CAPÍTULO 5

A Sharpe le había dolido la pérdida del catalejo. Se decía a sí mismo que se trataba de una baratija, un adorno útil, pero aun así le dolía. Era el símbolo de una hazaña, no sólo el del rescate de sir Arthur Wellesley, sino al fin y al cabo el de un ascenso de rango por méritos propios. A veces, cuando a duras penas se atrevía a creer que él era oficial del rey, miraba el catalejo y pensaba en lo lejos que había llegado desde el orfanato de Brewhouse Lane, y otras veces, aunque le costase reconocerlo ante sí mismo, disfrutaba negándose a dar explicaciones sobre la placa del cilindro del catalejo. Aunque sabía que otros lo sabían. Esos hombres lo miraban, entendían que una vez había luchado como un demonio bajo el sol indio, y se sentían intimidados.

Ahora el malnacido de Christopher tenía la lente.

—Ya lo recuperará, señor —intentaba consolarlo Harper.

—Yo también lo creo. He oído que anoche Williamson se metió en una pelea en el pueblo.

—No fue tanto como una pelea, señor. Lo saqué a rastras de allí.

—¿A quién estaba zurrando?

—A uno de los hombres de Lopes, señor. Un cabrón tan malo como Williamson.

—¿Debería castigarle?

—No, señor, por Dios. Ya me ocupé yo.

Pero, con todo, Sharpe declaró el pueblo zona prohibida, consciente de que la medida no iba a ser popular entre sus hombres. Harper habló en nombre de ellos, señalando que había algunas chicas bonitas en Vila Real de Zedes.

—Hay una mocita esmirriada allí, señor —dijo—, que haría que le saltaran las lágrimas. Los chicos sólo quieren bajar paseando alguna tarde para saludar.

—Y dejarse unos críos detrás.

—Eso también —asintió Harper.

—¿Y esas chicas no pueden subir aquí? —preguntó Sharpe—. He oído que algunas ya lo hacen.

—Algunas sí, señor; según me han contado, es cierto.

—¿Incluida una mocita esmirriada que tiene la melena pelirroja y que le haría saltar las lágrimas?

Harper observaba cómo un águila sobrevolaba las cuestas plagadas de retama de la colina sobre la que habían construido el fortín.

—Algunos de nosotros queremos ir a la iglesia del pueblo, señor —dijo, evitando mencionar a propósito a la chica pelirroja, cuyo nombre era María.

Sharpe sonrió.

—Entonces, ¿cuántos católicos tenemos?

—Estamos Donnelly, Carter, McNeill y yo, señor. Oh, y Slattery, por supuesto. Ustedes, todos los demás, irán al infierno.

—¡Slattery! —exclamó Sharpe—. Fergus no es ni siquiera cristiano.

—Nunca dije que lo fuera, señor, pero sí va a misa.

Sharpe no pudo evitar reírse.

—Entonces dejaré que los católicos vayan a misa.

Harper sonrió en son de burla.

—Eso quiere decir que para el domingo todos serán católicos.

—Esto es el ejército —le advirtió Sharpe—, así que si alguien quiere convertirse tiene que pedirme permiso. Pero puede usted llevarse a los otros cuatro a misa y traerlos de vuelta a mediodía, y si encuentro a alguno de los demás allí abajo, le haré responsable a usted.

—¿A mí?

—¿Es usted sargento o no?

—Pero cuando los muchachos vean que los hombres del teniente Vicente van al pueblo, señor, no entenderán por qué a ellos no se les permite.

—Vicente es portugués. Sus hombres conocen las normas locales. Antes o después habrá una pelea por esas chicas que les hacen saltar las lágrimas, y eso debemos evitarlo, Pat.

El problema no eran tanto las chicas, pero Sharpe sabía que podía ser un problema que alguno de sus fusileros se emborrachara; ése era el verdadero problema. Había dos tabernas en el pueblo y ambas servían vino barato de barrica, y la mitad de sus hombres beberían hasta caer inconscientes en cuanto tuvieran la menor oportunidad. Y era una tentación relajar las normas siendo tan extraña como era la situación de los fusileros. Estaban desconectados del ejército, sin saber con seguridad lo que estaba pasando y sin casi nada que hacer, así que Sharpe inventaba más trabajo para ellos. Ahora al fortín le estaban brotando reductos de piedra adicionales; Sharpe encontró herramientas en el granero de la quinta e hizo que sus hombres despejaran el sendero del bosque y subieran haces de leña a la atalaya, y cuando terminaron organizó patrullas por los campos de los alrededores. No pretendía que las patrullas trataran de localizar al enemigo, sino cansar a los hombres para que se derrumbaran al caer el sol y durmieran hasta el amanecer. Cada amanecer, Sharpe pasaba revista con formalidad e imponía castigos a los hombres si encontraba un botón desabrochado o un indicio de herrumbre en el percutor de un rifle. Ellos se quejaban, pero de ese modo no había conflictos con los del pueblo.

Las barricas de las tabernas del pueblo no eran el único peligro. La bodega de la quinta estaba llena de barricas de oporto y de estantes con un montón de botellas de vino blanco. Williamson se las arregló para encontrar la llave, que estaba escondida en una jarra en la cocina, y Sims, Gataker y él se emborracharon como inútiles con lo mejor de los Savage. La juerga terminó bien pasada la medianoche con los tres hombres tirando piedras contra los postigos de la quinta.

Los tres habían simulado estar de guardia bajo la vigilancia de Dodd, un hombre de confianza, y Sharpe habló primero con él.

—¿Por qué no dio parte de ellos?

—No sabía dónde estaban, señor. —Dodd mantenía los ojos fijos en el muro por encima de la cabeza de Sharpe. Estaba mintiendo, por supuesto, pero sólo porque los hombres se protegían unos a otros. Sharpe lo había hecho cuando estaba en la tropa, y no esperaba nada menos de Matthew Dodd, igual que Dodd no esperaba nada más que un castigo.

Sharpe miró al sargento Harper.

—¿Tiene trabajo para él, sargento?

—La cocinera se estaba quejando de que todo el cobre de la cocina necesita una buena limpieza, señor.

—Hágale sudar —ordenó Sharpe—, y sin ración de vino durante una semana.

Los hombres tenían derecho a una pinta de ron al día y, a falta del áspero licor, Sharpe estaba distribuyendo vino tinto de una barrica que había requisado de la bodega de la quinta. Castigó a Sims y a Gataker a vestir el uniforme completo con capote y a marchar después por el paseo una y otra vez con unos morrales llenos de piedras. Lo hicieron bajo la entusiasta mirada de Harper; cuando vomitaron por la fatiga y por la resaca, el sargento los puso en pie a patadas y los obligó a limpiar el vómito del paseo con sus propias manos y después a seguir marchando.

