CAPÍTULO 2

Sharpe siempre había tenido suerte. Quizá no en las cosas más grandes de la vida ni, desde luego, en las circunstancias de su nacimiento de una puta callejera, que había muerto sin hacer a su hijo una sola caricia, ni en cómo había sido educado en un orfanato de Londres, donde no importaban un comino los niños que estaban dentro de sus lúgubres muros; pero en las pequeñas cosas, en aquellos momentos en que la distancia entre éxito y fracaso tenía el ancho de una bala, sí había sido afortunado. Había sido la buena fortuna la que lo había llevado al túnel donde el sultán Tipu estaba atrapado, y una fortuna incluso aún mayor la que había decapitado a un ordenanza en Assaye para que así Richard Sharpe galopara tras sir Arthur Wellesley cuando el caballo del general cayó muerto por un lanzazo y sir Arthur fue derribado entre el enemigo. Todo era suerte, una suerte a veces escandalosa, pero hasta el propio Sharpe dudó de su buena fortuna cuando vio que los dragones se alejaban de la barricada. ¿Había muerto? ¿Soñaba? ¿Había perdido el conocimiento e imaginaba cosas? Pero entonces oyó los alaridos de triunfo de sus hombres y supo que no estaba soñando. El enemigo estaba huyendo de verdad; Sharpe iba a vivir y sus hombres no tendrían que marchar como prisioneros a Francia.

Después oyó los disparos, el entrecortado cotorreo de los mosquetes, y se dio cuenta de que los dragones habían sido atacados por la retaguardia. Un espeso humo de pólvora flotaba entre las casas que bordeaban la carretera, y llegaba más desde un huerto en mitad de la ladera sobre la que estaba el gran bloque del edificio blanco con tejado plano. Para entonces Sharpe ya se encontraba en la barricada y saltó sobre el primer esquife; un pie se le quedó medio pegado por la brea fresca que habían untado en la parte inferior del casco. Los dragones miraban hacia el lado contrario a donde estaba Sharpe y disparaban hacia arriba, hacia las ventanas, pero entonces un casaca verde se giró, vio a Sharpe y dio la alarma. Por la puerta de la casa que había junto al río salió un oficial y Sharpe, saltando desde el bote, ensartó el hombro del francés con su espadón y después lo empujó contra el muro encalado, mientras el dragón que había dado la voz de alarma disparaba contra él. La bala dio en el pesado macuto de Sharpe y entonces éste le dio un rodillazo en la entrepierna al oficial y se volvió hacia el hombre que había disparado contra él. El francés caminaba hacia atrás gritando «non, non». Sharpe le golpeó con la espada en la cabeza, haciendo que sangrara y causándole aún más daño con el peso muerto de la hoja, así que el dragón cayó aturdido y fue pisoteado por los fusileros, que saltaban en tropel por encima de la pequeña barricada. Pedían a gritos una matanza, sordos a las voces de Sharpe para que descargaran una andanada sobre los dragones.

En total quizá sólo dispararan tres rifles, pero los demás hombres siguieron cargando para clavar sus bayonetas en un enemigo que no podía hacer frente a un ataque por delante y por detrás. Los dragones habían sufrido la emboscada de tropas provenientes de un edificio a unos treinta metros carretera abajo, tropas que se habían escondido en el edificio y en el jardín de detrás; ahora los franceses estaban siendo atacados desde ambos lados. El pequeño espacio entre las casas quedó velado por el humo de la pólvora, se llenó de gritos y del eco de los disparos, y apestaba a sangre. Los hombres de Sharpe luchaban con una ferocidad que dejaba a los franceses tan pasmados como horrorizados. Eran dragones, instruidos para combatir con grandes espadas y a caballo, y no estaban preparados para esta sangrienta reyerta a pie contra fusileros endurecidos por años de broncas de taberna y disputas de barracón. Estos hombres, vestidos con sus casacas verdes de fusileros, resultaban mortales en combates cuerpo a cuerpo, y los dragones supervivientes huyeron al terreno cubierto de hierba en la orilla del río donde estaban atados sus caballos. Sharpe bramó a sus hombres para que siguieran marchando hacia el este.

—¡Dejen que se vayan! —gritó—. ¡Suéltenlos! ¡Suéltenlos! —Esta última palabra era la utilizada como orden en los pozos de ratas[1] cuando un terrier intentaba matar una rata que ya estaba muerta—. ¡Suéltenlos! ¡Adelante!

La infantería francesa se acercaba por detrás, había más caballería en Oporto, y ahora la prioridad de Sharpe era alejarse de la ciudad tanto como fuera posible.

—¡Sargento!

—¡Le oigo, señor! —gritó Harper y avanzó calle abajo arrastrando al fusilero Tongue para separarlo de un francés—. ¡Vamos, Isaiah! ¡Mueva su maldito esqueleto!

—¡Estoy matando a este cabrón, sargento, estoy matando a este cabrón!

—¡Ese cabrón ya está muerto! Ahora, ¡muévase!

Una ráfaga de balas de carabina traqueteó en el callejón. En una de las casas cercanas una mujer gritaba sin parar. Un dragón que huía tropezó con un montón de nasas de juncos entretejidos y las desparramó por el patio trasero de la casa, donde otro francés yacía sobre unas piezas de ropa limpia que había arrancado de la cuerda donde estaban tendidas al caer muerto. Las blancas sábanas estaban rojas de su sangre. Gataker apuntó a un oficial de dragones que había conseguido montar en su caballo, pero Harper lo apartó.

—¡Siga corriendo! ¡Siga corriendo!

Entonces, a la izquierda de Sharpe apareció un enjambre de uniformes azules; él se volvió con la espada en alto y vio que eran portugueses.

—¡Son amigos! —gritó para advertir a sus fusileros—. ¡Atención a los portugueses!

Los soldados portugueses habían sido lo único que le había salvado de una ignominiosa rendición; ahora, tras haber sorprendido a los franceses por detrás, se unieron a los hombres de Sharpe en su precipitada huida hacia el este.

—¡Sigan adelante! —vociferó Harper.

Algunos de los fusileros jadeaban y aminoraron el paso, hasta que una andanada de tiros de carabina de los dragones supervivientes hizo que se apresuraran de nuevo. La mayoría de los disparos iban altos; uno rebotó en la carretera junto a Sharpe e impactó en un álamo, y otro alcanzó a Tarrant en la cadera. El fusilero se desplomó entre gritos y Sharpe lo agarró por el cuello de la casaca y siguió corriendo, llevándose a Tarrant a rastras. La carretera y el río torcían hacia la izquierda y en esta orilla había árboles y matorrales. El bosque no estaba muy lejos, demasiado cerca de la ciudad como para ser un consuelo, pero los ocultaría mientras Sharpe reorganizaba a sus hombres.

—¡A los árboles! —gritó Sharpe—. ¡A los árboles!

Tarrant, dolorido, se quejaba a gritos e iba dejando un rastro de sangre en la carretera. Sharpe lo metió entre los árboles y lo dejó caer, después se acercó a la carretera y gritó a sus hombres que formaran una hilera en el límite del bosque.

—Cuéntelos, sargento —ordenó a Harper—. ¡Cuéntelos!

La infantería portuguesa se mezcló con los fusileros y empezó a recargar sus mosquetes. Sharpe amartilló su fusil y disparó a un jinete que estaba girando a su caballo en la orilla del río, dispuesto a perseguirlos. El caballo reculó, tirando a su jinete. Otros dragones habían desenvainado sus largas espadas rectas, con la evidente intención de perseguirlos a modo de venganza, pero entonces un oficial francés gritó a los jinetes que se quedaran donde estaban. Al menos él había entendido que una carga contra la densa arboleda donde la infantería ya había recargado y estaba preparada equivalía a un suicidio. Esperaría a que llegara su propia infantería.

Daniel Hagman sacó las tijeras con las que le había cortado el pelo a Sharpe y cortó los calzones de Tarrant alrededor de su cadera herida. La sangre seguía manando mientras Hagman cortaba, después el viejo hizo una mueca.

—Creo que ha perdido la articulación, señor.

—¿No puede caminar?

—No volverá a caminar nunca —dijo Hagman. Tarrant empezó a soltar improperios. Era uno de los hombres alborotadores de Sharpe, un tipo huraño de Hertfordshire que nunca perdía la oportunidad de emborracharse y hacer de las suyas, pero cuando estaba sobrio era un buen tirador que no perdía la cabeza en combate—. Te pondrás bien, Ned —le dijo Hagman—; vivirás.

—Llévame contigo —rogó Tarrant a su buen amigo Williamson.

—¡Déjelo! —ordenó Sharpe—. Coja su fusil, su munición y su espada.

—No puede dejarlo aquí así —objetó Williamson, y se puso delante de Hagman para que no pudiera desabrochar la cartuchera de su amigo.

Sharpe agarró a Williamson por un hombro y lo empujó hacia un lado.

—¡He dicho que lo deje! —No le gustaba esto, pero no podía marchar más despacio por el peso de un hombre herido, y los franceses atenderían a Tarrant mejor que cualquiera de los hombres de Sharpe. El fusilero iría a un hospital militar francés, sería tratado por médicos franceses y, sino moría de gangrena, probablemente lo intercambiarían por un prisionero francés herido. Tarrant volvería a casa lisiado y posiblemente acabaría trabajando en los talleres de su parroquia. Sharpe se abrió paso entre los árboles para encontrar a Harper. Las balas de carabina repiqueteaban entre las ramas, dejando a su paso pedacitos de hojas que caían entre la luz de los rayos del sol.

—¿Falta alguien?

