CAPÍTULO 6

—Lo que en realidad quería usted —dijo el teniente Pelletieu— era un mortero.

—¿Un mortero? —El brigadier general Vuillard estaba atónito por la seguridad del teniente—. ¿Me está usted diciendo qué es lo que quiero?

—Lo que usted quiere —dijo Pelletieu lleno de confianza— es un mortero. Es una cuestión de altura, señor.

—Es una cuestión, teniente —respondió, haciendo hincapié en el humilde rango de Pelletieu—, de lograr que llueva muerte, mierda, horror y maldición sobre esos cabrones insolentes que están encima de esa puta colina. —Señaló hacia la atalaya. Se encontraba en el límite del bosque, en el punto donde había sugerido al teniente Pelletieu que situara su obús y diera comienzo a la matanza—. ¡No me hable usted de altura! Hábleme de matar.

—Matar es lo nuestro, señor —dijo el teniente, bastante impasible ante la ira del brigadier—, pero tengo que acercarme más a esos cabrones insolentes. —Era un hombre muy oven, tan joven que Vuillard se preguntaba si Pelletieu habría empezado a afeitarse. También era delgado como una fusta, tan delgado que sus calzones blancos, su chaleco blanco y su casaca azul oscura colgaban de él como ropas viejas sobre un espantapájaros. Su pescuezo, largo y escuálido, sobresalía del rígido cuello azul y su larga nariz sostenía unas gafas de gruesas lentes que le daban la desafortunada apariencia de un pez medio muerto de hambre; pero se trataba de un pez con una notable serenidad, que en ese momento se volvía hacia su sargento—. Dos libras a doce grados, ¿no le parece? Pero ¿y si podemos acercarnos a trescientas cincuenta toesas?

—¿Toesas? —El brigadier sabía que los artilleros empleaban la vieja unidad de medida, pero para él no significaba nada—. ¿Y por qué demonios no habla en francés?

—¿Trescientas cincuenta toesas? Digamos que… —Pelletieu calló y frunció el ceño mientras hacía el cálculo.

—Seiscientos ochenta metros —interrumpió su sargento, tan delgado, pálido y joven como Pelletieu.

—Seiscientos ochenta y dos —rectificó Pelletieu sonriente.

—¿Tres con cincuenta toesas? —reflexionó el sargento en voz alta—. ¿Con una carga de dos libras? ¿A doce grados? Creo que servirá, señor.

—Un poco justo —dijo Pelletieu, y después se giró hacia el brigadier—. El blanco está elevado, señor —explicó.

—Ya sé que está elevado —dijo Vuillard en un tono peligroso—; como que eso es lo que llamamos una colina…

—Y todo el mundo cree que los obuses pueden hacer milagros con blancos elevados —siguió Pelletieu, sin hacer caso del sarcasmo de Vuillard—, pero en realidad no fueron diseñados para ángulos mayores de doce grados desde la horizontal. En cambio, un mortero…, eso sí que puede alcanzar un ángulo mucho mayor, aunque me temo que el mortero más cercano está en Oporto.

—¡Sólo quiero que esos cabrones mueran! —gruñó Vuillard, y entonces se dio la vuelta al recordar algo—. ¿Y por qué no una carga de tres libras? Los artilleros usaban cargas de tres libras en Austerlitz. —Sintió la tentación de añadir «antes de que usted hubiese nacido», pero se controló.

—¡Tres libras! —Se pudo oír cómo Pelletieu contenía el aliento mientras su sargento ponía los ojos en blanco ante la demostración de ignorancia del brigadier—. Éste es un cañón de Nantes, señor —sentenció Pelletieu, mientras daba palmaditas al obús—. Se fabricó en los años oscuros, señor, antes de la revolución, y su fundición es terriblemente mala. Su compañero reventó hace tres semanas, señor, y mató a dos del equipo. Había una burbuja de aire en el metal, debido justamente a su penosa fundición. Por encima de dos libras no es seguro, señor, no es seguro.

Los obuses solían ser desplegados por pares, pero la explosión de hacía tres semanas había dejado a Pelletieu con un solo obús en su batería. Era un arma de aspecto extraño; recordaba a un cañón de juguete colocado incongruentemente sobre un carro de tamaño real. El cañón, de poco más de setenta centímetros de longitud, iba montado sobre unas ruedas que tenían la altura de un hombre, pero aquella pequeña arma era capaz de hacer lo que otros cañones de campaña no podían conseguir: podía disparar describiendo un arco alto. Los cañones de campaña raras veces se elevaban más de un grado o dos y sus tiros en redondo volaban con una trayectoria plana; en cambio, el obús lanzaba los proyectiles bien arriba, para que descendieran bruscamente sobre el enemigo. Estos cañones estaban diseñados para disparar por encima de muros defensivos o de las cabezas de infantería amiga, y como un proyectil disparado en arco se detenía bruscamente al aterrizar, los obuses no disparaban bolas sólidas. Un cañón de campaña normal, que disparase bolas sólidas, podía depender de que el proyectil rebotase y siguiese botando, e incluso después del cuarto o quinto roce, que era como llamaban los artilleros a cada bote, la bola podía seguir mutilando o matando; en cambio, una bola lanzada en redondo por los aires probablemente quedaría enterrada en la hierba sin causar ningún daño posterior. De ahí que los obuses disparasen proyectiles que contenían un fusible para que explotaran cuando el proyectil tocara el suelo.

—Cuarenta y nueve veces dos, señor, dado que también tenemos el armón del otro obús —contestó Pelletieu cuando Vuillard le preguntó de cuántos proyectiles disponía aquel obús—. Noventa y ocho obuses, señor, y veintidós botes de metralla. ¡El doble de la ración habitual!

—Olvídese de la metralla —ordenó Vuillard. La metralla, que se dispersaba desde la boca del cañón como los perdigones de caza, se usaba contra las tropas en campo abierto, pero no contra la infantería que se ocultaba entre rocas—. Dispare los obuses contra esos cabrones, y ya pediremos más munición en caso necesario. Lo que no va a ocurrir —añadió con malevolencia—, porque va usted a matar a esos cabrones, ¿verdad?

—Para eso estamos aquí —respondió Pelletieu alegremente—, y con todo el respeto, señor, no haremos viudas hablando. Será mejor que encuentre un lugar para desplegar el cañón, señor. ¡Sargento! ¡Unas palas!

—¿Palas? —preguntó Vuillard.

—Tenemos que nivelar el suelo, señor —dijo Pelletieu—, porque Dios no pensó en los artilleros cuando creó el mundo. Creó demasiados baches y muy poco terreno llano. Pero nosotros somos buenos mejorando su obra, señor. —Condujo a sus hombres a la colina en busca de un lugar que se pudiese nivelar.

El coronel Christopher, que había estado inspeccionando el obús, señaló la espalda de Pelletieu mientras se alejaba.

—¿Envían ustedes a colegiales a combatir en nuestras guerras?

—Parece saber lo que se trae entre manos —admitió Vuillard de mala gana—. ¿Ha vuelto su criado?

—Ese maldito ha desaparecido. ¡Tendré que afeitarme yo mismo!

—Afeitarse, ¿eh? —observó Vuillard divertido—. La vida es dura, coronel, a veces la vida es muy dura.

Y muy pronto sería despiadada para los fugitivos de la colina, pensó.

Al amanecer, un húmedo amanecer con nubes que se iban retirando hacia el sureste y un viento que aún soplaba en la despejada cima, Dodd había descubierto a los fugitivos a medio camino de la ladera norte de la colina. Estaban agachados entre las rocas, escondiéndose claramente de los vigilantes franceses desplegados en el límite del bosque. Eran siete, todos ellos hombres. Seis eran supervivientes de la banda de Manuel Lopes y el séptimo era Luis, el criado de Christopher.