Vicente consiguió que un albañil del pueblo tapiara la entrada de la bodega. Mientras éste trabajaba y Dodd pulía el cobre con arena y vinagre, Sharpe se llevó arriba, al bosque, a Williamson. Tuvo la tentación de azotar a aquel hombre, pues sentía por él algo muy cercano al odio, pero Sharpe había sido azotado una vez y era reacio a aplicar el mismo castigo. Así que buscó un espacio abierto entre unos laureles y utilizó su espada para marcar dos líneas en la hierba musgosa. Cada línea medía casi un metro de largo y había otro metro de separación entre ellas.

—Yo no le gusto, ¿verdad, Williamson?

Williamson no dijo nada. Únicamente miró las líneas con ojos enrojecidos. Sabía lo que eran.

—¿Cuáles son mis tres normas, Williamson?

Williamson levantó la mirada con gesto hosco. Era un hombre grande, de rostro tosco y patillas largas, con la nariz rota y marcas de viruela. Provenía de Leicester, donde había estado preso por robar dos ciriales de la iglesia de San Nicolás y le habían ofrecido la posibilidad de alistarse para evitar la horca.

—No robar —dijo en voz baja—, no emborracharse y luchar como Dios manda.

—¿Es usted un ladrón?

—No, señor.

—Sí que lo es, Williamson. Por eso está usted en el ejército. Y se emborracha sin permiso. Pero ¿sabe luchar?

—Usted sabe que sí, señor.

Sharpe se desabrochó el cinto de la espada, lo soltó y el arma cayó; después se quitó el chacó y la casaca verde y los dejó caer.

—Dígame por qué no le gusto —exigió.

Williamson se quedó mirando los laureles.

—¡Vamos! —dijo Sharpe—. Diga lo que le salga de las narices. No va a ser castigado por contestar a una pregunta.

Williamson volvió a mirarlo.

—¡No tendríamos que estar aquí! —le espetó.

—Tiene usted razón.

Williamson pestañeó al oír aquello, pero siguió hablando.

—¡Desde que murió el capitán Murray, señor, hemos estado descolgados y a nuestro aire! Deberíamos volver con el batallón. Es ahí donde deberíamos estar. Usted nunca fue nuestro oficial, señor. ¡Nunca!

—Lo soy ahora.

—Eso no es verdad.

—¿Quiere volver a casa, en Inglaterra?

—El batallón está allí, así que sí quiero.

—Pero hay una guerra en marcha, Williamson. Una puta guerra. Y nosotros estamos aquí atascados. No pedimos estar aquí, ni siquiera queremos estar aquí, pero es donde estamos. Y nos vamos a quedar. —Williamson miró a Sharpe con resentimiento, aunque no dijo nada—. Pero usted puede irse a casa, Williamson —dijo Sharpe, y aquel rostro huraño se alzó interesado—. Hay tres maneras de que se vaya usted a casa. Una, si recibimos órdenes de Inglaterra. Dos, si usted está tan malherido que lo envían a casa. Y tres, si pone usted el pie en esa raya y pelea conmigo. Gane o pierda, Williamson, le prometo que lo enviaré a casa tan pronto como pueda en el primer puñetero barco que encontremos. Lo único que tiene que hacer es pelear conmigo. —Sharpe caminó hasta una de las líneas y arrimó los dedos de los pies a ella. Así era como luchaban los boxeadores profesionales: tocaban la línea con el dedo del pie y después se golpeaban con los puños desnudos hasta que uno caía ensangrentado y rendido por el cansancio—. Pelee conmigo como Dios manda —dijo Sharpe—, y procure no caer al primer golpe. Tendrá que sangrar para demostrar que lo está intentando. Golpéeme en la nariz, eso bastará.

Sharpe esperó. Williamson se relamió los labios.

—¡Venga! —gruñó Sharpe—. ¡Pelee conmigo!

—Usted es un oficial —dijo Williamson.

—No, ahora no lo soy. Y no hay nadie vigilando. Sólo usted y yo, Williamson. Yo no le gusto, y estoy dándole la oportunidad de zurrarme. Si lo hace bien, le garantizo que estará usted en casa para el verano. —No sabía cómo iba a cumplir esa promesa, pero tampoco creía que llegase a ser necesario: Williamson, él lo sabía, estaba recordando la pelea épica entre Harper y Sharpe, una pelea que dejó a ambos hombres tambaleantes, aunque Sharpe la había ganado y los fusileros lo habían visto, y aquel día aprendieron algo sobre Sharpe.

Y Williamson no quería aprender aquella lección de nuevo.

—No pelearé contra un oficial —alegó con fingida dignidad.

Sharpe le dio la espalda y recogió su casaca.

—Entonces busque al sargento Harper y dígale que tiene usted el mismo castigo que Sims y Gataker. —Se dio la vuelta—. ¡A paso ligero!

Williamson corrió. Puede que la vergüenza por haber rehuido la pelea lo volviera más peligroso, pero también disminuiría su influencia sobre los otros hombres, que, aunque nunca sabrían qué había ocurrido en el bosque, tendrían la sensación de que Williamson había sido humillado. Sharpe se abrochó el cinturón y regresó caminando lentamente. Le preocupaban sus hombres, le preocupaba llegar a perder su lealtad, le preocupaba estar demostrando que era un mal oficial. Recordó a Blas Vivar y deseó tener la serena habilidad del oficial español para imponer la obediencia sólo con estar presente, pero quizás aquella autoridad sin esfuerzo llegaba con la experiencia. Al menos ninguno de sus hombres había desertado. Estaban todos presentes, excepto Tarrant y los pocos que se encontraban en el hospital militar de Coímbra recuperándose de las fiebres.

Hacía un mes que había caído Oporto. El fortín de lo alto de la colina estaba casi terminado y, para sorpresa de Sharpe, los hombres habían disfrutado del trabajo duro. Daniel Hagman volvía a andar de nuevo, si bien despacio, pero estaba lo suficientemente bien como para trabajar, de modo que Sharpe puso una mesa de cocina al sol donde, uno por uno, Hagman desmontó, limpió y engrasó todos los rifles. Los fugitivos que habían huido de Oporto ya habían regresado a la ciudad o habían encontrado refugio en cualquier otro sitio, pero los franceses estaban ocasionando nuevas olas de fugitivos. Dondequiera que los partisanos les tendieran una emboscada, saqueaban los pueblos cercanos e, incluso sin la provocación de la emboscada, saqueaban sin piedad las granjas para alimentarse. Cada vez más gente llegaba a Vila Real de Zedes, atraída hasta el lugar por los rumores de que los franceses habían decidido respetar el pueblo. Nadie sabía por qué hacían aquello los franceses, aunque algunas ancianas decían que era porque todo el valle estaba bajo la protección de san José, cuya imagen de tamaño natural alojaba la iglesia, y el sacerdote del pueblo, el padre Josefa, alentaba esa creencia. Incluso sacaba la imagen de la iglesia, decorada con narcisos mustios y coronas de laurel, y después la paseaba por los límites del pueblo para mostrar al santo la extensión exacta de las tierras que necesitaban su protección. Vila Real de Zedes, creía el pueblo, era un santuario en la guerra y había sido Dios quien lo había dispuesto así.