—No, señor. ¿Qué le ha pasado a Tarrant?

—Una bala en la cadera —respondió Sharpe—. Tendrá que quedarse aquí.

—No le echaré de menos —dijo Harper, aunque antes de que Sharpe nombrara sargento al irlandés, Harper había sido compinche de los tipos alborotadores, de los que Tarrant era el cabecilla. Ahora Harper era el azote de los que alborotaban. Era extraño, reflexionó Sharpe, lo que podían hacer tres galones.

Sharpe recargó su rifle, se arrodilló junto a un laurel, levantó el arma y miró hacia los franceses. La mayoría de los dragones estaban montados, aunque unos cuantos iban a pie y probaban suerte con sus carabinas, aunque la distancia era demasiado grande. Pero en un minuto o dos, pensó Sharpe, contarían con un centenar de hombres de infantería listos para cargar. Era hora de marcharse.

Senhor. —Un oficial portugués muy joven apareció junto al árbol y saludó a Sharpe.

—¡Después! —A Sharpe no le gustaba ser tan grosero, pero no había tiempo que desperdiciar en cortesías—. ¡Dan! —Hizo a un lado al oficial portugués y gritó a Hagman—: ¿Tenemos ya el equipo de Tarrant?

—Aquí está, señor. —Hagman llevaba el rifle del herido colgado al hombro y su cartuchera enganchada al cinturón. Sharpe no habría soportado que los franceses se hicieran con un rifle Baker, pues ya eran bastante problema sin que les dieran la mejor arma que nunca había tenido la infantería ligera.

—¡Por aquí! —ordenó Sharpe, alejándose del río en dirección norte.

Dejó la carretera a propósito. Ésta seguía el río, y las dehesas a orillas del Duero ofrecían pocos obstáculos para una caballería en persecución, pero había un pequeño camino que giraba hacia el norte entre los árboles, y Sharpe lo siguió, utilizando el bosque para cubrir su huida. Cuanto más ascendían más raleaban los árboles, que se convertían en bosquecillos de achaparrados alcornoques, cultivados porque su gruesa corteza proporcionaba los corchos para el oporto. Sharpe mantuvo un paso forzado y sólo se detuvo al cabo de media hora, cuando llegaron al límite de los árboles y tuvieron enfrente un gran valle de viñedos. Hacia el oeste, la ciudad aún podía verse, y el humo de sus muchos incendios flotaba sobre los alcornoques y las viñas. Los hombres descansaron. Sharpe se había temido una persecución, pero era evidente que los franceses querían saquear las casas de Oporto y dar con las mujeres más bonitas, y no tenían la cabeza puesta en perseguir a un puñado de soldados que huían a las colinas.

Los soldados portugueses se habían mantenido al paso de los fusileros de Sharpe, y su oficial, que antes había intentado hablar con Sharpe, volvió a acercarse ahora. Era muy joven, delgado y alto, y vestía lo que en apariencia era un uniforme nuevo. Su espada de oficial le colgaba del hombro por una banda blanca ribeteada con pasamanería de plata, y en el cinturón llevaba una pistola enfundada de aspecto tan pulcro que Sharpe sospechó que nunca había sido disparada. Habría sido un hombre apuesto de no ser por su bigote negro, que era demasiado fino; algo en sus ademanes sugería que era un caballero, y uno como es debido, pues sus ojos oscuros e inteligentes estaban extrañamente entristecidos, lo que tal vez no fuese tan raro, ya que acababa de ver cómo caía Oporto en manos de sus invasores. Saludó a Sharpe con una inclinación de cabeza.

—¿Senhor?

—No hablo portugués —dijo Sharpe.

—Soy el teniente Vicente —dijo el oficial en un buen inglés. Su uniforme azul oscuro llevaba pasamanería blanca en los dobladillos y estaba adornado con botones de plata, puños rojos y cuello alto también rojo. Llevaba una barretina y un chacó con falso frontal que añadía unos quince centímetros a su ya considerable altura. En la placa de latón delantera de la barretina aparecía engalanado el número 18. Estaba sofocado y en su rostro brillaba el sudor, pero estaba decidido a recordar sus modales—. Le felicito, senhor.

—¿Me felicita? —Sharpe no entendía nada.

—Lo he visto, senhor; en la carretera más abajo del seminario. Yo pensé que tenía usted que rendirse, pero en vez de hacerlo atacó. Fue… —Vicente se detuvo, frunciendo el ceño mientras buscaba la palabra adecuada—, fue un acto de gran valentía —continuó, e hizo que Sharpe se sintiera incómodo al quitarse la barretina e inclinar la cabeza otra vez—, y yo traigo a mis hombres para atacar a los franceses porque su valentía lo merece.

—No estaba siendo valiente —dijo Sharpe—, sólo un maldito estúpido.

—Fue usted valiente —insistió Vicente—, y nosotros le rendimos homenaje. —Por un momento parecía que planeaba dar un paso atrás con elegancia, desenvainar la espada y alzar la hoja a modo de saludo formal, pero Sharpe se las arregló para evitar la floritura con una pregunta acerca de los hombres de Vicente—. Somos treinta y siete, senhor —contestó con seriedad el joven portugués—, y somos del Regimiento decimoctavo, el segundo de Porto. —Le dio a Oporto su nombre propio en portugués. El regimiento, explicó, había estado defendiendo las improvisadas defensas del límite norte de la ciudad y se había retirado hacia el puente, donde, presa del pánico, se había disuelto. Vicente había seguido hacia el este en compañía de aquellos treinta y siete hombres, de los que sólo diez provenían de su propia compañía—. Éramos más —confesó—, muchos más, pero la mayoría salió huyendo. Uno de mis sargentos dijo que yo era un estúpido por intentar rescatarle a usted y tuve que dispararle para evitar que extendiera la… ¿Cuál es la palabra?… ¿desesperança?…, ah, sí, la desesperación, y después llevé a estos hombres en su auxilio.

Durante unos segundos Sharpe simplemente se quedó mirando al teniente portugués.

—¿Que hizo qué? —preguntó por fin.

—Guié a estos hombres para prestarle ayuda. Soy el único oficial que queda de mi compañía, así que, ¿quién más podía tomar la decisión? El capitán Rocha murió de un cañonazo en el reducto. ¿Y los otros? No sé lo que les sucedió.

—No —dijo Sharpe—, antes de eso. ¿Disparó usted a su sargento?

Vicente asintió.

—Tendré que afrontar un juicio, desde luego. Alegaré necesidad. —Había lágrimas en sus ojos—. Pero el sargento dijo que eran todos ustedes hombres muertos y que nosotros estábamos derrotados. Estaba alentando a los hombres a que se quitaran el uniforme y desertaran.

—Hizo usted lo correcto —afirmó Sharpe, estupefacto.

Vicente volvió a bajar la cabeza.

—Me halaga usted, senhor.

—Y deje de llamarme senhor —dijo Sharpe—. Soy teniente, como usted.

Vicente dio un pequeño paso hacia atrás, incapaz de esconder su asombro.

—¿Es usted…? —empezó a preguntar, pero enseguida comprendió que semejante pregunta era descortés. Sharpe era mayor que él, quizá le sacase diez años, y si Sharpe seguía siendo teniente, entonces debía suponer que no era un buen soldado, pues a los treinta años un buen soldado debería haber ascendido—. Pero, estoy seguro, senhor —continuó Vicente—, de que es usted más veterano que yo.

—Puede que no lo sea.

—Yo sólo llevo como teniente dos semanas.

Ahora fue Sharpe quien hizo un gesto de sorpresa.

—¡Dos semanas!

—Antes hice algo de instrucción, por supuesto, y durante mis estudios leí las hazañas de los grandes soldados.

—¿Sus estudios?

—Soy abogado, senhor.

—¡Abogado! —Sharpe no pudo esconder su rechazo instintivo. Él venía de los barrios bajos de Inglaterra, y quien hubiese nacido y se hubiese criado en esos suburbios sabía que la mayor parte de persecuciones y de la opresión la causaban abogados. Los abogados eran los lacayos del diablo que acompañaban a hombres y mujeres a la horca, eran las alimañas que daban órdenes a los alguaciles, tendían sus trampas con reglamentos y se enriquecían gracias a sus víctimas, y cuando ya eran lo bastante ricos, se convertían en políticos para así poder inventar aún más leyes y enriquecerse más todavía—. Odio a los malditos abogados —gruñó Sharpe con verdadera vehemencia, pues se estaba acordando de lady Grace y de lo que había sucedido después de su muerte, de cómo los abogados le habían arrancado hasta el último penique que había hecho en su vida. El recuerdo de Grace y de su bebé muerto reavivó en él toda la tristeza, pero él lo apartó de su mente de inmediato—. Odio a los abogados.

Vicente estaba tan anonadado por la hostilidad de Sharpe que simplemente pareció pasarla por alto.

—Antes de levantar la espada por mi país, yo era abogado. Trabajé para la Real Companhia Velha, que es la responsable de la regulación del comercio del oporto.

—Si un hijo mío quisiera hacerse abogado —dijo Sharpe—, lo estrangularía con mis propias manos y después mearía sobre su tumba.

—¿Entonces está casado, senhor? —preguntó Vicente con cortesía.

—No, no estoy casado.

—Lo entendí mal —dijo Vicente, y después señaló hacia sus fatigadas tropas—. Pues aquí estamos, senhor, y creo que deberíamos unir nuestras fuerzas.

—Puede ser —admitió Sharpe a regañadientes—, pero dejemos una cosa clara, abogado. Si su nombramiento es de hace dos semanas, yo soy el veterano. Estoy al mando. Sin artimañas de maldito abogado.