—Es el coronel —le dijo a Sharpe.

—¿Cómo?

—El coronel Christopher. Está allí abajo. Él los trajo hasta aquí, ¡él les dijo que estaban ustedes aquí!

Sharpe miró hacia abajo, hacia el pueblo, donde un humo negro indicaba el lugar donde había estado la iglesia.

—Menudo cabrón —dijo tranquilamente, aunque no estaba sorprendido. Ya no. Sólo se culpaba a sí mismo por haber tardado tanto en darse cuenta de que Christopher era un traidor. Siguió interrogando a Luis, y el criado le habló del viaje al sur para encontrarse con el general Cradock, de la cena en Oporto en la que el invitado de honor había sido un general francés, y de que en ocasiones Christopher vestía un uniforme enemigo, pero Luis reconoció honestamente que él no sabía qué tramaba el coronel. Sabía que Christopher tenía en su poder el excelente catalejo de Sharpe; Luis se las había arreglado para robarle al coronel su viejo catalejo y se lo entregó a Sharpe con un gesto triunfante.

—Siento que no sea el suyo, senhor; pero el coronel lo guarda en el bolsillo de su gabán. Ahora lucharé con usted —dijo Luis orgulloso.

—¿Ha combatido usted alguna vez? —preguntó Sharpe.

—Un hombre puede aprender —dijo Luis—, y no hay nadie mejor que un barbero para degollar. Solía pensar en eso cuando afeitaba a mis clientes. En lo fácil que sería cortar. Nunca lo hice, claro —añadió de inmediato, por si Sharpe pensaba que era un asesino.

—Creo que seguiré afeitándome yo solo —dijo Sharpe con una sonrisa.

Así que Vicente le dio a Luis uno de los mosquetes franceses capturados y una cartuchera de munición, y el barbero se unió a los demás soldados entre los reductos que servían de barricada a la cumbre de la colina. A los hombres de Lopes se les hizo prestar juramento como leales soldados portugueses, y cuando uno de ellos dijo que prefería arriesgarse escapando y uniéndose a los grupos de partisanos del norte, el sargento Macedo usó sus puños para obligarle a pronunciar el juramento.

—Un buen tipo, ese sargento —dijo Harper en tono de aprobación.

La humedad se evaporaba. Los flancos empapados de la colina desprendían vapor al sol matinal, pero la neblina se fue disipando conforme avanzaba la mañana. Ahora había dragones repartidos por toda aquella colina con forma de lomo de cerdo. Patrullaban los valles a ambos lados, tenían otro fuerte piquete hacia el sur y hombres desmontados que vigilaban desde el borde del bosque. Al ver que los dragones estrechaban su cerco, Sharpe supo que si sus hombres y él intentaban escapar se convertirían en carnaza para los jinetes. Harper, con su ancho rostro brillando de sudor, bajó la mirada hacia la caballería.

—Desde que nos alistamos con usted en España, señor —dijo—, he notado una cosa.

—¿Y qué es?

—Que siempre nos superan en número y siempre estamos rodeados.

Sharpe estaba escuchando, aunque no a Harper, sino al propio día.

—¿Nota algo extraño? —preguntó.

—¿Que nos superan en número y estamos rodeados, señor?

—No. —Sharpe se calló para escuchar otra vez y después frunció el ceño—. El viento viene del este, ¿no es así?

—Más o menos.

—No hay fuego de cañones, Pat.

Harper escuchó.

—Dios santo, tiene usted razón, señor.

También Vicente lo había advertido, y se dirigió a la atalaya donde Sharpe había instalado su puesto de mando.

—No llega ruido de Amarante —dijo el teniente portugués entristecido.

—Y eso significa que han dejado de luchar allí —comentó Harper.

Vicente se santiguó, admitiendo así su sospecha de que el ejército portugués que defendía el puente sobre el Támega había sido derrotado.

—No sabemos lo que está pasando —dijo Sharpe, intentando levantarle el ánimo a Vicente, aunque en realidad admitirlo era casi tan deprimente como la idea de que hubiese caído Amarante. Mientras el estruendo distante de los cañones había seguido sonando desde el este, ellos habían sabido que aún había fuerzas luchando contra los franceses, que la guerra continuaba y que había esperanzas de poder reunirse algún día con alguna fuerza amiga, pero el silencio de esa mañana era de mal agüero. Y si los portugueses se habían ido de Amarante, ¿qué habría sido de los ingleses en Coimbra y Lisboa? ¿Mantendrían aún sus barcos en la ancha desembocadura del Tajo, preparados para zarpar en grupo hacia casa? El ejército de sir John Moore había sido barrido de España, pero ¿se estaba escabullendo también la pequeña fuerza inglesa de Lisboa? De repente Sharpe sintió el horroroso temor de ser el último oficial inglés del norte de Portugal y el último bocado que iba a devorar el insaciable enemigo—. No significa nada —mintió, al ver en el rostro de sus compañeros el mismo miedo a quedarse tirados—. Sir Arthur Wellesley está en camino.

—Esperemos —dijo Harper.

—¿Es bueno? —preguntó Vicente.

—El mejor con diferencia —dijo Sharpe ferviente, y después, al advertir que sus palabras no habían logrado animar a sus hombres, puso a Harper a trabajar. Toda la comida que se había subido a la atalaya había sido almacenada en un rincón de la ruina, donde Sharpe podía mantenerla controlada, pero los hombres no habían desayunado, así que hizo que Harper supervisara el reparto—. Deles raciones de hambre, sargento —ordenó—. Sabe Dios cuánto tiempo estaremos aquí arriba.

Vicente siguió a Sharpe a la explanada situada en la entrada a la atalaya y, una vez allí, observó a los dragones en la distancia. Parecía distraído; empezó a juguetear con un pedacito de la pasamanería blanca que adornaba su uniforme azul oscuro, y cuanto más toqueteaba, más pasamanería se descosía de la casaca.

—Ayer —dijo de pronto como sin querer—. Ayer fue la primera vez que maté a un hombre con una espada. —Arrugó la frente mientras arrancaba otros tres o cuatro centímetros de pasamanería del dobladillo de su casaca—. Y eso es difícil de hacer.

—Sobre todo con una espada como ésa —dijo Sharpe, señalando la vaina de Vicente. La espada de los oficiales portugueses era estrecha, recta y no particularmente resistente. Era una espada para desfiles, para formaciones, no para peleas sucias bajo la lluvia—. Ahora, una espada como ésta —Sharpe dio una palmada al pesado espadón de caballería que colgaba de su cinturón— deja a esos cabrones destrozados. No tanto porque les dé tajos mortales; es más el golpe. Con esta hoja podría usted tumbar un buey a golpes. Consiga una espada de caballería, Jorge. Están hechas para matar. Las espadas de los oficiales de infantería son para bailes de sociedad.

—Quería decir que fue difícil mirarle a los ojos —explicó Vicente— y usar la espada a la vez.

—Sé lo que quiso decir —respondió Sharpe—, pero sigue siendo lo mejor que se puede hacer. Lo que usted quiere es mirar sólo la espada o la bayoneta, ¿verdad? Pero si sigue mirándole los ojos al adversario, puede saber cuál va a ser su siguiente paso por el lugar al que miren. Eso sí, nunca mire al lugar donde va a golpearle usted. Mantenga la mirada en sus ojos y golpee.

Vicente se dio cuenta de que estaba arrancando la guarnición de su casaca y metió el extremo suelto por un ojal.