Mayo llegó cargado de lluvia y viento. Cayeron las últimas flores de los árboles, formando húmedas hileras de pétalos rosas y blancos en la hierba. Los franceses seguían sin llegar, y Manuel Lopes consideraba que sencillamente estaban demasiado ocupados como para molestarse con Vila Real de Zedes.

—Han tenido problemas —dijo feliz—. Silveira les está dando un dolor de tripa en Amarante y la carretera a Vigo ha sido cerrada por los partisanos. ¡Están bloqueados! ¡No pueden regresar a casa! Aquí no van a molestarnos. —Lopes iba con frecuencia a las poblaciones cercanas, donde pasaba por vendedor ambulante de baratijas religiosas y regresaba de allí con noticias acerca de las tropas francesas—. Patrullan las carreteras, se emborrachan por la noche y desean estar de vuelta en casa.

—Y buscan comida —dijo Sharpe.

—Eso también, sí —concedió Lopes.

—Y algún día —anunció Sharpe—, cuando estén hambrientos, vendrán aquí.

—El coronel Christopher no les dejará —replicó Lopes.

Sharpe y Lopes estaban paseando por el paseo de la quinta; lo vigilaban Harris y Cooper, que montaban guardia en la puerta, lo más cerca que Sharpe permitía acercarse al pueblo a sus fusileros protestantes. Amenazaba lluvia. Unas capas grises de agua caían ya por la colinas del norte y Sharpe había oído el retumbar de truenos dos veces; aunque podrían haber sido los cañones en Amarante, el ruido parecía demasiado estruendoso.

—Me iré pronto —anunció Lopes.

—¿De vuelta a Braganza?

—A Amarante. Mis hombres se han recuperado. Es hora de volver a luchar.

—Podría hacer una cosa por mí antes de irse —dijo Sharpe, ignorando la crítica que implicaban las últimas palabras de Lopes—. Diga a esos refugiados que se vayan del pueblo. Dígales que vuelvan a casa. Dígales que san José tiene demasiado trabajo y que no los protegerá cuando vengan los franceses.

Lopes negó con la cabeza.

—Los franceses no van a venir —insistió.

—Y cuando vengan —continuó Sharpe, igual de insistente—, yo no podré defender el pueblo. No tengo bastantes hombres.

Lopes parecía indignado.

—Usted sólo defenderá la quinta —sugirió— porque pertenece a una familia inglesa.

—Me importa un comino la quinta —dijo Sharpe con enojo—. Estaré en lo alto de esa colina intentando permanecer con vida. ¡Por el amor de Dios, somos menos de sesenta! Y los franceses enviarán quince centenas.

—No vendrán —repitió Lopes. Estiró el brazo para arrancar una flor blanca marchita de un árbol—. Nunca me fié del oporto de Savage —dijo.

—¿De qué habla?

—Un saúco —dijo Lopes, mostrándole a Sharpe los pétalos—. Los malos fabricantes de oporto echan zumo de bayas de saúco en el vino para hacer que parezca más rico.

—Tiró las flores y de repente Sharpe se acordó de aquel día en Oporto, el día que los refugiados se ahogaron mientras los franceses tomaban la ciudad, y recordó que Christopher estaba a punto de escribirle la orden de que regresara atravesando el Duero cuando una bala de cañón, al golpear un árbol, hizo caer una lluvia de pétalos rosados que el coronel creyó que eran flores de cerezo. Y Sharpe recordó la expresión del rostro de Christopher ante la mención del nombre de judas.

—¡Jesús! —dijo Sharpe.

—¿Qué? —Lopes se quedó desconcertado ante la fuerza de aquella imprecación.

—Es un maldito traidor.

—¿Quién?

—El puto coronel —respondió Sharpe. Era una mera intuición lo que tan de repente lo había convencido de que Christopher estaba traicionando a su país, una intuición basada en el recuerdo de la expresión de indignación del coronel cuando Sharpe vio la flor caída de un árbol de Judas. Desde entonces, Sharpe había estado vacilando entre medio sospechar la traición de Christopher y creer que quizás el coronel estuviera dedicándose a algún misterioso trabajo diplomático; sin embargo, al recordar aquella expresión del rostro de Christopher y al comprender que había sido tanto de miedo como de indignación, Sharpe se convenció del todo. Christopher no sólo era un ladrón, sino también un traidor—. Tiene usted razón —le dijo a un Lopes atónito—, es hora de luchar. ¡Harris! —Se volvió hace la puerta.

—¿Señor?

—Búsqueme al sargento Harper. Y al teniente Vicente.

Vicente llegó primero. Sharpe no supo explicarle por qué estaba tan seguro de que Christopher era un traidor, pero Vicente tampoco sintió la necesidad de discutirlo. Odiaba a Christopher porque se había casado con Kate y estaba tan aburrido como Sharpe de la vida ociosa en la quinta.

—Traiga comida —le pidió Sharpe—. Vaya al pueblo, pídales que cuezan pan, compre toda la carne salada y ahumada que pueda. Quiero que al caer la noche cada hombre tenga cinco raciones diarias.

Harper fue más precavido.

—Pensaba que tenía usted órdenes, señor.

—Y las tengo, Pat, del general Cradock.

—Por Dios, señor, no desobedezca las órdenes de un general.

—¿Y quién trajo esas órdenes? —preguntó Sharpe—. Fue Christopher. Entonces mintió a Cradock exactamente igual que a todos los demás. —No tenía certeza de aquello, no podía estar seguro, pero tampoco podía encontrarle sentido a quedarse holgazaneando en la quinta. Iría al sur y confiaría en que el capitán Hogan lo protegiera de la cólera del general Cradock—. Nos marcharemos hoy al anochecer —le dijo a Harper—. Quiero que inspeccione el equipo y la munición de todos los hombres.

Harper olisqueó el aire.

—Vamos a tener lluvia, señor, y de la buena.

—Por eso Dios hizo que nuestra piel fuese impermeable —dijo Sharpe.

—Estaba pensando que quizá sería mejor esperar hasta después de medianoche, señor, dándole a la lluvia la oportunidad de amainar.

Sharpe negó con la cabeza.

—Quiero salir de aquí, Pat. De repente este lugar me da mala espina. Llevaremos a todos hacia el sur. Hacia el río.

—Creía que los franchutes se habían llevado todas las barcas.

—No quiero ir hacia el este. —Sharpe movió la cabeza en dirección a Amarante, donde según decían los rumores la batalla continuaba—, y no hay nada más que franchutes hacia el oeste. —El norte era todo montaña, rocas e inanición, pero hacia el sur estaba el río; Sharpe sabía que las fuerzas inglesas estaban en algún lugar más allá del Duero, y había estado pensando que los franceses no podían haber destruido todas las barcas de su larga y rocosa orilla—. Encontraremos un bote —prometió a Harper.

—Será noche cerrada, señor. Tendremos suerte si encontramos el camino.

—¡Por el amor de Dios! —dijo Sharpe, irritado por el pesimismo de Harper—, ¡llevamos un puñetero mes patrullando por este sitio! Podemos abrirnos camino hacia el sur.