—Por supuesto, senhor —asintió Vicente, torciendo el gesto como si le ofendiera que Sharpe plantease lo que era obvio.

Maldito abogado, pensó Sharpe, y maldita mala suerte. Sabía que se había comportado de forma grosera, en especial porque aquel cortés y oven abogado había tenido el coraje de matar a un sargento y de guiar a sus hombres al rescate de los de Sharpe; y sabía que debería disculparse por su rudeza, pero en vez de hacerlo miró hacia el sur y hacia el oeste, intentando descifrar el paisaje, en busca de cualquier perseguidor y preguntándose dónde demonios estaba. Sacó su elegante catalejo, regalo de sir Arthur Wellesley, y lo orientó hacia el camino por el que habían llegado, mirando por encima de los árboles, y por fin vio lo que esperaba ver. Polvo. Un montón de polvo levantado por cascos, botas o ruedas. Podía ser la multitud de fugitivos dirigiéndose al este por la carretera que avanzaba junto al río, o podían ser los franceses, Sharpe no sabría decir.

—¿Intentará llegar al sur del Duero? —preguntó Vicente.

—Sí, eso es. Pero no hay puentes en esta parte del río, ¿verdad?

—No hasta llegar a Amarante, y eso está en el río Támega. Es un…, ¿cómo lo llaman ustedes?…, ¿un río lateral?…, un afluente, gracias, del Duero, pero, una vez cruzado el Támega, hay un puente sobre el Duero en Peso da Régua.

—¿Y los gabachos han llegado a la otra orilla del Támega?

Vicente negó con la cabeza.

—Nos dijeron que el general Silveira está allí.

Los rumores de que un general portugués estaba esperando al otro lado de un río no equivalían a saberlo con seguridad, pensó Sharpe.

—¿Y hay algún transbordador en el Duero que no esté lejos de aquí?

Vicente asintió.

—En Barca d’Avintas.

—¿Está cerca?

Vicente reflexionó un segundo.

—A media hora a pie, quizás. Es probable que menos.

—¿Tan cerca? —Pero si el transbordador estaba cerca de Oporto, tal vez los franceses ya estuvieran allí—. ¿Y a qué distancia está Amarante?

—Podríamos estar allí mañana.

—Mañana —repitió Sharpe como un eco, y después plegó el catalejo. Miró hacia el sur. ¿La levantaban los franceses aquella polvareda? ¿Acaso se dirigían hacia Barca d’Avintas? Quería usar el transbordador porque estaba mucho más cerca, pero también era más arriesgado. ¿Acaso esperaban los franceses que los fugitivos usaran el transbordador? O puede que los invasores ni siquiera supieran que existía. Sólo había una manera de averiguarlo.

—¿Es el camino por el que hemos venido?

—Hay un trayecto más rápido —respondió Vicente.

—Entonces adelante.

Algunos de los hombres estaban durmiendo, pero Harper los despertó a patadas y todos siguieron a Vicente fuera del camino y bajaron a un apacible valle donde las vides crecían en hileras de una recta pulcritud. Desde allí subieron otra colina y atravesaron prados salpicados por los pequeños almiares que quedaban del año anterior. Las flores tachonaban la hierba y se enredaban en los almiares con forma de sombrero de bruja, y los setos también estaban florecidos. No había ningún camino, aunque Vicente guiaba a los hombres con bastante confianza.

—¿Sabe adónde vamos? —preguntó receloso Sharpe al cabo de un rato.

—Conozco esta zona —aseguró Vicente al fusilero—. La conozco bien.

—¿Es que creció aquí?

Vicente hizo un gesto negativo.

—Me crié en Coimbra. Está lejos, hacia el sur, senhor; pero conozco esta zona porque pertenezco… —se interrumpió y corrigió sus palabras—, pertenecía a una sociedad que pasea por aquí.

—¿Una sociedad que pasea por el campo? —preguntó Sharpe, divertido.

Vicente se sonrojó.

—Somos filósofos, senhor, y poetas.

Sharpe se sorprendió demasiado como para contestar de inmediato, pero al final hizo una pregunta.

—¿Que eran qué?

—Filósofos y poetas, senhor.

—¡Por las barbas de Cristo!

—Creemos, senhor —continuó Vicente—, que la inspiración se halla en los campos. El campo, ya lo ve, es natural, mientras que las ciudades están hechas por el hombre y por ello albergan toda la perversidad de los hombres. Si queremos descubrir nuestra bondad natural, ésta debe buscarse en el campo. —Tenía problemas para encontrar las palabras correctas en inglés con las que expresar lo que quería decir—. Existe, creo yo —intentó de nuevo—, una bondad natural en el mundo, y nosotros la buscamos.

—¿Así que vienen aquí por la inspiración?

—Así es, sí —afirmó Vicente con entusiasmo.

Proporcionar inspiración a un abogado, pensó Sharpe con amargura, era como darle de beber un buen brandy a una rata.

—Y deje que lo adivine —dijo, escondiendo apenas su burla—: los miembros de su sociedad de filósofos rimadores son todos varones. No hay ni una sola mujer entre ustedes, ¿verdad que no?

—¿Cómo lo ha sabido? —preguntó Vicente atónito.

—Ya se lo dije, lo adiviné.

Vicente asintió.

—Desde luego, no es porque no nos gusten las mujeres. No debe pensar usted que no queremos su compañía, pero ellas son reacias a unirse a nuestras charlas. Serían muy bien recibidas, por supuesto, pero… —Su voz se apagó.

—Las mujeres son así —dijo Sharpe. Las mujeres, había descubierto él, preferían la compañía de los rufianes al placer de la conversación con jóvenes formales y serios como el teniente Vicente, que tenían sueños románticos sobre el mundo y se dejaban crecer primorosos bigotes negros con la intención de parecer mayores y más sofisticados, aunque sólo lograban parecer más jóvenes—. Dígame una cosa, teniente.

—Jorge —le interrumpió Vicente—, mi nombre es Jorge. Igual que su santo patrón.

—Pues dígame una cosa, Jorge. Dijo usted que recibió cierta instrucción como soldado. ¿Qué tipo de instrucción era?

—Asistimos a unas clases en Oporto.

—¿Clases?

—Sobre la historia de la guerra. Sobre Aníbal, Alejandro y César.

—¿Con libros? —preguntó Sharpe mofándose abiertamente.

—Con libros —respondió Vicente envalentonado—, algo natural para un abogado, y un abogado que además le ha salvado a usted la vida, teniente.

Sharpe gruñó, pues sabía que se había ganado aquel leve reproche.

—¿Qué ocurrió allí atrás —preguntó—, cuando me rescató? Sé que disparó a uno de sus sargentos, pero ¿por qué no le oyeron los franceses cuando lo hizo?

—¡Ah! —Vicente frunció el ceño mientras pensaba—. Para ser honesto, teniente, debo reconocer que no todo es mérito mío. Disparé al sargento antes de verlo a usted. Él les estaba diciendo a los hombres que se quitaran sus uniformes y huyeran. Algunos lo hicieron y los otros no me escuchaban, así que le disparé. Fue muy triste. Y la mayoría de los hombres estaban en la taberna junto al río, cerca de donde los franceses montaron la barricada. —Sharpe no había visto ninguna taberna; estaba demasiado ocupado intentando salvar a sus hombres de los dragones como para ver nada más—. Fue entonces cuando lo vi venir. El sargento Macedo —Vicente señaló con un gesto a un hombre rechoncho, de rostro oscuro, que avanzaba a trompicones detrás de ellos— quería permanecer escondido en la taberna, y yo les dije a los hombres que ya era hora de luchar por Portugal. La mayoría no parecía prestar atención, así que saqué mi pistola, senhor, y salí a la carretera. Pensé que moriría, pero también pensé que debía dar ejemplo.

—¿Pero sus hombres le siguieron?

—Lo hicieron —dijo Vicente efusivamente—, y el sargento Macedo luchó con mucha valentía.

—Creo —admitió Sharpe— que, pese a ser un maldito abogado, es usted un soldado cojonudo.

—¿Lo soy? —El joven portugués pareció sorprenderse, pero Sharpe sabía que se necesitaba un líder nato para sacar a los hombres de una taberna con la intención de tender una emboscada a una partida de dragones.

—Entonces, ¿se unieron al ejército todos sus filósofos y poetas?

Vicente pareció avergonzado.

—Ay, algunos se unieron a los franceses.

—¡A los franceses!

El teniente se encogió de hombros.

—Existe la creencia, senhor; de que el pensamiento francés predice el futuro de la humanidad. Las ideas francesas. En Portugal, creo yo, estamos chapados a la antigua, y la consecuencia es que muchos de nosotros se han inspirado en los filósofos franceses. Éstos rechazan la iglesia y las tradiciones. Rechazan la monarquía y desprecian los privilegios que no se ha ganado uno mismo. Sus ideas son apasionantes. ¿Los ha leído usted?

—No.

—Pero yo amo mi país más de lo que amo al señor Rousseau —dijo Vicente apenado—, así que debo ser soldado antes que poeta.

—Muy acertado —dijo Sharpe—, la mejor elección es hacer algo útil con la vida de uno. —Cruzaron una pequeña elevación del terreno y Sharpe vio el río delante de ellos y un pueblecito a su lado, y detuvo a Vicente levantando la mano—. ¿Eso es Barca d’Avintas?

—En efecto.

—Maldita sea —dijo Sharpe con disgusto, pues los franceses ya estaban allí.