—Cuando disparé a mi propio sargento —dijo—, me pareció algo irreal. Como una obra de teatro. Pero él no estaba tratando de matarme. ¿Ese hombre de anoche? Fue aterrador.

—Pues claro que fue aterrador, joder —respondió Sharpe—. ¿Una lucha como ésa? ¿Bajo la lluvia y a oscuras? Puede suceder cualquier cosa. Usted entre rápido y a lo bestia, Jorge, sólo eso; haga daño y siga haciéndolo.

—Usted ha luchado mucho —dijo Vicente apenado, como si compadeciera a Sharpe.

—Llevo mucho tiempo siendo soldado —dijo Sharpe—, y nuestro ejército lucha sin parar. En la India, en Flandes, aquí, en Dinamarca.

—¡Dinamarca! ¿Por qué demonios estuvo luchando en Dinamarca?

—Sabe Dios —dijo Sharpe—. Por algo relacionado con su flota. Nosotros la queríamos y ellos no querían que la tuviéramos, así que fuimos y se la quitamos. —Estaba mirando hacia la parte inferior de la ladera norte, donde un grupo de unos doce franceses se habían desnudado hasta la cintura y ahora empezaban a cavar en una zona de helechos, a unos cien metros de donde acababa el bosque. Sacó el catalejo de repuesto que le había traído Luis. Era poco más que un juguete y la lente exterior estaba suelta, lo que significaba que la imagen se vería borrosa, y además sólo tenía la mitad de aumentos que su propia lente. Enfocó el catalejo, enderezó la lente exterior con la yema de un dedo y miró a la partida de zapadores franceses—. Mierda —dijo.

—¿Qué?

—Esos cabrones tienen un cañón —dijo Sharpe—. Rece usted porque no sea un puto mortero.

Vicente, con aire desconcertado, intentaba en vano divisar el cañón.

—¿Y qué pasa si es un mortero?

—Que moriremos todos —dijo Sharpe, mientras imaginaba el cañón con forma de caldera lanzando sus proyectiles al cielo para que cayeran casi verticales sobre su posición—. Moriremos todos —volvió a decir—, o bien saldremos corriendo y nos capturarán.

Vicente se santiguó de nuevo. En las primeras semanas que pasó con Sharpe había hecho ese gesto por cualquier cosa, pero cuanto más se alejaba Vicente de su vida como abogado, más volvían a él los viejos imperativos. Empezaba a aprender que la vida no estaba controlada por la ley o la razón, sino por la suerte y el salvajismo y por un destino ciego e insensible.

—No puedo ver ningún cañón —admitió finalmente.

Sharpe señaló a la partida francesa.

—Esos malnacidos están aplanando el terreno para poder apuntar bien —explicó—. Si quieres acertar, no puedes disparar un cañón desde una cuesta. —Bajó un par de escalones por el sendero norte—. ¡Dan!

—¿Señor?

—¿Ve dónde van a poner un cañón esos cabrones? ¿A qué distancia está?

Hagman, ocultándose en una grieta de la roca, miró hacia abajo.

—Poco menos de setecientos pasos, señor. Demasiado lejos.

—¿Podemos intentarlo?

Hagman se encogió de hombros.

—Puedo intentarlo, pero ¿y si lo reservamos para más tarde?

Sharpe asintió. Era mejor revelar el alcance del rifle a los franceses cuando la situación fuese desesperada.

Vicente volvió a quedarse perplejo, así que Sharpe le dio una explicación.

—Una bala de rifle puede llegar a esa distancia, pero se necesita a un genio para acertar. Dan es casi un genio.

Sharpe pensó en desplegar una pequeña partida de fusileros en mitad de la ladera, pues sabía que a doscientos cincuenta o trescientos metros podían hacer mucho daño a los encargados del cañón, pero a esa distancia los artilleros podían responder con metralla y, aunque la parte más baja de la colina estaba llena de piedras, pocas tenían el tamaño suficiente como para proteger a un hombre de la metralla.

Si bajaban la colina Sharpe perdería soldados. Decidió que lo haría si el cañón resultaba ser un mortero, pues los morteros nunca se cargaban con metralla, pero los franceses estarían obligados a responder a su incursión con una fuerte línea de escaramuza de infantería. Golpe y contragolpe. Resultaba frustrante. Lo único que podía hacer era rezar para que el cañón no fuese un mortero.

No era un mortero. Una hora después de que la cuadrilla de zapadores empezara a preparar la plataforma nivelada, apareció el cañón y Sharpe vio que era un obús. Aunque era un arma mortífera, al menos daba una oportunidad a sus hombres, pues un proyectil de obús llegaría en ángulo oblicuo y sus hombres estarían a salvo entre las rocas más grandes de lo alto de la colina. Vicente pidió que le prestara el catalejo y miró cómo afirmaban el cañón y preparaban los proyectiles los artilleros franceses. Estaban abriendo un armón, con su caja alargada como un féretro y acolchada para que el equipo de artilleros pudiese viajar encima; después apilaron los sacos de pólvora y los proyectiles junto al terreno nivelado.

—Parece un cañón muy pequeño —dijo Vicente.

—No tiene que ser de cañón largo —explicó Sharpe—, porque no es un cañón de precisión. Hará ruido, pero sobreviviremos. —Dijo aquello para animar a Vicente, pero no tenía tanta confianza como parecía. Con suerte dos o tres proyectiles podían diezmar su comando, pero al menos la llegada del obús había apartado de las mentes de sus hombres la principal preocupación, y ahora observaban mientras los artilleros se iban preparando. Habían colocado un banderín a unos cincuenta pasos delante del obús, presumiblemente para que el capitán del cañón pudiera calcular el viento, que tendía a desviar los proyectiles hacia el oeste. Sharpe vio que, en efecto, colocaban cuñas bajo las ruedas del obús para compensar, y después vio a través del catalejo cómo encajaban las cuñas bajo el corto cañón. Los cañones de campaña solían elevarse mediante un tornillo, pero en los obuses se usaban las anticuadas cuñas de madera. Sharpe calculó que el escuálido oficial que supervisaba el cañón debía de estar usando sus cuñas más grandes, forzando la máxima elevación para que sus proyectiles alcanzaran las rocas de la cima. Los primeros sacos de pólvora fueron arrimados al arma. Sharpe vio el destello del reflejo del sol en algo metálico y supo que el oficial debía de estar cortando la mecha del proyectil—. ¡A cubierto, sargento! —gritó Sharpe.

Todos los hombres tenían un sitio adonde ir, un lugar que estaba bien protegido por los grandes peñascos. La mayoría de los fusileros se encontraban en los reductos, vallados con piedra, pero media docena, Sharpe y Harper entre ellos, estaban dentro de la vieja atalaya, donde en el pasado una escalera había llevado a los terraplenes. Sólo quedaban cuatro escalones que subían hasta un enorme boquete en la mampostería del muro norte; Sharpe se colocó allí para poder ver lo que estaban haciendo los franceses.

El cañón desapareció tras una nube de humo, seguida un instante después por el masivo estruendo de la pólvora al explotar. Sharpe intentó localizar el proyectil en el cielo y entonces vio el rastro diminuto y ondulante que dejaba la mecha encendida. Después llegó el sonido del proyectil, como si un trueno retumbara sobre sus cabezas, y el rastro de humo pasó a menos de un metro por encima de la atalaya en ruinas. Todos habían estado conteniendo el aliento, pero lo dejaron escapar cuando el proyectil explotó en algún punto por encima de la ladera sur.

—Cortó demasiado la mecha —dijo Harper.

—La próxima vez no lo hará —dijo Tongue.