Por la tarde tenían dos sacos de pan, un poco de carne de cabra ahumada y dura como una piedra, dos quesos y una bolsa de alubias que Sharpe distribuyó entre los hombres. Después tuvo un golpe de inspiración: fue a la cocina de la quinta y robó dos grandes latas de té. Consideró que ya era hora de que Kate hiciese algo por su país, y había pocos gestos más elegantes que donar un buen té chino a unos fusileros. Le dio una lata a Harper y metió la otra en su macuto. Había empezado a llover, las gotas repiqueteaban en el tejado de los establos y caían en cascada sobre el patio empedrado. Daniel Hagman miraba la lluvia desde la puerta del establo.

—Me siento bien, señor —aseguró a Sharpe.

—Podemos montar una camilla, Dan, si se encuentra usted mal.

—¡Por Dios! ¡No, señor! Estoy perfectamente, perfectamente.

Nadie quería salir con aquel aguacero, pero Sharpe había decidido aprovechar hasta la última hora de oscuridad para abrirse camino hacia el Duero. Existía una posibilidad, pensaba, de alcanzar el río a media mañana del día siguiente; luego dejaría descansar a sus hombres mientras él buscaba en la orilla del río algún medio para cruzar.

—¡Carguen los macutos! —ordenó—. Prepárense.

Observó a Williamson en busca de algún indicio de reticencia, pero el hombre se movió con los demás. Vicente había repartido corchos de botellas de vino y los hombres los encajaron en la boca de sus rifles o mosquetes. Las armas no estaban cargadas porque con aquella lluvia la pólvora se habría convertido en un limo gris. Hubo de nuevo refunfuños cuando Sharpe les ordenó salir de los establos, pero encogieron la espalda, salieron al patio detrás de él y se metieron en el bosque, donde el viento y la lluvia azotaban los robles y los abedules.

Antes de que hubieran avanzado medio kilómetro Sharpe estaba calado hasta los huesos, pero se consolaba pensando que probablemente nadie más saldría con aquel tiempo de perros. La luz del anochecer languidecía deprisa, robada por negras nubes de vientre hinchado que se acumulaban sobre el dentado perfil de la atalaya en ruinas. Sharpe seguía un camino que bordeaba el lado oeste de la colina de la atalaya; cuando salieron de entre los árboles echó un vistazo a la vieja construcción, pensando apesadumbrado en todo aquel trabajo.

Dio orden de detenerse para que la retaguardia de la fila los alcanzara. Daniel Hagman estaba aguantando bien. Harper, con dos patas de cabra ahumadas colgando del cinturón, avanzó para unirse a Sharpe, que estaba observando la llegada de los hombres desde una posición ventajosa a unos pocos metros de altura sobre el camino.

—Maldita lluvia —dijo Harper.

—Al final amainará.

—¿De verdad? —preguntó Harper inocentemente.

Fue entonces cuando Sharpe vio destellos de luz en los viñedos. No fue un relámpago, era demasiado débil, demasiado pequeño y demasiado cerca del suelo, pero sabía que no lo había imaginado; maldijo a Christopher por haberle robado su catalejo. Miró fijamente el sitio donde la luz había brillado por un instante, pero no vio nada.

—¿Qué ocurre? —Vicente había subido también.

—Me pareció ver un destello de luz —respondió Sharpe.

—Sería la lluvia —dijo Harper con indiferencia.

—Quizá fuese un trozo de vidrio roto —sugirió Vicente—. Una vez encontré vidrios romanos en un campo cerca de Entre-os-Rios. Había dos jarrones rotos y unas pocas monedas de Septimio Severo.

Sharpe no estaba escuchando. Observaba los viñedos.

—Doné las monedas al seminario de Oporto —prosiguió Vicente, subiendo la voz para hacerse oír por encima de la furiosa lluvia—, porque los padres tienen allí un pequeño museo.

—El sol no se refleja en un vidrio cuando está lloviendo —dijo Sharpe. Pero algo había reflejado luz allí, algo similar a una mancha de luz, un destello húmedo. Estudió el seto que había entre las viñas y de repente lo vio otra vez. Maldijo en voz alta.

—¿Qué pasa? —preguntó Vicente.

—Dragones —dijo Sharpe—, docenas de esos cabronazos. Desmontados y vigilándonos. —El brillo había sido el reflejo de la débil luz en uno de los cascos de latón. Debía de haber una rasgadura en la cubierta protectora del casco y el hombre, al correr a lo largo del seto, había servido de faro, pero ahora que Sharpe había visto el primer uniforme verde entre las verdes viñas, pudo ver muchos más—. Esos cabrones iban a tendemos una emboscada —dijo, y a su pesar, sintió admiración por un enemigo capaz de aprovechar un tiempo tan horrendo. Luego dedujo que los dragones debían de haberse aproximado a Vila Real de Zedes durante el día y, por alguna razón, él no se había enterado; en cambio, ellos sí parecían haber averiguado lo que significaba el trabajo que estaba haciendo en lo alto de la colina y debían de saber que aquella cresta con forma de lomo de puerco era su refugio—. ¡Sargento! —dijo de golpe a Harper—. ¡Que suban a la colina ahora! ¡Ahora mismo! Y rece porque no sea demasiado tarde.

Puede que el coronel Christopher hubiese reescrito las órdenes, pero las piezas de aquel ajedrez sólo podían moverse de la manera acostumbrada, aunque su conocimiento de las jugadas le permitía mirar hacia delante y, según le parecía, lo hacía con más perspicacia que la mayoría de los hombres.

Había dos posibles consecuencias de la invasión francesa de Portugal. O bien vencían los franceses o bien, lo que era mucho menos probable, los portugueses con sus aliados ingleses expulsaban de alguna manera a las fuerzas de Soult.

Si los franceses ganaban, Christopher sería entonces el propietario de la bodega de los Savage, el aliado de confianza de los nuevos dueños del país e increíblemente rico.

Si ganaban los portugueses y sus aliados ingleses, recurriría a la patética conspiración de Argenton para explicar por qué había permanecido en territorio enemigo, y esgrimiría el desmoronamiento del proyecto de motín como excusa para justificar el fracaso de sus planes. Después necesitaría mover un par de peones para seguir siendo dueño del patrimonio de los Savage, que sería suficiente para convertirlo en un hombre rico, aunque no increíblemente rico.

Así que no podía perder, siempre que los peones hiciesen lo que se suponía que tenían que hacer. Uno de esos peones era el mayor Henri Dulong, segundo al mando de la 31.ª Léger, una de las unidades superiores de infantería ligera francesa en Portugal. La 31.ª sabía que era buena, pero ninguno de sus soldados igualaba a Dulong, que era famoso en todo el ejército. Era duro, audaz y despiadado. Aquella tarde de viento, lluvia y nubes bajas de primeros de mayo, la tarea del mayor Dulong consistía en subir con sus voltigeurs por el camino del sur que llevaba a la atalaya de la colina más arriba de la quinta. Tome ese cerro, le había explicado el brigadier Vuillard, y las escasas fuerzas de Vila Real de Zedes no tendrán adonde ir. Así que, mientras los dragones tendían un cerco alrededor del pueblo y la quinta, Dulong debía tomar la colina.