El río se encrespaba suavemente al pie de unas colinas de tonos azulados, y entre Sharpe y el río estaban las praderas, los viñedos, el pequeño pueblo, un arroyo que corría hacia el río y los malditos cabrones de los franceses. Más dragones. Los casacas verdes de la caballería habían desmontado y ahora se paseaban por el pueblo como si no tuvieran de qué preocuparse. Sharpe, tras dejarse caer detrás de unos arbustos de aulaga, hizo un gesto con la mano a sus hombres para que se agacharan.

—¡Sargento! Ordene a algunos de sus hombres que se desplieguen por la cima. —Dejó que Harper se encargara de desplegar a los fusileros mientras sacaba su catalejo y estudiaba al enemigo.

—¿Y qué hago yo? —preguntó Vicente.

—Esperar —dijo Sharpe. Enfocó la lente, maravillándose por la claridad de su imagen aumentada. Podía ver los agujeros para las hebillas en las cinchas de los caballos de los dragones, que estaban atados en un campillo justo al oeste del pueblo. Contó los caballos. Cuarenta y seis. Puede que cuarenta y ocho. Era difícil de decir, porque algunas de las bestias estaban apelotonadas. Serían unos cincuenta hombres. Dirigió su catalejo hacia la izquierda y vio que salía humo desde detrás del pueblo, puede que desde la orilla del río. Un puentecito de piedra cruzaba el arroyo que fluía desde el norte. No pudo ver a ningún habitante del pueblo. ¿Habrían huido? Miró hacia el oeste, de vuelta a la carretera que llevaba a Oporto, y no pudo ver más franceses, lo que sugería que los dragones eran una patrulla enviada para hostigar a los fugitivos.

—¡Pat!

—¿Señor? —Harper se acercó y se agachó a su lado.

—Podemos sorprender a esos cabrones.

Harper tomó el catalejo de Sharpe y miró hacia el sur durante un buen rato.

—¿Unos cuarenta? ¿Cincuenta?

—Más o menos. Asegúrese de que los muchachos han cargado sus fusiles. —Sharpe le dejó el catalejo a Harper y bajó con esfuerzo de la cima para encontrarse con Vicente—. Llame aquí a sus hombres. Quiero hablarles. Usted traducirá.

Sharpe esperó hasta que los treinta y siete portugueses estuvieron agrupados; sin duda, se estaban preguntando por qué los comandaba un extranjero.

—Me llamo Sharpe —dijo a los casacas azules—, teniente Sharpe, y llevo dieciséis años como soldado. —Esperó a que Vicente tradujera sus palabras y después señaló al soldado portugués de aspecto más joven, un muchacho que no aparentaba más de diecisiete años y que bien podría haber sido tres años más joven—. Yo ya manejaba un mosquete antes de que usted naciese. Y quiero decir manejar un mosquete. Fui un soldado como usted. Marché con las tropas. —Mientras traducía, Vicente dedicó a Sharpe una mirada de sorpresa—. He luchado en Flandes —continuó Sharpe—. He luchado en la India, he luchado en España y he luchado en Portugal, y nunca he perdido una batalla. Nunca. —Los portugueses acababan de perder el gran reducto del norte frente a Oporto y aquella derrota aún les escocía, frente a ellos tenían a un hombre que les decía que era invencible, y algunos viendo la cicatriz de su rostro y la dureza de sus ojos, lo creían—. Ahora ustedes y yo vamos a luchar juntos, y eso significa que vamos a vencer. ¡Vamos a sacar de Portugal a esos malditos franceses! —Algunos sonrieron al oír aquello—. No tengan en cuenta lo que ha ocurrido hoy. No fue culpa de ustedes. ¡Les dirigía un obispo! ¿De qué demonios le sirve a nadie un obispo? Es lo mismo que si hubiesen ido a la batalla con un abogado. —Vicente le lanzó una veloz mirada de reproche antes de traducir la última frase, pero debió de hacerlo de manera correcta, pues los hombres sonrieron a Sharpe—. Vamos a devolver a esos cabrones a Francia, y por cada portugués y cada inglés que maten ellos, nosotros vamos a masacrar a una docena. —Algunos portugueses golpearon con las culatas de sus mosquetes en el suelo en señal de aprobación—. Pero, antes de que luchemos —continuó Sharpe—, les conviene saber que tengo tres normas, y será mejor que se familiaricen desde ya con ellas. Porque si quebrantan estas tres normas, entonces, que Dios me ayude, les haré pedacitos. —Vicente parecía nervioso cuando tradujo aquellas últimas palabras.

Sharpe esperó, y después levantó un dedo.

—No se emborrachen sin mi permiso. —Un segundo dedo—. No roben a nadie, a menos que se estén muriendo de hambre. Y quitar cosas al enemigo no cuenta como robar. —Aquello arrancó sonrisas. Levantó después un tercer dedo—. Y luchen como si tuvieran al mismísimo diablo pisándoles los talones. ¡Eso es todo! No se emborrachen, no roben y luchen como demonios. ¿Entendido? —Todos asintieron después de la traducción.

—Y justo ahora —siguió Sharpe—, van a empezar a luchar. Formarán tres filas y dispararán una ráfaga a la caballería francesa. —Hubiera preferido dos filas, pero sólo los ingleses luchaban en dos filas. Cualquier otro ejército empleaba tres, así que de momento él también lo haría, a pesar incluso de que treinta y siete hombres en tres filas ofrecían un frente muy pequeño—. Y no aprieten sus gatillos hasta que el teniente Vicente les dé la orden. ¡Pueden confiar en él! ¡Es un buen soldado su teniente! —Vicente se ruborizó y puede que hiciera modestos cambios en la traducción, pero las sonrisas de las caras de sus hombres sugerían que el abogado había expresado la esencia de las palabras de Sharpe—. Asegúrense de que sus mosquetes están cebados, pero no amartillados. No quiero que el enemigo sepa que estamos aquí porque algún imbécil descuidado deja que se le dispare su mosquete. Ahora, disfruten de la matanza de esos cabrones.

Los dejó con aquel apunte sediento de sangre y regresó a la cima de la colina, donde se arrodilló al lado de Harper.

—¿Están haciendo algo? —preguntó mientras señalaba a los dragones.

—Se emborrachan —dijo Harper—. Les soltó la charla, ¿a que sí?

—¿Qué quiere decir?

—No se emborrachen, no roben y luchen como el diablo. El sermón del señor Sharpe.

Sharpe sonrió, luego le quitó el catalejo al sargento y lo dirigió hacia el pueblo, donde un grupo de dragones, con sus casacas verdes desabotonadas, vaciaban unos odres de vino en sus bocas. Otros estaban rebuscando en las casitas. Una mujer con un vestido negro desgarrado salió corriendo de una casa, fue alcanzada por un soldado de caballería y arrastrada otra vez al interior.

—Creo que los del pueblo se han marchado —comentó Sharpe.

—He visto un par de mujeres —dijo Harper—, y debe de haber muchas más a las que no podemos ver. —Pasó su manaza sobre el seguro de su rifle—. Bueno, ¿qué vamos a hacer con ellos?

—Vamos a tocarles las narices —anunció Sharpe— hasta que decidan venir a matarnos, y entonces vamos a matarlos nosotros a ellos. —Recogió la lente y le contó a Harper exactamente cómo había planeado derrotar a los dragones.

Los viñedos le ofrecían a Sharpe la oportunidad para hacerlo. Las viñas crecían en espesas hileras cercanas entre sí y se extendían desde el arroyo de su derecha hasta unos bosques que había hacia el oeste; sólo un sendero que facilitaba a los peones el acceso a las viñas interrumpía las hileras, de modo que las viñas ofrecerían una densa cubierta a los hombres de Sharpe mientras se arrastrasen para acercarse a Barca d’Avintas. Dos descuidados centinelas franceses vigilaban desde el límite del pueblo, pero ninguno veía nada amenazador en la campiña primaveral y uno de ellos incluso posó su carabina para poder cebar una pequeña pipa con tabaco. Sharpe dispuso a los hombres de Vicente cerca del sendero y envió a sus fusileros hacia el oeste, para que estuvieran más cerca del prado donde estaban amarrados los caballos de los dragones. Entonces amartilló su propio rifle, se colocó de forma que el cañón sobresaliese entre dos retorcidas raíces de vid y apuntó al centinela más cercano.

Disparó, y con el retroceso la culata le golpeó el hombro; el sonido aún levantaba eco en los muros del pueblo cuando sus fusileros empezaron a disparar a los caballos. Su primera descarga abatió a seis o siete de las bestias, hirió a otras tantas y desató el pánico entre los demás animales ensogados. Dos consiguieron arrancar de la hierba las estacas a las que estaban atados y saltaron la valla intentando escapar, pero luego dieron la vuelta en dirección a sus compañeros justo mientras los rifles eran cargados y disparados de nuevo. Más caballos relincharon y cayeron. Media docena de fusileros vigilaban el pueblo y empezaron a disparar en cuanto los primeros dragones corrieron hacia el prado. La infantería de Vicente permanecía escondida, agazapada entre las viñas. Sharpe vio que el centinela al que había disparado se arrastraba calle arriba, dejando un rastro de sangre, y mientras el humo de aquel disparo se disipaba, volvió a disparar, esta vez a un oficial que corría en dirección al prado. Más dragones aún, temiendo perder sus preciados caballos, corrieron a desatar a las bestias, y las balas delos rifles comenzaron a matar tanto a hombres como a caballos. Una yegua herida relinchaba de un modo lastimero, y entonces el oficial al mando de los dragones se dio cuenta de que no podría rescatar a los caballos hasta que no hubiera repelido a los hombres que los estaban masacrando, de modo que gritó a sus soldados de caballería que se internaran entre las viñas y ahuyentaran a los atacantes.