Daniel Hagman, lívido, estaba sentado contra el muro con los ojos cerrados. Vicente y la mayoría de sus hombres se encontraban un poco más abajo, donde los protegía una peña del tamaño de una casa. Nada podía alcanzarlos directamente, pero si un proyectil rebotaba en la fachada de la atalaya, probablemente caería entre ellos. Sharpe intentó no pensar en eso. Lo había hecho lo mejor posible, aunque sabía que no podía proporcionar seguridad absoluta a todos los hombres.

Esperaron.

—Vamos, seguid disparando —dijo Harris.

Harper se santiguó. Por el agujero del muro Sharpe vio que el artillero aproximaba el botafuego al cañón. No dijo nada a los hombres: el ruido del arma sería aviso suficiente. Además, no estaba mirando colina abajo para ver cuándo disparaban el obús, sino el momento en que los franceses lanzaban un ataque de infantería. Parecía obvio que ése sería su siguiente paso: disparar el obús para mantener a ingleses y portugueses agachados y después enviar a su infantería para lanzar un asalto, pero Sharpe no veía ninguna señal de esta maniobra. Los dragones se mantenían a distancia, la infantería no estaba a la vista y los artilleros seguían trabajando.

Un proyectil tras otro subían describiendo un arco hasta lo alto de la colina. Tras el primer disparo fallido, las mechas fueron cortadas con la longitud precisa, y los proyectiles rompían las rocas, caían y explotaban. A un ritmo monótono, sostenido, proyectil tras proyectil, cada explosión despedía fragmentos de hierro candente que crepitaban y silbaban entre el desorden de peñas de la cima, aunque los franceses no parecían advertir que los peñascos proporcionaban un espléndido refugio. En la cumbre apestaba a pólvora y el humo flotaba como niebla entre las rocas y se aferraba a las piedras cubiertas de liquen de la atalaya; sin embargo, milagrosamente, nadie estaba malherido. Uno de los hombres de Vicente fue alcanzado por una esquirla de hierro que le hizo un corte en el brazo, pero era la única baja. Aun así, los hombres odiaban aquel calvario. Se sentaban encorvados y contaban los cañonazos, que llegaban a un ritmo regular, uno por minuto; los segundos se alargaban entre disparo y disparo, pero nadie hablaba, y cada disparo era una explosión al pie de la colina, un estrépito o un ruido sordo cuando el proyectil golpeaba, la estridente explosión de la carga de pólvora y el chirrido de su cubierta al fragmentarse. Un proyectil no llegó a explotar; todos esperaron conteniendo el aliento mientras pasaban los segundos, hasta que al final dedujeron que la mecha debía de ser defectuosa.

—¿Cuántos malditos proyectiles tienen? —preguntó Harper al cabo de un cuarto de hora.

Nadie podía responder. Sharpe tenía la vaga idea de que un seis libras inglés llevaba más de un centenar de cargas de munición entre el armón, la cureña y las cajas de los ejes, pero no estaba seguro y probablemente la usanza francesa fuese diferente, así que no dijo nada. En vez de ello, dio una vuelta por la cima de la colina. Fue desde la torre hasta los reductos donde estaban los hombres, y desde allí observó nervioso los otros flancos de la colina; seguía sin haber indicios de que los franceses se estuvieran planteando un asalto.

Volvió a la torre. Hagman se había fabricado un flautín de madera, que había ido tallando durante su convalecencia, y ahora tocaba vibratos y fragmentos de viejas melodías familiares. Los fragmentos musicales sonaban como el trino de los pájaros, pero de repente la montaña reverberaba con la siguiente explosión y las esquirlas del proyectil golpeaban la torre, hasta que el brutal sonido se iba diluyendo y el son entrecortado de la flauta renacía.

—Siempre quise tocar la flauta —dijo Sharpe a nadie en concreto.

—Yo el violín —dijo Harris—, siempre quise tocar el violín.

—Eso es difícil —se burló Harper—. A usted le iría mejor el violón.

Rezongaron y Harper se rió de su broma.

Sharpe contaba mentalmente el transcurso de los segundos. Imaginaba cómo volvían a colocar el cañón en su sitio y luego le pasaban una esponja por dentro, mientras el artillero tapaba el fogón con el dedo para detener la salida de aire, forzada por la esponja al entrar, evitando así que encendiera algún resto de pólvora intacta que hubiera en la recámara. Una vez apagado cualquier resto de fuego que quedara en el interior del cañón, metían dentro bien apretadas las bolsas de pólvora y después el proyectil de seis pulgadas, con su mecha cuidadosamente cortada para que sobresaliera de su tapón de madera, y el artillero metía un pincho por el fogón para agujerear la tela de una de las bolsas de pólvora; luego empujaban una caña llena de la misma pólvora para meterla dentro de la bolsa rasgada. Entonces se apartaban, se tapaban las orejas y el artillero tocaba la caña con el botafuego… Y justo en ese momento Sharpe oyó la explosión y casi al instante hubo un estruendo de mil demonios dentro de la propia torre. Supo que el proyectil había entrado justo por el agujero del final de la escalera truncada, y vio cómo caía, con la mecha humeando en espiral, y se empotraba entre dos de los fardos donde estaba guardada su comida. Sharpe se quedó mirándolo, vio la voluta de humo rizándose hacia arriba, supo que cuando explotara todos iban a morir o a quedar terriblemente mutilados y, sin pensarlo dos veces, se lanzó hacia el proyectil. Escarbó en la mecha y, al darse cuenta de que era demasiado tarde para arrancarla, se dejó caer sobre el proyectil, cubriéndolo con su vientre. En su cabeza se oía a sí mismo gritando, porque no quería morir. Será rápido, pensó, será rápido; al menos ya no tendría que tomar decisiones nunca más y nadie más resultaría herido. Maldijo al proyectil por tardar tanto en explotar, y miró a Daniel Hagman, que lo miraba a él con los ojos muy abiertos y con el flautín olvidado a sólo unos centímetros de su boca.

—Quédese ahí un buen rato —dijo Harper con una voz que apenas ocultaba la tensión que estaba sintiendo— y empollará esa maldita cosa.

Hagman rompió a reír, luego se le sumaron Harris y Cooper y Harper, y Sharpe se levantó de encima del proyectil y vio que el tapón de madera que sujetaba la mecha estaba ennegrecido por el fuego, pero de alguna forma la mecha se había apagado. Cogió el condenado proyectil, lo arrojó hacia fuera por el agujero y escuchó cómo rebotaba por la colina.

—¡Jesús de mi vida! —exclamó Sharpe. Estaba sudando y temblaba. Se dejó caer de espaldas contra la pared y miró a sus hombres, que estaban doblados de risa—. Ay, Dios —suspiró.

—Habría tenido un pequeño dolor de tripita si eso hubiera estallado, señor —dijo Hagman y eso hizo que todos volvieran a reír.

Sharpe se sentía agotado.

—Si no tienen nada mejor que hacer, so cabrones —dijo—, saquen las cantimploras. Denle a todo el mundo un trago.

Estaba racionando el agua al igual que la comida, pero era un día de calor y sabía que todo el mundo estaría seco. Siguió a los fusileros afuera. Vicente, que no tenía ni idea de lo que acababa de suceder, pero sí sabía que un segundo proyectil no había llegado a explotar, parecía nervioso.

—¿Qué ha pasado?

—La mecha se apagó —dijo Sharpe—, simplemente se apagó.