La idea de atacar al anochecer había sido del brigadier Vuillard. La mayoría de los soldados se esperarían un ataque al amanecer, pero Vuillard opinaba que al final del día los hombres habrían bajado la guardia.

—Estarán buscando un odre de vino, una joven y una comida caliente —le había dicho a Christopher, y después había fijado la hora de ataque alas ocho menos cuarto de la tarde. Entonces el sol estaría a punto de ponerse, pero el crepúsculo se alargaría hasta las ocho y media; finalmente, las nubes resultaron tan espesas que Vuillard dudaba que se pudiese hablar de crepúsculo. No es que fuese importante. Dulong había recibido un buen reloj Breguet y había prometido que sus hombres estarían en la cumbre de la atalaya alas ocho menos cuarto, justo cuando los dragones llegasen al pueblo y a la quinta. El resto de compañías de la 31.ª Léger subirían primero al bosque y después caerían sobre la quinta desde el sur.

—Dudo mucho que Dulong llegue a ver algo de acción —le había dicho Vuillard a Christopher—, y eso no lo alegrará. Es un canalla sediento de sangre.

—Le ha dado a él la tarea más peligrosa, sin lugar a dudas.

—Pero sólo si el enemigo está en la cima de la colina —explicó el brigadier—. Tengo la esperanza de cogerlos desprevenidos, coronel.

Y a Christopher le parecía que las esperanzas de Vuillard estaban justificadas, pues a las ocho menos cuarto los dragones entraron a la carga en Vila Real de Zedes y apenas encontraron oposición. Un trueno fue el acompañamiento del ataque; un relámpago partió el cielo en dos y su luz plateada se reflejó en las largas espadas de los dragones. Resistieron unos cuantos hombres y se dispararon unos pocos mosquetes desde una taberna al lado de la iglesia; Vuillard descubrió más tarde, en los interrogatorios a los supervivientes, que una banda de partisanos habían estado recuperándose de sus heridas en el pueblo. Algunos de ellos escaparon, pero ocho murieron y otros veinte, incluido su cabecilla, llamado el Maestro, fueron capturados. Dos de los dragones de Vuillard resultaron heridos.

Otros cien dragones cabalgaron hacia la quinta. Los comandaba un capitán que se encontraría con la infantería bajando a través del bosque; el capitán había prometido que la propiedad no sería saqueada.

—¿No quiere ir usted con ellos? —preguntó Vuillard.

—No. —Christopher estaba mirando cómo se llevaban a las chicas del pueblo hacia la taberna más grande.

—No se lo reprocho —dijo Vuillard, fijándose en las chicas—; la diversión estará aquí.

Y la diversión de Vuillard empezó. Los del pueblo odiaban a los franceses y los franceses odiaban a los del pueblo; además, los dragones habían descubierto a partisanos en las casas, y todos sabían cómo tratar a aquellas alimañas. Manuel Lopes y sus partisanos capturados fueron llevados a la iglesia, donde los obligaron a destrozar altares, barandillas e imágenes, y amontonar todos los pedazos de madera en el centro de la nave. Apareció el padre Josefa, protestó por aquel vandalismo, y los dragones lo desnudaron, rasgaron su sotana en tiras y usaron las tiras para atar al sacerdote al gran crucifijo que colgaba sobre el altar principal.

—Los sacerdotes son los peores —explicó Vuillard a Christopher—. Animan a la gente a luchar contra nosotros. Le aseguro que tendremos que matar hasta al último sacerdote de Portugal antes de que todo termine.

Estaban llevando a otros cautivos hasta la iglesia. Todo aquel del pueblo en cuya casa hubiese un arma de fuego o que hubiese desobedecido a los dragones fue llevado allí. Un hombre que había intentado proteger a su hija de trece años fue arrastrado hasta la iglesia. Cuando estuvieron todos dentro, un sargento de dragones les rompió los brazos y las piernas a los hombres con un mazo sacado de la forja del herrero.

—Es mucho más fácil que atarlos —explicó Vuillard.

Christopher se estremecía cuando el mazo quebraba los huesos. Algunos hombres gimotearon, unos pocos gritaron, pero la mayoría mantuvo un obstinado silencio. El padre Josefa empezó a rezar una oración por los moribundos, hasta que un dragón lo calló rompiéndole la mandíbula con una espada.

Para entonces ya había oscurecido. La lluvia aún repiqueteaba sobre el tejado de la iglesia, pero con menos violencia. Un relámpago iluminó las ventanas desde fuera mientras Vuillard cruzaba hasta los restos de un altar lateral y cogía una vela que había estado ardiendo en el suelo. Se dirigió hacia la pila de madera, que había sido rodeada con pólvora de munición de las carabinas de los dragones. Metió la vela bien dentro de la pila y se apartó. Por un momento la llama temblequeó pequeña e insignificante, después hubo un siseo y un brillante fogonazo se encendió en el centro de la pila. Los heridos daban grandes gritos mientras el humo empezaba a ascender hacia las vigas y Vuillard y los dragones se retiraban hacia la puerta.

—Colean como peces. —El brigadier se refería a los hombres que se arrastraban hacia el fuego con la vana esperanza de extinguirlo. Vuillard reía—. La lluvia ralentizará las cosas, pero no mucho. —Ahora el fuego crepitaba, soltando un humo denso—. Cuando el techo se prenda será cuando mueran —anunció—, y eso lleva un tiempo. Pero es mejor no quedarse.

Los dragones se fueron, cerrando la iglesia tras ellos. Unos cuantos hombres permanecieron bajo la lluvia para asegurarse de que el fuego no se apagaba o, más probablemente, para que nadie escapara de las llamas. Mientras tanto Vuillard llevaba a Christopher y a otra media docena de oficiales a la taberna más grande del pueblo, que estaba alegremente iluminada por montones de velas y lámparas.

—La infantería nos traerá las noticias aquí —explicó Vuillard—, así que tendremos que encontrar algo para pasar el rato, ¿no?

—Pues sí. —Christopher se quitó el bicornio mientras se agachaba para entrar por la puerta de la taberna.

—Comamos —dio el brigadier Vuillard—, y bebamos eso que en este país pasa por vino. —Se detuvo en la habitación principal, donde las muchachas del pueblo habían sido alineadas contra las paredes—. ¿Qué le parece? —preguntó a Christopher.

—Tentador —dijo Christopher.

—Sí que lo es. —Vuillard aún no confiaba del todo en Christopher. El inglés era demasiado distante, pero ahora, pensó Vuillard, lo pondría a prueba—. Haga su elección —dijo, señalando a las chicas. Los hombres que vigilaban a las muchachas sonreían burlones. Las chicas lloraban en silencio.