—¡Sigan disparando a los caballos! —ordenó Sharpe.

No era una tarea agradable. Los lamentos de las bestias heridas les partían el corazón a los hombres y la imagen de un caballo capón herido intentando arrastrarse sobre sus cuartos delanteros fue desalentadora, pero Sharpe hizo que sus hombres siguieran disparando. Los dragones, alejados ya del fuego de los rifles, corrieron hacia el viñedo con la confianza de estar tratando con un simple puñado de partisanos. Se suponía que los dragones eran infantería montada, por lo que iban armados con carabinas, mosquetes de cañón corto, con las que podían luchar a pie; algunos llevaban sus carabinas mientras que otros preferían atacar con sus espadas largas y rectas, pero todos ellos sin distinción corrieron hacia el camino que ascendía entre las viñas. Sharpe había intuido que seguirían el sendero en vez de saltar por encima de las intrincadas viñas y por eso había emplazado a Vicente y a sus hombres cerca del camino. Los dragones se agruparon al entrar en el viñedo y Sharpe sintió el impulso de correr hacia los portugueses y tomar él el mando, pero justo entonces Vicente ordenó a sus hombres que se levantaran.

Los soldados portugueses aparecieron como por arte de magia delante de los desorganizados dragones. Sharpe observó con aprobación cómo Vicente dejaba que sus hombres se pusieran cómodos y después les ordenaba disparar. Los franceses habían intentado detener su desesperada carga y torcer rápidamente hacia un lado, pero las viñas se lo impidieron y la andanada de Vicente hizo blanco en la parte más densa del grupo de soldados de caballería que se arracimaba en el estrecho sendero. Harper, a distancia del flanco derecho, hizo que los fusileros añadieran su propia descarga para que los dragones fuesen atacados por ambos lados. El humo de la pólvora se elevaba sobre las viñas.

—¡Calen bayonetas! —gritó Sharpe.

Había unos doce dragones muertos, y los que estaban más alejados ya habían salido corriendo. Les habían convencido de que luchaban contra unos pocos pueblerinos indisciplinados, pero en vez de eso se veían superados en número por soldados de verdad y el centro de su improvisado frente había sido destripado, la mitad de sus caballos estaban muertos y ahora la infantería estaba saliendo de entre el humo con las bayonetas caladas. Los portugueses pasaron por encima de dragones muertos y heridos. Uno de los franceses, con un tiro en el muslo, se giró con una pistola en la mano, pero Vicente se la arrebató con su espada y después la tiró al arroyo de una patada. Los dragones que estaban ilesos corrían hacia sus caballos y Sharpe ordenó a sus fusileros que los ahuyentaran con balas mejor que con bayonetas.

—¡Háganles seguir corriendo! —gritó—. ¡Asústenlos! ¡Teniente! —Buscó a Vicente—. ¡Lleve a sus hombres al pueblo! ¡Cooper! ¡Tongue! ¡Slattery! ¡Aseguren a esos cabrones!

Sharpe sabía que tenía que mantener en movimiento a los franceses que estaban delante, pero no se atrevía a dejar en retaguardia a ningún dragón con heridas leves, así que ordenó a los tres fusileros que desarmaran a los soldados de caballería heridos por la andanada de Vicente. Los portugueses ya estaban en el pueblo abriendo las puertas de par en par y todos se congregaban en una iglesia situada cerca del puente que cruzaba el arroyuelo.

Sharpe corrió hacia el campo en el que los caballos estaban muertos, agonizantes o aterrorizados. Unos pocos dragones habían intentado desatar sus monturas, pero el fuego de rifles los había espantado. Así que ahora Sharpe era propietario de una veintena de caballos.

—¡Dan! —llamó a Hagman—. Termine con el sufrimiento de los que están heridos. ¡Pendleton! ¡Harris! ¡Cresacre! ¡Vengan aquí!

Encaminó a los tres hombres hacia el muro del lado oeste del prado. Los dragones habían huido en esa dirección y Sharpe sospechaba que se habían refugiado en una densa arboleda que se alzaba a unos cien pasos de allí. Un piquete de tres no sería suficiente para enfrentarse siquiera a un desganado contraataque de los franceses; Sharpe sabía que enseguida tendría que reforzar ese piquete, pero primero quería asegurarse de que no había dragones merodeando por las casas, jardines y huertos del pueblo.

Barca d’Avintas era un lugar pequeño, una proliferación de casas construidas cerca de la carretera que descendía hacia el río, donde un pequeño embarcadero había acomodado el transbordador, pero parte del humo que Sharpe había visto antes provenía de una nave parecida a una gabarra de proa roma y una docena de escalmos. Ahora estaba ardiendo en el agua, con la parte superior quemada casi hasta la línea de flotación y la parte inferior del casco agujereada y hundida. Sharpe se quedó mirando la barca inservible, miró al otro lado del río, que era de unos noventa metros de ancho, y entonces soltó una maldición.

Harper apareció junto a él con su rifle colgado.

—¡Jesús! —dijo, mirando el transbordador—, eso no es bueno ni para un hombre ni para una bestia, ¿no le parece?

—¿Alguno de nuestros muchachos está herido?

—Ni uno, señor, ni siquiera un rasguño. Los portugueses igual, están todos vivos. Lo hicieron bien, ¿verdad? —Volvió a mirar la barcaza en llamas—. ¡Jesús de mi vida!, ¿eso era el transbordador?

—Era la puta Arca de Noé —contestó bruscamente Sharpe—. ¿Qué demonios pensaba usted que era? —Estaba enfadado porque había esperado poder usar el transbordador para poner a todos sus hombres a salvo al otro lado del Duero, pero ahora parecía que se habían quedado tirados. Se alejó enojado, luego se giró justo a tiempo para verla mueca que le estaba dedicando Harper.

—¿Ha encontrado las tabernas? —preguntó, pasando por alto el gesto.

—Aún no, señor —dijo Harper.

—Pues encuéntrelas, ponga un guardia en cada una y después envíe a otra docena de hombres a la parte más lejana del prado.

—¡Sí, señor!

Los franceses habían encendido más fuegos entre los cobertizos de la orilla del río y ahora Sharpe se agachaba entre la creciente humareda para abrir a puntapiés las puertas medio quemadas. Había un montón de redes alquitranadas enmoheciéndose en un cobertizo, pero en el siguiente había un esquife pintado de negro con una proa fina y afilada que se curvaba hacia arriba como un garfio. El cobertizo había sido incendiado, pero las llamas no habían alcanzado el esquife y Sharpe se las apañó para sacar a rastras por la puerta parte de él, antes de que el teniente Vicente llegara y le ayudara a arrastrar la embarcación lejos del humo. Los demás cobertizos también estaban ardiendo, pero al menos esta única barca se había salvado; Sharpe calculaba que en ella podía caber con seguridad cerca de una docena de hombres, lo que significaba que les ocuparía el resto del día cruzar a todo el mundo al otro lado del ancho río. Sharpe estaba a punto de pedirle a Vicente que buscara remos o palas cuando advirtió que el rostro del joven estaba blanco y turbado, casi como si el teniente estuviese al borde de las lágrimas.

—¿Qué pasa? —preguntó Sharpe.

Vicente no contestó, únicamente señaló hacia el pueblo.

—Los franceses estaban divirtiéndose con las damas, ¿eh? —preguntó Sharpe, empezando a caminar hacia las casas.

—Yo no lo llamaría diversión —dijo Vicente con gesto adusto—. Y también tenemos un prisionero.

—¿Sólo uno?

—Hay otros dos —dijo Vicente, frunciendo el ceño—, pero éste es un teniente. No llevaba calzones, de modo que fue demasiado lento para huir.

Sharpe no preguntó por qué el dragón capturado no llevaba calzones. Ya sabía por qué.

—¿Qué ha hecho con él?

—Debe ir a juicio —dijo Vicente.

Sharpe se detuvo y miró al teniente.

—¿Que debe qué? —preguntó sorprendido—. ¿Ir a juicio?

—Por supuesto.

—En mi país —dijo Sharpe— se cuelga a los hombres por violación.

—No sin un juicio —protestó Vicente, y Sharpe dedujo que los soldados portugueses habrían querido matar al prisionero de inmediato y que Vicente los habría detenido por causa de alguna elevada idea según la cual era necesario un juicio.

—Maldita sea —dijo Sharpe—, ahora es usted un soldado, no un abogado. No les obsequie con un juicio. Les partirá el corazón.

La mayoría de los habitantes de Barca d’Avintas había huido de los dragones, pero algunos se habían quedado y casi todos estaban ahora reunidos alrededor de una casa vigilada por media docena de los hombres de Vicente. Un dragón muerto, despojado de camisa, gabán, botas y calzones, yacía boca abajo delante de la iglesia. Debía de estar apoyado en el muro de la iglesia cuando le dispararon, pues había dejado un rastro de sangre en las piedras encaladas. Un perro le olisqueaba los dedos de los pies. Los soldados y los del pueblo se apartaron para dejar que Sharpe y Vicente entraran en la casa donde el joven oficial de dragones, rubio, delgado y de rostro huraño, era vigilado por el sargento Macedo y otro soldado portugués. El teniente había conseguido ponerse sus calzones, pero no había tenido tiempo de abotonárselos y se los sujetaba por la cintura. Tan pronto como vio a Sharpe empezó a parlotear en francés.

—¿Habla usted francés? —le preguntó Sharpe a Vicente.

—Claro que sí —dijo Vicente.