Bajó hasta los reductos situados más al norte y miró el cañón. ¿Cuanta maldita munición tenían esos cabrones? El ritmo de disparos había disminuido un poco, pero parecía que se debía más al cansancio de los artilleros que a la escasez de proyectiles. Vio cómo preparaban otra tanda; esta vez no se tomó la molestia de ponerse a cubierto, aunque el proyectil explotó más allá de la atalaya. El obús había reculado ocho o nueve pasos, mucho menos que un cañón de campaña, y observó cómo los artilleros apoyaban los hombros en la rueda y lo devolvían a su sitio empujando. El aire entre Sharpe y el cañón parecía vibrar por el calor del día, que se intensificó por un pequeño incendio en la hierba provocado por uno de los estallidos del cañón. Esto llevaba ocurriendo toda la mañana y la llama de la boca del obús había dejado por delante del cañón una zona de hierba y helechos chamuscados con forma de abanico. Entonces Sharpe vio algo más, algo que le intrigó. Desplegó el pequeño catalejo de Christopher, maldiciendo por la pérdida del suyo, y lo apoyó sobre una roca; observó con atención y vio que había un oficial agachado junto a la rueda del cañón con una mano levantada. Era aquella postura insólita lo que le extrañaba. ¿Por qué se agacharía un hombre delante de las ruedas de un cañón? Y Sharpe pudo ver algo más. Sombras. Allí abajo el terreno había sido despejado, pero ahora el sol estaba bajo en el cielo y producía largas sombras. Sharpe pudo ver que el suelo desbrozado había sido marcado con dos piedras medio enterradas, cada una más o menos del tamaño de una bala de doce libras, y que el oficial estaba llevando las ruedas justo encima de las dos piedras. Cuando las ruedas tocaron las piedras, bajó la mano y los hombres volvieron a ocuparse de la tarea de las cargas.

Sharpe frunció el ceño, pensativo. A ver, ¿por qué necesitaría un oficial de artilleros francés marcar un lugar para las ruedas de su cañón en un día tan soleado? Las propias ruedas, con sus bordes de hierro, dejarían surcos en la tierra que servirían de marcadores para cuando hubiese que recolocar el cañón después de cada disparo; y, sin embargo, se habían tomado la molestia de poner allí también las piedras. Se agachó detrás del muro cuando otra humareda anunció un nuevo proyectil. El trayecto de éste quedó corto por poca distancia y los dentados fragmentos de hierro golpearon los muretes que habían levantado los hombres de Sharpe. Pendleton asomó la cabeza por encima del reducto.

—¿Por qué no disparan balas redondas, señor? —preguntó.

—Los obuses no disparan balas redondas —dijo Sharpe—, y es difícil disparar un buen cañonazo colina arriba. —Fue brusco porque estaba pensando en aquellas piedras. ¿Por qué las colocaban ahí? ¿Acaso se las había imaginado? Pero cuando miró otra vez por el catalejo seguían allí.

Entonces vio que los artilleros se alejaban del obús. Había aparecido un grupo de infantería, pero sólo se trataba de una guardia para el cañón, que, por lo demás, había quedado abandonado.

—Se han ido a comer —sugirió Harper. Había llevado agua a los hombres de las posiciones más avanzadas y ahora se sentó junto a Sharpe. Por unos instantes pareció avergonzado, después sonrió burlón—. Eso que hizo fue muy valiente, señor.

—Usted hubiera hecho la misma estupidez.

—Ni loco —dijo Harper con vehemencia—. Yo habría salido por esa puñetera puerta como un gato escaldado si mis jodidas piernas hubiesen funcionado. —Vio el cañón abandonado—. Entonces, ¿se acabó por hoy? —preguntó.

—No —dijo Sharpe, que súbitamente entendió por qué estaban allí las piedras.

Y sabía lo que podía hacer.

El brigadier Vuillard, refugiado en la quinta, se sirvió una copa del mejor oporto blanco de los Savage. La casaca de su uniforme azul estaba abierta y se había desabrochado un botón de los calzones para hacer sitio a la excelente paletilla de cordero que había compartido con Christopher, una docena de oficiales y tres mujeres. Las mujeres eran francesas, aunque desde luego no estaban casadas, y una de ellas, cuya melena dorada brillaba a la luz de las velas, se había sentado junto al teniente Pelletieu, quien, desde detrás de sus gafas, parecía incapaz de apartar los ojos de aquel escote profundo y suave, con surcos allí donde el sudor había formado riachuelillos en el maquillaje blanco de su piel.

El brigadier, divertido por el efecto que causaba la mujer en el oficial de artillería, se inclinó hacia delante para aceptar una vela que le ofrecía el mayor Dulong y que usó para encender un cigarro. La noche era templada, las ventanas estaban abiertas y una gran polilla blanca revoloteaba alrededor del candelabro del centro de la mesa.

—¿Es cierto eso —preguntó Vuillard a Christopher entre las caladas necesarias para encender bien el cigarro— de que en Inglaterra se espera que las mujeres abandonen la mesa de la cena antes de que los cigarros estén encendidos?

—Las mujeres respetables, sí. —Christopher se sacó el palillo de la boca para responder.

—Incluso las mujeres respetables, pensaría yo, resultan una compañía atractiva para fumar un buen cigarro y tomar una copa de oporto. —Vuillard, contento de que el cigarro tirase bien, se echó hacia atrás y echó un vistazo a la mesa—. Tengo la impresión —dijo en un arranque de genialidad— de que sé exactamente quién va a responder a la siguiente pregunta. ¿A qué hora amanece mañana?

Hubo un silencio mientras todos los oficiales se miraban entre sí. Pelletieu se sonrojó.

—El alba, señor —dijo—, será a las cuatro y veinte, pero habrá luz suficiente para poder ver a las cuatro menos diez.

—Qué inteligente —le susurró la rubia, que se llamaba Annette.

—¿Y en qué fase está la luna? —preguntó Vuillard.

Pelletieu se sonrojó aún más.

—No se puede hablar de luna, señor. La última luna llena fue el treinta de abril y la próxima será… —Su voz languideció al advertir que a sus compañeros de mesa les hacía gracia su erudición.

—Adelante, teniente —dijo Vuillard.

—El veintinueve de este mes, señor, así que ahora la luna está en cuarto creciente, señor, y muy fina. No ilumina nada. Ahora no.

—Me gustan las noches oscuras —le susurró Annette.

—Es usted una verdadera enciclopedia andante, teniente —dijo Vuillard—, así que cuénteme qué daños causaron hoy sus proyectiles.

—Muy pocos, señor, me temo. —Pelletieu, casi abrumado por el perfume de Annette, parecía estar al borde del desvanecimiento—. Esa cima está extraordinariamente bien protegida por peñascos, señor. Si han mantenido las cabezas bajas, señor, habrán sobrevivido casi sin daño, aunque estoy seguro de que matamos a uno o dos.

—¿Sólo uno o dos?

Pelletieu parecía avergonzado.

—Necesitábamos un mortero.

Vuillard sonrió.

—Cuando un hombre carece del instrumento que necesita, teniente, utiliza lo que tiene a mano. ¿No es así, Annette? —Sonrió, después sacó un grueso reloj del bolsillo de su chaleco y lo abrió—. ¿Cuántas tandas de munición le quedan?

—Treinta y ocho, señor.

—No las use todas de una vez —ordenó Vuillard y luego levantó una ceja fingiendo sorpresa—. ¿No tiene trabajo que hacer, teniente? —preguntó. El trabajo era disparar el obús durante toda la noche para que las desgastadas tropas de la colina no pudiesen dormir. Entonces, una hora antes del alba, los disparos cesarían; Vuillard calculaba que el enemigo estaría dormido cuando su infantería atacara.

Pelletieu arrastró su silla hacia atrás.

—Por supuesto, señor, y gracias, señor.

—¿Gracias?