Christopher dio un paso hacia las cautivas. Si el inglés era aprensivo, pensó Vuillard, tendría que traicionar sus escrúpulos o, peor aún, su simpatía hacia los portugueses. Incluso en el ejército francés había quienes expresaban semejantes simpatías, oficiales que argumentaban que, al maltratar a los portugueses, el ejército no hacía más que empeorar el problema, pero Vuillard, como la mayoría de los franceses, creía que los portugueses merecían ser castigados con gran severidad, de modo que ninguno osara volver a levantar un dedo contra los franceses. Violación, robo y destrucción sin sentido eran para Vuillard tácticas defensivas, y ahora quería ver cómo Christopher se unía a él en una acción de guerra. Quería ver al estirado inglés comportándose como los franceses en su momento de triunfo.

—Dese prisa —le apremió—. Prometí a mis hombres que les daría las que nosotros no quisiéramos.

—Me quedo con esa chica bajita —dijo Christopher con gesto lobuno—, la pelirroja.

Ella gritó. Pero aquella noche había demasiados gritos en Vila Real de Zedes.

Como los había en la colina, hacia el sur.

Sharpe corrió. Gritó a sus hombres que alcanzaran la cima de la colina lo más rápido posible, y después se lanzó cuesta arriba. Había subido casi cien metros antes de poder calmarse y advertir que lo estaba haciendo todo mal.

—¡Fusileros! —gritó—. ¡Suelten la carga!

Dejó que sus hombres descargaran hasta quedarse sólo con las armas, los morrales y las cartucheras. Los hombres del teniente Vicente hicieron lo mismo. Seis portugueses e igual número de fusileros se quedarían a vigilar fardos, macutos, capotes y tajadas de carne ahumada, mientras el resto seguía a Sharpe y a Vicente montaña arriba. Ahora avanzaban mucho más deprisa.

—¿Ha visto a esos cabrones ahí arriba? —jadeó Harper.

—No —dijo Sharpe, pero sabía que los franceses querrían tomar el fortín porque era el punto más alto en kilómetros a la redonda, y eso significaba que probablemente habrían enviado a una compañía o más a dar un rodeo por el sur y acercarse con sigilo a la colina. Así que era una carrera. Sharpe no tenía pruebas de que los franceses estuvieran corriendo, pero no los subestimaba. Estarían en camino, y lo único que podía pedir era que todavía no hubieran llegado.

La lluvia arreciaba. Ningún arma podría disparar con ese tiempo. Iba a ser una lucha de acero húmedo, puños y culatazos. Las botas de Sharpe resbalaban en la hierba empapada y se deslizaban sobre las rocas. Estaba quedándose sin respiración, pero al menos había subido el empinado flanco y ahora se encontraba en el sendero que llevaba a la loma norte de la colina. Afortunadamente, sus hombres habían ensanchado y reforzado aquel camino, cortando escalones en los lugares de mayor pendiente y asegurando la parte vertical de los escalones con traviesas de abedul. Había sido un trabajo inventado para que se mantuvieran ocupados, pero ahora todo aquello merecía la pena, porque aligeraba el paso. Sharpe se mantenía a la cabeza con una decena de fusileros detrás. Decidió que no cerraría filas hasta que no alcanzaran la cima. Aquello era un barullo de sálvese quien pueda, así que lo importante era llegar a la cumbre; miró hacia arriba entre el remolino de lluvia y nubes, y no vio sino rocas mojadas y el repentino brillo de un relámpago reflejándose en la superficie de una roca desnuda. Pensó en el pueblo; sabía que estaba condenado. Deseaba haber podido hacer algo, pero no tenía suficientes hombres para defenderlo, y había intentado advertirles.

La lluvia caía directamente sobre su rostro, cegándole. Resbalaba mientras corría. Sentía una punzada en el costado, las piernas le ardían y el aliento le raspaba la garganta. Llevaba el rifle colgado al hombro, y le iba rebotando, y las reservas de municiones le golpeaban el muslo izquierdo. Intentó desenvainar la espada, pero tuvo que soltar la empuñadura para sujetarse a una roca porque sus botas resbalaban como locas bajo sus pies. Harper iba veinte pasos por detrás, jadeando. Vicente estaba alcanzando a Sharpe, quien finalmente logró liberar su espada de la vaina, se apartó del peñasco y se obligó a continuar. Un relámpago iluminó el este, perfilando negras colinas y un cielo del que caían rachas de agua. Un trueno estremeció los cielos, llenándolos de un ruido airado. Sharpe se sintió como si estuviese ascendiendo al corazón de la tormenta, trepando para reunirse con los dioses de la guerra. El vendaval le castigaba. Hacía rato que no sabía dónde estaba su chacó. El viento aullaba, gemía, se ahogaba con los truenos y se cargaba de lluvia. Cuando Sharpe estaba pensando que nunca alcanzaría la cima, de pronto se encontró junto al primer muro, el lugar donde el camino zigzagueaba entre dos de los pequeños reductos que sus hombres habían construido; la daga de un trueno apuñaló el vacío que se abría a su derecha, húmedo y oscuro. Durante un desaforado segundo creyó que la cumbre estaba vacía, pero luego vio el destello de una hoja que reflejaba el fuego blanco de la tormenta y supo que los franceses ya estaban allí.

Los voltigeurs de Dulong habían llegado justo unos segundos antes y habían tomado la atalaya, pero no habían tenido tiempo de ocupar los reductos más al norte, por donde ahora aparecían los hombres de Sharpe.

—¡Échenlos de ahí! —bramó Dulong a sus hombres.

—¡Maten a esos cabrones! —gritó Sharpe, y su espada chocó con una bayoneta y se deslizó por ella hasta golpear la culata del mosquete. Sharpe se impulsó hacia delante, empujando a aquel hombre hacia atrás, y le dio un cabezazo en la nariz. Los primeros fusileros pasaron a su lado; de pronto el entrechocar de las espadas resonaba en la semioscuridad. Sharpe golpeó con la empuñadura de su espada la cara del hombre al que había tumbado, le arrancó el mosquete y lo arrojó al vacío. Luego se dirigió al lugar donde un grupo de franceses se estaba preparando para defender la cima. Ellos apuntaron los mosquetes y Sharpe rogó al Señor que le diera la razón y que aquellos percutores de pedernal nunca pudieran encender una chispa en aquel infierno húmedo. Dos hombres peleaban a su izquierda; Sharpe blandió su espada hacia un casaca azul, haciéndola girar hacia sus costillas, el francés se hizo a un lado para esquivar la hoja y Sharpe vio que Harper estaba golpeándolo con la culata del rifle.

—Dios salve a Irlanda. —Harper, con los ojos enloquecidos, alzó la vista hacia los franceses que custodiaban la atalaya.

—¡Vamos a cargar contra esos cabrones! —gritó Sharpe a los fusileros que llegaban por detrás de él.

—Dios salve a Irlanda.

Tirez! —gritó un oficial francés y una docena de pedernales cayeron sobre el hierro y encendieron chispas que murieron en la lluvia.

—¡Ahora mátenlos! —rugió Sharpe—. ¡Maten a esos cabrones!

