se descolgó el rifle del hombro—. Podríamos cargarnos a algunos de esos muchachos de la barricada.
—Podríamos —concedió Sharpe, pero eso sólo enfadaría a los franceses, no los derrotaría. Podía derrotarlos, estaba seguro, porque sus fusileros eran buenos y la barricada del enemigo era baja, pero Sharpe también estaba seguro de que perdería a la mitad de sus hombres en la lucha y la otra mitad aún tendría que escapar a la persecución de los vengativos jinetes. Podría luchar, podría vencer, pero no podría sobrevivir a la victoria.
En realidad, sólo había una cosa que se podía hacer, pero Sharpe era reacio a decirlo en voz alta. Nunca se había rendido. El mero hecho de pensarlo lo horrorizaba.
—¡Calen bayonetas! —gritó.
Sus hombres se sorprendieron, pero obedecieron. Sacaron las bayonetas de sus vainas y las encajaron bajo las bocas de sus fusiles. Sharpe desenvainó su propia espada, una pesada hoja de caballería de casi un metro de acero asesino.
—Muy bien, muchachos. ¡Cuatro filas!
—¿Señor? —Harper estaba estupefacto.
—¡Ya me ha oído, sargento! ¡Cuatro filas! Deprisa, ahora.
Harper gritó la orden para que sus hombres formasen filas. La infantería francesa llegada de la ciudad estaba ya a sólo un centenar de pasos por detrás de ellos, demasiado lejos para un tiro certero de mosquete, aunque un francés lo intentó y su bala abrió una grieta en el muro encalado de una casita junto a la carretera. El sonido pareció irritar a Sharpe.
—¡Ahora paso ligero! —dijo de pronto—. ¡Avancen!
Trotaron carretera abajo hacia la barricada recién construida, a unos doscientos pasos por delante. El río fluía gris y plateado a su derecha, mientras que a su izquierda había un campo salpicado con los restos de los almiares del año anterior, pequeños y puntiagudos, así que parecían desaliñados sombreros de brujas. Una vaca renqueante y con un cuerno roto los miró mientras pasaban. Algunos fugitivos, desesperados por no poder franquear el bloqueo de los dragones, se habían sentado en el campo a esperar su destino.
—¿Señor? —Harper se las arregló para ponerse al lado de Sharpe, que iba a unos diez pasos por delante de sus hombres.
—¿Sargento?
Harper se dio cuenta de que cuando las cosas iban mal siempre lo llamaba «sargento», nunca «Patrick» o «Pat».
—¿Qué estamos haciendo, señor?
—Cargamos contra esa barricada, sargento.
—Nos van a sacar las tripas, si me permite que lo diga así, señor. Esos cabrones nos van a destrozar.
—Ya lo sé, y usted también lo sabe. Pero ¿lo saben ellos?
Harper miró a los dragones, que estaban apuntando con sus carabinas por encima de las quillas de los esquifes volcados. La carabina, al igual que el mosquete y a diferencia del rifle, tenía el ánima lisa y era, por tanto, inexacta, lo que significaba que los dragones esperarían hasta el último momento para soltar su descarga y esa descarga prometía ser intensa, pues cada vez había más casacas verdes enemigos apretujándose detrás de la barricada de la carretera, apuntando sus armas.
—Creo que sí lo saben, señor —observó Harper.
Sharpe estaba de acuerdo, aunque no lo iba a decir. Había ordenado a sus hombres que calaran bayonetas porque la visión de las bayonetas caladas era más terrorífica que la simple amenaza de los rifles, pero los dragones no parecían estar preocupados por el peligro de las hojas de acero. Se habían apelotonado de manera que cada carabina pudiera unirse a la descarga, y Sharpe supo que tendría que rendirse, pero no deseaba hacerlo sin que al menos se disparara un tiro. Aceleró el paso; se dio cuenta de que uno de los dragones le dispararía demasiado pronto y que ese disparo sería la señal para que él se detuviera y arrojase su espada, salvando así las vidas de sus hombres. La decisión dolía, pero era su única opción, a menos que Dios hiciera un milagro.
—¿Señor? —Harper se esforzaba por mantenerse a la altura de Sharpe—. ¡Lo matarán!
—Atrás, sargento —dijo Sharpe—; es una orden.
Quería que los dragones le dispararan a él, no a sus hombres.
—¡Lo matarán, joder! —dijo Harper.
—Puede que se den la vuelta y salgan corriendo —dijo Sharpe hacia atrás.
—Dios salve Irlanda —dijo Harper—, ¿y por qué iban a hacer eso?
—Porque Dios viste casaca verde —gruñó Sharpe—, está claro.
Y justo entonces los franceses se dieron la vuelta y salieron corriendo.