—Por la cena, señor.

Vuillard hizo un elegante gesto de reconocimiento.

—Lo único que lamento, teniente, es que no pueda quedarse para el entretenimiento. Estoy seguro de que a mademoiselle Annette le habría gustado oírle hablar acerca de sus cargas, su atacador y su esponja.

—¿De verdad, señor? —preguntó Pelletieu, sorprendido.

—Váyase, teniente —respondió Vuillard—, váyase ya. —El teniente salió, perseguido por el sonido de las carcajadas, y el brigadier meneó la cabeza—. Sólo Dios sabe de dónde los sacamos —dijo—. Tenemos que arrancarlos de sus cunas, limpiarles la leche de sus madres de los labios y enviarlos a la guerra. Con todo, el joven Pelletieu conoce bien su disciplina. —Hizo oscilar su reloj de cadena por unos segundos y después se lo metió en el bolsillo—. Amanece a las cuatro menos diez, mayor —le dijo a Dulong.

—Estaremos listos —dijo Dulong. Parecía amargado, como si el fracaso de su ataque la noche anterior todavía lo mortificara.

El cardenal de su rostro estaba negro.

—Listos y descansados, espero —dijo Vuillard.

—Estaremos listos —repitió Dulong.

Vuillard asintió, pero mantuvo su mirada vigilante sobre el mayor de infantería.

—Amarante ya ha sido tomado —dijo—, lo que quiere decir que algunos de los hombres de Loison pueden volver a Oporto. Con suerte, mayor, eso significa que tendremos fuerzas suficientes para marchar hacia el sur a Lisboa.

—Eso espero, señor —contestó Dulong, que no estaba seguro de adónde llevaba aquella conversación.

—Pero la división del general Heudelet aún está despejando la carretera a Vigo —siguió Vuillard—, y la infantería de Foy está limpiando las montañas de partisanos, así que andaremos cortos de tropas, mayor, bastante cortos. Incluso si el general Loison nos devuelve a las brigadas de Delaborde y contando con los dragones de Lorge, andaremos cortos si queremos marchar sobre Lisboa.

—Estoy seguro de que venceremos de todos modos —dijo Dulong lealmente.

—Pero necesitamos a todos los hombres que podamos reunir, mayor, a todos. Y no quiero prescindir de una infantería valiosa para vigilar prisioneros.

Se hizo el silencio en torno a la mesa. Dulong esbozó una leve sonrisa cuando comprendió las implicaciones de las palabras del brigadier, pero no dijo nada.

—¿Me he explicado bien, mayor? —preguntó Vuillard en un tono más duro.

—Sí, señor —contestó Dulong.

—Entonces calen las bayonetas —dijo Vuillard mientras sacudía la ceniza de su cigarro—, y úsenlas bien, mayor, úsenlas bien.

Dulong alzó la vista sin que su rostro adusto expresara nada.

—Sin prisioneros, señor. —No dio entonación de pregunta a sus palabras.

—Eso parece una idea muy buena —asintió Vuillard sonriente—. Ahora váyase y duerma un poco.

El mayor Dulong se fue y Vuillard sirvió más oporto.

—La guerra es cruel —sentenció—, pero a veces la crueldad es necesaria. En cuanto a los demás —miró a los oficiales que estaban a ambos lados de la mesa—, pueden ustedes prepararse para la marcha de regreso a Oporto. Mañana a las ocho este asunto habrá terminado, así que ¿podemos fijar como hora de salida las diez en punto?

Porque para entonces la atalaya de la colina habría caído. El obús mantendría despiertos a los hombres de Sharpe disparando durante toda la noche, y al alba, mientras los hombres luchasen para no dormirse y una luz del color de un lobo gris se filtrase por el borde del mundo, las bien entrenadas fuerzas de infantería de Dulong se encaminarían a la matanza.

Al alba.

Sharpe había estado vigilando hasta que la última luz del crepúsculo se había extinguido en la colina, hasta que no quedó más que una tenebrosa oscuridad, y sólo entonces, con Pendleton, Tongue y Harris como acompañantes, había traspasado el muro exterior y se había abierto camino a tientas sendero abajo. Harper quería ir, incluso se había enfadado porque no se le permitió acompañarlos, pero sería necesario que Harper comandase a los fusileros en caso de que Sharpe no regresara. A Sharpe le habría gustado llevarse a Hagman, pero el hombre aún no se había recuperado del todo, así que se había ido con Pendleton, que era joven, ágil e ingenioso, y con Tongue y Harris, buenos tiradores ambos y además inteligentes. Cada uno de ellos llevaba dos rifles. Sharpe le había dejado su gran espada de caballería a Harper, porque sabía que probablemente aquella pesada vaina metálica golpearía contra las piedras y revelaría su posición.

Bajar de la colina fue una tarea dura y lenta. Había un mínimo indicio de luna, pero las nubes se movían y la cubrían una y otra vez, y ni siquiera cuando se mostraba claramente tenía fuerza como para iluminar el camino. Así que bajaban a ciegas, tanteando antes de dar cada paso y, por ello, haciendo más ruido del que Sharpe habría deseado, aunque, por suerte, la noche estaba llena de ruidos: insectos, el suspiro del viento en el flanco de la colina y el lejano alarido de un raposo. Hagman se las habría arreglado mejor, pensó Sharpe, pues se movía en la oscuridad con la destreza de un furtivo, mientras que los cuatro fusileros que ahora descendían por la larga ladera de la colina eran todos de ciudad. Por lo que Sharpe sabía, Pendleton era de Bristol, donde se había alistado en el ejército para no ser deportado por ratero. Tongue, como Sharpe, venía de Londres, pero Sharpe no podía recordar dónde se había criado Harris, de modo que, cuando se detuvieron para recuperar el aliento y buscar en la oscuridad cualquier atisbo de luz, se lo preguntó.

—De Lichfield, señor —susurró Harris—, de donde procede Samuel Johnson.

—¿Johnson? —Sharpe no podía ubicar el nombre—. ¿Está en el primer batallón?

—Y tanto, señor —murmuró Harris, y después siguieron. Conforme la cuesta se hacía menos empinada y ellos se acostumbraban a aquel viaje a ciegas, se volvían más silenciosos. Sharpe estaba orgulloso de ellos. Quizá no hubiesen nacido para aquel cometido, como Hagman, pero se habían convertido en acechadores y asesinos. Por algo vestían la casaca verde.

Al cabo de aproximadamente una hora desde que habían dejado la atalaya, Sharpe vio lo que esperaba ver.

Un resquicio de luz. Tan sólo un resquicio que se desvaneció rápidamente, pero era amarillo y él supo que provenía de un farol con pantalla y que alguien, probablemente un artillero, había retirado la pantalla para lanzar un pequeño barrido de luz; y después había otra luz, ésta roja y diminuta, y Sharpe sabía que era el botafuego del obús.

—Abajo —susurró. Observó el ligero brillo rojizo. Estaba más lejos de lo que le hubiera gustado, pero tenían mucho tiempo—. Cierren los ojos —siseó.

Cerraron los ojos y, un instante después, el cañón lanzó humo, llamas y proyectil a la noche. Sharpe oyó el estruendo del proyectil sobre su cabeza y vio una luz sin brillo a través de los párpados. Después abrió los ojos y durante unos segundos no pudo ver nada.

—¡Vamos! —dijo, y siguieron descendiendo por la colina con sigilo. La pantalla del farol volvió a abrirse mientras el equipo del cañón empujaba las ruedas del obús hacia las dos piedras que marcaban el lugar desde donde, a pesar de la oscuridad, podían estar seguros de que el cañón sería certero. Aquello, la razón por la que habían marcado el suelo, lo había deducido Sharpe por la tarde: por la noche los artilleros franceses necesitaban un método sencillo para realinear el obús, y dos piedras grandes eran mejores marcas que los surcos del suelo. Así había sabido que iba a haber bombardeo esa noche, y supo exactamente qué podía hacer.