Pero Vicente, reflexionó Sharpe, quería que aquel francés rubio tuviera un juicio, y Sharpe sospechaba que si Vicente interrogaba al hombre él no se enteraría de toda la verdad, sólo oiría excusas, así que Sharpe fue hacia la puerta de la casa.

—¡Harper! —Esperó hasta que apareció el sargento—. Tráigame a Tongue o a Harris —ordenó.

—Yo hablaré con ese hombre —protestó Vicente.

—Necesito que hable con alguien más —dijo Sharpe y se fue al cuarto de atrás, donde una chica, que no podía tener mucho más de catorce años, lloraba. Tenía el rostro enrojecido, los ojos hinchados y respiraba de forma entrecortada, intercalando gemidos quejumbrosos y gritos desesperados. Se cubría con una manta y tenía una magulladura en la mejilla izquierda. Una mujer mayor, totalmente vestida de negro, intentaba reconfortar a la chica, pero ésta empezó a gritar aún más fuerte en cuanto vio a Sharpe, de modo que éste salió del cuarto, avergonzado—. Pregúntele a ella qué ha pasado —le dijo a Vicente, y se volvió cuando Harris entró por la puerta. Harris y Tongue eran los dos hombres cultos de Sharpe. Tongue había sido condenado al ejército por culpa de la bebida, mientras que el pelirrojo e incluso más alegre Harris decía ser un voluntario que buscaba aventura. Y ahora la estaba teniendo, reflexionó Sharpe—. Este pedazo de mierda —le dijo Sharpe a Harris mientras señalaba con un movimiento de cabeza al francés de cabello rubio— fue sorprendido con los calzoncillos por los tobillos y una chiquilla debajo. Averigüe qué excusa tiene ese cabrón antes de que lo matemos.

Volvió a salir a la calle y echó un buen trago de su cantimplora. El agua estaba templada y salobre. Harper esperaba junto a un abrevadero en medio de la calle y Sharpe se acercó a él.

—¿Va todo bien?

—Hay otros dos gabachos ahí dentro. —Harper apuntó con un dedo hacia la iglesia que estaba detrás de él—. Vivos, quiero decir.

Cuatro hombres de Vicente guardaban la puerta de la iglesia.

—¿Y qué diantre están haciendo ahí? —preguntó Sharpe—. ¿Rezar?

El hombretón del Ulster se encogió de hombros.

—Acogerse a sagrado, supongo.

—No podemos llevarnos a esos cabrones con nosotros —dijo Sharpe—, así que, ¿por qué no los fusilamos?

—Porque el señor Vicente dice que no debemos hacerlo. Es bastante puntilloso respecto a los prisioneros este señor Vicente. Es abogado, ¿verdad?

—Parece casi decente para ser abogado —admitió a regañadientes Sharpe.

—Los mejores abogados son los que están criando malvas, ésos son los mejores —dijo Harper—, y éste no va a dejar que vaya y les pegue un tiro a esos dos cabrones. Dice que sólo son unos borrachos, y es verdad. Lo son. De los que imploran al cielo.

—No podemos encargarnos de unos prisioneros —dijo Sharpe. Se secó el sudor de la frente y volvió a ponerse el chacó. La visera se estaba separando de la corona, pero no había nada que pudiera hacer para arreglarlo—. Traiga a Tongue —sugirió—, y veamos si puede averiguar en qué andaban metidos esos dos. Si sólo se han emborrachado con el vino de misa, los haremos marchar hacia el oeste, les quitaremos todo lo que tengan de valor y los enviaremos a patadas por donde vinieron. Pero si han violado a alguien…

—Ya sé lo que hacer, señor —dijo Harper con gesto severo.

—Pues hágalo —dijo Sharpe.

Saludó con un movimiento de cabeza a Harper y fue más allá de la iglesia, hasta donde el arroyo se unía al río. Desde el pequeño puente de piedra el camino llevaba hacia el este a través de un viñedo, pasaba junto a un cementerio vallado y después zigzagueaba a lo largo de una pradera junto al Duero. Era todo campo raso y, si llegaban más franceses y él tenía que abandonar el pueblo, no se atrevería a usar esa carretera y debería rogar a Dios que le concediera tiempo para cruzar a sus hombres al otro lado del Duero. Fue ese pensamiento lo que hizo que volviera a recorrer la calle para buscar remos. ¿O quizá podría encontrar una soga? Si la soga era lo bastante larga, podría tenderla sobre el río y arrastrar la barca de una orilla a la otra, y seguramente eso sería más rápido que remar.

Se estaba preguntando si habría sogas de campana en la pequeña iglesia que pudieran llegar tan lejos, cuando Harris salió de la casa y le informó de que el nombre del prisionero era teniente Olivier y que pertenecía al 18.º de Dragones, y que el teniente, a pesar de haber sido sorprendido con los calzones a la altura de los tobillos, negaba haber violado a la chica.

—Dice que los oficiales franceses no se comportan así, pero el teniente Vicente dice que la chica jura que sí lo hizo.

—Entonces, ¿lo hizo o no lo hizo? —preguntó Sharpe irritado.

—Desde luego que sí, señor. Lo admitió después de que le diera unos trompazos —dijo Harris alegremente—, pero insiste en que ella quería que lo hiciera. Dice que ella quería que la consolara después de que la hubiera violado un sargento.

—¡Quería que la consolara! —dijo Sharpe en tono mordaz—. Él sólo era el segundo en la fila, ¿no?

—El quinto —puntualizó Harris inexpresivo—, o eso dice la chica.

—¡Jesús! —exclamó Sharpe—. ¿Y qué tal si le doy una paliza a ese mierda y después lo colgamos?

Sharpe se dirigió de nuevo a la casa donde los civiles increpaban al francés, que los miraba con un desdén que habría sido admirable en un campo de batalla. Vicente estaba protegiendo al dragón y ahora pedía a Sharpe que le ayudara a escoltar al teniente Olivier para ponerlo a salvo.

—Debe tener un juicio —insistía Vicente.

—Acaba de tenerlo —dijo Sharpe—, y lo he declarado culpable. Así que ahora le daré unos tortazos y después lo colgaré.

Vicente parecía nervioso, pero no se echó atrás.

—No podemos rebajarnos a su nivel de barbarie —proclamó.

—Yo no violé a la chica —dijo Sharpe—, así que no me compare con ellos.

—Luchamos por un mundo mejor —declaró Vicente.

Durante un instante Sharpe se quedó mirando al joven oficial portugués, casi sin creer lo que acababa de oír.

—¿Y qué tal si lo dejamos aquí, eh?

—¡No podemos hacerlo! —contestó Vicente, pues sabía que los del pueblo se tomarían una venganza mucho peor que cualquier cosa que propusiera Sharpe.

—¡Y yo no puedo tomar prisioneros! —insistió Sharpe.

—No podemos matarlo. —Vicente se había ruborizado por la indignación mientras se enfrentaba a Sharpe, y no podía retractarse—, y tampoco podemos dejarlo aquí. Sería un asesinato.

—¡Oh, por Dios santo! —dijo Sharpe presa de la exasperación. El teniente Olivier no hablaba inglés, pero parecía entender que su destino estaba en juego y miraba a Sharpe y a Vicente como un halcón—. ¿Y quiénes van a ser el juez y el jurado? —exigió Sharpe, pero Vicente no tuvo ocasión de contestar, pues justo entonces un rifle disparó desde el extremo oeste del pueblo y luego se oyó otro y a continuación hubo toda una ráfaga de disparos.

Los franceses habían regresado.

Al coronel James Christopher le gustaba vestir el uniforme de húsar. Decidió que le quedaba bien y pasó un buen rato contemplándose en el espejo de cuerpo entero del dormitorio más grande de la granja, moviéndose a derecha e izquierda y maravillándose por la sensación de poder que transmitía aquel uniforme. Dedujo que provenía de las botas con largas borlas y del cuello alto y rígido de la casaca, que obligaba al hombre a permanecer erguido y con la cabeza hacia atrás, así como del talle de la casaca, tan ajustada que Christopher, aunque era delgado y esbelto, tenía que meter la barriga para poder abrochar los corchetes de la pechera con pasamanería de plata. El uniforme le hacía sentirse revestido de autoridad, y la elegancia del conjunto se veía realzada por el dolmán con vueltas de piel que colgaba de su hombro izquierdo y por la vaina del sable, con una cadena de plata que tintineó cuando bajó las escaleras y se paseó de un lado a otro por la terraza mientras esperaba a su invitado. Se metió una astilla de madera en la boca y la movió obsesivamente entre los dientes mientras observaba atento la distante mancha de humo que señalaba dónde ardían los edificios en la ciudad tomada. Un puñado de fugitivos se habían detenido en la granja para mendigar comida y Luis había hablado con ellos; después éste le había contado a Christopher que cientos, sino miles de personas, se habían ahogado al romperse el puente de barcas. Los refugiados afirmaban que los franceses habían hundido el puente a cañonazos y Luis, con su odio por el enemigo enardecido por el falso rumor, había mirado a su patrón con gesto hosco hasta que Christopher acabó por perder la paciencia.

—¡Sólo es un uniforme, Luis! ¡No significa un cambio en mi lealtad!

—Un uniforme francés —se había quejado Luis.

—¿Quieres que Portugal se libre de los franceses? —preguntó Christopher bruscamente—. Pues compórtate con respeto y olvida este uniforme.