Y es que los franceses ocupaban la cima de su colina, su territorio, y él sentía una rabia sólo comparable a la ira del cielo tormentoso. Corrió colina arriba y los mosqueteros franceses bajaron con sus largas bayonetas. Sharpe se acordó de cuando había luchado en la empinada grieta de Gawilghur e hizo ahora lo que había hecho entonces: se agachó por debajo de la bayoneta, agarró el tobillo de un hombre y tiró de él. El francés gritaba mientras era arrastrado colina abajo, hasta donde tres bayonetas se clavaron en él. Después los portugueses de Vicente, al darse cuenta de que no podían disparar, empezaron a tirarles piedras a los franceses y las más grandes ensangrentaron a algunos e hicieron que los hombres se acobardaran. Sharpe gritó a sus fusileros que se enfrentaran con el enemigo. Él blandió la espada hacia atrás, desviando hacia un lado una bayoneta, y apartó otro mosquete con la mano izquierda, logrando que el hombre que lo empuñaba cayese sobre el filo de la bayoneta de Harper. Harris blandía un hacha que habían usado para abrir camino entre abedules, laureles y robles, y los franceses retrocedían ante un arma tan terrible. Las piedras seguían cayendo y los fusileros de Sharpe, gruñendo y jadeando, se abrían camino hacia arriba luchando con uñas y dientes. Un hombre golpeó a Sharpe en la cara, Cooper lo cogió por la bota y le desgarró la pierna hacia arriba con su bayoneta. Harper estaba utilizando su rifle como si fuese una porra e iba derribando hombres a golpes con su inmensa fuerza. Un fusilero cayó hacia atrás; la sangre brotaba a chorros de su garganta. De inmediato, un soldado portugués ocupó su lugar, lanzando cuchilladas con la bayoneta y gritando insultos. Sharpe clavó su espada, desde arriba y con las dos manos, sobre el grupo de hombres, dando cuchilladas, retorciéndola, sacándola y clavándola otra vez. Había otro portugués a su lado: le estaba dando una estocada de bayoneta a un francés en la entrepierna. Mientras tanto, el sargento Macedo, con los labios contraídos en una mueca, luchaba con un cuchillo. El filo relumbraba en la lluvia, se teñía de rojo, se lavaba con el agua, se volvía a teñir de rojo. Los franceses estaban retrocediendo, se retiraban a la franja de piedra desnuda delante de las ruinas de la atalaya; un oficial les gritaba enfurecido. Entonces el oficial avanzó con el sable en la mano y Sharpe se encontró con él. Las hojas chocaron y Sharpe volvió a dar un cabezazo y, bajo el resplandor de un relámpago, vio el asombro dibujado en el rostro del oficial. Pero era evidente que el francés pertenecía a la misma escuela que Sharpe, pues intentó darle una patada en la entrepierna mientras clavaba los dedos en los ojos de Sharpe. Sharpe se retorció hacia un lado y volvió a su sitio para golpear a aquel hombre en la mandíbula con la empuñadura de su espada, pero entonces el oficial pareció desvanecerse en la oscuridad: dos de sus hombres se lo habían llevado a rastras.

Un alto sargento francés se acercó a Sharpe blandiendo el mosquete. Sharpe reculó, el hombre tropezó y Vicente lo alcanzó con su espada de hoja recta; su punta segó la tráquea del sargento, que rugió como un fuelle perforado y se derrumbó esparciendo una lluvia rosada. Vicente retrocedió horrorizado, pero sus hombres pasaron en tropel por su lado para repartirse por los reductos del sur, donde, entusiasmados, sacaron a los franceses de sus agujeros con sus bayonetas. El sargento Macedo había dejado su cuchillo hundido en el pecho de un francés y ahora estaba usando un mosquete francés a modo de maza. Un voltigeur intentó arrancarle el arma de las manos y, para su asombro, no encontró resistencia: el sargento simplemente le dejó cogerla y después lo empujó con ella en el vientre para que cayera de espaldas ladera abajo. El francés gritaba mientras caía. Su grito pareció durar una eternidad; luego se oyó un golpe sordo y húmedo sobre las lejanas rocas de abajo, el mosquete rebotó y el sonido se perdió cuando un trueno retumbó en el cielo. Un relámpago rasgó las nubes y Sharpe, con el filo de su espada goteando sangre diluida en agua de lluvia, gritó a sus hombres que revisarán todos los reductos.

—¡Y miren en la torre!

Otro relámpago iluminó a un gran grupo de franceses que subía por el sendero del sur. Sharpe dedujo que un pequeño grupo formado por los hombres más diestros se había adelantado, y que ésos eran los hombres con los que se habían encontrado. El grupo más numeroso, que habría podido defender la cumbre fácilmente del desesperado contraataque de Sharpe y Vicente, llegaba demasiado tarde, pues Vicente estaba desplegando a sus hombres por los reductos más bajos. Un fusilero yacía muerto junto a la atalaya.

—Es Sean Donnelly —dijo Harper.

—Lástima —dijo Sharpe—, era un buen hombre.

—Era un perverso cabronazo de Derry —dijo Harper—, y me debía cuatro chelines.

—Sabía disparar en línea recta.

—Cuando no estaba borracho —admitió Harper.

Pendleton, el más joven de los fusileros, le trajo a Sharpe su chacó.

—Lo encontré en la ladera, señor.

—¿Y qué estaba haciendo usted en la ladera cuando tendría que haber estado luchando? —reclamó Harper.

Pendleton parecía inquieto.

—Simplemente lo encontré, señor.

—¿Ha matado a algún hombre? —quiso saber Harper.

—No, sargento.

—Entonces hoy no se ha ganado su puñetero chelín, ¿verdad? ¡Right! ¡Pendleton! ¡Dodd! ¡Sims! —Harper organizó un grupo para descender la colina y recoger los fardos y la comida que habían quedado abajo. Sharpe puso a otros dos hombres a despojar a los muertos y a los heridos de sus armas y munición.

Vicente había ocupado el lado sur del fortín, y la visión de sus hombres fue suficiente para evitar que los franceses intentaran un segundo asalto. El teniente portugués volvió ahora a reunirse con Sharpe junto a la atalaya, donde el viento aullaba sobre las piedras rotas. La lluvia estaba amainando, pero unas ráfagas de viento aún más fuertes que antes seguían haciendo que las gotas golpearan con fuerza contra las murallas en ruinas.

—¿Qué hacemos con el pueblo? —quiso saber Vicente.

—No podemos hacer nada.

—¡Hay mujeres ahí abajo! ¡Y niños!

—Ya lo sé.

—No podemos dejarlos ahí sin más.

—¿Qué quiere que hagamos? —preguntó Sharpe—. ¿Que bajemos allí? ¿Que los rescatemos? Y mientras estamos allí, ¿qué pasará aquí arriba? Esos cabrones tomarán la colina. —Señaló a los voltigeurs franceses, que se encontraban en la mitad de la ladera sin saber si seguir subiendo o abandonar el intento—. Y cuando llegue allí abajo —continuó—, ¿qué va a encontrar? Dragones. Cientos de malditos dragones. Y cuando el último de sus hombres esté muerto, tendrá la satisfacción de saber que intentó salvar el pueblo. —Veía la testarudez reflejada en el rostro de Vicente—. No hay nada que pueda hacer usted.