Pasó un buen rato antes de que el obús volviese a disparar, y para entonces Sharpe y sus hombres estaban a doscientos pasos de él y a no mucha más altura que el cañón. Sharpe esperaba haber oído el segundo disparo mucho antes, de modo que supuso que probablemente los artilleros espaciaran sus disparos durante la corta noche para mantener despiertos a sus hombres; eso significaba largos intervalos de tiempo entre disparos.

—¿Harris? ¿Tongue? —susurró—. Hacia la derecha. Si se meten en líos, vuelvan a toda leche junto a Harper. ¿Pendleton? Venga. —Se alejó con el joven hacia la izquierda, avanzando en cuclillas, tanteando el camino entre las rocas, hasta que calculó que se habían apartado unos cincuenta pasos del camino. Entonces situó a Pendleton detrás de una roca y él se colocó detrás de un arbusto bajo de aulaga—. Ya sabe lo que tiene que hacer.

—Sí, señor.

—Pues diviértase.

Sharpe, desde luego, se estaba divirtiendo. Le sorprendió descubrirlo, pero era cierto. Resultaba emocionante engañar así al enemigo, aunque quizás el enemigo ya se esperase lo que estaba a punto de ocurrir y estuviera preparado. Pero no era el momento de preocuparse, sino de provocar algo de confusión, y esperó y esperó hasta que pensó que se había equivocado y que los artilleros no dispararían otra vez. Entonces la noche se partió en dos por una lengua de llamas blancas, larga y brillante, que enseguida fue engullida por la nube de humo, y Sharpe tuvo una breve visión del cañón reculando sobre su rastro, sus grades ruedas girando a unos palmos del suelo. Había perdido su visión nocturna, arrancada a fuego de sus ojos por la brillante puñalada del estallido, así que volvió a esperar, pero esta vez sólo un par de segundos antes de ver el brillo amarillento del farol sin su pantalla, y entendió que los artilleros estaban empujando las ruedas del obús hacia las piedras.

Apuntó al farol. Su visión era aún difusa por los efectos posteriores al fogonazo, pero pudo distinguir el cuadrado de luz del farol con suficiente claridad. Estaba a punto de apretar el gatillo cuando uno de sus hombres disparó desde el lado derecho del camino y el farol cayó, perdiendo su pantalla, y Sharpe vislumbró dos figuras oscuras medio iluminadas por la nueva y más brillante luz. Rectificó su rifle hacia la izquierda y apretó el gatillo, oyó disparar a Pendleton y entonces agarró el segundo rifle y volvió a apuntar hacia el foco de luz. Un francés saltó hacia delante para apagar el farol, y tres rifles, uno de ellos el de Sharpe, dispararon al mismo tiempo. El hombre cayó hacia atrás y Sharpe oyó un sonido metálico como de campana rota, y supo que una de las balas había golpeado el cañón del obús.

Después se apagó la luz.

—¡Vamos! —le dijo Sharpe a Pendleton, y los dos corrieron aún más hacia su izquierda. Podían oír gritar a los franceses, a un hombre jadeando y quejándose, y después una voz más fuerte que pedía silencio—. ¡Abajo! —susurró Sharpe; los dos se pegaron al suelo y Sharpe empezó la laboriosa tarea de cargar sus dos rifles a oscuras. Vio una llamita ardiendo donde habían estado Pendleton y él y comprendió que el taco del disparo de uno de los rifles había encendido un pequeño fuego en la hierba. Osciló durante unos segundos y entonces Sharpe vio allí cerca unas siluetas oscuras y supuso que la infantería francesa que había estado vigilando el cañón estaba buscando a quienes habían disparado, pero no encontraron nada, pisotearon el fuego hasta apagarlo y se internaron de nuevo entre los árboles.

Hubo otra pausa. Sharpe podía oír el murmullo de voces y pensó que los franceses estaban discutiendo qué hacer ahora. La respuesta llegó enseguida, cuando oyó ruido de pasos y dedujo que enviaban a la infantería para que rastreara la ladera más cercana, pero en la oscuridad no hicieron más que tropezar entre los helechos y maldecir cada vez que tropezaban con una roca o se enredaban en las aulagas. Oficiales y sargentos gruñían y hablaban bruscamente a los hombres, que eran demasiado sensatos como para desplegarse y perderse o quizá caer en una emboscada en la oscuridad. Al cabo de un rato, volvieron a la zona de árboles y se produjo otra larga espera, aunque Sharpe podía oír el ruido del atacador del obús mientras empujaba y rascaba el lecho del siguiente proyectil.

Probablemente los franceses pensaran que sus atacantes se habían ido, decidió: no había habido disparos durante un buen rato y su propia infantería había hecho una búsqueda superficial. Podía ser que los franceses se sintieran más seguros, pues el artillero intentó reavivar el botafuego a lo tonto, agitándolo adelante y atrás un par de veces, hasta que en la punta se encendió un brillo rojizo. No necesitaba calor adicional para encender la caña del fogón, sino más bien luz para poder ver el fogón; fue su sentencia de muerte, ya que después sopló sobre la punta de la mecha de combustión lenta que llevaba el botafuego en su horquilla, y Harris o Tongue le dispararon. Hasta Sharpe saltó de sorpresa cuando el disparo de rifle surcó la noche y durante un instante vio una lejana llama a su derecha. Entonces la infantería francesa formó filas, el botafuego caído fue levantado y, justo cuando el obús disparaba, los mosquetes descargaron una brutal ráfaga de disparos en dirección a Tongue y Harris.

Se produjeron nuevos incendios en la hierba. Uno prendió delante mismo del obús y otros dos pequeños incendios se iniciaron por los tacos de los mosquetes franceses. Sharpe, con los ojos aún deslumbrados por el gran fogonazo del cañón, pudo de todos modos distinguir al equipo de artilleros empujando las ruedas, y deslizó su rifle hacia delante. Disparó, cambió de arma y volvió a disparar, apuntando al oscuro grupo de hombres que se esforzaba en la rueda del cañón más cercana. Vio que uno caía. Pendleton disparó. Hubo dos disparos más desde la derecha. Los fuegos de la hierba se estaban extendiendo y la infantería cayó en la cuenta de que las llamas estaban iluminando a los artilleros, convirtiéndolos en blancos, y apagaron los pequeños incendios a frenéticos pisotones, pero no antes de que Pendleton disparase su segundo rifle y Sharpe viera a otro artillero alejarse del obús. Después hubo otro disparo, de Tongue o de Harris, antes de que las llamas fueran por fin extinguidas.

Sharpe y Pendleton retrocedieron cincuenta pasos antes de volver a recargar.

—Esta vez les hemos hecho daño —dijo Sharpe.

Pequeños grupos de franceses, gritando como locos para infundirse valor, salieron lanzados como flechas para revisar de nuevo la ladera, pero tampoco esta vez encontraron nada.

Sharpe permaneció allí otra media hora, disparó cuatro veces más y luego regresó a la cima de la colina; en la oscuridad, el trayecto le había llevado casi dos horas, aunque era más fácil que bajar, porque ya había bastante luz para mostrar el perfil de la colina y la silueta mellada de la atalaya. Tongue y Harris lo siguieron una hora más tarde; le susurraron la contraseña al centinela y entraron emocionados al fortín, donde relataron su hazaña.