Ahora Christopher se paseaba por la terraza, hurgándose los dientes y vigilando constantemente la carretera que atravesaba la colina. El reloj del elegante salón de la granja dio las tres y, no mucho después de que la última campanada se apagase, una inmensa columna de caballería apareció sobre la cima más alejada. Eran dragones y venían en número suficiente como para asegurarse de que ninguna tropa partisana o de fugitivos portugueses causara problemas al oficial que cabalgaba para encontrarse con Christopher.

Los dragones, todos ellos del 18.º Regimiento, se distribuyeron por los campos de delante de la granja, donde un arroyo proporcionaba agua para sus caballos. Las casacas verdes con vueltas rosadas de los jinetes estaban blancas por el polvo. Algunos, al ver a Christopher con su uniforme de húsar francés, le dedicaron un rápido saludo, pero la mayoría lo ignoraron y se limitaron a llevar sus caballos hacia el arroyo mientras el inglés se volvía para recibir a su visitante.

Se llamaba Argenton y era capitán y ayudante de campo del 18.º de Dragones, y por su sonrisa quedaba claro que conocía al coronel Christopher y lo apreciaba.

—Ese uniforme parece tuyo —observó Argenton.

—Lo encontré en Oporto —dijo Christopher—. Pertenecía a un pobre tipo que era prisionero y murió de unas fiebres, y un sastre lo ajustó a mi talla.

—Pues lo hizo bien —dijo Argenton admirado—. Ahora lo único que te hace falta son las cadenettes.

—¿Las cadenettes?

—Las trenzas —explicó Argenton tocándose las sienes, donde los húsares franceses se dejaban el pelo largo para distinguirse como jinetes de élite—. Algunos hombres se quedan calvos y hacen que los peluqueros les cosan falsas cadenettes a sus chacós o a sus morriones.

—No estoy seguro de querer dejarme trenzas —dijo Christopher, divertido—, pero a lo mejor puedo encontrar alguna chica con el pelo negro y cortarle un par de trenzas, ¿eh?

—Buena idea.

Argenton observó con aprobación cómo su escolta se desplegaba en piquetes, y después sonrió en agradecimiento mientras un Luis de gesto muy hosco les servía a Christopher y a él unos vasos de vinho verde, el dorado vino blanco del valle del Duero. Argenton probó el vino con delicadeza y le sorprendió que fuera tan bueno. Era un hombre menudo, de rostro franco y sincero y de cabello rojizo, que ahora llevaba húmedo por el sudor y marcado allí donde había estado su casco. Sonreía con facilidad, reflejando con ello su naturaleza confiada. Christopher sentía bastante desprecio por el francés, pero sabía que le sería útil.

Argenton apuró su vino.

—¿Has oído lo de los ahogamientos de Oporto? —preguntó.

—Mi criado dice que destruisteis el puente.

—Eso decían —dijo Argenton pesaroso—, pero el puente se derrumbó bajo el peso de los refugiados. Fue un accidente. Un accidente penoso, pero si la gente se hubiese quedado en sus casas y hubiese dado a nuestros hombres una bienvenida como es debido, entonces no habría cundido el pánico en el puente. Ahora estarían todos vivos. Se nos echa la culpa de lo que ha ocurrido, pero no tuvo nada que ver con nosotros. El puente no era lo bastante fuerte, y ¿quién construyó el puente? Los portugueses.

—Un accidente penoso, como bien dices —dijo Christopher—, pero aun así tengo que felicitaros por vuestra rápida toma de Oporto. Fue una proeza militar notable.

—Habría sido todavía más notable —observó Argenton— si los oponentes hubieran sido mejores soldados.

—Confío en que vuestras pérdidas no fuesen excesivas.

—Unos cuantos —dijo Argenton con desdén—, pero la mitad de nuestro regimiento fue enviado hacia el este y perdieron un buen montón de hombres en una emboscada junto al río. Una emboscada —lanzó una mirada acusadora a Christopher— en la que tomaron parte algunos fusileros ingleses. No pensé que quedaran tropas inglesas en Oporto.

—No tendrían que haber estado allí —informó Christopher—, les ordené que marcharan al sur del río.

—Entonces te desobedecieron —observó Argenton.

—¿Murió alguno de los fusileros? —preguntó Christopher, con la leve esperanza de que Argenton tuviese noticias de la muerte de Sharpe.

—No estuve allí. Me han enviado a Oporto para encontrar alojamiento, buscar raciones y hacer las tareas burocráticas de la guerra.

—Encargos que, estoy seguro, habrás cumplido de manera admirable —dijo Christopher con suavidad, y después condujo a su invitado al interior de la casa, donde Argenton admiró los azulejos que rodeaban el hogar del comedor y el sencillo candelabro de hierro que colgaba sobre la mesa. Hasta la comida era bastante corriente: pollo, alubias, pan, queso y un buen vino tinto de la tierra, pero el capitán Argenton fue elogioso.

—Andamos un poco cortos de raciones —explicó—, pero ahora las cosas deberían cambiar. Hemos encontrado mucha comida en Oporto y un almacén lleno hasta las vigas de buena pólvora inglesa y de proyectiles.

—¿También andabais cortos de eso? —preguntó Christopher.

—Tenemos de sobra, pero la pólvora inglesa es mejor que la nuestra. No tenemos más fuente de salitre que lo que rascamos de las paredes de pozos negros.

Christopher hizo un gesto de asco sólo de pensarlo. El mejor salitre, elemento esencial de la pólvora, provenía de la India y él nunca habría sospechado que hubiera escasez de él en Francia.

—Doy por sentado —dijo— que la pólvora era un regalo inglés para los portugueses.

—Quienes ahora nos la han dado a nosotros —dijo Argenton—, para gran deleite del mariscal Soult.

—Entonces quizá sea el momento —sugirió Christopher— de que hagamos un poco infeliz al mariscal.

—Así es, así es —dijo Argenton, y después se quedó en silencio porque habían llegado al propósito de su encuentro.

Se trataba de un propósito extraño, aunque apasionante. Los dos hombres estaban tramando un motín. O una rebelión. O un golpe de mano contra el ejército del mariscal Soult. Pero cualquiera que fuese su nombre, era una estratagema que podría poner fin a la guerra.

El descontento, explicaba ahora Argenton, se había extendido por todo el ejército del mariscal Soult. Christopher ya había oído antes todo esto de boca de su invitado, pero no interrumpió a Argenton mientras éste ensayaba los argumentos que justificarían su deslealtad. Describió cómo algunos oficiales, todos ellos devotos católicos, se sentían mortalmente ofendidos por el comportamiento de sus ejércitos en España y Portugal. Habían profanado iglesias y violado a monjas.

—Incluso se han profanado los sagrados sacramentos —señaló Argenton horrorizado.

—Casi no puedo creerlo —dijo Christopher.

Otros oficiales, unos pocos, simplemente se oponían a Bonaparte. Argenton era un monárquico católico, pero estaba deseando hacer causa común con aquellos hombres que aún sentían simpatías jacobinas y creían que Bonaparte había traicionado la revolución.

—No se puede confiar en ellos, está claro —dijo Argenton—, no a largo plazo, pero se unirán a nosotros para oponer resistencia a la tiranía de Bonaparte.

—Rezo porque lo hagan —dijo Christopher.

Hacía tiempo que el gobierno inglés tenía noticia de una misteriosa asociación de oficiales franceses que se oponían a Bonaparte. Se hacían llamar los Philadelphes. En una ocasión, Londres había enviado a agentes en busca de su evasiva hermandad, pero al final habían llegado a la conclusión de que el número de miembros era demasiado reducido, sus ideales demasiado imprecisos y sus seguidores estaban demasiado divididos como para que los Philadelphes llegaran a tener ningún éxito.

Pero allí, en el remoto norte de Portugal, los distintos opositores a Bonaparte habían encontrado una causa común. Christopher había oído hablar por primera vez de aquella causa al conversar con un oficial francés que había caído prisionero en la frontera del norte de Portugal y había estado viviendo en Braga, donde, tras recibir la libertad condicional, su única restricción era permanecer dentro de los barracones por su propia seguridad. Christopher bebió con el infeliz oficial y oyó una historia sobre el malestar francés generado por la absurda ambición de un solo hombre.

Nicolas Jean de Dieu Soult, duque de Dalmacia, mariscal de Francia y comandante del ejército que ahora estaba invadiendo Portugal, había visto cómo otros hombres que servían al Emperador se convertían en príncipes, incluso en reyes, y consideraba que su propio ducado era una magra recompensa para una carrera que ensombrecía a casi la de todos los demás mariscales del Emperador. Soult había sido soldado durante veinticuatro años, general durante quince y mariscal durante cinco. En Austerlitz, con mucho la mayor de todas la victorias del Emperador, el mariscal Soult se había cubierto de gloria, superando de lejos al mariscal Bernadotte, quien, sin embargo, ahora era príncipe de Pontecorvo. Jérôme Bonaparte, el hermano menor del Emperador, era un derrochador vago y extravagante, y aun así era rey de Westfalia, y el mariscal Murat, un fanfarrón irascible, era rey de Nápoles. Louis Napoleón, otro de los hermanos del Emperador, era rey de Holanda, y todos esos hombres eran don nadie, mientras que Soult, que conocía su propia gran valía, era un simple duque, y con eso no bastaba.

Pero ahora el antiguo trono de Portugal estaba vacante. La familia real, temerosa de la invasión francesa, había huido a Brasil y Soult quería ocupar el trono vacante. El coronel Christopher, al principio, no se había creído el cuento, pero el prisionero le había jurado que era cierto y Christopher había hablado con algunos de los otros prisioneros que habían sido capturados en escaramuzas en la frontera del norte y todos afirmaban haber oído a menudo la misma historia. No era un secreto, decían, que Soult tenía aspiraciones reales. Los oficiales en libertad condicional también le contaron a Christopher que las ambiciones del mariscal habían molestado a muchos de sus propios oficiales, a quienes disgustaba la idea de tener que luchar y sufrir tan lejos de casa sólo para aupar a Nicolas Soult a un trono vacante. Había rumores de amotinamiento, y Christopher estaba preguntándose cómo podría descubrir si los rumores sediciosos eran serios cuando el capitán Argenton lo abordó.