—Tenemos que intentarlo —insistió Vicente.

—¿Quiere llevarse a unos hombres de patrulla? Pues hágalo, pero los demás nos quedamos aquí. Este lugar es nuestra única oportunidad de mantenernos con vida.

Vicente se estremeció.

—¿No seguirá usted la marcha hacia el sur?

—Si salimos de esta colina —dijo Sharpe—, vamos a tener a los dragones cortándonos el pelo con sus puñeteras espadas. Estamos atrapados, teniente, estamos atrapados.

—¿Me permitirá bajar con una patrulla hasta el pueblo?

—Tres hombres —dijo Sharpe. Incluso era reacio a dejar que tres hombres se fuesen con Vicente, pero se dio cuenta de que el teniente portugués estaba desesperado por saber qué les estaba sucediendo a sus compatriotas—. Permanezcan a cubierto, teniente —aconsejó Sharpe—. Quédense en los árboles. ¡Y vayan con mucho cuidado!

Vicente regresó tres horas más tarde. Sencillamente, había demasiados dragones y demasiada infantería de casacas azules por Vila Real de Zedes, así que no había podido llegar a ningún lugar cercano al pueblo.

—Pero oí gritos —dijo.

—Sí —dijo Sharpe—, seguro que los ha oído.

Por debajo de ellos, más allá de la quinta, los restos de la iglesia del pueblo humeaban en la húmeda y oscura noche. Era la única luz que podía verse. No había estrellas ni velas ni lámparas, tan sólo el funesto brillo rojizo de la iglesia en llamas.

Y mañana, pensó Sharpe, los franceses vendrían otra vez a por él.

Por la mañana, los oficiales franceses desayunaron en la terraza de la taberna, bajo un emparrado. Descubrieron que el pueblo estaba lleno de comida, y para desayunar había pan recién horneado, huevos y café. La lluvia se había ido dejando una sensación húmeda en el viento, pero había sombras en los campos y el sol prometía el calor de su luz. El humo de la iglesia ya quemada se elevaba hacia el norte, llevando con él el hedor de la carne carbonizada.

Maria, la chica pelirroja, sirvió el café al coronel Christopher. El coronel se estaba hurgando los dientes con un palillo de marfil, pero se lo sacó de la boca para darle las gracias.

Obrigado, Maria —le dijo en tono afable.

Maria temblaba, pero hizo un apresurado gesto de reconocimiento con la cabeza mientras se retiraba.

—¿Ha sustituido a su criado? —preguntó el brigadier Vuillard.

—Ese desgraciado ha desaparecido —dijo Christopher—. Ha huido. Se ha largado.

—Es un buen cambio —dijo Vuillard mirando a Maria—. Ésta es mucho más bonita.

—Era bonita —admitió Christopher. Ahora el rostro de Maria estaba muy contusionado y las magulladuras se habían hinchado, menoscabando su belleza—. Aunque volverá a serlo de nuevo.

—La golpeó usted bien —dijo Vuillard con un matiz de reproche.

Christopher tomó un sorbo de su café.

—Los ingleses tenemos un dicho, brigadier. Al perro, a la mujer y al avellano, cuantos más golpes, mejor fruto en mano.

—¿Al avellano?

—Dicen que, si se sacude bien el tronco, se incrementa la cosecha de avellanas; no tengo ni idea de si es verdad, pero sí sé que a una mujer hay que domesticarla igual que a una perra o a una yegua.

—Domesticarla —repitió Vuillard. Quedó bastante impresionado por la sangre fría de Christopher.

—Esa estúpida se me resistía —explicó Christopher—. Empezó a pelear, así que le enseñé quién es el amo. Toda mujer necesita que le enseñen eso.

—¿Hasta la propia esposa?

—En especial la propia esposa, aunque el proceso tendría que ser más lento. No se domestica a una buena yegua rápidamente, lleva su tiempo. Pero ésta —señaló con un movimiento de cabeza hacia Maria—, ésta necesitaba una zurra de urgencia. No me importa si me guarda rencor; en cambio, a uno no le conviene que su esposa esté amargada por el resentimiento.

Maria no era la única que tenía el rostro magullado.

El mayor Dulong tenía una marca negra sobre el puente de la nariz y un ceño igual de oscuro. Había llegado a la atalaya antes que las tropas inglesas y portuguesas, pero con un grupo de hombres más reducido, y se había visto sorprendido por la ferocidad con la que le había atacado el enemigo.

—Permítame que vuelva, mon général —suplicaba a Vuillard.

—Por supuesto, Dulong, por supuesto. —Vuillard no culpaba al oficial de voltigeurs por el fracaso de una sola noche. Al parecer, las tropas inglesas y portuguesas, que todos esperaban encontrar en los establos de la quinta, habían decidido ir hacia el sur, y por eso estaban a medio camino de la atalaya cuando se inició el ataque. Pero el mayor Dulong no estaba acostumbrado al fracaso y el modo en que los habían echado de la cima de la colina había herido su orgullo—. Pero no inmediatamente. Creo que primero dejaremos que les belles filles se las entiendan a su manera perversa con ellos, ¿vale?

Les belles filles? —intervino Christopher, preguntándose por qué demonios iba a mandar Vuillard que unas chicas subieran a la atalaya.

—Es el nombre que da el Emperador a sus cañones —explicó Vuillard—. Les belles filles. Hay un batería en Valengo y ahora deben de tener un refuerzo de obuses. Estoy seguro de que a los artilleros les agradará prestarnos sus juguetes, ¿verdad? Un día de prácticas de tiro y esos idiotas de la colina estarán tan domesticados como su pelirroja. —El brigadier miraba mientras las muchachas sacaban la comida—. Echaré un vistazo a ese objetivo en cuanto hayamos comido. ¿Acaso me haría el honor de prestarme su catalejo?

—Desde luego. —Christopher empujó la lente hasta el otro lado de la mesa—. Pero cuídelo, mi querido Vuillard. Es muy valioso para mí.

Vuillard examinó la placa de latón; sabía suficiente inglés como para descifrar su significado.

—¿Quién es AW?

—Sir Arthur Wellesley, por supuesto.

—¿Y por qué habría de estarle agradecido a usted?

—No esperará realmente que un caballero conteste a una pregunta como ésa, mi querido Vuillard. Sería jactancioso. Baste con decir que no fue sólo por lustrarle las botas. —Christopher sonrió con modestia, después se sirvió huevos y pan.

Doscientos dragones recorrieron a galope el corto camino de vuelta a Valengo. Escoltaban a un oficial que llevaba una solicitud para un par de obuses, y el oficial y los dragones regresaron aquella misma mañana.

Sólo con un obús. Pero Vuillard estaba seguro de que aquello sería suficiente. Los fusileros estaban condenados.