El obús disparó dos veces más durante la noche. El primer disparo atronó la parte inferior de la ladera con un bote de metralla y el segundo, un proyectil, hizo que la noche retumbara entre llamas y humo justo hacia el este de la atalaya. Nadie pudo dormir demasiado, pero a Sharpe le habría sorprendido mucho si alguien hubiera podido dormir bien después del infierno del día anterior. Y justo antes del alba, cuando el borde oriental del mundo era un brillo grisáceo, dio una vuelta para asegurarse de que todo el mundo estuviera despierto. Harper estaba encendiendo un fuego junto al muro de la atalaya. Sharpe había prohibido las hogueras durante la noche, pues las llamas habrían supuesto una excelente señal para que los artilleros franceses apuntaran, pero ahora que llegaba el día se podía preparar el té con seguridad.

—Podemos quedarnos aquí para siempre —había dicho Harper—, siempre y cuando podamos preparar el té, señor. Pero si nos quedamos sin té, tendremos que rendirnos.

La raya gris del este se extendió, aclarándose en su base. Vicente temblaba junto a Sharpe, pues la noche había sido sorprendentemente fría.

—¿Cree que van a venir? —preguntó Vicente.

—Van a venir, sí —confirmó Sharpe. Sabía que el suministro de munición del obús no era interminable y que sólo podía haber una razón para mantener el cañón trabajando toda la noche: la de crisparles los nervios a sus hombres para que se convirtiesen en presa fácil de un ataque mañanero.

Y eso quería decir que los franceses vendrían al amanecer.

Y la luz crecía, triste, gris y pálida como la muerte, y el borde superior de las nubes más altas ya era de un dorado rojizo, mientras la luz viraba del gris al blanco y del blanco al dorado y del dorado al rojo.

Entonces comenzaría la matanza.

—¡Señor! ¡Señor Sharpe!

—¡Los veo! —Siluetas oscuras fundiéndose en las oscuras sombras de la ladera norte. Era la caballería francesa o quizá dragones desmontados que venían a atacar—. ¡Fusileros! ¡Prepárense! —Se oyeron los clics mientras los rifles Baker eran amartillados—. Que sus hombres no disparen, ¿entendido? —ordenó Sharpe a Vicente.

—Claro —dijo Vicente. Los mosquetes eran de una imprecisión desesperante a más de sesenta pasos, así que Sharpe reservaría la descarga de los portugueses como defensa final y dejaría que sus fusileros enseñaran a los franceses las ventajas de los siete campos y los siete surcos que daban un cuarto de giro dentro del cañón del rifle[2]. Vicente daba saltitos sobre las plantas de sus pies, delatando así su nerviosismo. Se toqueteaba uno de los extremos de su pequeño bigote y se humedecía los labios—. Esperamos hasta que alcancen esa roca blanca, ¿no es eso?

—Sí —dijo Sharpe—, y ¿por qué no se afeita ese bigote?

Vicente se quedó mirándolo.

—¿Que por qué no me afeito el bigote? —Apenas podía creer lo que oía.

—Aféiteselo —dijo Sharpe—. Parecerá mayor. Se parecerá menos a un abogado. Podría hacérselo Luis. —Había conseguido borrar de la cabeza de Vicente sus preocupaciones, y ahora miraba hacia el este, donde la niebla cubría el terreno más bajo. No habría amenaza desde ese lado, calculó, y había puesto a cuatro de sus fusileros a vigilar el sendero sur, pero sólo a cuatro, porque estaba bastante seguro de que los franceses concentrarían a sus tropas en un único lado de la colina, y en cuanto estuviese absolutamente seguro de eso, traería a aquellos cuatro de regreso al lado norte y dejaría que una docena de los hombres de Vicente vigilara el sendero sur—. ¡Cuando estén listos, muchachos! —dijo Sharpe—. ¡Pero no disparen alto!

Sharpe no lo sabía, pero los franceses llegaban con retraso. Dulong quería que sus hombres cerraran su aproximación ala cima antes de que el horizonte se volviera gris, pero les llevó más tiempo del previsto subir la ladera a oscuras, y además sus hombres estaban desconcertados y cansados después de una noche cazando fantasmas. Salvo que los fantasmas eran reales y habían matado a un artillero, herido a otros tres y contagiado el temor de Dios al resto del equipo de artillería. Dulong, con sus órdenes de no hacer prisioneros, sentía cierto respeto por los hombres a los que se enfrentaba.

Y entonces comenzó la masacre.

Fue una masacre. Los franceses tenían mosquetes, los británicos tenían rifles. Los franceses tenían que converger en la estrecha cresta que ascendía a la pequeña meseta de la cima; una vez en la cresta, eran presa fácil para los rifles. En los primeros segundos cayeron seis hombres. La respuesta de Dulong fue enviar a más hombres para superar en número a los del fortín, pero dispararon más rifles, se elevó más humo desde la cima de la colina, más balas llegaron a su destino, y Dulong entendió lo que antes sólo sabía por sus clases teóricas: la amenaza que suponía el cañón de un rifle. A una distancia a la que los disparos de mosquete de un batallón completo difícilmente matarían a un solo hombre, los rifles ingleses resultaban letales. Las balas, advirtió, hacían un sonido diferente. Producían un chirrido apenas perceptible en su restallante amenaza. Los rifles no disparaban como un mosquete, sino que hacían un chasquido al detonar, y un hombre alcanzado por una bala de rifle era lanzado a mayor distancia hacia atrás de lo que lo sería si la bala hubiera sido de mosquete. Ahora Dulong podía ver a los fusileros, pues se levantaban de sus refugios de piedra para recargar aquellas malditas armas, ignorando la amenaza de los disparos de obús, que de vez en cuando describían un arco por encima de las cabezas de la infantería francesa para explotar sobre la cima. Dulong gritaba a sus hombres que dispararan al enemigo de casaca verde, pero los tiros de mosquete sonaban débiles y las balas se perdían, y sus hombres se resistían a subir a la parte estrecha de la cresta, así que Dulong, consciente de que su ejemplo lo era todo y considerando que un hombre con suerte posiblemente sobreviviría al fuego de los rifles y alcanzaría los reductos, decidió ofrecerse como ejemplo. Gritó a sus hombres que lo siguieran, desenvainó su sable y cargó.

—¡Por Francia! —gritó—. ¡Por el Emperador!

—¡Alto el fuego! —gritó Sharpe.

Ni un solo hombre había seguido a Dulong, ni uno. Venía solo. Sharpe reconoció el coraje del francés y, para demostrarlo, dio un paso adelante y levantó su espada como saludo formal.

Dulong vio el saludo, se detuvo, miró hacia atrás y comprobó que estaba solo. Volvió a mirar a Sharpe, levantó su propio sable y después lo envainó con un golpe violento que delataba la indignación que sentía por el rechazo de sus hombres a morir por el Emperador. Saludó a Sharpe con un movimiento de cabeza y después se marchó; veinte minutos después los demás franceses se habían ido de la colina.

Los hombres de Vicente habían formado en dos filas en la explanada abierta de la atalaya, preparados para disparar una andanada que al final no había sido necesaria; dos de ellos habían caído muertos por un disparo del obús. Un trozo de proyectil se había incrustado en una de las piernas de Gataker, abriendo un sangriento camino hacia abajo en su muslo derecho, pero dejando intacto el hueso. Sharpe ni siquiera se había dado cuenta de que el obús había estado disparando durante el ataque, pero ahora había cesado. El sol había subido del todo y los valles estaban inundados de luz; el sargento Harper, con el cañón de su rifle obstruido por depósitos de pólvora y caliente por los disparos, acababa de preparar la primera tetera del día.