Con gran osadía, Argenton había estado viajando por el norte de Portugal vestido de Civil y haciéndose pasar por un comerciante de vinos del Alto Canadá. Si hubiera sido descubierto, le habrían fusilado por espía, Argenton no estaba explorando el terreno, sino más bien intentando descubrir aristócratas portugueses influenciables dispuestos a alentar a Soult en sus ambiciones, pues si el mariscal iba a declararse rey de Portugal o, con más modestia, rey de la Lusitania del Norte, primero necesitaría que lo convencieran de que en Portugal había hombres influyentes que apoyarían tal usurpación del trono vacante. Argenton había hablado con aquellos hombres, y Christopher, para su sorpresa, descubrió que había multitud de aristócratas, eclesiásticos y eruditos en el norte de Portugal que odiaban a su propia monarquía y creían que un rey extranjero de la Francia ilustrada sería beneficioso para su país. Así que se habían recopilado cartas que alentaban a Soult a autoproclamarse rey.

Y cuando ocurriera esto, aseguraba Argenton a Christopher, el ejército se amotinaría. Había que poner fin a la guerra, decía Argenton, o si no ésta arrasaría toda Europa como un grandioso incendio. Era una locura, decía, una locura del Emperador, que parecía dispuesto a conquistar el mundo entero.

—Se cree que es Alejandro Magno —dijo con pesimismo el francés—, y si no se detiene, entonces de Francia no quedará nada. ¿Contra quién lucharemos? ¿Contra todos? ¿Contra Austria? ¿Prusia? ¿Inglaterra? ¿España? ¿Portugal? ¿Rusia?

—Contra Rusia nunca —dijo Christopher—, ni siquiera Bonaparte está tan loco.

—Está loco —insistió Argenton—, y tenemos que librar a Francia de él. —Y el comienzo del proceso, creía, sería el amotinamiento que con seguridad estallaría cuando Soult se autoproclamara rey.

—Tu ejército está descontento —admitió Christopher—, pero ¿te apoyaría en un motín?

—Yo no lo dirigiría —respondió Argenton—, pero hay hombres que sí lo harían. Y esos hombres quieren llevar al ejército de regreso a Francia, y eso, te lo aseguro, es lo que desea la mayoría de los soldados. Se amotinarán.

—¿Quiénes son esos cabecillas? —preguntó Christopher enseguida.

Argenton dudó. Cualquier amotinamiento era un asunto peligroso y, si se descubrían las identidades de los cabecillas, habría una orgía de pelotones de fusilamiento.

Christopher vio que dudaba.

—Si queremos persuadir a las autoridades inglesas de que tus planes merecen ser apoyados —argumentó—, tenemos que darles nombres. Tenemos que hacerlo. Y tú debes confiar en nosotros, amigo mío —Christopher se llevó una mano a la altura del corazón—. Te juro por mi honor que nunca revelaré esos nombres. ¡Nunca!

Argenton, convencido, enumeró a los hombres que iban a liderar la revuelta contra Soult. Estaba el coronel Lafitte, oficial al mando de su propio regimiento, y el hermano del coronel, y los apoyaba el coronel Donadieu, del 47.º Regimiento de Línea.

—Son hombres respetados —afirmó Argenton con gran seriedad—, y los hombres los seguirán. —Dio más nombres que Christopher anotó en su libreta, aunque éste advirtió que ninguno de los amotinados estaba por encima del rango de coronel.

—Una lista impresionante —mintió Christopher, y sonrió—. Ahora dame otro nombre. Dime quién sería vuestro oponente más peligroso en vuestro ejército.

—¿Nuestro oponente más peligroso? —La pregunta dejó perplejo a Argenton.

—Aparte del mariscal Soult, por supuesto —continuó Christopher—. Quiero saber a quién debemos vigilar. A quién, quizá, querríamos, ¿cómo puedo decirlo?…, ¿neutralizar?

—Ah. —Argenton ahora lo entendió, y reflexionó durante algunos segundos—. Probablemente el brigadier Vuillard.

—Nunca he oído hablar de él.

—Es bonapartista hasta el tuétano —dijo Argenton en tono de desaprobación.

—Dame su nombre completo, ¿quieres? —pidió Christopher, y después lo escribió: brigadier Henri Vuillard—. Doy por sentado que no sabe nada de vuestro plan…

—¡Por supuesto que no! —aseguró Argenton—. Pero es un plan, coronel, que no puede funcionar sin el apoyo inglés. El general Cradock apoya la causa, ¿no es así?

—Cradock apoya la causa —dijo Christopher muy seguro. Había informado de sus anteriores conversaciones al general inglés, quien veía en la propuesta del motín una alternativa a combatir a los franceses, y por eso había animado a Christopher a que continuara con el asunto—. Pero, por desgracia, se rumorea que pronto será relevado.

—¿Y quién lo reemplazará? —inquirió Argenton.

—Wellesley —afirmó Christopher categórico—. Sir Arthur Wellesley.

—¿Es un buen general?

Christopher se encogió de hombros.

—Tiene buenos contactos. Es el hijo menor de un conde. Educado en Eton, desde luego. Consideraron que sólo tenía inteligencia para estar en el ejército, pero la mayoría de la gente piensa que lo hizo bien cerca de Lisboa el año pasado.

—¡Contra Laborde y Junot! —dijo Argenton en tono mordaz.

—Y antes de eso consiguió algunas victorias en la India —añadió Christopher a modo de advertencia.

—¡Oh, en la India! —dijo sonriendo Argenton—. Las reputaciones forjadas en la India raras veces aguantan una descarga en Europa. Pero ¿ese Wellesley querrá combatir a Soult?

Christopher meditó la respuesta.

—Creo —dijo por fin— que preferiría no perder. Creo que, si conoce la fuerza de vuestros juicios, cooperará. —Christopher no estaba tan seguro como daba a entender. De hecho, había oído que el general Wellesley era un hombre frío que no miraría con buenos ojos una aventura cuyo éxito dependiese de tantas suposiciones, pero Christopher tenía otros ases en la manga en relación con este maldito embrollo. Dudaba que el motín llegara siquiera a producirse y no le preocupaba demasiado lo que pensaran Cradock o Wellesley, pero sabía que sus conocimientos sobre aquello podían ser utilizados para conseguir una gran ventaja, y por el momento, de todas maneras, era importante que Argenton viese a Christopher como un aliado—. Dime, ¿exactamente qué queréis de nosotros?

—La influencia de Inglaterra —contestó Argenton—. Queremos que Inglaterra convenza a los líderes portugueses para que acepten a Soult como rey.

—Creía que ya habías encontrado suficientes apoyos —dijo Christopher.

—He encontrado apoyo —confirmó Argenton—, pero la mayoría no lo manifiesta por miedo a la venganza de la muchedumbre. Pero si Inglaterra los animara, sacarían su coraje. Ni siquiera tienen que hacer público su apoyo, sólo deben escribir cartas a Soult. Y además están los intelectuales. —El gesto despectivo de Argenton al pronunciar la última palabra habría agriado la leche—. La mayoría de ellos respaldarían a cualquiera que no fuese su propio gobierno, pero de nuevo necesitan estímulos antes de encontrar la valentía para manifestar su apoyo al mariscal Soult.

—Estoy seguro de que nos alegrará proporcionarles estímulos —dijo Christopher, aunque no estaba seguro en absoluto.

—Y necesitamos la garantía —dijo Argenton con firmeza— de que, si lideramos la rebelión, los ingleses no sacarán provecho de la situación atacándonos. Quiero que tu general nos dé su palabra sobre esto.

Christopher asintió.

—Y yo creo que él te la dará, pero antes de hacer semejante promesa, querrá juzgar por sí mismo vuestras probabilidades de éxito, y eso, amigo mío, significa que querrá oírtelo contar a ti directamente. —Christopher destapó una frasca de vino y permaneció en silencio mientras lo servía—. Y creo que tú necesitas oír sus garantías personales. Creo que debes viajar al sur para verlo.

Argenton parecía bastante sorprendido ante esta sugerencia, pero pensó en ello por un momento y después asintió.

—¿Puedes darme un salvoconducto que me asegure el paso a través de las líneas inglesas?

—Haré algo mejor, amigo mío. Iré contigo, siempre y cuando tú me proporciones a mí un salvoconducto para las líneas francesas.

—¡Entonces iremos! —dijo Argenton feliz—. Mi coronel me dará el permiso en cuanto entienda lo que estamos haciendo. Pero ¿cuándo? Pronto, espero, ¿no te parece? ¿Mañana?

—Pasado mañana —dijo Christopher con firmeza—. Mañana tengo un compromiso inexcusable, pero si te reúnes conmigo mañana por la tarde en Vila Real de Zedes, entonces podremos salir al día siguiente. ¿Te parece bien?

Argenton asintió.

—Tienes que decirme cómo llegar a Vila Real de Zedes.

—Te daré las instrucciones —dijo Christopher y a continuación levantó su vaso—, y brindaré por el éxito de nuestros esfuerzos.

—Amén —dijo Argenton, y levantó su copa para el brindis.

El coronel Christopher sonrió, porque estaba reescribiendo las normas.